La selva habla: un oído en la Amazonia
Paloma de Dinechin
Fotografía de Nicola Zolin
Un grupo de científicos que escucha las vibraciones del planeta desde hace 30 años está cubriendo de captores de sonido ultrasofisticados los nueve países por los que pasa la selva amazónica. El objetivo es crear un “Big Brother” de la naturaleza al que nada se le escape. Una excursión al mundo de quienes escuchan la selva para protegerla mediante la bioacústica.
Tiene los antebrazos tatuados y la espalda amplia, camina con precaución en la selva amazónica brasileña aunque la conoce como a su bolsillo. Volviendo a la rabetinha —el pequeño barco a motor que usan las comunidades para sus desplazamientos— se detiene. Empieza a imitar el ruido de las crías de los yacaré, los reptiles hambrientos que lo rodean. Dice que quiere saber si esta especie de la familia de los cocodrilos, se encuentra cerca del barco. Al copiar sus sonidos, las criaturas asoman sus ojos rojos brillantes en la oscuridad del bosque tropical y parecen contestarle con un sonido similar. Cambia de senda para evitarlos, cuando una culebra delgada se le cruza. Usando un palo y sin decir una palabra, la aleja con naturalidad.
Izael da Silva, 42 años, trabaja con científicos para el “Proyecto Providence”. Esta iniciativa, lanzada en 2017, pretende grabar —en tiempo real— los sonidos de los nueve países (Brasil, Perú, Colombia, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Surinam, Guyana y Guayana Francesa) por los que pasa la selva amazónica. Para 2025, esperan estudiar el impacto del cambio climático y de las actividades humanas en el bioma amazónico mediante captores de sonido ultrasofisticados.
La tarea de Izael es recuperar un disco duro que, a través de uno de esos captores, ha registrado cómo suena la selva. La pequeña caja verde equipada con un micrófono ultrasensible, se encuentra al borde del lago Mamirauá, un brazo de agua navegable en el estado de Amazonas, al norte de Brasil. Es el centro donde empezó la experimentación del “Proyecto Providence”, abarca 3 millones de hectáreas y alberga a 10 000 personas de distintas comunidades indígenas que componen la reserva Mamirauá. Cientos de aves sobrevuelan el lugar produciendo una sinfonía desordenada como la de una orquesta sin director. Todo quedará registrado en una minúscula carta de memoria.
Izael es indígena, ha crecido en la comunidad de Vila Alencar donde viven unas 30 familias, en uno de los 200 pueblos de la reserva. Tuvo varias vidas: de adolescente huyó de su tierra nativa al puerto cercano de Tefé que se encuentra a 60 kilómetros de la reserva. No tenía estudios y, para sobrevivir, se integró a una pandilla que se dedicaba a la venta de drogas. Vigilaba los puestos de venta. Dice que se encontró varias veces en la cárcel hasta que su madre lo sacó de la pandilla y no dice mucho más. Volvió a una vida tradicional y se convirtió en guía turístico. Reconectó con la naturaleza que lo había visto crecer, volvió a pescar y a perderse en la selva siguiendo el ruido de los animales. Hace diez años, en uno de los viajes que hizo como guía conoció a un científico francés al que tuvo que guiar por la Amazonia.
Michel André, de 60 años, es especialista en bioacústica, la ciencia que estudia la transmisión, recepción y sonidos emitidos por las especies animales. Es director del Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas de la Universidad Politécnica de Cataluña (LAB) y escucha las vibraciones del planeta desde hace 30 años. Al ex-pandillero y al científico los unió el amor por la selva y sus secretos. Decidieron colaborar. “Izael sabe lo que hace y nosotros que venimos de fuera solo podemos ser humildes frente a este conocimiento”, dice sobriamente el científico. Juntos, para instalar captores de sonido, recorrieron kilómetros bajo las lluvias tropicales características de la región, atravesando a veces el caudal de los ríos caminando para acceder a zonas más remotas, y evitando lo que Izael llama “los piratas de la Amazonia”, personas que asaltan los barcos para robar gasolina, y todo lo que encuentren en ellos, pero que además, frecuentemente, atentan contra la vida de los pasajeros.
