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El Vargas Llosa que descubrimos

El Vargas Llosa que descubrimos

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.
16
.
04
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

De Leila Guerriero a Elena Poniatowska, seis escritoras y escritores latinoamericanos comparten sus primeros recuerdos de Mario Vargas Llosa y los alcances de su obra en la literatura.

Para muchos lectores el descubrimiento de la obra de  Mario Vargas Llosa sucedió en la temprana adolescencia, cuando los planes de estudio dirigían a los estudiantes por los caminos del boom latinoamericano. Pero el nobel de literatura 2010 tuvo algo de peculiar que nos compartía de su mundo a quienes auscultábamos a través de él la ferocidad de las tiranías (La ciudad y los perros), la corrupción moral de un país (Conversación en La Catedral) o los apuntes eróticos de un oficinista de seguros (Los cuadernos de don Rigoberto).

La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.

Pantaleón, una sátira sobre el deber

Leila Guerriero

No siempre uno recuerda cuál fue el primer libro que leyó de un autor determinado, salvo que esa lectura haya estado rodeada de alguna circunstancia singular. Así, por ejemplo, sé que el primer libro que leí de John Irving fue Oración por Owen, y lo recuerdo porque estuvo nimbado de circunstancias singulares: porque me lo prestó en los años noventa el escritor argentino Rodrigo Fresán; porque él jamás le prestaba libros a nadie —en este caso supongo que le ganó su espíritu de evangelización irvingniano y, aun así, me encomendó que tuviera mucho cuidado y no le quebrara el lomo—; porque solo lo leía en mi casa, jamás en un transporte público por miedo a perderlo, y porque quedé convertida para siempre en lectora devota de John Irving.

Sin embargo, no hubo ninguna circunstancia excepcional que rodeara mi primera lectura de Vargas Llosa, excepto la adolescencia, excepto el descubrimiento de un autor al que en mi temible soberbia juvenil había colocado varios pasos atrás de Julio Cortázar o Gabriel García Márquez (a quienes sentía más cercanos), excepto por el hecho de que me empujó a leerlo un gran lector, un hombre que me llevaba muchos años y que insistía en que “Varguitas” me iba a resultar deslumbrante. 

El libro era Pantaleón y las visitadoras. No voy a olvidar la emoción estética que me produjeron las primeras páginas, con ese travelling construido a puro diálogo entre Pantaleón y Pochita mientras él se despierta y se viste, ni cómo de pronto estaba sumergida en una historia inverosímil en la cual a un capitán del ejército del Perú, Pantaleón Pantoja, se le encomienda establecer un servicio de prostitutas para los soldados en medio del Amazonas, todo eso en nombre del cumplimiento del deber, de la obediencia ciega a sus superiores y de su fidelidad a la patria. El humor que recorre las páginas en las que Vargas Llosa describe ese tremendo prostíbulo para solaz de la tropa fue un descubrimiento mayúsculo: la tragedia no era la única manera de lograr una novela grandiosa, no solo con crímenes y amores desgarrados podía construirse un libro impar. Las páginas rezumaban humor, ironía y, a través del mecanismo de la farsa y la parodia, desnudaban todas las contradicciones del alma humana. 

Lo entrevisté por primera vez en 2013 y, con pudor, llevé mi ejemplar de Pantaleón y las visitadoras para que me lo firmara. Es una edición de Seix Barral, circa 1987. La dedicatoria dice, entre otras cosas: “Para Leila Guerriero, esta novela con la que aprendí la función de la risa en la literatura”. La aprendió él, y nos la enseñó a muchos.

Te recomendamos leer Historia de una conversión, un perfil sobre Mario Vargas Llosa de Felipe Restrepo.

El libro que llega a su tiempo

Hiram Ruvalcaba

Llegué a la obra de Mario Vargas Llosa en la edad adulta, cerca de los 30 años, cuando estudiaba la maestría en estudios de Japón en El Colegio de México. A diferencia de muchos conocidos, la mía no fue una lectura de juventud, aunque me resistiré a la tentación de decir que llegué tarde a sus libros porque los libros —me parece— llegan en el momento justo o, por lo menos, en un momento adecuado

Aquella primera novela fue La casa verde. En días anteriores a la compra, había leído un artículo publicado por Ōe Kenzaburō en El País, bajo el título “Vargas Llosa, luz literaria”. El autor de Shikoku emitía una opinión contundente sobre la narrativa del peruano: “Ante todo, lean ustedes al menos una novela de Mario Vargas Llosa. Luego, aprendan con sus ensayos literarios, que revelan la profunda devoción del escritor peruano por su oficio. De las primeras recomiendo sin duda La casa verde y de los segundos La verdad de las mentiras” (2010). Yo, como ferviente lector de Ōe, acudí con presteza a la librería más cercana y salí muy contento con mi ejemplar, edición conmemorativa, editado por Alfaguara. 

En aquella, una de las primeras novelas de Vargas Llosa, puede leerse ya un fuerte compromiso con el quehacer literario, así como la asimilación de complejos ejercicios narrativos que integran la tradición occidental en la narrativa latinoamericana. La historia, que campea entre la selva y la costa peruanas, presenta una trama entrecruzada en donde los personajes son acertadas representaciones de las bajas pasiones humanas, como almas que penan en torno a aquel prostíbulo que parece encarnar todos los problemas, pero también algunas virtudes de la Latinoamérica del siglo pasado, “La Casa Verde”. El retrato de la marginalidad me pareció cautivador, y no puedo negar que aquella perspectiva crítica hacia los sistemas sociales y políticos que Vargas Llosa evidenciaba —por lo menos así fue en su literatura—, ha influido en varios momentos de mi desarrollo como escritor. Algo semejante me ocurriría después al leer Conversación en La Catedral, por ejemplo. 

Dicho esto, como muchos otros, me considero un lector que se ha dejado llevar por la prosa de Vargas Llosa. Su pérdida pesará grandemente en nuestra literatura. Dicen que con su muerte se nos acaba el boom. Yo, por mi parte, soy más optimista: me parece que su obra abre un panorama amplio que puede aprovecharse perfectamente para continuar nutriendo y perfilando un nuevo impulso para la literatura latinoamericana. 

