'Soñar como sueñan los árboles': un thriller sobre el rapto infantil

Soñar como sueñan los árboles: un thriller acerca del secuestro infantil

La portada de un diario en 1946 anuncia la búsqueda de una niña desaparecida en la colonia Juárez, Ciudad de México. Con un estilo punzante, la escritora Brenda Lozano explora la angustia de Gloria Felipe al intentar salvar a su hija de un peligro que la policía no ha podido frenar. Gatopardo presenta un fragmento del libro Soñar como sueñan los árboles, con el apoyo de Alfaguara.

Tiempo de lectura: 19 minutos

Se cuenta que esto pasó:

Esa noche la despertó la lluvia. Gloria Felipe, con un sueño que parecía romperse con cualquier ruido, logró dormir un par de horas más. Todavía era de madrugada cuando volvió a despertar, seguía lloviendo sobre la gran ciudad dormida, pero la lluvia fue disminuyendo hasta disiparse antes de que clareara el día. Hacía un frío de invierno, un sol de enero y el viento soplaba en dirección a la avenida en la que apenas pasaban coches al otro lado de la ventana. Esa mala sensación, como el mal en general, no tenía ni tiene múltiples lecturas.

La mañana del 22 de enero de 1946, Gloria Felipe llevaba un vestido azul celeste, un sombrero azul marino, un bolso blanco en una mano y en la otra llevaba de la mano a su hija más chica, la única de los cinco hermanos que no iba al colegio aún. Gloria Miranda Felipe había cumplido dos años hacía tres semanas y esa mañana había ido con su madre a dejar a sus hermanos al colegio estrenando el vestido blanco, con un bordado de flores ocres en el pecho, que le había hecho personalmente y regalado su abuela Ana María en su cumpleaños. A su madre le parecía demasiado elegante para un día cualquiera, pero la niña no quería salir de la casa sin ese vestido y Consuelo se lo había puesto. Estaban por entrar de vuelta al edificio, frente a una de las puertas de hierro del patio común, cuando se encontraron con Hortensia, una niña relativamente nueva en la cuadra, a quien le gustaba jugar con los niños.

La familia Miranda Felipe vivía en el segundo piso del edificio La Mascota, un edificio de estilo francés en la colonia Juárez, sobre la calle de Bucareli. Gustavo Miranda solía usar sombrero, tenía el bigote bien recortado, casi siempre vestía traje, como sus compañeros en Teléfonos de México. La señora Gloria Felipe, quien estaba a cargo de los cuidados de la casa, había trabajado con su madre, la señora Ana María Felipe, en el salón de belleza, en el taller de vestidos de noche y de novia, y la apoyaba también con la administración de algunas de sus propiedades. Trabajaba, pues, sin pago. En ese departamento grande vivían con sus cinco hijos y Consuelo, la trabajadora doméstica. Gustavo tenía doce años y un lunar grande con forma de corazón en la mano derecha que se había picado algunas veces con un compás para distorsionar ese corazón que le estorbaba y por el cual se habían burlado en la escuela para varones a la que iba; era leal con sus hermanos y le gustaba molestarlos a todos; sin embargo, sus hermanos eran los confines de su mundo. Para desgracia de Ana María Felipe, su primer nieto era el más parecido al español —al que no vamos a nombrar—, el padre de Gloria Felipe. A veces lo llamaban Tavo para diferenciarlo de Gustavo, su padre. Luis, de once años, era el más flaco de los cinco, le gustaba leer, cosa rara en una casa con pocos libros; era el más introvertido y se sentía feliz bajo los paraguas en los días lluviosos. Jesús, de nueve años, era el más parecido a su padre. Había, de hecho, un par de fotografías que eran como una copia de la otra, pero eran padre e hijo de niños. Tenían expresiones parecidas y, para conseguir aún más la aprobación de su padre, Jesús buscaba imitarlo y soñaba con trabajar en Teléfonos de México. Carlos tenía cinco años, acababa de aprender a leer y le gustaba jugar con las palabras nuevas que decía como tratando de estar a la altura de sus hermanos mayores, pese a que algunas de esas palabras las usaba como con los ojos vendados poniéndole la cola al burro. Gloria, la más chica de todos, era la única persona en el mundo idéntica a Ana María Felipe: tenía los ojos color miel, las pestañas espesas y las cejas gruesas, unas facciones hermosas y unos cuantos lunares espolvoreados en los brazos y la espalda. Gustavo, a veces, la llamaba «Jícama con chile», también tenía apodos para molestar a sus otros hermanos. Gloria apenas sabía algunas palabras, armaba frases sencillas como si apilara tres o cuatro bloques de madera, uno encima de otro, y a menudo esos bloques se caían.