Michel André e Izael se asociaron en esta inmensa tarea con Emiliano Ramalho, un científico brasileño que es director del Instituto Mamirauá y especialista en bioacústica. El también se dedicaba a escuchar la selva amazónica por su cuenta. Al conocer a Michel André, imaginó el proyecto Providence que consiste en escuchar la selva amazónica para desarrollar el conocimiento científico acerca del bosque tropical más grande del mundo y el lugar de mayor diversidad biológica de la tierra. Una de cada diez especies conocidas en el mundo vive en la selva amazónica. Frente al trabajo que conllevaba estudiarlas, el científico brasileño Ramalho decidió unir fuerzas. Así nació, en 2017, una colaboración entre el LAB (Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas de la Universidad Politécnica de Cataluña) y el Instituto Mamirauá con la ayuda de Izael en la selva amazónica. Pronto otros se añadieron al proyecto.
«Esta colaboración internacional es una oportunidad increíble de poner en común todas nuestras competencias para proteger la Amazonía», dice Emiliano Ramalho desde su oficina de Manaus.
Los sonidos de la vida
La disciplina es joven y se originó por casualidad. El estadounidense Bernie Krause suele ser considerado el fundador de la bioacústica, aunque él no tenía idea de lo que estaba inventado. En los años 60 era una estrella entre los ingenieros de sonido: trabajaba con músicos reconocidos como los Doors, Peter Gabriel y Brian Eno. Mientras grababa un disco en un bosque californiano, le impresionó el ruido de fondo que oía. A partir de ese momento, desde las heladas llanuras de Alaska hasta las profundidades del océano, ha archivado frenéticamente los sonidos de 15 000 especies animales, lo que supone más de 5 000 horas de grabaciones que ayudan a comprender el comportamiento animal. Así nacieron la bioacústica y los bioacústicos, para quienes el sonido es la herramienta ideal para tomar el pulso del planeta e informar sobre su estado de salud.
Gracias a la bioacústica, en los últimos años se ha descubierto que en el área de Barcelona una especie de murciélago está sustituyendo poco a poco a las demás; que en Canadá algunas especies de pájaros pierden peso debido a la contaminación acústica de las grandes ciudades y se ven obligados a cantar cada vez más alto para atraer a las hembras. En Noruega se está estudiando el ritmo al que se derriten los glaciares.
“Es el estudio de los sonidos de la vida», resume Michel André, el científico francés del proyecto Providence. Él y su equipo han realizado notables descubrimientos estudiando los sonidos de los organismos vivos. Son los primeros en haber aportado pruebas del trauma acústico causado por la actividad humana en los delfines en 2011. «Pierden la capacidad de orientarse, lo que les impide buscar comida», explica. Para llegar a esta conclusión, expusieron a 87 delfines a sonidos de baja intensidad. Todos los individuos expuestos al sonido mostraron signos de trauma acústico, mientras que los no expuestos no mostraron daños. Las fibras nerviosas de los delfines expuestos se hincharon y acabaron apareciendo en ellas grandes agujeros, signos de una lesión en el sistema auditivo.
Pudieron determinar que incluso algunas plantas acuáticas o terrestres perciben el sonido y que la exposición al ruido producido por el hombre puede provocar en ellas un traumatismo incompatible con su supervivencia, demostrando así que la contaminación acústica inflige daños ultraestructurales en diversos tejidos de los vegetales marinos.
La ambición del proyecto Providence es llevar a cabo el mayor trabajo bioacústico jamás realizado en la Amazonia. «Gracias a estos oídos inteligentes, somos y seremos cada vez más capaces de comprender las formas de vida que habitan la selva, así como de encontrar soluciones para restaurar el equilibrio que se perdió», dice André.
