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En Estados Unidos y Canadá un 7% de la población, unos 25 millones de personas, padece el síndrome de vejiga tímida.
Una fobia social semidesconocida hace que millones de personas no puedan orinar en servicios públicos. Varios afectados (incluido el autor) nos cuentan sus historias.
Existe un síndrome que te impide orinar, aunque tengas tantas ganas que el vientre te duele. Imagina que estás en un baño público y te dispones a empezar la micción —no hay nada que desees más en ese momento—, pero no puedes iniciar el chorro por mucha voluntad que tengas, por mucha fuerza que hagas, por mucho tiempo que esperes. Se llama paruresis o “síndrome de la vejiga tímida”, según descubrí hace un tiempo. Lo que descubrí es el nombre; el síntoma lo conocía de sobra, pues lo he sufrido a menudo. En ese momento de frustración, ante la incapacidad de orinar, no encuentro más solución que irme de donde quiera que esté y buscar un baño en el que tenga más intimidad, la suficiente para romper la parálisis que me atenaza. Solo que a veces irte a otro sitio no es una opción.
Hace unos años, tomé un vuelo de nueve horas a Cuba. Llevaba un rato en el avión cuando noté una presión incómoda en el abdomen, casi un pinchazo: la vejiga estaba llena. Por aquel entonces, era consciente de que tenía dificultades para orinar delante de la gente, pero no había pensado que un avión, donde la micción sucede en un cubículo cerrado, fuera a causarme problemas. Viajemos a ese momento: después de hacer la fila, entro al único baño en funcionamiento del avión y cierro la puerta con pestillo. Con la urgencia que tengo, el chorro debería salir en un instante trayendo un alivio placentero, casi orgásmico. Sin embargo, una vez que enfrento la taza del retrete, pasan unos segundos y no sale nada. Una especie de bloqueo me impide orinar.
Es una sensación física, como si el esfínter no respondiera, y también un estado mental: de repente, iniciar la micción —una acción tan sencilla— se me antoja imposible. Dejo de creer que mi cuerpo sea capaz de orinar. En ese trance, me asaltan pensamientos absurdos: me agobia pensar en la molestia creciente de las personas que hacen cola para entrar el baño; me inquieta imaginar que el resto de los pasajeros, extrañados en sus asientos por todo el tiempo que llevo en el baño, esperan atentos a que salga. Me asomo: nadie está agitado, nadie me presta demasiada atención. Intento evacuar sin éxito cinco, quizá seis veces más. Pasan las horas y por fin llegamos; bajo del avión, entro al primer servicio en tierra firme. En pocos segundos vacío la vejiga. Así de fácil.
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Aquella experiencia, o más bien la ansiedad ante la perspectiva de volver a tomar un vuelo de larga duración, fue la que me llevó a investigar. Pronto supe que mi ”extraño problema” no era en realidad extraño, ni solo mío. Encontré dos organizaciones dedicadas al síndrome —la estadounidense International Paruresis Association (IPA) y la británica UK Paruresis Trust (UKPT)— y entré en contacto con gente que contaba algunas historias parecidas a las mías, y otras más angustiosas. Por ejemplo, esta de Rolan: en un viaje escolar de Madrid a Mallorca, primero en autobús y después en barco, soportó un día entero sin evacuar la vejiga. “En el barco había una fiesta; imagínate varios bachilleratos en un barco gigante de viaje de fin de curso. Los baños eran más o menos privados, pero había mucho flujo de gente. Intenté mear varias veces, pero no pude”, me contó. Aunque se encerraba en un cubículo, la presencia constante de otros jóvenes charlando y haciendo bromas afuera, en los urinarios y la zona del lavabo, le arrebataba el control sobre su cuerpo.
La fiesta acabó de madrugada; para entonces la ansiedad se había apoderado de Rolan, que no conseguía orinar, ni siquiera cuando el tráfico de personas se dispersó. La llegada estaba prevista por la mañana, pero se fue retrasando. “Tenía dolor, escalofríos y mareos, incluso un poco de fiebre, pero en parte se me habían quitado las ganas después de tantas horas. El cerebro dijo: ‘Si no va a pasar, pues ¿para qué?’”. A la hora de desembarcar todos los pasajeros se agolparon junto a la puerta de salida. Con el resto del barco vacío, Rolan se fue a un baño en la otra punta. “Cerré la puerta, aguanté muchísimo la respiración, me puse las manos en los oídos y, con mucho esfuerzo, porque mis músculos estaban muy tensos, pude mear”.
Desafíos paruréticos
El síndrome de la vejiga tímida está considerado una fobia social; es decir, un problema psicológico; quienes lo sufren (sufrimos) no son capaces de orinar cuando hay otras personas cerca e incluso cuando no hay nadie, pero sienten que otras personas pueden aparecer en esos momentos. La fobia se manifiesta especialmente si, durante la micción, alguien está en su campo visual o sonoro —es decir, si los puede ver u oír y también si ellos ven u oyen a otro individuo— o si creen que alguien está pendiente de ellos —por ejemplo, un amigo esperándolos afuera o un desconocido haciendo cola para usar el mingitorio después—.
Orinar en un baño público es, por tanto, el desafío mayor. Todos los afectados tenemos problemas para hacerlo en un urinario abierto o de pared, con otras personas al lado. A partir de ahí, el grado de dificultad varía según la severidad de la fobia. Aquellos con casos más leves, como el mío, sí podemos evacuar habitualmente en un baño público si hay un cubículo cerrado, aunque podemos tener dificultades en función de algunos factores: la cantidad de gente que haya en el baño, la proximidad de esas personas —que haya pestillo en la puerta es clave al aumentar la sensación de privacidad—, el nivel de ruido, el tamaño del baño o el movimiento. Por eso, los aviones, autobuses y otros medios de transporte, con retretes pequeños que vibran por el desplazamiento y con decenas de personas sentadas al lado, son lugares especialmente problemáticos, así como los bares, los festivales o las discotecas, en donde suele haber aglomeraciones en los servicios.
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Quienes tienen una paruresis más severa no pueden orinar en ninguna circunstancia fuera de su casa y, en algunos casos, ni siquiera dentro de ella. Este era el caso de Álex (nombre ficticio): “Cuando tenía 13 años solo salía a la calle por periodos de dos horas. No me iba a ningún sitio del que no pudiera volver a casa en ese tiempo”, me explica. La única excepción era el colegio: eso no lo podía evadir. “O me aguantaba todo el día o, cuando el dolor era insoportable, fingía que estaba malo para que me vinieran a buscar”. También hablé con Max, que sitúa en una gasolinera su primer recuerdo parurético: “Me veo allí de pie en el urinario pensando: ‘¿por qué no puedo mear?’”. Cuando cumplió 17 años la cosa empeoró. “No podía mear prácticamente en ningún sitio. Si iba a casa de mis amigos, no había ninguna posibilidad. Pero es que no podía ni en mi propia casa si escuchaba a algún miembro de mi familia cerca del baño”, me asegura, y yo no puedo evitar sentir una especie de consuelo, pues mi paruresis no es para tanto. Aparte del problema de los aviones, solo me crea algunas situaciones incómodas: ir al servicio de un bar, no poder orinar, volver molesto, aguantarme un rato más e intentarlo de nuevo más tarde o buscar otro baño.
Miedo escénico en pleno retrete
Un día se me ocurre preguntarle sobre la paruresis a mi amigo Diego Castanedo, urólogo reputado. Me sorprende escuchar que él también tiene la vejiga tímida, aunque no mucho. Me confirma que “es una condición poco conocida en la profesión, puesto que no es abordable desde la urología”. Aunque la paruresis es un problema originado por la mente, sí produce una anomalía fisiológica: el esfínter uretral interno, que no se controla voluntariamente, se contrae y no deja pasar la orina. Es una reacción defensiva. El cerebro, digamos, interpreta la presencia de otras personas como una amenaza. De nada sirve que el individuo relaje el esfínter externo, el que sí podemos controlar para iniciar la micción. No hay ninguna lesión en el sistema urinario: si desaparece el factor amenazante, la persona afectada podrá orinar al instante. “Es tu propia mente la que te dice que no puedes mear. Antes de entrar al baño, la idea de que no voy a poder orinar ya se va formando en mi cabeza. Para el momento en que me siento en el retrete, ya me he convencido de que no puedo hacerlo y, por supuesto, no puedo”, relata Adele, otra afectada (en efecto, esta condición no es exclusivamente masculina).
Surge en ese momento la ansiedad social: el miedo al escrutinio de los demás, a enfadar a quien está esperando en la fila, a ser juzgado por tardar más de la cuenta o por no poder empezar la micción. “Muchos afectados usan la expresión miedo escénico, que suele darse en presencia de gente a la que se percibe con más autoridad o poder”, afirma Peter Daw, psicólogo clínico y miembro del UKPT. Son pensamientos que los propios afectados reconocemos como irracionales. Al salir del baño, nosotros mismos comprobamos que las reacciones que habíamos imaginado de otras personas —atención desmedida, miradas inquisitorias, reproches— no se corresponden con la realidad. Lo que sí es real, tangible, es el sufrimiento mental y físico que conlleva. “Esa sensación de calor y dolor cuando tienes la vejiga llena y no eres capaz de mear es traumática. Entras en pánico, porque sabes que tu cuerpo está produciendo orina y tu vejiga se está llenando, pero no eres capaz de vaciarla. No puedes apretar el botón de pausa. Piensas: ‘¿cómo termina esto?, ¿me va a explotar la vejiga?, ¿me voy a desmayar y entonces me mearé encima?’”, relata Nathan. Algo parecido me cuenta Adele: “Me digo: ‘Ya está pasando otra vez, ¿por qué no puedo ser una persona normal?’. No hay nada tan frustrante para mí como querer orinar desesperadamente y no poder hacerlo”.
Prisión en el día a día
La paruresis es una condición semidesconocida de la que casi nadie habla. Un tabú hecho y derecho. La mayoría de los afectados, avergonzados, la sufre en secreto, ocultándosela a parejas, familiares y amigos. Por ello, es difícil llevar registro del número de afectados; entre quienes piden ayuda, aproximadamente un 90% son hombres: “No sabemos si hay menos mujeres afectadas o simplemente ellas lo esconden más. Es cierto que orinar es algo menos público para nosotras; siempre sucede en un cubículo, así que no tenemos que enfrentarnos con los urinarios como les pasa a los hombres. Pero tenemos otro tipo de complicaciones, como la tendencia a ir al baño en grupos”, explica Ann Allcoat, del UKPT.
La estimación más compartida indica que 220 millones de personas en el mundo tienen esta fobia. En Estados Unidos y Canadá, donde hay más datos, la padece un 7% de la población, unos 25 millones. De esos, la IPA calcula que entre uno y dos millones tiene un grado lo suficientemente grave como para afectar a su día a día. “Para algunas personas, es absolutamente limitante e incluso les conduce a pensar en el suicidio; la calidad de vida es muy baja. La depresión secundaria está extendida por todos los efectos que tiene sobre la vida social, laboral y familiar”, asegura el psicólogo Peter Daw.
Con síntomas severos, el síndrome de la vejiga tímida se convierte en una especie de prisión que restringe tu libertad de movimientos. Los afectados tienden a aislarse: reducen su vida social y evitan las situaciones de más riesgo. “El gran terror para la mayoría es no poder salir de casa y socializar, tener que rechazar invitaciones para estar con amigos. Actividades habituales como ir a tomar algo o a un centro comercial son difíciles para la gente con paruresis”, dice Steven Soifer, coautor del libro Shy Bladder Syndrome y fundador de la IPA. “Y no olvidemos el tema laboral: esa es la situación más estresante”. Necesitan vivir cerca del trabajo o tener flexibilidad para ir y volver a casa a orinar y así llevar una vida laboral sin sufrimiento continuo. Los más jóvenes a menudo faltan a clase o padecen en silencio. “Este año iba a la universidad, pasaba 10 o 12 horas hasta que llegaba a casa sin haber meado y sentía que era lo normal. Evito beber líquidos y eso hace que pueda aguantar tanto”, me cuenta Rolan, a quien este patrón le ha causado varias infecciones de vías urinarias.
