Coppola, el último de los valientes en una industria de cobardes

Coppola, el último de los valientes en una industria de cobardes

Alrededor de Megalópolis se pone en juego parte de la fortuna de Francis Ford Coppola y —como ha sucedido a lo largo de su carrera— la aceptación de su legado en una industria que ha preferido el efectismo y lo desechable por encima de lo autoral.

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Alguna vez el autor de El gran Gatsby (The Great Gatsby, 1925), F. Scott Fitzgerald, dijo que los escritores dedican sus carreras a una sola historia. En su caso, es obvio que Suave es la noche (Tender is the Night, 1934) se trata de los mismos arquetipos de Gatsby: Orfeo y Eurídice. Para resumir, en aquel mito ella está condenada y él, trágico por su abnegación, baja al inframundo a salvarla; se trata de un halagador autorretrato sobre Fitzgerald y Zelda Sayre, su esposa. Ya si la historia real se corresponde o no con los hechos es para otro texto, pero lo importante es que los grandes autores cinematográficos funcionan de manera similar: Jean-Luc Godard habló, desde su primer largometraje hasta el último, sobre la imagen cinematográfica; John Ford, con sus inevitables desviaciones, regresó a menudo a la comunidad y los claroscuros de la historia nacional, y Yasujirō Ozu se concentró en la familia y el cambio. Pero como en toda norma, hay excepciones.

Francis Ford Coppola suele ser percibido como el cineasta de la migración, la tradición y la familia patriarcal. Esto ocurre porque la mayoría de sus espectadores solo vieron la trilogía de El padrino (The Godfather, 1972-1990); sin embargo, Coppola es una figura más extensa, más ambiciosa y también más triste de lo que se le atribuye. Raras veces un director logra ser tan popular y, al mismo tiempo, tan ignorado por el público, ¿o cuántos admiradores tienen Rebeldes (The Outsiders, 1983) y El poder de la justicia (The Rainmaker, 1997)? Admito que no son los puntos culminantes de Coppola, pero algunos otros que defiendo como tales son igual de desconocidos debido al éxito inconmensurable de El padrino y su primera secuela. No pretendo negar las virtudes de estas películas, o del resto de sus mayores títulos de los setenta —La conversación (The Conversation, 1974) y Apocalipsis ahora (Apocalypse Now, 1979)—, pero frente a la sorpresa que significará para muchos Megalópolis (Megalopolis, 2024), sería bueno recordar a ese otro Coppola expulsado de la conciencia pública; particularmente el que nada tenía de italiano, sino que soñaba con ser alemán.

Aclaro que esto es solo un texto previo; no he visto Megalópolis, pero lo que he leído sobre ella —y el propio título, que alude a Metrópolis (Metropolis, 1927), de Fritz Lang— indica un diálogo con el expresionismo, sostenido también por la adaptación que hizo Coppola de la más famosa entre todas las novelas de vampiros. Para notarlo, basta ver el prólogo de Drácula (Bram Stoker’s Dracula, 1997), en el que una batalla medieval es ilustrada mediante un puñado de sombras y una luz naranja que sugiere el atardecer; en otras escenas vemos al mismo tiempo el cuaderno donde algún personaje anota su diario, y las acciones descritas en él. Este tipo de imaginería no es la de un cineasta industrial típico de los años noventa, sino de uno fuertemente influenciado por los alemanes de los años veinte.

F.W. Murnau también contó la novela de Bram Stoker en Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), una película notable, entre otras cosas, por los efectos especiales que permitían al público observar la velocidad imposible de una carroza espectral o la desintegración de un vampiro. Las imágenes de cuadernos en la versión de Coppola responden a las de Murnau, no imitándolas, pero sí buscando una nueva forma de representar los textos de los personajes originalmente escritos por Stoker; lo mismo se puede decir de las sombras, que en la versión de Coppola actúan distinto de los cuerpos que las proyectan. Mediante lo que podríamos llamar su neoexpresionismo, el director estadounidense emula las hazañas de Murnau y comprueba una admiración por el cine alemán que empezaba a aparecer desde las películas posteriores a Apocalipsis ahora.

