Arte urbano, estaciones de metro que son auténticos museos, edificios históricos reconvertidos en laboratorios de ideas e iniciativas barriales dan un soplo de renovación a esta ciudad que condensa el encanto del sur italiano.
Fue un simple trazo sobre la pared lo que sembró el germen. Una pincelada de color proyectada sobre un muro cualquiera de los Quartieri Spagnoli, el barrio que es la quintaesencia del Nápoles más popular. Aquí, en esta maraña de callejuelas encajada en el corazón de la ciudad, dos jóvenes, sin apenas sospecharlo, iniciaron un movimiento social a golpe de brocha. Sucedió que un vecino, sorprendido con el resultado de aquel esbozo espontáneo, les pidió que también a él le decoraran su fachada. Y así, como un efecto dominó, de tabique en tabique, de puerta en puerta, el distrito se embelleció con las pintadas de Cyop & Kaf: más de 200 obras de arte urbano convertidas en un fenómeno que ha dado lugar a un libro, Quore Spinato, y hasta a un documental, Il segreto, que retrata esta transformación de la calle en un lienzo de experimentación creativa.
Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y todo ello sin perder su esencia, manteniéndose fiel a sí mismo.
Más allá de las pinturas, este barrio nacido para hospedar a las tropas españolas en los tiempos en que la ciudad estuvo bajo dominio borbónico, es la expresión de ese Nápoles que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida, las casas humildes, las motorinos que se cruzan sin orden, la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de los años cincuenta. En sus pequeños talleres se hacen bolsos y calzado; y en sus modestas trattorias, a veces escondidas, se puede comer muy bien por tan sólo unos euros.
Bajo este desordenado panorama, se oculta la estación de metro más bonita del mundo. Se llama Toledo y es una explosión de ingenio a 50 metros de profundidad. No sólo por las obras de prestigiosos artistas que cuelgan de sus paredes (Francesco Clemente, Ilya y Emilia Kabakov, Oliviero Toscani…), sino también por la magistral arquitectura de la salida Montecalvario, donde el descenso por las escaleras mecánicas simula una inmersión en el océano: un gigantesco cráter que conecta el nivel de la calle y que, iluminado con luz natural, despliega miles de mosaicos en una degradación de azules.
Nápoles ahora es más reluciente, más dinámico. Sólo hay que dar un paseo por el centro de la ciudad moderna, que es la sede del poder político y administrativo. Una zona que está presidida por las tres plazas monumentales de Municipio, Trieste e Trento y del Plebiscito, que siguen constituyendo el lugar donde todo pasa: las celebraciones, las protestas, los mercadillos navideños, los espectáculos masivos. También esta zona está favorecida por las vistas a los dos grandes guardianes naturales. De un lado, el mar, que asoma al final de cada callejón dejando entrever el golfo y las islas de Capri, Ischia y Procida en el horizonte. Del otro, el Vesubio, que aparece amenazante al levantar la mirada, con su silueta ligada para siempre a aquella brutal erupción del año 79 que sepultó Pompeya bajo las cenizas.
Menos bucólico es el tráfico que afecta a este sector de la ciudad que, por otra parte, y tras importantes operaciones de restauración, conserva la fascinación de antaño. Palacios que no sólo acogen oficinas, sino también centros de arte; museos imprescindibles como el Arqueológico, que es un extraordinario testimonio de la civilización clásica; y espacios comerciales como la Galería Umberto I, un pasaje del siglo XIX con clara influencia parisina, al que, tras un periodo de decadencia, también se le ha devuelto el brillo de la belle époque. Tal vez el mismo que exhibe Gambrinus, la cafetería más antigua de Nápoles en cuyos salones, decorados con espejos, estucos y terciopelos, se daba cita la intelectualidad de la época. Este local es famoso además porque aquí nació el caffè sospeso, una práctica filantrópica que consiste en dejar un café pagado para aquellas personas que no se lo pueden permitir.