Consuelo había llegado a casa de los Miranda Felipe de Tlalpujahua de Rayón, Michoacán, con pocas pertenencias y veinticuatro años. Se instaló en el cuarto de servicio en menos de media hora y desde entonces comenzó a trabajar como sale el sol y cae la noche. Tenía una hija llamada Alicia que se había quedado en su pueblo, al cuidado de sus padres. Había llegado unas semanas antes de que naciera Luis y desde entonces rezaba por las noches con el mismo rosario que tenía en la mano cuando Gustavo y Gloria llegaron con Luis, en brazos, recién nacido. Sus gestos eran transparentes, no sabía mentir ni le cruzaba por la mente hacerlo. A los treinta y cinco años parecía tener veinticinco o cuarenta y cinco y esa era su única ambigüedad. A Consuelo le gustaba cantar, gozosa, canciones rancheras y solía peinarse todos los días una trenza gruesa y larga aún con el pelo mojado. Era la única que veía su pelo ondulado antes de acostarse, pues no solía soltarse el pelo frente a nadie. Salvo frente al Jesucristo que tenía colgado al lado de su cama, al que rezaba todas las noches, para ella era una presencia y ante él se sentía cómoda con el pelo suelto, como si fuera su marido, alguien que la conocía en los momentos más íntimos.

Ahora que andamos en presentaciones, quizá deba presentarme brevemente, pues no me gustaría que pensaran que soy una voz masculina en tercera persona que todo lo controla, todo lo sabe y todo lo ve. No soy una voz en tercera persona sabihonda, un narrador que controla la historia, una voz de hombre blanco que le dice esto es así y esto es asá, estos personajes dicen blablá o blablablá cuando yo quiero porque aquí mis chicharrones truenan y ahora todos cierran el pico. No es así. Tampoco soy una voz en abstracto, tengo un cuerpo, soy mujer y también soy tercera persona. Este es mi trabajo. A veces me perderán de vista, pero yo acá ando. Si otros hablan, yo me haré a un lado para escuchar. Cuando termine este zafarrancho yo diré FIN y no le voy a echar más crema a los tacos. Tampoco soy una mujer así en genérico, soy mexicana, así que las palabras aquí bailan el jarabe tapatío, no vaya a pensar que hablo como noticiero en Miami. Además me gusta meter mi cuchara en las historias como ya ven y, como Consuelo, no canto nada mal las rancheras. Una vez dicho esto, a trabajar.

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Las vidas de Gloria Felipe y de Nuria Valencia se entrelazan en torno al robo de una niña pequeña que conmociona a la capital mexicana en la década de 1940, en el libro Soñar como sueñan los árboles de Brenda Lozano. Fotografía de Ana Hop.