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Miccionar es una función fisiológica básica, un acto rutinario que realizamos tantas veces al día (unas ocho, de media) que no le otorgamos gran importancia: lo hacemos con naturalidad, sin prestarle mucha atención. Para aquellos con paruresis, muchas de esas ocho micciones son un proceso complejo, que conlleva una preparación. “Empiezas a idear planes para tus días en función de dónde eres capaz de ir al baño. La gente no entiende lo que es esto. La paruresis se apodera por completo de tu día a día”, sentencia Max. Ante la posibilidad de un intento fallido, diseñan una estrategia para minimizar los factores de riesgo. Estudian la localización del baño, el momento en que habrá menos gente y cómo ir sin llamar la atención. También preparan un plan B por si no consiguen orinar. “Es como si tuviera que luchar por cada meada”, resume Nathan. Esa estrategia también incluye el uso de pequeños trucos que, aunque de alcance limitado, pueden mitigar el bloqueo en ciertas ocasiones, como ejercicios de respiración consciente o de activación muscular. A Max le ayuda la música: “Cuando puedo oír la voz de otros hablando afuera, nunca soy capaz de orinar. Ponerme los auriculares es como salir de allí, meterme en mi mundo”.
Un problema de buenas personas
Para la mayoría de quienes tenemos vejiga tímida, los primeros recuerdos de nuestras dificultades para orinar en público vienen de la adolescencia. También es común que muchos sitúen el origen de esos problemas en un evento concreto, en algunos casos tan grave como un abuso sexual, pero generalmente un suceso menos importante —las burlas de otros chicos en el baño de la escuela; la reprimenda de los padres por ”hacerse” en la cama—. “Aproximadamente, la mitad de quienes vienen a los talleres tiene el recuerdo de una experiencia traumática. ¿La otra mitad simplemente no la puede recordar? No lo sabemos, pero hay muchas personas que han tenido eventos traumáticos en un baño y no tienen paruresis. Por tanto, tiene que haber una causa subyacente, lo que yo llamo una propensión a este problema”, aclara Soifer.
De hecho, la mayoría de los afectados con los que he hablado tienen antecedentes de familiares con paruresis, aunque sea en un grado muy leve. También los he encontrado en mi propia familia: primero le conté a mi padre que tenía esta fobia; quedé estupefacto cuando me explicó que a él le sucede algo parecido. Después se lo dije a sus dos hermanos y, ¡sorpresa!, a ellos también les pasa. Ninguno conocía el síndrome y nunca habían hablado de su vejiga tímida entre ellos. Aunque podría haber otras razones como una educación compartida, parece probable que, como sucede en otras fobias sociales, haya una predisposición genética que se transmite de padres a hijos. Ian Harris, que lleva años asesorando a personas afectadas a superar este problema, tiene otra hipótesis: “Para mí, tiene que ver con un tipo de personalidad. En general, las personas con paruresis son buenas, sensibles y con mucha empatía. Si tú eres una persona sensible, es probable que tu padre también lo sea. Yo les digo: ‘Tenemos que cambiar tu forma de actuar, tienes que aprender a ser un cabrón, no preocuparte tanto por otras personas’”.
Terapia para una vejiga menos tímida
Encontrar ayuda no es sencillo: los familiares y los médicos de familia no llegan a entender la magnitud del problema y los urólogos no suelen tener siquiera constancia del síndrome. La terapia cognitivo-conductual es el tratamiento más recomendado; aun así, hay pocos psicólogos con experiencia o conocimientos avanzados. “Todavía es algo desconocido incluso en la población profesional. Como no hay mucha investigación, tampoco hay un epígrafe en los manuales que diga específicamente trastorno parurético”, explica la psicóloga Beatriz Serrano, que ha tenido varios pacientes con esta afección. “El tratamiento depende de dónde se ha instalado la fobia. Si la paruresis está generada por una situación traumática pasada, hay que trabajar sobre eso que el cerebro infantil que todos tenemos no ha superado. Si viene de algo social, entonces trabajamos más con técnicas de relajación y cognitivas —cómo interpreto lo que está fuera de mí y el pensamiento de los demás, qué pienso que puede pasar— para poner la mente fuera de esa ansiedad”.
Hay una vía de tratamiento más, la conductual, que ha sido largamente desarrollada por la IPA y el UKPT. “La ruta más efectiva es la terapia de exposición gradual. Entre el 80% y el 90% de las personas obtienen beneficios”, explica Steven Soifer. Esta técnica consiste en exponerse a orinar en presencia de otros, empezando en situaciones que la persona considera “seguras” y avanzando hacia escenarios más desafiantes en baños de lugares públicos como centros comerciales. Es esencial tener un compañero de entrenamiento (pee buddy) que ayude en el proceso situándose a distintas distancias del afectado. Sucede así: se bebe agua en abundancia para tener sensación de urgencia; si se consigue empezar la micción, se deja correr la orina unos segundos y después se detiene, guardando líquido para el siguiente intento; unos minutos después, se añade dificultad (el pestillo quitado, la puerta abierta, el pee buddy más cerca, etc.) y se vuelve a intentar.
Estas organizaciones realizan desde hace más de dos décadas talleres de fin de semana donde tratan la paruresis practicando la exposición gradual. “Tuve que reunir mucho valor para ir al curso. Pensaba que solo habría un montón de raritos, pero era gente normal, como yo”, cuenta Harris, que asistió a este evento como afectado y ahora se ha convertido en instructor. El taller solo es un primer paso del proceso de recuperación. “No podemos curarlos ni pulsar un botón y apagar el síndrome, pero encuentran una mejora significativa en cómo se sienten acerca de sí mismos y en su habilidad para orinar”, explica Andrew Smith, presidente del UKPT. Aunque cada persona reacciona de forma diferente y el progreso varía, la huella que deja el fin de semana es profunda. “El viernes llegan asustados y con ansiedad. El sábado están perplejos por poder orinar cerca de otra gente, muchos no lo han hecho nunca. El domingo, la mayoría están extasiados o muy satisfechos con sus avances”, afirma Soifer, uno de los creadores del método en los años noventa.
Uno de estos cursos fue un punto de inflexión en su recuperación para algunos de los afectados que han dado su testimonio para este reportaje, como Max, Adele o Álex. “Mi madre encontró el curso buscando en internet. Pasé de no poder mear ni en mi casa a poder hacerlo en prácticamente cualquier situación. Volví a tener una vida normal, recuperé mi vida”, explica Álex, para quien el curso tuvo un efecto positivo inmediato, algo que no siempre ocurre. Antes de acabar nuestra conversación, Harris recuerda la historia de un señor de casi 80 años con cáncer terminal que se apuntó al taller. “Yo no entendía por qué quería hacer el esfuerzo a esas alturas”. Tenía una buena razón: cada semana debía acudir al hospital para dar una muestra de orina. Como no era capaz de orinar allí, le tenían que poner un catéter. “Él no quería seguir pasando por eso, quería poder dar la muestra por sí mismo. Una semana después del taller, me escribió diciendo que había podido orinar para la muestra y había salido orgullosamente con ella para dársela a las enfermeras. Conseguimos darle algo de felicidad a ese hombre en sus últimos momentos”.
Faltan profesionales de la salud mental especializados en esta fobia, iniciativas para darle visibilidad (especialmente en el mundo hispanohablante) e investigación para desarrollar los remedios; pero ya existen tratamientos que alivian los síntomas, reduciendo un problema paralizante, que lastra la vida de las personas que lo sufren, a una condición con la que se puede convivir sin más inconveniente que algunas situaciones incómodas aquí y allá. Solo hay que decidirse a buscar ayuda. El mes pasado, después de varias sesiones de exposición gradual, ya conseguí orinar en el baño de un avión.
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Una fobia social semidesconocida hace que millones de personas no puedan orinar en servicios públicos. Varios afectados (incluido el autor) nos cuentan sus historias.
Existe un síndrome que te impide orinar, aunque tengas tantas ganas que el vientre te duele. Imagina que estás en un baño público y te dispones a empezar la micción —no hay nada que desees más en ese momento—, pero no puedes iniciar el chorro por mucha voluntad que tengas, por mucha fuerza que hagas, por mucho tiempo que esperes. Se llama paruresis o “síndrome de la vejiga tímida”, según descubrí hace un tiempo. Lo que descubrí es el nombre; el síntoma lo conocía de sobra, pues lo he sufrido a menudo. En ese momento de frustración, ante la incapacidad de orinar, no encuentro más solución que irme de donde quiera que esté y buscar un baño en el que tenga más intimidad, la suficiente para romper la parálisis que me atenaza. Solo que a veces irte a otro sitio no es una opción.
Hace unos años, tomé un vuelo de nueve horas a Cuba. Llevaba un rato en el avión cuando noté una presión incómoda en el abdomen, casi un pinchazo: la vejiga estaba llena. Por aquel entonces, era consciente de que tenía dificultades para orinar delante de la gente, pero no había pensado que un avión, donde la micción sucede en un cubículo cerrado, fuera a causarme problemas. Viajemos a ese momento: después de hacer la fila, entro al único baño en funcionamiento del avión y cierro la puerta con pestillo. Con la urgencia que tengo, el chorro debería salir en un instante trayendo un alivio placentero, casi orgásmico. Sin embargo, una vez que enfrento la taza del retrete, pasan unos segundos y no sale nada. Una especie de bloqueo me impide orinar.
Es una sensación física, como si el esfínter no respondiera, y también un estado mental: de repente, iniciar la micción —una acción tan sencilla— se me antoja imposible. Dejo de creer que mi cuerpo sea capaz de orinar. En ese trance, me asaltan pensamientos absurdos: me agobia pensar en la molestia creciente de las personas que hacen cola para entrar el baño; me inquieta imaginar que el resto de los pasajeros, extrañados en sus asientos por todo el tiempo que llevo en el baño, esperan atentos a que salga. Me asomo: nadie está agitado, nadie me presta demasiada atención. Intento evacuar sin éxito cinco, quizá seis veces más. Pasan las horas y por fin llegamos; bajo del avión, entro al primer servicio en tierra firme. En pocos segundos vacío la vejiga. Así de fácil.
También te podría intersar: "Adictos a nuestros teléfonos: cómo recuperar la vida que se nos va en la pantalla"
Aquella experiencia, o más bien la ansiedad ante la perspectiva de volver a tomar un vuelo de larga duración, fue la que me llevó a investigar. Pronto supe que mi ”extraño problema” no era en realidad extraño, ni solo mío. Encontré dos organizaciones dedicadas al síndrome —la estadounidense International Paruresis Association (IPA) y la británica UK Paruresis Trust (UKPT)— y entré en contacto con gente que contaba algunas historias parecidas a las mías, y otras más angustiosas. Por ejemplo, esta de Rolan: en un viaje escolar de Madrid a Mallorca, primero en autobús y después en barco, soportó un día entero sin evacuar la vejiga. “En el barco había una fiesta; imagínate varios bachilleratos en un barco gigante de viaje de fin de curso. Los baños eran más o menos privados, pero había mucho flujo de gente. Intenté mear varias veces, pero no pude”, me contó. Aunque se encerraba en un cubículo, la presencia constante de otros jóvenes charlando y haciendo bromas afuera, en los urinarios y la zona del lavabo, le arrebataba el control sobre su cuerpo.
La fiesta acabó de madrugada; para entonces la ansiedad se había apoderado de Rolan, que no conseguía orinar, ni siquiera cuando el tráfico de personas se dispersó. La llegada estaba prevista por la mañana, pero se fue retrasando. “Tenía dolor, escalofríos y mareos, incluso un poco de fiebre, pero en parte se me habían quitado las ganas después de tantas horas. El cerebro dijo: ‘Si no va a pasar, pues ¿para qué?’”. A la hora de desembarcar todos los pasajeros se agolparon junto a la puerta de salida. Con el resto del barco vacío, Rolan se fue a un baño en la otra punta. “Cerré la puerta, aguanté muchísimo la respiración, me puse las manos en los oídos y, con mucho esfuerzo, porque mis músculos estaban muy tensos, pude mear”.
Desafíos paruréticos
El síndrome de la vejiga tímida está considerado una fobia social; es decir, un problema psicológico; quienes lo sufren (sufrimos) no son capaces de orinar cuando hay otras personas cerca e incluso cuando no hay nadie, pero sienten que otras personas pueden aparecer en esos momentos. La fobia se manifiesta especialmente si, durante la micción, alguien está en su campo visual o sonoro —es decir, si los puede ver u oír y también si ellos ven u oyen a otro individuo— o si creen que alguien está pendiente de ellos —por ejemplo, un amigo esperándolos afuera o un desconocido haciendo cola para usar el mingitorio después—.
