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Juan Villoro, Chiapas. Fotografía de Sofía Grivas.
Tres décadas después del levantamiento del EZLN, más de mil peregrinos —hablantes de lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos entregados a la tarea de mejorar el mundo— se reunieron en Dolores Hidalgo, Chiapas, para renovar la esperanza en una lucha que perdura: “Vamos despacio —afirman los zapatistas— porque el camino es largo”.
El 1 de enero de 1994, un amigo al que llamaré Andrés tuvo la mala suerte de ser mordido por un perro. Se sometía a un tratamiento de catorce inyecciones, salió de su casa en busca de la dosis que le faltaba y se encontró con otra forma de la rabia. Los zapatistas habían tomado San Cristóbal de Las Casas. Desde entonces, Andrés no ha dejado de recorrer Chiapas. El joven que a los veinte caminaba por calles sin luz eléctrica en busca de una farmacia, treinta años después ha encontrado remedios para la desesperanza en el movimiento que transformó las condiciones de vida en una región del tamaño aproximado de Bélgica y que ha influido en las luchas sociales de numerosos países. Antes de las protestas en Seattle y Porto Alegre, los mayas del presente ya habían llamado a luchar contra los desastres de la globalización.
A finales de 2023, viajé en compañía de Andrés al Caracol Dolores Hidalgo, en las tierras bajas de Chiapas. En el trayecto, hablamos de la inseguridad que mantiene al país en la zozobra. El tramo de San Cristóbal a Ocosingo, supuestamente patrullado por la Guardia Nacional, se consideraba peligroso; en cambio, de Toniná a Dolores Hidalgo recorreríamos un país dentro del país, donde coexisten diversas lógicas. Dentro de las zonas zapatistas hay poblaciones que no son zapatistas. La carretera federal era interrumpida por innumerables topes que obligan a frenar junto a chozas que venden refrescos. A orillas del camino, vimos otros expendios del comercio y de la fe: un negocio de Pollos Asados, una Iglesia de Cristo, una casa con un inmenso escudo del Guadalajara y la estrella roja en tablones de madera que acreditaban la condición zapatista de la región.
También encontramos mensajes desplegados para la ocasión y que saludaban a los visitantes con la ironía que ya tipifica al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Uno de ellos decía: “Despierten, dormilones”, otro: “¿A qué viniste? ¿Le entras o no le entras?”.
Una manta imitaba las señales de las carreteras y anunciaba que el Caracol se encontraba a un kilómetro. Algunos viajeros le hicieron caso y descendieron ahí de los camiones de redilas que les habían dado aventón. Pero los zapatistas juegan con el tiempo y el espacio. El huso horario se adelanta en una hora al del centro del país y los kilómetros pueden ser para ellos una conjetura o incluso una broma. Quienes abandonaron su transporte ante la manta que prometía un kilómetro para llegar, tuvieron que tomar otro camión de redilas. El destino zapatista no es cuantificable: ocurre cuando se alcanza.
El paisaje, cubierto de una vegetación donde los pinos alternaban con las palmas, parecía citar a Goethe: los cerros nos rodeaban de modo imponente, pero “en cada cima imperaba la calma”. Andrés improvisó un aforismo para explicar la tranquilidad circundante: “La gente cuida a la gente”. No nos podía pasar nada si éramos muchos y, sobre todo, si éramos bienvenidos.
El 29 de diciembre, 899 participantes se habían registrado en la Universidad de la Tierra en San Cristóbal para asistir al doble aniversario zapatista: cuarenta años de lucha y treinta de levantamiento. En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La cantidad de participantes se incrementó con las comunidades indígenas que llegaban por distintas rutas y con los que se inscribieron en el Caracol mismo. A diferencia de la Convención de Aguascalientes, que en agosto de 1994 congregó a seis mil miembros de la sociedad civil en la selva tojolabal, en este caso los asistentes no solo eran forasteros. Los cortes mohicanos y los tatuajes de la clase media internacional se mezclaban con los sombreros, las gorras de beisbolista y los textiles regionales. Las apariencias extremas de lo global y lo local coincidían en la explanada de hierba de Dolores Hidalgo.
En uno de los primeros comunicados sobre el festejo se advirtió de la violencia que campea en Chiapas y que se apodera de los caminos con bloqueos, cobro de uso de suelo, secuestros y extorsiones. Recorrer el estado significa enfrentar diversas formas de la rapiña. Quienes llegaron en avión a Tuxtla Gutiérrez y tenían rentado un auto, se encontraron con la sorpresa de que “no había unidades”. En vez de ofrecer otro vehículo por el precio ya pagado, las agencias pedían cinco veces más por la “única” camioneta disponible. Esta corrupción empresarial se manifiesta de otra forma en los confines remotos de Chiapas. El poblado de Oxchuc, entre San Cristóbal y Ocosingo, se ha convertido en una aduana difícil de sortear. Carencias reales llevaron a protestar bloqueando la carretera y exigiendo dinero para subsistir y proseguir la lucha. Con el tiempo, ese recurso se convirtió en un fin. La protesta contra un problema creó otro problema, tan inquietante como la “sopa de ratón” que se prepara en la localidad y en la que flota el protagonista del guiso.
La costumbre de interrumpir el tráfico ha creado escuela. De pronto, cuatro o cinco niños colocan ramas al centro de la carretera y solo las retiran a cambio de unos pesos en pago por presuntos “trabajos de limpieza”. Estas son las molestias suaves de un estado donde la migración que llega de Centroamérica es víctima de raptos que condenan a las mujeres a la prostitución y a los hombres a actuar como sicarios.
En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La tribu de Año Nuevo
A pesar de las dificultades de acceso, más de mil peregrinos visitaron a los profesionales de la esperanza. Lo primero que se comentaba en las casetas de madera de Dolores Hidalgo, donde humeaban las ollas del café y de los tamales, era el enigma de la llegada. Los comunistas de Nayarit habían hecho veinticinco horas de camino, esfuerzo descomunal que, sin embargo, se relativizaba al oír las historias de quienes venían de Grecia, Italia y Alemania, por no hablar de Irán. Muy complejos itinerarios habían permitido integrarse a la marea multicolor de las tiendas de campaña, para disfrutar de espléndida comida a precios bajos y soportar la incomodidad de un suelo reblandecido por el lodo y el desafío de las letrinas. No hay peregrinaje sin recompensa, pero tampoco sin penitencia.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Dolores Hidalgo se creó hace apenas tres años y tiene escasa población. Hay pocas huellas de vida humana en el enorme valle que se extiende hacia un imponente farallón de cerros rectilíneos, de color verde azulado, cubiertos de vegetación. El día 30 de diciembre había llovido; la niebla cubría el cielo y nubes blanquísimas descendían en cascada sobre los montes. ¿Qué clase de personas asistían a la gesta? En su mayoría se trataba de reincidentes que han hecho que lo heterodoxo se vuelva típico.
Viajamos por carretera en caravana con Payasos en Rebeldía, que venían de Lugo (su camiseta decía “Pallasos”, en gallego) y que están dedicados a lograr que la gente piense por medio de la risa en sitios donde la realidad conspira contra el humor. Hace poco estuvieron en Gaza, ahora volvían a Chiapas. De acuerdo con la pluralidad del reparto, el conductor de su camioneta era un físico catalán.
Los peregrinos distantes eran ahí tan comunes como los indígenas que se encontraban por primera vez. En la Enfermería de Dolores Hidalgo oí un diálogo entre un hombre y una mujer que avanzaba con respetuosa lentitud, como si cada pregunta desembocara en otra pregunta. Al cabo de un rato supe que él hablaba en tzeltal, variante maya de la zona, pero ella en tzotzil porque venía de los Altos de Chiapas. Les pregunté si se habían entendido. “Lo suficiente”, dijo él con una sonrisa.
Estábamos en un territorio de signos y representaciones donde entenderíamos “lo suficiente” sin que la mayor parte de las cosas perdieran su misterio.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Interpretar el cielo
Los zapatistas se articulan en Caracoles, que equivalen a municipios. Hasta hace poco, eran gestionados por Juntas de Buen Gobierno. A fines de 2023, el EZLN se reestructuró en Gobiernos Autónomos Locales (GAL). En vez de contar con una “cabecera municipal” donde se decide la gestión pública, ahora cada poblado puede disponer de un GAL. Dentro de la zona zapatista hay pobladores que no pertenecen al EZLN, de modo que esta nueva forma de organización permitirá administraciones compartidas. La idea central consiste en evitar excesivos desplazamientos para resolver trámites y controlar de manera más horizontal y segura un territorio en permanente amenaza.
Antes de llegar a Dolores Hidalgo estuve en Toniná con Juan Yadeun, arqueólogo que desde hace 43 años trabaja en el sitio. Formado como arquitecto, ha reconstruido pirámides de una altura sin parangón en el mundo maya. Su trabajo ha generado polémicas, algo consustancial a un oficio donde la conjetura siempre supera a la certeza. Otros arqueólogos prefieren consolidar los hallazgos sin intervenir en ellos. Los conocimientos de arqueología, astronomía y numerología de Yadeun, y su denodada pasión para ponerlos en práctica, le han permitido recrear una ciudadela no solo espectacular, sino perfectamente verosímil.
Cada pirámide es un reloj en piedra que mide los trabajos del cosmos. En los costados, 52 escalones suman la “atadura de años” del mundo mesoamericano. Cada flanco dispone de una escalinata, pero solo uno lleva al templo. Los edificios se pueden subir y bajar de manera incesante, haciendo del recorrido una forma de plegaria.
De acuerdo con Yadeun, los Caracoles zapatistas se relacionan con esta zona arqueológica: “Para los mayas, Caracol equivale a ciudad”, me dijo con su habitual entusiasmo, poco después de bajar de su motocicleta. Visitamos el jardín de su casa, donde ha reproducido las pirámides en maquetas de cemento blanco. El reconstructor de palacios descansa haciendo otros en miniatura. Ahí me dijo: “La gran puerta de la fachada del museo de Toniná es un Caracol que da acceso a la plaza rodeada de cuatro pirámides, similar al arco de entrada en Labná”. De manera emblemática, un edificio de la zona arqueológica es el Palacio de los Caracoles.
En Toniná, las construcciones siguen la orientación de la cruz maya, que representa la intersección de la Vía Láctea con otras galaxias. En la cosmogonía vernácula, la estrella polar se convirtió en un pájaro que al acercarse a la Tierra se convirtió en sol, generó calor y permitió el surgimiento de otras especies, entre ellas las víboras, antecedente, según Yadeun, de nuestro escudo nacional.
Es posible que el juego de pelota de Toniná sea el que inspiró el Popol Vuh. También, que ahí haya comenzado la vulcanización, mezclando la savia del árbol de hule con las cenizas de los sacrificados para hacer que la muerte recobrara la vida y el movimiento en la pelota sagrada.
Cada sitio arqueológico custodia claves del origen. Ciertas o falsas, científicas o legendarias, las explicaciones aluden a un mundo cuyas contraseñas se han perdido. La posibilidad de que haya controversias multiplica el número de las interpretaciones.
El Caracol que visitamos no era menos misterioso que los cuatro rumbos del cielo y los tres niveles de la realidad del orbe maya.
En Toniná, un recinto sin ventanas fungía como una escuela de la noche. Ahí, los astrónomos se acostumbraban a la oscuridad para aguzar su mirada; al volver a la intemperie en busca de estrellas, sus ojos estaban preparados para ver mejor.
Nosotros requeríamos de un aprendizaje similar, pero no hay escuela nocturna para los movimientos sociales.
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Representar la realidad
El 30 de diciembre se escenificaron obras de teatro en la explanada de pasto de Dolores Hidalgo, del tamaño de tres o cuatro canchas de futbol, que en una cabecera tenía el estrado principal y, en los costados, pequeñas tribunas de madera con techo de palma.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola. Hablé al respecto con Carlos González, abogado del Concejo Indígena de Gobierno. Recientemente, la legislación zapatista aprobó una nueva norma: la no propiedad de la tierra. En vez de colectivizar el territorio, la naturaleza es considerada como única terrateniente. Solo en caso necesario, y solicitando el debido perdón, se puede convertir en material de trabajo.
González está acostumbrado a asumir litigios que han pasado de generación en generación y provienen de agravios cometidos hace ochenta o cien años. Acaba de recuperar 2 585 hectáreas que habían sido arrebatadas al pueblo huichol. “El argumento de los ganaderos era que esas tierras no les pertenecían a los indígenas porque no las trabajaban”, comenta. Esa idea se funda en un desconocimiento de los pueblos originarios, que no ponen el acento en explotar al máximo la naturaleza, sino en preservarla. No se trata, pues, de tierras “ociosas”, sino conservadas.
Con el mismo criterio, los zapatistas preservan la biodiversidad. La bióloga Julia Carabias, que fue secretaria de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca de 1994 a 2000, y ahora trabaja en la Estación Chajul, en la Selva Lacandona, me dijo al respecto: “Los zapatistas han hecho muy buen manejo de los bosques templados, donde hay pinos y encinos: sacan madera sin destruir el ecosistema. En la región de Oventik se ve una clara diferencia entre la densidad de la vegetación que ellos conservan y la deforestación de otros sitios”.
De manera lógica, las obras de teatro creadas por diferentes Caracoles abordaron el tema de la tenencia de la tierra. En una de ellas, una chica exclamó: “¡Hay que cambiar el mundo!”, y recibió una respuesta de distanciamiento brechtiano: “Esto es teatro”. Entonces, la chica informó que también el teatro cambia la realidad.
El 31, poco antes de las 23:00 horas del México central (la medianoche zapatista), comenzó la ceremonia de aniversario. No se entonó el himno del EZLN, basado en la melodía de “Carabina 30-30”. Sin mayor protocolo, se pasó a un desfile de cientos de milicianas y milicianos que marcharon a ritmo de cumbia. No portaban otra arma que las macanas que percutían al compás de la música. Si una parada militar es, ante todo, una exhibición de fuerza, en este caso, la coreografía era una disciplinada exhibición estética. Cuando recibieron la orden de romper filas, las milicianas pasaron de la marcha al baile. También se esperaba otra coreografía, con las numerosas bicicletas estacionadas a orillas del campo, pero ese festejo móvil no se llevó a cabo.
Maestros de la expectativa, los zapatistas lograron que la atención se acrecentara con la espera. Desde el 23 de octubre, habían informado sobre el aniversario con mensajes que podían ser directos, líricos o alegóricos. En un comunicado, el subcomandante Moisés anunció que el encuentro sería “allí nomás tras lomita”. No fue fácil entender la alusión. La cita se refería al filósofo popular de México, José Alfredo Jiménez, que en “Camino de Guanajuato” canta: “Allí nomás tras lomita / se ve Dolores Hidalgo”, pero casi nadie sabía que en Chiapas existía un Caracol con ese nombre.
Después de veinte comunicados, largas travesías para llegar a un sitio sin conectividad ni registro en Google Maps, una noche en tienda de campaña sobre un suelo recién llovido y un día entero de obras de teatro, se esperaba una suerte de milagro. Lo que viniera a continuación tenía muchas posibilidades de ser anticlimático, pero el ambiente no podía ser más festivo. Aunque el alcohol está prohibido en las zonas zapatistas, los bailes, las risas y los abrazos compartidos habían producido una feliz embriaguez. Incluso una amiga que sobrevivió a los calvarios de la dictadura y los desgastes de la guerrilla, y que ha desarrollado un fino sentido de la paranoia y encuentra extraña satisfacción en el enojo, parecía contenta.
En este clima de comunión llegó el discurso del subcomandante Moisés.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola.
La normalidad excéntrica
Después de renovar la comunicación con un eficaz teatro de gestos, un río de historias, proclamas y aforismos, y aventuras tan especiales como la de enviar a Europa a siete zapatistas en un barco de vela, el EZLN ha pasado a otra variante del discurso: el hermetismo. No se trata de un ocultamiento; su tapiz simbólico es descifrable, pero requiere de nuevas claves para ser entendido.
A mediados de los noventa, la región era visitada por Oliver Stone, José Saramago, John Berger, Danielle Mitterrand, Manuel Vázquez Montalbán, entre muchos otros, y el subcomandante Marcos concedía entrevistas a los principales medios internacionales. Hoy, por razones insondables, el EZLN repudia la publicidad.
En 2014, Marcos desapareció como personaje político y se convirtió en Galeano, en homenaje a un maestro zapatista asesinado ese año. Para algunos, de ese modo dilapidaba un capital mediático acumulado durante dos décadas; sin embargo, también demostraba que la causa no dependía de un caudillo carismático. Al transformarse en Galeano, Marcos dejó de ser el vocero del EZLN y perdió protagonismo. Reapareció como Marcos en 2023, pero con rango de capitán, que quizá alude a tareas defensivas. Curiosamente, muchas de las personas que lo criticaban por fomentar la idolatría ahora añoran su icónica presencia.
