Boris ya ha visitado la muestra y ha perdido a sus colegas entre la multitud de la inauguración. Sale y se sienta en la escalinata. Alguien llegará, seguro, para volver con él a casa. Sale Nicolás, el hijo de Frommer. Conversan un rato. Boris le da la enhorabuena. Le ha encantado la exposición. Siente una atracción especial hacia el grabado. Nicolás regresa adentro, y Boris deja caer de nuevo todo el peso de sus huesos anchos sobre los escalones. Empieza a pensar que quizá lo mejor es que se marche por su cuenta cuando aparece su amigo Emilio, visiblemente alterado. Boris piensa que puede deberse a los efectos del alcohol.
—Boris, weón, tengo unas lucas. ¿Vayamos a tomarnos un vino?
—Ya, po. ¡Vamos! —responde Boris.
Caminan un par de cuadras, entrecruzan unas cuantas frases, llegan a una botillería cercana. Allí compran un cartón de vino de litro y, no mucho más allá, se sientan en un portal a tomarlo. Emilio abre la mochila que lleva a la espalda y saca un objeto pesado envuelto en un jersey:
—Mira lo que tengo —dice con una mezcla de orgullo y emoción—. ¡Un Rodin!
Desenvuelve el paquete y ahí está, sensual y silencioso, el Torso de Adèle, una escultura de bronce de 20 kilos que el escultor francés realizó entre 1882 y 1883. La firma está ahí: A. Rodin. Boris la toma en brazos y pasa los dedos con veneración religiosa sobre la firma del artista, sobre el vientre y las caderas de Adèle, sobre sus pechos voluptuosos.
No la devuelven a la mochila. Andan con ella en brazos como si fuera un bebé hasta el Parque Forestal. No hay nadie a la vista. Se sientan en un banco. Conversan y apuran el trago mientras contemplan a Adèle.
—Oye, Emilio. Te vai a meter en tremendo problema por esta weá… Bótalo, tíralo por ahí. No sé, pero te vai a meter en un problema.
Entre carcajadas se levantan y echan a andar hacia el barrio Italia, cargando a Adèle como un trofeo.
Emilio cruza el umbral de su casa completamente doblado por la borrachera. Vive en la comuna de San Miguel, en el lado occidental de Santiago, donde las clases trabajadoras. Su madre ya sabe que es un alcohólico irredento con apenas veinte años. El padre de Emilio también lo era y desapareció sin dejar rastro cuando él era aún un niño. Les pasó una pensión hasta que un día dejó de llegar el dinero. Cuando la madre fue a averiguar por qué, le dijeron que el hombre había muerto.
Emilio sube a tientas y a trompicones las escaleras hasta su habitación. Coloca a Adèle en medio de la sala como si fuera una modelo viva: la italiana por la que Rodin suspiró y cuyo cuerpo trató de copiar. Entra en trance, pierde la noción del tiempo y deja correr el reloj mientras esboza una y otra vez las curvas de Adèle hasta que no puede más y se derrumba.
Al despertar apesta a alcohol, a tabaco y a sudor. No sabe qué hora es y le duele la cabeza. No ha ido a clase de pintura. Era a las nueve, como todos los viernes. Qué importa. Prende el televisor y se encuentra con que detienen la programación habitual para informar que la noche anterior robaron del Museo Nacional de Bellas Artes una escultura de Rodin valorada en medio millón de dólares. Pasa los canales. La noticia está en todas las cadenas de televisión. La policía ha revisado las cámaras de videovigilancia. Sin embargo, algún funcionario apagó las luces de la sala Matta, donde se muestra la exposición de Rodin, y, dado que no son infrarrojas ni captan el sonido, los cuerpos de seguridad se han encontrado con doce horas de grabación de una silenciosa pantalla en negro. La policía no descarta la posibilidad de una banda internacional de ladrones de arte. El fiscal que instruye el caso, Andrés Baytelman, ha dado orden de cerrar todas las aduanas del país para que no pueda salir la escultura. Está dispuesto a encontrarla.