Así pues, Gloria Felipe abrió la pesada puerta de hierro del patio del edificio, la detuvo con el cuerpo mientras su hija algo le decía a Hortensia. Esta le pidió permiso a Gloria para jugar con su hija. La niña pequeña le extendió la mano a la niña grande antes de que su madre le diera permiso. Ante la reacción de su hija, Gloria le pidió a Hortensia que jugaran en el patio, en donde podía echarles ojo de cuando en cuando. Solo podían jugar un momento porque en breve tendrían que hacer compras en el mercado y, además le dijo, innecesariamente, dejarle unos papeles a su mamá en la tienda. Gloria Felipe pensaba que le daría tiempo de hacer un par de cosas antes de salir mientras miraba cómo su hija reaccionaba con emoción a los movimientos de la niña que sacó un gis de uno de los dos grandes bolsillos de su vestido y comenzó a pintar la primera casilla para jugar avión. Aunque era evidente que ella también se divertía, la paciencia de Hortensia para jugar con niños más pequeños daba confianza. Gloria estaba segura de que era hija del portero viudo cruzando Bucareli, pero aún no le había preguntado.

Gloria Felipe estuvo dieciséis minutos en su casa. Pasó al baño, revisó lo que tenía en la alacena, en el refrigerador y en las canastas en la cocina mientras tomaba nota para salir de compras. Consuelo lavaba los trastes. Gloria recogió algunas cosas que habían dejado tiradas sus hijos, pero se quedó a medias, sintió que no debía dejar a su hija más tiempo afuera, además de que lo mejor era activarse y quizá pasar a ver antes a su mamá, así que tomó un abrigo como de marinero, pequeño y pesado, de fieltro azul, que había hecho su madre para su única nieta, con unos grandes botones dorados con anclas y un cuello redondo de dos hojas, y apuró el paso por las escaleras del edificio. Estaba segura de que a su madre le gustaría ver a su nieta así vestida.

Al abrir la puerta que daba al patio, vio un avión pintado en el piso con dos piedras en diferentes números. Sintió miedo. Miró en todas direcciones. El miedo se agudizó, le descontroló un grito, nombró a su hija: su propio nombre. Gritó el nombre de su hija, su nombre, como si no se hallara ella misma al no hallar a su hija. Pensó que quizás habían ido a la tienda a unas cuadras, se encaminó hacia allá, cruzó la avenida gritando el nombre de su hija. Aunque guardaba la esperanza de que estuvieran ahí, tenía un mal presentimiento que se parecía tanto al que la había inquietado de madrugada, si no es que era ese mismo sentir. El portero viudo se asomó por la puerta, como un topo de su madriguera, Gloria Felipe le preguntó si su hija estaba con la suya, como tensando los dos extremos de una cuerda, el portero le dijo que él solo tenía una hija ya mayor, ya casada, y Gloria sintió un relámpago en el cuerpo que anunciaba la tormenta de pensamientos que se venía. Como el trueno sigue al rayo, gritó más fuerte el nombre de su hija en la calle, ¿pero a quién dirigía su voz? Su hija no parecía estar escuchándola ni parecía estar cerca. ¿A quién gritaba su propio nombre? ¿A sí misma o a su hija?

Un hombre se acercó a ayudarla, pero Gloria no pudo articular nada y lo apartó con una mano, le estaba quitando tiempo; de hecho, todo lo que no fuera avanzar hacia su hija le quitaba tiempo. ¿Pero estaba avanzando hacia su hija? ¿Se estaba acercando o se estaba alejando? ¿Cómo saber si estaba alejándose o si estaba acercándose? ¿Cómo saberlo? Cruzó de vuelta la avenida sin mirar los coches que pasaban, una persona tuvo que hacer una maniobra para no atropellarla. Gloria llegó a tocarle la puerta a Josefina López, la administradora del edificio en el primer piso, quien de solo verle la cara supo que algo grave pasaba.

«Hortensia se llevó a Gloria», alcanzó a decir como conteniendo agua entre las dos manos.