Pocos líderes dan el paso atrás que dio Marcos. El gesto confirmó que el zapatismo no busca ocupar espacios de poder, ni siquiera al interior de sus propias filas. “Para nosotros, nada” o “Ayúdenos a desaparecer, a no ser posibles” son algunas de sus más reiteradas consignas. Sin embargo, el alejamiento de Marcos de las cámaras y los micrófonos, encomiable por razones éticas, restó fuerza a la comunicación zapatista. A esto se suma una política de medios que dificulta las conferencias de prensa y las entrevistas. En 2021, 150 zapatistas llegaron a Europa como parte de un “batallón aéreo” para trabar vínculos con colectivos que defienden el territorio y la biodiversidad. No actuaban en secreto, pero tampoco buscaban visibilizar su tarea. Hablé de esto con Andrea Cegna, periodista italiano que participa en Brescia en una asociación prozapatista y escribe para Il Manifesto e Il Fatto Quotidiano. “No acabo de entender la nueva relación con los medios —comentó en Dolores Hidalgo—: el subcomandante Moi dio una conferencia de prensa en Viena, pero luego no se pudo hablar con ellos, y no me refiero a su actitud ante los medios dominantes, que pueden ser sospechosos, sino ante los independientes, que los han apoyado. Queremos difundir sus ideas, pero no siempre podemos”. El repliegue de la información no deja de ser un enigma. ¿Los malabaristas se ataron voluntariamente las manos? ¿Es su silencio la caja de resonancia de lo que ya dijeron? ¿Aguardan otro momento para recuperar la elocuencia?
El 30 de diciembre, la prensa tuvo prohibida la entrada al Caracol. Ese día estuvo dedicado a presentar obras de teatro. ¿Hay otro movimiento que se dedique con tal pasión al arte dramático? No había un motivo evidente para alejar a los periodistas y eso contribuyó a la perplejidad. ¿Estábamos ante una rara variante del proselitismo, que fomenta el deseo con la prohibición? ¿Las nuevas líneas de mando desconfían de la apertura con que se actuó en otro tiempo? Preguntas y más preguntas. Expertos en comunicación, los zapatistas ahora privilegian el desconcierto, forma alterna de comunicación.
Se esperaban varios oradores, entre ellos Marcos o alguna de las muchas mujeres que acompañaron la campaña de Marichuy Patricio en 2017 y 2018. Sin embargo, solo Moisés compareció en la tribuna, con la comandancia sentada a sus espaldas. No evocó los años de lucha en términos festivos o épicos ni hizo anuncios sobre el porvenir del movimiento. Durante veinte minutos habló en tzeltal, improvisando pasajes que luego reprodujo en español. Se refirió a la vocación de paz del zapatismo, pero también a su disposición a defenderse, y recordó a los ausentes que habían hecho posible ese acto y eran recordados con sillas vacías: de las buscadoras que desean conocer el destino de sus hijos a los caídos en la lucha, pasando por los ancestros que reclaman justicia desde el más allá. Sus palabras fueron tan claras como previsibles. Lo que oíamos era normal, pero los zapatistas rara vez lo son. Pensé en la novela de Erich Maria Remarque cuyo título, de deliberada ambivalencia, describía la situación: Sin novedad en el frente. El principal asombro provenía de la falta de noticias. Los zapatistas entregaban un sobre urgente, pero la carta debía ser puesta por los destinatarios.
Nada de esto disminuyó el entusiasmo de los asistentes, que a esas alturas ya se alimentaba de sí mismo.
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Formas de entender
Gracias al zapatismo, durante treinta años hemos entrado en contacto con otros modos de valorar la representación de los sucesos. Iván Prado, eje del grupo Payasos en Rebeldía, me habló de la extrañeza que sintió en sus primeros contactos con el público de los Caracoles: la gente no se reía. Pensó que el espectáculo no gustaba, pero al término de la función le explicaron la causa del silencio: “Si nos reímos, dejamos de entender”. El drama de la comedia es que, al conectar con los espectadores, provoca carcajadas que impiden seguir la pieza; lo que se gana en empatía se pierde en significado. Un año después, Iván volvió a Chiapas. Quienes lo oyeron en silencio, recitaron puntualmente sus parlamentos.
Jordi Savall, virtuoso de la viola da gamba, comenta que el mayor elogio que ha recibido por un concierto ocurrió en Chiapas. Un indígena le dijo: “Cuando lo oigo, siento que quiero más a mi hijo”. Ese trasvase de la emoción —por esto sentir aquello— cifra la esencia del arte.
Otra experiencia peculiar ocurrió durante el festival de cine celebrado en el Caracol de Oventik en 2018. Fue ahí donde la película Roma tuvo su estreno en México. En la escena del parto, numerosos zapatistas metieron las manos bajo sus pasamontañas para limpiarse las lágrimas. A pesar de esta prueba de empatía, los europeos que presenciaban la función sintieron que algo faltaba; acostumbrados a las sesiones de cine-debate, deseaban oír la opinión de las comunidades. Es común pensar que cada espectador se relaciona de manera individual con lo que mira, pero los zapatistas tienen otras convenciones. Cuando les preguntaron sobre las películas, dijeron: “Tenemos que reunirnos para saber lo que pensamos”. Un francés que trabaja para el Festival Biarritz me comentó que eso le parecía un acto de censura: el público debía opinar libremente. Pero la causa de esa reacción era otra. En la mayoría de las comunidades indígenas, el significado se fragua de manera colectiva. Solo al discutir en grupo se aclaran las ideas; lo que uno piensa carece de relevancia ante lo que se piensa en común. En el fondo, la práctica no se aparta demasiado de algo que también ocurre en las ciudades. Cuando una película vale la pena, se sigue discutiendo en la cena posterior. Por ello, el director y dramaturgo argentino Mauricio Kartun señala que toda obra lograda “sobrevuela la milanesa”. Reunidos en torno a la comida, hablamos, no tanto para imponer opiniones individuales, sino para entender lo que pensamos. Este ejercicio carece de prestigio cultural, pero suele ser más aleccionador que el de la crítica especializada.
El encuentro en Dolores Hidalgo enfrentaba al desafío de entender. ¿Qué mensajes desentrañaba el público que bebía ponche y recorría la explanada de hierba, sorteando a los niños que corrían por todas partes? Ahí coincidían campesinos que hablaban cuarenta lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, expedicionarios de la otredad, egresados de partidos políticos desaparecidos, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos generosamente entregados a la tarea, muchas veces sacrificial, de mejorar el mundo. Lo único incontrovertible era la seguridad y la algarabía de los niños.
El periodista y cineasta Diego Enrique Osorno viajó a Dolores Hidalgo para presentar La montaña, documental sobre la travesía náutica de los zapatistas. Con mirada entrenada para registrar el diálogo entre la realidad y sus testigos, me comentó algo en lo que yo no había reparado: durante la jornada, Moisés permaneció en el estrado principal, un templete de madera sin más adorno que las fotos de los muertos zapatistas. Desde ahí vio todas las obras de teatro. Un sugerente rasgo de su discurso fue la importancia que concedió a la forma en que los jóvenes representan la realidad. Hizo un encomio del significado del teatro, pero pidió llevar ese mensaje al mundo de los hechos. Y agregó algo que no parecía destinado a las comunidades, sino a los visitantes: “Hay que organizarse”. Durante treinta años, los devotos de la causa han ido a Chiapas en busca de nueva luz. El desafío pendiente es el de ser zapatista fuera de territorio zapatista.
Quienes llegamos de lejos habíamos recibido una inyección de adrenalina. En esa medida, la vivencia se justificaba plenamente. La duda era qué hacer después, cómo lograr que no se escapara la experiencia, cómo continuarla en condiciones y escenarios muy distintos. Más allá del siguiente llamado zapatista, ¿podíamos organizarnos por nuestra cuenta?
Algunos ya lo logran. Un colectivo griego llegó con el calendario que cada año vende en apoyo al EZLN. Los textos recuperan testimonios de narradores orales —nueva versión de los rapsodas— para acompañar la cuenta de los días. La recaudación que logran en beneficio de las comunidades es impresionante, pero lo más significativo es que recuerdan que medir el tiempo es un hecho político.
El futuro comienza en lunes
Desde la madrugada del 1 de enero de 1994, los zapatistas han visto pasar a seis presidentes de la República. Su lucha perdura entre las evanescentes pugnas partidistas. “Vamos despacio porque el camino es largo”, afirman para indicar que su temporalidad se calcula de otro modo.
Después de treinta años de amaneceres nos reuníamos en una región regida por ciclos cósmicos desde la antigüedad maya. Los ordenados tránsitos del sol apoyaban la causa: con toda propiedad, el futuro comenzaba en lunes.
El sobrio discurso del subcomandante Moisés fue recibido con aplausos que de inmediato fueron relevados por un estallido. El aire se llenó de los cohetes y los fuegos artificiales que no pueden faltar en toda fiesta mexicana.
Me reuní con Andrés al centro del campo. Hace treinta años, él escuchó otra clase de detonaciones y desde entonces contrajo la “digna rabia” zapatista. Ahora la pólvora era la munición del festejo. Los de lejos y los de cerca, reunidos por una fecha irrepetible, se dispusieron a bailar hasta que sol recuperara sus dominios.
Poco a poco, el humo se disipó y pudimos ver la luna llena. La gente no siempre cumple su cometido, pero la coreografía astral era perfecta. Domingo de plenilunio. Todo estaba en equilibrio, pero algo podía cambiar en las alturas. Una nube cubrió la luna, recordando que esa noche todo era tan frágil y resistente como los sueños.
Tres décadas después del levantamiento del EZLN, más de mil peregrinos —hablantes de lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos entregados a la tarea de mejorar el mundo— se reunieron en Dolores Hidalgo, Chiapas, para renovar la esperanza en una lucha que perdura: “Vamos despacio —afirman los zapatistas— porque el camino es largo”.
El 1 de enero de 1994, un amigo al que llamaré Andrés tuvo la mala suerte de ser mordido por un perro. Se sometía a un tratamiento de catorce inyecciones, salió de su casa en busca de la dosis que le faltaba y se encontró con otra forma de la rabia. Los zapatistas habían tomado San Cristóbal de Las Casas. Desde entonces, Andrés no ha dejado de recorrer Chiapas. El joven que a los veinte caminaba por calles sin luz eléctrica en busca de una farmacia, treinta años después ha encontrado remedios para la desesperanza en el movimiento que transformó las condiciones de vida en una región del tamaño aproximado de Bélgica y que ha influido en las luchas sociales de numerosos países. Antes de las protestas en Seattle y Porto Alegre, los mayas del presente ya habían llamado a luchar contra los desastres de la globalización.
A finales de 2023, viajé en compañía de Andrés al Caracol Dolores Hidalgo, en las tierras bajas de Chiapas. En el trayecto, hablamos de la inseguridad que mantiene al país en la zozobra. El tramo de San Cristóbal a Ocosingo, supuestamente patrullado por la Guardia Nacional, se consideraba peligroso; en cambio, de Toniná a Dolores Hidalgo recorreríamos un país dentro del país, donde coexisten diversas lógicas. Dentro de las zonas zapatistas hay poblaciones que no son zapatistas. La carretera federal era interrumpida por innumerables topes que obligan a frenar junto a chozas que venden refrescos. A orillas del camino, vimos otros expendios del comercio y de la fe: un negocio de Pollos Asados, una Iglesia de Cristo, una casa con un inmenso escudo del Guadalajara y la estrella roja en tablones de madera que acreditaban la condición zapatista de la región.
También encontramos mensajes desplegados para la ocasión y que saludaban a los visitantes con la ironía que ya tipifica al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Uno de ellos decía: “Despierten, dormilones”, otro: “¿A qué viniste? ¿Le entras o no le entras?”.
Una manta imitaba las señales de las carreteras y anunciaba que el Caracol se encontraba a un kilómetro. Algunos viajeros le hicieron caso y descendieron ahí de los camiones de redilas que les habían dado aventón. Pero los zapatistas juegan con el tiempo y el espacio. El huso horario se adelanta en una hora al del centro del país y los kilómetros pueden ser para ellos una conjetura o incluso una broma. Quienes abandonaron su transporte ante la manta que prometía un kilómetro para llegar, tuvieron que tomar otro camión de redilas. El destino zapatista no es cuantificable: ocurre cuando se alcanza.
El paisaje, cubierto de una vegetación donde los pinos alternaban con las palmas, parecía citar a Goethe: los cerros nos rodeaban de modo imponente, pero “en cada cima imperaba la calma”. Andrés improvisó un aforismo para explicar la tranquilidad circundante: “La gente cuida a la gente”. No nos podía pasar nada si éramos muchos y, sobre todo, si éramos bienvenidos.
El 29 de diciembre, 899 participantes se habían registrado en la Universidad de la Tierra en San Cristóbal para asistir al doble aniversario zapatista: cuarenta años de lucha y treinta de levantamiento. En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La cantidad de participantes se incrementó con las comunidades indígenas que llegaban por distintas rutas y con los que se inscribieron en el Caracol mismo. A diferencia de la Convención de Aguascalientes, que en agosto de 1994 congregó a seis mil miembros de la sociedad civil en la selva tojolabal, en este caso los asistentes no solo eran forasteros. Los cortes mohicanos y los tatuajes de la clase media internacional se mezclaban con los sombreros, las gorras de beisbolista y los textiles regionales. Las apariencias extremas de lo global y lo local coincidían en la explanada de hierba de Dolores Hidalgo.
En uno de los primeros comunicados sobre el festejo se advirtió de la violencia que campea en Chiapas y que se apodera de los caminos con bloqueos, cobro de uso de suelo, secuestros y extorsiones. Recorrer el estado significa enfrentar diversas formas de la rapiña. Quienes llegaron en avión a Tuxtla Gutiérrez y tenían rentado un auto, se encontraron con la sorpresa de que “no había unidades”. En vez de ofrecer otro vehículo por el precio ya pagado, las agencias pedían cinco veces más por la “única” camioneta disponible. Esta corrupción empresarial se manifiesta de otra forma en los confines remotos de Chiapas. El poblado de Oxchuc, entre San Cristóbal y Ocosingo, se ha convertido en una aduana difícil de sortear. Carencias reales llevaron a protestar bloqueando la carretera y exigiendo dinero para subsistir y proseguir la lucha. Con el tiempo, ese recurso se convirtió en un fin. La protesta contra un problema creó otro problema, tan inquietante como la “sopa de ratón” que se prepara en la localidad y en la que flota el protagonista del guiso.
La costumbre de interrumpir el tráfico ha creado escuela. De pronto, cuatro o cinco niños colocan ramas al centro de la carretera y solo las retiran a cambio de unos pesos en pago por presuntos “trabajos de limpieza”. Estas son las molestias suaves de un estado donde la migración que llega de Centroamérica es víctima de raptos que condenan a las mujeres a la prostitución y a los hombres a actuar como sicarios.
En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La tribu de Año Nuevo
A pesar de las dificultades de acceso, más de mil peregrinos visitaron a los profesionales de la esperanza. Lo primero que se comentaba en las casetas de madera de Dolores Hidalgo, donde humeaban las ollas del café y de los tamales, era el enigma de la llegada. Los comunistas de Nayarit habían hecho veinticinco horas de camino, esfuerzo descomunal que, sin embargo, se relativizaba al oír las historias de quienes venían de Grecia, Italia y Alemania, por no hablar de Irán. Muy complejos itinerarios habían permitido integrarse a la marea multicolor de las tiendas de campaña, para disfrutar de espléndida comida a precios bajos y soportar la incomodidad de un suelo reblandecido por el lodo y el desafío de las letrinas. No hay peregrinaje sin recompensa, pero tampoco sin penitencia.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Dolores Hidalgo se creó hace apenas tres años y tiene escasa población. Hay pocas huellas de vida humana en el enorme valle que se extiende hacia un imponente farallón de cerros rectilíneos, de color verde azulado, cubiertos de vegetación. El día 30 de diciembre había llovido; la niebla cubría el cielo y nubes blanquísimas descendían en cascada sobre los montes. ¿Qué clase de personas asistían a la gesta? En su mayoría se trataba de reincidentes que han hecho que lo heterodoxo se vuelva típico.