Emilio mueve ligeramente la cabeza hasta posar sus ojos sobre el Torso de Adèle.
—Mierda.
Se agobia. No le gusta cómo hablan de él en la televisión. Ladrón, ladrón, ladrón. La palabra aparece una y otra vez en los noticieros y en los periódicos. Le da mucho miedo. Sólo tiene veinte años y no quiere dar con sus huesos en la cárcel. Trata de aclarar sus pensamientos. ¿Por qué robó anoche la escultura? No lo sabe. No sabe por qué la robó, pero sabe que él no es un ladrón. Por fin toma una decisión. A las seis de la tarde se presenta en una comisaría y dice que había salido a hacer fotos al Parque Forestal y que de pura casualidad se encontró la escultura en unos matorrales, que pensó que podía ser algo importante y que tenía que devolverla. El fiscal Baytelman no cree que un estudiante de Bellas Artes no fuera capaz de reconocer una escultura de Rodin.
La sala está oscura porque la película ya ha comenzado. Ya he visto la cinta, en realidad. Se llama Robar a Rodin, y es un documental dirigido por Cristóbal Valenzuela.
Valenzuela se obsesionó con la historia del robo del Torso de Adèle y decidió llevarla al cine. Una de las causas de su obsesión es que el robo lo perpetró Emilio Onfray, un compañero suyo de la universidad. En sus años de estudiante eran muy comunes los actos vandálicos como reivindicación política. Eso le parecía ordinario y aburrido. En cambio lo de Emilio era diferente. Parecía una reivindicación estética, lo cual se le antojaba a Valenzuela un ideal mucho más alto.
La idea de convertir eso en un largometraje está en sus blocs de notas desde 2005. En 2011 se puso manos a la obra y, en noviembre de 2017, por fin vio la luz. Consiguió financiarla a través de varias entidades públicas y ganó un premio en el Festival Internacional de Documentales de Santiago (Fidocs). Se ha expuesto en una treintena de salas de cine en Chile, y también se ha presentado en festivales en Estados Unidos y Japón. No es un documental al uso: mezcla el género documental con el cine negro y la comedia, porque a Valenzuela no se le ocurría cómo contar esta historia sin recurrir al humor.
Imagen de la película Robar a Rodin, dirigida por Valenzuela.
Estoy sentado al fondo de la sala y aprovecho las escenas más luminosas para tomar notas. Por la pantalla van desfilando los protagonistas del caso: Emilio, Boris, el fiscal Baytelman, el abogado Masferrer, el director del museo, el guardia de seguridad que notó la ausencia de la escultura, un señor francés que analiza la psicología de un ladrón de arte. De repente, Emilio ocupa toda la pantalla. “Yo no soy un ladrón: soy un artista”, afirma ufano.
Durante el juicio, su abogado defendió una tesis sorprendente: que el robo del Rodin había sido una acción de arte, una performance que pretendía demostrar que en el arte no importa sólo lo que hay, sino también lo que no hay. Que a veces la presencia más patente es la presencia de la ausencia.
Presentaron como prueba de la tesis de la acción de arte un documento de Word, fechado diez días antes del robo, que Emilio guardaba en su ordenador y en el que, con un lenguaje un tanto confuso, se establece un plan para robar durante un periodo de dos semanas una obra de arte y estudiar a continuación las reacciones del público especializado y del público en general. No se pudo certificar la autenticidad del documento y, además, a la jueza le importó poco que la intención de Emilio fuera hacer arte. El hecho era que había robado una escultura de Rodin. Pero como era joven, no tenía antecedentes y había devuelto la obra al día siguiente y en perfecto estado, la magistrada decidió condenarlo a pedir disculpas —al museo, a Chile y a la Fundación Auguste Rodin de París— y a ejercer durante un año como bibliotecario de la cárcel. De este modo entraría en contacto con el mundo de la prisión y pensaría si quería llegar a estar ahí alguna vez. Como consignó Emilio en una entrevista al diario chileno La Tercera, el libro que más le pedían los presos era A sangre fría, de Truman Capote, una historia real sobre dos delincuentes que asesinaron a una familia entera para robar apenas cincuenta dólares.