Josefina le dijo que tal vez habían ido a comprar algún dulce las niñas. Y, sin responderle, Gloria subió al segundo piso presurosa, mejor dicho, saltando escalones en pares, a su departamento, y abrió la puerta de su casa moviéndose como nunca antes lo había hecho, atravesada por la incertidumbre, por el miedo. Se comportaba como solo se comportan quienes de pronto son protagonistas, quienes saben que acaba de empezar una tragedia, una a la que han sido arrojadas, pero ella no quería actuar, no sabía actuar, no le interesaba actuar en una tragedia mucho menos una en su propia vida. Y, sin embargo, ahí estaba, entrando al escenario, abriendo la puerta de su casa con desespero, sin saber qué pasaría al minuto siguiente, moviéndose como la protagonista de esa tragedia que ella tenía la certeza de estar protagonizando. Esa era la única certeza que tenía pues se trataba de su hija a la que se habían llevado; ahora era claro ese presentimiento de la madrugada, eso era preciso lo que había sentido, ese mal presentimiento y su realidad eran como la furia del mar y el viento peleándose, ahora reconociéndose en el otro. Nunca antes le había parecido tan lejos llegar de la puerta de su casa al teléfono para llamarle a la policía, mejor sería que ellos, no solo ella y su esposo y su madre, buscaran a su hija, necesitaba, le urgía que, por favor, otros personajes entraran a escena.

Se robaron a mi hija, señor, dijo Gloria haciendo un esfuerzo grande para no llorar al nombrar lo que no habría querido nombrar hasta ese momento, pues tenía que asegurarse de que la persona al otro lado de la línea entendiera lo que acababa de ocurrir. Rubén Darío Hernández, el comandante del Servicio Secreto, mejor conocido en el gremio policiaco como El Dos Poemas, acababa de iniciar su turno, desayunaba una torta de huevo y un atole endulzado que tomaba en una taza que puso sobre su escritorio para hablar.

—¿Dónde se llevaron a su hija, señora?

—Afuera de mi casa alguien se la llevó, en la calle de Bucareli y Cuauhtémoc en la colonia Juárez, afuera de mi casa alguien se la llevó.

—¿Usted vio quién se la llevó?

—No, la dejé jugando afuera con otra niña.

—¿Cuántos años tiene su hija, señora? —le preguntó serenamente el comandante Rubén Darío dejando su torta de huevo al lado de su máquina de escribir, deteniendo el auricular entre el hombro y la oreja para tomar nota.

Gloria Felipe le dio la fecha de nacimiento de su hija y se le escapó decir la hora exacta en la que nació, como si esa precisión fuera la huella que marcaba en el cosmos que era su hija, solo su hija, como si Dios pudiera escucharla con esa nítida precisión, como si fuera una clave, una llave para que una hija regresara con su madre porque sabía la hora exacta de su alumbramiento, una hora y un minuto justo hace dos años, tres semanas por la madrugada, que solo ella conocía con detalle porque Gustavo se había ido del hospital porque no quería que sus cuatro hijos pasaran la noche sin él en casa, cosa que Gloria le reclamó y le seguiría reclamando con comentarios pasivo agresivos cuando la ocasión se prestara. Había preferido irse con sus cuatro hijos que quedarse con ella, su esposa, al momento de parir, sí, su quinto parto, su primera hija, y se había ido poco antes de que se desgarrara y perdiera sangre, ella había sido la única que había sentido ese dolor en su cuerpo, y como sumando dolores, Gloria respondió las siguientes preguntas llorando. El comandante Rubén Darío intentó tranquilizarla con frases hechas, necesitaba más información. Le pidió el nombre completo de la menor y le pidió que llevara fotografías de la niña para abrir carpeta.

El comandante Rubén Darío Hernández del Servicio Secreto, luego de colgar el teléfono con Gloria Felipe, escribió en su máquina: «México, Distrito Federal a 22 de enero de 1946. Reporte del secuestro de la menor Gloria Miranda Felipe, nacida el 30 de diciembre de 1943 (a las 1:34 horas!!!)». La señora Gloria Felipe llamó a su esposo a Teléfonos de México y a su madre, que estaba en el taller atendiendo a una actriz de cine y teatro que requería un vestido para una fiesta. Beatriz, la asistente de Ana María, la llamaba cubriendo el auricular con una mano cuando tocó la puerta Josefina, la administradora, para decirle a Gloria que ya había ido a la tienda de la esquina, había buscado y preguntado por la niña en algunos departamentos del edificio y que Consuelo también estaba buscando a la niña en la calle. Gloria le cerró la puerta sin decir nada y regresó a hablar con su madre que la esperaba en la línea.

