Terapia contra las adicciones: mar adentro está la sanación

Mar adentro está la sanación

Allí donde las infancias sufren el desamparo más profundo; allí donde la adicción a las drogas rompe vínculos maternofiliales; allí donde la autoridad, las instituciones y las políticas públicas no llegan, todo se deja a la buena fe de la comunidad… con un poco de ayuda de las ballenas (orcas, en realidad), el mar y el desierto. Desde La Paz, Baja California Sur, una historia ejemplar de cuidados colectivos.

Tiempo de lectura: 29 minutos

En Baja California Sur hay una excepción al estado de desamparo de la infancia

Le advirtieron una y tres veces que tomara sus cosas y a sus hijas, y que se fuera. A la tercera llegó un sicario, que por suerte era su hermanastro. Contrariado, les concedió 10 minutos para huir. Ella, usuaria de metanfetamina desde los 26 y pareja de un narcomenudista improvisado, estaba en una lista de cinco personas a ejecutar por involucrarse con la droga sin permiso del grupo criminal local, en La Paz, Baja California Sur, al noroeste de México. Salieron a la calle, corrieron hasta resguardarse en una panadería, donde les regalaron bizcochos para calmarlas. Allí cayó en cuenta de que su pareja, alertado de que iban por ellos, las había abandonado horas antes. Con las tres hijas aún en sollozos, sin nadie a quien acudir, decidió arriesgarse y desandar la huida.

“No tenía adónde ir. Los de la panadería me dijeron que le estaban marcando a alguien que me podía ayudar, pero no contestaba el teléfono —dice Verónica Patricia Pérez Rubio—. Decidí regresarnos a la casa”.

A unos pocos metros de conseguir entrar de nuevo en su casa, sin embargo, les dieron alcance dos carros a toda velocidad. Las llantas derraparon. El griterío. Los corazones a galope. El vértigo. Y Verónica abrazó a sus hijas, las cubrió en un manto lastimero y maternal. Pero no eran capos ni matones los que les cerraron el paso, sino la ayuda que mandó el panadero: un par de adultos mayores, fundadores de un refugio, que se han dedicado durante años a lo que el Estado ha sido incapaz de hacer: ofrecer certeza a cientos de niñas, niños y adolescentes hijos de usuarios de drogas, así como un hogar temporal seguro, un patio amplio para jugar y hacer amigos, y hasta opciones para retomar sus estudios, y a las madres, rehabilitación, reinserción social y un espacio digno para la crianza colectiva, libre de criminalización, y que promueve la unificación familiar.

Y aquí estoy con Verónica y sus hijas, en el mismo refugio al que llegaron hace siete años, hablando de su salvación, a unas cuantas horas de que participen en un proyecto ciudadano dirigido a hijos e hijas de adictos a la metanfetamina. Saldrán (saldremos) al mar para ver ballenas y olvidarse de todo por un momento. Pero, antes de las olas, es necesario un poco de contexto.

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¿Qué hemos hecho por los hijos e hijas de usuarios de drogas en México?, ¿dónde se ubican?, ¿cuántos son? Cuando sus padres o madres están en prisión porque se les criminalizó por portación de microdosis, o atrapados en la espiral del consumo problemático de sustancias, o en centros de rehabilitación autorizados, los más afortunados, y los menos, en anexos clandestinos, ¿quién se hace cargo de sus niños y niñas? ¿Qué hace el Estado para garantizar el interés superior de ellos? ¿Les asegura la crianza y la prevención del consumo? ¿En quién recaen los trabajos de cuidado necesarios para mantenerlos con vida, para darles una oportunidad siquiera de crecer en plenitud? ¿En las familias o, mejor dicho (y como siempre en este país), en las mujeres? Y para los que no tienen red de apoyo, ¿arrumbarlos en centros clandestinos o privatizados y poco regulados es la única opción? ¿Y los huérfanos por sobredosis?

De todo lo anterior no sabemos nada o sabemos muy poco. Si ampliamos la mirada, ignoramos incluso cuántos usuarios de drogas hay en México. En los últimos años, acceder a datos estadísticos relacionados con el consumo de sustancias se ha vuelto un laberinto. En 2022, por decisión presidencial, se suspendió el levantamiento de la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco, un esfuerzo coordinado por la Secretaría de Salud (Ssa) que se había actualizado cada cinco años desde 1988 y que permitía conocer la prevalencia en el empleo de narcóticos en el país, así como las características sociodemográficas de los consumidores: insumos indispensables para construir las políticas públicas que atiendan el fenómeno de las drogas y hacerlo desde la evidencia, no desde la voluntad política, la moral o el estigma.

Es más común de lo que se piensa que los hijos e hijas de usuarios de drogas no cuenten con una red de apoyo y terminen, la minoría, en casas hogar del sector público o privado y, la mayoría, los más vulnerables, en anexos clandestinos.

La última encuesta es de 2017, con datos de 2016. En ese entonces se reportaron 8.5 millones de consumidores de sustancias adictivas de entre 12 y 65 años. De ellos, medio millón reconocieron ser dependientes. Son cifras de cuando el uso de la marihuana era lo que despertaba las alertas gubernamentales; una exploración en la que solo 1% de los encuestados reconoció haber probado alguna vez en su vida la metanfetamina, también llamada cristal. Pero el panorama ha cambiado de forma drástica con la irrupción de este último estimulante altamente adictivo desde los primeros contactos, de lo que da cuenta el Sistema de Vigilancia Epidemiológica de las Adicciones —cuyo último informe anual también fue suspendido por decisión del Ejecutivo—. Según este organismo, integrado también a la Ssa, la metanfetamina ha sido la droga sintética más recurrida en México desde 2017.

En ninguno de estos ejercicios estadísticos, de por sí desactualizados, se encuentra información sobre cuántas personas usuarias tienen hijos o hijas. No contar con estos datos obstaculiza, por ejemplo, enfocar esfuerzos de prevención de consumo en este sector de la población.

