Lo queer, en mi formulación,
es algo que todavía no está aquí y
algo que no está consciente. Lo queer,
si va a tener cualquier resonancia política,
necesita ser algo más que un marco de identidad.
José Esteban Muñoz, Cruising Utopia
Tenía dieciséis años, estudiaba la preparatoria en ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, a donde acudía diariamente desde mi pueblo, a cuarenta kilómetros al norte. Entonces, aunque sabía que mi deseo era no normativo —entiéndase: la cisheteronorma, pero ni siquiera lo hubiera puesto en esas palabras; consciencia, la de mi diferencia, que había tenido por lo menos desde los cuatro o cinco años, cuando comencé a recibir violencia por mis maneras y los apelativos de joto, puto, maricón, niñita, mariquita, etc.—, no había llegado a enunciarme como parte de la disidencia sexo-genérica, incluso gay era un término en el que no podía reconocerme, en el que me daba miedo reconocerme, igualmente con homosexual, a pesar de sus resonancias médicas, y menos aún con los vocablos con los que me habían señalado desde niño. Mi deseo era algo que tenía que ocultar y nunca reconocer. Y aun así se me iban los ojos ante un hombre atractivo o con buen cuerpo. Aun así no dejaba de ver con horror y fascinación a los hombres que se salían de la norma de lo que debería ser un hombre —según se me había inculcado en el ejido del norte de México donde crecí, normas según las cuales ni siquiera usar shorts en temporada de calor estaba permitido—; fascinación porque eran una ventana a otras formas de ser hombre y horror porque uno de ellos podría ser yo: el desviado. Como buen adolescente que era bullía en deseos y ansiaba un encuentro. Fue en uno de los viajes de regreso a casa, en el camión de pasajeros que tomaba después de la escuela, donde ocurrió.
Casi siempre tomaba un camión que salía de Cuauhtémoc a las cuatro de la tarde, era el final del otoño. El camión estaba casi lleno, por lo que me dirigí hasta los asientos del fondo, que eran los únicos libres —ignoraba que, a partir de entonces, habría de preferir esos asientos—. Era un autobús viejo cuya ruta pasaba por mi pueblo y terminaba en otro pueblo más al norte del mío. La fila de asientos al final era continua y me senté del lado de la ventana derecha, nadie más se había sentado hasta atrás; podía ver a todos los pasajeros dado que había un escalón en el que estaba colocada la fila de asientos, estaba sobre el motor. Cuando estaba por arrancar el camión, un hombre casi en sus treinta, con ropa raída, amanerado, subió y se sentó en la misma fila que yo, en el asiento de en medio, me volteó a ver y me sonrió. Yo me hice el desentendido y no le devolví la sonrisa, tomé mi mochila y la puse en mi regazo, previniendo que me quisiese robar. Él, en cuanto el camión arrancó, se sentó enseguida de mí. Me pareció extraño, nadie más había subido y en la hilera había más asientos. Me puse nervioso. Empezó a abrir y cerrar las piernas, a rozar su rodilla con mi rodilla. Como vio que no me quitaba y, fuera de mi nerviosismo, no hice ningún gesto de repulsión, llevó su mano sobre mi pierna. Tenía miedo, pero también estaba excitado, cosa que con su mano pronto él comprobó. Temía que cualquiera de los demás pasajeros volteara hacia atrás y viera cómo él me masturbaba, pero ninguno lo hizo, además mi mochila en el regazo lo ocultaba. Lo dejé hacer. Empujó mi mochila para que se sostuviera con el respaldo de enfrente y sobre mis rodillas y comenzó a hacerme sexo oral. Nunca antes nadie me lo había hecho, menos en un sitio donde una cuarentena de personas nos podría descubrir. Lo retiré antes de que llegáramos a mi pueblo. A pesar de mi deseo y las fantasías que había construido muchas veces, no podía creer lo que acababa de pasar.