El proyecto incluye grabar sonidos, con captores instalados en la copa de los árboles y de forma subacuática, que permitan comparar el estado de conservación del ecosistema en diferentes lugares de la selva. «Por ejemplo en Mamirauá, hay zonas de bosque tropical prácticamente aísladas de la influencia humana que estamos captando y nos sirven de patrón para compararlo con Manaus, lugar en el que el comportamiento animal se modifica con el ruido del tránsito. Eso nos permite ver cómo un mismo ecosistema se adapta a la influencia humana», detalla el científico francés.
Manaus es la puerta de entrada a la selva amazónica brasileña y una ciudad que conjuga grandes edificios con el sonido de un tránsito caótico y grandes áreas de ecosistema amazónico protegido en el que se escuchan cientos de especies de animales. Una fase del proyecto se está desarrollando en la Reserva Forestal Adolfo Ducke, una zona protegida de 10 000 hectáreas de selva tropical situada en el extremo norte de la ciudad.
Dos alpinistas profesionales están a cargo de instalar los captores, bajo la atenta mirada de Michel André y Emiliano Ramalho, los coordinadores del proyecto. «Creo que voy a saltar desde aquí. Este árbol es perfecto», dice sonriente Adilio Santos, aferrado a una cuerda y dispuesto a trepar un árbol de 25 metros. Adilio, alpinista brasileño de 45 años, y su inseparable colega Edielton Sousa da Silveira, de 42 años, escaladores profesionales y guías turísticos del Corcovado, en Río de Janeiro, cumplían el 12 de diciembre de 2023 una misión especial colocando sensores de sonido alimentados por paneles fotovoltáicos en las copas de los árboles. Mientras llevaron a cabo la tarea, a lo largo de más de cuatro horas, estuvieron bajo un aguacero torrencial. A veces cesaba, y entonces llegaban nubes de mosquitos. El viento hacía oscilar ligeramente la copa del árbol del que colgaban. Desde el suelo, su agilidad se confundía con la de los samiri, pequeños monos que saltan de árbol en árbol.
Los captores de sonido instalados por los dos alpinistas tienen integrado un sistema de inteligencia artificial. El objetivo es que la IA pueda distinguir las diferentes especies del bosque para poder hacer un seguimiento individual de cada una de ellas.
La inteligencia artificial aprende
Riuler Acosta, de 29 años, Lidiane Gomes, de 36, y Camila Vieira, de 32 trabajan en el proyecto Provicence desde la oficina del instituto Mamirauá, en el centro de Manaus. A finales de diciembre observaron un espectrograma, un gráfico que es la representación visual de un sonido. En este caso, el fragmento de un sonido grabado en la Amazonía, un “paisaje sonoro”.
Mientras nuestros oídos solo pueden captar sonidos de entre 0 y 20 decibelios, aquí se pueden registrar ultrasonidos (más de 20 decibelios) e infrasonidos (menos de 20 decibelios). Lidiane Gomes ralentizó la grabación y, como por arte de magia, el grito de un murciélago, inaudible para el oído humano, resonó en el despacho. «Hacemos visible lo invisible», se entusiasmó Gomes.
Tienen que ingresar el mayor número posible de sonidos de animales en una base de datos. El canto de los pájaros, el susurro de las hojas, la caída de las gotas de lluvia sobre la copa de los árboles, el rugido del jaguar, el canto ensordecedor de la cigarra. La idea es que la IA identifique especies en medio del confuso barullo de la selva.
Riuler Acosta, el más joven de los bioacústicos, es un apasionado de los insectos, y tiene una gran colección de stickers de WhatsApp que van desde una langosta con un corazón a una cigarra llorando. En el bosque universitario de la UFAM (Universidad Federal de Amazonia) —una zona protegida que abarca 6.7 millones de metros cuadrados de selva amazónica en el centro de la ciudad de Manaos— capturó el canto de diferentes especies de cigarras. Ahora las indexa en el software para que la IA puede individualizarlas tan bien como Riuler.