También desconocemos cuántos huérfanos han dejado las muertes por sobredosis. Sabemos que de 2006 —cuando inició la llamada “guerra contra las drogas”, emprendida por el expresidente Felipe Calderón— a 2022 han muerto poco más de 45 000 personas por trastornos mentales y del comportamiento debidos al uso de sustancias psicoactivas, de acuerdo con los últimos datos disponibles del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Hice para este reportaje una solicitud de información a la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama), con el fin de conocer cuántas de estas muertes fueron por consumo de fármacos y narcóticos. El organismo brindó datos de 2016 a lo que va de 2024. En este periodo murieron 368 personas adultas por uso de antidepresivos, tranquilizantes, psicoestimulantes, lsd, cocaína, cannabis, heroína, metadona, morfina, metanfetamina. No obstante, tanto el Inegi como la Conasama reconocieron no contar con datos sobre los hijos e hijas en duelo por estos fallecimientos, lo cual ha impedido el acceso a la reparación del daño.

Por otro lado, el Inegi, en la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (Enpol), reporta que desde 2009 —año en que se tipificó el narcomenudeo como delito— se ha privado de la libertad a casi 10 000 personas por posesión simple de drogas en el país. Esta población, en promedio, tiene dos hijos menores de edad, lo que suma casi 20 000 niños, niñas y adolescentes sin padres o madres en sus hogares, porque están encarcelados a causa de una fallida política punitiva en el sistema de prohibición de sustancias adictivas, opina Adriana Muro Polo, directora ejecutiva de Elementa, una organización civil dedicada al análisis e incidencia sobre la política de drogas y derechos humanos.

“Lo que está sucediendo [con el punitivismo penal] es que están cortando proyectos de vida y de familia de miles de personas en situación vulnerable, en contextos de pobreza. Digamos, no son los hijos del Chapo Guzmán, sino mujeres que simplemente consumen drogas o hacían microtraslados por la necesidad económica que tienen”, explica Muro Polo.

El caso de Baja California Sur demuestra que, además, esta persecución penal ha sido transexenal y se ha disparado en los últimos años, con cerca de 7 000 expedientes por narcomenudeo de microdosis de marihuana, cocaína y metanfetamina, según datos de la Procuraduría General de Justicia del Estado obtenidos vía Transparencia. Si en 2012 se iniciaron 88 investigaciones por estos hechos, para 2023 fueron 551. Y si se compara solo metanfetamina, se tienen 55 averiguaciones contra 317, un aumento de 476% entre periodos. En todos estos años, y como resultado de los cientos de procesos, la Procuraduría logró asegurar 30 kilos de metanfetamina, equivalente al peso de un perro mediano.

Esta criminalización se ha traducido en 76 mujeres privadas de la libertad por narcomenudeo (al menos 29 por posesión simple) tan solo en el principal centro penitenciario de Baja California Sur, ubicado en La Paz. Setenta y seis mujeres separadas de los 136 hijos e hijas que reportaron tener.

Los trabajos de cuidado necesarios para sostener la vida de los hijos e hijas de personas privadas de la libertad en este contexto han recaído, sobre todo, en las mujeres, en las abuelas o tías, según la Enpol.

“Es profundamente injusto que la carga de los cuidados de estas infancias se vaya, una vez más, a las mujeres, a las que históricamente les hemos puesto esta carga de labores, que, además, no son remuneradas —dice Carlos Brown, director de Conocimiento y Justicia Fiscal de Oxfam México—. Si a esto le sumas el factor de sustancias, el panorama se vuelve más complicado, mientras que el Estado ha desmantelado las instituciones de protección social y se lava las manos con su no presencia, con su no provisión de políticas de cuidado de la niñez, que debería tener por el principio del interés superior de las infancias”.

“Además, esta idea de que los cuidados de estos niños, hijos de usuarios, pueden recaer en la familia se basa en un modelo que cada vez existe menos en nuestro país. Esa familia heteroparental, construida de manera mal llamada ‘tradicional’, es minoría en este país. No todos tienen este núcleo familiar ni red de apoyo. Y el problema es qué pasa cuando estos hijos de usuarios no tienen abuela o tía; si no se llevan con sus vecinas porque el modelo de ciudad impide la convivencia comunitaria”, cuestiona Brown.

De hecho, es más común de lo que se piensa que los hijos e hijas de usuarios de drogas no cuenten con una red de apoyo y terminen, la minoría, en casas hogar del sector público o privado y, la mayoría, los más vulnerables, en anexos clandestinos. Según Daniel Salvador Morales García, procurador de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de Baja California Sur, actualmente hay 59 niñas y niños, hijos de “madre toxicómana” en los Centros de Asistencia Social (CAS) bajo su cargo en el estado.

“Este universo de niños, niñas y adolescentes tiene diversos orígenes. Uno puede ser porque una mamá llegó al hospital bajo los efectos de sustancias. Lo notifican al Ministerio Público, ellos emiten una medida de protección y nosotros los resguardamos en lo que se soluciona la situación. Muchos de ellos son bebés que nacen con síndrome de abstinencia. También hay casos de niños o adolescentes que llegan porque alguien hizo un reporte por maltrato, violencia familiar u otro motivo. También el Ministerio emite una medida de protección y los recibimos. Cuando hay una medida de protección, el proceso es que se busca una red de apoyo. Cuando se localiza a los abuelos, abuelas, tíos, se evalúa si cuentan con las condiciones para recibir temporalmente a niños, niñas y adolescentes”, explica Morales García. En ninguno de los 59 casos, detalla el procurador, fue posible encontrar a un familiar que cuidara de ellos mientras se resolvía el proceso penal de su madre o estaba en rehabilitación.

El gran reto, reconoce Morales García, son los hijos adolescentes de madres usuarias, porque cada vez es más frecuente que ellos consuman, debido a la falta de medidas preventivas gubernamentales. Desde 2012 han llegado a los CAS de Baja California Sur cerca de 20 adolescentes usuarios de sustancias que han sido trasladados a centros privados de tratamiento de adicciones para evitar que convivan con otros menores, según datos de la Procuraduría obtenidos vía Transparencia. “El problema es que no hay en el estado ningún centro de adicciones certificado en materia de adolescentes”, advierte Morales García.

Y son drogas sintéticas las que consumen cada vez más estos jóvenes, de acuerdo con Luis Alberto Ceseña, encargado de Casa Cuna, uno de los CAS, ubicado en La Paz. “Hemos visto un aumento de adolescentes en resguardo, hijos de usuarias, que ya presentan también consumo de drogas duras, y en años cada vez más tempranos, desde los 14 años: metanfetamina y cocaína. Tenemos mucho aumento en el estado”, dice.