Estampas de Perú

Luisa Reyes Retana

El primer libro que leí de Vargas Llosa fue Lituma en los Andes. Era adolescente y la novela me causó una profunda impresión. Fue mi primera estampa de Perú, un Perú agreste y violento. Mucho pisco, conversaciones espléndidas y el choque entre visiones ancestrales y modernas. Un librazo que me inició en la lectura de este autor tan único.

Palomino Molero y su trabajo policial

Antonio Ortuño

La primera novela que leí de Vargas Llosa fue una novela, digamos, menor en su trayectoria, pero a mí me gustó mucho. Se llama Quién mató a Palomino Molero. Apareció en una colección de libros de Ediciones RBA que vendían en los puestos de periódicos. Yo tendría 13 o 14 años y comencé a comprar esa colección de novelas. Era un chamaco muy lector, vengo de una familia de gente que lee muchísimo.

Es una novela de corte más o menos policial. No creo que se pueda considerar entre sus máximas obras, pero a mí me entretuvo y me divirtió muchísimo. Era una suerte de divertimento también narrativo. Desde luego es una novela estupenda. Me pareció una novela hábil, muy bien ambientada en Perú. Había leído novelas policíacas, pero eran de Sherlock Holmes, de Agatha Christie o  Ellery Queen , y poseían una ambientación completamente distinta. Esta novela de Vargas Llosa me pareció divertida, interesante y lo suficiente para volver a leerla en la adolescencia. 

Más tarde leí Elogio de la madrastra, y a partir de ahí comencé en retrospectiva con el resto de su obra mayor:  La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral

Quizá si hubiera tratado de comenzar a esa edad con novelas más densas me habría costado más trabajo, pero fue un comienzo, digamos, bastante amable en la narrativa de Vargas Llosa. Había leído por esa época Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia. Y, desde luego, con todas las diferencias del caso, también es una obra estupenda de corte de novela negra, hasta cierto punto policial, ubicada en atmósferas latinoamericanas. Supongo que eso también ayudó a que leyera con mucho interés y gusto a Vargas Llosa en ese primer contacto.

La elegancia de un autor

Elena Poniatowska


A Vargas Llosa lo conocí nada famoso, nada reconocido. En París vivía con su tía Julia. Después escribió la novela La tía Julia y el escribidor. Él daba clases de español en un instituto. Era un muchacho muy alegre, muy simpático. He tenido diez o 12 sobrinos altos, guapos, que me recuerdan la juventud y la belleza de Vargas Llosa.

Era gran amigo de Carlos Fuentes, y de otros jóvenes que estaban allí. En México lo vi en casa de Juanita García Robles, la esposa del embajador de Perú en México, que lo recibió en una cena muy bonita a la que fuimos Guillermo Haro y yo en Las Lomas porque todo lo elegante era en Las Lomas. 

Te podría interesar: 10 perfiles de grandes escritores latinoamericanos

Las dos caras conocidas

Brenda Lozano

Quizá más que un latinoamericano Mario Vargas Llosa es Latinoamérica: un joven escritor talentosísimo en los sesenta y setenta con un gran sentido del humor, escuchando canciones de protesta, leyendo poemas y novelas francesas, interesado en el acontecer del mundo, comprendiendo los abusos de poder y escribiendo como nadie sobre ello. Pero con el paso de las décadas, ya con un suéter color mamey en las espaldas anudado al frente, apoyó a la ultraderecha, estuvo de lado de las élites, hizo declaraciones clasistas y racistas, lo sedujo la fama y el lujo, y con la atención que un intelectual de su talla tenía, dijo, entre tantas otras cosas, que el feminismo era lo peor que podía pasarle a la literatura. La obra de Vargas Llosa que leí en la adolescencia estaba a la izquierda, pero él quedó a la derecha de su propia obra. Merecido tanto el Nobel como el hate de quienes lo miramos de ese otro lado.

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De Leila Guerriero a Elena Poniatowska, seis escritoras y escritores latinoamericanos comparten sus primeros recuerdos de Mario Vargas Llosa y los alcances de su obra en la literatura.

Para muchos lectores el descubrimiento de la obra de  Mario Vargas Llosa sucedió en la temprana adolescencia, cuando los planes de estudio dirigían a los estudiantes por los caminos del boom latinoamericano. Pero el nobel de literatura 2010 tuvo algo de peculiar que nos compartía de su mundo a quienes auscultábamos a través de él la ferocidad de las tiranías (La ciudad y los perros), la corrupción moral de un país (Conversación en La Catedral) o los apuntes eróticos de un oficinista de seguros (Los cuadernos de don Rigoberto).

La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.

Pantaleón, una sátira sobre el deber

Leila Guerriero

No siempre uno recuerda cuál fue el primer libro que leyó de un autor determinado, salvo que esa lectura haya estado rodeada de alguna circunstancia singular. Así, por ejemplo, sé que el primer libro que leí de John Irving fue Oración por Owen, y lo recuerdo porque estuvo nimbado de circunstancias singulares: porque me lo prestó en los años noventa el escritor argentino Rodrigo Fresán; porque él jamás le prestaba libros a nadie —en este caso supongo que le ganó su espíritu de evangelización irvingniano y, aun así, me encomendó que tuviera mucho cuidado y no le quebrara el lomo—; porque solo lo leía en mi casa, jamás en un transporte público por miedo a perderlo, y porque quedé convertida para siempre en lectora devota de John Irving.

Sin embargo, no hubo ninguna circunstancia excepcional que rodeara mi primera lectura de Vargas Llosa, excepto la adolescencia, excepto el descubrimiento de un autor al que en mi temible soberbia juvenil había colocado varios pasos atrás de Julio Cortázar o Gabriel García Márquez (a quienes sentía más cercanos), excepto por el hecho de que me empujó a leerlo un gran lector, un hombre que me llevaba muchos años y que insistía en que “Varguitas” me iba a resultar deslumbrante. 