Viajamos por carretera en caravana con Payasos en Rebeldía, que venían de Lugo (su camiseta decía “Pallasos”, en gallego) y que están dedicados a lograr que la gente piense por medio de la risa en sitios donde la realidad conspira contra el humor. Hace poco estuvieron en Gaza, ahora volvían a Chiapas. De acuerdo con la pluralidad del reparto, el conductor de su camioneta era un físico catalán.
Los peregrinos distantes eran ahí tan comunes como los indígenas que se encontraban por primera vez. En la Enfermería de Dolores Hidalgo oí un diálogo entre un hombre y una mujer que avanzaba con respetuosa lentitud, como si cada pregunta desembocara en otra pregunta. Al cabo de un rato supe que él hablaba en tzeltal, variante maya de la zona, pero ella en tzotzil porque venía de los Altos de Chiapas. Les pregunté si se habían entendido. “Lo suficiente”, dijo él con una sonrisa.
Estábamos en un territorio de signos y representaciones donde entenderíamos “lo suficiente” sin que la mayor parte de las cosas perdieran su misterio.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Interpretar el cielo
Los zapatistas se articulan en Caracoles, que equivalen a municipios. Hasta hace poco, eran gestionados por Juntas de Buen Gobierno. A fines de 2023, el EZLN se reestructuró en Gobiernos Autónomos Locales (GAL). En vez de contar con una “cabecera municipal” donde se decide la gestión pública, ahora cada poblado puede disponer de un GAL. Dentro de la zona zapatista hay pobladores que no pertenecen al EZLN, de modo que esta nueva forma de organización permitirá administraciones compartidas. La idea central consiste en evitar excesivos desplazamientos para resolver trámites y controlar de manera más horizontal y segura un territorio en permanente amenaza.
Antes de llegar a Dolores Hidalgo estuve en Toniná con Juan Yadeun, arqueólogo que desde hace 43 años trabaja en el sitio. Formado como arquitecto, ha reconstruido pirámides de una altura sin parangón en el mundo maya. Su trabajo ha generado polémicas, algo consustancial a un oficio donde la conjetura siempre supera a la certeza. Otros arqueólogos prefieren consolidar los hallazgos sin intervenir en ellos. Los conocimientos de arqueología, astronomía y numerología de Yadeun, y su denodada pasión para ponerlos en práctica, le han permitido recrear una ciudadela no solo espectacular, sino perfectamente verosímil.
Cada pirámide es un reloj en piedra que mide los trabajos del cosmos. En los costados, 52 escalones suman la “atadura de años” del mundo mesoamericano. Cada flanco dispone de una escalinata, pero solo uno lleva al templo. Los edificios se pueden subir y bajar de manera incesante, haciendo del recorrido una forma de plegaria.
De acuerdo con Yadeun, los Caracoles zapatistas se relacionan con esta zona arqueológica: “Para los mayas, Caracol equivale a ciudad”, me dijo con su habitual entusiasmo, poco después de bajar de su motocicleta. Visitamos el jardín de su casa, donde ha reproducido las pirámides en maquetas de cemento blanco. El reconstructor de palacios descansa haciendo otros en miniatura. Ahí me dijo: “La gran puerta de la fachada del museo de Toniná es un Caracol que da acceso a la plaza rodeada de cuatro pirámides, similar al arco de entrada en Labná”. De manera emblemática, un edificio de la zona arqueológica es el Palacio de los Caracoles.
En Toniná, las construcciones siguen la orientación de la cruz maya, que representa la intersección de la Vía Láctea con otras galaxias. En la cosmogonía vernácula, la estrella polar se convirtió en un pájaro que al acercarse a la Tierra se convirtió en sol, generó calor y permitió el surgimiento de otras especies, entre ellas las víboras, antecedente, según Yadeun, de nuestro escudo nacional.
Es posible que el juego de pelota de Toniná sea el que inspiró el Popol Vuh. También, que ahí haya comenzado la vulcanización, mezclando la savia del árbol de hule con las cenizas de los sacrificados para hacer que la muerte recobrara la vida y el movimiento en la pelota sagrada.
Cada sitio arqueológico custodia claves del origen. Ciertas o falsas, científicas o legendarias, las explicaciones aluden a un mundo cuyas contraseñas se han perdido. La posibilidad de que haya controversias multiplica el número de las interpretaciones.
El Caracol que visitamos no era menos misterioso que los cuatro rumbos del cielo y los tres niveles de la realidad del orbe maya.
En Toniná, un recinto sin ventanas fungía como una escuela de la noche. Ahí, los astrónomos se acostumbraban a la oscuridad para aguzar su mirada; al volver a la intemperie en busca de estrellas, sus ojos estaban preparados para ver mejor.
Nosotros requeríamos de un aprendizaje similar, pero no hay escuela nocturna para los movimientos sociales.
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Representar la realidad
El 30 de diciembre se escenificaron obras de teatro en la explanada de pasto de Dolores Hidalgo, del tamaño de tres o cuatro canchas de futbol, que en una cabecera tenía el estrado principal y, en los costados, pequeñas tribunas de madera con techo de palma.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola. Hablé al respecto con Carlos González, abogado del Concejo Indígena de Gobierno. Recientemente, la legislación zapatista aprobó una nueva norma: la no propiedad de la tierra. En vez de colectivizar el territorio, la naturaleza es considerada como única terrateniente. Solo en caso necesario, y solicitando el debido perdón, se puede convertir en material de trabajo.
González está acostumbrado a asumir litigios que han pasado de generación en generación y provienen de agravios cometidos hace ochenta o cien años. Acaba de recuperar 2 585 hectáreas que habían sido arrebatadas al pueblo huichol. “El argumento de los ganaderos era que esas tierras no les pertenecían a los indígenas porque no las trabajaban”, comenta. Esa idea se funda en un desconocimiento de los pueblos originarios, que no ponen el acento en explotar al máximo la naturaleza, sino en preservarla. No se trata, pues, de tierras “ociosas”, sino conservadas.
Con el mismo criterio, los zapatistas preservan la biodiversidad. La bióloga Julia Carabias, que fue secretaria de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca de 1994 a 2000, y ahora trabaja en la Estación Chajul, en la Selva Lacandona, me dijo al respecto: “Los zapatistas han hecho muy buen manejo de los bosques templados, donde hay pinos y encinos: sacan madera sin destruir el ecosistema. En la región de Oventik se ve una clara diferencia entre la densidad de la vegetación que ellos conservan y la deforestación de otros sitios”.
De manera lógica, las obras de teatro creadas por diferentes Caracoles abordaron el tema de la tenencia de la tierra. En una de ellas, una chica exclamó: “¡Hay que cambiar el mundo!”, y recibió una respuesta de distanciamiento brechtiano: “Esto es teatro”. Entonces, la chica informó que también el teatro cambia la realidad.
El 31, poco antes de las 23:00 horas del México central (la medianoche zapatista), comenzó la ceremonia de aniversario. No se entonó el himno del EZLN, basado en la melodía de “Carabina 30-30”. Sin mayor protocolo, se pasó a un desfile de cientos de milicianas y milicianos que marcharon a ritmo de cumbia. No portaban otra arma que las macanas que percutían al compás de la música. Si una parada militar es, ante todo, una exhibición de fuerza, en este caso, la coreografía era una disciplinada exhibición estética. Cuando recibieron la orden de romper filas, las milicianas pasaron de la marcha al baile. También se esperaba otra coreografía, con las numerosas bicicletas estacionadas a orillas del campo, pero ese festejo móvil no se llevó a cabo.
Maestros de la expectativa, los zapatistas lograron que la atención se acrecentara con la espera. Desde el 23 de octubre, habían informado sobre el aniversario con mensajes que podían ser directos, líricos o alegóricos. En un comunicado, el subcomandante Moisés anunció que el encuentro sería “allí nomás tras lomita”. No fue fácil entender la alusión. La cita se refería al filósofo popular de México, José Alfredo Jiménez, que en “Camino de Guanajuato” canta: “Allí nomás tras lomita / se ve Dolores Hidalgo”, pero casi nadie sabía que en Chiapas existía un Caracol con ese nombre.
Después de veinte comunicados, largas travesías para llegar a un sitio sin conectividad ni registro en Google Maps, una noche en tienda de campaña sobre un suelo recién llovido y un día entero de obras de teatro, se esperaba una suerte de milagro. Lo que viniera a continuación tenía muchas posibilidades de ser anticlimático, pero el ambiente no podía ser más festivo. Aunque el alcohol está prohibido en las zonas zapatistas, los bailes, las risas y los abrazos compartidos habían producido una feliz embriaguez. Incluso una amiga que sobrevivió a los calvarios de la dictadura y los desgastes de la guerrilla, y que ha desarrollado un fino sentido de la paranoia y encuentra extraña satisfacción en el enojo, parecía contenta.
En este clima de comunión llegó el discurso del subcomandante Moisés.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola.
La normalidad excéntrica
Después de renovar la comunicación con un eficaz teatro de gestos, un río de historias, proclamas y aforismos, y aventuras tan especiales como la de enviar a Europa a siete zapatistas en un barco de vela, el EZLN ha pasado a otra variante del discurso: el hermetismo. No se trata de un ocultamiento; su tapiz simbólico es descifrable, pero requiere de nuevas claves para ser entendido.
A mediados de los noventa, la región era visitada por Oliver Stone, José Saramago, John Berger, Danielle Mitterrand, Manuel Vázquez Montalbán, entre muchos otros, y el subcomandante Marcos concedía entrevistas a los principales medios internacionales. Hoy, por razones insondables, el EZLN repudia la publicidad.
En 2014, Marcos desapareció como personaje político y se convirtió en Galeano, en homenaje a un maestro zapatista asesinado ese año. Para algunos, de ese modo dilapidaba un capital mediático acumulado durante dos décadas; sin embargo, también demostraba que la causa no dependía de un caudillo carismático. Al transformarse en Galeano, Marcos dejó de ser el vocero del EZLN y perdió protagonismo. Reapareció como Marcos en 2023, pero con rango de capitán, que quizá alude a tareas defensivas. Curiosamente, muchas de las personas que lo criticaban por fomentar la idolatría ahora añoran su icónica presencia.
Pocos líderes dan el paso atrás que dio Marcos. El gesto confirmó que el zapatismo no busca ocupar espacios de poder, ni siquiera al interior de sus propias filas. “Para nosotros, nada” o “Ayúdenos a desaparecer, a no ser posibles” son algunas de sus más reiteradas consignas. Sin embargo, el alejamiento de Marcos de las cámaras y los micrófonos, encomiable por razones éticas, restó fuerza a la comunicación zapatista. A esto se suma una política de medios que dificulta las conferencias de prensa y las entrevistas. En 2021, 150 zapatistas llegaron a Europa como parte de un “batallón aéreo” para trabar vínculos con colectivos que defienden el territorio y la biodiversidad. No actuaban en secreto, pero tampoco buscaban visibilizar su tarea. Hablé de esto con Andrea Cegna, periodista italiano que participa en Brescia en una asociación prozapatista y escribe para Il Manifesto e Il Fatto Quotidiano. “No acabo de entender la nueva relación con los medios —comentó en Dolores Hidalgo—: el subcomandante Moi dio una conferencia de prensa en Viena, pero luego no se pudo hablar con ellos, y no me refiero a su actitud ante los medios dominantes, que pueden ser sospechosos, sino ante los independientes, que los han apoyado. Queremos difundir sus ideas, pero no siempre podemos”. El repliegue de la información no deja de ser un enigma. ¿Los malabaristas se ataron voluntariamente las manos? ¿Es su silencio la caja de resonancia de lo que ya dijeron? ¿Aguardan otro momento para recuperar la elocuencia?
El 30 de diciembre, la prensa tuvo prohibida la entrada al Caracol. Ese día estuvo dedicado a presentar obras de teatro. ¿Hay otro movimiento que se dedique con tal pasión al arte dramático? No había un motivo evidente para alejar a los periodistas y eso contribuyó a la perplejidad. ¿Estábamos ante una rara variante del proselitismo, que fomenta el deseo con la prohibición? ¿Las nuevas líneas de mando desconfían de la apertura con que se actuó en otro tiempo? Preguntas y más preguntas. Expertos en comunicación, los zapatistas ahora privilegian el desconcierto, forma alterna de comunicación.
Se esperaban varios oradores, entre ellos Marcos o alguna de las muchas mujeres que acompañaron la campaña de Marichuy Patricio en 2017 y 2018. Sin embargo, solo Moisés compareció en la tribuna, con la comandancia sentada a sus espaldas. No evocó los años de lucha en términos festivos o épicos ni hizo anuncios sobre el porvenir del movimiento. Durante veinte minutos habló en tzeltal, improvisando pasajes que luego reprodujo en español. Se refirió a la vocación de paz del zapatismo, pero también a su disposición a defenderse, y recordó a los ausentes que habían hecho posible ese acto y eran recordados con sillas vacías: de las buscadoras que desean conocer el destino de sus hijos a los caídos en la lucha, pasando por los ancestros que reclaman justicia desde el más allá. Sus palabras fueron tan claras como previsibles. Lo que oíamos era normal, pero los zapatistas rara vez lo son. Pensé en la novela de Erich Maria Remarque cuyo título, de deliberada ambivalencia, describía la situación: Sin novedad en el frente. El principal asombro provenía de la falta de noticias. Los zapatistas entregaban un sobre urgente, pero la carta debía ser puesta por los destinatarios.
Nada de esto disminuyó el entusiasmo de los asistentes, que a esas alturas ya se alimentaba de sí mismo.
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Formas de entender
Gracias al zapatismo, durante treinta años hemos entrado en contacto con otros modos de valorar la representación de los sucesos. Iván Prado, eje del grupo Payasos en Rebeldía, me habló de la extrañeza que sintió en sus primeros contactos con el público de los Caracoles: la gente no se reía. Pensó que el espectáculo no gustaba, pero al término de la función le explicaron la causa del silencio: “Si nos reímos, dejamos de entender”. El drama de la comedia es que, al conectar con los espectadores, provoca carcajadas que impiden seguir la pieza; lo que se gana en empatía se pierde en significado. Un año después, Iván volvió a Chiapas. Quienes lo oyeron en silencio, recitaron puntualmente sus parlamentos.
Jordi Savall, virtuoso de la viola da gamba, comenta que el mayor elogio que ha recibido por un concierto ocurrió en Chiapas. Un indígena le dijo: “Cuando lo oigo, siento que quiero más a mi hijo”. Ese trasvase de la emoción —por esto sentir aquello— cifra la esencia del arte.
Otra experiencia peculiar ocurrió durante el festival de cine celebrado en el Caracol de Oventik en 2018. Fue ahí donde la película Roma tuvo su estreno en México. En la escena del parto, numerosos zapatistas metieron las manos bajo sus pasamontañas para limpiarse las lágrimas. A pesar de esta prueba de empatía, los europeos que presenciaban la función sintieron que algo faltaba; acostumbrados a las sesiones de cine-debate, deseaban oír la opinión de las comunidades. Es común pensar que cada espectador se relaciona de manera individual con lo que mira, pero los zapatistas tienen otras convenciones. Cuando les preguntaron sobre las películas, dijeron: “Tenemos que reunirnos para saber lo que pensamos”. Un francés que trabaja para el Festival Biarritz me comentó que eso le parecía un acto de censura: el público debía opinar libremente. Pero la causa de esa reacción era otra. En la mayoría de las comunidades indígenas, el significado se fragua de manera colectiva. Solo al discutir en grupo se aclaran las ideas; lo que uno piensa carece de relevancia ante lo que se piensa en común. En el fondo, la práctica no se aparta demasiado de algo que también ocurre en las ciudades. Cuando una película vale la pena, se sigue discutiendo en la cena posterior. Por ello, el director y dramaturgo argentino Mauricio Kartun señala que toda obra lograda “sobrevuela la milanesa”. Reunidos en torno a la comida, hablamos, no tanto para imponer opiniones individuales, sino para entender lo que pensamos. Este ejercicio carece de prestigio cultural, pero suele ser más aleccionador que el de la crítica especializada.
El encuentro en Dolores Hidalgo enfrentaba al desafío de entender. ¿Qué mensajes desentrañaba el público que bebía ponche y recorría la explanada de hierba, sorteando a los niños que corrían por todas partes? Ahí coincidían campesinos que hablaban cuarenta lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, expedicionarios de la otredad, egresados de partidos políticos desaparecidos, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos generosamente entregados a la tarea, muchas veces sacrificial, de mejorar el mundo. Lo único incontrovertible era la seguridad y la algarabía de los niños.