Los insectos desempeñan un papel crucial a la hora de indicar el estado de conservación de un ecosistema. «Son el grupo de organismos más diverso y numeroso. Son responsables de la mayoría de los ciclos de nutrientes del suelo, el transporte de semillas y la polinización», explica Riuler Acosta. «Su ausencia puede indicar una mala calidad ambiental, ya sea por la influencia de agentes químicos, el pisoteo del ganado, los incendios o la influencia de la luz urbana en sus actividades nocturnas».
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Para captar los sonidos de animales más grandes y grabar una variedad de especies importantes, el equipo de bioacústicos visita también el zoológico de Manaos (CIGS). En este zoo militar se protege a varios animales amazónicos endémicos, a menudo tras rescatarlos del tráfico de animales salvajes. En diciembre, el equipo instaló sensores de sonido en los recintos de un jaguar, un águila y una pantera con el objetivo de entrenar a la inteligencia artificial y lograr después identificarlos en su entorno natural.
A partir del seguimiento individual de especies posibilitado por la IA, el objetivo de los científicos es desarrollar el conocimiento sobre la biodiversidad de la Amazonia. “Es un proceso a largo plazo, aún hay en Amazonia especies que no han sido ni identificadas”, dice André. Los resultados obtenidos por los científicos durante años de investigación podrían servir para impulsar políticas públicas destinadas a proteger la biodiversidad de la Amazonia.
“Por ejemplo, hay una lagartija invasora de África que llega en barco a Manaus, ella vocaliza. Con el Proyecto Providence, podemos darle seguimiento al impacto que tiene en el ecosistema. Escucharla y ver si se reduce el sonido de las otras especies de lagartijas o de otras especies en su entorno. Asimismo, gracias a los datos que recojamos, las autoridades podrán decidir si hay que regular la población de estas lagartijas africanas en zonas específicas de la Amazonia”, explica Lidiane Gomes, una de las tres jóvenes bioacústicas que trabajan para el proyecto.
André añade: “Nuestro trabajo es recoger datos y luego las pondremos a disposición de los otros científicos y de las autoridades que, gracias a estas nuevas informaciones, podrán desarrollar políticas públicas de protección de especies específicas de la Amazonia”.
Proteger a las comunidades amenazadas
En el corazón verde de Mamirauá, donde nació el proyecto bioacústico, las comunidades locales tienen expectativas acerca de que la tecnología bioacústica pueda utilizarse con el objetivo de detectar intrusiones ilegales en la reserva. “La idea es, además del Proyecto Providence, entrenar a la inteligencia artificial para detectar amenazas, como el ruido de sierras o lanchas motoras, en una zona de la selva amazónica que el Estado quiera proteger», explica el científico Michel André.
Mamirauá obtuvo el estatus de reserva de desarrollo sostenible en 1996 por parte del estado y es la primera de este estilo. Desde entonces, a los habitantes, que viven de la pesca y la agricultura, se les ha reconocido como propietarios de sus viviendas a condición de que protejan el territorio. Los residentes pueden pescar cantidades específicas de peces en zonas autorizadas, con fechas de apertura y cierre estacionales. Los ingresos de la pesca se distribuyen equitativamente entre la población local. Quienes no habitan en la reserva, no tienen permitido pescar allí.