El libro era Pantaleón y las visitadoras. No voy a olvidar la emoción estética que me produjeron las primeras páginas, con ese travelling construido a puro diálogo entre Pantaleón y Pochita mientras él se despierta y se viste, ni cómo de pronto estaba sumergida en una historia inverosímil en la cual a un capitán del ejército del Perú, Pantaleón Pantoja, se le encomienda establecer un servicio de prostitutas para los soldados en medio del Amazonas, todo eso en nombre del cumplimiento del deber, de la obediencia ciega a sus superiores y de su fidelidad a la patria. El humor que recorre las páginas en las que Vargas Llosa describe ese tremendo prostíbulo para solaz de la tropa fue un descubrimiento mayúsculo: la tragedia no era la única manera de lograr una novela grandiosa, no solo con crímenes y amores desgarrados podía construirse un libro impar. Las páginas rezumaban humor, ironía y, a través del mecanismo de la farsa y la parodia, desnudaban todas las contradicciones del alma humana. 

Lo entrevisté por primera vez en 2013 y, con pudor, llevé mi ejemplar de Pantaleón y las visitadoras para que me lo firmara. Es una edición de Seix Barral, circa 1987. La dedicatoria dice, entre otras cosas: “Para Leila Guerriero, esta novela con la que aprendí la función de la risa en la literatura”. La aprendió él, y nos la enseñó a muchos.

Te recomendamos leer Historia de una conversión, un perfil sobre Mario Vargas Llosa de Felipe Restrepo.

El libro que llega a su tiempo

Hiram Ruvalcaba

Llegué a la obra de Mario Vargas Llosa en la edad adulta, cerca de los 30 años, cuando estudiaba la maestría en estudios de Japón en El Colegio de México. A diferencia de muchos conocidos, la mía no fue una lectura de juventud, aunque me resistiré a la tentación de decir que llegué tarde a sus libros porque los libros —me parece— llegan en el momento justo o, por lo menos, en un momento adecuado

Aquella primera novela fue La casa verde. En días anteriores a la compra, había leído un artículo publicado por Ōe Kenzaburō en El País, bajo el título “Vargas Llosa, luz literaria”. El autor de Shikoku emitía una opinión contundente sobre la narrativa del peruano: “Ante todo, lean ustedes al menos una novela de Mario Vargas Llosa. Luego, aprendan con sus ensayos literarios, que revelan la profunda devoción del escritor peruano por su oficio. De las primeras recomiendo sin duda La casa verde y de los segundos La verdad de las mentiras” (2010). Yo, como ferviente lector de Ōe, acudí con presteza a la librería más cercana y salí muy contento con mi ejemplar, edición conmemorativa, editado por Alfaguara. 

En aquella, una de las primeras novelas de Vargas Llosa, puede leerse ya un fuerte compromiso con el quehacer literario, así como la asimilación de complejos ejercicios narrativos que integran la tradición occidental en la narrativa latinoamericana. La historia, que campea entre la selva y la costa peruanas, presenta una trama entrecruzada en donde los personajes son acertadas representaciones de las bajas pasiones humanas, como almas que penan en torno a aquel prostíbulo que parece encarnar todos los problemas, pero también algunas virtudes de la Latinoamérica del siglo pasado, “La Casa Verde”. El retrato de la marginalidad me pareció cautivador, y no puedo negar que aquella perspectiva crítica hacia los sistemas sociales y políticos que Vargas Llosa evidenciaba —por lo menos así fue en su literatura—, ha influido en varios momentos de mi desarrollo como escritor. Algo semejante me ocurriría después al leer Conversación en La Catedral, por ejemplo. 

Dicho esto, como muchos otros, me considero un lector que se ha dejado llevar por la prosa de Vargas Llosa. Su pérdida pesará grandemente en nuestra literatura. Dicen que con su muerte se nos acaba el boom. Yo, por mi parte, soy más optimista: me parece que su obra abre un panorama amplio que puede aprovecharse perfectamente para continuar nutriendo y perfilando un nuevo impulso para la literatura latinoamericana. 

Estampas de Perú

Luisa Reyes Retana

El primer libro que leí de Vargas Llosa fue Lituma en los Andes. Era adolescente y la novela me causó una profunda impresión. Fue mi primera estampa de Perú, un Perú agreste y violento. Mucho pisco, conversaciones espléndidas y el choque entre visiones ancestrales y modernas. Un librazo que me inició en la lectura de este autor tan único.

Palomino Molero y su trabajo policial

Antonio Ortuño

La primera novela que leí de Vargas Llosa fue una novela, digamos, menor en su trayectoria, pero a mí me gustó mucho. Se llama Quién mató a Palomino Molero. Apareció en una colección de libros de Ediciones RBA que vendían en los puestos de periódicos. Yo tendría 13 o 14 años y comencé a comprar esa colección de novelas. Era un chamaco muy lector, vengo de una familia de gente que lee muchísimo.

Es una novela de corte más o menos policial. No creo que se pueda considerar entre sus máximas obras, pero a mí me entretuvo y me divirtió muchísimo. Era una suerte de divertimento también narrativo. Desde luego es una novela estupenda. Me pareció una novela hábil, muy bien ambientada en Perú. Había leído novelas policíacas, pero eran de Sherlock Holmes, de Agatha Christie o  Ellery Queen , y poseían una ambientación completamente distinta. Esta novela de Vargas Llosa me pareció divertida, interesante y lo suficiente para volver a leerla en la adolescencia. 

Más tarde leí Elogio de la madrastra, y a partir de ahí comencé en retrospectiva con el resto de su obra mayor:  La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral

Quizá si hubiera tratado de comenzar a esa edad con novelas más densas me habría costado más trabajo, pero fue un comienzo, digamos, bastante amable en la narrativa de Vargas Llosa. Había leído por esa época Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia. Y, desde luego, con todas las diferencias del caso, también es una obra estupenda de corte de novela negra, hasta cierto punto policial, ubicada en atmósferas latinoamericanas. Supongo que eso también ayudó a que leyera con mucho interés y gusto a Vargas Llosa en ese primer contacto.

La elegancia de un autor

Elena Poniatowska


A Vargas Llosa lo conocí nada famoso, nada reconocido. En París vivía con su tía Julia. Después escribió la novela La tía Julia y el escribidor. Él daba clases de español en un instituto. Era un muchacho muy alegre, muy simpático. He tenido diez o 12 sobrinos altos, guapos, que me recuerdan la juventud y la belleza de Vargas Llosa.