Orinar en un baño público es, por tanto, el desafío mayor. Todos los afectados tenemos problemas para hacerlo en un urinario abierto o de pared, con otras personas al lado. A partir de ahí, el grado de dificultad varía según la severidad de la fobia. Aquellos con casos más leves, como el mío, sí podemos evacuar habitualmente en un baño público si hay un cubículo cerrado, aunque podemos tener dificultades en función de algunos factores: la cantidad de gente que haya en el baño, la proximidad de esas personas —que haya pestillo en la puerta es clave al aumentar la sensación de privacidad—, el nivel de ruido, el tamaño del baño o el movimiento. Por eso, los aviones, autobuses y otros medios de transporte, con retretes pequeños que vibran por el desplazamiento y con decenas de personas sentadas al lado, son lugares especialmente problemáticos, así como los bares, los festivales o las discotecas, en donde suele haber aglomeraciones en los servicios.
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Quienes tienen una paruresis más severa no pueden orinar en ninguna circunstancia fuera de su casa y, en algunos casos, ni siquiera dentro de ella. Este era el caso de Álex (nombre ficticio): “Cuando tenía 13 años solo salía a la calle por periodos de dos horas. No me iba a ningún sitio del que no pudiera volver a casa en ese tiempo”, me explica. La única excepción era el colegio: eso no lo podía evadir. “O me aguantaba todo el día o, cuando el dolor era insoportable, fingía que estaba malo para que me vinieran a buscar”. También hablé con Max, que sitúa en una gasolinera su primer recuerdo parurético: “Me veo allí de pie en el urinario pensando: ‘¿por qué no puedo mear?’”. Cuando cumplió 17 años la cosa empeoró. “No podía mear prácticamente en ningún sitio. Si iba a casa de mis amigos, no había ninguna posibilidad. Pero es que no podía ni en mi propia casa si escuchaba a algún miembro de mi familia cerca del baño”, me asegura, y yo no puedo evitar sentir una especie de consuelo, pues mi paruresis no es para tanto. Aparte del problema de los aviones, solo me crea algunas situaciones incómodas: ir al servicio de un bar, no poder orinar, volver molesto, aguantarme un rato más e intentarlo de nuevo más tarde o buscar otro baño.
Miedo escénico en pleno retrete
Un día se me ocurre preguntarle sobre la paruresis a mi amigo Diego Castanedo, urólogo reputado. Me sorprende escuchar que él también tiene la vejiga tímida, aunque no mucho. Me confirma que “es una condición poco conocida en la profesión, puesto que no es abordable desde la urología”. Aunque la paruresis es un problema originado por la mente, sí produce una anomalía fisiológica: el esfínter uretral interno, que no se controla voluntariamente, se contrae y no deja pasar la orina. Es una reacción defensiva. El cerebro, digamos, interpreta la presencia de otras personas como una amenaza. De nada sirve que el individuo relaje el esfínter externo, el que sí podemos controlar para iniciar la micción. No hay ninguna lesión en el sistema urinario: si desaparece el factor amenazante, la persona afectada podrá orinar al instante. “Es tu propia mente la que te dice que no puedes mear. Antes de entrar al baño, la idea de que no voy a poder orinar ya se va formando en mi cabeza. Para el momento en que me siento en el retrete, ya me he convencido de que no puedo hacerlo y, por supuesto, no puedo”, relata Adele, otra afectada (en efecto, esta condición no es exclusivamente masculina).
Surge en ese momento la ansiedad social: el miedo al escrutinio de los demás, a enfadar a quien está esperando en la fila, a ser juzgado por tardar más de la cuenta o por no poder empezar la micción. “Muchos afectados usan la expresión miedo escénico, que suele darse en presencia de gente a la que se percibe con más autoridad o poder”, afirma Peter Daw, psicólogo clínico y miembro del UKPT. Son pensamientos que los propios afectados reconocemos como irracionales. Al salir del baño, nosotros mismos comprobamos que las reacciones que habíamos imaginado de otras personas —atención desmedida, miradas inquisitorias, reproches— no se corresponden con la realidad. Lo que sí es real, tangible, es el sufrimiento mental y físico que conlleva. “Esa sensación de calor y dolor cuando tienes la vejiga llena y no eres capaz de mear es traumática. Entras en pánico, porque sabes que tu cuerpo está produciendo orina y tu vejiga se está llenando, pero no eres capaz de vaciarla. No puedes apretar el botón de pausa. Piensas: ‘¿cómo termina esto?, ¿me va a explotar la vejiga?, ¿me voy a desmayar y entonces me mearé encima?’”, relata Nathan. Algo parecido me cuenta Adele: “Me digo: ‘Ya está pasando otra vez, ¿por qué no puedo ser una persona normal?’. No hay nada tan frustrante para mí como querer orinar desesperadamente y no poder hacerlo”.
Prisión en el día a día
La paruresis es una condición semidesconocida de la que casi nadie habla. Un tabú hecho y derecho. La mayoría de los afectados, avergonzados, la sufre en secreto, ocultándosela a parejas, familiares y amigos. Por ello, es difícil llevar registro del número de afectados; entre quienes piden ayuda, aproximadamente un 90% son hombres: “No sabemos si hay menos mujeres afectadas o simplemente ellas lo esconden más. Es cierto que orinar es algo menos público para nosotras; siempre sucede en un cubículo, así que no tenemos que enfrentarnos con los urinarios como les pasa a los hombres. Pero tenemos otro tipo de complicaciones, como la tendencia a ir al baño en grupos”, explica Ann Allcoat, del UKPT.
La estimación más compartida indica que 220 millones de personas en el mundo tienen esta fobia. En Estados Unidos y Canadá, donde hay más datos, la padece un 7% de la población, unos 25 millones. De esos, la IPA calcula que entre uno y dos millones tiene un grado lo suficientemente grave como para afectar a su día a día. “Para algunas personas, es absolutamente limitante e incluso les conduce a pensar en el suicidio; la calidad de vida es muy baja. La depresión secundaria está extendida por todos los efectos que tiene sobre la vida social, laboral y familiar”, asegura el psicólogo Peter Daw.
Con síntomas severos, el síndrome de la vejiga tímida se convierte en una especie de prisión que restringe tu libertad de movimientos. Los afectados tienden a aislarse: reducen su vida social y evitan las situaciones de más riesgo. “El gran terror para la mayoría es no poder salir de casa y socializar, tener que rechazar invitaciones para estar con amigos. Actividades habituales como ir a tomar algo o a un centro comercial son difíciles para la gente con paruresis”, dice Steven Soifer, coautor del libro Shy Bladder Syndrome y fundador de la IPA. “Y no olvidemos el tema laboral: esa es la situación más estresante”. Necesitan vivir cerca del trabajo o tener flexibilidad para ir y volver a casa a orinar y así llevar una vida laboral sin sufrimiento continuo. Los más jóvenes a menudo faltan a clase o padecen en silencio. “Este año iba a la universidad, pasaba 10 o 12 horas hasta que llegaba a casa sin haber meado y sentía que era lo normal. Evito beber líquidos y eso hace que pueda aguantar tanto”, me cuenta Rolan, a quien este patrón le ha causado varias infecciones de vías urinarias.
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Miccionar es una función fisiológica básica, un acto rutinario que realizamos tantas veces al día (unas ocho, de media) que no le otorgamos gran importancia: lo hacemos con naturalidad, sin prestarle mucha atención. Para aquellos con paruresis, muchas de esas ocho micciones son un proceso complejo, que conlleva una preparación. “Empiezas a idear planes para tus días en función de dónde eres capaz de ir al baño. La gente no entiende lo que es esto. La paruresis se apodera por completo de tu día a día”, sentencia Max. Ante la posibilidad de un intento fallido, diseñan una estrategia para minimizar los factores de riesgo. Estudian la localización del baño, el momento en que habrá menos gente y cómo ir sin llamar la atención. También preparan un plan B por si no consiguen orinar. “Es como si tuviera que luchar por cada meada”, resume Nathan. Esa estrategia también incluye el uso de pequeños trucos que, aunque de alcance limitado, pueden mitigar el bloqueo en ciertas ocasiones, como ejercicios de respiración consciente o de activación muscular. A Max le ayuda la música: “Cuando puedo oír la voz de otros hablando afuera, nunca soy capaz de orinar. Ponerme los auriculares es como salir de allí, meterme en mi mundo”.
Un problema de buenas personas
Para la mayoría de quienes tenemos vejiga tímida, los primeros recuerdos de nuestras dificultades para orinar en público vienen de la adolescencia. También es común que muchos sitúen el origen de esos problemas en un evento concreto, en algunos casos tan grave como un abuso sexual, pero generalmente un suceso menos importante —las burlas de otros chicos en el baño de la escuela; la reprimenda de los padres por ”hacerse” en la cama—. “Aproximadamente, la mitad de quienes vienen a los talleres tiene el recuerdo de una experiencia traumática. ¿La otra mitad simplemente no la puede recordar? No lo sabemos, pero hay muchas personas que han tenido eventos traumáticos en un baño y no tienen paruresis. Por tanto, tiene que haber una causa subyacente, lo que yo llamo una propensión a este problema”, aclara Soifer.
De hecho, la mayoría de los afectados con los que he hablado tienen antecedentes de familiares con paruresis, aunque sea en un grado muy leve. También los he encontrado en mi propia familia: primero le conté a mi padre que tenía esta fobia; quedé estupefacto cuando me explicó que a él le sucede algo parecido. Después se lo dije a sus dos hermanos y, ¡sorpresa!, a ellos también les pasa. Ninguno conocía el síndrome y nunca habían hablado de su vejiga tímida entre ellos. Aunque podría haber otras razones como una educación compartida, parece probable que, como sucede en otras fobias sociales, haya una predisposición genética que se transmite de padres a hijos. Ian Harris, que lleva años asesorando a personas afectadas a superar este problema, tiene otra hipótesis: “Para mí, tiene que ver con un tipo de personalidad. En general, las personas con paruresis son buenas, sensibles y con mucha empatía. Si tú eres una persona sensible, es probable que tu padre también lo sea. Yo les digo: ‘Tenemos que cambiar tu forma de actuar, tienes que aprender a ser un cabrón, no preocuparte tanto por otras personas’”.
Terapia para una vejiga menos tímida
Encontrar ayuda no es sencillo: los familiares y los médicos de familia no llegan a entender la magnitud del problema y los urólogos no suelen tener siquiera constancia del síndrome. La terapia cognitivo-conductual es el tratamiento más recomendado; aun así, hay pocos psicólogos con experiencia o conocimientos avanzados. “Todavía es algo desconocido incluso en la población profesional. Como no hay mucha investigación, tampoco hay un epígrafe en los manuales que diga específicamente trastorno parurético”, explica la psicóloga Beatriz Serrano, que ha tenido varios pacientes con esta afección. “El tratamiento depende de dónde se ha instalado la fobia. Si la paruresis está generada por una situación traumática pasada, hay que trabajar sobre eso que el cerebro infantil que todos tenemos no ha superado. Si viene de algo social, entonces trabajamos más con técnicas de relajación y cognitivas —cómo interpreto lo que está fuera de mí y el pensamiento de los demás, qué pienso que puede pasar— para poner la mente fuera de esa ansiedad”.
Hay una vía de tratamiento más, la conductual, que ha sido largamente desarrollada por la IPA y el UKPT. “La ruta más efectiva es la terapia de exposición gradual. Entre el 80% y el 90% de las personas obtienen beneficios”, explica Steven Soifer. Esta técnica consiste en exponerse a orinar en presencia de otros, empezando en situaciones que la persona considera “seguras” y avanzando hacia escenarios más desafiantes en baños de lugares públicos como centros comerciales. Es esencial tener un compañero de entrenamiento (pee buddy) que ayude en el proceso situándose a distintas distancias del afectado. Sucede así: se bebe agua en abundancia para tener sensación de urgencia; si se consigue empezar la micción, se deja correr la orina unos segundos y después se detiene, guardando líquido para el siguiente intento; unos minutos después, se añade dificultad (el pestillo quitado, la puerta abierta, el pee buddy más cerca, etc.) y se vuelve a intentar.
