Titane, una película de sexo automotriz y de identidades fragmentadas
La cineasta Julia Ducournau vuelve a sorprendernos. En su más reciente largometraje, Titane, ganadora de la última Palma de Oro de Cannes, y que se estrena este 2 de diciembre en México, es un collar de fetiches con los temas que más le obsesionan. Una mujer con la cara lastimada se hace pasar por un niño que desapareció hace diez años y lo convierte en su álter ego.
Hasta Titane (2021), la filmografía de la cineasta francesa Julia Ducournau había sido una representación más o menos coherente del despertar sexual femenino: las protagonistas de sus primeras tres películas cargan historiales de bulimia, o la sugieren en planos donde las vemos vomitando; al madurar sexualmente, estas mujeres alcanzan una belleza vengadora y un hambre inquietante que sintetizan su metamorfosis y transforman también sus roles. Junior (2011), Mange (2012) y Grave (2016) parecen reinterpretaciones de Carrie (1976) donde las protagonistas humilladas por el acoso escolar logran tentar a sus agresores como arañas indomables y se reivindican en el desquite.
Grave fue la primera película de Ducournau en alcanzar el éxito pero quizá no se deba tanto a sus temas como a sus formas, que la directora ya venía anunciando en su cortometraje Junior. Las dos películas son protagonizadas por Garance Marillier, que interpreta a distintos personajes llamados Justine: una de ellas, preadolescente, y la otra apenas una adulta. En ambas tramas los cuerpos se ven afectados por una enfermedad inexplicable que los va descascarando en imágenes grotescas de salpullidos y de una espalda cuarteada y viscosa, como si el envoltorio humano escondiera una mariposa espeluznante. Los extraños malestares representan la sexualidad, que se abre paso a través de la piel, como en alguna película de David Cronenberg, y se convierte en un cebo para los incautos.
Estos elementos del horror corporal —subgénero donde el miedo se dirige a la monstruosidad del propio cuerpo— estructuran un efectismo peculiar que se acompaña a veces de humor y juega cuidadosamente con el exceso. En Grave, por ejemplo, Justine vomita un hilo de pelo interminable que tejió al masticar su cabello como respuesta al abusivo ambiente universitario. Ducournau usa varios planos largos para sostener la ilusión de que la hebra babosa se extiende por metros y genera así un asco bien controlado: la escena es lo suficientemente larga para torturar a la audiencia, pero se corta justo antes de trivializar la imagen. El riesgo aumenta cuando, más adelante, la directora liga la tensión de un depilado púbico que termina en mutilación dactilar con el subsecuente descubrimiento del hambre caníbal de Justine. El perverso sentido del humor que se alterna con la repugnancia hizo de esta secuencia un emblema popular del cine contemporáneo.
A pesar de sus virtudes estilísticas ninguna de estas películas logra la profundidad o cohesión temáticas: se vislumbran las ideas del despertar sexual y el miedo que provoca; del acoso escolar, de la belleza arácnida, pero Ducournau solamente los toca como aspectos anecdóticos y transporta el exceso de sus secuencias más grotescas a su forma de narrar. Por ejemplo, en Grave llega un punto en que parece haber exprimido todos sus temas y, sin más, añade la rivalidad de Justine con su hermana mayor, aunque ni había explorado tanto sus primeras ideas ni logra conectar del todo esta nueva ramificación.
Titane, que ganó la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y se estrena el 2 de diciembre en salas de cine mexicanas, tiende más a la dispersión que Grave y puede ser entendida como un caprichoso collar de fetiches o quizá como un desorden onírico cuya noción de coherencia invierte otra más tradicional.
La película da la impresión de una estructura en tres partes que crean una especie de círculo, es decir, el principio y el desenlace tienen mayores correspondencias entre sí. Los pósters y los tráileres anuncian sólo la trama ubicada en los extremos, en varios sentidos de la palabra: al igual que Grave, Titane comienza con un violento choque automovilístico, provocado, en este caso, por una niña decidida a fastidiar a su padre. Debido al accidente los médicos le incrustan a la hija una placa de titanio —titane en francés— y, saliendo del hospital, ella corre a acariciar y besar el coche de la familia. En la siguiente escena Alexia (Agathe Rouselle) ha crecido y se dedica a hacer bailes eróticos en convenciones automovilísticas, pero más que excitar a los asistentes pareciera que ambiciona seducir a las máquinas cuando agita su pelvis sobre una carrocería.