En México se había desatado una ola de robos y secuestros a menores de edad. Para 1946 había dos millones de habitantes en el Distrito Federal y 4.000 policías con un sueldo precarizado —como sigue siendo todavía hoy— que dividían labores en tres turnos. La comandancia del Servicio Secreto era el único órgano del Estado para llevar casos de secuestros de menores; el comandante Rubén Darío Hernández había investigado varios casos, algunos de ellos los habían resuelto, otros estaban pendientes y, como la policía estaba rebasada, se creó La Asociación Civil Contra el Plagio de Infantes como una respuesta de un grupo de padres que buscaba a sus hijos. Sin embargo, era una AC nueva y carecía de los medios que tenía la policía. En el departamento de Servicio Secreto tenían once casos abiertos al 22 de enero, mientras que en la ACCPI llevaban 54, y el caso de la niña Gloria Miranda Felipe era la doceava carpeta abierta. En el Servicio Secreto, el niño más grande que buscaban tenía cinco años, la más chica tenía tres meses de nacida. Para entonces existían dos hipótesis principales en los medios ante el robo y secuestro de menores: la venta de niños al extranjero y los niños robados por los pobres y gitanos para ponerlos a mendigar dinero, como una única fuente de ingreso, en las calles de la creciente y gran ciudad.

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Con Soñar como sueñan los árboles, Brenda Lozano ofrece una mirada crítica de los mandatos de la maternidad, y muestra también las posibilidades de rebeldía y autodeterminación que abrieron las mujeres del siglo XX. Fotografía de Nuria Lagarde.

Ana María Felipe le había quitado el apellido de su ex marido a su única hija en el acta de nacimiento, la registró como «hija natural» luego de divorciarse de él cuando Gloria Felipe tenía cinco años. El padre de Gloria, a quien Ana María no le gustaba nombrar y, por lo tanto, no vamos a nombrar, era un refugiado español de ojos azules, de muchas palabras, de hecho, un torrente de palabras que, como una tubería rota, no se podía controlar cuando tomaba. Su voz se hacía notar adonde estuviera. Tenía una risa estruendosa que era como un plato que se rompe, de súbito, en el restaurante y hace voltear a la gente. Tenía una fluida jerga española que muchas personas en México no entendían. Era alcohólico y era violento. Ana María llevaba cinco meses de embarazo cuando el español la golpeó, así perdió ese embarazo, momento en el que se enteró de que eran dos y no uno, que había perdido así un embarazo gemelar. Ana María Felipe tenía veintiocho años cuando perdió a los gemelos. Tenía una histerectomía luego de la pérdida, una hija de cinco años y una madre que dependía económicamente, como ellas, del español. Tenía una maleta que llenó de ropa y una bolsa donde le cupieron algunas cosas más antes de irse.