Para evitar intrusiones, desde que Mamirauá se convirtió en reserva, las comunidades se han organizado para vigilar el territorio por turnos. Así, durante quince días, un par de voluntarios vive en una casa de madera que flota en el lago Mamirauá para vigilar noche y de día. Al caer la noche, toman una linterna que alumbra a unos 10 metros y salen en una rabetinha. Uno está a cargo de evitar los yacarés haciendo un movimiento continuo con la luz de izquierda a derecha. Estos animales, que en su estado adulto alcanzan 2,5 metros de largo y llegan a pesar más de 50 kilos, podrían volcar la barca. A veces, quienes vigilan se encuentran rodeados por unas treinta de estas criaturas, y son picados por moscas minúsculas llamadas garça-branca, imperceptibles a esa hora de la noche. Pero Tomé, de 54 años, y los tres jóvenes voluntarios que lo acompañan en la ronda de la noche están concentrados en vigilar su territorio. «Cuando oyen llegar nuestro barco, se esconden en el bosque», dice Tomé mientras dirige la patrulla nocturna, refiriéndose a quienes se internan clandestinamente en la reserva para pescar. Las intrusiones ilegales en el territorio se han multiplicado durante el mandato del expresidente Jair Bolsonaro (2019-2023), por falta de controles por parte del estado. Han podido prosperar debido al desfinancimiento de los entes protectores de las comunidades indígenas. «Llegan con flotas de 20 barcos, en grupos de hasta 50 personas que pueden capturar hasta 100 kilos de pescado por embarcación. En 2021, la policía detuvo a unos intrusos que nos robaron 780 kilos de pescado», relata Paulo Cavalcante, de 40 años, coordinador de las nueve comunidades del sector Mamirauá, mientras busca en su móvil imágenes de algunas de las intrusiones detectadas en la zona. «La gente viene de noche, así que no es fácil encontrarlos. Por desgracia, a pesar del estatus de reserva, ocurre con bastante frecuencia», explica el coordinador.
«Los saqueos estaban a la orden del día antes de que Mamirauá se convirtiera en reserva», añade Tomé. El arapaima gigante, aquí llamado ‘pirarucu’, estaba prácticamente desapareciendo. El pez —conocido como «la vaca del Amazonas» por su carne tierna y su gran tamaño— puede llegar a medir tres metros, pesar hasta 200 kilos y es la fuente de alimentación e ingreso de las comunidades. Para evitar su desaparición, los habitantes pusieron en marcha este sistema de turnos de vigilancia y reglas estrictas de pesca.
El proyecto Providence ha desarrollado sensores submarinos para vigilar lo que amenaza a esta especie e intervenir en caso de que sea necesario. Según Paulo Cavalcante, la iniciativa del equipo bioacústico es una fuente de esperanza. «Estamos atentos a los experimentos y proyectos de Michel que puedan ayudarnos a salvaguardar mejor este territorio», comenta Paulo, que ayudó a instalar el primer equipo acústico en la reserva.
Entre los nueve países que albergan el bioma amazónico, el 18% de los bosques se ha perdido por completo y un 17% adicional está degradado, según el informe del Panel Científico para la Amazonia (SPA), una iniciativa de las Naciones Unidas que realizó la primera evaluación científica exhaustiva de la Amazonía en 2021 con el apoyo de 200 científicos. Más de 10 000 especies de plantas y animales corren un alto riesgo de extinción debido a la destrucción de su hábitat.
Los científicos coinciden en una alarmante conclusión: se está llegando a un punto de no retorno. El bosque podría convertirse en sabana debido a la degradación forestal, que potencia los efectos del cambio climático. Esto podría ocurrir cuando se tale entre el 20% y el 25% del bosque, según el informe del SPA.
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Durante el mandato de Jair Bolsonaro, la deforestación en la Amazonia alcanzó cifras récords: tan solo en 2022, la Amazonía brasileña perdió 10 267 kilómetros de cobertura vegetal, una extensión equivalente a la de un país como Líbano, según el Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales (INPE), organismo estatal que utiliza el Sistema de Detección de Deforestación en Tiempo Real (DETER). En una ruptura radical con las políticas de su predecesor, el gobierno del actual presidente Lula Da Silva logró bajar la deforestación en casi un 50% tan solo en su primer año de mandato, según el mismo organismo.
2.2 millones de pueblos indígenas de más de 500 grupos diferentes viven en la Amazonia y dependen de ella para sustentarse. El presidente Lula da Silva sigue con interés el desarrollo de las tecnologías bioacústicas con la promesa de proteger las comunidades que habitan la selva y de la misma manera el bioma amazónico en Brasil. Los científicos del Proyecto Providence han sido contactados para desarrollar un proyecto gubernamental cuyo objetivo es usar esta tecnología para proteger comunidades amenazadas por la tala ilegal de árboles, la extracción ilegal de oro, etcétera.
