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He aquí el recuerdo con contornos precisos de una pareja de amantes y practicantes de la gran literatura: Paul Auster y Siri Hustvedt. Oaxaca, Francisco Goldman, algo de mezcal y cierto novelista tampiqueño tuvieron que ver en su trazo.
Si la grandeza de un escritor se mide por la tristeza que suscita su muerte o por el placer que provoca la simple mención de sus libros, hoy se hace evidente cuánto aportó Paul Auster a la literatura y qué huella tan grande ha dejado. Como ocurre con los artistas extraordinarios (The Beatles, Quino, David Bowie), ninguno de sus lectores podría decir que estaba preparado para la noticia de su fallecimiento, que, a los 77 años, resulta prematuro. Al leer ese prodigio en miniatura que resulta Baumgartner, su última novela, y ese valiente e indispensable ensayo que es Bloodbath Nation, era lógico esperar nuevas obras maestras del autor que combinó sus propios intereses con la herencia de Beckett y Chandler, de Cervantes y Sterne, de Anna Frank y la poesía francesa, a fin de crear un nuevo tipo de novela escrita desde Brooklyn, una capaz de emocionar y conmover a todos los lectores por igual, aunque vivieran en las antípodas.
Mientras que la literatura mediocre limita la imaginación, la gran literatura nos convierte en autores que imaginan nuevas historias a partir de los libros que admiran. No conozco a uno solo de los lectores de Auster que no tenga un relato sobre las circunstancias extraordinarias en que descubrieron sus novelas, ese territorio que mezcla una alta concentración de poesía y de asombro, luchas bien narradas de un personaje contra el destino y el milagro de constatar por un instante la presencia del azar. Y por supuesto, la búsqueda del sentido de la vida y los misterios de la identidad y la creación literaria.
Como cientos de lectores mexicanos, lo conocí gracias a Francisco Goldman, el excepcional novelista también de Brooklyn, amigo cercano de Paul y de Siri Hustvedt, que los convenció de apadrinar una joven Feria del Libro de Oaxaca (2008) y, en especial, de apoyar la creación del Premio Aura Estrada, en memoria de la primera esposa de Frank, que murió en un accidente. Con una generosidad que no suele acompañar a autores tan famosos y solicitados, Siri y Paul aceptaron visitar la feria del libro y dar todo cuanto estuvo en sus manos para hacer posible la creación de un premio literario que cada año becaría a una joven escritora. Debido a la lucha entre el gobierno del estado y la APPO, que puso en dificultades la supervivencia de decenas de proyectos e instituciones culturales oaxaqueños, incluida la feria, la participación de ambos escritores dio enorme credibilidad a dicho proyecto cultural y contribuyó de manera decisiva a difundir la existencia del premio Aura Estrada. Su apoyo incondicional significó un gran alivio ese año, cuando conseguir patrocinadores para pagar los aviones y otros gastos de los invitados resultaba tan difícil como hacer que brotara agua del desierto.
No fue difícil causar expectación por la visita de este matrimonio literario, admirados cada uno por el valor de sus libros y la singularidad de sus aportaciones. Los lectores de Oaxaca ovacionaron a Paul y a Siri en cada una de sus apariciones. Ellos, por su parte, no rechazaron ni una sola de la torrencial cantidad de entrevistas que la prensa de varios países les solicitó durante esos días; firmaron literalmente cientos de ejemplares a diario y tuvieron una palabra amable para cada persona que se les acercó. Y si en algún momento Paul desfallecía, Siri lo espoleaba a continuar con una mezcla de amor y lealtad deslumbrantes.
El primer día de trabajos forzados creímos que se retirarían a desmayarse de cansancio al terminar la última actividad, pero aceptaron salir a cenar con Francisco Goldman y un escritor tampiqueño a fin de probar su primer platillo oaxaqueño y su primer mezcal.
Se hallaban de estupendo humor, y cuando el mesero les explicó que el mezcal “es como el tequila, pero con los demonios dentro”, miraron con desconfianza el líquido que les ofrecía en una centelleante botella de color esmeralda. Cuando se aseguraron de que no contenía ingredientes alucinógenos, a diferencia de lo que sostenían los rumores en Nueva York, se tomaron de las manos como si fueran a saltar de una avioneta y cada uno probó un pequeño sorbo de su respectivo caballito. Porque no todos los días Paul Auster y Siri Hustvedt se hallaban en Oaxaca, luego de deliberar un poco, Frank Goldman y el tampiqueño eligieron un mezcal independiente, financiado por el pintor Guillermo Olguín y recomendado con entusiasmo por los artistas locales. Luego de un silencio muy novelesco, Siri reconoció: “Delicioso”, y preguntó el nombre del mezcal, que resultó ser Los amantes.