Estas organizaciones realizan desde hace más de dos décadas talleres de fin de semana donde tratan la paruresis practicando la exposición gradual. “Tuve que reunir mucho valor para ir al curso. Pensaba que solo habría un montón de raritos, pero era gente normal, como yo”, cuenta Harris, que asistió a este evento como afectado y ahora se ha convertido en instructor. El taller solo es un primer paso del proceso de recuperación. “No podemos curarlos ni pulsar un botón y apagar el síndrome, pero encuentran una mejora significativa en cómo se sienten acerca de sí mismos y en su habilidad para orinar”, explica Andrew Smith, presidente del UKPT. Aunque cada persona reacciona de forma diferente y el progreso varía, la huella que deja el fin de semana es profunda. “El viernes llegan asustados y con ansiedad. El sábado están perplejos por poder orinar cerca de otra gente, muchos no lo han hecho nunca. El domingo, la mayoría están extasiados o muy satisfechos con sus avances”, afirma Soifer, uno de los creadores del método en los años noventa.
Uno de estos cursos fue un punto de inflexión en su recuperación para algunos de los afectados que han dado su testimonio para este reportaje, como Max, Adele o Álex. “Mi madre encontró el curso buscando en internet. Pasé de no poder mear ni en mi casa a poder hacerlo en prácticamente cualquier situación. Volví a tener una vida normal, recuperé mi vida”, explica Álex, para quien el curso tuvo un efecto positivo inmediato, algo que no siempre ocurre. Antes de acabar nuestra conversación, Harris recuerda la historia de un señor de casi 80 años con cáncer terminal que se apuntó al taller. “Yo no entendía por qué quería hacer el esfuerzo a esas alturas”. Tenía una buena razón: cada semana debía acudir al hospital para dar una muestra de orina. Como no era capaz de orinar allí, le tenían que poner un catéter. “Él no quería seguir pasando por eso, quería poder dar la muestra por sí mismo. Una semana después del taller, me escribió diciendo que había podido orinar para la muestra y había salido orgullosamente con ella para dársela a las enfermeras. Conseguimos darle algo de felicidad a ese hombre en sus últimos momentos”.
Faltan profesionales de la salud mental especializados en esta fobia, iniciativas para darle visibilidad (especialmente en el mundo hispanohablante) e investigación para desarrollar los remedios; pero ya existen tratamientos que alivian los síntomas, reduciendo un problema paralizante, que lastra la vida de las personas que lo sufren, a una condición con la que se puede convivir sin más inconveniente que algunas situaciones incómodas aquí y allá. Solo hay que decidirse a buscar ayuda. El mes pasado, después de varias sesiones de exposición gradual, ya conseguí orinar en el baño de un avión.
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En Estados Unidos y Canadá un 7% de la población, unos 25 millones de personas, padece el síndrome de vejiga tímida.
Una fobia social semidesconocida hace que millones de personas no puedan orinar en servicios públicos. Varios afectados (incluido el autor) nos cuentan sus historias.
Existe un síndrome que te impide orinar, aunque tengas tantas ganas que el vientre te duele. Imagina que estás en un baño público y te dispones a empezar la micción —no hay nada que desees más en ese momento—, pero no puedes iniciar el chorro por mucha voluntad que tengas, por mucha fuerza que hagas, por mucho tiempo que esperes. Se llama paruresis o “síndrome de la vejiga tímida”, según descubrí hace un tiempo. Lo que descubrí es el nombre; el síntoma lo conocía de sobra, pues lo he sufrido a menudo. En ese momento de frustración, ante la incapacidad de orinar, no encuentro más solución que irme de donde quiera que esté y buscar un baño en el que tenga más intimidad, la suficiente para romper la parálisis que me atenaza. Solo que a veces irte a otro sitio no es una opción.
Hace unos años, tomé un vuelo de nueve horas a Cuba. Llevaba un rato en el avión cuando noté una presión incómoda en el abdomen, casi un pinchazo: la vejiga estaba llena. Por aquel entonces, era consciente de que tenía dificultades para orinar delante de la gente, pero no había pensado que un avión, donde la micción sucede en un cubículo cerrado, fuera a causarme problemas. Viajemos a ese momento: después de hacer la fila, entro al único baño en funcionamiento del avión y cierro la puerta con pestillo. Con la urgencia que tengo, el chorro debería salir en un instante trayendo un alivio placentero, casi orgásmico. Sin embargo, una vez que enfrento la taza del retrete, pasan unos segundos y no sale nada. Una especie de bloqueo me impide orinar.
Es una sensación física, como si el esfínter no respondiera, y también un estado mental: de repente, iniciar la micción —una acción tan sencilla— se me antoja imposible. Dejo de creer que mi cuerpo sea capaz de orinar. En ese trance, me asaltan pensamientos absurdos: me agobia pensar en la molestia creciente de las personas que hacen cola para entrar el baño; me inquieta imaginar que el resto de los pasajeros, extrañados en sus asientos por todo el tiempo que llevo en el baño, esperan atentos a que salga. Me asomo: nadie está agitado, nadie me presta demasiada atención. Intento evacuar sin éxito cinco, quizá seis veces más. Pasan las horas y por fin llegamos; bajo del avión, entro al primer servicio en tierra firme. En pocos segundos vacío la vejiga. Así de fácil.
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Aquella experiencia, o más bien la ansiedad ante la perspectiva de volver a tomar un vuelo de larga duración, fue la que me llevó a investigar. Pronto supe que mi ”extraño problema” no era en realidad extraño, ni solo mío. Encontré dos organizaciones dedicadas al síndrome —la estadounidense International Paruresis Association (IPA) y la británica UK Paruresis Trust (UKPT)— y entré en contacto con gente que contaba algunas historias parecidas a las mías, y otras más angustiosas. Por ejemplo, esta de Rolan: en un viaje escolar de Madrid a Mallorca, primero en autobús y después en barco, soportó un día entero sin evacuar la vejiga. “En el barco había una fiesta; imagínate varios bachilleratos en un barco gigante de viaje de fin de curso. Los baños eran más o menos privados, pero había mucho flujo de gente. Intenté mear varias veces, pero no pude”, me contó. Aunque se encerraba en un cubículo, la presencia constante de otros jóvenes charlando y haciendo bromas afuera, en los urinarios y la zona del lavabo, le arrebataba el control sobre su cuerpo.
La fiesta acabó de madrugada; para entonces la ansiedad se había apoderado de Rolan, que no conseguía orinar, ni siquiera cuando el tráfico de personas se dispersó. La llegada estaba prevista por la mañana, pero se fue retrasando. “Tenía dolor, escalofríos y mareos, incluso un poco de fiebre, pero en parte se me habían quitado las ganas después de tantas horas. El cerebro dijo: ‘Si no va a pasar, pues ¿para qué?’”. A la hora de desembarcar todos los pasajeros se agolparon junto a la puerta de salida. Con el resto del barco vacío, Rolan se fue a un baño en la otra punta. “Cerré la puerta, aguanté muchísimo la respiración, me puse las manos en los oídos y, con mucho esfuerzo, porque mis músculos estaban muy tensos, pude mear”.
Desafíos paruréticos
El síndrome de la vejiga tímida está considerado una fobia social; es decir, un problema psicológico; quienes lo sufren (sufrimos) no son capaces de orinar cuando hay otras personas cerca e incluso cuando no hay nadie, pero sienten que otras personas pueden aparecer en esos momentos. La fobia se manifiesta especialmente si, durante la micción, alguien está en su campo visual o sonoro —es decir, si los puede ver u oír y también si ellos ven u oyen a otro individuo— o si creen que alguien está pendiente de ellos —por ejemplo, un amigo esperándolos afuera o un desconocido haciendo cola para usar el mingitorio después—.
Orinar en un baño público es, por tanto, el desafío mayor. Todos los afectados tenemos problemas para hacerlo en un urinario abierto o de pared, con otras personas al lado. A partir de ahí, el grado de dificultad varía según la severidad de la fobia. Aquellos con casos más leves, como el mío, sí podemos evacuar habitualmente en un baño público si hay un cubículo cerrado, aunque podemos tener dificultades en función de algunos factores: la cantidad de gente que haya en el baño, la proximidad de esas personas —que haya pestillo en la puerta es clave al aumentar la sensación de privacidad—, el nivel de ruido, el tamaño del baño o el movimiento. Por eso, los aviones, autobuses y otros medios de transporte, con retretes pequeños que vibran por el desplazamiento y con decenas de personas sentadas al lado, son lugares especialmente problemáticos, así como los bares, los festivales o las discotecas, en donde suele haber aglomeraciones en los servicios.
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Quienes tienen una paruresis más severa no pueden orinar en ninguna circunstancia fuera de su casa y, en algunos casos, ni siquiera dentro de ella. Este era el caso de Álex (nombre ficticio): “Cuando tenía 13 años solo salía a la calle por periodos de dos horas. No me iba a ningún sitio del que no pudiera volver a casa en ese tiempo”, me explica. La única excepción era el colegio: eso no lo podía evadir. “O me aguantaba todo el día o, cuando el dolor era insoportable, fingía que estaba malo para que me vinieran a buscar”. También hablé con Max, que sitúa en una gasolinera su primer recuerdo parurético: “Me veo allí de pie en el urinario pensando: ‘¿por qué no puedo mear?’”. Cuando cumplió 17 años la cosa empeoró. “No podía mear prácticamente en ningún sitio. Si iba a casa de mis amigos, no había ninguna posibilidad. Pero es que no podía ni en mi propia casa si escuchaba a algún miembro de mi familia cerca del baño”, me asegura, y yo no puedo evitar sentir una especie de consuelo, pues mi paruresis no es para tanto. Aparte del problema de los aviones, solo me crea algunas situaciones incómodas: ir al servicio de un bar, no poder orinar, volver molesto, aguantarme un rato más e intentarlo de nuevo más tarde o buscar otro baño.
Miedo escénico en pleno retrete
Un día se me ocurre preguntarle sobre la paruresis a mi amigo Diego Castanedo, urólogo reputado. Me sorprende escuchar que él también tiene la vejiga tímida, aunque no mucho. Me confirma que “es una condición poco conocida en la profesión, puesto que no es abordable desde la urología”. Aunque la paruresis es un problema originado por la mente, sí produce una anomalía fisiológica: el esfínter uretral interno, que no se controla voluntariamente, se contrae y no deja pasar la orina. Es una reacción defensiva. El cerebro, digamos, interpreta la presencia de otras personas como una amenaza. De nada sirve que el individuo relaje el esfínter externo, el que sí podemos controlar para iniciar la micción. No hay ninguna lesión en el sistema urinario: si desaparece el factor amenazante, la persona afectada podrá orinar al instante. “Es tu propia mente la que te dice que no puedes mear. Antes de entrar al baño, la idea de que no voy a poder orinar ya se va formando en mi cabeza. Para el momento en que me siento en el retrete, ya me he convencido de que no puedo hacerlo y, por supuesto, no puedo”, relata Adele, otra afectada (en efecto, esta condición no es exclusivamente masculina).
Surge en ese momento la ansiedad social: el miedo al escrutinio de los demás, a enfadar a quien está esperando en la fila, a ser juzgado por tardar más de la cuenta o por no poder empezar la micción. “Muchos afectados usan la expresión miedo escénico, que suele darse en presencia de gente a la que se percibe con más autoridad o poder”, afirma Peter Daw, psicólogo clínico y miembro del UKPT. Son pensamientos que los propios afectados reconocemos como irracionales. Al salir del baño, nosotros mismos comprobamos que las reacciones que habíamos imaginado de otras personas —atención desmedida, miradas inquisitorias, reproches— no se corresponden con la realidad. Lo que sí es real, tangible, es el sufrimiento mental y físico que conlleva. “Esa sensación de calor y dolor cuando tienes la vejiga llena y no eres capaz de mear es traumática. Entras en pánico, porque sabes que tu cuerpo está produciendo orina y tu vejiga se está llenando, pero no eres capaz de vaciarla. No puedes apretar el botón de pausa. Piensas: ‘¿cómo termina esto?, ¿me va a explotar la vejiga?, ¿me voy a desmayar y entonces me mearé encima?’”, relata Nathan. Algo parecido me cuenta Adele: “Me digo: ‘Ya está pasando otra vez, ¿por qué no puedo ser una persona normal?’. No hay nada tan frustrante para mí como querer orinar desesperadamente y no poder hacerlo”.