“Esto significa que las autoridades podrían reaccionar en tiempo real para detener a los delincuentes medioambientales”, dice Michel André. “En una aldea indígena habría un centro de control y miles de captores acústicos para vigilar vastas zonas de la Amazonia». Hasta la fecha, el proyecto aún no está en marcha.
La selva bajo vigilancia
Lara, de 5 años, está repasando el dibujo que hizó su hermana. Es un retrato de «Curupira».
«Mis padres me contaron que se come a los niños que no se portan bien», dice Lara quien, como todos los niños de la reserva, teme al Curupira, un ser que generación tras generación vive en el imaginario de las comunidades. Si bien Curupira es usado para asustar a los niños, la leyenda va más allá. Este ser sobrenatural sería el guardián del bosque. La criatura mitológica tiene los pies al revés para que sus huellas parezcan alejarse cuando en realidad se acercan. Envía falsas señales con las que logra engañar. Tolera a los que cazan para comer, pero arremete contra los que lo hacen sin necesidad, desarmando sus trampas y confundiéndolos para que se pierdan en el bosque. Al igual que Curupira, la tecnología bioacústica podría pensarse —y usarse— como un oído protector que todo lo sabe acerca de la selva amazónica.
Zuzana Burivalova, científica bioacústica que trabaja sobre la eficacia de las técnicas de conservación de los bosques tropicales, marca algunos límites de este método de detección de amenazas en tiempo real: «Esto puede permitir a las comunidades saber a qué hora del día y en qué zona la gente está talando árboles, pero para detener a esta gente hay que tener el dato extremadamente específico de la zona en la que están, ya que la selva es grande y la conexión por satélite compleja de establecer». Añade que también plantea un problema ético: «¿Queremos que toda la selva esté vigilada?».
Lejos de la selva amazónica, la experiencia bioacústica más emblemática que se ha llevado a cabo es también la más criticada. En la ciudad de Nueva York se han instalado más de 25 000 micrófonos para detectar el sonido de los disparos. La tecnología bioacústica compuesta por captores llamados «ShotSpotter Gunfire Sensors» está pensada para ayudar a las autoridades a vigilar la ciudad pero son polémicos, ya que algunos los consideran una forma de vigilancia.
En Mamirauá, Michel André, Emiliano Ramalho y su equipo, además de tratar de entender los cambios en los comportamientos de los animales y prestar atención a los gritos de la naturaleza, están convencidos de que la tecnología bioacústica puede ayudar a las comunidades indígenas a defender sus territorios. «Una vez que Michel termine su proyecto en la reserva, con un sistema capaz de detectar intrusiones, nuestra supervivencia estará garantizada durante varias generaciones», afirma Izael. Mientras navega a bordo de la rabetinha dice: «Silencio, escuchen lo que la selva les quiere decir”.
Este reportaje se realizó con el apoyo de Rainforest Journalism Fund en colaboración con el Pulitzer Center.
PALOMA DE DINECHIN. Periodista de investigación francesa independiente. Estudió Ciencias Políticas con especialización en América Latina antes de completar su máster en la Escuela de Periodismo Sciences Po. Se unió a Forbidden Stories durante tres años, un consorcio de periodistas que persigue el trabajo de reporteros amenazados, en 2019. Sus artículos han sido publicados en Le Monde, Liberation, The Washington Post, The Guardian, Expresso, Die Zeit, entre otros. Fue galardonada en la categoría de reportaje de investigación sobresaliente por los Premios Fetisov de Periodismo en 2021 y finalista del Premio Gabo en 2022.
NICOLA ZOLIN. Fotoperiodista y escritor, licenciado en Comunicación de Masas (Padua-La Haya) y máster en Relaciones Internacionales (Venecia-Pekín). En su trabajo ha explorado el mundo de la juventud en Oriente Medio y Europa, las migraciones, los conflictos medioambientales en América Latina y las transformaciones sociales y culturales en Asia. Ha colaborado con De Volkskrant, New York Times, Der Spiegel, Le Monde, Al Jazeera, El País, entre otros.
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