Para saber lo que es el tiempo detenido, ciertamente, hay que perderse por el casco antiguo. Y, ya de paso, repasar la historia de la ciudad. Porque en este inmenso cogollo, uno de los más grandes de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad, está la estela de las civilizaciones que han trenzado la existencia napolitana: griegos, romanos, normandos, bizantinos, franceses, españoles. Así como una curiosa sucesión de lo profano y de lo sagrado, fachadas de edificios históricos convertidos en bed & breakfast, y exponentes de la fe religiosa como el Duomo, la capilla de Sansevero o la iglesia de San Gregorio Armeno, donde el patrón san Gennaro se manifiesta con reliquias de sangre.
Ésta es una versión del reportaje "Nápoles, ciudad resucitada", publicado en la revista Travesías núm. 176. Visita su nuevo sitio travesiasdigital.comSi deseas leer más sobre viajes, te recomendamos:El otro BeirutLo que Montreal cuenta
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Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad.
Arte urbano, estaciones de metro que son auténticos museos, edificios históricos reconvertidos en laboratorios de ideas e iniciativas barriales dan un soplo de renovación a esta ciudad que condensa el encanto del sur italiano.
Fue un simple trazo sobre la pared lo que sembró el germen. Una pincelada de color proyectada sobre un muro cualquiera de los Quartieri Spagnoli, el barrio que es la quintaesencia del Nápoles más popular. Aquí, en esta maraña de callejuelas encajada en el corazón de la ciudad, dos jóvenes, sin apenas sospecharlo, iniciaron un movimiento social a golpe de brocha. Sucedió que un vecino, sorprendido con el resultado de aquel esbozo espontáneo, les pidió que también a él le decoraran su fachada. Y así, como un efecto dominó, de tabique en tabique, de puerta en puerta, el distrito se embelleció con las pintadas de Cyop & Kaf: más de 200 obras de arte urbano convertidas en un fenómeno que ha dado lugar a un libro, Quore Spinato, y hasta a un documental, Il segreto, que retrata esta transformación de la calle en un lienzo de experimentación creativa.
Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y todo ello sin perder su esencia, manteniéndose fiel a sí mismo.
Más allá de las pinturas, este barrio nacido para hospedar a las tropas españolas en los tiempos en que la ciudad estuvo bajo dominio borbónico, es la expresión de ese Nápoles que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida, las casas humildes, las motorinos que se cruzan sin orden, la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de los años cincuenta. En sus pequeños talleres se hacen bolsos y calzado; y en sus modestas trattorias, a veces escondidas, se puede comer muy bien por tan sólo unos euros.
Bajo este desordenado panorama, se oculta la estación de metro más bonita del mundo. Se llama Toledo y es una explosión de ingenio a 50 metros de profundidad. No sólo por las obras de prestigiosos artistas que cuelgan de sus paredes (Francesco Clemente, Ilya y Emilia Kabakov, Oliviero Toscani…), sino también por la magistral arquitectura de la salida Montecalvario, donde el descenso por las escaleras mecánicas simula una inmersión en el océano: un gigantesco cráter que conecta el nivel de la calle y que, iluminado con luz natural, despliega miles de mosaicos en una degradación de azules.
Nápoles ahora es más reluciente, más dinámico. Sólo hay que dar un paseo por el centro de la ciudad moderna, que es la sede del poder político y administrativo. Una zona que está presidida por las tres plazas monumentales de Municipio, Trieste e Trento y del Plebiscito, que siguen constituyendo el lugar donde todo pasa: las celebraciones, las protestas, los mercadillos navideños, los espectáculos masivos. También esta zona está favorecida por las vistas a los dos grandes guardianes naturales. De un lado, el mar, que asoma al final de cada callejón dejando entrever el golfo y las islas de Capri, Ischia y Procida en el horizonte. Del otro, el Vesubio, que aparece amenazante al levantar la mirada, con su silueta ligada para siempre a aquella brutal erupción del año 79 que sepultó Pompeya bajo las cenizas.
