El fin de la inteligencia: humanos con caducidad
El desarrollo imparable de la inteligencia artificial coincide con una tendencia preocupante: el declive de nuestras capacidades cognitivas. En este ensayo, Juan Villoro aborda una de las cuestiones más preocupantes de nuestra época: con el avance tecnológico que vivimos, ¿más temprano que tarde la mayoría de los seres humanos seremos obsoletos?
El 11 de diciembre de 2020 murió James Flynn, filósofo y psicólogo que estudió la evolución de la inteligencia humana. A él se deben estadísticas decisivas sobre el rendimiento cerebral, campo bastante reciente, si se toma en cuenta que el Homo sapiens lleva trescientos quince mil años metido en problemas y los test de cociente intelectual (CI) se aplican apenas desde hace un siglo.
Cuando visitamos un castillo convertido en museo solemos sorprendernos de lo pequeños que eran los reyes, pues dormían en camas diminutas. Tan sólo durante el siglo XIX la humanidad aumentó en promedio 11 centímetros de altura. El cerebro ha tenido un desarrollo similar. De acuerdo con Flynn, durante el siglo XX el CI de la humanidad se incrementó hasta en 30 puntos en algunos países (el cociente de un genio es superior a 140 puntos). El sostenido aumento de la inteligencia es conocido como el «efecto Flynn».
De manera simbólica, el autor de ¿Qué es la inteligencia? murió cuando diversos especialistas descubrían que la capacidad cognitiva está disminuyendo. En el portal Think, de la NBC, Evan Horowitz escribió: «Esto no sólo significa que tendremos otras 15 temporadas de las Kardashian». La capacidad de entender el mundo ha menguado.
En 2018, Peter Dockrill informó en ScienceAlert que según un estudio de 730.000 test de CI realizado en Noruega, la humanidad alcanzó su pináculo intelectual a mediados de los años setenta. Desde entonces vamos cuesta abajo. Otra investigación, citada por David Robson en BBC Future, señala que a partir de los años noventa el CI desciende a un ritmo de 0,2 puntos al año en Finlandia, Noruega y Dinamarca, países con altos niveles educativos, lo cual equivale a una disminución de siete puntos a lo largo de una generación.
¿A qué se debe esto? En su libro The Intelligence Trap: Why Smart People Make Dumb Mistakes, Robson pone el acento en el ejercicio colectivo de la inteligencia, que depende de fraguar consensos y convencer al prójimo. En tiempos remotos, ante la amenazante llegada de un mamut, no había pretexto para la discrepancia; ponerse de acuerdo era un asunto de vida o muerte. Desde entonces, las respuestas que llevan a una acción común juegan un papel fundamental en la definición de lo humano. De la urgencia vital para salvar a la manada, la especie pasó por numerosos avatares y aventuras del conocimiento hasta llegar a la precipitación mecánica estimulada por la condición binaria de las redes.
El neurofisiólogo mexicano Pablo Rudomín resume la inteligencia como la capacidad de resolver problemas y advierte que debemos distinguir entre inteligencia individual e inteligencia social. La segunda categoría es la que más ha cambiado. Aunque no faltan cerebros capaces de interesarse en el teorema de Fermat, la multitud pierde facultades. Usamos menos la cabeza, así de sencillo. Antes de la revolución digital, ir de un lugar a otro obligaba a orientarse en el territorio y retener informaciones. Ahora el GPS cumple la tarea y elimina destrezas memoriosas.
En mi adolescencia resultaba normal saber de memoria unos diez números de teléfono. Sin ser un gran virtuosismo, eso ejercitaba la retentiva. Las agendas digitales eliminaron dicha facultad.
A esto se agrega otra limitación: frecuentamos menos a los demás y seguimos patrones de vida reglamentados. El cerebro se perfeccionó gracias a la necesidad de poner de acuerdo a personas complicadas. Esto no significa que las neuronas espejo, que se dejan afectar por la educación y la costumbre, fomenten necesariamente el trato democrático. Desde la cámara del rey hasta el más humilde taller, la inteligencia social se puede ejercer por medio del chantaje, la seducción, el engaño, la manipulación, la imposición eficaz y otras artimañas. El laberinto de las relaciones humanas alerta la mente. Si el Australopithecus incrementó su habilidad cognitiva por medio de la vida social, nosotros la perdemos por su ausencia.
En las asambleas populares de Oaxaca, los pueblos mixes, zapotecas y mixtecos buscan llegar a consensos para fortalecer a la comunidad. La lingüista Yásnaya A. Gil, que participa en las asambleas de Ayutla Mixe, explica que esa dinámica se basa en una certeza: el consenso une; en cambio, las votaciones dividen, pues los perdedores quedan inconformes.
No siempre es fácil llegar a acuerdos compartidos. Ante un mamut, la horda sabe qué hacer. Otras disyuntivas son más difíciles de despejar. La capacidad de persuasión ha sido uno de los principales estímulos sociales de la inteligencia. Pero el recurso se encuentra en repliegue. En su artículo «La tecnología aumenta mientras el CI declina», publicado en Forbes, Will Conaway señala que los nuevos aparatos «están cambiando nuestro uso del tiempo», lo cual afecta la forma en que se decide algo. El cibernauta hace propuestas impulsivas y exige satisfacción instantánea: si no encuentra una respuesta, no procura resolver el asunto por su cuenta: busca otra aplicación. La ansiedad de contar con soluciones rápidas hace que se prescinda de recursos propios.