Paul alardeó que conocía whiskys de efectos más devastadores, y que la famosa potencia del mezcal quizá era exagerada, o eso le parecía a un buen bebedor como él, pero pidió otro caballito desbocado y aceptó hacer otro experimento, ahora de carácter literario.
Te recomendamos leer: "Jon Fosse, el explorador del silencio".
Desde el inicio de la cena se les preguntó si aceptarían dibujar la forma que tenían sus novelas. ¿Qué? La literatura no se dibuja, es el arte de las palabras, saltó el escritor, que trepaba a lomos del primer mezcal, ¿de qué se trata esto?, y concluyó: claro que no, colega: ¿están locos en México? En Brooklyn no hacemos eso. Se le explicó que desde hace años el tampiqueño había pedido a un centenar de autores tan respetables como Enrique Vila-Matas, Javier Cercas o Mario Vargas Llosa que dibujaran no una escena de sus libros, sino la estructura que les venía a la mente cuando pensaban en el camino que siguieron para construir la novela; que en el caso de Vargas Llosa, el escritor saltó de gusto: “¡Claro que dibujo la estructura de mis novelas! Pero para reproducirlas necesitaría al menos tres colores”. Paul soltó una risa cautelosa, como si estuvieran por empujarlo a una alberca de agua helada, y convirtió a todos los presentes en personajes de una novela suya con su siguiente propuesta: “Hagamos una cosa”, sugirió, “primero veamos si este método funciona: dibujemos al mismo tiempo la forma de una novela que hayamos leído recientemente, y si ambos dibujos son parecidos, acepto dibujar la forma de todas mis novelas”. Elegimos Los detectives salvajes, que él había terminado días antes, y el cual revisaba con atención esa noche en un ejemplar muy subrayado. Auster y el tampiqueño tomaron plumas y servilletas, Siri colocó un servilletero y un menú entre ellos, a fin de que no hubiera plagios ni contagios, y cada quien hizo su mejor esfuerzo.
Paul fue el primero en terminar. Dibujó una línea recta, ascendente, que se perdía en el corazón de una especie de nube hecha de numerosos trazos cortos, como si hubieran sido dibujados por un impresionista, y una segunda línea recta, que partía de la nube anterior: “Aquí tienes el diario de García Madero, con la primera línea; luego, los testimonios que conforman la segunda parte, y al final, con la última línea, la segunda parte del diario”, explicó. El tampiqueño descubrió su dibujo, que era esencialmente idéntico. Paul quedó boquiabierto. Siri estudió los esquemas, le preguntó al tampiqueño si esto había ocurrido antes, y este contestó que sí, pues si el autor dio su mejor esfuerzo en su novela, esta terminará por adquirir una forma peculiar. Acto seguido, Siri le dijo a Paul que estaba obligado a cumplir su palabra. Así que para deleite de sus lectores, su esposo dibujó primero la forma de Leviatán, luego El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies, El país de las últimas cosas y La música del azar. Entonces el novelista se detuvo, pues advirtió con una buena dosis de humor que el trazo general de sus esquemas tendía a repetirse, aunque con significativas diferencias: “Toda mi vida he estado escribiendo novelas sobre la caída”, fingió lamentarse, y explicó lo que podrían significar sus esquemas: “A veces mis novelas comienzan cuando el protagonista avanza hacia el abismo; otras se inician cuando está a punto de caer y otras narran todo desde la caída misma. Luego, lo único que hago es tratar de contar sus esfuerzos por remontar la caída”. Entretanto, Francisco Goldman, que en esos años se concentró en escribir un libro que le hiciera justicia a la vida de Aura, y que se llamaría años más tarde Say her name, trazó una corriente que llegaba de golpe, tan imprevista como el golpe del mar que hirió a Aura, y en una segunda versión dibujó una serie de olas, incomprensibles y desalmadas. Cuando le tocó su turno, Siri dibujó de un solo trazo la forma de dos libros preferidos del tampiqueño: Los ojos vendados y Todo lo que amé.
Meses más tarde, con la amabilidad excepcional que la distingue, Siri pidió permiso para contar el experimento en The Shaking Woman or A History of My Nerves (p. 112): “Para muchas personas, leer es una forma común de sinestesia. Convertimos signos abstractos en escenas visuales. Un joven […] novelista mexicano, M., me dijo que mientras escribía su primera novela comprendió que estaba construyendo una casa, habitación por habitación, y que cuando terminó de escribir, la casa se había completado [...]. M. suele pedir a otros novelistas que dibujen un diagrama o mapa de sus novelas, no muy distintos a los pequeños mapas narrativos que Laurence Sterne incluyó en Tristram Shandy. Cuando me pidió dibujar uno de mis libros dudé, pero la forma visual apareció en mi mente y la dibujé de un tirón. La facultad de la memoria no puede separarse de la imaginación”.