Era gran amigo de Carlos Fuentes, y de otros jóvenes que estaban allí. En México lo vi en casa de Juanita García Robles, la esposa del embajador de Perú en México, que lo recibió en una cena muy bonita a la que fuimos Guillermo Haro y yo en Las Lomas porque todo lo elegante era en Las Lomas. 

Te podría interesar: 10 perfiles de grandes escritores latinoamericanos

Las dos caras conocidas

Brenda Lozano

Quizá más que un latinoamericano Mario Vargas Llosa es Latinoamérica: un joven escritor talentosísimo en los sesenta y setenta con un gran sentido del humor, escuchando canciones de protesta, leyendo poemas y novelas francesas, interesado en el acontecer del mundo, comprendiendo los abusos de poder y escribiendo como nadie sobre ello. Pero con el paso de las décadas, ya con un suéter color mamey en las espaldas anudado al frente, apoyó a la ultraderecha, estuvo de lado de las élites, hizo declaraciones clasistas y racistas, lo sedujo la fama y el lujo, y con la atención que un intelectual de su talla tenía, dijo, entre tantas otras cosas, que el feminismo era lo peor que podía pasarle a la literatura. La obra de Vargas Llosa que leí en la adolescencia estaba a la izquierda, pero él quedó a la derecha de su propia obra. Merecido tanto el Nobel como el hate de quienes lo miramos de ese otro lado.

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La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.
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De Leila Guerriero a Elena Poniatowska, seis escritoras y escritores latinoamericanos comparten sus primeros recuerdos de Mario Vargas Llosa y los alcances de su obra en la literatura.

Para muchos lectores el descubrimiento de la obra de  Mario Vargas Llosa sucedió en la temprana adolescencia, cuando los planes de estudio dirigían a los estudiantes por los caminos del boom latinoamericano. Pero el nobel de literatura 2010 tuvo algo de peculiar que nos compartía de su mundo a quienes auscultábamos a través de él la ferocidad de las tiranías (La ciudad y los perros), la corrupción moral de un país (Conversación en La Catedral) o los apuntes eróticos de un oficinista de seguros (Los cuadernos de don Rigoberto).

La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.

Pantaleón, una sátira sobre el deber

Leila Guerriero

No siempre uno recuerda cuál fue el primer libro que leyó de un autor determinado, salvo que esa lectura haya estado rodeada de alguna circunstancia singular. Así, por ejemplo, sé que el primer libro que leí de John Irving fue Oración por Owen, y lo recuerdo porque estuvo nimbado de circunstancias singulares: porque me lo prestó en los años noventa el escritor argentino Rodrigo Fresán; porque él jamás le prestaba libros a nadie —en este caso supongo que le ganó su espíritu de evangelización irvingniano y, aun así, me encomendó que tuviera mucho cuidado y no le quebrara el lomo—; porque solo lo leía en mi casa, jamás en un transporte público por miedo a perderlo, y porque quedé convertida para siempre en lectora devota de John Irving.

Sin embargo, no hubo ninguna circunstancia excepcional que rodeara mi primera lectura de Vargas Llosa, excepto la adolescencia, excepto el descubrimiento de un autor al que en mi temible soberbia juvenil había colocado varios pasos atrás de Julio Cortázar o Gabriel García Márquez (a quienes sentía más cercanos), excepto por el hecho de que me empujó a leerlo un gran lector, un hombre que me llevaba muchos años y que insistía en que “Varguitas” me iba a resultar deslumbrante. 

El libro era Pantaleón y las visitadoras. No voy a olvidar la emoción estética que me produjeron las primeras páginas, con ese travelling construido a puro diálogo entre Pantaleón y Pochita mientras él se despierta y se viste, ni cómo de pronto estaba sumergida en una historia inverosímil en la cual a un capitán del ejército del Perú, Pantaleón Pantoja, se le encomienda establecer un servicio de prostitutas para los soldados en medio del Amazonas, todo eso en nombre del cumplimiento del deber, de la obediencia ciega a sus superiores y de su fidelidad a la patria. El humor que recorre las páginas en las que Vargas Llosa describe ese tremendo prostíbulo para solaz de la tropa fue un descubrimiento mayúsculo: la tragedia no era la única manera de lograr una novela grandiosa, no solo con crímenes y amores desgarrados podía construirse un libro impar. Las páginas rezumaban humor, ironía y, a través del mecanismo de la farsa y la parodia, desnudaban todas las contradicciones del alma humana. 

Lo entrevisté por primera vez en 2013 y, con pudor, llevé mi ejemplar de Pantaleón y las visitadoras para que me lo firmara. Es una edición de Seix Barral, circa 1987. La dedicatoria dice, entre otras cosas: “Para Leila Guerriero, esta novela con la que aprendí la función de la risa en la literatura”. La aprendió él, y nos la enseñó a muchos.

Te recomendamos leer Historia de una conversión, un perfil sobre Mario Vargas Llosa de Felipe Restrepo.

El libro que llega a su tiempo

Hiram Ruvalcaba

Llegué a la obra de Mario Vargas Llosa en la edad adulta, cerca de los 30 años, cuando estudiaba la maestría en estudios de Japón en El Colegio de México. A diferencia de muchos conocidos, la mía no fue una lectura de juventud, aunque me resistiré a la tentación de decir que llegué tarde a sus libros porque los libros —me parece— llegan en el momento justo o, por lo menos, en un momento adecuado

Aquella primera novela fue La casa verde. En días anteriores a la compra, había leído un artículo publicado por Ōe Kenzaburō en El País, bajo el título “Vargas Llosa, luz literaria”. El autor de Shikoku emitía una opinión contundente sobre la narrativa del peruano: “Ante todo, lean ustedes al menos una novela de Mario Vargas Llosa. Luego, aprendan con sus ensayos literarios, que revelan la profunda devoción del escritor peruano por su oficio. De las primeras recomiendo sin duda La casa verde y de los segundos La verdad de las mentiras” (2010). Yo, como ferviente lector de Ōe, acudí con presteza a la librería más cercana y salí muy contento con mi ejemplar, edición conmemorativa, editado por Alfaguara. 