En la Edad Media, los teólogos ejercían la despaciosa escolástica mientras los fieles aguardaban con paciencia iluminaciones o milagros. En la nueva edad oscura, normada por la prisa, las apariciones digitales se reciben con la misma pasividad con que se aceptaban las prédicas de la Iglesia. Como Dios, el sistema operativo es irrefutable y arbitrario.
También te puede interesar: «EZLN: un amanecer de treinta años«.
El panorama empeora al hacer otra comparación: el CI decae al tiempo que la inteligencia artificial mejora. Conaway informa que en un lapso de cuarenta y cinco a ciento veinte años los robots se harán cargo de la mayor parte de las tareas humanas. Esta predicción ha sido rebasada por otras más apremiantes. En 2023 Geoffrey Hinton, pionero de la inteligencia artificial, dimitió de su cargo directivo en Google. A sus setenta y cinco años puso en práctica una virtud humana cada vez más rara: el arrepentimiento. Aunque su actitud fue loable, develó un entorno preocupante. Demasiado tarde, Hinton entendió que sus criaturas pueden ser incontrolables, pues aprenden más rápido de lo previsto, superando las capacidades para las que han sido programadas y asumiendo tareas progresivamente autónomas.
El reloj de la preocupación se acelera. En 2024, Roman V. Yampolskiy, informático ruso que trabaja en la Universidad de Louisville, publicó un libro cuyo título es ya un sistema de alarma: AI: Unexplainable, Unpredictable, Uncontrollable. Todo indica que dentro de poco un electrodoméstico será más sabio que tu vecino.
La guerra nuclear ha sido una amenaza terminal para la especie, pero no redefinió la noción de lo humano. Quien pulsara el botón rojo desataría una guerra en la que no habría vencidos ni vencedores. El daño sería global e instantáneo. Eso contribuyó a evitarlo. La aniquilación de la IA es distinta: su manera de acabar con los seres humanos consiste en sustituirlos. Puesto que su avance es paulatino, no se percibe como un peligro que debe ser evitado de una vez por todas, sino como un riesgo que todavía puede ser tolerado y que trae importantes beneficios. Esto permite confiar en que los gobiernos fijen normativas de control y que los empleos perdidos sean sustituidos por nuevas tareas especializadas. Al respecto, Yuval Noah Harari señala que el peor escenario no es el de una posible rebelión de los robots, sino el de la pérdida de habilidades humanas.
Los evolucionistas saben que las destrezas se acumulan de generación en generación. Lo mismo ocurre con el desaprendizaje. Las tareas sustitutivas de los aparatos hacen que las facultades asociativas y la memoria pierdan relevancia. ¿Cómo serán los bisnietos de la primera generación que no pueda recitar la tabla de multiplicar?
Te recomendamos: «El cartaginés» de Juan Villoro.
Cada vez que algo atenta contra la condición humana surgen ideas, no siempre demostradas, sobre la inquebrantable fuerza de lo humano. En vez de atajar la enfermedad, se elogia la capacidad de resistencia del paciente. Este «humanismo de la agonía» no es muy distinto a los santos óleos que el sacerdote aplica para acceder con templanza al más allá. Harari señala que, cuando en verdad advirtamos la dimensión del problema, será demasiado tarde para resolverlo. En su opinión, la sola existencia de armas autónomas programadas para atacar un blanco y para «decidir» cómo y en qué momento hacerlo debería bastar para discutir más a fondo el asunto.
En 1967, con la firma de los Tratados de Tlatelolco, que convirtieron a América Latina y el Caribe en una zona libre de armas nucleares, México fue pionero en el desarme internacional. Desde entonces se han firmado numerosos acuerdos para controlar esa amenaza. Lo mismo ocurre con el calentamiento global. Aunque el Protocolo de Kioto y otros convenios no se respeten cabalmente, existen iniciativas legales para frenar el cambio climático. No se puede decir lo mismo del desarrollo de la IA, que no es vigilado de manera responsable por la comunidad internacional y que avanza a un nivel vertiginoso que jamás alcanzan las legislaciones.
El panorama es desalentador, pero aún hay estímulos para pensar por cuenta propia. El más satisfactorio es el libro. En 2010, en The Torchlight List: Around the World in 200 Books, James Flynn resumió una vida dedicada a estudiar la inteligencia con una certeza incontrovertible: «Se aprende más de las grandes obras de la literatura que de las universidades». Una década más tarde, su muerte dio a esta frase un valor testamentario.
La IA puede traer extraordinarias aportaciones en el campo de la medicina y en otras áreas. Es un excelente auxiliar para una humanidad cansada o por lo menos floja. El problema es que puede sustituirla. Para como van las cosas, más temprano que tarde la mayoría de nuestros congéneres serán obsoletos.
Con cándido optimismo, algunos comentaristas afirman: «No mates al robot, vigila a su amo». La frase expresa un deseo fácil de compartir; sin embargo, la gran pregunta es otra: ¿hay modo de controlar a los actuales amos del planeta? La especie depende de los arrebatos de un puñado de seres tan poderosos como impulsivos. ¿Se puede moderar a Vladímir Putin o a Elon Musk?
Este ensayo forma parte del libro No soy un robot (2024) y se publica con autorización de Anagrama México.
JUAN VILLORO. Como periodista ha obtenido los premios Manuel Vázquez Montalbán, Catalunya y Diario Madrid, entre otros. Ha sido profesor de la Fundación de Periodismo Iberoamericano creada por Gabriel García Márquez. Sus crónicas se han reunido en libros como El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México, Los once de la tribu y Safari accidental. Se ha ocupado de temas del zapatismo desde 1994, con su cobertura de la “Convención de Aguascalientes”. En 2022, recibió en Colombia el Premio de la Fundación Gabo por su trayectoria periodística.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.