El periodista y cineasta Diego Enrique Osorno viajó a Dolores Hidalgo para presentar La montaña, documental sobre la travesía náutica de los zapatistas. Con mirada entrenada para registrar el diálogo entre la realidad y sus testigos, me comentó algo en lo que yo no había reparado: durante la jornada, Moisés permaneció en el estrado principal, un templete de madera sin más adorno que las fotos de los muertos zapatistas. Desde ahí vio todas las obras de teatro. Un sugerente rasgo de su discurso fue la importancia que concedió a la forma en que los jóvenes representan la realidad. Hizo un encomio del significado del teatro, pero pidió llevar ese mensaje al mundo de los hechos. Y agregó algo que no parecía destinado a las comunidades, sino a los visitantes: “Hay que organizarse”. Durante treinta años, los devotos de la causa han ido a Chiapas en busca de nueva luz. El desafío pendiente es el de ser zapatista fuera de territorio zapatista.
Quienes llegamos de lejos habíamos recibido una inyección de adrenalina. En esa medida, la vivencia se justificaba plenamente. La duda era qué hacer después, cómo lograr que no se escapara la experiencia, cómo continuarla en condiciones y escenarios muy distintos. Más allá del siguiente llamado zapatista, ¿podíamos organizarnos por nuestra cuenta?
Algunos ya lo logran. Un colectivo griego llegó con el calendario que cada año vende en apoyo al EZLN. Los textos recuperan testimonios de narradores orales —nueva versión de los rapsodas— para acompañar la cuenta de los días. La recaudación que logran en beneficio de las comunidades es impresionante, pero lo más significativo es que recuerdan que medir el tiempo es un hecho político.
El futuro comienza en lunes
Desde la madrugada del 1 de enero de 1994, los zapatistas han visto pasar a seis presidentes de la República. Su lucha perdura entre las evanescentes pugnas partidistas. “Vamos despacio porque el camino es largo”, afirman para indicar que su temporalidad se calcula de otro modo.
Después de treinta años de amaneceres nos reuníamos en una región regida por ciclos cósmicos desde la antigüedad maya. Los ordenados tránsitos del sol apoyaban la causa: con toda propiedad, el futuro comenzaba en lunes.
El sobrio discurso del subcomandante Moisés fue recibido con aplausos que de inmediato fueron relevados por un estallido. El aire se llenó de los cohetes y los fuegos artificiales que no pueden faltar en toda fiesta mexicana.
Me reuní con Andrés al centro del campo. Hace treinta años, él escuchó otra clase de detonaciones y desde entonces contrajo la “digna rabia” zapatista. Ahora la pólvora era la munición del festejo. Los de lejos y los de cerca, reunidos por una fecha irrepetible, se dispusieron a bailar hasta que sol recuperara sus dominios.
Poco a poco, el humo se disipó y pudimos ver la luna llena. La gente no siempre cumple su cometido, pero la coreografía astral era perfecta. Domingo de plenilunio. Todo estaba en equilibrio, pero algo podía cambiar en las alturas. Una nube cubrió la luna, recordando que esa noche todo era tan frágil y resistente como los sueños.
Juan Villoro, Chiapas. Fotografía de Sofía Grivas.
Tres décadas después del levantamiento del EZLN, más de mil peregrinos —hablantes de lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos entregados a la tarea de mejorar el mundo— se reunieron en Dolores Hidalgo, Chiapas, para renovar la esperanza en una lucha que perdura: “Vamos despacio —afirman los zapatistas— porque el camino es largo”.
El 1 de enero de 1994, un amigo al que llamaré Andrés tuvo la mala suerte de ser mordido por un perro. Se sometía a un tratamiento de catorce inyecciones, salió de su casa en busca de la dosis que le faltaba y se encontró con otra forma de la rabia. Los zapatistas habían tomado San Cristóbal de Las Casas. Desde entonces, Andrés no ha dejado de recorrer Chiapas. El joven que a los veinte caminaba por calles sin luz eléctrica en busca de una farmacia, treinta años después ha encontrado remedios para la desesperanza en el movimiento que transformó las condiciones de vida en una región del tamaño aproximado de Bélgica y que ha influido en las luchas sociales de numerosos países. Antes de las protestas en Seattle y Porto Alegre, los mayas del presente ya habían llamado a luchar contra los desastres de la globalización.
A finales de 2023, viajé en compañía de Andrés al Caracol Dolores Hidalgo, en las tierras bajas de Chiapas. En el trayecto, hablamos de la inseguridad que mantiene al país en la zozobra. El tramo de San Cristóbal a Ocosingo, supuestamente patrullado por la Guardia Nacional, se consideraba peligroso; en cambio, de Toniná a Dolores Hidalgo recorreríamos un país dentro del país, donde coexisten diversas lógicas. Dentro de las zonas zapatistas hay poblaciones que no son zapatistas. La carretera federal era interrumpida por innumerables topes que obligan a frenar junto a chozas que venden refrescos. A orillas del camino, vimos otros expendios del comercio y de la fe: un negocio de Pollos Asados, una Iglesia de Cristo, una casa con un inmenso escudo del Guadalajara y la estrella roja en tablones de madera que acreditaban la condición zapatista de la región.
También encontramos mensajes desplegados para la ocasión y que saludaban a los visitantes con la ironía que ya tipifica al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Uno de ellos decía: “Despierten, dormilones”, otro: “¿A qué viniste? ¿Le entras o no le entras?”.
Una manta imitaba las señales de las carreteras y anunciaba que el Caracol se encontraba a un kilómetro. Algunos viajeros le hicieron caso y descendieron ahí de los camiones de redilas que les habían dado aventón. Pero los zapatistas juegan con el tiempo y el espacio. El huso horario se adelanta en una hora al del centro del país y los kilómetros pueden ser para ellos una conjetura o incluso una broma. Quienes abandonaron su transporte ante la manta que prometía un kilómetro para llegar, tuvieron que tomar otro camión de redilas. El destino zapatista no es cuantificable: ocurre cuando se alcanza.
El paisaje, cubierto de una vegetación donde los pinos alternaban con las palmas, parecía citar a Goethe: los cerros nos rodeaban de modo imponente, pero “en cada cima imperaba la calma”. Andrés improvisó un aforismo para explicar la tranquilidad circundante: “La gente cuida a la gente”. No nos podía pasar nada si éramos muchos y, sobre todo, si éramos bienvenidos.
El 29 de diciembre, 899 participantes se habían registrado en la Universidad de la Tierra en San Cristóbal para asistir al doble aniversario zapatista: cuarenta años de lucha y treinta de levantamiento. En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La cantidad de participantes se incrementó con las comunidades indígenas que llegaban por distintas rutas y con los que se inscribieron en el Caracol mismo. A diferencia de la Convención de Aguascalientes, que en agosto de 1994 congregó a seis mil miembros de la sociedad civil en la selva tojolabal, en este caso los asistentes no solo eran forasteros. Los cortes mohicanos y los tatuajes de la clase media internacional se mezclaban con los sombreros, las gorras de beisbolista y los textiles regionales. Las apariencias extremas de lo global y lo local coincidían en la explanada de hierba de Dolores Hidalgo.
En uno de los primeros comunicados sobre el festejo se advirtió de la violencia que campea en Chiapas y que se apodera de los caminos con bloqueos, cobro de uso de suelo, secuestros y extorsiones. Recorrer el estado significa enfrentar diversas formas de la rapiña. Quienes llegaron en avión a Tuxtla Gutiérrez y tenían rentado un auto, se encontraron con la sorpresa de que “no había unidades”. En vez de ofrecer otro vehículo por el precio ya pagado, las agencias pedían cinco veces más por la “única” camioneta disponible. Esta corrupción empresarial se manifiesta de otra forma en los confines remotos de Chiapas. El poblado de Oxchuc, entre San Cristóbal y Ocosingo, se ha convertido en una aduana difícil de sortear. Carencias reales llevaron a protestar bloqueando la carretera y exigiendo dinero para subsistir y proseguir la lucha. Con el tiempo, ese recurso se convirtió en un fin. La protesta contra un problema creó otro problema, tan inquietante como la “sopa de ratón” que se prepara en la localidad y en la que flota el protagonista del guiso.
La costumbre de interrumpir el tráfico ha creado escuela. De pronto, cuatro o cinco niños colocan ramas al centro de la carretera y solo las retiran a cambio de unos pesos en pago por presuntos “trabajos de limpieza”. Estas son las molestias suaves de un estado donde la migración que llega de Centroamérica es víctima de raptos que condenan a las mujeres a la prostitución y a los hombres a actuar como sicarios.
En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La tribu de Año Nuevo
A pesar de las dificultades de acceso, más de mil peregrinos visitaron a los profesionales de la esperanza. Lo primero que se comentaba en las casetas de madera de Dolores Hidalgo, donde humeaban las ollas del café y de los tamales, era el enigma de la llegada. Los comunistas de Nayarit habían hecho veinticinco horas de camino, esfuerzo descomunal que, sin embargo, se relativizaba al oír las historias de quienes venían de Grecia, Italia y Alemania, por no hablar de Irán. Muy complejos itinerarios habían permitido integrarse a la marea multicolor de las tiendas de campaña, para disfrutar de espléndida comida a precios bajos y soportar la incomodidad de un suelo reblandecido por el lodo y el desafío de las letrinas. No hay peregrinaje sin recompensa, pero tampoco sin penitencia.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Dolores Hidalgo se creó hace apenas tres años y tiene escasa población. Hay pocas huellas de vida humana en el enorme valle que se extiende hacia un imponente farallón de cerros rectilíneos, de color verde azulado, cubiertos de vegetación. El día 30 de diciembre había llovido; la niebla cubría el cielo y nubes blanquísimas descendían en cascada sobre los montes. ¿Qué clase de personas asistían a la gesta? En su mayoría se trataba de reincidentes que han hecho que lo heterodoxo se vuelva típico.
Viajamos por carretera en caravana con Payasos en Rebeldía, que venían de Lugo (su camiseta decía “Pallasos”, en gallego) y que están dedicados a lograr que la gente piense por medio de la risa en sitios donde la realidad conspira contra el humor. Hace poco estuvieron en Gaza, ahora volvían a Chiapas. De acuerdo con la pluralidad del reparto, el conductor de su camioneta era un físico catalán.
Los peregrinos distantes eran ahí tan comunes como los indígenas que se encontraban por primera vez. En la Enfermería de Dolores Hidalgo oí un diálogo entre un hombre y una mujer que avanzaba con respetuosa lentitud, como si cada pregunta desembocara en otra pregunta. Al cabo de un rato supe que él hablaba en tzeltal, variante maya de la zona, pero ella en tzotzil porque venía de los Altos de Chiapas. Les pregunté si se habían entendido. “Lo suficiente”, dijo él con una sonrisa.
Estábamos en un territorio de signos y representaciones donde entenderíamos “lo suficiente” sin que la mayor parte de las cosas perdieran su misterio.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Interpretar el cielo
Los zapatistas se articulan en Caracoles, que equivalen a municipios. Hasta hace poco, eran gestionados por Juntas de Buen Gobierno. A fines de 2023, el EZLN se reestructuró en Gobiernos Autónomos Locales (GAL). En vez de contar con una “cabecera municipal” donde se decide la gestión pública, ahora cada poblado puede disponer de un GAL. Dentro de la zona zapatista hay pobladores que no pertenecen al EZLN, de modo que esta nueva forma de organización permitirá administraciones compartidas. La idea central consiste en evitar excesivos desplazamientos para resolver trámites y controlar de manera más horizontal y segura un territorio en permanente amenaza.
Antes de llegar a Dolores Hidalgo estuve en Toniná con Juan Yadeun, arqueólogo que desde hace 43 años trabaja en el sitio. Formado como arquitecto, ha reconstruido pirámides de una altura sin parangón en el mundo maya. Su trabajo ha generado polémicas, algo consustancial a un oficio donde la conjetura siempre supera a la certeza. Otros arqueólogos prefieren consolidar los hallazgos sin intervenir en ellos. Los conocimientos de arqueología, astronomía y numerología de Yadeun, y su denodada pasión para ponerlos en práctica, le han permitido recrear una ciudadela no solo espectacular, sino perfectamente verosímil.
Cada pirámide es un reloj en piedra que mide los trabajos del cosmos. En los costados, 52 escalones suman la “atadura de años” del mundo mesoamericano. Cada flanco dispone de una escalinata, pero solo uno lleva al templo. Los edificios se pueden subir y bajar de manera incesante, haciendo del recorrido una forma de plegaria.
De acuerdo con Yadeun, los Caracoles zapatistas se relacionan con esta zona arqueológica: “Para los mayas, Caracol equivale a ciudad”, me dijo con su habitual entusiasmo, poco después de bajar de su motocicleta. Visitamos el jardín de su casa, donde ha reproducido las pirámides en maquetas de cemento blanco. El reconstructor de palacios descansa haciendo otros en miniatura. Ahí me dijo: “La gran puerta de la fachada del museo de Toniná es un Caracol que da acceso a la plaza rodeada de cuatro pirámides, similar al arco de entrada en Labná”. De manera emblemática, un edificio de la zona arqueológica es el Palacio de los Caracoles.
En Toniná, las construcciones siguen la orientación de la cruz maya, que representa la intersección de la Vía Láctea con otras galaxias. En la cosmogonía vernácula, la estrella polar se convirtió en un pájaro que al acercarse a la Tierra se convirtió en sol, generó calor y permitió el surgimiento de otras especies, entre ellas las víboras, antecedente, según Yadeun, de nuestro escudo nacional.
Es posible que el juego de pelota de Toniná sea el que inspiró el Popol Vuh. También, que ahí haya comenzado la vulcanización, mezclando la savia del árbol de hule con las cenizas de los sacrificados para hacer que la muerte recobrara la vida y el movimiento en la pelota sagrada.
Cada sitio arqueológico custodia claves del origen. Ciertas o falsas, científicas o legendarias, las explicaciones aluden a un mundo cuyas contraseñas se han perdido. La posibilidad de que haya controversias multiplica el número de las interpretaciones.
El Caracol que visitamos no era menos misterioso que los cuatro rumbos del cielo y los tres niveles de la realidad del orbe maya.
En Toniná, un recinto sin ventanas fungía como una escuela de la noche. Ahí, los astrónomos se acostumbraban a la oscuridad para aguzar su mirada; al volver a la intemperie en busca de estrellas, sus ojos estaban preparados para ver mejor.
Nosotros requeríamos de un aprendizaje similar, pero no hay escuela nocturna para los movimientos sociales.
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Representar la realidad
El 30 de diciembre se escenificaron obras de teatro en la explanada de pasto de Dolores Hidalgo, del tamaño de tres o cuatro canchas de futbol, que en una cabecera tenía el estrado principal y, en los costados, pequeñas tribunas de madera con techo de palma.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola. Hablé al respecto con Carlos González, abogado del Concejo Indígena de Gobierno. Recientemente, la legislación zapatista aprobó una nueva norma: la no propiedad de la tierra. En vez de colectivizar el territorio, la naturaleza es considerada como única terrateniente. Solo en caso necesario, y solicitando el debido perdón, se puede convertir en material de trabajo.
González está acostumbrado a asumir litigios que han pasado de generación en generación y provienen de agravios cometidos hace ochenta o cien años. Acaba de recuperar 2 585 hectáreas que habían sido arrebatadas al pueblo huichol. “El argumento de los ganaderos era que esas tierras no les pertenecían a los indígenas porque no las trabajaban”, comenta. Esa idea se funda en un desconocimiento de los pueblos originarios, que no ponen el acento en explotar al máximo la naturaleza, sino en preservarla. No se trata, pues, de tierras “ociosas”, sino conservadas.
Con el mismo criterio, los zapatistas preservan la biodiversidad. La bióloga Julia Carabias, que fue secretaria de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca de 1994 a 2000, y ahora trabaja en la Estación Chajul, en la Selva Lacandona, me dijo al respecto: “Los zapatistas han hecho muy buen manejo de los bosques templados, donde hay pinos y encinos: sacan madera sin destruir el ecosistema. En la región de Oventik se ve una clara diferencia entre la densidad de la vegetación que ellos conservan y la deforestación de otros sitios”.
De manera lógica, las obras de teatro creadas por diferentes Caracoles abordaron el tema de la tenencia de la tierra. En una de ellas, una chica exclamó: “¡Hay que cambiar el mundo!”, y recibió una respuesta de distanciamiento brechtiano: “Esto es teatro”. Entonces, la chica informó que también el teatro cambia la realidad.