En aquella, una de las primeras novelas de Vargas Llosa, puede leerse ya un fuerte compromiso con el quehacer literario, así como la asimilación de complejos ejercicios narrativos que integran la tradición occidental en la narrativa latinoamericana. La historia, que campea entre la selva y la costa peruanas, presenta una trama entrecruzada en donde los personajes son acertadas representaciones de las bajas pasiones humanas, como almas que penan en torno a aquel prostíbulo que parece encarnar todos los problemas, pero también algunas virtudes de la Latinoamérica del siglo pasado, “La Casa Verde”. El retrato de la marginalidad me pareció cautivador, y no puedo negar que aquella perspectiva crítica hacia los sistemas sociales y políticos que Vargas Llosa evidenciaba —por lo menos así fue en su literatura—, ha influido en varios momentos de mi desarrollo como escritor. Algo semejante me ocurriría después al leer Conversación en La Catedral, por ejemplo. 

Dicho esto, como muchos otros, me considero un lector que se ha dejado llevar por la prosa de Vargas Llosa. Su pérdida pesará grandemente en nuestra literatura. Dicen que con su muerte se nos acaba el boom. Yo, por mi parte, soy más optimista: me parece que su obra abre un panorama amplio que puede aprovecharse perfectamente para continuar nutriendo y perfilando un nuevo impulso para la literatura latinoamericana. 

Estampas de Perú

Luisa Reyes Retana

El primer libro que leí de Vargas Llosa fue Lituma en los Andes. Era adolescente y la novela me causó una profunda impresión. Fue mi primera estampa de Perú, un Perú agreste y violento. Mucho pisco, conversaciones espléndidas y el choque entre visiones ancestrales y modernas. Un librazo que me inició en la lectura de este autor tan único.

Palomino Molero y su trabajo policial

Antonio Ortuño

La primera novela que leí de Vargas Llosa fue una novela, digamos, menor en su trayectoria, pero a mí me gustó mucho. Se llama Quién mató a Palomino Molero. Apareció en una colección de libros de Ediciones RBA que vendían en los puestos de periódicos. Yo tendría 13 o 14 años y comencé a comprar esa colección de novelas. Era un chamaco muy lector, vengo de una familia de gente que lee muchísimo.

Es una novela de corte más o menos policial. No creo que se pueda considerar entre sus máximas obras, pero a mí me entretuvo y me divirtió muchísimo. Era una suerte de divertimento también narrativo. Desde luego es una novela estupenda. Me pareció una novela hábil, muy bien ambientada en Perú. Había leído novelas policíacas, pero eran de Sherlock Holmes, de Agatha Christie o  Ellery Queen , y poseían una ambientación completamente distinta. Esta novela de Vargas Llosa me pareció divertida, interesante y lo suficiente para volver a leerla en la adolescencia. 

Más tarde leí Elogio de la madrastra, y a partir de ahí comencé en retrospectiva con el resto de su obra mayor:  La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral

Quizá si hubiera tratado de comenzar a esa edad con novelas más densas me habría costado más trabajo, pero fue un comienzo, digamos, bastante amable en la narrativa de Vargas Llosa. Había leído por esa época Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia. Y, desde luego, con todas las diferencias del caso, también es una obra estupenda de corte de novela negra, hasta cierto punto policial, ubicada en atmósferas latinoamericanas. Supongo que eso también ayudó a que leyera con mucho interés y gusto a Vargas Llosa en ese primer contacto.

La elegancia de un autor

Elena Poniatowska


A Vargas Llosa lo conocí nada famoso, nada reconocido. En París vivía con su tía Julia. Después escribió la novela La tía Julia y el escribidor. Él daba clases de español en un instituto. Era un muchacho muy alegre, muy simpático. He tenido diez o 12 sobrinos altos, guapos, que me recuerdan la juventud y la belleza de Vargas Llosa.

Era gran amigo de Carlos Fuentes, y de otros jóvenes que estaban allí. En México lo vi en casa de Juanita García Robles, la esposa del embajador de Perú en México, que lo recibió en una cena muy bonita a la que fuimos Guillermo Haro y yo en Las Lomas porque todo lo elegante era en Las Lomas. 

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Las dos caras conocidas

Brenda Lozano

Quizá más que un latinoamericano Mario Vargas Llosa es Latinoamérica: un joven escritor talentosísimo en los sesenta y setenta con un gran sentido del humor, escuchando canciones de protesta, leyendo poemas y novelas francesas, interesado en el acontecer del mundo, comprendiendo los abusos de poder y escribiendo como nadie sobre ello. Pero con el paso de las décadas, ya con un suéter color mamey en las espaldas anudado al frente, apoyó a la ultraderecha, estuvo de lado de las élites, hizo declaraciones clasistas y racistas, lo sedujo la fama y el lujo, y con la atención que un intelectual de su talla tenía, dijo, entre tantas otras cosas, que el feminismo era lo peor que podía pasarle a la literatura. La obra de Vargas Llosa que leí en la adolescencia estaba a la izquierda, pero él quedó a la derecha de su propia obra. Merecido tanto el Nobel como el hate de quienes lo miramos de ese otro lado.

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Para muchos lectores el descubrimiento de la obra de  Mario Vargas Llosa sucedió en la temprana adolescencia, cuando los planes de estudio dirigían a los estudiantes por los caminos del boom latinoamericano. Pero el nobel de literatura 2010 tuvo algo de peculiar que nos compartía de su mundo a quienes auscultábamos a través de él la ferocidad de las tiranías (La ciudad y los perros), la corrupción moral de un país (Conversación en La Catedral) o los apuntes eróticos de un oficinista de seguros (Los cuadernos de don Rigoberto).

La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.

Pantaleón, una sátira sobre el deber

Leila Guerriero

No siempre uno recuerda cuál fue el primer libro que leyó de un autor determinado, salvo que esa lectura haya estado rodeada de alguna circunstancia singular. Así, por ejemplo, sé que el primer libro que leí de John Irving fue Oración por Owen, y lo recuerdo porque estuvo nimbado de circunstancias singulares: porque me lo prestó en los años noventa el escritor argentino Rodrigo Fresán; porque él jamás le prestaba libros a nadie —en este caso supongo que le ganó su espíritu de evangelización irvingniano y, aun así, me encomendó que tuviera mucho cuidado y no le quebrara el lomo—; porque solo lo leía en mi casa, jamás en un transporte público por miedo a perderlo, y porque quedé convertida para siempre en lectora devota de John Irving.