Mía juega en los columpios de Nueva Creación, A.C., un albergue infantil en La Paz, Baja California Sur, que recibe a toda madre adicta que tenga la voluntad de rehabilitarse y a hijos e hijas de personas privadas de su libertad por algún hecho relacionado con consumo de sustancias.

México cuenta con una Red Nacional de Atención a las Adicciones, que coordina la Conasama y que conforman 334 Centros Comunitarios de Salud Mental y Adicciones, 106 unidades de consulta externa de los Centros de Integración Juvenil y poco más de 2 000 centros privados. Baja California Sur tiene solo cuatro establecimientos residenciales con reconocimiento oficial y otros 55 que no han cumplido con los requisitos para estar en regla, pero que al menos han tramitado un permiso de funcionamiento, más 10 anexos identificados que operan en la clandestinidad, de acuerdo con Juan Pablo Peña, coordinador de Salud Mental y Adicciones del Instituto de Servicios de Salud estatal.

“La droga de mayor impacto que tenemos nosotros es la metanfetamina. Son los hombres los que más la usan. Viene seguida de cannabinoides y del alcohol. No quiere decir que la metanfetamina sea la de mayor consumo, porque esa es el alcohol. Que sea la de mayor impacto quiere decir que el consumo de esta sustancia fue la que motivó a que vinieran a solicitar atención psicológica a nuestros centros”, explica Peña.

El punto de inflexión en el estado en cuanto al consumo de metanfetamina, calcula el funcionario, se ubica en 2012, año en el que se atendió a 72 personas usuarias, cuando un año antes habían sido 15. Desde entonces la demanda creció y el pico llegó en 2019, con 329 atenciones. Aunque con la pandemia por covid-19 se redujeron las cifras, debido a la suspensión de actividades en los servicios públicos, de 2020 a 2023 recibieron a 540 usuarios de metanfetamina. A esto tendrían que sumarse las atenciones en los centros privados y clandestinos, a los que acude la mayoría de la población con adicciones y donde la tortura es generalizada, como veremos después.

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Para ponerles rostro a estas cifras, recorrí Baja California Sur en búsqueda de historias sobre hijas e hijos de usuarios de metanfetamina. Quería escuchar cómo es crecer en tal circunstancia y qué pasa cuando, abandonados por el Estado, caen en ese abismo que son los anexos. Fue así como di con Javier Arturo Zamorano Álvarez, de 26 años, nacido en La Paz. Lo conocí por casualidad la tarde del 25 de abril de 2024 en un camión de transporte público, cuando yo regresaba de haber visitado un centro de rehabilitación en la periferia de esta ciudad y mientras él vendía dulces para pagar parte de su tratamiento contra la epilepsia y repartía folletos de un refugio cristiano. Javier estaba sediento, tenía los labios partidos y una costra en la frente del golpe que se dio tras la última convulsión. Le pedí que me contara su historia de camino a la tienda de abarrotes donde compramos un par de botellas de agua y él la acomodó así:

A los cinco años descubrió a su mamá usando metanfetamina.

A los siete recuerda a su mamá empaquetando marihuana, un trabajo que le pagaban con la droga que consumía a diario.

A los ocho probó algo que vio sobre la mesa. Eran hongos alucinógenos.

A los nueve conoció por unos instantes a su papá, de quien supo que se inyectaba heroína.

También a los nueve fumó marihuana; pensó que eran cigarros sin filtro.

A los 10 su mamá los abandonó, a él, que era el mayor, y a sus tres hermanos. La casera dio el reporte a las autoridades y todos terminaron en un CAS del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF), pero solo él escapó.

A los 11, mientras deambulaba por la calle, se encontró a su mamá, cuya adicción a la metanfetamina se había agravado.

A los 12 tuvo un paro cardiaco por consumir 25 tazas de café, tres bebidas energizantes y un frappé del Oxxo. Su abuela había muerto y él quería estar despierto toda la noche, velándola. Desde entonces tiene epilepsia.

A los 14 su mamá se juntó con un hombre, de quien se embarazó. A los meses de que Perlita, su hermana, naciera, la pareja se peleó, los vecinos llamaron a la policía, y el Ministerio Público emitió una medida de protección para canalizar a los menores al DIF. A Perlita la dieron en adopción, y a él, como años antes ya había escapado del centro, lo llevaron a un anexo que ha operado en la clandestinidad por más de 20 años, llamado Poder Despertar, ubicado en la calle 16 de Septiembre, en La Paz:

Y ahí me golpearon. Me rompieron unos vasos sanguíneos de las costillas. Este pulmón [derecho] se me colapsó. Me tuvieron que meter dos tubos. Me dio tuberculosis pleural. Este pulmón lo tenía lleno de sangre, no podía respirar. Escupía sangre. Tenía 17 años y éramos varios los que estábamos ahí, más de 100. Me golpearon porque se escaparon varios de ahí y yo era el guardia. Yo también me iba a escapar, nomás que uno se cayó, se abrió la cabeza, me puse a ayudarle, tuve que hablar pa dentro para que me ayudaran, para que no se me muriera, pues. Y ni modo. Me agarraron, me echaron la culpa de todo. Me golpearon durante tres meses hasta que se me hizo lo de la tuberculosis. Hasta que el director vio que vomitaba lo que comía, que vomitaba sangre, le avisó a los del DIF. Dijo: “Se me va a morir aquí”. Los del DIF se hicieron cargo de mí en el hospital. Le llamaron a una de mis tías, para ver si podía irme con ella, porque ya iba a cumplir 18 años y ya no se podían hacer cargo de mí, y dijo que sí.

Zamorano Álvarez ahora tiene 26 años y se encuentra en proceso de rehabilitarse de la adicción a la marihuana en un centro cristiano llamado La Zarza Ardiendo, donde convive con otras 50 personas, a quienes se les pide salir a la calle para “difundir la palabra de Dios” y hacer promoción de los servicios del albergue.