Termina la película y se levantan, en primera fila, un tipo alto y esmirriado con el pelo oscuro como una fregona y otro bajo, macizo, con barba y el pelo largo, lacio. Son Cristóbal Valenzuela y Emilio Onfray. El público —la mayoría estudiantes de cine— levanta la mano y expresa sus dudas. Felicitan a Valenzuela por su película y a Emilio por su robo. Se escuchan muchas risas. Una chica se interesa por lo que pasó la noche que el Torso de Adèle estuvo en manos de Emilio, porque el documental no lo muestra. La cinta propone varias escenas alternativas para cubrir esa oscuridad de veintiún horas. En una de ellas, Emilio y Boris aparecen tratando de vender la escultura por el paseo Ahumada de Santiago para poder comprar más alcohol. En otra, una de las secuencias más impactantes del documental, los dos amigos están en una fiesta esnifando coca sobre el vientre desnudo de Adèle. La versión oficial dice que cada uno se marchó a su casa a dormir.
Emilio responde que es una licencia artística que se toma Cristóbal en su película, pero que en realidad simplemente se terminaron el vino y se marcharon cada uno a su casa.
Hace calor y los adoquines de la avenida Pedro de Valdivia suenan más fuerte que de costumbre al contacto con los neumáticos porque es la hora de la siesta. Ando apresurado hacia la boca del metro para cruzar la ciudad en dirección a la Universidad Arcis, donde he quedado con Boris Campos. El celular empieza a vibrar y el nombre de Boris aparece en la pantalla.
—¿Aló?
—¡Hola! ¿Estai ya en la universidad?
—De camino.
—¿Podemos vernos en el departamento de Emilio? Estoy aquí, y así aprovechai y hablai con los dos.
Le pido que me envíe la ubicación. Me doy la vuelta porque tendré que tomar el bus justo al otro extremo de la calle.
—Y dice Emilio que traigai unas cervezas.
—Veré lo que puedo hacer.
Cuarenta minutos más tarde estoy delante de un refrigerador en una botillería del barrio Italia, debatiéndome entre Heineken y Escudo. Me decanto por la primera. En el vestíbulo del edificio que Boris me indicó, el portero me dice que no conoce a ningún Emilio Onfray.
—¿Y Emilio Fabres? Quizá pone Emilio Fabres —insisto mientras sujeto de un modo ridículo la bolsa negra de las cervezas.
En 2011, Emilio se cambió de nombre. Renegó del apellido de su padre, un hombre al que no le debe nada, y adoptó el de su madre. Lo hizo en mitad de una performance titulada Mitocondrial, en la que se depiló todo el cuerpo ante un público expectante mientras se vestía con la ropa de su abuela para significar que todo lo que él es lo ha recibido de las mujeres de su familia. El bedel frunce el entrecejo y me pregunta otra vez el número de puerta. Se lo repito y entonces me acuerdo de que Emilio vive con su novia.
—Quizá esté a nombre de una mujer —sugiero.
El hombre parece recordar algo desagradable.
—¡Ah, claro! Suba hasta arriba, nomás, por ese elevador.
El piso es un ático minúsculo. La estancia principal es un salón que sirve también de comedor y cocina en el que hay un televisor, una estantería, una mesa con tres sillas —dos de ellas ocupadas por Emilio y Boris— y una esquina convertida en banco de cocina. También hay un bulldog inglés que se arrastra perezosamente sobre sus patas gruesas. Sobre la mesa se amontonan papeles y un cenicero a rebosar, amén de muchas latas de cerveza. En un extremo de la habitación se apoya una guitarra española pintada malamente con espray dorado. Emilio siente debilidad por el color dorado, y lo utiliza frecuentemente en sus trabajos. Casi tropiezo con el cable del Mac portátil de Emilio, que está extendido a medio metro sobre el suelo en una posición más bien peligrosa, mientras me acerco a curiosear la estantería. Está rellena de libros, ceniceros y figuritas de recuerdo, además de un par de collares de conchas y guijarros negros que le regaló su novia. Me llama la atención una pequeña figura de bronce de unos diez centímetros de altura que representa un esqueleto situado en la misma postura que El Pensador.