Así como la memoria y la imaginación no pueden separarse, nadie que los haya tratado podrá separar nunca el verdadero talento y la generosidad extrema de esa pareja de amantes y practicantes de la gran literatura que eran, o que son, Paul y Siri, destinados a la leyenda, luego de vivir una vida con los ojos muy abiertos y sin soltarse de las manos.
He aquí el recuerdo con contornos precisos de una pareja de amantes y practicantes de la gran literatura: Paul Auster y Siri Hustvedt. Oaxaca, Francisco Goldman, algo de mezcal y cierto novelista tampiqueño tuvieron que ver en su trazo.
Si la grandeza de un escritor se mide por la tristeza que suscita su muerte o por el placer que provoca la simple mención de sus libros, hoy se hace evidente cuánto aportó Paul Auster a la literatura y qué huella tan grande ha dejado. Como ocurre con los artistas extraordinarios (The Beatles, Quino, David Bowie), ninguno de sus lectores podría decir que estaba preparado para la noticia de su fallecimiento, que, a los 77 años, resulta prematuro. Al leer ese prodigio en miniatura que resulta Baumgartner, su última novela, y ese valiente e indispensable ensayo que es Bloodbath Nation, era lógico esperar nuevas obras maestras del autor que combinó sus propios intereses con la herencia de Beckett y Chandler, de Cervantes y Sterne, de Anna Frank y la poesía francesa, a fin de crear un nuevo tipo de novela escrita desde Brooklyn, una capaz de emocionar y conmover a todos los lectores por igual, aunque vivieran en las antípodas.
Mientras que la literatura mediocre limita la imaginación, la gran literatura nos convierte en autores que imaginan nuevas historias a partir de los libros que admiran. No conozco a uno solo de los lectores de Auster que no tenga un relato sobre las circunstancias extraordinarias en que descubrieron sus novelas, ese territorio que mezcla una alta concentración de poesía y de asombro, luchas bien narradas de un personaje contra el destino y el milagro de constatar por un instante la presencia del azar. Y por supuesto, la búsqueda del sentido de la vida y los misterios de la identidad y la creación literaria.
Como cientos de lectores mexicanos, lo conocí gracias a Francisco Goldman, el excepcional novelista también de Brooklyn, amigo cercano de Paul y de Siri Hustvedt, que los convenció de apadrinar una joven Feria del Libro de Oaxaca (2008) y, en especial, de apoyar la creación del Premio Aura Estrada, en memoria de la primera esposa de Frank, que murió en un accidente. Con una generosidad que no suele acompañar a autores tan famosos y solicitados, Siri y Paul aceptaron visitar la feria del libro y dar todo cuanto estuvo en sus manos para hacer posible la creación de un premio literario que cada año becaría a una joven escritora. Debido a la lucha entre el gobierno del estado y la APPO, que puso en dificultades la supervivencia de decenas de proyectos e instituciones culturales oaxaqueños, incluida la feria, la participación de ambos escritores dio enorme credibilidad a dicho proyecto cultural y contribuyó de manera decisiva a difundir la existencia del premio Aura Estrada. Su apoyo incondicional significó un gran alivio ese año, cuando conseguir patrocinadores para pagar los aviones y otros gastos de los invitados resultaba tan difícil como hacer que brotara agua del desierto.
No fue difícil causar expectación por la visita de este matrimonio literario, admirados cada uno por el valor de sus libros y la singularidad de sus aportaciones. Los lectores de Oaxaca ovacionaron a Paul y a Siri en cada una de sus apariciones. Ellos, por su parte, no rechazaron ni una sola de la torrencial cantidad de entrevistas que la prensa de varios países les solicitó durante esos días; firmaron literalmente cientos de ejemplares a diario y tuvieron una palabra amable para cada persona que se les acercó. Y si en algún momento Paul desfallecía, Siri lo espoleaba a continuar con una mezcla de amor y lealtad deslumbrantes.
El primer día de trabajos forzados creímos que se retirarían a desmayarse de cansancio al terminar la última actividad, pero aceptaron salir a cenar con Francisco Goldman y un escritor tampiqueño a fin de probar su primer platillo oaxaqueño y su primer mezcal.
Se hallaban de estupendo humor, y cuando el mesero les explicó que el mezcal “es como el tequila, pero con los demonios dentro”, miraron con desconfianza el líquido que les ofrecía en una centelleante botella de color esmeralda. Cuando se aseguraron de que no contenía ingredientes alucinógenos, a diferencia de lo que sostenían los rumores en Nueva York, se tomaron de las manos como si fueran a saltar de una avioneta y cada uno probó un pequeño sorbo de su respectivo caballito. Porque no todos los días Paul Auster y Siri Hustvedt se hallaban en Oaxaca, luego de deliberar un poco, Frank Goldman y el tampiqueño eligieron un mezcal independiente, financiado por el pintor Guillermo Olguín y recomendado con entusiasmo por los artistas locales. Luego de un silencio muy novelesco, Siri reconoció: “Delicioso”, y preguntó el nombre del mezcal, que resultó ser Los amantes.