El 31, poco antes de las 23:00 horas del México central (la medianoche zapatista), comenzó la ceremonia de aniversario. No se entonó el himno del EZLN, basado en la melodía de “Carabina 30-30”. Sin mayor protocolo, se pasó a un desfile de cientos de milicianas y milicianos que marcharon a ritmo de cumbia. No portaban otra arma que las macanas que percutían al compás de la música. Si una parada militar es, ante todo, una exhibición de fuerza, en este caso, la coreografía era una disciplinada exhibición estética. Cuando recibieron la orden de romper filas, las milicianas pasaron de la marcha al baile. También se esperaba otra coreografía, con las numerosas bicicletas estacionadas a orillas del campo, pero ese festejo móvil no se llevó a cabo.
Maestros de la expectativa, los zapatistas lograron que la atención se acrecentara con la espera. Desde el 23 de octubre, habían informado sobre el aniversario con mensajes que podían ser directos, líricos o alegóricos. En un comunicado, el subcomandante Moisés anunció que el encuentro sería “allí nomás tras lomita”. No fue fácil entender la alusión. La cita se refería al filósofo popular de México, José Alfredo Jiménez, que en “Camino de Guanajuato” canta: “Allí nomás tras lomita / se ve Dolores Hidalgo”, pero casi nadie sabía que en Chiapas existía un Caracol con ese nombre.
Después de veinte comunicados, largas travesías para llegar a un sitio sin conectividad ni registro en Google Maps, una noche en tienda de campaña sobre un suelo recién llovido y un día entero de obras de teatro, se esperaba una suerte de milagro. Lo que viniera a continuación tenía muchas posibilidades de ser anticlimático, pero el ambiente no podía ser más festivo. Aunque el alcohol está prohibido en las zonas zapatistas, los bailes, las risas y los abrazos compartidos habían producido una feliz embriaguez. Incluso una amiga que sobrevivió a los calvarios de la dictadura y los desgastes de la guerrilla, y que ha desarrollado un fino sentido de la paranoia y encuentra extraña satisfacción en el enojo, parecía contenta.
En este clima de comunión llegó el discurso del subcomandante Moisés.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola.
La normalidad excéntrica
Después de renovar la comunicación con un eficaz teatro de gestos, un río de historias, proclamas y aforismos, y aventuras tan especiales como la de enviar a Europa a siete zapatistas en un barco de vela, el EZLN ha pasado a otra variante del discurso: el hermetismo. No se trata de un ocultamiento; su tapiz simbólico es descifrable, pero requiere de nuevas claves para ser entendido.
A mediados de los noventa, la región era visitada por Oliver Stone, José Saramago, John Berger, Danielle Mitterrand, Manuel Vázquez Montalbán, entre muchos otros, y el subcomandante Marcos concedía entrevistas a los principales medios internacionales. Hoy, por razones insondables, el EZLN repudia la publicidad.
En 2014, Marcos desapareció como personaje político y se convirtió en Galeano, en homenaje a un maestro zapatista asesinado ese año. Para algunos, de ese modo dilapidaba un capital mediático acumulado durante dos décadas; sin embargo, también demostraba que la causa no dependía de un caudillo carismático. Al transformarse en Galeano, Marcos dejó de ser el vocero del EZLN y perdió protagonismo. Reapareció como Marcos en 2023, pero con rango de capitán, que quizá alude a tareas defensivas. Curiosamente, muchas de las personas que lo criticaban por fomentar la idolatría ahora añoran su icónica presencia.
Pocos líderes dan el paso atrás que dio Marcos. El gesto confirmó que el zapatismo no busca ocupar espacios de poder, ni siquiera al interior de sus propias filas. “Para nosotros, nada” o “Ayúdenos a desaparecer, a no ser posibles” son algunas de sus más reiteradas consignas. Sin embargo, el alejamiento de Marcos de las cámaras y los micrófonos, encomiable por razones éticas, restó fuerza a la comunicación zapatista. A esto se suma una política de medios que dificulta las conferencias de prensa y las entrevistas. En 2021, 150 zapatistas llegaron a Europa como parte de un “batallón aéreo” para trabar vínculos con colectivos que defienden el territorio y la biodiversidad. No actuaban en secreto, pero tampoco buscaban visibilizar su tarea. Hablé de esto con Andrea Cegna, periodista italiano que participa en Brescia en una asociación prozapatista y escribe para Il Manifesto e Il Fatto Quotidiano. “No acabo de entender la nueva relación con los medios —comentó en Dolores Hidalgo—: el subcomandante Moi dio una conferencia de prensa en Viena, pero luego no se pudo hablar con ellos, y no me refiero a su actitud ante los medios dominantes, que pueden ser sospechosos, sino ante los independientes, que los han apoyado. Queremos difundir sus ideas, pero no siempre podemos”. El repliegue de la información no deja de ser un enigma. ¿Los malabaristas se ataron voluntariamente las manos? ¿Es su silencio la caja de resonancia de lo que ya dijeron? ¿Aguardan otro momento para recuperar la elocuencia?
El 30 de diciembre, la prensa tuvo prohibida la entrada al Caracol. Ese día estuvo dedicado a presentar obras de teatro. ¿Hay otro movimiento que se dedique con tal pasión al arte dramático? No había un motivo evidente para alejar a los periodistas y eso contribuyó a la perplejidad. ¿Estábamos ante una rara variante del proselitismo, que fomenta el deseo con la prohibición? ¿Las nuevas líneas de mando desconfían de la apertura con que se actuó en otro tiempo? Preguntas y más preguntas. Expertos en comunicación, los zapatistas ahora privilegian el desconcierto, forma alterna de comunicación.
Se esperaban varios oradores, entre ellos Marcos o alguna de las muchas mujeres que acompañaron la campaña de Marichuy Patricio en 2017 y 2018. Sin embargo, solo Moisés compareció en la tribuna, con la comandancia sentada a sus espaldas. No evocó los años de lucha en términos festivos o épicos ni hizo anuncios sobre el porvenir del movimiento. Durante veinte minutos habló en tzeltal, improvisando pasajes que luego reprodujo en español. Se refirió a la vocación de paz del zapatismo, pero también a su disposición a defenderse, y recordó a los ausentes que habían hecho posible ese acto y eran recordados con sillas vacías: de las buscadoras que desean conocer el destino de sus hijos a los caídos en la lucha, pasando por los ancestros que reclaman justicia desde el más allá. Sus palabras fueron tan claras como previsibles. Lo que oíamos era normal, pero los zapatistas rara vez lo son. Pensé en la novela de Erich Maria Remarque cuyo título, de deliberada ambivalencia, describía la situación: Sin novedad en el frente. El principal asombro provenía de la falta de noticias. Los zapatistas entregaban un sobre urgente, pero la carta debía ser puesta por los destinatarios.
Nada de esto disminuyó el entusiasmo de los asistentes, que a esas alturas ya se alimentaba de sí mismo.
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Formas de entender
Gracias al zapatismo, durante treinta años hemos entrado en contacto con otros modos de valorar la representación de los sucesos. Iván Prado, eje del grupo Payasos en Rebeldía, me habló de la extrañeza que sintió en sus primeros contactos con el público de los Caracoles: la gente no se reía. Pensó que el espectáculo no gustaba, pero al término de la función le explicaron la causa del silencio: “Si nos reímos, dejamos de entender”. El drama de la comedia es que, al conectar con los espectadores, provoca carcajadas que impiden seguir la pieza; lo que se gana en empatía se pierde en significado. Un año después, Iván volvió a Chiapas. Quienes lo oyeron en silencio, recitaron puntualmente sus parlamentos.
Jordi Savall, virtuoso de la viola da gamba, comenta que el mayor elogio que ha recibido por un concierto ocurrió en Chiapas. Un indígena le dijo: “Cuando lo oigo, siento que quiero más a mi hijo”. Ese trasvase de la emoción —por esto sentir aquello— cifra la esencia del arte.
Otra experiencia peculiar ocurrió durante el festival de cine celebrado en el Caracol de Oventik en 2018. Fue ahí donde la película Roma tuvo su estreno en México. En la escena del parto, numerosos zapatistas metieron las manos bajo sus pasamontañas para limpiarse las lágrimas. A pesar de esta prueba de empatía, los europeos que presenciaban la función sintieron que algo faltaba; acostumbrados a las sesiones de cine-debate, deseaban oír la opinión de las comunidades. Es común pensar que cada espectador se relaciona de manera individual con lo que mira, pero los zapatistas tienen otras convenciones. Cuando les preguntaron sobre las películas, dijeron: “Tenemos que reunirnos para saber lo que pensamos”. Un francés que trabaja para el Festival Biarritz me comentó que eso le parecía un acto de censura: el público debía opinar libremente. Pero la causa de esa reacción era otra. En la mayoría de las comunidades indígenas, el significado se fragua de manera colectiva. Solo al discutir en grupo se aclaran las ideas; lo que uno piensa carece de relevancia ante lo que se piensa en común. En el fondo, la práctica no se aparta demasiado de algo que también ocurre en las ciudades. Cuando una película vale la pena, se sigue discutiendo en la cena posterior. Por ello, el director y dramaturgo argentino Mauricio Kartun señala que toda obra lograda “sobrevuela la milanesa”. Reunidos en torno a la comida, hablamos, no tanto para imponer opiniones individuales, sino para entender lo que pensamos. Este ejercicio carece de prestigio cultural, pero suele ser más aleccionador que el de la crítica especializada.
El encuentro en Dolores Hidalgo enfrentaba al desafío de entender. ¿Qué mensajes desentrañaba el público que bebía ponche y recorría la explanada de hierba, sorteando a los niños que corrían por todas partes? Ahí coincidían campesinos que hablaban cuarenta lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, expedicionarios de la otredad, egresados de partidos políticos desaparecidos, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos generosamente entregados a la tarea, muchas veces sacrificial, de mejorar el mundo. Lo único incontrovertible era la seguridad y la algarabía de los niños.
El periodista y cineasta Diego Enrique Osorno viajó a Dolores Hidalgo para presentar La montaña, documental sobre la travesía náutica de los zapatistas. Con mirada entrenada para registrar el diálogo entre la realidad y sus testigos, me comentó algo en lo que yo no había reparado: durante la jornada, Moisés permaneció en el estrado principal, un templete de madera sin más adorno que las fotos de los muertos zapatistas. Desde ahí vio todas las obras de teatro. Un sugerente rasgo de su discurso fue la importancia que concedió a la forma en que los jóvenes representan la realidad. Hizo un encomio del significado del teatro, pero pidió llevar ese mensaje al mundo de los hechos. Y agregó algo que no parecía destinado a las comunidades, sino a los visitantes: “Hay que organizarse”. Durante treinta años, los devotos de la causa han ido a Chiapas en busca de nueva luz. El desafío pendiente es el de ser zapatista fuera de territorio zapatista.
Quienes llegamos de lejos habíamos recibido una inyección de adrenalina. En esa medida, la vivencia se justificaba plenamente. La duda era qué hacer después, cómo lograr que no se escapara la experiencia, cómo continuarla en condiciones y escenarios muy distintos. Más allá del siguiente llamado zapatista, ¿podíamos organizarnos por nuestra cuenta?
Algunos ya lo logran. Un colectivo griego llegó con el calendario que cada año vende en apoyo al EZLN. Los textos recuperan testimonios de narradores orales —nueva versión de los rapsodas— para acompañar la cuenta de los días. La recaudación que logran en beneficio de las comunidades es impresionante, pero lo más significativo es que recuerdan que medir el tiempo es un hecho político.
El futuro comienza en lunes
Desde la madrugada del 1 de enero de 1994, los zapatistas han visto pasar a seis presidentes de la República. Su lucha perdura entre las evanescentes pugnas partidistas. “Vamos despacio porque el camino es largo”, afirman para indicar que su temporalidad se calcula de otro modo.
Después de treinta años de amaneceres nos reuníamos en una región regida por ciclos cósmicos desde la antigüedad maya. Los ordenados tránsitos del sol apoyaban la causa: con toda propiedad, el futuro comenzaba en lunes.
El sobrio discurso del subcomandante Moisés fue recibido con aplausos que de inmediato fueron relevados por un estallido. El aire se llenó de los cohetes y los fuegos artificiales que no pueden faltar en toda fiesta mexicana.
Me reuní con Andrés al centro del campo. Hace treinta años, él escuchó otra clase de detonaciones y desde entonces contrajo la “digna rabia” zapatista. Ahora la pólvora era la munición del festejo. Los de lejos y los de cerca, reunidos por una fecha irrepetible, se dispusieron a bailar hasta que sol recuperara sus dominios.
Poco a poco, el humo se disipó y pudimos ver la luna llena. La gente no siempre cumple su cometido, pero la coreografía astral era perfecta. Domingo de plenilunio. Todo estaba en equilibrio, pero algo podía cambiar en las alturas. Una nube cubrió la luna, recordando que esa noche todo era tan frágil y resistente como los sueños.
Tres décadas después del levantamiento del EZLN, más de mil peregrinos —hablantes de lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos entregados a la tarea de mejorar el mundo— se reunieron en Dolores Hidalgo, Chiapas, para renovar la esperanza en una lucha que perdura: “Vamos despacio —afirman los zapatistas— porque el camino es largo”.
El 1 de enero de 1994, un amigo al que llamaré Andrés tuvo la mala suerte de ser mordido por un perro. Se sometía a un tratamiento de catorce inyecciones, salió de su casa en busca de la dosis que le faltaba y se encontró con otra forma de la rabia. Los zapatistas habían tomado San Cristóbal de Las Casas. Desde entonces, Andrés no ha dejado de recorrer Chiapas. El joven que a los veinte caminaba por calles sin luz eléctrica en busca de una farmacia, treinta años después ha encontrado remedios para la desesperanza en el movimiento que transformó las condiciones de vida en una región del tamaño aproximado de Bélgica y que ha influido en las luchas sociales de numerosos países. Antes de las protestas en Seattle y Porto Alegre, los mayas del presente ya habían llamado a luchar contra los desastres de la globalización.
A finales de 2023, viajé en compañía de Andrés al Caracol Dolores Hidalgo, en las tierras bajas de Chiapas. En el trayecto, hablamos de la inseguridad que mantiene al país en la zozobra. El tramo de San Cristóbal a Ocosingo, supuestamente patrullado por la Guardia Nacional, se consideraba peligroso; en cambio, de Toniná a Dolores Hidalgo recorreríamos un país dentro del país, donde coexisten diversas lógicas. Dentro de las zonas zapatistas hay poblaciones que no son zapatistas. La carretera federal era interrumpida por innumerables topes que obligan a frenar junto a chozas que venden refrescos. A orillas del camino, vimos otros expendios del comercio y de la fe: un negocio de Pollos Asados, una Iglesia de Cristo, una casa con un inmenso escudo del Guadalajara y la estrella roja en tablones de madera que acreditaban la condición zapatista de la región.
También encontramos mensajes desplegados para la ocasión y que saludaban a los visitantes con la ironía que ya tipifica al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Uno de ellos decía: “Despierten, dormilones”, otro: “¿A qué viniste? ¿Le entras o no le entras?”.
Una manta imitaba las señales de las carreteras y anunciaba que el Caracol se encontraba a un kilómetro. Algunos viajeros le hicieron caso y descendieron ahí de los camiones de redilas que les habían dado aventón. Pero los zapatistas juegan con el tiempo y el espacio. El huso horario se adelanta en una hora al del centro del país y los kilómetros pueden ser para ellos una conjetura o incluso una broma. Quienes abandonaron su transporte ante la manta que prometía un kilómetro para llegar, tuvieron que tomar otro camión de redilas. El destino zapatista no es cuantificable: ocurre cuando se alcanza.
El paisaje, cubierto de una vegetación donde los pinos alternaban con las palmas, parecía citar a Goethe: los cerros nos rodeaban de modo imponente, pero “en cada cima imperaba la calma”. Andrés improvisó un aforismo para explicar la tranquilidad circundante: “La gente cuida a la gente”. No nos podía pasar nada si éramos muchos y, sobre todo, si éramos bienvenidos.
El 29 de diciembre, 899 participantes se habían registrado en la Universidad de la Tierra en San Cristóbal para asistir al doble aniversario zapatista: cuarenta años de lucha y treinta de levantamiento. En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La cantidad de participantes se incrementó con las comunidades indígenas que llegaban por distintas rutas y con los que se inscribieron en el Caracol mismo. A diferencia de la Convención de Aguascalientes, que en agosto de 1994 congregó a seis mil miembros de la sociedad civil en la selva tojolabal, en este caso los asistentes no solo eran forasteros. Los cortes mohicanos y los tatuajes de la clase media internacional se mezclaban con los sombreros, las gorras de beisbolista y los textiles regionales. Las apariencias extremas de lo global y lo local coincidían en la explanada de hierba de Dolores Hidalgo.