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Pablo Deng Chiw es especialista en Psicología Clínica y, quizá, el académico que mejor conoce los anexos clandestinos en el estado. Dedicó su tesis de doctorado, publicada el año pasado por la Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS), a estudiar lo que él llama la “máquina del desamparo”, en referencia a un complejo proceso político y económico que ha atravesado el país en las últimas décadas —desde la irrupción del neoliberalismo y el crimen organizado— y que ha tenido como consecuencia el desmantelamiento de las redes familiares y comunitarias de cuidado. Tal es la circunstancia que ha facilitado que millones de personas caigan en el consumo problemático de sustancias y que su rehabilitación pase por servicios privatizados, muchos de ellos clandestinos, en los que, según ha documentado el académico, ocurren graves violaciones a los derechos humanos.

“El gran descubrimiento […] en mi investigación fue por qué la gente en el estado caía en el consumo. En las encuestas que hice resulta que dos tercios de la población internada en anexos inició su consumo siendo menor de edad, incluso desde los cuatro años. [Podría haber analizado] el tema desde varios puntos, el psicológico, por ejemplo, para ver el perfil clínico, pero no… Lo que me pregunté fue quién estaba cuidando a estos niños. Y no había nadie, no iban a la escuela, estaban solos, en las calles, sin guarderías, ni parques públicos, ni familiares cerca. La manera más exitosa de prevenir el consumo es, precisamente, el cuidado, que implica supervisar, atender, formar, contener, vigilar, prevenir, y eso desde el Estado y sus instituciones y no solo desde la familia”, narra el especialista.

Pablo Deng Chiw ha estudiado lo que él llama la “máquina del desamparo”, en referencia a un complejo proceso político y económico que ha tenido como consecuencia el desmantelamiento de las redes familiares y comunitarias de cuidado.

Lo que Deng Chiw propone es cambiar el paradigma: dejar de ver en el consumo de sustancias un problema de seguridad al que hay que combatir con el Ejército y prisiones, para concebirlo como un fenómeno causado por el desamparo de las infancias y adolescencias.

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Literas del albergue. Los cuidados colectivos son esenciales aquí. Entre todos cocinan, lavan y asean; entre todos crían a las niñas y niños, que suelen decirle “mamá” a quien no lo es.

El académico también repara en la privatización del cuidado de las personas con adicción. A partir del sexenio de Felipe Calderón se permite la subrogación de los servicios de rehabilitación. Proliferó tanto este tipo de emprendimientos que, actualmente, por cada centro público hay cinco privados en todo el país. Son más de 2 200. Solo 8% está regulado por la Conasama, aunque el hecho de que estén reconocidos por la autoridad no es garantía de nada. En el último informe operativo disponible de esta comisión, correspondiente al primer semestre de 2022, se apunta que en 28 de los 31 centros inspeccionados de siete estados de la República se hallaron violaciones a los derechos humanos.

Pero lo peor, enfatiza Deng Chiw, se encuentra en los anexos clandestinos. El investigador tuvo acceso a uno de ellos —cuyo nombre omite por razones de seguridad—, donde se albergan más de 100 personas, la mayoría por consumo de metanfetamina, ubicado en La Paz. Lo que encontró fue una infraestructura más parecida a la de una cárcel que a un centro de apoyo. Proliferaban las historias de horror. Uno de los internos recreó escenas de golpizas brutales. Otro le contó cómo se puso un tornillo en la frente y se estrelló con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared como intento de suicidio, harto del trato al interior.

Deng Chiw descubrió, además, que el porcentaje de éxito de la rehabilitación es de apenas 3%. “Es una farsa, es un negociazo. Les cobran la estancia, cerca de 10 000 pesos, los obligan a vender productos en la calle, los rentan para trabajos forzados en obras de construcción”, asegura el investigador.

Ante tal panorama Deng Chiw propuso a los directivos hacer cambios drásticos: cambiar la tortura por psicoterapia a través del arte. Se trataba de un programa ambicioso que incluía a un filósofo, un psicólogo y una feminista. Una de las actividades consistía en escribir su autobiografía, para hacerlos ver que son más que consumidores de droga; que son hijos, hermanos, personas con aficiones, víctimas no de las malas decisiones personales, sino de un contexto que nunca les favoreció. Otra actividad eran talleres con perspectiva de género, para desmantelar la idea de que el más hombre es aquel que más consume. Y, por último, sesiones de poesía. Aquí una de las creaciones:

Marea

En la orilla de la playa

de mi casa

yo temía ahogarme cuando estaba

dentro

mis gritos

eran un castigo hacia mi madre

que nubla sus ojos de lágrimas.

Pasaba el tiempo

y poco a poco aprendí

a quitarme el miedo,

y también he aprendido

que los ahogos están también

en el corazón.

Desde allá de la costa azul

sale una hermosa ballena azul,

o de cualquier otra playa

que se abra en la tierra.

Seré también quien vea la superficie

con un corazón dispuesto

seguiré con mi destino

del mar abierto.

 

El proyecto, sin embargo, tuvo que interrumpirse por cuestiones de seguridad. El crimen organizado irrumpió en el anexo, presuntamente, para desaparecer a un grupo de internos, quizá, como método de reclutamiento forzado.

La moraleja, dice Deng Chiw, es que, cuando el Estado está ausente, sin regular, abre la puerta a la tortura, al lucro con la falsa promesa de rehabilitación y hasta a las desapariciones forzadas.

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A Verónica Patricia Pérez Rubio siempre le han gustado la Coca-Cola y los hombres más jóvenes. Nació en La Paz en 1977. Creció en la 8 de Octubre, que inició como campamento y se convirtió en una de las colonias más grandes y populares del municipio. Tiene dos hermanos y un hermanastro: uno es albañil; otro, expolicía (ahora velador), y el tercero, sicario. Siempre fue rebelde y rijosa con su madre, y amable y calmada con el resto del mundo. De su padre nunca habla. A los 16 años conoció a Julio Fierro, el amor de su vida, vocalista de una banda de regional mexicano llamada El Venadillo. A los cinco años de noviazgo la pareja tuvo una hija. Para entonces él ya gozaba de la fama y las giras, y ella conoció el desamor por los múltiples engaños. Él eligió migrar con la banda a Estados Unidos. Ella tuvo que quedarse con su hija. Luego le llegaron los 26 años y todo cambió para Verónica. Probó las drogas por primera vez. Fue metanfetamina, de la que se enganchó desde aquel momento.