Paul alardeó que conocía whiskys de efectos más devastadores, y que la famosa potencia del mezcal quizá era exagerada, o eso le parecía a un buen bebedor como él, pero pidió otro caballito desbocado y aceptó hacer otro experimento, ahora de carácter literario.
Te recomendamos leer: "Jon Fosse, el explorador del silencio".
Desde el inicio de la cena se les preguntó si aceptarían dibujar la forma que tenían sus novelas. ¿Qué? La literatura no se dibuja, es el arte de las palabras, saltó el escritor, que trepaba a lomos del primer mezcal, ¿de qué se trata esto?, y concluyó: claro que no, colega: ¿están locos en México? En Brooklyn no hacemos eso. Se le explicó que desde hace años el tampiqueño había pedido a un centenar de autores tan respetables como Enrique Vila-Matas, Javier Cercas o Mario Vargas Llosa que dibujaran no una escena de sus libros, sino la estructura que les venía a la mente cuando pensaban en el camino que siguieron para construir la novela; que en el caso de Vargas Llosa, el escritor saltó de gusto: “¡Claro que dibujo la estructura de mis novelas! Pero para reproducirlas necesitaría al menos tres colores”. Paul soltó una risa cautelosa, como si estuvieran por empujarlo a una alberca de agua helada, y convirtió a todos los presentes en personajes de una novela suya con su siguiente propuesta: “Hagamos una cosa”, sugirió, “primero veamos si este método funciona: dibujemos al mismo tiempo la forma de una novela que hayamos leído recientemente, y si ambos dibujos son parecidos, acepto dibujar la forma de todas mis novelas”. Elegimos Los detectives salvajes, que él había terminado días antes, y el cual revisaba con atención esa noche en un ejemplar muy subrayado. Auster y el tampiqueño tomaron plumas y servilletas, Siri colocó un servilletero y un menú entre ellos, a fin de que no hubiera plagios ni contagios, y cada quien hizo su mejor esfuerzo.
Paul fue el primero en terminar. Dibujó una línea recta, ascendente, que se perdía en el corazón de una especie de nube hecha de numerosos trazos cortos, como si hubieran sido dibujados por un impresionista, y una segunda línea recta, que partía de la nube anterior: “Aquí tienes el diario de García Madero, con la primera línea; luego, los testimonios que conforman la segunda parte, y al final, con la última línea, la segunda parte del diario”, explicó. El tampiqueño descubrió su dibujo, que era esencialmente idéntico. Paul quedó boquiabierto. Siri estudió los esquemas, le preguntó al tampiqueño si esto había ocurrido antes, y este contestó que sí, pues si el autor dio su mejor esfuerzo en su novela, esta terminará por adquirir una forma peculiar. Acto seguido, Siri le dijo a Paul que estaba obligado a cumplir su palabra. Así que para deleite de sus lectores, su esposo dibujó primero la forma de Leviatán, luego El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies, El país de las últimas cosas y La música del azar. Entonces el novelista se detuvo, pues advirtió con una buena dosis de humor que el trazo general de sus esquemas tendía a repetirse, aunque con significativas diferencias: “Toda mi vida he estado escribiendo novelas sobre la caída”, fingió lamentarse, y explicó lo que podrían significar sus esquemas: “A veces mis novelas comienzan cuando el protagonista avanza hacia el abismo; otras se inician cuando está a punto de caer y otras narran todo desde la caída misma. Luego, lo único que hago es tratar de contar sus esfuerzos por remontar la caída”. Entretanto, Francisco Goldman, que en esos años se concentró en escribir un libro que le hiciera justicia a la vida de Aura, y que se llamaría años más tarde Say her name, trazó una corriente que llegaba de golpe, tan imprevista como el golpe del mar que hirió a Aura, y en una segunda versión dibujó una serie de olas, incomprensibles y desalmadas. Cuando le tocó su turno, Siri dibujó de un solo trazo la forma de dos libros preferidos del tampiqueño: Los ojos vendados y Todo lo que amé.