En uno de los primeros comunicados sobre el festejo se advirtió de la violencia que campea en Chiapas y que se apodera de los caminos con bloqueos, cobro de uso de suelo, secuestros y extorsiones. Recorrer el estado significa enfrentar diversas formas de la rapiña. Quienes llegaron en avión a Tuxtla Gutiérrez y tenían rentado un auto, se encontraron con la sorpresa de que “no había unidades”. En vez de ofrecer otro vehículo por el precio ya pagado, las agencias pedían cinco veces más por la “única” camioneta disponible. Esta corrupción empresarial se manifiesta de otra forma en los confines remotos de Chiapas. El poblado de Oxchuc, entre San Cristóbal y Ocosingo, se ha convertido en una aduana difícil de sortear. Carencias reales llevaron a protestar bloqueando la carretera y exigiendo dinero para subsistir y proseguir la lucha. Con el tiempo, ese recurso se convirtió en un fin. La protesta contra un problema creó otro problema, tan inquietante como la “sopa de ratón” que se prepara en la localidad y en la que flota el protagonista del guiso.
La costumbre de interrumpir el tráfico ha creado escuela. De pronto, cuatro o cinco niños colocan ramas al centro de la carretera y solo las retiran a cambio de unos pesos en pago por presuntos “trabajos de limpieza”. Estas son las molestias suaves de un estado donde la migración que llega de Centroamérica es víctima de raptos que condenan a las mujeres a la prostitución y a los hombres a actuar como sicarios.
En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La tribu de Año Nuevo
A pesar de las dificultades de acceso, más de mil peregrinos visitaron a los profesionales de la esperanza. Lo primero que se comentaba en las casetas de madera de Dolores Hidalgo, donde humeaban las ollas del café y de los tamales, era el enigma de la llegada. Los comunistas de Nayarit habían hecho veinticinco horas de camino, esfuerzo descomunal que, sin embargo, se relativizaba al oír las historias de quienes venían de Grecia, Italia y Alemania, por no hablar de Irán. Muy complejos itinerarios habían permitido integrarse a la marea multicolor de las tiendas de campaña, para disfrutar de espléndida comida a precios bajos y soportar la incomodidad de un suelo reblandecido por el lodo y el desafío de las letrinas. No hay peregrinaje sin recompensa, pero tampoco sin penitencia.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Dolores Hidalgo se creó hace apenas tres años y tiene escasa población. Hay pocas huellas de vida humana en el enorme valle que se extiende hacia un imponente farallón de cerros rectilíneos, de color verde azulado, cubiertos de vegetación. El día 30 de diciembre había llovido; la niebla cubría el cielo y nubes blanquísimas descendían en cascada sobre los montes. ¿Qué clase de personas asistían a la gesta? En su mayoría se trataba de reincidentes que han hecho que lo heterodoxo se vuelva típico.
Viajamos por carretera en caravana con Payasos en Rebeldía, que venían de Lugo (su camiseta decía “Pallasos”, en gallego) y que están dedicados a lograr que la gente piense por medio de la risa en sitios donde la realidad conspira contra el humor. Hace poco estuvieron en Gaza, ahora volvían a Chiapas. De acuerdo con la pluralidad del reparto, el conductor de su camioneta era un físico catalán.
Los peregrinos distantes eran ahí tan comunes como los indígenas que se encontraban por primera vez. En la Enfermería de Dolores Hidalgo oí un diálogo entre un hombre y una mujer que avanzaba con respetuosa lentitud, como si cada pregunta desembocara en otra pregunta. Al cabo de un rato supe que él hablaba en tzeltal, variante maya de la zona, pero ella en tzotzil porque venía de los Altos de Chiapas. Les pregunté si se habían entendido. “Lo suficiente”, dijo él con una sonrisa.
Estábamos en un territorio de signos y representaciones donde entenderíamos “lo suficiente” sin que la mayor parte de las cosas perdieran su misterio.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Interpretar el cielo
Los zapatistas se articulan en Caracoles, que equivalen a municipios. Hasta hace poco, eran gestionados por Juntas de Buen Gobierno. A fines de 2023, el EZLN se reestructuró en Gobiernos Autónomos Locales (GAL). En vez de contar con una “cabecera municipal” donde se decide la gestión pública, ahora cada poblado puede disponer de un GAL. Dentro de la zona zapatista hay pobladores que no pertenecen al EZLN, de modo que esta nueva forma de organización permitirá administraciones compartidas. La idea central consiste en evitar excesivos desplazamientos para resolver trámites y controlar de manera más horizontal y segura un territorio en permanente amenaza.
Antes de llegar a Dolores Hidalgo estuve en Toniná con Juan Yadeun, arqueólogo que desde hace 43 años trabaja en el sitio. Formado como arquitecto, ha reconstruido pirámides de una altura sin parangón en el mundo maya. Su trabajo ha generado polémicas, algo consustancial a un oficio donde la conjetura siempre supera a la certeza. Otros arqueólogos prefieren consolidar los hallazgos sin intervenir en ellos. Los conocimientos de arqueología, astronomía y numerología de Yadeun, y su denodada pasión para ponerlos en práctica, le han permitido recrear una ciudadela no solo espectacular, sino perfectamente verosímil.
Cada pirámide es un reloj en piedra que mide los trabajos del cosmos. En los costados, 52 escalones suman la “atadura de años” del mundo mesoamericano. Cada flanco dispone de una escalinata, pero solo uno lleva al templo. Los edificios se pueden subir y bajar de manera incesante, haciendo del recorrido una forma de plegaria.
De acuerdo con Yadeun, los Caracoles zapatistas se relacionan con esta zona arqueológica: “Para los mayas, Caracol equivale a ciudad”, me dijo con su habitual entusiasmo, poco después de bajar de su motocicleta. Visitamos el jardín de su casa, donde ha reproducido las pirámides en maquetas de cemento blanco. El reconstructor de palacios descansa haciendo otros en miniatura. Ahí me dijo: “La gran puerta de la fachada del museo de Toniná es un Caracol que da acceso a la plaza rodeada de cuatro pirámides, similar al arco de entrada en Labná”. De manera emblemática, un edificio de la zona arqueológica es el Palacio de los Caracoles.
En Toniná, las construcciones siguen la orientación de la cruz maya, que representa la intersección de la Vía Láctea con otras galaxias. En la cosmogonía vernácula, la estrella polar se convirtió en un pájaro que al acercarse a la Tierra se convirtió en sol, generó calor y permitió el surgimiento de otras especies, entre ellas las víboras, antecedente, según Yadeun, de nuestro escudo nacional.
Es posible que el juego de pelota de Toniná sea el que inspiró el Popol Vuh. También, que ahí haya comenzado la vulcanización, mezclando la savia del árbol de hule con las cenizas de los sacrificados para hacer que la muerte recobrara la vida y el movimiento en la pelota sagrada.
Cada sitio arqueológico custodia claves del origen. Ciertas o falsas, científicas o legendarias, las explicaciones aluden a un mundo cuyas contraseñas se han perdido. La posibilidad de que haya controversias multiplica el número de las interpretaciones.
El Caracol que visitamos no era menos misterioso que los cuatro rumbos del cielo y los tres niveles de la realidad del orbe maya.
En Toniná, un recinto sin ventanas fungía como una escuela de la noche. Ahí, los astrónomos se acostumbraban a la oscuridad para aguzar su mirada; al volver a la intemperie en busca de estrellas, sus ojos estaban preparados para ver mejor.
Nosotros requeríamos de un aprendizaje similar, pero no hay escuela nocturna para los movimientos sociales.
También puede interesarte: "Retrato radical: el subcomandante Marcos y el EZLN".
Representar la realidad
El 30 de diciembre se escenificaron obras de teatro en la explanada de pasto de Dolores Hidalgo, del tamaño de tres o cuatro canchas de futbol, que en una cabecera tenía el estrado principal y, en los costados, pequeñas tribunas de madera con techo de palma.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola. Hablé al respecto con Carlos González, abogado del Concejo Indígena de Gobierno. Recientemente, la legislación zapatista aprobó una nueva norma: la no propiedad de la tierra. En vez de colectivizar el territorio, la naturaleza es considerada como única terrateniente. Solo en caso necesario, y solicitando el debido perdón, se puede convertir en material de trabajo.
González está acostumbrado a asumir litigios que han pasado de generación en generación y provienen de agravios cometidos hace ochenta o cien años. Acaba de recuperar 2 585 hectáreas que habían sido arrebatadas al pueblo huichol. “El argumento de los ganaderos era que esas tierras no les pertenecían a los indígenas porque no las trabajaban”, comenta. Esa idea se funda en un desconocimiento de los pueblos originarios, que no ponen el acento en explotar al máximo la naturaleza, sino en preservarla. No se trata, pues, de tierras “ociosas”, sino conservadas.
Con el mismo criterio, los zapatistas preservan la biodiversidad. La bióloga Julia Carabias, que fue secretaria de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca de 1994 a 2000, y ahora trabaja en la Estación Chajul, en la Selva Lacandona, me dijo al respecto: “Los zapatistas han hecho muy buen manejo de los bosques templados, donde hay pinos y encinos: sacan madera sin destruir el ecosistema. En la región de Oventik se ve una clara diferencia entre la densidad de la vegetación que ellos conservan y la deforestación de otros sitios”.
De manera lógica, las obras de teatro creadas por diferentes Caracoles abordaron el tema de la tenencia de la tierra. En una de ellas, una chica exclamó: “¡Hay que cambiar el mundo!”, y recibió una respuesta de distanciamiento brechtiano: “Esto es teatro”. Entonces, la chica informó que también el teatro cambia la realidad.
El 31, poco antes de las 23:00 horas del México central (la medianoche zapatista), comenzó la ceremonia de aniversario. No se entonó el himno del EZLN, basado en la melodía de “Carabina 30-30”. Sin mayor protocolo, se pasó a un desfile de cientos de milicianas y milicianos que marcharon a ritmo de cumbia. No portaban otra arma que las macanas que percutían al compás de la música. Si una parada militar es, ante todo, una exhibición de fuerza, en este caso, la coreografía era una disciplinada exhibición estética. Cuando recibieron la orden de romper filas, las milicianas pasaron de la marcha al baile. También se esperaba otra coreografía, con las numerosas bicicletas estacionadas a orillas del campo, pero ese festejo móvil no se llevó a cabo.
Maestros de la expectativa, los zapatistas lograron que la atención se acrecentara con la espera. Desde el 23 de octubre, habían informado sobre el aniversario con mensajes que podían ser directos, líricos o alegóricos. En un comunicado, el subcomandante Moisés anunció que el encuentro sería “allí nomás tras lomita”. No fue fácil entender la alusión. La cita se refería al filósofo popular de México, José Alfredo Jiménez, que en “Camino de Guanajuato” canta: “Allí nomás tras lomita / se ve Dolores Hidalgo”, pero casi nadie sabía que en Chiapas existía un Caracol con ese nombre.
Después de veinte comunicados, largas travesías para llegar a un sitio sin conectividad ni registro en Google Maps, una noche en tienda de campaña sobre un suelo recién llovido y un día entero de obras de teatro, se esperaba una suerte de milagro. Lo que viniera a continuación tenía muchas posibilidades de ser anticlimático, pero el ambiente no podía ser más festivo. Aunque el alcohol está prohibido en las zonas zapatistas, los bailes, las risas y los abrazos compartidos habían producido una feliz embriaguez. Incluso una amiga que sobrevivió a los calvarios de la dictadura y los desgastes de la guerrilla, y que ha desarrollado un fino sentido de la paranoia y encuentra extraña satisfacción en el enojo, parecía contenta.
En este clima de comunión llegó el discurso del subcomandante Moisés.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola.
La normalidad excéntrica
Después de renovar la comunicación con un eficaz teatro de gestos, un río de historias, proclamas y aforismos, y aventuras tan especiales como la de enviar a Europa a siete zapatistas en un barco de vela, el EZLN ha pasado a otra variante del discurso: el hermetismo. No se trata de un ocultamiento; su tapiz simbólico es descifrable, pero requiere de nuevas claves para ser entendido.
A mediados de los noventa, la región era visitada por Oliver Stone, José Saramago, John Berger, Danielle Mitterrand, Manuel Vázquez Montalbán, entre muchos otros, y el subcomandante Marcos concedía entrevistas a los principales medios internacionales. Hoy, por razones insondables, el EZLN repudia la publicidad.
En 2014, Marcos desapareció como personaje político y se convirtió en Galeano, en homenaje a un maestro zapatista asesinado ese año. Para algunos, de ese modo dilapidaba un capital mediático acumulado durante dos décadas; sin embargo, también demostraba que la causa no dependía de un caudillo carismático. Al transformarse en Galeano, Marcos dejó de ser el vocero del EZLN y perdió protagonismo. Reapareció como Marcos en 2023, pero con rango de capitán, que quizá alude a tareas defensivas. Curiosamente, muchas de las personas que lo criticaban por fomentar la idolatría ahora añoran su icónica presencia.
Pocos líderes dan el paso atrás que dio Marcos. El gesto confirmó que el zapatismo no busca ocupar espacios de poder, ni siquiera al interior de sus propias filas. “Para nosotros, nada” o “Ayúdenos a desaparecer, a no ser posibles” son algunas de sus más reiteradas consignas. Sin embargo, el alejamiento de Marcos de las cámaras y los micrófonos, encomiable por razones éticas, restó fuerza a la comunicación zapatista. A esto se suma una política de medios que dificulta las conferencias de prensa y las entrevistas. En 2021, 150 zapatistas llegaron a Europa como parte de un “batallón aéreo” para trabar vínculos con colectivos que defienden el territorio y la biodiversidad. No actuaban en secreto, pero tampoco buscaban visibilizar su tarea. Hablé de esto con Andrea Cegna, periodista italiano que participa en Brescia en una asociación prozapatista y escribe para Il Manifesto e Il Fatto Quotidiano. “No acabo de entender la nueva relación con los medios —comentó en Dolores Hidalgo—: el subcomandante Moi dio una conferencia de prensa en Viena, pero luego no se pudo hablar con ellos, y no me refiero a su actitud ante los medios dominantes, que pueden ser sospechosos, sino ante los independientes, que los han apoyado. Queremos difundir sus ideas, pero no siempre podemos”. El repliegue de la información no deja de ser un enigma. ¿Los malabaristas se ataron voluntariamente las manos? ¿Es su silencio la caja de resonancia de lo que ya dijeron? ¿Aguardan otro momento para recuperar la elocuencia?
El 30 de diciembre, la prensa tuvo prohibida la entrada al Caracol. Ese día estuvo dedicado a presentar obras de teatro. ¿Hay otro movimiento que se dedique con tal pasión al arte dramático? No había un motivo evidente para alejar a los periodistas y eso contribuyó a la perplejidad. ¿Estábamos ante una rara variante del proselitismo, que fomenta el deseo con la prohibición? ¿Las nuevas líneas de mando desconfían de la apertura con que se actuó en otro tiempo? Preguntas y más preguntas. Expertos en comunicación, los zapatistas ahora privilegian el desconcierto, forma alterna de comunicación.
Se esperaban varios oradores, entre ellos Marcos o alguna de las muchas mujeres que acompañaron la campaña de Marichuy Patricio en 2017 y 2018. Sin embargo, solo Moisés compareció en la tribuna, con la comandancia sentada a sus espaldas. No evocó los años de lucha en términos festivos o épicos ni hizo anuncios sobre el porvenir del movimiento. Durante veinte minutos habló en tzeltal, improvisando pasajes que luego reprodujo en español. Se refirió a la vocación de paz del zapatismo, pero también a su disposición a defenderse, y recordó a los ausentes que habían hecho posible ese acto y eran recordados con sillas vacías: de las buscadoras que desean conocer el destino de sus hijos a los caídos en la lucha, pasando por los ancestros que reclaman justicia desde el más allá. Sus palabras fueron tan claras como previsibles. Lo que oíamos era normal, pero los zapatistas rara vez lo son. Pensé en la novela de Erich Maria Remarque cuyo título, de deliberada ambivalencia, describía la situación: Sin novedad en el frente. El principal asombro provenía de la falta de noticias. Los zapatistas entregaban un sobre urgente, pero la carta debía ser puesta por los destinatarios.
Nada de esto disminuyó el entusiasmo de los asistentes, que a esas alturas ya se alimentaba de sí mismo.