—¿Y esto? —pregunto.
—Otra forma de mirar a Rodin —responde Emilio.
Han pasado doce años del robo. Boris ocupa ahora el lugar que dejó Frommer, que murió hace un par de meses, como profesor de grabado de la Arcis. Emilio aún no se ha desprendido de la huella de Rodin. Aunque el francés no es su único referente artístico, porque se reconoce deudor de los accionistas vieneses y de Baudelaire.
Son las tres de la tarde, pero tienen prisa por beber, así que tomamos las primeras cervezas del six pack antes de guardar las demás en el congelador.
—Me leíste la mente —comenta Emilio—. Yo pensaba: “Por favor que traiga Heineken”.
Sin pedir permiso, Emilio coge un cigarro de mi paquete. Fuma mucho. Lucky rojo.
—Pero menos que mi madre. Por cada uno que yo me fumo, ella se fuma cuatro.
Vive a medias entre la casa materna y este departamento que comparte con su pareja. A su suegra no le cae bien.
—Se cree que estoy tonto.
Emilio parpadea constantemente. Es un hombre de abusos, desde que la madre de su primera novia lo llevó por primera vez al casino a jugar a la ruleta. Ahora tiene una hija. El mundo, que siempre ha conjugado en dos dimensiones —“Pa-pá, ma-má. Tengo dos perros, dos jeeps, tengo pareja. Todo en mi vida ha sido siempre dual”— ha pasado a tener tres, y tiene que acostumbrarse. Su próximo proyecto tiene que ver con eso, y se llama “Trial”.
Está en plena mudanza. Unos transportistas llaman a la puerta. Traen un sofá. Emilio lo prueba.
—Es cómodo, un Chesterfield de cuero —y comprueba que el color, negro, es lo que había pedido—. ¿Negro? ¿Lo pedí negro? Sí, lo pedí negro.
Les ofrece una cerveza a los repartidores, que la rechazan porque tienen que manejar. Le pasan el albarán para que lo firme. Lo firma. Estampa su nombre y el apellido de su padre: Emilio Onfray.
—En el juicio dijiste que robaste la escultura como una acción de arte —pregunto—. ¿Por qué no dijiste lo mismo al principio, cuando la devolviste en la comisaría?
—Yo también me pregunto eso. Es que yo lo coloco en un rango etario, de sensaciones y emociones que sobrepasan. Y hay un miedo respecto a la justicia también. Y existe un temor de que yo, Luis Emilio, que no quiero caer preso… ¡Privado de libertad para mí!
La idea se le queda colgada en algún sitio entre la memoria y la garganta. Sus frases se vuelven cada vez más incongruentes. O no sabe con certeza lo que dice, o bien soy incapaz de seguirle el hilo.
Cristóbal Valenzuela fue compañero de la universidad de Onfray y se obsesionó con el caso.
—El documento que presentaste como prueba de que aquello era una acción de arte, ¿es de verdad anterior al robo?
—Estaba hecho diez días antes —dice, corroborando la versión oficial.
El fiscal Baytelman no lo cree; cree que el documento se falsificó a posteriori. Entre otras cosas porque en ese documento se menciona a Rodin, y es imposible que Emilio supiera antes del 15 de junio de 2005 que iba a tener la oportunidad de robar precisamente una obra de este autor.
—¿Y lo hiciste pensando en Rodin?
—No específicamente. Era como un ejercicio. Yo simplemente hacía las cosas… Bien, intentemos, veamos lo que sale. Pero nunca fue con esa obra específica, nunca fue exactamente eso. Que las cámaras justo estuvieran apagadas, que no hubiera nadie allí… Todo eso se dio de forma coyuntural, nomás.
—O sea que tenías el proyecto, pero no tenías un plan.