Prisión en el día a día
La paruresis es una condición semidesconocida de la que casi nadie habla. Un tabú hecho y derecho. La mayoría de los afectados, avergonzados, la sufre en secreto, ocultándosela a parejas, familiares y amigos. Por ello, es difícil llevar registro del número de afectados; entre quienes piden ayuda, aproximadamente un 90% son hombres: “No sabemos si hay menos mujeres afectadas o simplemente ellas lo esconden más. Es cierto que orinar es algo menos público para nosotras; siempre sucede en un cubículo, así que no tenemos que enfrentarnos con los urinarios como les pasa a los hombres. Pero tenemos otro tipo de complicaciones, como la tendencia a ir al baño en grupos”, explica Ann Allcoat, del UKPT.
La estimación más compartida indica que 220 millones de personas en el mundo tienen esta fobia. En Estados Unidos y Canadá, donde hay más datos, la padece un 7% de la población, unos 25 millones. De esos, la IPA calcula que entre uno y dos millones tiene un grado lo suficientemente grave como para afectar a su día a día. “Para algunas personas, es absolutamente limitante e incluso les conduce a pensar en el suicidio; la calidad de vida es muy baja. La depresión secundaria está extendida por todos los efectos que tiene sobre la vida social, laboral y familiar”, asegura el psicólogo Peter Daw.
Con síntomas severos, el síndrome de la vejiga tímida se convierte en una especie de prisión que restringe tu libertad de movimientos. Los afectados tienden a aislarse: reducen su vida social y evitan las situaciones de más riesgo. “El gran terror para la mayoría es no poder salir de casa y socializar, tener que rechazar invitaciones para estar con amigos. Actividades habituales como ir a tomar algo o a un centro comercial son difíciles para la gente con paruresis”, dice Steven Soifer, coautor del libro Shy Bladder Syndrome y fundador de la IPA. “Y no olvidemos el tema laboral: esa es la situación más estresante”. Necesitan vivir cerca del trabajo o tener flexibilidad para ir y volver a casa a orinar y así llevar una vida laboral sin sufrimiento continuo. Los más jóvenes a menudo faltan a clase o padecen en silencio. “Este año iba a la universidad, pasaba 10 o 12 horas hasta que llegaba a casa sin haber meado y sentía que era lo normal. Evito beber líquidos y eso hace que pueda aguantar tanto”, me cuenta Rolan, a quien este patrón le ha causado varias infecciones de vías urinarias.
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Miccionar es una función fisiológica básica, un acto rutinario que realizamos tantas veces al día (unas ocho, de media) que no le otorgamos gran importancia: lo hacemos con naturalidad, sin prestarle mucha atención. Para aquellos con paruresis, muchas de esas ocho micciones son un proceso complejo, que conlleva una preparación. “Empiezas a idear planes para tus días en función de dónde eres capaz de ir al baño. La gente no entiende lo que es esto. La paruresis se apodera por completo de tu día a día”, sentencia Max. Ante la posibilidad de un intento fallido, diseñan una estrategia para minimizar los factores de riesgo. Estudian la localización del baño, el momento en que habrá menos gente y cómo ir sin llamar la atención. También preparan un plan B por si no consiguen orinar. “Es como si tuviera que luchar por cada meada”, resume Nathan. Esa estrategia también incluye el uso de pequeños trucos que, aunque de alcance limitado, pueden mitigar el bloqueo en ciertas ocasiones, como ejercicios de respiración consciente o de activación muscular. A Max le ayuda la música: “Cuando puedo oír la voz de otros hablando afuera, nunca soy capaz de orinar. Ponerme los auriculares es como salir de allí, meterme en mi mundo”.
Un problema de buenas personas
Para la mayoría de quienes tenemos vejiga tímida, los primeros recuerdos de nuestras dificultades para orinar en público vienen de la adolescencia. También es común que muchos sitúen el origen de esos problemas en un evento concreto, en algunos casos tan grave como un abuso sexual, pero generalmente un suceso menos importante —las burlas de otros chicos en el baño de la escuela; la reprimenda de los padres por ”hacerse” en la cama—. “Aproximadamente, la mitad de quienes vienen a los talleres tiene el recuerdo de una experiencia traumática. ¿La otra mitad simplemente no la puede recordar? No lo sabemos, pero hay muchas personas que han tenido eventos traumáticos en un baño y no tienen paruresis. Por tanto, tiene que haber una causa subyacente, lo que yo llamo una propensión a este problema”, aclara Soifer.
De hecho, la mayoría de los afectados con los que he hablado tienen antecedentes de familiares con paruresis, aunque sea en un grado muy leve. También los he encontrado en mi propia familia: primero le conté a mi padre que tenía esta fobia; quedé estupefacto cuando me explicó que a él le sucede algo parecido. Después se lo dije a sus dos hermanos y, ¡sorpresa!, a ellos también les pasa. Ninguno conocía el síndrome y nunca habían hablado de su vejiga tímida entre ellos. Aunque podría haber otras razones como una educación compartida, parece probable que, como sucede en otras fobias sociales, haya una predisposición genética que se transmite de padres a hijos. Ian Harris, que lleva años asesorando a personas afectadas a superar este problema, tiene otra hipótesis: “Para mí, tiene que ver con un tipo de personalidad. En general, las personas con paruresis son buenas, sensibles y con mucha empatía. Si tú eres una persona sensible, es probable que tu padre también lo sea. Yo les digo: ‘Tenemos que cambiar tu forma de actuar, tienes que aprender a ser un cabrón, no preocuparte tanto por otras personas’”.
Terapia para una vejiga menos tímida
Encontrar ayuda no es sencillo: los familiares y los médicos de familia no llegan a entender la magnitud del problema y los urólogos no suelen tener siquiera constancia del síndrome. La terapia cognitivo-conductual es el tratamiento más recomendado; aun así, hay pocos psicólogos con experiencia o conocimientos avanzados. “Todavía es algo desconocido incluso en la población profesional. Como no hay mucha investigación, tampoco hay un epígrafe en los manuales que diga específicamente trastorno parurético”, explica la psicóloga Beatriz Serrano, que ha tenido varios pacientes con esta afección. “El tratamiento depende de dónde se ha instalado la fobia. Si la paruresis está generada por una situación traumática pasada, hay que trabajar sobre eso que el cerebro infantil que todos tenemos no ha superado. Si viene de algo social, entonces trabajamos más con técnicas de relajación y cognitivas —cómo interpreto lo que está fuera de mí y el pensamiento de los demás, qué pienso que puede pasar— para poner la mente fuera de esa ansiedad”.
Hay una vía de tratamiento más, la conductual, que ha sido largamente desarrollada por la IPA y el UKPT. “La ruta más efectiva es la terapia de exposición gradual. Entre el 80% y el 90% de las personas obtienen beneficios”, explica Steven Soifer. Esta técnica consiste en exponerse a orinar en presencia de otros, empezando en situaciones que la persona considera “seguras” y avanzando hacia escenarios más desafiantes en baños de lugares públicos como centros comerciales. Es esencial tener un compañero de entrenamiento (pee buddy) que ayude en el proceso situándose a distintas distancias del afectado. Sucede así: se bebe agua en abundancia para tener sensación de urgencia; si se consigue empezar la micción, se deja correr la orina unos segundos y después se detiene, guardando líquido para el siguiente intento; unos minutos después, se añade dificultad (el pestillo quitado, la puerta abierta, el pee buddy más cerca, etc.) y se vuelve a intentar.
Estas organizaciones realizan desde hace más de dos décadas talleres de fin de semana donde tratan la paruresis practicando la exposición gradual. “Tuve que reunir mucho valor para ir al curso. Pensaba que solo habría un montón de raritos, pero era gente normal, como yo”, cuenta Harris, que asistió a este evento como afectado y ahora se ha convertido en instructor. El taller solo es un primer paso del proceso de recuperación. “No podemos curarlos ni pulsar un botón y apagar el síndrome, pero encuentran una mejora significativa en cómo se sienten acerca de sí mismos y en su habilidad para orinar”, explica Andrew Smith, presidente del UKPT. Aunque cada persona reacciona de forma diferente y el progreso varía, la huella que deja el fin de semana es profunda. “El viernes llegan asustados y con ansiedad. El sábado están perplejos por poder orinar cerca de otra gente, muchos no lo han hecho nunca. El domingo, la mayoría están extasiados o muy satisfechos con sus avances”, afirma Soifer, uno de los creadores del método en los años noventa.
Uno de estos cursos fue un punto de inflexión en su recuperación para algunos de los afectados que han dado su testimonio para este reportaje, como Max, Adele o Álex. “Mi madre encontró el curso buscando en internet. Pasé de no poder mear ni en mi casa a poder hacerlo en prácticamente cualquier situación. Volví a tener una vida normal, recuperé mi vida”, explica Álex, para quien el curso tuvo un efecto positivo inmediato, algo que no siempre ocurre. Antes de acabar nuestra conversación, Harris recuerda la historia de un señor de casi 80 años con cáncer terminal que se apuntó al taller. “Yo no entendía por qué quería hacer el esfuerzo a esas alturas”. Tenía una buena razón: cada semana debía acudir al hospital para dar una muestra de orina. Como no era capaz de orinar allí, le tenían que poner un catéter. “Él no quería seguir pasando por eso, quería poder dar la muestra por sí mismo. Una semana después del taller, me escribió diciendo que había podido orinar para la muestra y había salido orgullosamente con ella para dársela a las enfermeras. Conseguimos darle algo de felicidad a ese hombre en sus últimos momentos”.
Faltan profesionales de la salud mental especializados en esta fobia, iniciativas para darle visibilidad (especialmente en el mundo hispanohablante) e investigación para desarrollar los remedios; pero ya existen tratamientos que alivian los síntomas, reduciendo un problema paralizante, que lastra la vida de las personas que lo sufren, a una condición con la que se puede convivir sin más inconveniente que algunas situaciones incómodas aquí y allá. Solo hay que decidirse a buscar ayuda. El mes pasado, después de varias sesiones de exposición gradual, ya conseguí orinar en el baño de un avión.
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Una fobia social semidesconocida hace que millones de personas no puedan orinar en servicios públicos. Varios afectados (incluido el autor) nos cuentan sus historias.
Existe un síndrome que te impide orinar, aunque tengas tantas ganas que el vientre te duele. Imagina que estás en un baño público y te dispones a empezar la micción —no hay nada que desees más en ese momento—, pero no puedes iniciar el chorro por mucha voluntad que tengas, por mucha fuerza que hagas, por mucho tiempo que esperes. Se llama paruresis o “síndrome de la vejiga tímida”, según descubrí hace un tiempo. Lo que descubrí es el nombre; el síntoma lo conocía de sobra, pues lo he sufrido a menudo. En ese momento de frustración, ante la incapacidad de orinar, no encuentro más solución que irme de donde quiera que esté y buscar un baño en el que tenga más intimidad, la suficiente para romper la parálisis que me atenaza. Solo que a veces irte a otro sitio no es una opción.
Hace unos años, tomé un vuelo de nueve horas a Cuba. Llevaba un rato en el avión cuando noté una presión incómoda en el abdomen, casi un pinchazo: la vejiga estaba llena. Por aquel entonces, era consciente de que tenía dificultades para orinar delante de la gente, pero no había pensado que un avión, donde la micción sucede en un cubículo cerrado, fuera a causarme problemas. Viajemos a ese momento: después de hacer la fila, entro al único baño en funcionamiento del avión y cierro la puerta con pestillo. Con la urgencia que tengo, el chorro debería salir en un instante trayendo un alivio placentero, casi orgásmico. Sin embargo, una vez que enfrento la taza del retrete, pasan unos segundos y no sale nada. Una especie de bloqueo me impide orinar.
Es una sensación física, como si el esfínter no respondiera, y también un estado mental: de repente, iniciar la micción —una acción tan sencilla— se me antoja imposible. Dejo de creer que mi cuerpo sea capaz de orinar. En ese trance, me asaltan pensamientos absurdos: me agobia pensar en la molestia creciente de las personas que hacen cola para entrar el baño; me inquieta imaginar que el resto de los pasajeros, extrañados en sus asientos por todo el tiempo que llevo en el baño, esperan atentos a que salga. Me asomo: nadie está agitado, nadie me presta demasiada atención. Intento evacuar sin éxito cinco, quizá seis veces más. Pasan las horas y por fin llegamos; bajo del avión, entro al primer servicio en tierra firme. En pocos segundos vacío la vejiga. Así de fácil.