Gloria Felipe había crecido con el estigma de ser hija de una mujer divorciada y una que, además, trabajaba. Una combinación maldita para su tiempo. Entre sus compañeras del catecismo y la escuela, nadie quería invitarla a su casa. Es hija de una divorciada, decían. Es mala influencia, decían. Su madre trabaja, decían. No es buen ejemplo para esta casa, decían. No vaya a traer la desdicha del divorcio, decían. No vaya a sembrar ideas inmorales a otras niñas, decían. Gloria Felipe fue desarrollando vergüenza por llevar el mismo apellido que su madre y por no conocer ni recordar a su padre. A veces usaba su apellido de casada, pero su madre la había animado a que usara siempre su nombre de soltera, cosa rara para su tiempo, y, finalmente, así lo había hecho. Tenía un puñado de recuerdos arenosos de su padre que había moldeado tantas veces, de maneras tan diferentes que, en sus recuerdos, se había transformado en un buen hombre y no entendía por qué su madre la había privado de crecer con él. En la pubertad pasó una temporada enojada con Ana María Felipe. ¿Por qué no le permitía llevar el apellido de su padre? ¿Cuál era ese apellido? ¿Por qué no le permitía buscar a su padre? ¿Por qué le había prohibido vivir en una familia, como las de sus amigas? ¿Por qué había roto la geometría familiar? ¿Y por qué no tenía hermanos como el resto de sus amigas, por qué había sido así de egoísta?, le reclamó a su madre, a gritos cuando adolescente, sin saber que había perdido a sus hermanos, los gemelos, cosa que Ana María le contaría, en una frase escueta y más bien críptica, muchos años después.

Cuando recién se divorció del español —al que no vamos a nombrar—, Ana María sabía coser, bordar y cocinar. Con sus escasos conocimientos, comenzó a trabajar de costurera en una tienda de camisones y ropa para mujer. Poco a poco fue destacando por sus aptitudes manuales y la ascendieron como asistente de una modista de vestidos de diario. Para acelerar la historia de Ana María, a la que volveremos más adelante, puso un negocio de vestidos de gala y de novia, y para cuando Gloria se casó con Gustavo, Ana María ya era una célebre diseñadora que viajaba por el mundo a pasarelas, a comprar toda clase de textiles, todo tipo de hilos y botones para sus diseños. Ana María Felipe fue la primera mujer diseñadora en México en alcanzar esas alturas internacionales. Tenía un salón de belleza que también gozaba de buen prestigio y de una clientela fiel, pues además de ser una profesional destacada en el mercado de la belleza y la moda, era carismática. Era bien querida por sus empleadas y clientas. De hecho, su carisma y su profesionalismo eran como aire al fuego, uno crecía al otro, y la gente se acercaba a ella en las fiestas, aun sin conocerla. Tenía un gran sentido del humor y trataba igual a clientes adinerados que a las empleadas que dependían de ella. Esa calidez generaba la lealtad de sus trabajadoras. Además, Ana María contrataba solo a mujeres como una política personal y eso hacía que mujeres en situaciones similares a las de ella hubieran tenido a quien acercarse para huir de los gritos, insultos, a veces de los golpes, de sus antes esposos. Se había corrido el rumor de que, si alguna mujer quería divorciarse, Ana María encontraría algún trabajo que ofrecerle. Sus negocios eran prósperos. Y tal vez ella era como una flor de loto, una de las más bellas flores capaz de surgir solo en el lodo; una mujer que había florecido después de adversidades y pérdidas.

El departamento de la colonia Juárez era un regalo que Ana María les había hecho a su hija y a su yerno en su boda, y los lujos que podían darse como familia numerosa también venían de ella. Cuando su hija la llamó esa mañana, Ana María le dijo que no podía dejar el taller en ese momento, pero lo haría en cuestión de minutos; mientras tanto, mandaría a su asistenta Beatriz por sus cuatro nietos a la escuela para que su cocinera los atendiera en su casa. A Gloria, incluso a su edad, le seguía doliendo que su madre no dejara el trabajo en ese instante, aun en esa situación. Tenía una huella de abandono que el tiempo no borraba. Las pocas veces que había logrado expresárselo torpemente a su madre le contestaba que no era que el trabajo le importara más, sino que le importaba tanto que debía trabajar para cubrir todo lo que ella necesitaba. Era una de sus maneras de darle afecto a su hija, pero cuántas veces Gloria hubiera preferido que su madre estuviera presente en lugar de estar trabajando. Que su madre hubiera dejado el taller en ese instante para ir corriendo a verla. Sumado a la angustia que sentía por no saber dónde estaba su hija, le explotó un llanto como si tuviera cinco años. Tal vez porque emocionalmente el tiempo se detiene ahí, justo donde más nos hirieron.