Sin embargo, no hubo ninguna circunstancia excepcional que rodeara mi primera lectura de Vargas Llosa, excepto la adolescencia, excepto el descubrimiento de un autor al que en mi temible soberbia juvenil había colocado varios pasos atrás de Julio Cortázar o Gabriel García Márquez (a quienes sentía más cercanos), excepto por el hecho de que me empujó a leerlo un gran lector, un hombre que me llevaba muchos años y que insistía en que “Varguitas” me iba a resultar deslumbrante. 

El libro era Pantaleón y las visitadoras. No voy a olvidar la emoción estética que me produjeron las primeras páginas, con ese travelling construido a puro diálogo entre Pantaleón y Pochita mientras él se despierta y se viste, ni cómo de pronto estaba sumergida en una historia inverosímil en la cual a un capitán del ejército del Perú, Pantaleón Pantoja, se le encomienda establecer un servicio de prostitutas para los soldados en medio del Amazonas, todo eso en nombre del cumplimiento del deber, de la obediencia ciega a sus superiores y de su fidelidad a la patria. El humor que recorre las páginas en las que Vargas Llosa describe ese tremendo prostíbulo para solaz de la tropa fue un descubrimiento mayúsculo: la tragedia no era la única manera de lograr una novela grandiosa, no solo con crímenes y amores desgarrados podía construirse un libro impar. Las páginas rezumaban humor, ironía y, a través del mecanismo de la farsa y la parodia, desnudaban todas las contradicciones del alma humana. 

Lo entrevisté por primera vez en 2013 y, con pudor, llevé mi ejemplar de Pantaleón y las visitadoras para que me lo firmara. Es una edición de Seix Barral, circa 1987. La dedicatoria dice, entre otras cosas: “Para Leila Guerriero, esta novela con la que aprendí la función de la risa en la literatura”. La aprendió él, y nos la enseñó a muchos.

Te recomendamos leer Historia de una conversión, un perfil sobre Mario Vargas Llosa de Felipe Restrepo.

El libro que llega a su tiempo

Hiram Ruvalcaba

Llegué a la obra de Mario Vargas Llosa en la edad adulta, cerca de los 30 años, cuando estudiaba la maestría en estudios de Japón en El Colegio de México. A diferencia de muchos conocidos, la mía no fue una lectura de juventud, aunque me resistiré a la tentación de decir que llegué tarde a sus libros porque los libros —me parece— llegan en el momento justo o, por lo menos, en un momento adecuado

Aquella primera novela fue La casa verde. En días anteriores a la compra, había leído un artículo publicado por Ōe Kenzaburō en El País, bajo el título “Vargas Llosa, luz literaria”. El autor de Shikoku emitía una opinión contundente sobre la narrativa del peruano: “Ante todo, lean ustedes al menos una novela de Mario Vargas Llosa. Luego, aprendan con sus ensayos literarios, que revelan la profunda devoción del escritor peruano por su oficio. De las primeras recomiendo sin duda La casa verde y de los segundos La verdad de las mentiras” (2010). Yo, como ferviente lector de Ōe, acudí con presteza a la librería más cercana y salí muy contento con mi ejemplar, edición conmemorativa, editado por Alfaguara. 

En aquella, una de las primeras novelas de Vargas Llosa, puede leerse ya un fuerte compromiso con el quehacer literario, así como la asimilación de complejos ejercicios narrativos que integran la tradición occidental en la narrativa latinoamericana. La historia, que campea entre la selva y la costa peruanas, presenta una trama entrecruzada en donde los personajes son acertadas representaciones de las bajas pasiones humanas, como almas que penan en torno a aquel prostíbulo que parece encarnar todos los problemas, pero también algunas virtudes de la Latinoamérica del siglo pasado, “La Casa Verde”. El retrato de la marginalidad me pareció cautivador, y no puedo negar que aquella perspectiva crítica hacia los sistemas sociales y políticos que Vargas Llosa evidenciaba —por lo menos así fue en su literatura—, ha influido en varios momentos de mi desarrollo como escritor. Algo semejante me ocurriría después al leer Conversación en La Catedral, por ejemplo. 

Dicho esto, como muchos otros, me considero un lector que se ha dejado llevar por la prosa de Vargas Llosa. Su pérdida pesará grandemente en nuestra literatura. Dicen que con su muerte se nos acaba el boom. Yo, por mi parte, soy más optimista: me parece que su obra abre un panorama amplio que puede aprovecharse perfectamente para continuar nutriendo y perfilando un nuevo impulso para la literatura latinoamericana. 

Estampas de Perú

Luisa Reyes Retana

El primer libro que leí de Vargas Llosa fue Lituma en los Andes. Era adolescente y la novela me causó una profunda impresión. Fue mi primera estampa de Perú, un Perú agreste y violento. Mucho pisco, conversaciones espléndidas y el choque entre visiones ancestrales y modernas. Un librazo que me inició en la lectura de este autor tan único.

Palomino Molero y su trabajo policial

Antonio Ortuño

La primera novela que leí de Vargas Llosa fue una novela, digamos, menor en su trayectoria, pero a mí me gustó mucho. Se llama Quién mató a Palomino Molero. Apareció en una colección de libros de Ediciones RBA que vendían en los puestos de periódicos. Yo tendría 13 o 14 años y comencé a comprar esa colección de novelas. Era un chamaco muy lector, vengo de una familia de gente que lee muchísimo.

Es una novela de corte más o menos policial. No creo que se pueda considerar entre sus máximas obras, pero a mí me entretuvo y me divirtió muchísimo. Era una suerte de divertimento también narrativo. Desde luego es una novela estupenda. Me pareció una novela hábil, muy bien ambientada en Perú. Había leído novelas policíacas, pero eran de Sherlock Holmes, de Agatha Christie o  Ellery Queen , y poseían una ambientación completamente distinta. Esta novela de Vargas Llosa me pareció divertida, interesante y lo suficiente para volver a leerla en la adolescencia. 

