¿Te puedo pedir un favor?: el trabajo extra en las oficinas

¿Te puedo pedir un favorcito?

Todos los días se piden “favorcitos” en las oficinas que siempre involucran más y más trabajo. ¿Son órdenes enmascaradas, solicitudes desmedidas u oportunidades para solidarizarse con los compañeros y los jefes? Sirva el lente microscópico de este ensayo para insistir en el pensamiento crítico de la actividad a la que más tiempo le dedicamos cuando estamos despiertos: trabajar y trabajar.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Digámoslo para comenzar, que no tiene caso impostar suspensos: “¿Te puedo pedir un favorcito?” es una frase envenenada. Paraliza los músculos y acalambra la voluntad. La sangre huye del cerebro hacia el rincón más lejano de los talones y por unos segundos, que pueden parecer decenios para la persona así increpada, el alma abandona el cuerpo. “¿Puedes?”

Es así en cualquier ámbito. Entre personas conocidas, entre familiares —haga memoria y recordará el grito que lo perseguía por las habitaciones como un gas mostaza dispersado por sus padres cuando regresaban del supermercado o cuando le pedían que arreglara algo en el cuarto—. Sucede a todas las edades y entre todos los grupos demográficos. Pero quizá en ningún lugar es tan efectivo ese veneno casi endecasílabo como en el contexto laboral.

Las cinco palabras entonadas con una voz que empieza grave y termina más aguda no revelan necesariamente de qué tamaño es el favor. Los hay minúsculos e inoportunos: echarle ojo a las cosas, avisar si se asoma el supervisor, checar la tarjeta ajena a la salida porque el compañero va a salir un poco antes. Los hay más onerosos: adelantar las fechas de entrega, aceptar responsabilidades extras, hacerse cargo de tareas que rebasan la descripción del puesto. Los hay también exorbitados y casi criminales —estos últimos son motivo de otro texto y otro tono.

Podríamos, si fuera el caso, hacer un glosario de frases de oficina. Quizá algunas personas iluminadas ya estén compilando el léxico que catalogue ese idiolecto particular que es el ofiñol. En este compendio, la petición de favores será una sección entera. Hay circunloquios: “hay un proyecto especial para el que estamos considerándote”, “¿te puedo quitar un momentito?”, “me vas a matar, pero tengo que pedirte algo”, y frases más directas: “¿me puedes ayudar con esto?”.

En términos evolutivos, a quien se le pida cumplir con un favor estará ante la inversión de un tiempo y una energía que no tenía presupuestada en una tarea de la que no se percibe un beneficio claro. Este altruismo laboral muchas veces es pura supervivencia. Dicho en diminutivo, el favorcito no pierde su mordida. Es más, le añade una dosis feroz de virulencia: pone en evidencia lo extemporáneo. Según publicaciones especializadas, hay un método para pedir favorcitos laborales. El Harvard Business Review, por ejemplo, ofrece tres pasos a seguir para que la gerente o la administradora pida un favor con efectividad: primero, preparar el terreno con una frase clara. Porque, bien visto, el favorcito laboral es una orden enmascarada.

Segundo paso recomendado, dar una razón para la petición. Porque por lo general, cuando la autoridad jerárquica se ejerce así, de favorcito, la frase es la única razón necesaria. Como decreto real, como pulgar de emperador: el dicho es la justificación. Uno recuerda la súbita aparición de Bill Lumbergh, vicepresidente de división en la empresa Initech en Office Space (1999), junto al cubículo del protagonista, Peter, para informarle que espera que se presente a trabajar el fin de semana.




Mejor no hacerlo así, dice la vanguardia gerencial: mejor ofrecer argumentos aunque, como dice el artículo, no tengan mucho que ver con el favor que se pide. Y, por último, ofrecer una posibilidad de negativa. Este último paso encierra toda una saga de razones encontradas. Ahí está, me parece, la partícula tóxica de esta frase envenenada. Porque en un ambiente laboral el don está atravesado por el compromiso, por la transacción de beneficios ulteriores y por la imposición de autoridades de manera suave, disfrazada. El favorcito no siempre viene de un colega en el mismo piso del organigrama. Es común que sea alguien con más jerarquía quien pida esa ayudita. Pero ¿en realidad se puede considerar un favor cuando hay este desequilibrio de fuerzas entre quien pregunta y quien responde? O también vale preguntarse: ¿ese favor podría pedirse en la dirección inversa con la misma expectativa de cumplimiento?