Gustavo llegó a su casa. Portaba casi siempre un pin con el logotipo de Teléfonos de México en la solapa del saco, no tanto por obligación o porque fuera parte de un uniforme, sino por mera gratitud a su casa empleadora que le había dado trabajo como telégrafo a los dieciséis años. Su esposa, que lloraba sentada en la taza del baño, se echaba la culpa por haber dejado sola a su hija. ¿Por qué se la confié a Hortensia?, alcanzó a susurrarle con mocos que le escurrían de la nariz a la boca. ¿Quién es Hortensia?, le preguntó Gustavo mientras le limpiaba la cara a su esposa con papel de baño. Le respondió como golpeándose, flagelándose con cada palabra: Soy una estúpida, una imbécil, pensé que era la vecina, pensé que era la hija del velador de enfrente. Gustavo la reclinó, se levantó y se llevó las manos a la espalda, se tomó una mano con la otra, separó las manos, se las llevó a los costados, se rascó un hombro sin que tuviera comezón, como no sabiendo qué hacer con su cuerpo, dónde ponerlo, qué hacer con sus largos e inútiles brazos, sus manos parecían sobrarle, esas extremidades no podían arreglar la situación, ¿para qué le servían entonces? Miró el reloj de pared, sus hijos aún estarían en la escuela unas tres horas antes de que Beatriz fuera a recogerlos para llevarlos a la casa de Ana María. Tomó el teléfono y llamó a la escuela de sus hijos para avisar quién pasaría por ellos. Jugaba con un lápiz con la mano, al lado del teléfono, de algo tenían que servirle esas manos peregrinas, y mientras colgaba con una mano y esperaba el tono para empezar a discar con el lápiz el número de la comandancia del Servicio Secreto, le pidió a su esposa el nombre del policía que la había atendido. ¿Así como el poeta?, le dijo Gustavo a Gloria.

El comandante Rubén Darío le pidió al señor Miranda que le llevara lo antes posible unas fotografías de su hija. Gustavo fue al clóset en su cuarto donde guardaban las toallas y sábanas, abajo estaba el cajón de las fotografías y álbumes familiares. Tomó tres, una de bebé y dos de su festejo reciente frente a su pastel de cumpleaños. Fue al baño por su esposa a quien tuvo que animar para levantarla, y sin su bolso ni su suéter, salió a la calle de su brazo. Se cruzaron con Consuelo que venía entrando, que se persignó al mirar a Gloria a los ojos y alcanzó a tomarle la mano. Se subieron a un taxi. Iban en silencio en el asiento trasero, conteniendo emociones con la razón, como si la razón fuera o como si pudiera ser un dique, mientras el conductor del taxi les contaba que había logrado salir de un embotellamiento ocasionado por un accidente, un joven vendedor de bolillos en bicicleta había sido arrollado por un trolebús. Les describía la imagen de los bolillos esparcidos en el pavimento y Gloria pensó en los panes blancos sobre la avenida negra, como puntos blancos sobre una inmensidad, un abismo estrellado, que le recordaba lo pequeña que era, el nulo control que tenía en la inmensidad. Peor aun que la imposibilidad de controlar una situación: lo poco que podía controlarse a sí misma. Mirando a través de la ventana pensaba en los peligros a los que estaba expuesta su hija, como el vendedor de pan atropellado, cuando rompió en llanto. No parecía haber ningún refugio para protegerse de los peores escenarios.