En este momento se asoma de nuevo la influencia de David Cronenberg, que abordó en Crash (1996) —adaptada de la novela de J.G. Ballard— el fetiche extraño de unos personajes que se excitan con choques, pero la directora lleva las cosas todavía más lejos: Alexia se coge a un coche. Es sorprendente ver a la protagonista, desnuda y recién salida de una regadera, introducirse en el vehículo sobre el que se restregó antes para hacerlo brincar. El humor intermitente crea una distancia entre Ducournau y Cronenberg, pues, mientras que él buscaba incomodar a la audiencia con metáforas posmodernas, ella desea emocionarla con ocurrencias desligadas. Las primeras imágenes de Titane, donde la directora muestra las vísceras trepidantes de un coche, como sugiriendo un cuerpo vivo, podrían haber significado también una argumentación más aguda pero Ducournau se distrae fácilmente.
Otra bifurcación de Titane aborda la pulsión psicopática de Alexia, que mata a los otros cuando la envuelven con deseo, entre ellos un personaje llamado Justine e interpretado, naturalmente, por Marillier. En la televisión se habla de un asesino serial, que probablemente sea Alexia, pero Ducournau evita ahondar en ello o siquiera ligar el deseo sexual por las máquinas con la aparente repulsión por los humanos. Podría argumentarse que la misantropía define el comportamiento de la protagonista, pero la exploración de sus deleites comienza apenas a los 32 años; ¿por qué no empezó antes si el accidente es la fundación de su carácter? Frente a estas dudas me brota la impresión de que nada aquí es un misterio hondo sino una colección de efectismo.
Durante la huida por sus crímenes, un anuncio a la comunidad inspira a Alexia a hacerse pasar por Adrien, un hipotético hombre que se extravió hace décadas, cuando era niño. En una escena ya típica de Ducournau, la protagonista se rompe la nariz para disfrazar sus rasgos y se envuelve con una venda para ocultar sus senos; el suplicio de este procedimiento es enfatizado por la tensión y el sonido, y parece simbolizar la supresión de la identidad de género, que encuentra en estas imágenes una expresión palpable y dolorosa. La androginia de Alexia poco a poco pasa de un nivel anecdótico a uno más profundo cuando aparece el padre del niño extraviado, y más todavía cuando ella descubre que desde la infancia su álter ego usaba vestidos. El intercambio de identidades nominales representa un cambio de identidad de género que es plena y tiernamente aceptado por el padre triste de Adrien.
Vincent (Vincent Lindon) es un comandante de bomberos satisfecho ahora por la reaparición de su hijo. Su figura musculosa y a veces cabizbaja es la de un monstruo melancólico que perdió la felicidad en un arrebato y, ahora que la ha encontrado de vuelta, intenta adaptarse a ella. ¿Será que no se da cuenta de que Alexia no es su hijo, o será que, sin importarle quién o qué sea, la arropa? En este momento, cuando Ducournau se olvida de la fusión cuerpo-máquina y la excitación homicida, Titane comienza a adquirir una coherencia inesperada.
La mayor expresión de su nuevo tema es el espacio mismo del cuartel, donde los bomberos hacen fiestas de un carácter levemente homoerótico y las letras de las canciones de fondo —sobre todo “She’s Not There”, de los Zombies y “Light House”, de Future Islands— aluden a una identidad desconocida, falsa, y a una ausencia apenas resarcida. Vincent ignora las advertencias y baila ambas canciones con Alexia, inconsciente de estar tocando a una extraña o, más bien, convencido de levantar a un niño. Dos criaturas perdidas, abandonadas, se encuentran para siempre aunque sin verse del todo: se abrazan ciegamente para remediar sus soledades.
Así es que Ducournau vuelve a sorprendernos, pero no con asco o espanto sino con ternura. Hacia el desenlace regresará el horror del cuerpo como temor a la maternidad —¡otro tema!— pero el amor que acepta sin dudar lo distinto se sostiene y define a la película. Quizás habrá que aceptar también la extrañeza interminable de Titane.
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