Yo tenía 26 años cuando me puse de novia con un plebe de 17 años. Entonces, en una fiesta de Navidad con los amigos de mi novio, hicieron agua loca, con agua, hielo y todo y Costeño, un alcohol, pero yo no puedo, yo no sé tomar, pues. O sea, luego ando bien mareada con tantito que pruebe. Y entonces ahí fue donde conocí las drogas. Y yo… pues yo me empecé a sentir mareada y yo miraba que ellos se mareaban y se metían a un cuartito y al rato salían así bien, bien acá. Y le dije a una muchacha: ‘Oye’, le dije, ‘yo sé que ahí se meten, ¿qué hay ahí? Llévame. Yo quiero andar bien’. Y ahí fue mi perdición. Fue ahí donde me dieron, probé, me gustó y… ¡Ay, no, qué padre se siente! ¿No? De andar así. Era el cristal. Era mi primera vez. [Lo fumé] en un foco.

Así me lo dijo Verónica en entrevista, en el refugio al que llegó hace siete años, donde han cuidado de ella y de sus hijas como nadie y del que, dice, no quiere marcharse nunca.

Un día especial: dos adultas, la bióloga Sofía Salinas, con lentes oscuros, y Verónica Pérez, con camiseta color magenta, salen al golfo de California con Joselin, Jade y Mía. Tener un animal de frente supone una transformación personal intensa y puede ayudar a rehabilitar vidas rotas.

En los años siguientes Verónica siguió consumiendo metanfetamina con aquel jovencísimo novio al que terminó por cortar. Llegados los 30 años pasaba más tiempo en cuarterías que en casa con su hija, que terminó alcanzando a su papá en Estados Unidos y de quien poco sabe. Las cuarterías son esos rincones que proliferaron con la política de criminalización de drogas, donde el consumo se hace a escondidas, en espacios poco higiénicos, inseguros, y donde el contacto sexual es un riesgo por la posibilidad de transmisión de enfermedades y los embarazos no planificados. En uno de ellos Verónica conoció a otro hombre, de 18 años, de quien se embarazó de América Joselin, ahora de 15, y de Jade, de 13. Aquella relación duró cuatro años. Le siguió otra y otro embarazo, el de Mía, con alguien a quien también le doblaba la edad. Pero un vecino que la pretendía desde hacía tiempo, de nombre José de Jesús Robles Talamantes, dinamitó la relación. “Le dijo a mi novio que ese embarazo era de él. Y mi novio le creyó y me dejó. José de Jesús estuvo rogándome varios meses hasta que casi di a luz y acepté juntarme con él”.

Durante los embarazos y la lactancia Verónica suspendía el consumo, pero con Mía fue más difícil, porque José de Jesús también era usuario de metanfetamina. “Recién nacida Mía, lo encontré a él fumando metanfetamina escondido en el baño. Y pues le pedí. Y ahí empecé otra vez a fumar. Mía tenía unos meses cuando yo empecé a agarrar el vicio de nuevo. Él ganaba mucho dinero, vendía pescado y era contratista, que le pagaba a sus empleados con droga; ganaba hasta 7 000 pesos al día. Y compraba demasiada droga. Era exagerado. Empezó a darme mucha, a darme, a darme”, dice. Al poco tiempo Robles Talamantes metió a vivir a su casa a un socio con quien emprenderían en la venta de droga.

“Hasta que llegaron por él —dice Verónica—. Una vez llegaron unos sicarios a buscarlos. Llegaron en dos ocasiones y ninguna de las veces los encontraron. Bueno, en la segunda sí estaban ahí, pero brincaron techos, bardas, y no los alcanzaron. Estaban vendiendo droga y no era de la plaza. Vendían, pues, sin su permiso. Y la tercera vez que llegaron, llegó mi medio hermano, que también era sicario, y me dijo: ‘¿Sabes qué, hermana? Yo ya no te puedo ayudar. Los que vinieron antes se tocaron el corazón por las niñas’”. Ese día dice que lo vio diferente, con un semblante distinto, con un nudo en la garganta y con lágrimas a punto de salir.

“Me dijo: ‘Ya estás en la lista’. Eran cinco: mi esposo, otros del barrio y yo. ‘Y yo ya no puedo hacer nada’, me dijo. ‘A mí mismo me mandaron para que te quebrara. Si no lo hago, me quiebran a mí. ¿Qué hago? Lo único que puedo hacer es que te doy 10 minutos para que te salgas’. Salí de la casa con las niñas. Apagué la estufa. Allá por la casa había una iglesia cristiana. A veces el pastor me daba despensa o dinero para las niñas. Entonces fui allí. Tenían una panadería. Llegué y salieron con un vasito de leche con pan para las niñas. Apenas me vio el de la panadería, sin que yo aún le pidiera ayuda, me dijo: ‘¿Sabe qué? Yo ya le pedí una respuesta a Dios para usted: es el pastor Roberto Osuna, que los quiere ayudar’. Y yo le dije: ‘Sí, sí, háblele’. Y le marcaron y no contestó. Y luego le marcaron a la pastora, su esposa, Alma Osuna, y tampoco”, recuerda.

Era viernes, el 5 de septiembre de 2017. Le dijeron que regresara el martes, que era el día en que el tal Roberto Osuna los visitaba, pero ella les dijo que era imposible. Después vino la escena de Verónica regresando a su casa, los autos quemando llanta, la sorpresa de descubrir que no eran los asesinos los que llegaban, sino los pastores Alma y Roberto, sus rescatadores, y la entrada de ella y sus tres hijas al refugio que ha sido su salvación desde entonces: “Cuando llegué aquí estaba muy cansada de todo, de todo. Traía sueño. Me quedé dormida en la colchoneta, ahí. Descansé tan a gusto… Y desde ese día no he tenido ansiedad, no me han dado ganas [de drogarme]. Ha sido muy bonito porque no me tuvieron encerrada”.

***

Roberto Osuna es apuesto y de mirada confiada; arrugas, las justas. Lleva el pelo engominado, el bigote tupido y perfectamente recortado. Bien podría pasar por galán de la Época de Oro del cine mexicano, solo que le sobran 13 tatuajes y seis puñaladas, una de ellas en la espalda. “Me dejaron un regalito”, bromea este hombre de 62 años, fundador del único centro de rehabilitación en Baja California Sur especializado en hijos e hijas de usuarios de drogas, mientras vuelve a vestir su playera, luego de mostrarnos las múltiples cicatrices.