Al fondo de la primera planta de la comisaría, en una muy estrecha oficina con un inmenso escritorio de roble, con una máquina de escribir negra y pesada, y algunos papeles en aparente desorden, Rubén Darío eligió una de las fotografías de la niña, gritó a un policía joven llamado Octavio, con un corte a ras, labio leporino y con las botas rigurosamente boleadas, y le indicó que esa sería la fotografía de la niña que usarían para el comunicado a las comisarías del país, además de mandar el comunicado a Estados Unidos, donde ya colaboraban con las autoridades. Octavio salió de la oficina, Rubén Darío se quedó mirando la otra fotografía, casi idéntica a la segunda, solo que en esa la niña sonreía. Estaba seguro de que la imagen de la niña sonriendo frente a su pastel de cumpleaños, con sus dos padres detrás, era la imagen perfecta para la prensa y les propuso que la usaran para la difusión en los periódicos. Por esa sensibilidad, en parte, le apodaban El Dos Poemas en su gremio.

Gustavo le pidió permiso al comandante para sentarse junto a su esposa y desde ese punto de vista notó que Rubén Darío tenía manchas de comida en la camisa, que le quedaba justa en su redondez. Y en parte, por eso, a veces le apodaban El Dos Tacos, pero era más común que le llamaran El Dos Poemas. El señor Miranda le relató que su esposa había dejado jugando a la niña en algunas ocasiones sin ningún inconveniente con Hortensia en el patio del edificio La Mascota y también en la calle Bucareli. El comandante Rubén Darío tomaba nota, le pidió a la señora Felipe que describiera con detalle a Hortensia, cómo la habían conocido y cómo habían ocurrido los hechos. El señor Miranda, mientras tanto, miraba en el escritorio los nombres de los otros casos de menores robados y secuestrados, y al terminar el interrogatorio con el comandante, Gustavo le sugirió a Gloria acudir a las dos estaciones de radio principales y al periódico de mayor circulación para entregar la fotografía de su hija. Rubén Darío Hernández alcanzó a sugerirles un periódico y el nombre de un periodista, pero no lo escucharon.

Gloria Felipe le pidió a su esposo llamar antes a su madre. Ana María ya estaba en la casa de su hija con Consuelo. Les consiguió una cita con el director del periódico de mayor circulación.

Siguiendo órdenes de su jefe, el periodista José Córdova, aunque ya había sido alertado del caso por Rubén Darío, le hizo algunas preguntas a la pareja y les recibió la fotografía de la menor. Bajo esa foto, el texto que circuló en la edición de la tarde, y que dio a conocer la noticia, decía: «¿Usted sabe algo sobre el paradero de la niña Gloria Miranda Felipe? La menor Gloria Miranda Felipe, de dos años de edad apenas cumplidos, se extravió el día de hoy a las 8:20 horas en Bucareli y Cuauhtémoc, en la colonia Juárez, sin que se tenga ningún reporte de su paradero hasta el momento. Cuando se perdió la niña, llevaba un vestido blanco con flores color café en la pechera, unos zapatos de cuero café de hebilla y tres perforaciones en forma de hoja, unas calcetas color claro y un listón le ataba el cabello en media cola. Sus señas son: complexión delgada, pelo castaño, finas facciones, pestañas y cejas pobladas, boca pequeña y labios gruesos. Sabe decir unas cuantas palabras, es alérgica a la leche (le sale salpullido en el pecho y antebrazos). Sus padres estarán agradecidos con cualquier información y ofrecen una recompensa de 15.000 pesos a quien la proporcione en este periódico, o bien, favor de ponerse en contacto con su padre, el Señor Gustavo Miranda, en el siguiente número telefónico».

Gloria Felipe miró la primera plana del periódico recién impreso como si mirara un barco entrando de noche al mar abierto. También un mar dentro de ella.

 


BRENDA LOZANO es narradora, ensayista y editora. Ha tenido residencias de escritura en Estados Unidos, Europa, América del Sur y Japón. Edita en la revista literaria Make de Chicago, y es parte de la editorial Ugly Duckling Presse, de Nueva York. Ha publicado los libros Todo nada (2009), Cuaderno ideal (Alfaguara, 2014), Cómo piensan las piedras (Alfaguara, 2017). En 2019, Cuaderno ideal (Loop), traducido por Annie McDermott, recibió el Premio de Traducción English PEN. Escribe quincenalmente una columna en el periódico El País.


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