—¡Hartos proyectos! Hartas ideas, más que proyectos. Unos se han desarrollado como estaban previstos, otros de forma diferente…
—En ese momento te viste con la oportunidad y la aprovechaste.
Emilio calla, asiente y da una calada al enésimo cigarro. Me vuelvo hacia Boris, que observa en silencio.
—¿Tú sabías esa noche que Emilio estaba haciendo una performance?
Guarda silencio unos segundos y cruza una mirada con su amigo.
—No, para nada. No tenía ni idea. No me había comentado nada de un plan. No, no tenía ni idea.
Recuerdo la máxima latina: excusatio non petita… Y sin embargo. Sé que algo no está bien, pero no sé decir qué es. ¿Me están engañando?
—En el documental se juega con la posibilidad de una fiesta en la que esnifasteis coca sobre el Torso de Adèle. ¿Es verdad?
—En el documental igual hay unas partes como que discrepo —se apresura a terciar Boris—. La parte en la que hablan de los mitos urbanos y toda la cuestión. Eso te puedo decir que es mentira, que nosotros solamente nos tomamos un vino y no pasó de eso.
—No había plata —añade Emilio riendo.
No lo sé todavía, pero mientras mantenemos esta conversación, Cristóbal Valenzuela está viajando a Copiapó, donde se le acercará una persona para contarle una versión de los hechos que choca frontalmente con lo que me acaban de decir.
—Cuando apareció Cristóbal era obsesión pura —me cuenta Emilio, que había huido de la posibilidad de airear su caso, pero no pudo decir que no a la propuesta de Valenzuela—. Cristóbal es incisivo. Yo también soy así. Cuando aparece algo que te inquieta tenei que hacerlo. Pero claro, una cosa es la película y otra cosa es la realidad.
Antes de marcharme, Emilio me regala un libro, el Trópico de Cáncer de Miller. Es un libro más o menos autobiográfico en el que Henry Miller, que además de escritor fue pintor, cuenta las penurias de su malvivir en el París de los años treinta. El volumen es una edición de bolsillo de septiembre del noventa y seis. Tiene un pelo de mujer como marcapáginas en la 77, en mitad de la descripción de un rito de ablución. Las páginas amarillentas están manchadas de pintura verde. Uno de los primeros párrafos explica serenamente lo que Miller pretende con el libro: “Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonaré un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver…”.
Emilio ahora está pensando una dedicatoria para mí. Después de un buen rato se decide y escribe en la última página, en mayúsculas: “Gracias”. Antes de abandonar el piso le pregunto:
—Cuando te cambiaste el nombre, ¿tuvo algo que ver con el robo?
—Nada que ver.
—Es muy probable que estuvieran esnifando coca sobre el Torso de Adèle —me confiesa Valenzuela unos días después, tomando café en una terraza de Providencia—. Hay un testigo.
Dejo sobre la mesa la libreta con las preguntas que traigo preparadas.
—En Copiapó, cuando fui a presentar la película, se me acercó un personaje llamado Inti Salamanca. Me dijo que estuvo aquella noche. Era amigo de Emilio y de Boris; eran un grupo de la Arcis. Me dijo que Emilio y Boris llegaron borrachos a su casa con la escultura. A él le dio miedo y les dijo que se fueran a casa del Mexicano.
¿El Mexicano? ¿Inti Salamanca? La aparición en escena de estos nuevos personajes no encaja en absoluto con la idea del caso que me he formado. ¿De dónde han salido estos tipos?
—¿Estaba Emilio presente cuando hablaste con Boris? —me pregunta Valenzuela clavándome la mirada.
Asiento a la vez que me ruborizo. Mierda. Me han engañado. Valenzuela apoya el vaso sobre la mesa con aire triunfal.
—¿Lo vei? Boris nunca habla si Emilio no está delante. Hay algo que Emilio no quiere que diga.
Guardo silencio unos segundos.
—¿Quién es el Mexicano? —pregunto al fin.