Meses más tarde, con la amabilidad excepcional que la distingue, Siri pidió permiso para contar el experimento en The Shaking Woman or A History of My Nerves (p. 112): “Para muchas personas, leer es una forma común de sinestesia. Convertimos signos abstractos en escenas visuales. Un joven […] novelista mexicano, M., me dijo que mientras escribía su primera novela comprendió que estaba construyendo una casa, habitación por habitación, y que cuando terminó de escribir, la casa se había completado [...]. M. suele pedir a otros novelistas que dibujen un diagrama o mapa de sus novelas, no muy distintos a los pequeños mapas narrativos que Laurence Sterne incluyó en Tristram Shandy. Cuando me pidió dibujar uno de mis libros dudé, pero la forma visual apareció en mi mente y la dibujé de un tirón. La facultad de la memoria no puede separarse de la imaginación”.
Así como la memoria y la imaginación no pueden separarse, nadie que los haya tratado podrá separar nunca el verdadero talento y la generosidad extrema de esa pareja de amantes y practicantes de la gran literatura que eran, o que son, Paul y Siri, destinados a la leyenda, luego de vivir una vida con los ojos muy abiertos y sin soltarse de las manos.
He aquí el recuerdo con contornos precisos de una pareja de amantes y practicantes de la gran literatura: Paul Auster y Siri Hustvedt. Oaxaca, Francisco Goldman, algo de mezcal y cierto novelista tampiqueño tuvieron que ver en su trazo.
Si la grandeza de un escritor se mide por la tristeza que suscita su muerte o por el placer que provoca la simple mención de sus libros, hoy se hace evidente cuánto aportó Paul Auster a la literatura y qué huella tan grande ha dejado. Como ocurre con los artistas extraordinarios (The Beatles, Quino, David Bowie), ninguno de sus lectores podría decir que estaba preparado para la noticia de su fallecimiento, que, a los 77 años, resulta prematuro. Al leer ese prodigio en miniatura que resulta Baumgartner, su última novela, y ese valiente e indispensable ensayo que es Bloodbath Nation, era lógico esperar nuevas obras maestras del autor que combinó sus propios intereses con la herencia de Beckett y Chandler, de Cervantes y Sterne, de Anna Frank y la poesía francesa, a fin de crear un nuevo tipo de novela escrita desde Brooklyn, una capaz de emocionar y conmover a todos los lectores por igual, aunque vivieran en las antípodas.
Mientras que la literatura mediocre limita la imaginación, la gran literatura nos convierte en autores que imaginan nuevas historias a partir de los libros que admiran. No conozco a uno solo de los lectores de Auster que no tenga un relato sobre las circunstancias extraordinarias en que descubrieron sus novelas, ese territorio que mezcla una alta concentración de poesía y de asombro, luchas bien narradas de un personaje contra el destino y el milagro de constatar por un instante la presencia del azar. Y por supuesto, la búsqueda del sentido de la vida y los misterios de la identidad y la creación literaria.
Como cientos de lectores mexicanos, lo conocí gracias a Francisco Goldman, el excepcional novelista también de Brooklyn, amigo cercano de Paul y de Siri Hustvedt, que los convenció de apadrinar una joven Feria del Libro de Oaxaca (2008) y, en especial, de apoyar la creación del Premio Aura Estrada, en memoria de la primera esposa de Frank, que murió en un accidente. Con una generosidad que no suele acompañar a autores tan famosos y solicitados, Siri y Paul aceptaron visitar la feria del libro y dar todo cuanto estuvo en sus manos para hacer posible la creación de un premio literario que cada año becaría a una joven escritora. Debido a la lucha entre el gobierno del estado y la APPO, que puso en dificultades la supervivencia de decenas de proyectos e instituciones culturales oaxaqueños, incluida la feria, la participación de ambos escritores dio enorme credibilidad a dicho proyecto cultural y contribuyó de manera decisiva a difundir la existencia del premio Aura Estrada. Su apoyo incondicional significó un gran alivio ese año, cuando conseguir patrocinadores para pagar los aviones y otros gastos de los invitados resultaba tan difícil como hacer que brotara agua del desierto.
No fue difícil causar expectación por la visita de este matrimonio literario, admirados cada uno por el valor de sus libros y la singularidad de sus aportaciones. Los lectores de Oaxaca ovacionaron a Paul y a Siri en cada una de sus apariciones. Ellos, por su parte, no rechazaron ni una sola de la torrencial cantidad de entrevistas que la prensa de varios países les solicitó durante esos días; firmaron literalmente cientos de ejemplares a diario y tuvieron una palabra amable para cada persona que se les acercó. Y si en algún momento Paul desfallecía, Siri lo espoleaba a continuar con una mezcla de amor y lealtad deslumbrantes.
El primer día de trabajos forzados creímos que se retirarían a desmayarse de cansancio al terminar la última actividad, pero aceptaron salir a cenar con Francisco Goldman y un escritor tampiqueño a fin de probar su primer platillo oaxaqueño y su primer mezcal.