Es la tarde del 26 de abril de 2024 y estamos en el Albergue Infantil Nueva Creación, sin reconocimiento de la Conasama, pero con permiso de funcionamiento de autoridades locales, ubicado en la periférica colonia Divina Providencia, a 20 kilómetros del malecón de La Paz, donde el asfalto cede el paso al granito, las hierbas secas y los breñales, y lo único que resiste de pie a la crueldad del sol son los cardones gigantes y otros cactus típicos del clima seco. La falta de bardas da la sensación de que el predio es aún más amplio. Las puertas de entrada siempre están abiertas durante el día, de manera que cualquiera puede salir a la tiendita, a la escuela o a la playa más cercana. Al interior y al fondo está el diminuto cuarto con el que se iniciaron las actividades hace 23 años. A un costado, las oficinas centrales, el cuarto de lavado y un taller de carpintería. Al otro, los dormitorios, la ludoteca, el comedor comunitario, la capilla y el huerto que tanto mima la comunidad. Y en medio de todo, columpios, un juego giratorio y una cancha de voleibol en la que un par de niñas juegan a rodar y rodar un bote al que han metido a otro niño que sale sin equilibrio y con los ojos bizcos y que luego llegan corriendo y a gritos a interrumpir la entrevista, a querer llamar la atención.

“Hey, tranquilos, Samantha”, le dice Roberto a la más grande del grupo, a quien le da una bolsa llena de figuras de animalitos de plástico para serenarlos y poder contar su historia.

Roberto Osuna bien podría pasar por galán de la Época de Oro del cine mexicano, solo que le sobran 13 tatuajes y seis puñaladas, una de ellas en la espalda. “Me dejaron un regalito”, bromea este hombre de 62 años, fundador del único centro de rehabilitación en Baja California Sur especializado en hijos e hijas de usuarios de drogas.

Roberto nació en Mexicali, Baja California. En su juventud estuvo itinerante entre esta ciudad fronteriza; Hermosillo, Sonora, y Estados Unidos, donde se enroló con las pandillas. De ahí el tatuaje del zopilote pachuco que lleva en el brazo derecho. “Es de cuando iba desconfiado y drogado. Iba vigilando a quien se durmiera para hacer de las mías”, recuerda. No pasó mucho tiempo antes de que se involucrara con el crimen organizado y el trasiego de drogas desde México hacia Estados Unidos. Tenía 33 años y ya era dependiente de la cocaína, de la marihuana y, sobre todo, de la heroína. Dice que estuvo en cárceles de allá y acá, por riñas, asaltos, portación de drogas y tráfico de migrantes.

“Pero todo cambió el 3 de septiembre del 95. Tenía 33 años. Él transformó mi vida —dice mientras mira al cielo—. Me hizo un llamado para mantenerme firme, sobrio. Toda la noche me había inyectado cocaína porque no encontraba heroína. Estaba desesperado, esperando el tren para cruzar a Estados Unidos y comprar allá heroína. Entonces, un señor pasó, me invitó a desayunar y empezó a hablarme del Señor. Yo lo miré y dije: ‘Pues qué sabe este señor si ni las tres se ha fumado’. Pero él lo entendió y me dijo: ‘Te voy a llevar a un lugar donde te van a ayudar’. Y me llevó a San Pedro el Saucito, al Centro de Rehabilitación Nueva Creación, que está en Hermosillo”.

Roberto se refiere a una asociación civil cristiana, con 26 centros de rehabilitación para personas con consumo problemático de sustancias adictivas en el país, y otros dos en Honduras y Guatemala. Pasó ahí dos meses y luego varios años en el centro de la vecina Ciudad Obregón, donde se rehabilitó y luego se sumó al equipo, hasta hacerse el encargado de un albergue para menores de edad. Pero lo que más recuerda de ese tiempo es lo enamorado que estaba de Alma, otra rehabilitada, quien también apoyaba en las tareas diarias del centro y que ahora es su esposa.

“Vinimos de luna de miel a La Paz en 2001. Y como dice un dicho de por acá: comimos ciruelas de monte y nos quedamos. En ese entonces tenía 39 años. Como yo ya traía experiencia de Obregón, lo primero que hice fue ir con las autoridades y les dije que quería abrir aquí un refugio Nueva Creación para menores. No me creyeron, se rieron de mí, pero yo empecé con ese cuartito del fondo. Y ahora esas mismas personas se sorprenden de lo que hemos logrado”, recuerda con orgullo Roberto.

En el refugio reciben a toda madre adicta que tenga la voluntad de rehabilitarse, a algunas de sus parejas, a niños en situación de calle que presentan consumo y a hijos e hijas de personas privadas de su libertad por algún hecho relacionado con sustancias. Como aquí la autoridad, las instituciones y las políticas públicas están ausentes, todo se deja a la fe. Lo primero, explica Roberto, es que pasan por nueve meses de desintoxicación, por rezos diarios y, lo más importante, por cuidados colectivos. Entre todos cocinan, lavan y asean; entre todos se echan porras; entre todos crían a las infancias, que suelen decirle “mamá” a quien no es su mamá.

“Además, le enseñamos al usuario a que aprenda a trabajar, a ser productivo, a sentirse útil. El adicto… pues tú lo vas a ver asaltando, drogándose, vendiendo drogas, pero cuando lo motivas a estudiar, a trabajar, pues ya es diferente”.

A los niños se les inscribe en las escuelas de alrededor. Los adolescentes y adultos hacen artesanías en el taller de carpintería y los menores ayudan en el huerto, donde crecen nopal, limón, ciruela, papaya y plátano, y también se ven dos borregos, tres cochinos y varias gallinas que se le antojan a Sansón, un perrito que rescataron hace años y que nos sigue en el recorrido por el refugio.

El albergue no tiene costo para los usuarios. Opera con donativos, con los panes que los domingos les obsequia Costco, con el transformador de luz que les regaló un funcionario de la cfe, con las celdas solares que les instaló una ong, con el taller que les construyó otra, con las dos pipas de agua (de cuatro que necesita) que otra persona lleva cada mes.