—Es otro de aquel grupo de amigos. El más inteligente de todos, el más teórico. Yo he hablado con él. Me dijo que estuvo allí la noche del robo, pero que no aparecería en mi película si Emilio no le daba permiso. Y Emilio no le dio permiso. Yo creo que el Mexicano es parte importante de la historia.
—¿Tú no sabes lo que pasó realmente aquella noche?
—Tengo mi idea, claro. Pero no, no lo sé. Es una nebulosa. Lo que pasó esa noche, y por qué Emilio hizo lo que hizo, nunca lo vas a saber. Pronto me voy con él al Sur, a presentar la película en Concepción. Ahí quiero que me diga la verdad; pienso increparle hasta que me lo diga.
—No me creo que nunca te lo haya contado después de seis años trabajando contigo.
—Es que si es todo mentira yo creo que él ya no lo sabe. Puede que se haya repetido la mentira tantas veces que ya se la crea hasta él. Imagínate que es lo único brillante que ha hecho en su vida y ni siquiera lo ha hecho él. Se lo inventó el Mexicano.
—¿Cómo?
—¡Claro! Esa noche, después de robar la escultura, Emilio y Boris van al parque y se emborrachan. Luego van a casa de Inti y él se asusta y los envía donde el Mexicano. No sé si esnifaron coca o no, pero tampoco sería una novedad. Entonces el Mexicano, que es el más inteligente, inventa toda la historia de la performance y la acción de arte. Debió parecerles divertido.
Boris Compos es amigo de Onfray y profesor de arte. Se cree que fue su cómplice.
Acaban de nombrar a Andrés Baytelman fiscal jefe de la Unidad de Focos Delictuales de Santiago Centro; una unidad, por cierto, recién constituida. Es viernes, 16 de junio de 2005. Llega al Museo de Bellas Artes temprano por la mañana, en moto. Como es nuevo, los periodistas no lo conocen todavía —tendrán tiempo para conocerle, sin duda. Lo verán subiendo estas mismas escaleras con el Torso de Adèle en brazos— y él entra por la puerta principal sin que nadie le haga ninguna pregunta.
Habla con el guardia que ha descubierto la ausencia del Rodin. El vacío que deja la escultura sobre su pedestal es muy elocuente. Cuando llegó por la mañana, simplemente no estaba. No ha sonado ninguna alarma, las luces estaban apagadas y las cámaras de seguridad no han captado nada. Baytelman hace una llamada y ordena cerrar las aduanas. La hipótesis central es que alguien se ha robado la escultura. Se dice a sí mismo que no es una hipótesis muy brillante, pero es evidente que eso es lo que ha sucedido. La posibilidad de una banda internacional de ladrones de arte es tan buena o tan mala como cualquier otra. No tiene razones para suponerlo ni para descartarlo. Hace un repaso mental de la situación. “Sabemos que alguien ha entrado al museo y se la ha robado”, piensa. “No sabemos quién, no sabemos de qué manera, no sabemos cuántos son…”. Asume que si el ladrón pretende venderla, Chile no es precisamente el paraíso del arte. Supone que intentará sacarla del país.
El centro financiero de Santiago es el barrio del Golf, que popularmente se conoce como Sanhattan. En medio de edificios altos de oficinas hay un chalé residencial totalmente descontextualizado. En la segunda planta hay una puerta vieja con una medalla del Corazón de Jesús incrustada en la madera. Toco el timbre y me cuesta un poco reconocer la cara de Andrés Baytelman. Los últimos doce años no le han pasado en vano, y la barba oculta los rasgos que yo había visto en la película de Valenzuela. Sobre la coronilla reposa pacíficamente una kippah y del cinturón le cuelgan los flecos blancos de la tzitzit, cuya función es recordarles constantemente los mandamientos de Dios.
Baytelman es ahora director ejecutivo de Plural, un centro de estudios de políticas públicas que tiene su nueva sede en este chalé de Sanhattan. Tiene 46 años y todavía no ha visto el documental, porque el estreno caía en shabat. Estamos solos: sus compañeros ya se han marchado. Me ofrece un café señalando la pequeña cocina que hay frente a su despacho. Cuando por fin nos sentamos a conversar me pide que corrobore todos los datos que pueda darme, porque han pasado doce años y no se fía de su memoria. Pero la verdad es que la memoria no le falla. Recuerda a la perfección los detalles de aquel caso.