Se hallaban de estupendo humor, y cuando el mesero les explicó que el mezcal “es como el tequila, pero con los demonios dentro”, miraron con desconfianza el líquido que les ofrecía en una centelleante botella de color esmeralda. Cuando se aseguraron de que no contenía ingredientes alucinógenos, a diferencia de lo que sostenían los rumores en Nueva York, se tomaron de las manos como si fueran a saltar de una avioneta y cada uno probó un pequeño sorbo de su respectivo caballito. Porque no todos los días Paul Auster y Siri Hustvedt se hallaban en Oaxaca, luego de deliberar un poco, Frank Goldman y el tampiqueño eligieron un mezcal independiente, financiado por el pintor Guillermo Olguín y recomendado con entusiasmo por los artistas locales. Luego de un silencio muy novelesco, Siri reconoció: “Delicioso”, y preguntó el nombre del mezcal, que resultó ser Los amantes.
Paul alardeó que conocía whiskys de efectos más devastadores, y que la famosa potencia del mezcal quizá era exagerada, o eso le parecía a un buen bebedor como él, pero pidió otro caballito desbocado y aceptó hacer otro experimento, ahora de carácter literario.
Te recomendamos leer: "Jon Fosse, el explorador del silencio".
Desde el inicio de la cena se les preguntó si aceptarían dibujar la forma que tenían sus novelas. ¿Qué? La literatura no se dibuja, es el arte de las palabras, saltó el escritor, que trepaba a lomos del primer mezcal, ¿de qué se trata esto?, y concluyó: claro que no, colega: ¿están locos en México? En Brooklyn no hacemos eso. Se le explicó que desde hace años el tampiqueño había pedido a un centenar de autores tan respetables como Enrique Vila-Matas, Javier Cercas o Mario Vargas Llosa que dibujaran no una escena de sus libros, sino la estructura que les venía a la mente cuando pensaban en el camino que siguieron para construir la novela; que en el caso de Vargas Llosa, el escritor saltó de gusto: “¡Claro que dibujo la estructura de mis novelas! Pero para reproducirlas necesitaría al menos tres colores”. Paul soltó una risa cautelosa, como si estuvieran por empujarlo a una alberca de agua helada, y convirtió a todos los presentes en personajes de una novela suya con su siguiente propuesta: “Hagamos una cosa”, sugirió, “primero veamos si este método funciona: dibujemos al mismo tiempo la forma de una novela que hayamos leído recientemente, y si ambos dibujos son parecidos, acepto dibujar la forma de todas mis novelas”. Elegimos Los detectives salvajes, que él había terminado días antes, y el cual revisaba con atención esa noche en un ejemplar muy subrayado. Auster y el tampiqueño tomaron plumas y servilletas, Siri colocó un servilletero y un menú entre ellos, a fin de que no hubiera plagios ni contagios, y cada quien hizo su mejor esfuerzo.
Paul fue el primero en terminar. Dibujó una línea recta, ascendente, que se perdía en el corazón de una especie de nube hecha de numerosos trazos cortos, como si hubieran sido dibujados por un impresionista, y una segunda línea recta, que partía de la nube anterior: “Aquí tienes el diario de García Madero, con la primera línea; luego, los testimonios que conforman la segunda parte, y al final, con la última línea, la segunda parte del diario”, explicó. El tampiqueño descubrió su dibujo, que era esencialmente idéntico. Paul quedó boquiabierto. Siri estudió los esquemas, le preguntó al tampiqueño si esto había ocurrido antes, y este contestó que sí, pues si el autor dio su mejor esfuerzo en su novela, esta terminará por adquirir una forma peculiar. Acto seguido, Siri le dijo a Paul que estaba obligado a cumplir su palabra. Así que para deleite de sus lectores, su esposo dibujó primero la forma de Leviatán, luego El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies, El país de las últimas cosas y La música del azar. Entonces el novelista se detuvo, pues advirtió con una buena dosis de humor que el trazo general de sus esquemas tendía a repetirse, aunque con significativas diferencias: “Toda mi vida he estado escribiendo novelas sobre la caída”, fingió lamentarse, y explicó lo que podrían significar sus esquemas: “A veces mis novelas comienzan cuando el protagonista avanza hacia el abismo; otras se inician cuando está a punto de caer y otras narran todo desde la caída misma. Luego, lo único que hago es tratar de contar sus esfuerzos por remontar la caída”. Entretanto, Francisco Goldman, que en esos años se concentró en escribir un libro que le hiciera justicia a la vida de Aura, y que se llamaría años más tarde Say her name, trazó una corriente que llegaba de golpe, tan imprevista como el golpe del mar que hirió a Aura, y en una segunda versión dibujó una serie de olas, incomprensibles y desalmadas. Cuando le tocó su turno, Siri dibujó de un solo trazo la forma de dos libros preferidos del tampiqueño: Los ojos vendados y Todo lo que amé.