También te podría intersar: "Adictos a nuestros teléfonos: cómo recuperar la vida que se nos va en la pantalla"
Aquella experiencia, o más bien la ansiedad ante la perspectiva de volver a tomar un vuelo de larga duración, fue la que me llevó a investigar. Pronto supe que mi ”extraño problema” no era en realidad extraño, ni solo mío. Encontré dos organizaciones dedicadas al síndrome —la estadounidense International Paruresis Association (IPA) y la británica UK Paruresis Trust (UKPT)— y entré en contacto con gente que contaba algunas historias parecidas a las mías, y otras más angustiosas. Por ejemplo, esta de Rolan: en un viaje escolar de Madrid a Mallorca, primero en autobús y después en barco, soportó un día entero sin evacuar la vejiga. “En el barco había una fiesta; imagínate varios bachilleratos en un barco gigante de viaje de fin de curso. Los baños eran más o menos privados, pero había mucho flujo de gente. Intenté mear varias veces, pero no pude”, me contó. Aunque se encerraba en un cubículo, la presencia constante de otros jóvenes charlando y haciendo bromas afuera, en los urinarios y la zona del lavabo, le arrebataba el control sobre su cuerpo.
La fiesta acabó de madrugada; para entonces la ansiedad se había apoderado de Rolan, que no conseguía orinar, ni siquiera cuando el tráfico de personas se dispersó. La llegada estaba prevista por la mañana, pero se fue retrasando. “Tenía dolor, escalofríos y mareos, incluso un poco de fiebre, pero en parte se me habían quitado las ganas después de tantas horas. El cerebro dijo: ‘Si no va a pasar, pues ¿para qué?’”. A la hora de desembarcar todos los pasajeros se agolparon junto a la puerta de salida. Con el resto del barco vacío, Rolan se fue a un baño en la otra punta. “Cerré la puerta, aguanté muchísimo la respiración, me puse las manos en los oídos y, con mucho esfuerzo, porque mis músculos estaban muy tensos, pude mear”.
Desafíos paruréticos
El síndrome de la vejiga tímida está considerado una fobia social; es decir, un problema psicológico; quienes lo sufren (sufrimos) no son capaces de orinar cuando hay otras personas cerca e incluso cuando no hay nadie, pero sienten que otras personas pueden aparecer en esos momentos. La fobia se manifiesta especialmente si, durante la micción, alguien está en su campo visual o sonoro —es decir, si los puede ver u oír y también si ellos ven u oyen a otro individuo— o si creen que alguien está pendiente de ellos —por ejemplo, un amigo esperándolos afuera o un desconocido haciendo cola para usar el mingitorio después—.
Orinar en un baño público es, por tanto, el desafío mayor. Todos los afectados tenemos problemas para hacerlo en un urinario abierto o de pared, con otras personas al lado. A partir de ahí, el grado de dificultad varía según la severidad de la fobia. Aquellos con casos más leves, como el mío, sí podemos evacuar habitualmente en un baño público si hay un cubículo cerrado, aunque podemos tener dificultades en función de algunos factores: la cantidad de gente que haya en el baño, la proximidad de esas personas —que haya pestillo en la puerta es clave al aumentar la sensación de privacidad—, el nivel de ruido, el tamaño del baño o el movimiento. Por eso, los aviones, autobuses y otros medios de transporte, con retretes pequeños que vibran por el desplazamiento y con decenas de personas sentadas al lado, son lugares especialmente problemáticos, así como los bares, los festivales o las discotecas, en donde suele haber aglomeraciones en los servicios.
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Quienes tienen una paruresis más severa no pueden orinar en ninguna circunstancia fuera de su casa y, en algunos casos, ni siquiera dentro de ella. Este era el caso de Álex (nombre ficticio): “Cuando tenía 13 años solo salía a la calle por periodos de dos horas. No me iba a ningún sitio del que no pudiera volver a casa en ese tiempo”, me explica. La única excepción era el colegio: eso no lo podía evadir. “O me aguantaba todo el día o, cuando el dolor era insoportable, fingía que estaba malo para que me vinieran a buscar”. También hablé con Max, que sitúa en una gasolinera su primer recuerdo parurético: “Me veo allí de pie en el urinario pensando: ‘¿por qué no puedo mear?’”. Cuando cumplió 17 años la cosa empeoró. “No podía mear prácticamente en ningún sitio. Si iba a casa de mis amigos, no había ninguna posibilidad. Pero es que no podía ni en mi propia casa si escuchaba a algún miembro de mi familia cerca del baño”, me asegura, y yo no puedo evitar sentir una especie de consuelo, pues mi paruresis no es para tanto. Aparte del problema de los aviones, solo me crea algunas situaciones incómodas: ir al servicio de un bar, no poder orinar, volver molesto, aguantarme un rato más e intentarlo de nuevo más tarde o buscar otro baño.
Miedo escénico en pleno retrete
Un día se me ocurre preguntarle sobre la paruresis a mi amigo Diego Castanedo, urólogo reputado. Me sorprende escuchar que él también tiene la vejiga tímida, aunque no mucho. Me confirma que “es una condición poco conocida en la profesión, puesto que no es abordable desde la urología”. Aunque la paruresis es un problema originado por la mente, sí produce una anomalía fisiológica: el esfínter uretral interno, que no se controla voluntariamente, se contrae y no deja pasar la orina. Es una reacción defensiva. El cerebro, digamos, interpreta la presencia de otras personas como una amenaza. De nada sirve que el individuo relaje el esfínter externo, el que sí podemos controlar para iniciar la micción. No hay ninguna lesión en el sistema urinario: si desaparece el factor amenazante, la persona afectada podrá orinar al instante. “Es tu propia mente la que te dice que no puedes mear. Antes de entrar al baño, la idea de que no voy a poder orinar ya se va formando en mi cabeza. Para el momento en que me siento en el retrete, ya me he convencido de que no puedo hacerlo y, por supuesto, no puedo”, relata Adele, otra afectada (en efecto, esta condición no es exclusivamente masculina).
Surge en ese momento la ansiedad social: el miedo al escrutinio de los demás, a enfadar a quien está esperando en la fila, a ser juzgado por tardar más de la cuenta o por no poder empezar la micción. “Muchos afectados usan la expresión miedo escénico, que suele darse en presencia de gente a la que se percibe con más autoridad o poder”, afirma Peter Daw, psicólogo clínico y miembro del UKPT. Son pensamientos que los propios afectados reconocemos como irracionales. Al salir del baño, nosotros mismos comprobamos que las reacciones que habíamos imaginado de otras personas —atención desmedida, miradas inquisitorias, reproches— no se corresponden con la realidad. Lo que sí es real, tangible, es el sufrimiento mental y físico que conlleva. “Esa sensación de calor y dolor cuando tienes la vejiga llena y no eres capaz de mear es traumática. Entras en pánico, porque sabes que tu cuerpo está produciendo orina y tu vejiga se está llenando, pero no eres capaz de vaciarla. No puedes apretar el botón de pausa. Piensas: ‘¿cómo termina esto?, ¿me va a explotar la vejiga?, ¿me voy a desmayar y entonces me mearé encima?’”, relata Nathan. Algo parecido me cuenta Adele: “Me digo: ‘Ya está pasando otra vez, ¿por qué no puedo ser una persona normal?’. No hay nada tan frustrante para mí como querer orinar desesperadamente y no poder hacerlo”.
Prisión en el día a día
La paruresis es una condición semidesconocida de la que casi nadie habla. Un tabú hecho y derecho. La mayoría de los afectados, avergonzados, la sufre en secreto, ocultándosela a parejas, familiares y amigos. Por ello, es difícil llevar registro del número de afectados; entre quienes piden ayuda, aproximadamente un 90% son hombres: “No sabemos si hay menos mujeres afectadas o simplemente ellas lo esconden más. Es cierto que orinar es algo menos público para nosotras; siempre sucede en un cubículo, así que no tenemos que enfrentarnos con los urinarios como les pasa a los hombres. Pero tenemos otro tipo de complicaciones, como la tendencia a ir al baño en grupos”, explica Ann Allcoat, del UKPT.
La estimación más compartida indica que 220 millones de personas en el mundo tienen esta fobia. En Estados Unidos y Canadá, donde hay más datos, la padece un 7% de la población, unos 25 millones. De esos, la IPA calcula que entre uno y dos millones tiene un grado lo suficientemente grave como para afectar a su día a día. “Para algunas personas, es absolutamente limitante e incluso les conduce a pensar en el suicidio; la calidad de vida es muy baja. La depresión secundaria está extendida por todos los efectos que tiene sobre la vida social, laboral y familiar”, asegura el psicólogo Peter Daw.
Con síntomas severos, el síndrome de la vejiga tímida se convierte en una especie de prisión que restringe tu libertad de movimientos. Los afectados tienden a aislarse: reducen su vida social y evitan las situaciones de más riesgo. “El gran terror para la mayoría es no poder salir de casa y socializar, tener que rechazar invitaciones para estar con amigos. Actividades habituales como ir a tomar algo o a un centro comercial son difíciles para la gente con paruresis”, dice Steven Soifer, coautor del libro Shy Bladder Syndrome y fundador de la IPA. “Y no olvidemos el tema laboral: esa es la situación más estresante”. Necesitan vivir cerca del trabajo o tener flexibilidad para ir y volver a casa a orinar y así llevar una vida laboral sin sufrimiento continuo. Los más jóvenes a menudo faltan a clase o padecen en silencio. “Este año iba a la universidad, pasaba 10 o 12 horas hasta que llegaba a casa sin haber meado y sentía que era lo normal. Evito beber líquidos y eso hace que pueda aguantar tanto”, me cuenta Rolan, a quien este patrón le ha causado varias infecciones de vías urinarias.
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Miccionar es una función fisiológica básica, un acto rutinario que realizamos tantas veces al día (unas ocho, de media) que no le otorgamos gran importancia: lo hacemos con naturalidad, sin prestarle mucha atención. Para aquellos con paruresis, muchas de esas ocho micciones son un proceso complejo, que conlleva una preparación. “Empiezas a idear planes para tus días en función de dónde eres capaz de ir al baño. La gente no entiende lo que es esto. La paruresis se apodera por completo de tu día a día”, sentencia Max. Ante la posibilidad de un intento fallido, diseñan una estrategia para minimizar los factores de riesgo. Estudian la localización del baño, el momento en que habrá menos gente y cómo ir sin llamar la atención. También preparan un plan B por si no consiguen orinar. “Es como si tuviera que luchar por cada meada”, resume Nathan. Esa estrategia también incluye el uso de pequeños trucos que, aunque de alcance limitado, pueden mitigar el bloqueo en ciertas ocasiones, como ejercicios de respiración consciente o de activación muscular. A Max le ayuda la música: “Cuando puedo oír la voz de otros hablando afuera, nunca soy capaz de orinar. Ponerme los auriculares es como salir de allí, meterme en mi mundo”.
Un problema de buenas personas
Para la mayoría de quienes tenemos vejiga tímida, los primeros recuerdos de nuestras dificultades para orinar en público vienen de la adolescencia. También es común que muchos sitúen el origen de esos problemas en un evento concreto, en algunos casos tan grave como un abuso sexual, pero generalmente un suceso menos importante —las burlas de otros chicos en el baño de la escuela; la reprimenda de los padres por ”hacerse” en la cama—. “Aproximadamente, la mitad de quienes vienen a los talleres tiene el recuerdo de una experiencia traumática. ¿La otra mitad simplemente no la puede recordar? No lo sabemos, pero hay muchas personas que han tenido eventos traumáticos en un baño y no tienen paruresis. Por tanto, tiene que haber una causa subyacente, lo que yo llamo una propensión a este problema”, aclara Soifer.
De hecho, la mayoría de los afectados con los que he hablado tienen antecedentes de familiares con paruresis, aunque sea en un grado muy leve. También los he encontrado en mi propia familia: primero le conté a mi padre que tenía esta fobia; quedé estupefacto cuando me explicó que a él le sucede algo parecido. Después se lo dije a sus dos hermanos y, ¡sorpresa!, a ellos también les pasa. Ninguno conocía el síndrome y nunca habían hablado de su vejiga tímida entre ellos. Aunque podría haber otras razones como una educación compartida, parece probable que, como sucede en otras fobias sociales, haya una predisposición genética que se transmite de padres a hijos. Ian Harris, que lleva años asesorando a personas afectadas a superar este problema, tiene otra hipótesis: “Para mí, tiene que ver con un tipo de personalidad. En general, las personas con paruresis son buenas, sensibles y con mucha empatía. Si tú eres una persona sensible, es probable que tu padre también lo sea. Yo les digo: ‘Tenemos que cambiar tu forma de actuar, tienes que aprender a ser un cabrón, no preocuparte tanto por otras personas’”.