Una de mis primeras experiencias sexuales fue en un camión de pasajeros, ignoraba que se trataba de una experiencia de cruising, término que no vendría a conocer sino años después, aunque mucha de mi vida sexual activa, desde que comenzó, lo fuera. Así aprendí que había más personas como yo, que cumplían sus deseos y que yo también podía cumplirlos, así también aprendí que para esos encuentros había códigos. Por ejemplo, en los autobuses, como en el Metro de la Ciudad de México después de las diez de la noche, el lugar donde puede ocurrir la acción es hasta atrás. Ahí ocurrieron algunos de mis primeros encuentros, ahí aprendí que sus códigos han permitido la supervivencia tanto de esos espacios como de las personas implicadas.
El cruising ocurre en un instante, captura una oportunidad fugaz que nunca podría haber sido planeada. Las señales y la costumbre, principios básicos del cruising, están diseñadas para comunicarse espontáneamente y a simple vista.
Alex Espinoza, Cruising: Historia íntima de un pasatiempo radical
Esos encuentros con desconocidos, prácticas que caen en la categoría de cruising, me revelaron otro mundo, uno que existe en los mismos espacios que el mundo de la normatividad que había conocido hasta entonces, uno en el que mi deseo era válido y buscado. Todavía me faltaban algunos años para asumir por completo mi orientación sexual, para decirles a las personas cercanas que mi deseo no era ningún motivo de vergüenza y que no había nada de malo en que yo fuera así. Pero sé que gané confianza en esos encuentros con desconocidos, en esas prácticas sexuales que sabía que la sociedad en la que vivía censuraba —que en el México de veinte años después, a pesar de las legislaciones en favor de la población de la diversidad sexo-genérica, se siguen censurando dado que continúan matando a las personas por su identidad de género y su orientación sexual.
Esos primeros encuentros me enseñaron que el mundo en el que me movía tenía dobleces, que el rostro que mostrabas a la familia, en el trabajo, en la calle no era el mismo, que uno de esos rostros era el que aparecía en callejones oscuros, en baños públicos, donde no importaba quién eras sino el deseo que sentían por ti los otros y el que los otros despertaban en ti.
Durante la mayor parte de mis años de preparatoria aprendí a mentir o eludir el tema de mi sexualidad. Hice amigos y escuchaba sus hazañas, y veía a mis amigas formar parejas o tener ellas también sus aventuras, pero a ese respecto me quedaba o mentir o guardar silencio.
Si yo tuviera tiempo, escribiría
mis memorias en libros minuciosos;
retratos de políticos famosos,
gente encumbrada, sabia y de valía.
¡Un Proust que vive en México! Y haría
por sus hojas pasar los deliciosos
y prohibidos idilios silenciosos
de un chofer, de un ladrón, de un policía.
Pero no puede ser, porque juiciosa
mente pasa la doble vida mía
en su sitio poniendo cada cosa.
Que los sabios disponen de mi día,
y me aguarda en la noche clamorosa
la renovada sed de un policía.
Salvador Novo
En mi tercer año de preparatoria me mudé a Cuauhtémoc, ya vivía solo y prácticamente en el centro de la ciudad. Dejé de viajar diario en el camión de pasajeros y de buscar ahí algún encuentro, también dejé de frecuentar los baños públicos, constelados de anuncios de vergas y posibles encuentros a una hora determinada —Grindr sólo llevó a una app aquellos anuncios y deseos por un encuentro sexual express—. Podía explorar la noche y sus posibilidades. Cerca de las vías del ferrocarril, que dividen la ciudad, conocí —en el sentido bíblico, se sobreentiende— a los trabajadores tarahumaras que acuden a la región para laborar en la producción de la manzana —dispénseseme aquí este símbolo, no es mi culpa que la región en la que crecí sea una importante productora del adánico fruto—; pero, sobre todo, aprendí las sutilezas del encuentro en la calle, de pedir ride, de caminar en contraflujo de los carros y adivinar la mirada de los pilotos —era 2002 y todavía no se desataba la violencia que más tarde nos quitó las calles.