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Formas de entender
Gracias al zapatismo, durante treinta años hemos entrado en contacto con otros modos de valorar la representación de los sucesos. Iván Prado, eje del grupo Payasos en Rebeldía, me habló de la extrañeza que sintió en sus primeros contactos con el público de los Caracoles: la gente no se reía. Pensó que el espectáculo no gustaba, pero al término de la función le explicaron la causa del silencio: “Si nos reímos, dejamos de entender”. El drama de la comedia es que, al conectar con los espectadores, provoca carcajadas que impiden seguir la pieza; lo que se gana en empatía se pierde en significado. Un año después, Iván volvió a Chiapas. Quienes lo oyeron en silencio, recitaron puntualmente sus parlamentos.
Jordi Savall, virtuoso de la viola da gamba, comenta que el mayor elogio que ha recibido por un concierto ocurrió en Chiapas. Un indígena le dijo: “Cuando lo oigo, siento que quiero más a mi hijo”. Ese trasvase de la emoción —por esto sentir aquello— cifra la esencia del arte.
Otra experiencia peculiar ocurrió durante el festival de cine celebrado en el Caracol de Oventik en 2018. Fue ahí donde la película Roma tuvo su estreno en México. En la escena del parto, numerosos zapatistas metieron las manos bajo sus pasamontañas para limpiarse las lágrimas. A pesar de esta prueba de empatía, los europeos que presenciaban la función sintieron que algo faltaba; acostumbrados a las sesiones de cine-debate, deseaban oír la opinión de las comunidades. Es común pensar que cada espectador se relaciona de manera individual con lo que mira, pero los zapatistas tienen otras convenciones. Cuando les preguntaron sobre las películas, dijeron: “Tenemos que reunirnos para saber lo que pensamos”. Un francés que trabaja para el Festival Biarritz me comentó que eso le parecía un acto de censura: el público debía opinar libremente. Pero la causa de esa reacción era otra. En la mayoría de las comunidades indígenas, el significado se fragua de manera colectiva. Solo al discutir en grupo se aclaran las ideas; lo que uno piensa carece de relevancia ante lo que se piensa en común. En el fondo, la práctica no se aparta demasiado de algo que también ocurre en las ciudades. Cuando una película vale la pena, se sigue discutiendo en la cena posterior. Por ello, el director y dramaturgo argentino Mauricio Kartun señala que toda obra lograda “sobrevuela la milanesa”. Reunidos en torno a la comida, hablamos, no tanto para imponer opiniones individuales, sino para entender lo que pensamos. Este ejercicio carece de prestigio cultural, pero suele ser más aleccionador que el de la crítica especializada.
El encuentro en Dolores Hidalgo enfrentaba al desafío de entender. ¿Qué mensajes desentrañaba el público que bebía ponche y recorría la explanada de hierba, sorteando a los niños que corrían por todas partes? Ahí coincidían campesinos que hablaban cuarenta lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, expedicionarios de la otredad, egresados de partidos políticos desaparecidos, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos generosamente entregados a la tarea, muchas veces sacrificial, de mejorar el mundo. Lo único incontrovertible era la seguridad y la algarabía de los niños.
El periodista y cineasta Diego Enrique Osorno viajó a Dolores Hidalgo para presentar La montaña, documental sobre la travesía náutica de los zapatistas. Con mirada entrenada para registrar el diálogo entre la realidad y sus testigos, me comentó algo en lo que yo no había reparado: durante la jornada, Moisés permaneció en el estrado principal, un templete de madera sin más adorno que las fotos de los muertos zapatistas. Desde ahí vio todas las obras de teatro. Un sugerente rasgo de su discurso fue la importancia que concedió a la forma en que los jóvenes representan la realidad. Hizo un encomio del significado del teatro, pero pidió llevar ese mensaje al mundo de los hechos. Y agregó algo que no parecía destinado a las comunidades, sino a los visitantes: “Hay que organizarse”. Durante treinta años, los devotos de la causa han ido a Chiapas en busca de nueva luz. El desafío pendiente es el de ser zapatista fuera de territorio zapatista.
Quienes llegamos de lejos habíamos recibido una inyección de adrenalina. En esa medida, la vivencia se justificaba plenamente. La duda era qué hacer después, cómo lograr que no se escapara la experiencia, cómo continuarla en condiciones y escenarios muy distintos. Más allá del siguiente llamado zapatista, ¿podíamos organizarnos por nuestra cuenta?
Algunos ya lo logran. Un colectivo griego llegó con el calendario que cada año vende en apoyo al EZLN. Los textos recuperan testimonios de narradores orales —nueva versión de los rapsodas— para acompañar la cuenta de los días. La recaudación que logran en beneficio de las comunidades es impresionante, pero lo más significativo es que recuerdan que medir el tiempo es un hecho político.
El futuro comienza en lunes
Desde la madrugada del 1 de enero de 1994, los zapatistas han visto pasar a seis presidentes de la República. Su lucha perdura entre las evanescentes pugnas partidistas. “Vamos despacio porque el camino es largo”, afirman para indicar que su temporalidad se calcula de otro modo.
Después de treinta años de amaneceres nos reuníamos en una región regida por ciclos cósmicos desde la antigüedad maya. Los ordenados tránsitos del sol apoyaban la causa: con toda propiedad, el futuro comenzaba en lunes.
El sobrio discurso del subcomandante Moisés fue recibido con aplausos que de inmediato fueron relevados por un estallido. El aire se llenó de los cohetes y los fuegos artificiales que no pueden faltar en toda fiesta mexicana.
Me reuní con Andrés al centro del campo. Hace treinta años, él escuchó otra clase de detonaciones y desde entonces contrajo la “digna rabia” zapatista. Ahora la pólvora era la munición del festejo. Los de lejos y los de cerca, reunidos por una fecha irrepetible, se dispusieron a bailar hasta que sol recuperara sus dominios.
Poco a poco, el humo se disipó y pudimos ver la luna llena. La gente no siempre cumple su cometido, pero la coreografía astral era perfecta. Domingo de plenilunio. Todo estaba en equilibrio, pero algo podía cambiar en las alturas. Una nube cubrió la luna, recordando que esa noche todo era tan frágil y resistente como los sueños.
Juan Villoro, Chiapas. Fotografía de Sofía Grivas.
Tres décadas después del levantamiento del EZLN, más de mil peregrinos —hablantes de lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos entregados a la tarea de mejorar el mundo— se reunieron en Dolores Hidalgo, Chiapas, para renovar la esperanza en una lucha que perdura: “Vamos despacio —afirman los zapatistas— porque el camino es largo”.
El 1 de enero de 1994, un amigo al que llamaré Andrés tuvo la mala suerte de ser mordido por un perro. Se sometía a un tratamiento de catorce inyecciones, salió de su casa en busca de la dosis que le faltaba y se encontró con otra forma de la rabia. Los zapatistas habían tomado San Cristóbal de Las Casas. Desde entonces, Andrés no ha dejado de recorrer Chiapas. El joven que a los veinte caminaba por calles sin luz eléctrica en busca de una farmacia, treinta años después ha encontrado remedios para la desesperanza en el movimiento que transformó las condiciones de vida en una región del tamaño aproximado de Bélgica y que ha influido en las luchas sociales de numerosos países. Antes de las protestas en Seattle y Porto Alegre, los mayas del presente ya habían llamado a luchar contra los desastres de la globalización.
A finales de 2023, viajé en compañía de Andrés al Caracol Dolores Hidalgo, en las tierras bajas de Chiapas. En el trayecto, hablamos de la inseguridad que mantiene al país en la zozobra. El tramo de San Cristóbal a Ocosingo, supuestamente patrullado por la Guardia Nacional, se consideraba peligroso; en cambio, de Toniná a Dolores Hidalgo recorreríamos un país dentro del país, donde coexisten diversas lógicas. Dentro de las zonas zapatistas hay poblaciones que no son zapatistas. La carretera federal era interrumpida por innumerables topes que obligan a frenar junto a chozas que venden refrescos. A orillas del camino, vimos otros expendios del comercio y de la fe: un negocio de Pollos Asados, una Iglesia de Cristo, una casa con un inmenso escudo del Guadalajara y la estrella roja en tablones de madera que acreditaban la condición zapatista de la región.
También encontramos mensajes desplegados para la ocasión y que saludaban a los visitantes con la ironía que ya tipifica al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Uno de ellos decía: “Despierten, dormilones”, otro: “¿A qué viniste? ¿Le entras o no le entras?”.
Una manta imitaba las señales de las carreteras y anunciaba que el Caracol se encontraba a un kilómetro. Algunos viajeros le hicieron caso y descendieron ahí de los camiones de redilas que les habían dado aventón. Pero los zapatistas juegan con el tiempo y el espacio. El huso horario se adelanta en una hora al del centro del país y los kilómetros pueden ser para ellos una conjetura o incluso una broma. Quienes abandonaron su transporte ante la manta que prometía un kilómetro para llegar, tuvieron que tomar otro camión de redilas. El destino zapatista no es cuantificable: ocurre cuando se alcanza.
El paisaje, cubierto de una vegetación donde los pinos alternaban con las palmas, parecía citar a Goethe: los cerros nos rodeaban de modo imponente, pero “en cada cima imperaba la calma”. Andrés improvisó un aforismo para explicar la tranquilidad circundante: “La gente cuida a la gente”. No nos podía pasar nada si éramos muchos y, sobre todo, si éramos bienvenidos.
El 29 de diciembre, 899 participantes se habían registrado en la Universidad de la Tierra en San Cristóbal para asistir al doble aniversario zapatista: cuarenta años de lucha y treinta de levantamiento. En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La cantidad de participantes se incrementó con las comunidades indígenas que llegaban por distintas rutas y con los que se inscribieron en el Caracol mismo. A diferencia de la Convención de Aguascalientes, que en agosto de 1994 congregó a seis mil miembros de la sociedad civil en la selva tojolabal, en este caso los asistentes no solo eran forasteros. Los cortes mohicanos y los tatuajes de la clase media internacional se mezclaban con los sombreros, las gorras de beisbolista y los textiles regionales. Las apariencias extremas de lo global y lo local coincidían en la explanada de hierba de Dolores Hidalgo.
En uno de los primeros comunicados sobre el festejo se advirtió de la violencia que campea en Chiapas y que se apodera de los caminos con bloqueos, cobro de uso de suelo, secuestros y extorsiones. Recorrer el estado significa enfrentar diversas formas de la rapiña. Quienes llegaron en avión a Tuxtla Gutiérrez y tenían rentado un auto, se encontraron con la sorpresa de que “no había unidades”. En vez de ofrecer otro vehículo por el precio ya pagado, las agencias pedían cinco veces más por la “única” camioneta disponible. Esta corrupción empresarial se manifiesta de otra forma en los confines remotos de Chiapas. El poblado de Oxchuc, entre San Cristóbal y Ocosingo, se ha convertido en una aduana difícil de sortear. Carencias reales llevaron a protestar bloqueando la carretera y exigiendo dinero para subsistir y proseguir la lucha. Con el tiempo, ese recurso se convirtió en un fin. La protesta contra un problema creó otro problema, tan inquietante como la “sopa de ratón” que se prepara en la localidad y en la que flota el protagonista del guiso.
La costumbre de interrumpir el tráfico ha creado escuela. De pronto, cuatro o cinco niños colocan ramas al centro de la carretera y solo las retiran a cambio de unos pesos en pago por presuntos “trabajos de limpieza”. Estas son las molestias suaves de un estado donde la migración que llega de Centroamérica es víctima de raptos que condenan a las mujeres a la prostitución y a los hombres a actuar como sicarios.
En 1994, el EZLN tomó San Cristóbal de Las Casas y otras poblaciones en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, que favorecía el libre mercado del que los más pobres del país están excluidos. Pidieron un trato digno que acabara con quinientos años de olvido: “Nunca más un México sin nosotros”, dijeron.
La tribu de Año Nuevo
A pesar de las dificultades de acceso, más de mil peregrinos visitaron a los profesionales de la esperanza. Lo primero que se comentaba en las casetas de madera de Dolores Hidalgo, donde humeaban las ollas del café y de los tamales, era el enigma de la llegada. Los comunistas de Nayarit habían hecho veinticinco horas de camino, esfuerzo descomunal que, sin embargo, se relativizaba al oír las historias de quienes venían de Grecia, Italia y Alemania, por no hablar de Irán. Muy complejos itinerarios habían permitido integrarse a la marea multicolor de las tiendas de campaña, para disfrutar de espléndida comida a precios bajos y soportar la incomodidad de un suelo reblandecido por el lodo y el desafío de las letrinas. No hay peregrinaje sin recompensa, pero tampoco sin penitencia.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Dolores Hidalgo se creó hace apenas tres años y tiene escasa población. Hay pocas huellas de vida humana en el enorme valle que se extiende hacia un imponente farallón de cerros rectilíneos, de color verde azulado, cubiertos de vegetación. El día 30 de diciembre había llovido; la niebla cubría el cielo y nubes blanquísimas descendían en cascada sobre los montes. ¿Qué clase de personas asistían a la gesta? En su mayoría se trataba de reincidentes que han hecho que lo heterodoxo se vuelva típico.
Viajamos por carretera en caravana con Payasos en Rebeldía, que venían de Lugo (su camiseta decía “Pallasos”, en gallego) y que están dedicados a lograr que la gente piense por medio de la risa en sitios donde la realidad conspira contra el humor. Hace poco estuvieron en Gaza, ahora volvían a Chiapas. De acuerdo con la pluralidad del reparto, el conductor de su camioneta era un físico catalán.
Los peregrinos distantes eran ahí tan comunes como los indígenas que se encontraban por primera vez. En la Enfermería de Dolores Hidalgo oí un diálogo entre un hombre y una mujer que avanzaba con respetuosa lentitud, como si cada pregunta desembocara en otra pregunta. Al cabo de un rato supe que él hablaba en tzeltal, variante maya de la zona, pero ella en tzotzil porque venía de los Altos de Chiapas. Les pregunté si se habían entendido. “Lo suficiente”, dijo él con una sonrisa.
Estábamos en un territorio de signos y representaciones donde entenderíamos “lo suficiente” sin que la mayor parte de las cosas perdieran su misterio.
Hay verbos que se usan en circunstancias muy específicas. Uno de ellos es “arrostrar”, que solo sirve para aludir al masoquismo heroico que exige el himno nacional o a los sacrificios de las luchas sociales.
Interpretar el cielo
Los zapatistas se articulan en Caracoles, que equivalen a municipios. Hasta hace poco, eran gestionados por Juntas de Buen Gobierno. A fines de 2023, el EZLN se reestructuró en Gobiernos Autónomos Locales (GAL). En vez de contar con una “cabecera municipal” donde se decide la gestión pública, ahora cada poblado puede disponer de un GAL. Dentro de la zona zapatista hay pobladores que no pertenecen al EZLN, de modo que esta nueva forma de organización permitirá administraciones compartidas. La idea central consiste en evitar excesivos desplazamientos para resolver trámites y controlar de manera más horizontal y segura un territorio en permanente amenaza.
Antes de llegar a Dolores Hidalgo estuve en Toniná con Juan Yadeun, arqueólogo que desde hace 43 años trabaja en el sitio. Formado como arquitecto, ha reconstruido pirámides de una altura sin parangón en el mundo maya. Su trabajo ha generado polémicas, algo consustancial a un oficio donde la conjetura siempre supera a la certeza. Otros arqueólogos prefieren consolidar los hallazgos sin intervenir en ellos. Los conocimientos de arqueología, astronomía y numerología de Yadeun, y su denodada pasión para ponerlos en práctica, le han permitido recrear una ciudadela no solo espectacular, sino perfectamente verosímil.
Cada pirámide es un reloj en piedra que mide los trabajos del cosmos. En los costados, 52 escalones suman la “atadura de años” del mundo mesoamericano. Cada flanco dispone de una escalinata, pero solo uno lleva al templo. Los edificios se pueden subir y bajar de manera incesante, haciendo del recorrido una forma de plegaria.
De acuerdo con Yadeun, los Caracoles zapatistas se relacionan con esta zona arqueológica: “Para los mayas, Caracol equivale a ciudad”, me dijo con su habitual entusiasmo, poco después de bajar de su motocicleta. Visitamos el jardín de su casa, donde ha reproducido las pirámides en maquetas de cemento blanco. El reconstructor de palacios descansa haciendo otros en miniatura. Ahí me dijo: “La gran puerta de la fachada del museo de Toniná es un Caracol que da acceso a la plaza rodeada de cuatro pirámides, similar al arco de entrada en Labná”. De manera emblemática, un edificio de la zona arqueológica es el Palacio de los Caracoles.