Meses más tarde, con la amabilidad excepcional que la distingue, Siri pidió permiso para contar el experimento en The Shaking Woman or A History of My Nerves (p. 112): “Para muchas personas, leer es una forma común de sinestesia. Convertimos signos abstractos en escenas visuales. Un joven […] novelista mexicano, M., me dijo que mientras escribía su primera novela comprendió que estaba construyendo una casa, habitación por habitación, y que cuando terminó de escribir, la casa se había completado [...]. M. suele pedir a otros novelistas que dibujen un diagrama o mapa de sus novelas, no muy distintos a los pequeños mapas narrativos que Laurence Sterne incluyó en Tristram Shandy. Cuando me pidió dibujar uno de mis libros dudé, pero la forma visual apareció en mi mente y la dibujé de un tirón. La facultad de la memoria no puede separarse de la imaginación”.
Así como la memoria y la imaginación no pueden separarse, nadie que los haya tratado podrá separar nunca el verdadero talento y la generosidad extrema de esa pareja de amantes y practicantes de la gran literatura que eran, o que son, Paul y Siri, destinados a la leyenda, luego de vivir una vida con los ojos muy abiertos y sin soltarse de las manos.
He aquí el recuerdo con contornos precisos de una pareja de amantes y practicantes de la gran literatura: Paul Auster y Siri Hustvedt. Oaxaca, Francisco Goldman, algo de mezcal y cierto novelista tampiqueño tuvieron que ver en su trazo.
Si la grandeza de un escritor se mide por la tristeza que suscita su muerte o por el placer que provoca la simple mención de sus libros, hoy se hace evidente cuánto aportó Paul Auster a la literatura y qué huella tan grande ha dejado. Como ocurre con los artistas extraordinarios (The Beatles, Quino, David Bowie), ninguno de sus lectores podría decir que estaba preparado para la noticia de su fallecimiento, que, a los 77 años, resulta prematuro. Al leer ese prodigio en miniatura que resulta Baumgartner, su última novela, y ese valiente e indispensable ensayo que es Bloodbath Nation, era lógico esperar nuevas obras maestras del autor que combinó sus propios intereses con la herencia de Beckett y Chandler, de Cervantes y Sterne, de Anna Frank y la poesía francesa, a fin de crear un nuevo tipo de novela escrita desde Brooklyn, una capaz de emocionar y conmover a todos los lectores por igual, aunque vivieran en las antípodas.
Mientras que la literatura mediocre limita la imaginación, la gran literatura nos convierte en autores que imaginan nuevas historias a partir de los libros que admiran. No conozco a uno solo de los lectores de Auster que no tenga un relato sobre las circunstancias extraordinarias en que descubrieron sus novelas, ese territorio que mezcla una alta concentración de poesía y de asombro, luchas bien narradas de un personaje contra el destino y el milagro de constatar por un instante la presencia del azar. Y por supuesto, la búsqueda del sentido de la vida y los misterios de la identidad y la creación literaria.
Como cientos de lectores mexicanos, lo conocí gracias a Francisco Goldman, el excepcional novelista también de Brooklyn, amigo cercano de Paul y de Siri Hustvedt, que los convenció de apadrinar una joven Feria del Libro de Oaxaca (2008) y, en especial, de apoyar la creación del Premio Aura Estrada, en memoria de la primera esposa de Frank, que murió en un accidente. Con una generosidad que no suele acompañar a autores tan famosos y solicitados, Siri y Paul aceptaron visitar la feria del libro y dar todo cuanto estuvo en sus manos para hacer posible la creación de un premio literario que cada año becaría a una joven escritora. Debido a la lucha entre el gobierno del estado y la APPO, que puso en dificultades la supervivencia de decenas de proyectos e instituciones culturales oaxaqueños, incluida la feria, la participación de ambos escritores dio enorme credibilidad a dicho proyecto cultural y contribuyó de manera decisiva a difundir la existencia del premio Aura Estrada. Su apoyo incondicional significó un gran alivio ese año, cuando conseguir patrocinadores para pagar los aviones y otros gastos de los invitados resultaba tan difícil como hacer que brotara agua del desierto.
No fue difícil causar expectación por la visita de este matrimonio literario, admirados cada uno por el valor de sus libros y la singularidad de sus aportaciones. Los lectores de Oaxaca ovacionaron a Paul y a Siri en cada una de sus apariciones. Ellos, por su parte, no rechazaron ni una sola de la torrencial cantidad de entrevistas que la prensa de varios países les solicitó durante esos días; firmaron literalmente cientos de ejemplares a diario y tuvieron una palabra amable para cada persona que se les acercó. Y si en algún momento Paul desfallecía, Siri lo espoleaba a continuar con una mezcla de amor y lealtad deslumbrantes.