En 1972, Coppola distribuyó en Estados Unidos Ludwig, réquiem por un rey virgen (Ludwig – Requiem für einen jungfräulichen König), del alemán Hans Jürgen Syberberg, y en 1977 compró los derechos de su película más conocida e iconoclasta: Hitler, ein Film aus Deutschland (Hitler, una película sobre Alemania), de siete horas y media de duración. Ambos fueron eventos revolucionarios que cuestionaron la naturaleza misma del cine al mezclarlo con elementos de teatro y ópera, y al combinar este carácter escénico junto con proyecciones sobre los escenarios. Syberberg llegó a denunciar la imagen cinematográfica como inherentemente fascista por su tendencia innata al espectáculo —paralela a la de los nazis—, pero Coppola, un hombre de Hollywood, parecía fascinado no tanto por la filosofía de su colega, sino por sus trucos, que comenzó a explotar unos años más tarde.

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Francis Ford Coppola en el set de Apocalypse Now

El director Francis Ford Coppola en el set de la película Apocalypse Now de 1979. Fotografía de REUTERS

Prácticamente nadie recuerda Una del corazón (One From the Heart, 1982) porque en su tiempo fue un fracaso: el público se desesperó con su radical combinación de musical clásico y las técnicas desconcertantes de retroproyección a la Syberberg; la crítica popular no supo qué hacer con ella, más que quejarse de que le faltaba trama y aplaudir las imágenes por medio de adjetivos. Para muchos hoy, Una del corazón es una de las películas más importantes de Coppola por el riesgo que corrió al poner la forma cinematográfica por encima de la narración. Su espectacularidad es para contemplarse con la boca abierta, gracias a las delirantes secuencias musicales que muestran a Frederic Forrest disminuido ante el rostro de una gigantesca Nastassja Kinski, o por la recreación deslumbrante de Las Vegas, más falsa que nunca, y para bien. Si los ingredientes fundamentales del cine son los espacios y el movimiento, Coppola los captó como no se hacía desde los musicales de Vincente Minnelli.

A pesar de la ruina financiera que le trajo Una del corazón, su primera película de influencia alemana, Coppola se aferró a un cine neoexpresionista. En paralelo había producido el debut estadounidense de Wim Wenders, Hammett (1982), aunque Coppola lo obligó a volver a filmarla porque le disgustaba la primera versión. Tanta angustia le causó al director alemán, que Rainer Werner Fassbinder se ofreció a golpear a Coppola. Sin embargo, pleitos y abusos aparte, no se puede negar la admiración por Wenders, que resultaría en, tal vez, la película más grande de Coppola: La ley de la calle (Rumble Fish, 1983). 

Desde las primeras composiciones visuales se nota la influencia de Wenders y sus películas en blanco y negro de mediados de los setenta. Un plano que debería ser icónico aprovecha la retroproyección de Syberberg para juntar una imagen en blanco y negro de los protagonistas —interpretados por Matt Dillon y Mickey Rourke— y otra a color de unos peces betta, que los representan de forma simbólica. Las sombras crean espacios inexistentes y personajes sin cuerpo, como en el expresionismo de Murnau. Los alemanes favoritos de Coppola se juntan en una sola película que, al igual que Una del corazón, se interesa muy a medias en la trama: los hermanos partidos por la distancia y algo de envidia, como los agresivos peces, son apenas cuerpos a los que les dan vida Dillon, mediante su agresividad, y Rourke, con su voz suave pero amenazante. No importa mucho lo que digan porque el purgatorio donde viven lo transmite todo: hay humo brotando de las calles y las casas, como si el pueblo no acabara de quemarse, y los objetos gimen. Siempre hay ruido, ya sea la hiperactiva banda sonora de Stewart Copeland, de The Police, o los crujidos de las cosas, que parecen contener almas. Naturalmente, fue un fracaso en taquilla.

Si es este el Coppola que regresa —para bien o para mal— por medio de Megalópolis, debe ser bienvenido. Probablemente el público le dé la espalda, pero su apuesta de 120 millones de dólares, aportados todos por él, es insólita en un ecosistema fílmico donde sobreviven no los más aptos, sino los más cobardes. Incluso cuando la industria hollywoodense aceptó ciertos riesgos, Coppola los rebasó al hacer cine de alto presupuesto, pero dedicado a explorar el lenguaje fílmico y a contradecir las narrativas del poder político. Mediante su compañía distribuyó o produjo a Godard, Syberberg, Wenders; al popular Akira Kurosawa y al radical filipino Kidlat Tahimik. Gusten o no, sus películas alemanas expresan la rara aparición de un cineasta de industria en contacto con la vanguardia: un soñador sin límite en un mundo de empresarios.

 


ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La TempestadRevista AmbulanteTierra AdentroFrenteButaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.


 

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