El carro detenía su velocidad al pasar junto a ti y en la esquina siguiente doblaba para darle la vuelta a la cuadra y volver a encontrarse contigo. Paraba junto a ti y bajaba el vidrio del copiloto.
—Qué onda, ¿a dónde vas?
—A la casa —era el momento en el que lo juzgabas, veías si era atractivo o no; entonces, porque la ciudad era pequeña y no te creías atractivo, aceptabas encontrarte con cualquiera que sintiera deseo por ti.
—¿Quieres un ride? Yo te llevo.
La puerta se abre, dejas la calle nocturna para entrar al carro del desconocido. Estás excitado, por supuesto que estás excitado, esto es lo que buscas, pero también tienes mucho miedo, no vaya a ser éste un asesino.
—¿Cómo te llamas? —te pregunta, en parte para romper el hielo.
Dices tu nombre, u otro para que no descubra quién eres, quién es el que anda en busca de estos placeres. Él te dice su nombre, o es también el nombre que escoge para estas ocasiones.
—Mucho gusto —te dice y extiende su mano hacia ti, respondes al saludo desde tu asiento del copiloto. Todavía piensas que es un error estar ahí, que podrías morir, pero tu entrepierna dice otra cosa. No suelta tu mano, con el dedo medio acaricia el dorso de tu mano.
—¿Te habían dicho que estás muy guapo?
Ríes nervioso.
El carro avanza hacia alguna de las salidas de la ciudad, para encontrar donde estacionarse sin que nadie moleste.
El autostop, otro subproducto de la cultura automovilística, como los autocines o la comida rápida, permitió a los hombres que practicaban cruising en los coches el poder reconocerse en la carretera a través de un simple y sutilmente provocador gesto: el pulgar hacia arriba.
Alex Espinoza, Cruising: Historia íntima de un pasatiempo radical
Explorar una sexualidad que sale de la cisheteronorma es enfrentarse a las expectativas que tanto la sociedad como la familia imponen sobre uno mismo, es descubrir que esas expectativas funcionaban como una camisa de fuerza para contener eso que descubres en los caminos de terracería que bordean la ciudad, es descubrir que la autopreservación se ve anulada ante el deseo y que prefieres subirte al carro de un desconocido que quién sabe qué podría hacerte porque quizá podrías obtener placer de eso que podría hacerte. Eros es más veloz que Tánatos. El culo, el deseo por él, me movía, al contrario del lugar común mexicano que lo señala como el epítome del miedo.
Ese descubrimiento de mí mismo y mi sexualidad es, luego de dos décadas, muy claro, pero para ese muchacho que salía a las diez u once de la noche en una ciudad pequeña, que a esa hora sólo tenía abiertas algunas cantinas y los puestos de tacos y los de tortas, ese deambular también implicaba miedo, no sólo a lo que me podría pasar al subir a cualquiera de los automóviles en los que me subía, sino a que me descubrieran.
Así, por ejemplo, una vez alguien me llevó por un camino de terracería entre táscates chaparros cerca de la salida a Chihuahua; apenas nos estábamos besando, aunque ya me había quitado la playera, cuando detrás de nosotros se encendieron unas torretas de policía. El chofer, con quien iba, se bajó a hablar con ellos, a mí también me bajaron y me pidieron que subiera a la patrulla y un oficial revisaba mi identificación. Di por sentado que me iban a arrestar y que al día siguiente iba a salir en las noticias radiofónicas, que todo mundo iba a saber que era homosexual —para ese entonces ya reconocía mi identidad, aunque todavía estaba lejos de reconocerla públicamente—. El que me llevaba se arregló con los oficiales, pero tuvimos que regresar a la ciudad, el encuentro se había malogrado.