En Toniná, las construcciones siguen la orientación de la cruz maya, que representa la intersección de la Vía Láctea con otras galaxias. En la cosmogonía vernácula, la estrella polar se convirtió en un pájaro que al acercarse a la Tierra se convirtió en sol, generó calor y permitió el surgimiento de otras especies, entre ellas las víboras, antecedente, según Yadeun, de nuestro escudo nacional.
Es posible que el juego de pelota de Toniná sea el que inspiró el Popol Vuh. También, que ahí haya comenzado la vulcanización, mezclando la savia del árbol de hule con las cenizas de los sacrificados para hacer que la muerte recobrara la vida y el movimiento en la pelota sagrada.
Cada sitio arqueológico custodia claves del origen. Ciertas o falsas, científicas o legendarias, las explicaciones aluden a un mundo cuyas contraseñas se han perdido. La posibilidad de que haya controversias multiplica el número de las interpretaciones.
El Caracol que visitamos no era menos misterioso que los cuatro rumbos del cielo y los tres niveles de la realidad del orbe maya.
En Toniná, un recinto sin ventanas fungía como una escuela de la noche. Ahí, los astrónomos se acostumbraban a la oscuridad para aguzar su mirada; al volver a la intemperie en busca de estrellas, sus ojos estaban preparados para ver mejor.
Nosotros requeríamos de un aprendizaje similar, pero no hay escuela nocturna para los movimientos sociales.
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Representar la realidad
El 30 de diciembre se escenificaron obras de teatro en la explanada de pasto de Dolores Hidalgo, del tamaño de tres o cuatro canchas de futbol, que en una cabecera tenía el estrado principal y, en los costados, pequeñas tribunas de madera con techo de palma.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola. Hablé al respecto con Carlos González, abogado del Concejo Indígena de Gobierno. Recientemente, la legislación zapatista aprobó una nueva norma: la no propiedad de la tierra. En vez de colectivizar el territorio, la naturaleza es considerada como única terrateniente. Solo en caso necesario, y solicitando el debido perdón, se puede convertir en material de trabajo.
González está acostumbrado a asumir litigios que han pasado de generación en generación y provienen de agravios cometidos hace ochenta o cien años. Acaba de recuperar 2 585 hectáreas que habían sido arrebatadas al pueblo huichol. “El argumento de los ganaderos era que esas tierras no les pertenecían a los indígenas porque no las trabajaban”, comenta. Esa idea se funda en un desconocimiento de los pueblos originarios, que no ponen el acento en explotar al máximo la naturaleza, sino en preservarla. No se trata, pues, de tierras “ociosas”, sino conservadas.
Con el mismo criterio, los zapatistas preservan la biodiversidad. La bióloga Julia Carabias, que fue secretaria de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca de 1994 a 2000, y ahora trabaja en la Estación Chajul, en la Selva Lacandona, me dijo al respecto: “Los zapatistas han hecho muy buen manejo de los bosques templados, donde hay pinos y encinos: sacan madera sin destruir el ecosistema. En la región de Oventik se ve una clara diferencia entre la densidad de la vegetación que ellos conservan y la deforestación de otros sitios”.
De manera lógica, las obras de teatro creadas por diferentes Caracoles abordaron el tema de la tenencia de la tierra. En una de ellas, una chica exclamó: “¡Hay que cambiar el mundo!”, y recibió una respuesta de distanciamiento brechtiano: “Esto es teatro”. Entonces, la chica informó que también el teatro cambia la realidad.
El 31, poco antes de las 23:00 horas del México central (la medianoche zapatista), comenzó la ceremonia de aniversario. No se entonó el himno del EZLN, basado en la melodía de “Carabina 30-30”. Sin mayor protocolo, se pasó a un desfile de cientos de milicianas y milicianos que marcharon a ritmo de cumbia. No portaban otra arma que las macanas que percutían al compás de la música. Si una parada militar es, ante todo, una exhibición de fuerza, en este caso, la coreografía era una disciplinada exhibición estética. Cuando recibieron la orden de romper filas, las milicianas pasaron de la marcha al baile. También se esperaba otra coreografía, con las numerosas bicicletas estacionadas a orillas del campo, pero ese festejo móvil no se llevó a cabo.
Maestros de la expectativa, los zapatistas lograron que la atención se acrecentara con la espera. Desde el 23 de octubre, habían informado sobre el aniversario con mensajes que podían ser directos, líricos o alegóricos. En un comunicado, el subcomandante Moisés anunció que el encuentro sería “allí nomás tras lomita”. No fue fácil entender la alusión. La cita se refería al filósofo popular de México, José Alfredo Jiménez, que en “Camino de Guanajuato” canta: “Allí nomás tras lomita / se ve Dolores Hidalgo”, pero casi nadie sabía que en Chiapas existía un Caracol con ese nombre.
Después de veinte comunicados, largas travesías para llegar a un sitio sin conectividad ni registro en Google Maps, una noche en tienda de campaña sobre un suelo recién llovido y un día entero de obras de teatro, se esperaba una suerte de milagro. Lo que viniera a continuación tenía muchas posibilidades de ser anticlimático, pero el ambiente no podía ser más festivo. Aunque el alcohol está prohibido en las zonas zapatistas, los bailes, las risas y los abrazos compartidos habían producido una feliz embriaguez. Incluso una amiga que sobrevivió a los calvarios de la dictadura y los desgastes de la guerrilla, y que ha desarrollado un fino sentido de la paranoia y encuentra extraña satisfacción en el enojo, parecía contenta.
En este clima de comunión llegó el discurso del subcomandante Moisés.
El zapatismo se ha afincado en espacios agrarios que producen frijol, cacao, café, maíz, miel y el cilantro que mejora los guisos de las ciudades chiapanecas. Su idea del progreso revierte la historia de la explotación agrícola.
La normalidad excéntrica
Después de renovar la comunicación con un eficaz teatro de gestos, un río de historias, proclamas y aforismos, y aventuras tan especiales como la de enviar a Europa a siete zapatistas en un barco de vela, el EZLN ha pasado a otra variante del discurso: el hermetismo. No se trata de un ocultamiento; su tapiz simbólico es descifrable, pero requiere de nuevas claves para ser entendido.
A mediados de los noventa, la región era visitada por Oliver Stone, José Saramago, John Berger, Danielle Mitterrand, Manuel Vázquez Montalbán, entre muchos otros, y el subcomandante Marcos concedía entrevistas a los principales medios internacionales. Hoy, por razones insondables, el EZLN repudia la publicidad.
En 2014, Marcos desapareció como personaje político y se convirtió en Galeano, en homenaje a un maestro zapatista asesinado ese año. Para algunos, de ese modo dilapidaba un capital mediático acumulado durante dos décadas; sin embargo, también demostraba que la causa no dependía de un caudillo carismático. Al transformarse en Galeano, Marcos dejó de ser el vocero del EZLN y perdió protagonismo. Reapareció como Marcos en 2023, pero con rango de capitán, que quizá alude a tareas defensivas. Curiosamente, muchas de las personas que lo criticaban por fomentar la idolatría ahora añoran su icónica presencia.
Pocos líderes dan el paso atrás que dio Marcos. El gesto confirmó que el zapatismo no busca ocupar espacios de poder, ni siquiera al interior de sus propias filas. “Para nosotros, nada” o “Ayúdenos a desaparecer, a no ser posibles” son algunas de sus más reiteradas consignas. Sin embargo, el alejamiento de Marcos de las cámaras y los micrófonos, encomiable por razones éticas, restó fuerza a la comunicación zapatista. A esto se suma una política de medios que dificulta las conferencias de prensa y las entrevistas. En 2021, 150 zapatistas llegaron a Europa como parte de un “batallón aéreo” para trabar vínculos con colectivos que defienden el territorio y la biodiversidad. No actuaban en secreto, pero tampoco buscaban visibilizar su tarea. Hablé de esto con Andrea Cegna, periodista italiano que participa en Brescia en una asociación prozapatista y escribe para Il Manifesto e Il Fatto Quotidiano. “No acabo de entender la nueva relación con los medios —comentó en Dolores Hidalgo—: el subcomandante Moi dio una conferencia de prensa en Viena, pero luego no se pudo hablar con ellos, y no me refiero a su actitud ante los medios dominantes, que pueden ser sospechosos, sino ante los independientes, que los han apoyado. Queremos difundir sus ideas, pero no siempre podemos”. El repliegue de la información no deja de ser un enigma. ¿Los malabaristas se ataron voluntariamente las manos? ¿Es su silencio la caja de resonancia de lo que ya dijeron? ¿Aguardan otro momento para recuperar la elocuencia?
El 30 de diciembre, la prensa tuvo prohibida la entrada al Caracol. Ese día estuvo dedicado a presentar obras de teatro. ¿Hay otro movimiento que se dedique con tal pasión al arte dramático? No había un motivo evidente para alejar a los periodistas y eso contribuyó a la perplejidad. ¿Estábamos ante una rara variante del proselitismo, que fomenta el deseo con la prohibición? ¿Las nuevas líneas de mando desconfían de la apertura con que se actuó en otro tiempo? Preguntas y más preguntas. Expertos en comunicación, los zapatistas ahora privilegian el desconcierto, forma alterna de comunicación.
Se esperaban varios oradores, entre ellos Marcos o alguna de las muchas mujeres que acompañaron la campaña de Marichuy Patricio en 2017 y 2018. Sin embargo, solo Moisés compareció en la tribuna, con la comandancia sentada a sus espaldas. No evocó los años de lucha en términos festivos o épicos ni hizo anuncios sobre el porvenir del movimiento. Durante veinte minutos habló en tzeltal, improvisando pasajes que luego reprodujo en español. Se refirió a la vocación de paz del zapatismo, pero también a su disposición a defenderse, y recordó a los ausentes que habían hecho posible ese acto y eran recordados con sillas vacías: de las buscadoras que desean conocer el destino de sus hijos a los caídos en la lucha, pasando por los ancestros que reclaman justicia desde el más allá. Sus palabras fueron tan claras como previsibles. Lo que oíamos era normal, pero los zapatistas rara vez lo son. Pensé en la novela de Erich Maria Remarque cuyo título, de deliberada ambivalencia, describía la situación: Sin novedad en el frente. El principal asombro provenía de la falta de noticias. Los zapatistas entregaban un sobre urgente, pero la carta debía ser puesta por los destinatarios.
Nada de esto disminuyó el entusiasmo de los asistentes, que a esas alturas ya se alimentaba de sí mismo.
También puede interesarte: "El largo camino de Marichuy".
Formas de entender
Gracias al zapatismo, durante treinta años hemos entrado en contacto con otros modos de valorar la representación de los sucesos. Iván Prado, eje del grupo Payasos en Rebeldía, me habló de la extrañeza que sintió en sus primeros contactos con el público de los Caracoles: la gente no se reía. Pensó que el espectáculo no gustaba, pero al término de la función le explicaron la causa del silencio: “Si nos reímos, dejamos de entender”. El drama de la comedia es que, al conectar con los espectadores, provoca carcajadas que impiden seguir la pieza; lo que se gana en empatía se pierde en significado. Un año después, Iván volvió a Chiapas. Quienes lo oyeron en silencio, recitaron puntualmente sus parlamentos.
Jordi Savall, virtuoso de la viola da gamba, comenta que el mayor elogio que ha recibido por un concierto ocurrió en Chiapas. Un indígena le dijo: “Cuando lo oigo, siento que quiero más a mi hijo”. Ese trasvase de la emoción —por esto sentir aquello— cifra la esencia del arte.
Otra experiencia peculiar ocurrió durante el festival de cine celebrado en el Caracol de Oventik en 2018. Fue ahí donde la película Roma tuvo su estreno en México. En la escena del parto, numerosos zapatistas metieron las manos bajo sus pasamontañas para limpiarse las lágrimas. A pesar de esta prueba de empatía, los europeos que presenciaban la función sintieron que algo faltaba; acostumbrados a las sesiones de cine-debate, deseaban oír la opinión de las comunidades. Es común pensar que cada espectador se relaciona de manera individual con lo que mira, pero los zapatistas tienen otras convenciones. Cuando les preguntaron sobre las películas, dijeron: “Tenemos que reunirnos para saber lo que pensamos”. Un francés que trabaja para el Festival Biarritz me comentó que eso le parecía un acto de censura: el público debía opinar libremente. Pero la causa de esa reacción era otra. En la mayoría de las comunidades indígenas, el significado se fragua de manera colectiva. Solo al discutir en grupo se aclaran las ideas; lo que uno piensa carece de relevancia ante lo que se piensa en común. En el fondo, la práctica no se aparta demasiado de algo que también ocurre en las ciudades. Cuando una película vale la pena, se sigue discutiendo en la cena posterior. Por ello, el director y dramaturgo argentino Mauricio Kartun señala que toda obra lograda “sobrevuela la milanesa”. Reunidos en torno a la comida, hablamos, no tanto para imponer opiniones individuales, sino para entender lo que pensamos. Este ejercicio carece de prestigio cultural, pero suele ser más aleccionador que el de la crítica especializada.
El encuentro en Dolores Hidalgo enfrentaba al desafío de entender. ¿Qué mensajes desentrañaba el público que bebía ponche y recorría la explanada de hierba, sorteando a los niños que corrían por todas partes? Ahí coincidían campesinos que hablaban cuarenta lenguas originarias, jubilados de las guerrillas latinoamericanas, expedicionarios de la otredad, egresados de partidos políticos desaparecidos, europeos en busca de una geografía sin mapas, cristianos ajenos a la jerarquía eclesiástica, románticos generosamente entregados a la tarea, muchas veces sacrificial, de mejorar el mundo. Lo único incontrovertible era la seguridad y la algarabía de los niños.
El periodista y cineasta Diego Enrique Osorno viajó a Dolores Hidalgo para presentar La montaña, documental sobre la travesía náutica de los zapatistas. Con mirada entrenada para registrar el diálogo entre la realidad y sus testigos, me comentó algo en lo que yo no había reparado: durante la jornada, Moisés permaneció en el estrado principal, un templete de madera sin más adorno que las fotos de los muertos zapatistas. Desde ahí vio todas las obras de teatro. Un sugerente rasgo de su discurso fue la importancia que concedió a la forma en que los jóvenes representan la realidad. Hizo un encomio del significado del teatro, pero pidió llevar ese mensaje al mundo de los hechos. Y agregó algo que no parecía destinado a las comunidades, sino a los visitantes: “Hay que organizarse”. Durante treinta años, los devotos de la causa han ido a Chiapas en busca de nueva luz. El desafío pendiente es el de ser zapatista fuera de territorio zapatista.
Quienes llegamos de lejos habíamos recibido una inyección de adrenalina. En esa medida, la vivencia se justificaba plenamente. La duda era qué hacer después, cómo lograr que no se escapara la experiencia, cómo continuarla en condiciones y escenarios muy distintos. Más allá del siguiente llamado zapatista, ¿podíamos organizarnos por nuestra cuenta?
Algunos ya lo logran. Un colectivo griego llegó con el calendario que cada año vende en apoyo al EZLN. Los textos recuperan testimonios de narradores orales —nueva versión de los rapsodas— para acompañar la cuenta de los días. La recaudación que logran en beneficio de las comunidades es impresionante, pero lo más significativo es que recuerdan que medir el tiempo es un hecho político.
El futuro comienza en lunes
Desde la madrugada del 1 de enero de 1994, los zapatistas han visto pasar a seis presidentes de la República. Su lucha perdura entre las evanescentes pugnas partidistas. “Vamos despacio porque el camino es largo”, afirman para indicar que su temporalidad se calcula de otro modo.
Después de treinta años de amaneceres nos reuníamos en una región regida por ciclos cósmicos desde la antigüedad maya. Los ordenados tránsitos del sol apoyaban la causa: con toda propiedad, el futuro comenzaba en lunes.
El sobrio discurso del subcomandante Moisés fue recibido con aplausos que de inmediato fueron relevados por un estallido. El aire se llenó de los cohetes y los fuegos artificiales que no pueden faltar en toda fiesta mexicana.
Me reuní con Andrés al centro del campo. Hace treinta años, él escuchó otra clase de detonaciones y desde entonces contrajo la “digna rabia” zapatista. Ahora la pólvora era la munición del festejo. Los de lejos y los de cerca, reunidos por una fecha irrepetible, se dispusieron a bailar hasta que sol recuperara sus dominios.
Poco a poco, el humo se disipó y pudimos ver la luna llena. La gente no siempre cumple su cometido, pero la coreografía astral era perfecta. Domingo de plenilunio. Todo estaba en equilibrio, pero algo podía cambiar en las alturas. Una nube cubrió la luna, recordando que esa noche todo era tan frágil y resistente como los sueños.
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