Menos bucólico es el tráfico que afecta a este sector de la ciudad que, por otra parte, y tras importantes operaciones de restauración, conserva la fascinación de antaño. Palacios que no sólo acogen oficinas, sino también centros de arte; museos imprescindibles como el Arqueológico, que es un extraordinario testimonio de la civilización clásica; y espacios comerciales como la Galería Umberto I, un pasaje del siglo XIX con clara influencia parisina, al que, tras un periodo de decadencia, también se le ha devuelto el brillo de la belle époque. Tal vez el mismo que exhibe Gambrinus, la cafetería más antigua de Nápoles en cuyos salones, decorados con espejos, estucos y terciopelos, se daba cita la intelectualidad de la época. Este local es famoso además porque aquí nació el caffè sospeso, una práctica filantrópica que consiste en dejar un café pagado para aquellas personas que no se lo pueden permitir.
Para saber lo que es el tiempo detenido, ciertamente, hay que perderse por el casco antiguo. Y, ya de paso, repasar la historia de la ciudad. Porque en este inmenso cogollo, uno de los más grandes de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad, está la estela de las civilizaciones que han trenzado la existencia napolitana: griegos, romanos, normandos, bizantinos, franceses, españoles. Así como una curiosa sucesión de lo profano y de lo sagrado, fachadas de edificios históricos convertidos en bed & breakfast, y exponentes de la fe religiosa como el Duomo, la capilla de Sansevero o la iglesia de San Gregorio Armeno, donde el patrón san Gennaro se manifiesta con reliquias de sangre.
Ésta es una versión del reportaje "Nápoles, ciudad resucitada", publicado en la revista Travesías núm. 176. Visita su nuevo sitio travesiasdigital.comSi deseas leer más sobre viajes, te recomendamos:El otro BeirutLo que Montreal cuenta
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Arte urbano, estaciones de metro que son auténticos museos, edificios históricos reconvertidos en laboratorios de ideas e iniciativas barriales dan un soplo de renovación a esta ciudad que condensa el encanto del sur italiano.
Fue un simple trazo sobre la pared lo que sembró el germen. Una pincelada de color proyectada sobre un muro cualquiera de los Quartieri Spagnoli, el barrio que es la quintaesencia del Nápoles más popular. Aquí, en esta maraña de callejuelas encajada en el corazón de la ciudad, dos jóvenes, sin apenas sospecharlo, iniciaron un movimiento social a golpe de brocha. Sucedió que un vecino, sorprendido con el resultado de aquel esbozo espontáneo, les pidió que también a él le decoraran su fachada. Y así, como un efecto dominó, de tabique en tabique, de puerta en puerta, el distrito se embelleció con las pintadas de Cyop & Kaf: más de 200 obras de arte urbano convertidas en un fenómeno que ha dado lugar a un libro, Quore Spinato, y hasta a un documental, Il segreto, que retrata esta transformación de la calle en un lienzo de experimentación creativa.
Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y todo ello sin perder su esencia, manteniéndose fiel a sí mismo.
Más allá de las pinturas, este barrio nacido para hospedar a las tropas españolas en los tiempos en que la ciudad estuvo bajo dominio borbónico, es la expresión de ese Nápoles que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida, las casas humildes, las motorinos que se cruzan sin orden, la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de los años cincuenta. En sus pequeños talleres se hacen bolsos y calzado; y en sus modestas trattorias, a veces escondidas, se puede comer muy bien por tan sólo unos euros.
Bajo este desordenado panorama, se oculta la estación de metro más bonita del mundo. Se llama Toledo y es una explosión de ingenio a 50 metros de profundidad. No sólo por las obras de prestigiosos artistas que cuelgan de sus paredes (Francesco Clemente, Ilya y Emilia Kabakov, Oliviero Toscani…), sino también por la magistral arquitectura de la salida Montecalvario, donde el descenso por las escaleras mecánicas simula una inmersión en el océano: un gigantesco cráter que conecta el nivel de la calle y que, iluminado con luz natural, despliega miles de mosaicos en una degradación de azules.