Más tarde leí Elogio de la madrastra, y a partir de ahí comencé en retrospectiva con el resto de su obra mayor:  La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral

Quizá si hubiera tratado de comenzar a esa edad con novelas más densas me habría costado más trabajo, pero fue un comienzo, digamos, bastante amable en la narrativa de Vargas Llosa. Había leído por esa época Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia. Y, desde luego, con todas las diferencias del caso, también es una obra estupenda de corte de novela negra, hasta cierto punto policial, ubicada en atmósferas latinoamericanas. Supongo que eso también ayudó a que leyera con mucho interés y gusto a Vargas Llosa en ese primer contacto.

La elegancia de un autor

Elena Poniatowska


A Vargas Llosa lo conocí nada famoso, nada reconocido. En París vivía con su tía Julia. Después escribió la novela La tía Julia y el escribidor. Él daba clases de español en un instituto. Era un muchacho muy alegre, muy simpático. He tenido diez o 12 sobrinos altos, guapos, que me recuerdan la juventud y la belleza de Vargas Llosa.

Era gran amigo de Carlos Fuentes, y de otros jóvenes que estaban allí. En México lo vi en casa de Juanita García Robles, la esposa del embajador de Perú en México, que lo recibió en una cena muy bonita a la que fuimos Guillermo Haro y yo en Las Lomas porque todo lo elegante era en Las Lomas. 

Te podría interesar: 10 perfiles de grandes escritores latinoamericanos

Las dos caras conocidas

Brenda Lozano

Quizá más que un latinoamericano Mario Vargas Llosa es Latinoamérica: un joven escritor talentosísimo en los sesenta y setenta con un gran sentido del humor, escuchando canciones de protesta, leyendo poemas y novelas francesas, interesado en el acontecer del mundo, comprendiendo los abusos de poder y escribiendo como nadie sobre ello. Pero con el paso de las décadas, ya con un suéter color mamey en las espaldas anudado al frente, apoyó a la ultraderecha, estuvo de lado de las élites, hizo declaraciones clasistas y racistas, lo sedujo la fama y el lujo, y con la atención que un intelectual de su talla tenía, dijo, entre tantas otras cosas, que el feminismo era lo peor que podía pasarle a la literatura. La obra de Vargas Llosa que leí en la adolescencia estaba a la izquierda, pero él quedó a la derecha de su propia obra. Merecido tanto el Nobel como el hate de quienes lo miramos de ese otro lado.

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La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.

El Vargas Llosa que descubrimos

El Vargas Llosa que descubrimos

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Tiempo de Lectura: 00 min

De Leila Guerriero a Elena Poniatowska, seis escritoras y escritores latinoamericanos comparten sus primeros recuerdos de Mario Vargas Llosa y los alcances de su obra en la literatura.

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Para muchos lectores el descubrimiento de la obra de  Mario Vargas Llosa sucedió en la temprana adolescencia, cuando los planes de estudio dirigían a los estudiantes por los caminos del boom latinoamericano. Pero el nobel de literatura 2010 tuvo algo de peculiar que nos compartía de su mundo a quienes auscultábamos a través de él la ferocidad de las tiranías (La ciudad y los perros), la corrupción moral de un país (Conversación en La Catedral) o los apuntes eróticos de un oficinista de seguros (Los cuadernos de don Rigoberto).

La muerte del escritor peruano inspira reflexiones sobre la universalidad de su obra, y aquello que nos conmovió en nuestra juventud o temprana adultez. Otros autores de América Latina nos comparten sus luces y sombras, tan profundas como las del continente mismo al que materializó en sus libros.

Pantaleón, una sátira sobre el deber

Leila Guerriero

No siempre uno recuerda cuál fue el primer libro que leyó de un autor determinado, salvo que esa lectura haya estado rodeada de alguna circunstancia singular. Así, por ejemplo, sé que el primer libro que leí de John Irving fue Oración por Owen, y lo recuerdo porque estuvo nimbado de circunstancias singulares: porque me lo prestó en los años noventa el escritor argentino Rodrigo Fresán; porque él jamás le prestaba libros a nadie —en este caso supongo que le ganó su espíritu de evangelización irvingniano y, aun así, me encomendó que tuviera mucho cuidado y no le quebrara el lomo—; porque solo lo leía en mi casa, jamás en un transporte público por miedo a perderlo, y porque quedé convertida para siempre en lectora devota de John Irving.

Sin embargo, no hubo ninguna circunstancia excepcional que rodeara mi primera lectura de Vargas Llosa, excepto la adolescencia, excepto el descubrimiento de un autor al que en mi temible soberbia juvenil había colocado varios pasos atrás de Julio Cortázar o Gabriel García Márquez (a quienes sentía más cercanos), excepto por el hecho de que me empujó a leerlo un gran lector, un hombre que me llevaba muchos años y que insistía en que “Varguitas” me iba a resultar deslumbrante. 

El libro era Pantaleón y las visitadoras. No voy a olvidar la emoción estética que me produjeron las primeras páginas, con ese travelling construido a puro diálogo entre Pantaleón y Pochita mientras él se despierta y se viste, ni cómo de pronto estaba sumergida en una historia inverosímil en la cual a un capitán del ejército del Perú, Pantaleón Pantoja, se le encomienda establecer un servicio de prostitutas para los soldados en medio del Amazonas, todo eso en nombre del cumplimiento del deber, de la obediencia ciega a sus superiores y de su fidelidad a la patria. El humor que recorre las páginas en las que Vargas Llosa describe ese tremendo prostíbulo para solaz de la tropa fue un descubrimiento mayúsculo: la tragedia no era la única manera de lograr una novela grandiosa, no solo con crímenes y amores desgarrados podía construirse un libro impar. Las páginas rezumaban humor, ironía y, a través del mecanismo de la farsa y la parodia, desnudaban todas las contradicciones del alma humana. 

Lo entrevisté por primera vez en 2013 y, con pudor, llevé mi ejemplar de Pantaleón y las visitadoras para que me lo firmara. Es una edición de Seix Barral, circa 1987. La dedicatoria dice, entre otras cosas: “Para Leila Guerriero, esta novela con la que aprendí la función de la risa en la literatura”. La aprendió él, y nos la enseñó a muchos.

Te recomendamos leer Historia de una conversión, un perfil sobre Mario Vargas Llosa de Felipe Restrepo.