Una vez más, le pido que haga memoria. Ya recordó. Quizá le sorprenderá lo reciente del evento.

Al platicarlo con alguien con conocimientos especializados en los ires y venires del ecosistema corporativo, me hizo saber que no siempre es negativo; hay muchas oportunidades de aprendizaje insospechadas que vienen engrapadas a esta solicitud. Y tiene razón. Hay que andarse con cuidado. La precisión es muy importante para delimitar muy bien los alcances de las palabras. Dónde acaba y dónde inicia el concepto; donde comienza, por ejemplo, la palabra “favor”. Aclaremos: el veneno es cura si la dosis es la adecuada. Es decir, los favores según cierta perspectiva son el tejido que da sustento y unión a la sociedad. Si esta aseveración le parece extralimitada o hiperbólica, podemos convenir que la mecánica de fondo en un favor es un componente crucial de las relaciones interpersonales. Porque no todo es una cuestión de contratos apostillados o de la letra impresa de la lista de responsabilidades. El favor implica un acercamiento entre dos personas por medio de un acto que de algún modo es benéfico para la persona que recibe la acción y, en muchos casos, no lo es para quien la hace. Aunque en este detalle —el de si hay o no beneficio para quien otorga el favor, para quien realiza la labor altruista— se han ahogado millones de argumentos y discusiones. En el desorden de las intenciones hay bondades y dones que ofrecer, empatía que busca las vías para expresarse.

Marcel Mauss, sociólogo y pariente de Emile Durkheim, estudió en una monografía de 1925 el papel del regalo, del don, en las sociedades alrededor del mundo y en la historia. Y ahí suelta esta perlita al hablar de los dones y los regalos entre los maorís: “Lo que obliga en el regalo recibido, intercambiado, es el hecho de que la cosa recibida no es algo inerte. Aunque el donante la abandone, esta sigue siendo una cosa propia.” Es decir que el regalo no es simplemente un objeto que se intercambia; hay en él una energía, el pulso de un compromiso y una obligación. Casi se parece al amor del que habla Lacan. Uno da lo que no tiene, y quien lo recibe obtiene entonces una deuda gozosa que quizá no quería. Los estudios de los dones y los regalos hablan de rituales elaborados, de estructuras complejas y de expectativas conocidas por los participantes. ¿Cómo se ejercen las deudas de favores laborales? ¿En qué libro mayor de contabilidad se llevan apuntados esos actos? Me temo que se trata de información fantasma. Imposible de rastrear, la cuenta de favores cumplidos y negados es motivo de recuerdos aproximados, de agradecimientos, pero también de resentimientos. Vista en positivo, la tan mentada cadena de favores vincula y da sustento a las personas. Vista, sin embargo, en negativo, esta cadena de favores que une buenas voluntades se transforma en el diminutivo grillete del empleado asalariado.

Y finalmente la pregunta persiste: ¿cuál es el antídoto para el sonsonete “¿te puedo pedir un favorcito?” Estrategias, las hay de todo tipo, una terapéutica variada que va desde la recomendación de aquel héroe a su tripulación de taponar las orejas con blanda cera para no escuchar a las sirenas, hasta el cálculo de la geometría de conveniencias y la contabilidad exacta de las deudas que se tienen y los créditos con los que se cuenta. Quizá, después de una revisión de autoridades, hay un antídoto, sí, un antídoto que trae consigo su propios y elevados riesgos. Hubo en el imaginario siglo XIX un prócer que mostró el camino para quienes respingan de responsabilidades y favores laborales. Aquel escribiente de Manhattan, retratado por Herman Melville, reveló que tres palabras son suficientes para desactivar aquella frase ponzoñosa, el lenguaje se combate con lenguaje. Las cinco palabras —“¿te puedo pedir un favorcito?”—, reciben, pronunciadas en un tono monocorde, la sintética respuesta: preferiría no hacerlo.


En Gatopardo hemos dedicado varios ensayos a pensar críticamente el trabajo, aquí algunas muestras:

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