Nápoles ahora es más reluciente, más dinámico. Sólo hay que dar un paseo por el centro de la ciudad moderna, que es la sede del poder político y administrativo. Una zona que está presidida por las tres plazas monumentales de Municipio, Trieste e Trento y del Plebiscito, que siguen constituyendo el lugar donde todo pasa: las celebraciones, las protestas, los mercadillos navideños, los espectáculos masivos. También esta zona está favorecida por las vistas a los dos grandes guardianes naturales. De un lado, el mar, que asoma al final de cada callejón dejando entrever el golfo y las islas de Capri, Ischia y Procida en el horizonte. Del otro, el Vesubio, que aparece amenazante al levantar la mirada, con su silueta ligada para siempre a aquella brutal erupción del año 79 que sepultó Pompeya bajo las cenizas.
Menos bucólico es el tráfico que afecta a este sector de la ciudad que, por otra parte, y tras importantes operaciones de restauración, conserva la fascinación de antaño. Palacios que no sólo acogen oficinas, sino también centros de arte; museos imprescindibles como el Arqueológico, que es un extraordinario testimonio de la civilización clásica; y espacios comerciales como la Galería Umberto I, un pasaje del siglo XIX con clara influencia parisina, al que, tras un periodo de decadencia, también se le ha devuelto el brillo de la belle époque. Tal vez el mismo que exhibe Gambrinus, la cafetería más antigua de Nápoles en cuyos salones, decorados con espejos, estucos y terciopelos, se daba cita la intelectualidad de la época. Este local es famoso además porque aquí nació el caffè sospeso, una práctica filantrópica que consiste en dejar un café pagado para aquellas personas que no se lo pueden permitir.
Para saber lo que es el tiempo detenido, ciertamente, hay que perderse por el casco antiguo. Y, ya de paso, repasar la historia de la ciudad. Porque en este inmenso cogollo, uno de los más grandes de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad, está la estela de las civilizaciones que han trenzado la existencia napolitana: griegos, romanos, normandos, bizantinos, franceses, españoles. Así como una curiosa sucesión de lo profano y de lo sagrado, fachadas de edificios históricos convertidos en bed & breakfast, y exponentes de la fe religiosa como el Duomo, la capilla de Sansevero o la iglesia de San Gregorio Armeno, donde el patrón san Gennaro se manifiesta con reliquias de sangre.
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Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad.
Arte urbano, estaciones de metro que son auténticos museos, edificios históricos reconvertidos en laboratorios de ideas e iniciativas barriales dan un soplo de renovación a esta ciudad que condensa el encanto del sur italiano.
Fue un simple trazo sobre la pared lo que sembró el germen. Una pincelada de color proyectada sobre un muro cualquiera de los Quartieri Spagnoli, el barrio que es la quintaesencia del Nápoles más popular. Aquí, en esta maraña de callejuelas encajada en el corazón de la ciudad, dos jóvenes, sin apenas sospecharlo, iniciaron un movimiento social a golpe de brocha. Sucedió que un vecino, sorprendido con el resultado de aquel esbozo espontáneo, les pidió que también a él le decoraran su fachada. Y así, como un efecto dominó, de tabique en tabique, de puerta en puerta, el distrito se embelleció con las pintadas de Cyop & Kaf: más de 200 obras de arte urbano convertidas en un fenómeno que ha dado lugar a un libro, Quore Spinato, y hasta a un documental, Il segreto, que retrata esta transformación de la calle en un lienzo de experimentación creativa.
Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y todo ello sin perder su esencia, manteniéndose fiel a sí mismo.
Más allá de las pinturas, este barrio nacido para hospedar a las tropas españolas en los tiempos en que la ciudad estuvo bajo dominio borbónico, es la expresión de ese Nápoles que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida, las casas humildes, las motorinos que se cruzan sin orden, la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de los años cincuenta. En sus pequeños talleres se hacen bolsos y calzado; y en sus modestas trattorias, a veces escondidas, se puede comer muy bien por tan sólo unos euros.