—Esos archivos previos al robo… —dice mientras da una bocanada a un cigarrillo electrónico, en referencia a la “prueba” de que el robo fue una performance—. Para eso no hay ni que cambiar la fecha del archivo. Basta coger un Word antiguo y modificar el contenido. Yo no digo que haya hecho eso, pero…
Le parece que el caso podría haber sido un grandísimo escándalo, pero una vez resuelto no tiene nada de especial, más allá de lo anecdótico.
—Es muy improbable esa hipótesis de la fiesta y de la coca. Es algo muy público. Nos hubiésemos enterado —dice.
—Y si Emilio no hubiera devuelto la escultura, ¿la habrían encontrado? Al fin y al cabo estaban buscando a profesionales del robo de arte.
—No lo puedo decir con seguridad, pero creo que es casi imposible que la hubiésemos localizado. Las primeras veinticuatro horas son cruciales, y no teníamos testigos ni restos forenses, ni nada a lo que agarrarnos. Si no hubiera intentado venderla y se la hubiera guardado en su habitación para mirarla, nunca la hubiésemos encontrado.
—¿Y la reputación de Chile?
—¡No podía ser que un universitario robara una escultura de Rodin sin que nadie se diera cuenta! ¿Qué iban a pensar en el extranjero? ¡Nunca iban a dejarnos una exposición como aquella!
—¿Emilio estaba borracho cuando robó la escultura?
—No lo sé —responde, desvía la mirada a algún lugar por encima de mi cabeza y rectifica—. No. Tengo la certeza de que Emilio no estaba borracho.
“No estaba borracho”, anoto en la libreta.
—¿Le gusta a usted Rodin?
—Bueno, la verdad es que no pensaba que fuéramos a hablar de mis ideas sobre arte. No soy ni mucho menos un experto en el tema… La verdad es que no soy fan de Rodin. En general no me gustan las artes plásticas, salvo la pintura medieval y renacentista.
—¿Ghirlandaio?
—Por ejemplo. También Jean Jacques David. Me gusta el realismo. Pero tampoco la pintura… Es mucho más conmovedora para mí la música, el teatro, el baile.
La contorsión de un cuerpo, el sudor sobre la tarima, la presencia en el tiempo, pero no en el espacio, de un arte que desaparece sin posibilidad de rebobinar. Eso es lo que mueve el corazón de Baytelman. Claro. La Torá prohíbe dos veces la representación de la figura humana: primero en el libro del Éxodo y después en el Deuteronomio.
—¿Y la performance?
—Uff… —suspira— Para hacer bien eso hay que ser un genio. Y hay pocos genios.
Al despedirnos me estrecha la mano con la fortaleza que se espera de un fiscal. Quedó satisfecho con el resultado del juicio. Emilio era para él un pobre chaval desorientado que había hecho una estupidez. Meterlo en la cárcel hubiera sido empujarlo a una vida de criminalidad.
—Mira —me dice—. Al final la gente necesita contarse su propia mentira para que la vida se le haga vivible. Si él es feliz pensando que es un gran artista, dejémoslo así.
La prensa chilena se hizo eco del supuesto manifiesto de Emilio Onfray y publicaba a toda plana las palabras del estudiante ladrón: “Una obra de arte puede estar presente y estar ausente al mismo tiempo no estándolo”. Probablemente, nunca se sabrá lo que pasó la noche del 15 al 16 de junio de 2005; no se sabrá si Emilio pretendía o no robar el Torso de Adèle y no se sabrá si el Mexicano inventó toda la teoría del robo de arte puesto hasta el culo de cocaína. Pero sea como fuere, la realidad es que aquella exposición recibió, a raíz del robo, más de 300 000 visitantes, convirtiéndose en la muestra de arte más visitada de la historia de Chile.