El libro que llega a su tiempo

Hiram Ruvalcaba

Llegué a la obra de Mario Vargas Llosa en la edad adulta, cerca de los 30 años, cuando estudiaba la maestría en estudios de Japón en El Colegio de México. A diferencia de muchos conocidos, la mía no fue una lectura de juventud, aunque me resistiré a la tentación de decir que llegué tarde a sus libros porque los libros —me parece— llegan en el momento justo o, por lo menos, en un momento adecuado

Aquella primera novela fue La casa verde. En días anteriores a la compra, había leído un artículo publicado por Ōe Kenzaburō en El País, bajo el título “Vargas Llosa, luz literaria”. El autor de Shikoku emitía una opinión contundente sobre la narrativa del peruano: “Ante todo, lean ustedes al menos una novela de Mario Vargas Llosa. Luego, aprendan con sus ensayos literarios, que revelan la profunda devoción del escritor peruano por su oficio. De las primeras recomiendo sin duda La casa verde y de los segundos La verdad de las mentiras” (2010). Yo, como ferviente lector de Ōe, acudí con presteza a la librería más cercana y salí muy contento con mi ejemplar, edición conmemorativa, editado por Alfaguara. 

En aquella, una de las primeras novelas de Vargas Llosa, puede leerse ya un fuerte compromiso con el quehacer literario, así como la asimilación de complejos ejercicios narrativos que integran la tradición occidental en la narrativa latinoamericana. La historia, que campea entre la selva y la costa peruanas, presenta una trama entrecruzada en donde los personajes son acertadas representaciones de las bajas pasiones humanas, como almas que penan en torno a aquel prostíbulo que parece encarnar todos los problemas, pero también algunas virtudes de la Latinoamérica del siglo pasado, “La Casa Verde”. El retrato de la marginalidad me pareció cautivador, y no puedo negar que aquella perspectiva crítica hacia los sistemas sociales y políticos que Vargas Llosa evidenciaba —por lo menos así fue en su literatura—, ha influido en varios momentos de mi desarrollo como escritor. Algo semejante me ocurriría después al leer Conversación en La Catedral, por ejemplo. 

Dicho esto, como muchos otros, me considero un lector que se ha dejado llevar por la prosa de Vargas Llosa. Su pérdida pesará grandemente en nuestra literatura. Dicen que con su muerte se nos acaba el boom. Yo, por mi parte, soy más optimista: me parece que su obra abre un panorama amplio que puede aprovecharse perfectamente para continuar nutriendo y perfilando un nuevo impulso para la literatura latinoamericana. 

Estampas de Perú

Luisa Reyes Retana

El primer libro que leí de Vargas Llosa fue Lituma en los Andes. Era adolescente y la novela me causó una profunda impresión. Fue mi primera estampa de Perú, un Perú agreste y violento. Mucho pisco, conversaciones espléndidas y el choque entre visiones ancestrales y modernas. Un librazo que me inició en la lectura de este autor tan único.

Palomino Molero y su trabajo policial

Antonio Ortuño

La primera novela que leí de Vargas Llosa fue una novela, digamos, menor en su trayectoria, pero a mí me gustó mucho. Se llama Quién mató a Palomino Molero. Apareció en una colección de libros de Ediciones RBA que vendían en los puestos de periódicos. Yo tendría 13 o 14 años y comencé a comprar esa colección de novelas. Era un chamaco muy lector, vengo de una familia de gente que lee muchísimo.

Es una novela de corte más o menos policial. No creo que se pueda considerar entre sus máximas obras, pero a mí me entretuvo y me divirtió muchísimo. Era una suerte de divertimento también narrativo. Desde luego es una novela estupenda. Me pareció una novela hábil, muy bien ambientada en Perú. Había leído novelas policíacas, pero eran de Sherlock Holmes, de Agatha Christie o  Ellery Queen , y poseían una ambientación completamente distinta. Esta novela de Vargas Llosa me pareció divertida, interesante y lo suficiente para volver a leerla en la adolescencia. 

Más tarde leí Elogio de la madrastra, y a partir de ahí comencé en retrospectiva con el resto de su obra mayor:  La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral

Quizá si hubiera tratado de comenzar a esa edad con novelas más densas me habría costado más trabajo, pero fue un comienzo, digamos, bastante amable en la narrativa de Vargas Llosa. Había leído por esa época Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia. Y, desde luego, con todas las diferencias del caso, también es una obra estupenda de corte de novela negra, hasta cierto punto policial, ubicada en atmósferas latinoamericanas. Supongo que eso también ayudó a que leyera con mucho interés y gusto a Vargas Llosa en ese primer contacto.

La elegancia de un autor

Elena Poniatowska


A Vargas Llosa lo conocí nada famoso, nada reconocido. En París vivía con su tía Julia. Después escribió la novela La tía Julia y el escribidor. Él daba clases de español en un instituto. Era un muchacho muy alegre, muy simpático. He tenido diez o 12 sobrinos altos, guapos, que me recuerdan la juventud y la belleza de Vargas Llosa.

Era gran amigo de Carlos Fuentes, y de otros jóvenes que estaban allí. En México lo vi en casa de Juanita García Robles, la esposa del embajador de Perú en México, que lo recibió en una cena muy bonita a la que fuimos Guillermo Haro y yo en Las Lomas porque todo lo elegante era en Las Lomas. 

Te podría interesar: 10 perfiles de grandes escritores latinoamericanos

Las dos caras conocidas

Brenda Lozano

Quizá más que un latinoamericano Mario Vargas Llosa es Latinoamérica: un joven escritor talentosísimo en los sesenta y setenta con un gran sentido del humor, escuchando canciones de protesta, leyendo poemas y novelas francesas, interesado en el acontecer del mundo, comprendiendo los abusos de poder y escribiendo como nadie sobre ello. Pero con el paso de las décadas, ya con un suéter color mamey en las espaldas anudado al frente, apoyó a la ultraderecha, estuvo de lado de las élites, hizo declaraciones clasistas y racistas, lo sedujo la fama y el lujo, y con la atención que un intelectual de su talla tenía, dijo, entre tantas otras cosas, que el feminismo era lo peor que podía pasarle a la literatura. La obra de Vargas Llosa que leí en la adolescencia estaba a la izquierda, pero él quedó a la derecha de su propia obra. Merecido tanto el Nobel como el hate de quienes lo miramos de ese otro lado.

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