Bajo este desordenado panorama, se oculta la estación de metro más bonita del mundo. Se llama Toledo y es una explosión de ingenio a 50 metros de profundidad. No sólo por las obras de prestigiosos artistas que cuelgan de sus paredes (Francesco Clemente, Ilya y Emilia Kabakov, Oliviero Toscani…), sino también por la magistral arquitectura de la salida Montecalvario, donde el descenso por las escaleras mecánicas simula una inmersión en el océano: un gigantesco cráter que conecta el nivel de la calle y que, iluminado con luz natural, despliega miles de mosaicos en una degradación de azules.
Nápoles ahora es más reluciente, más dinámico. Sólo hay que dar un paseo por el centro de la ciudad moderna, que es la sede del poder político y administrativo. Una zona que está presidida por las tres plazas monumentales de Municipio, Trieste e Trento y del Plebiscito, que siguen constituyendo el lugar donde todo pasa: las celebraciones, las protestas, los mercadillos navideños, los espectáculos masivos. También esta zona está favorecida por las vistas a los dos grandes guardianes naturales. De un lado, el mar, que asoma al final de cada callejón dejando entrever el golfo y las islas de Capri, Ischia y Procida en el horizonte. Del otro, el Vesubio, que aparece amenazante al levantar la mirada, con su silueta ligada para siempre a aquella brutal erupción del año 79 que sepultó Pompeya bajo las cenizas.
Menos bucólico es el tráfico que afecta a este sector de la ciudad que, por otra parte, y tras importantes operaciones de restauración, conserva la fascinación de antaño. Palacios que no sólo acogen oficinas, sino también centros de arte; museos imprescindibles como el Arqueológico, que es un extraordinario testimonio de la civilización clásica; y espacios comerciales como la Galería Umberto I, un pasaje del siglo XIX con clara influencia parisina, al que, tras un periodo de decadencia, también se le ha devuelto el brillo de la belle époque. Tal vez el mismo que exhibe Gambrinus, la cafetería más antigua de Nápoles en cuyos salones, decorados con espejos, estucos y terciopelos, se daba cita la intelectualidad de la época. Este local es famoso además porque aquí nació el caffè sospeso, una práctica filantrópica que consiste en dejar un café pagado para aquellas personas que no se lo pueden permitir.
Para saber lo que es el tiempo detenido, ciertamente, hay que perderse por el casco antiguo. Y, ya de paso, repasar la historia de la ciudad. Porque en este inmenso cogollo, uno de los más grandes de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad, está la estela de las civilizaciones que han trenzado la existencia napolitana: griegos, romanos, normandos, bizantinos, franceses, españoles. Así como una curiosa sucesión de lo profano y de lo sagrado, fachadas de edificios históricos convertidos en bed & breakfast, y exponentes de la fe religiosa como el Duomo, la capilla de Sansevero o la iglesia de San Gregorio Armeno, donde el patrón san Gennaro se manifiesta con reliquias de sangre.
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Fue un simple trazo sobre la pared lo que sembró el germen. Una pincelada de color proyectada sobre un muro cualquiera de los Quartieri Spagnoli, el barrio que es la quintaesencia del Nápoles más popular. Aquí, en esta maraña de callejuelas encajada en el corazón de la ciudad, dos jóvenes, sin apenas sospecharlo, iniciaron un movimiento social a golpe de brocha. Sucedió que un vecino, sorprendido con el resultado de aquel esbozo espontáneo, les pidió que también a él le decoraran su fachada. Y así, como un efecto dominó, de tabique en tabique, de puerta en puerta, el distrito se embelleció con las pintadas de Cyop & Kaf: más de 200 obras de arte urbano convertidas en un fenómeno que ha dado lugar a un libro, Quore Spinato, y hasta a un documental, Il segreto, que retrata esta transformación de la calle en un lienzo de experimentación creativa.
Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y todo ello sin perder su esencia, manteniéndose fiel a sí mismo.
Más allá de las pinturas, este barrio nacido para hospedar a las tropas españolas en los tiempos en que la ciudad estuvo bajo dominio borbónico, es la expresión de ese Nápoles que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida, las casas humildes, las motorinos que se cruzan sin orden, la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de los años cincuenta. En sus pequeños talleres se hacen bolsos y calzado; y en sus modestas trattorias, a veces escondidas, se puede comer muy bien por tan sólo unos euros.
Bajo este desordenado panorama, se oculta la estación de metro más bonita del mundo. Se llama Toledo y es una explosión de ingenio a 50 metros de profundidad. No sólo por las obras de prestigiosos artistas que cuelgan de sus paredes (Francesco Clemente, Ilya y Emilia Kabakov, Oliviero Toscani…), sino también por la magistral arquitectura de la salida Montecalvario, donde el descenso por las escaleras mecánicas simula una inmersión en el océano: un gigantesco cráter que conecta el nivel de la calle y que, iluminado con luz natural, despliega miles de mosaicos en una degradación de azules.
Nápoles ahora es más reluciente, más dinámico. Sólo hay que dar un paseo por el centro de la ciudad moderna, que es la sede del poder político y administrativo. Una zona que está presidida por las tres plazas monumentales de Municipio, Trieste e Trento y del Plebiscito, que siguen constituyendo el lugar donde todo pasa: las celebraciones, las protestas, los mercadillos navideños, los espectáculos masivos. También esta zona está favorecida por las vistas a los dos grandes guardianes naturales. De un lado, el mar, que asoma al final de cada callejón dejando entrever el golfo y las islas de Capri, Ischia y Procida en el horizonte. Del otro, el Vesubio, que aparece amenazante al levantar la mirada, con su silueta ligada para siempre a aquella brutal erupción del año 79 que sepultó Pompeya bajo las cenizas.
Menos bucólico es el tráfico que afecta a este sector de la ciudad que, por otra parte, y tras importantes operaciones de restauración, conserva la fascinación de antaño. Palacios que no sólo acogen oficinas, sino también centros de arte; museos imprescindibles como el Arqueológico, que es un extraordinario testimonio de la civilización clásica; y espacios comerciales como la Galería Umberto I, un pasaje del siglo XIX con clara influencia parisina, al que, tras un periodo de decadencia, también se le ha devuelto el brillo de la belle époque. Tal vez el mismo que exhibe Gambrinus, la cafetería más antigua de Nápoles en cuyos salones, decorados con espejos, estucos y terciopelos, se daba cita la intelectualidad de la época. Este local es famoso además porque aquí nació el caffè sospeso, una práctica filantrópica que consiste en dejar un café pagado para aquellas personas que no se lo pueden permitir.
Para saber lo que es el tiempo detenido, ciertamente, hay que perderse por el casco antiguo. Y, ya de paso, repasar la historia de la ciudad. Porque en este inmenso cogollo, uno de los más grandes de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad, está la estela de las civilizaciones que han trenzado la existencia napolitana: griegos, romanos, normandos, bizantinos, franceses, españoles. Así como una curiosa sucesión de lo profano y de lo sagrado, fachadas de edificios históricos convertidos en bed & breakfast, y exponentes de la fe religiosa como el Duomo, la capilla de Sansevero o la iglesia de San Gregorio Armeno, donde el patrón san Gennaro se manifiesta con reliquias de sangre.
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Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y todo ello sin perder su esencia, manteniéndose fiel a sí mismo.
Más allá de las pinturas, este barrio nacido para hospedar a las tropas españolas en los tiempos en que la ciudad estuvo bajo dominio borbónico, es la expresión de ese Nápoles que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida, las casas humildes, las motorinos que se cruzan sin orden, la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de los años cincuenta. En sus pequeños talleres se hacen bolsos y calzado; y en sus modestas trattorias, a veces escondidas, se puede comer muy bien por tan sólo unos euros.
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