Los hombres gais que podían pensar que eran anormales en su preferencia sexual tuvieron la certeza, gracias a las ordenanzas oficiales del gobierno, de que existían otros hombres como ellos, que no solo compartían sus deseos prohibidos, sino que también actuaban sobre los mismos. Mientras los encuentros clandestinos en público continuaban, el aumento de arrestos llevaba a muchos hombres a encontrarse en la clandestinidad.
Alex Espinoza, Cruising: Historia íntima de un pasatiempo radical
Al terminar la preparatoria dejé Cuauhtémoc y me fui a Chihuahua. Ahí mi experiencia con respecto a mi orientación sexual se amplió. Descubrí toda una comunidad de personas que eran como yo, la mayoría de ellos no ocultaban que lo eran, lo cual no dejó de ser sorprendente. Fue ahí donde tuve la oportunidad de reconocer ante los demás quién era y que no me sentía mal por serlo, porque no hay nada de malo en que mi deseo no acate la cisheteronorma.
En las ciudades es posible el cruising porque en ellas hay sitios donde muchos desconocidos pueden encontrarse sin ponerse en riesgo. También permiten el desarrollo de comunidades de personas que son diferentes, que se pueden reconocer en la diferencia.
En Chihuahua pude conocer lo que era una relación más allá del plano sexual con otro hombre —a los diecinueve empecé una relación de ocho años y medio, que en años gay son como unas bodas de plata—. Pero también conocí otros espacios de cruising, los parques en los que al caer la tarde era posible encontrarse en el baño con alguien que también desea como tú, que te ve y va al baño mientras se toca la entrepierna como una indicación para que lo sigas.
También conocí los baños de vapor, donde vas a disfrutar de una regadera, de sudar envuelto en la bruma del vapor y, por supuesto, del encuentro con otros cuerpos.
Efectivamente, ahí estaba él: pero vuelto
pulpo: manjar de las sales y los jotos gástricos
del desfile de anémonas, estanque sifilítico
a mitad de la sauna: él estaba ahí: compartido
en altísimo crisol de pájaros en mano y de dedos
buscando anillo: compromiso mientras dura
la dureza en la fugacidad del anónimo que somos
todos cuando las ganas, las pierdes, como una loba
emper y follada; en cacería, es decir: en carnicería
con tal de rodar una piel y embestir un lince
a la inversa: con el vigor de un tirador de esgrima
que ataca el florete del contrario [...]
Óscar David López, “Sauna gorirgori”
Quienes participan del cruising lo hacen por calentura —y eso no lo voy a negar, ni tampoco quitarles todo el placer que puede implicar, máxime cuando tanto he participado de él—, el deseo nos mueve y en él nos encontramos. Pero ese hecho no resta a la dimensión política del cruising, se sea consciente de ella o no; participar del cruising es una puerta para cuestionar la cisheteronorma, es un enfrentamiento a esa norma. Como lo plantea José Esteban Muñoz en Cruising Utopia: The Then and There of Queer Futurity, ese acto es un camino para construir una utopía queer, una utopía que vaya más allá de una identidad y una mera resistencia. El deseo nos lleva a descubrir ese espacio liminal, fuera del tiempo hetero (the straight time, como lo llama Muñoz), a salir de sus mandatos e imaginar —y construir— un tiempo y un mundo en el que nuestras diferencias no sean para que se nos violente.
Ver lo queer como un horizonte es percibirlo como una modalidad del tiempo extático, en el que el dominio temporal de lo que yo describo como tiempo hetero es interrumpido o descartado. El tiempo extático es designado en el momento en el que uno alcanza el éxtasis, anunciado quizá en un grito o gruñido de placer y, más importante, en los momentos de contemplación cuando uno mira hacia una escena del propio pasado, presente o futuro.
José Esteban Muñoz, Cruising Utopia: The Then and There of Queer Futurity