—Mira, ahorita ya no tenemos agua. Estamos viendo qué hacemos, a ver quién nos puede ayudar, porque nos hacen falta dos pipas al mes. A veces no tenemos agua para bañarnos. Y con este calor…

—¿Sabe a cuánta gente han recibido en el albergue?

—Uy, en total no sé. Muchísimas. Ahorita hay siete varones, cuatro mamás y 24 menores [de edad]. Trabajamos con hijos de personas que tienen problemas de adicciones o que están privadas de su libertad. Trabajamos el área preventiva, porque ahorita el crimen organizado está reclutando niños. Ahorita están agarrando a puro plebe. Los sicarios de aquí son de 14, 16 años. Solo uno de los hombres de aquí tiene un hijo. Y de las mujeres, solo tres están aquí con sus hijos. Está la Nicole, la Cristina, la Vero…, que cumplió años ayer, pero ahorita no está. Véngase mañana temprano para que hable con ella.

Vero, claro, es Verónica Patricia Pérez Rubio, la mujer de la Coca-Cola y los novios jóvenes. Regresé al albergue al siguiente día para felicitarla y hablar con ella (para conocerla, de hecho), pero llegué acompañado de Sofía Alejandra Salinas Amézquita.

***

De niña Sofía Alejandra Salinas Amézquita tenía pocos amigos. Nadie en la escuela quería juntarse con alguien que coleccionaba insectos en sus estuches de colores. Dice tener gusto por los animales desde que tiene memoria. Supo que se dedicaría a algo relacionado con la naturaleza cuando salió llorando del cine al ver que Tarzán terminaba con el asesinato de un gorila. “Dije: quiero dedicar mi vida a que la gente conciba la naturaleza de otras formas”, recuerda. Hoy Sofía, con 30 años, tiene la belleza de los crisantemos: unos ojos grandes al centro y, alrededor, una melena ensortijada. Es quejumbrosa y emocional. Nació en Jalisco, donde estudió la licenciatura en Biología, pero desde hace tres años vive en La Paz, trabaja en Orgcas, una ong que se dedica a la conservación marina, y estudia la maestría en Ciencias Sociales que ofrece la uabcs, con la que se está especializando en Soberanía Alimentaria.

Algo más motiva a Sofía Alejandra: le parece injusto que la experiencia con ballenas no la puedan tener los lugareños de La Paz, por lo cara que es —más de 3 000 pesos por persona—. El desarrollo turístico elitista, razona la bióloga, les impide recibir estos mensajes de amor y de reforzamiento sobre lo valioso de su territorio, de su mar.

Desde el año pasado, Sofía organiza salidas a entornos naturales con niñas, hijas de usuarias de metanfetamina en rehabilitación, como una actividad recreativa que las haga olvidarse por un momento del contexto familiar, pero también para brindarles educación ambiental y hasta prevención del consumo de sustancias. Todo empezó cuando supo que la trabajadora del hogar que contrató fue adicta, que se encontraba en rehabilitación en un centro cristiano y que Hannah, una de sus tres hijas —que siempre lleva a casa de Sofía porque no tiene acceso a guarderías o una red de apoyo que la cuide mientras ella trabaja—, quería estudiar Biología.

—Primero le regalé a Hannah un libro sobre naturaleza y luego fuimos a la playa El Manglito a recolectar conchitas, a diferenciar los bivalvos de los gasterópodos —recuerda la bióloga.

—¿Un qué?

—O sea, un bivalvo es una conchita, y un gasterópodo, el más conocido, es el caracol, con otro tipo de concha. Eso venía en el libro, por eso la llevé a la playa. Dimensioné todo cuando conocí a una compañera de la maestría que justo está haciendo su tesis sobre mujeres usuarias de sustancias en prisión y me contó todo lo que pasan. Y dije: “Tengo que repetir esta actividad”. Pero la siguiente salida me la tomé más en serio y planeé una salida al mar para ver ballenas. Invité a Hannah y a su prima y a Juan Pablo Sánchez, un amigo que es biólogo cultural, que se dedica a hacer educación ambiental con juegos de mesa.

A partir de ese momento ya no se trató solo de Hannah y Sofía jugando en la playa: un proyecto comenzó a tomar forma. Se idearon actividades para que las niñas aprendieran qué es una ballena, pero no como instrucción escolar, sino desde lo lúdico: qué sentían por estos animales. ¿Habían soñado alguna vez con ellas? El camino se convirtió en disfrute.

—Pero ¿por qué te interesa el contacto con la naturaleza?

—Estoy convencida de que no hay mejor manera de conectar con la naturaleza que tenerla de frente, que los animales tienen una transformación superfuerte en las personas. No hay vez que yo haya ido a ver ballenas grises y que no termine llorando, porque me parece muy fuerte [comprobar] que tienes una panga [lancha] con, no sé, unos noruegos, unos chilangos fresas y unas personas locales, que no se hablan entre ellos, que cada quien está en su espacio, y, conforme salen las ballenas, comienzan a involucrarse, a convivir, a reír. Y aunque no sepan el mismo idioma, se transmiten sonrisas. Y siempre sale la palabra “amor”. Siempre hay alguien que grita: “¡Te amooo, ballena!”.

Algo más motiva a Sofía: le parece injusto que la experiencia con ballenas no la puedan tener los lugareños de La Paz, por lo cara que es —más de 3 000 pesos por persona—. El desarrollo turístico elitista, razona la bióloga, les impide recibir estos mensajes de amor y de reforzamiento sobre lo valioso de su territorio, de su mar. La naturaleza debe ser también para los oprimidos y no solo para los privilegiados.

“Muchos de los centros de rehabilitación que están en La Paz atienden la adicción desde la religión, y está bien, no estoy cuestionándolo, pero hay muchas otras formas de reafirmar y de conformar la personalidad de sus infancias, para que justo no estén en riesgo del consumo de sustancias. Y creo que una de ellas es el contacto con la naturaleza”, redondea Sofía.

Sofía tiene la intención de ampliar el proyecto, por eso llegó al albergue Nueva Creación de Roberto Osuna, para invitar a Verónica Patricia Pérez Rubio y a sus tres hijas a un tour en lancha por el mar. Joselin, la mayor, quiere ser bióloga, así que la madre aceptó encantada.