Terapia para una vejiga menos tímida
Encontrar ayuda no es sencillo: los familiares y los médicos de familia no llegan a entender la magnitud del problema y los urólogos no suelen tener siquiera constancia del síndrome. La terapia cognitivo-conductual es el tratamiento más recomendado; aun así, hay pocos psicólogos con experiencia o conocimientos avanzados. “Todavía es algo desconocido incluso en la población profesional. Como no hay mucha investigación, tampoco hay un epígrafe en los manuales que diga específicamente trastorno parurético”, explica la psicóloga Beatriz Serrano, que ha tenido varios pacientes con esta afección. “El tratamiento depende de dónde se ha instalado la fobia. Si la paruresis está generada por una situación traumática pasada, hay que trabajar sobre eso que el cerebro infantil que todos tenemos no ha superado. Si viene de algo social, entonces trabajamos más con técnicas de relajación y cognitivas —cómo interpreto lo que está fuera de mí y el pensamiento de los demás, qué pienso que puede pasar— para poner la mente fuera de esa ansiedad”.
Hay una vía de tratamiento más, la conductual, que ha sido largamente desarrollada por la IPA y el UKPT. “La ruta más efectiva es la terapia de exposición gradual. Entre el 80% y el 90% de las personas obtienen beneficios”, explica Steven Soifer. Esta técnica consiste en exponerse a orinar en presencia de otros, empezando en situaciones que la persona considera “seguras” y avanzando hacia escenarios más desafiantes en baños de lugares públicos como centros comerciales. Es esencial tener un compañero de entrenamiento (pee buddy) que ayude en el proceso situándose a distintas distancias del afectado. Sucede así: se bebe agua en abundancia para tener sensación de urgencia; si se consigue empezar la micción, se deja correr la orina unos segundos y después se detiene, guardando líquido para el siguiente intento; unos minutos después, se añade dificultad (el pestillo quitado, la puerta abierta, el pee buddy más cerca, etc.) y se vuelve a intentar.
Estas organizaciones realizan desde hace más de dos décadas talleres de fin de semana donde tratan la paruresis practicando la exposición gradual. “Tuve que reunir mucho valor para ir al curso. Pensaba que solo habría un montón de raritos, pero era gente normal, como yo”, cuenta Harris, que asistió a este evento como afectado y ahora se ha convertido en instructor. El taller solo es un primer paso del proceso de recuperación. “No podemos curarlos ni pulsar un botón y apagar el síndrome, pero encuentran una mejora significativa en cómo se sienten acerca de sí mismos y en su habilidad para orinar”, explica Andrew Smith, presidente del UKPT. Aunque cada persona reacciona de forma diferente y el progreso varía, la huella que deja el fin de semana es profunda. “El viernes llegan asustados y con ansiedad. El sábado están perplejos por poder orinar cerca de otra gente, muchos no lo han hecho nunca. El domingo, la mayoría están extasiados o muy satisfechos con sus avances”, afirma Soifer, uno de los creadores del método en los años noventa.
Uno de estos cursos fue un punto de inflexión en su recuperación para algunos de los afectados que han dado su testimonio para este reportaje, como Max, Adele o Álex. “Mi madre encontró el curso buscando en internet. Pasé de no poder mear ni en mi casa a poder hacerlo en prácticamente cualquier situación. Volví a tener una vida normal, recuperé mi vida”, explica Álex, para quien el curso tuvo un efecto positivo inmediato, algo que no siempre ocurre. Antes de acabar nuestra conversación, Harris recuerda la historia de un señor de casi 80 años con cáncer terminal que se apuntó al taller. “Yo no entendía por qué quería hacer el esfuerzo a esas alturas”. Tenía una buena razón: cada semana debía acudir al hospital para dar una muestra de orina. Como no era capaz de orinar allí, le tenían que poner un catéter. “Él no quería seguir pasando por eso, quería poder dar la muestra por sí mismo. Una semana después del taller, me escribió diciendo que había podido orinar para la muestra y había salido orgullosamente con ella para dársela a las enfermeras. Conseguimos darle algo de felicidad a ese hombre en sus últimos momentos”.
Faltan profesionales de la salud mental especializados en esta fobia, iniciativas para darle visibilidad (especialmente en el mundo hispanohablante) e investigación para desarrollar los remedios; pero ya existen tratamientos que alivian los síntomas, reduciendo un problema paralizante, que lastra la vida de las personas que lo sufren, a una condición con la que se puede convivir sin más inconveniente que algunas situaciones incómodas aquí y allá. Solo hay que decidirse a buscar ayuda. El mes pasado, después de varias sesiones de exposición gradual, ya conseguí orinar en el baño de un avión.
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En Estados Unidos y Canadá un 7% de la población, unos 25 millones de personas, padece el síndrome de vejiga tímida.
Existe un síndrome que te impide orinar, aunque tengas tantas ganas que el vientre te duele. Imagina que estás en un baño público y te dispones a empezar la micción —no hay nada que desees más en ese momento—, pero no puedes iniciar el chorro por mucha voluntad que tengas, por mucha fuerza que hagas, por mucho tiempo que esperes. Se llama paruresis o “síndrome de la vejiga tímida”, según descubrí hace un tiempo. Lo que descubrí es el nombre; el síntoma lo conocía de sobra, pues lo he sufrido a menudo. En ese momento de frustración, ante la incapacidad de orinar, no encuentro más solución que irme de donde quiera que esté y buscar un baño en el que tenga más intimidad, la suficiente para romper la parálisis que me atenaza. Solo que a veces irte a otro sitio no es una opción.
Hace unos años, tomé un vuelo de nueve horas a Cuba. Llevaba un rato en el avión cuando noté una presión incómoda en el abdomen, casi un pinchazo: la vejiga estaba llena. Por aquel entonces, era consciente de que tenía dificultades para orinar delante de la gente, pero no había pensado que un avión, donde la micción sucede en un cubículo cerrado, fuera a causarme problemas. Viajemos a ese momento: después de hacer la fila, entro al único baño en funcionamiento del avión y cierro la puerta con pestillo. Con la urgencia que tengo, el chorro debería salir en un instante trayendo un alivio placentero, casi orgásmico. Sin embargo, una vez que enfrento la taza del retrete, pasan unos segundos y no sale nada. Una especie de bloqueo me impide orinar.
Es una sensación física, como si el esfínter no respondiera, y también un estado mental: de repente, iniciar la micción —una acción tan sencilla— se me antoja imposible. Dejo de creer que mi cuerpo sea capaz de orinar. En ese trance, me asaltan pensamientos absurdos: me agobia pensar en la molestia creciente de las personas que hacen cola para entrar el baño; me inquieta imaginar que el resto de los pasajeros, extrañados en sus asientos por todo el tiempo que llevo en el baño, esperan atentos a que salga. Me asomo: nadie está agitado, nadie me presta demasiada atención. Intento evacuar sin éxito cinco, quizá seis veces más. Pasan las horas y por fin llegamos; bajo del avión, entro al primer servicio en tierra firme. En pocos segundos vacío la vejiga. Así de fácil.
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Aquella experiencia, o más bien la ansiedad ante la perspectiva de volver a tomar un vuelo de larga duración, fue la que me llevó a investigar. Pronto supe que mi ”extraño problema” no era en realidad extraño, ni solo mío. Encontré dos organizaciones dedicadas al síndrome —la estadounidense International Paruresis Association (IPA) y la británica UK Paruresis Trust (UKPT)— y entré en contacto con gente que contaba algunas historias parecidas a las mías, y otras más angustiosas. Por ejemplo, esta de Rolan: en un viaje escolar de Madrid a Mallorca, primero en autobús y después en barco, soportó un día entero sin evacuar la vejiga. “En el barco había una fiesta; imagínate varios bachilleratos en un barco gigante de viaje de fin de curso. Los baños eran más o menos privados, pero había mucho flujo de gente. Intenté mear varias veces, pero no pude”, me contó. Aunque se encerraba en un cubículo, la presencia constante de otros jóvenes charlando y haciendo bromas afuera, en los urinarios y la zona del lavabo, le arrebataba el control sobre su cuerpo.
La fiesta acabó de madrugada; para entonces la ansiedad se había apoderado de Rolan, que no conseguía orinar, ni siquiera cuando el tráfico de personas se dispersó. La llegada estaba prevista por la mañana, pero se fue retrasando. “Tenía dolor, escalofríos y mareos, incluso un poco de fiebre, pero en parte se me habían quitado las ganas después de tantas horas. El cerebro dijo: ‘Si no va a pasar, pues ¿para qué?’”. A la hora de desembarcar todos los pasajeros se agolparon junto a la puerta de salida. Con el resto del barco vacío, Rolan se fue a un baño en la otra punta. “Cerré la puerta, aguanté muchísimo la respiración, me puse las manos en los oídos y, con mucho esfuerzo, porque mis músculos estaban muy tensos, pude mear”.
Desafíos paruréticos
El síndrome de la vejiga tímida está considerado una fobia social; es decir, un problema psicológico; quienes lo sufren (sufrimos) no son capaces de orinar cuando hay otras personas cerca e incluso cuando no hay nadie, pero sienten que otras personas pueden aparecer en esos momentos. La fobia se manifiesta especialmente si, durante la micción, alguien está en su campo visual o sonoro —es decir, si los puede ver u oír y también si ellos ven u oyen a otro individuo— o si creen que alguien está pendiente de ellos —por ejemplo, un amigo esperándolos afuera o un desconocido haciendo cola para usar el mingitorio después—.
Orinar en un baño público es, por tanto, el desafío mayor. Todos los afectados tenemos problemas para hacerlo en un urinario abierto o de pared, con otras personas al lado. A partir de ahí, el grado de dificultad varía según la severidad de la fobia. Aquellos con casos más leves, como el mío, sí podemos evacuar habitualmente en un baño público si hay un cubículo cerrado, aunque podemos tener dificultades en función de algunos factores: la cantidad de gente que haya en el baño, la proximidad de esas personas —que haya pestillo en la puerta es clave al aumentar la sensación de privacidad—, el nivel de ruido, el tamaño del baño o el movimiento. Por eso, los aviones, autobuses y otros medios de transporte, con retretes pequeños que vibran por el desplazamiento y con decenas de personas sentadas al lado, son lugares especialmente problemáticos, así como los bares, los festivales o las discotecas, en donde suele haber aglomeraciones en los servicios.
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Quienes tienen una paruresis más severa no pueden orinar en ninguna circunstancia fuera de su casa y, en algunos casos, ni siquiera dentro de ella. Este era el caso de Álex (nombre ficticio): “Cuando tenía 13 años solo salía a la calle por periodos de dos horas. No me iba a ningún sitio del que no pudiera volver a casa en ese tiempo”, me explica. La única excepción era el colegio: eso no lo podía evadir. “O me aguantaba todo el día o, cuando el dolor era insoportable, fingía que estaba malo para que me vinieran a buscar”. También hablé con Max, que sitúa en una gasolinera su primer recuerdo parurético: “Me veo allí de pie en el urinario pensando: ‘¿por qué no puedo mear?’”. Cuando cumplió 17 años la cosa empeoró. “No podía mear prácticamente en ningún sitio. Si iba a casa de mis amigos, no había ninguna posibilidad. Pero es que no podía ni en mi propia casa si escuchaba a algún miembro de mi familia cerca del baño”, me asegura, y yo no puedo evitar sentir una especie de consuelo, pues mi paruresis no es para tanto. Aparte del problema de los aviones, solo me crea algunas situaciones incómodas: ir al servicio de un bar, no poder orinar, volver molesto, aguantarme un rato más e intentarlo de nuevo más tarde o buscar otro baño.