***

El plan consiste en ver ballenas, azules, grises, jorobadas, las que salgan, y demás fauna marina. La cita es a las 8:30 horas en Ensenada de los Muertos, una diminuta localidad a una hora de La Paz que, cuenta la leyenda, debe su nombre a los antiguos navegantes que fallecieron a causa del tifus o el vómito negro y que enterraron en este lugar. Ahora, como estrategia turística y de mercadotecnia, quieren renombrarla Bahía de los Sueños.

Como ninguna tiene traje de baño, decidieron arreglarse lo mejor posible para este día especial. Verónica llega con una playera holgada sobre un vestido de rayas y una gorra rosa que dice “NO BAD DAYS”. Joselin y Mía, la mayor y la menor, van a juego con negro. Y Jade lleva chamarra y pantalones de mezclilla y unos tenis Nike. Todas abordan y la lancha se enfila.

—Mira, yo acabo de ver ahí en la orilla un pez cuadradito, así, que tiene una colita chiquita —grita Mía, que es la más extrovertida.

—Y yo vi esos que creo que les llaman erizos —interrumpe Joselin, la más emocionada, y la que registra todo con su celular.

Jade solo se sienta y mira a lo lejos, con esos ojos infinitos de la gente de mar.

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No vieron ballenas, pero tuvieron un encuentro acaso más raro: orcas. Un ejemplar macho de los depredadores con reputación de ser los más inteligentes del mundo marino jugó al escondite durante un buen rato con la tripulación de la lancha. De cualquier forma, la playa de Ensenada de los Muertos, incluso sin avistamientos de animales salvajes, es del todo disfrutable.

El capitán hace la primera parada, a unas cuantas decenas de metros de la orilla, donde se supone que darían su espectáculo las mobulas, esta especie de pelágicos que suelen saltar por millares y sin cesar sobre la superficie, como si el mar estuviera en plena ebullición, pero hoy solo brinca una. Esperamos algunos minutos, pero nada, así que seguimos adentrándonos. Sofía aprovecha para exponer sobre las diferentes especies que hay en el golfo de California, pero las niñas pierden rápido el interés. En una hora lo único que aparece, y a lo lejos, es una tortuga, dos lobos marinos y una mancha blanca que, dijeron, era una mantarraya gigante. Los ánimos van en picada, al punto de que Jade se queda dormida, hasta que el capitán recibe una alerta por su radio y le hace señas a Sofía, que abre los ojos de sorpresa. Nos movemos a toda velocidad hasta alcanzar las ocho millas náuticas de distancia, donde otras tres lanchas se arremolinan.

En una hora lo único que aparece, y a lo lejos, es una tortuga, dos lobos marinos y una mancha blanca que, dijeron, era una mantarraya gigante. Los ánimos van en picada, al punto de que Jade se queda dormida, hasta que el capitán recibe una alerta por su radio y le hace señas a Sofía, que abre los ojos de sorpresa.

—Ahí están —anuncia el capitán.

—¡No manches! —grita Sofía—. No lo puedo creer. Jamás había visto una. ¡Niñas, miren! ¡Son orcas!

Las niñas gritan, sonríen lo más amplio que pueden, se llevan las manos a la cara y exclaman un “¡guau!” a coro cuando ven el par de aletas de las orcas macho. Cada vez que se asoman y se hunden de manera ondular, una, dos y tres veces para tomar aire, se parecen más a un conejo que salta sobre la superficie que a lo que son: los depredadores más inteligentes del mundo marino.

“Están jugando con nosotros —me dice el capitán ante mi inocencia—. Hay veces que se hartan de las lanchas y los machos se separan de la manada. Se hacen ver mucho para que los sigamos y de pronto, cuando ya están bien lejos, pum, se hunden y no los vuelves a ver más. Así protegen a la hembra y a las crías”.

Niñas y orcas juegan al asombro. A veces los depredadores juegan. Y cuando nadie acecha ni caza ni depreda, eso a las niñas parece gustarles. Después de una hora de seguirlas, Sofía pide al capitán que nos lleve a la playa más cercana y en el camino nos encontramos con un par de delfines que nos acompañan por un buen rato.

Todas llevan shorts debajo de la ropa. Se sacan los vestidos y el pantalón y, al llegar a la playa, se dan un chapuzón. Las hermanas hacen competencias de nado en las que ninguna pierde y todas se carcajean. Son felices. Mía simula que está ahogándose y pide ayuda a su mamá, que la ve con ojos de no voy a caer en tu trampa. Se abrazan y se toman fotos juntas. Luego de media hora Sofía anuncia el regreso y las cuatro vuelven a abordar la lancha. Mía y Jade se tumban boca arriba para tomar el sol y de inmediato caen rendidas. Mía, a sus 11 años, se sigue durmiendo con el pulgar en la boca.

Esta vez no hubo ballenas, pero quizá la próxima temporada de avistamiento, en un año, sí se cumpla la misión. Quizá para entonces Roberto Osuna tenga las dos pipas al mes que le faltan para seguir operando, los anexos clandestinos estén regulados, la prisión por posesión simple desaparezca y haya políticas públicas específicas para los hijos e hijas de usuarios de drogas. O quizá tengamos que esperar algo más para que la máquina del desamparo deje de girar.

Este reportaje se realizó con el apoyo de Open Society Foundations.

 


RICARDO HERNÁNDEZ. Ciudad de México, 1992. Reportero con residencia en Cancún, Quintana Roo. Le interesa contar historias sobre infancias en situaciones límite, desde el periodismo de la esperanza. Ha publicado en Gatopardo, El País, Pie de Página, Wired y Animal Político, y colaborado con en el podcast Así Como Suena. Miembro del Connectas Hub. Ganador del Premio Nacional de Periodismo, del Breach/Valdez de Periodismo y Derechos Humanos y del Save The Children América Latina y El Caribe, entre otros reconocimientos.

MEGHAN DHALIWAL es una fotoperiodista basada en México. Su trabajo ha aparecido en The New York Times, Los Angeles Times, National Geographic, The New Yorker y Gatopardo. Ella recibió becas de National Geographic Society, International Women’s Media Foundation, International Center for Journalists, y International Reporting Project. Antes de su carrera freelance, era empleada del Pulitzer Center. Trabaja como educadora en el programa educativo del Pulitzer Center y en National Geographic Photo Camp. Su trabajo se centra en el comportamiento humano y en la relación entre las personas y la naturaleza.


 

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