Miedo escénico en pleno retrete
Un día se me ocurre preguntarle sobre la paruresis a mi amigo Diego Castanedo, urólogo reputado. Me sorprende escuchar que él también tiene la vejiga tímida, aunque no mucho. Me confirma que “es una condición poco conocida en la profesión, puesto que no es abordable desde la urología”. Aunque la paruresis es un problema originado por la mente, sí produce una anomalía fisiológica: el esfínter uretral interno, que no se controla voluntariamente, se contrae y no deja pasar la orina. Es una reacción defensiva. El cerebro, digamos, interpreta la presencia de otras personas como una amenaza. De nada sirve que el individuo relaje el esfínter externo, el que sí podemos controlar para iniciar la micción. No hay ninguna lesión en el sistema urinario: si desaparece el factor amenazante, la persona afectada podrá orinar al instante. “Es tu propia mente la que te dice que no puedes mear. Antes de entrar al baño, la idea de que no voy a poder orinar ya se va formando en mi cabeza. Para el momento en que me siento en el retrete, ya me he convencido de que no puedo hacerlo y, por supuesto, no puedo”, relata Adele, otra afectada (en efecto, esta condición no es exclusivamente masculina).
Surge en ese momento la ansiedad social: el miedo al escrutinio de los demás, a enfadar a quien está esperando en la fila, a ser juzgado por tardar más de la cuenta o por no poder empezar la micción. “Muchos afectados usan la expresión miedo escénico, que suele darse en presencia de gente a la que se percibe con más autoridad o poder”, afirma Peter Daw, psicólogo clínico y miembro del UKPT. Son pensamientos que los propios afectados reconocemos como irracionales. Al salir del baño, nosotros mismos comprobamos que las reacciones que habíamos imaginado de otras personas —atención desmedida, miradas inquisitorias, reproches— no se corresponden con la realidad. Lo que sí es real, tangible, es el sufrimiento mental y físico que conlleva. “Esa sensación de calor y dolor cuando tienes la vejiga llena y no eres capaz de mear es traumática. Entras en pánico, porque sabes que tu cuerpo está produciendo orina y tu vejiga se está llenando, pero no eres capaz de vaciarla. No puedes apretar el botón de pausa. Piensas: ‘¿cómo termina esto?, ¿me va a explotar la vejiga?, ¿me voy a desmayar y entonces me mearé encima?’”, relata Nathan. Algo parecido me cuenta Adele: “Me digo: ‘Ya está pasando otra vez, ¿por qué no puedo ser una persona normal?’. No hay nada tan frustrante para mí como querer orinar desesperadamente y no poder hacerlo”.
Prisión en el día a día
La paruresis es una condición semidesconocida de la que casi nadie habla. Un tabú hecho y derecho. La mayoría de los afectados, avergonzados, la sufre en secreto, ocultándosela a parejas, familiares y amigos. Por ello, es difícil llevar registro del número de afectados; entre quienes piden ayuda, aproximadamente un 90% son hombres: “No sabemos si hay menos mujeres afectadas o simplemente ellas lo esconden más. Es cierto que orinar es algo menos público para nosotras; siempre sucede en un cubículo, así que no tenemos que enfrentarnos con los urinarios como les pasa a los hombres. Pero tenemos otro tipo de complicaciones, como la tendencia a ir al baño en grupos”, explica Ann Allcoat, del UKPT.
La estimación más compartida indica que 220 millones de personas en el mundo tienen esta fobia. En Estados Unidos y Canadá, donde hay más datos, la padece un 7% de la población, unos 25 millones. De esos, la IPA calcula que entre uno y dos millones tiene un grado lo suficientemente grave como para afectar a su día a día. “Para algunas personas, es absolutamente limitante e incluso les conduce a pensar en el suicidio; la calidad de vida es muy baja. La depresión secundaria está extendida por todos los efectos que tiene sobre la vida social, laboral y familiar”, asegura el psicólogo Peter Daw.
Con síntomas severos, el síndrome de la vejiga tímida se convierte en una especie de prisión que restringe tu libertad de movimientos. Los afectados tienden a aislarse: reducen su vida social y evitan las situaciones de más riesgo. “El gran terror para la mayoría es no poder salir de casa y socializar, tener que rechazar invitaciones para estar con amigos. Actividades habituales como ir a tomar algo o a un centro comercial son difíciles para la gente con paruresis”, dice Steven Soifer, coautor del libro Shy Bladder Syndrome y fundador de la IPA. “Y no olvidemos el tema laboral: esa es la situación más estresante”. Necesitan vivir cerca del trabajo o tener flexibilidad para ir y volver a casa a orinar y así llevar una vida laboral sin sufrimiento continuo. Los más jóvenes a menudo faltan a clase o padecen en silencio. “Este año iba a la universidad, pasaba 10 o 12 horas hasta que llegaba a casa sin haber meado y sentía que era lo normal. Evito beber líquidos y eso hace que pueda aguantar tanto”, me cuenta Rolan, a quien este patrón le ha causado varias infecciones de vías urinarias.
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Miccionar es una función fisiológica básica, un acto rutinario que realizamos tantas veces al día (unas ocho, de media) que no le otorgamos gran importancia: lo hacemos con naturalidad, sin prestarle mucha atención. Para aquellos con paruresis, muchas de esas ocho micciones son un proceso complejo, que conlleva una preparación. “Empiezas a idear planes para tus días en función de dónde eres capaz de ir al baño. La gente no entiende lo que es esto. La paruresis se apodera por completo de tu día a día”, sentencia Max. Ante la posibilidad de un intento fallido, diseñan una estrategia para minimizar los factores de riesgo. Estudian la localización del baño, el momento en que habrá menos gente y cómo ir sin llamar la atención. También preparan un plan B por si no consiguen orinar. “Es como si tuviera que luchar por cada meada”, resume Nathan. Esa estrategia también incluye el uso de pequeños trucos que, aunque de alcance limitado, pueden mitigar el bloqueo en ciertas ocasiones, como ejercicios de respiración consciente o de activación muscular. A Max le ayuda la música: “Cuando puedo oír la voz de otros hablando afuera, nunca soy capaz de orinar. Ponerme los auriculares es como salir de allí, meterme en mi mundo”.
Un problema de buenas personas
Para la mayoría de quienes tenemos vejiga tímida, los primeros recuerdos de nuestras dificultades para orinar en público vienen de la adolescencia. También es común que muchos sitúen el origen de esos problemas en un evento concreto, en algunos casos tan grave como un abuso sexual, pero generalmente un suceso menos importante —las burlas de otros chicos en el baño de la escuela; la reprimenda de los padres por ”hacerse” en la cama—. “Aproximadamente, la mitad de quienes vienen a los talleres tiene el recuerdo de una experiencia traumática. ¿La otra mitad simplemente no la puede recordar? No lo sabemos, pero hay muchas personas que han tenido eventos traumáticos en un baño y no tienen paruresis. Por tanto, tiene que haber una causa subyacente, lo que yo llamo una propensión a este problema”, aclara Soifer.
De hecho, la mayoría de los afectados con los que he hablado tienen antecedentes de familiares con paruresis, aunque sea en un grado muy leve. También los he encontrado en mi propia familia: primero le conté a mi padre que tenía esta fobia; quedé estupefacto cuando me explicó que a él le sucede algo parecido. Después se lo dije a sus dos hermanos y, ¡sorpresa!, a ellos también les pasa. Ninguno conocía el síndrome y nunca habían hablado de su vejiga tímida entre ellos. Aunque podría haber otras razones como una educación compartida, parece probable que, como sucede en otras fobias sociales, haya una predisposición genética que se transmite de padres a hijos. Ian Harris, que lleva años asesorando a personas afectadas a superar este problema, tiene otra hipótesis: “Para mí, tiene que ver con un tipo de personalidad. En general, las personas con paruresis son buenas, sensibles y con mucha empatía. Si tú eres una persona sensible, es probable que tu padre también lo sea. Yo les digo: ‘Tenemos que cambiar tu forma de actuar, tienes que aprender a ser un cabrón, no preocuparte tanto por otras personas’”.
Terapia para una vejiga menos tímida
Encontrar ayuda no es sencillo: los familiares y los médicos de familia no llegan a entender la magnitud del problema y los urólogos no suelen tener siquiera constancia del síndrome. La terapia cognitivo-conductual es el tratamiento más recomendado; aun así, hay pocos psicólogos con experiencia o conocimientos avanzados. “Todavía es algo desconocido incluso en la población profesional. Como no hay mucha investigación, tampoco hay un epígrafe en los manuales que diga específicamente trastorno parurético”, explica la psicóloga Beatriz Serrano, que ha tenido varios pacientes con esta afección. “El tratamiento depende de dónde se ha instalado la fobia. Si la paruresis está generada por una situación traumática pasada, hay que trabajar sobre eso que el cerebro infantil que todos tenemos no ha superado. Si viene de algo social, entonces trabajamos más con técnicas de relajación y cognitivas —cómo interpreto lo que está fuera de mí y el pensamiento de los demás, qué pienso que puede pasar— para poner la mente fuera de esa ansiedad”.
Hay una vía de tratamiento más, la conductual, que ha sido largamente desarrollada por la IPA y el UKPT. “La ruta más efectiva es la terapia de exposición gradual. Entre el 80% y el 90% de las personas obtienen beneficios”, explica Steven Soifer. Esta técnica consiste en exponerse a orinar en presencia de otros, empezando en situaciones que la persona considera “seguras” y avanzando hacia escenarios más desafiantes en baños de lugares públicos como centros comerciales. Es esencial tener un compañero de entrenamiento (pee buddy) que ayude en el proceso situándose a distintas distancias del afectado. Sucede así: se bebe agua en abundancia para tener sensación de urgencia; si se consigue empezar la micción, se deja correr la orina unos segundos y después se detiene, guardando líquido para el siguiente intento; unos minutos después, se añade dificultad (el pestillo quitado, la puerta abierta, el pee buddy más cerca, etc.) y se vuelve a intentar.
Estas organizaciones realizan desde hace más de dos décadas talleres de fin de semana donde tratan la paruresis practicando la exposición gradual. “Tuve que reunir mucho valor para ir al curso. Pensaba que solo habría un montón de raritos, pero era gente normal, como yo”, cuenta Harris, que asistió a este evento como afectado y ahora se ha convertido en instructor. El taller solo es un primer paso del proceso de recuperación. “No podemos curarlos ni pulsar un botón y apagar el síndrome, pero encuentran una mejora significativa en cómo se sienten acerca de sí mismos y en su habilidad para orinar”, explica Andrew Smith, presidente del UKPT. Aunque cada persona reacciona de forma diferente y el progreso varía, la huella que deja el fin de semana es profunda. “El viernes llegan asustados y con ansiedad. El sábado están perplejos por poder orinar cerca de otra gente, muchos no lo han hecho nunca. El domingo, la mayoría están extasiados o muy satisfechos con sus avances”, afirma Soifer, uno de los creadores del método en los años noventa.
Uno de estos cursos fue un punto de inflexión en su recuperación para algunos de los afectados que han dado su testimonio para este reportaje, como Max, Adele o Álex. “Mi madre encontró el curso buscando en internet. Pasé de no poder mear ni en mi casa a poder hacerlo en prácticamente cualquier situación. Volví a tener una vida normal, recuperé mi vida”, explica Álex, para quien el curso tuvo un efecto positivo inmediato, algo que no siempre ocurre. Antes de acabar nuestra conversación, Harris recuerda la historia de un señor de casi 80 años con cáncer terminal que se apuntó al taller. “Yo no entendía por qué quería hacer el esfuerzo a esas alturas”. Tenía una buena razón: cada semana debía acudir al hospital para dar una muestra de orina. Como no era capaz de orinar allí, le tenían que poner un catéter. “Él no quería seguir pasando por eso, quería poder dar la muestra por sí mismo. Una semana después del taller, me escribió diciendo que había podido orinar para la muestra y había salido orgullosamente con ella para dársela a las enfermeras. Conseguimos darle algo de felicidad a ese hombre en sus últimos momentos”.
Faltan profesionales de la salud mental especializados en esta fobia, iniciativas para darle visibilidad (especialmente en el mundo hispanohablante) e investigación para desarrollar los remedios; pero ya existen tratamientos que alivian los síntomas, reduciendo un problema paralizante, que lastra la vida de las personas que lo sufren, a una condición con la que se puede convivir sin más inconveniente que algunas situaciones incómodas aquí y allá. Solo hay que decidirse a buscar ayuda. El mes pasado, después de varias sesiones de exposición gradual, ya conseguí orinar en el baño de un avión.
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