El primer día de trabajos forzados creímos que se retirarían a desmayarse de cansancio al terminar la última actividad, pero aceptaron salir a cenar con Francisco Goldman y un escritor tampiqueño a fin de probar su primer platillo oaxaqueño y su primer mezcal.
Se hallaban de estupendo humor, y cuando el mesero les explicó que el mezcal “es como el tequila, pero con los demonios dentro”, miraron con desconfianza el líquido que les ofrecía en una centelleante botella de color esmeralda. Cuando se aseguraron de que no contenía ingredientes alucinógenos, a diferencia de lo que sostenían los rumores en Nueva York, se tomaron de las manos como si fueran a saltar de una avioneta y cada uno probó un pequeño sorbo de su respectivo caballito. Porque no todos los días Paul Auster y Siri Hustvedt se hallaban en Oaxaca, luego de deliberar un poco, Frank Goldman y el tampiqueño eligieron un mezcal independiente, financiado por el pintor Guillermo Olguín y recomendado con entusiasmo por los artistas locales. Luego de un silencio muy novelesco, Siri reconoció: “Delicioso”, y preguntó el nombre del mezcal, que resultó ser Los amantes.
Paul alardeó que conocía whiskys de efectos más devastadores, y que la famosa potencia del mezcal quizá era exagerada, o eso le parecía a un buen bebedor como él, pero pidió otro caballito desbocado y aceptó hacer otro experimento, ahora de carácter literario.
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Desde el inicio de la cena se les preguntó si aceptarían dibujar la forma que tenían sus novelas. ¿Qué? La literatura no se dibuja, es el arte de las palabras, saltó el escritor, que trepaba a lomos del primer mezcal, ¿de qué se trata esto?, y concluyó: claro que no, colega: ¿están locos en México? En Brooklyn no hacemos eso. Se le explicó que desde hace años el tampiqueño había pedido a un centenar de autores tan respetables como Enrique Vila-Matas, Javier Cercas o Mario Vargas Llosa que dibujaran no una escena de sus libros, sino la estructura que les venía a la mente cuando pensaban en el camino que siguieron para construir la novela; que en el caso de Vargas Llosa, el escritor saltó de gusto: “¡Claro que dibujo la estructura de mis novelas! Pero para reproducirlas necesitaría al menos tres colores”. Paul soltó una risa cautelosa, como si estuvieran por empujarlo a una alberca de agua helada, y convirtió a todos los presentes en personajes de una novela suya con su siguiente propuesta: “Hagamos una cosa”, sugirió, “primero veamos si este método funciona: dibujemos al mismo tiempo la forma de una novela que hayamos leído recientemente, y si ambos dibujos son parecidos, acepto dibujar la forma de todas mis novelas”. Elegimos Los detectives salvajes, que él había terminado días antes, y el cual revisaba con atención esa noche en un ejemplar muy subrayado. Auster y el tampiqueño tomaron plumas y servilletas, Siri colocó un servilletero y un menú entre ellos, a fin de que no hubiera plagios ni contagios, y cada quien hizo su mejor esfuerzo.
Paul fue el primero en terminar. Dibujó una línea recta, ascendente, que se perdía en el corazón de una especie de nube hecha de numerosos trazos cortos, como si hubieran sido dibujados por un impresionista, y una segunda línea recta, que partía de la nube anterior: “Aquí tienes el diario de García Madero, con la primera línea; luego, los testimonios que conforman la segunda parte, y al final, con la última línea, la segunda parte del diario”, explicó. El tampiqueño descubrió su dibujo, que era esencialmente idéntico. Paul quedó boquiabierto. Siri estudió los esquemas, le preguntó al tampiqueño si esto había ocurrido antes, y este contestó que sí, pues si el autor dio su mejor esfuerzo en su novela, esta terminará por adquirir una forma peculiar. Acto seguido, Siri le dijo a Paul que estaba obligado a cumplir su palabra. Así que para deleite de sus lectores, su esposo dibujó primero la forma de Leviatán, luego El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies, El país de las últimas cosas y La música del azar. Entonces el novelista se detuvo, pues advirtió con una buena dosis de humor que el trazo general de sus esquemas tendía a repetirse, aunque con significativas diferencias: “Toda mi vida he estado escribiendo novelas sobre la caída”, fingió lamentarse, y explicó lo que podrían significar sus esquemas: “A veces mis novelas comienzan cuando el protagonista avanza hacia el abismo; otras se inician cuando está a punto de caer y otras narran todo desde la caída misma. Luego, lo único que hago es tratar de contar sus esfuerzos por remontar la caída”. Entretanto, Francisco Goldman, que en esos años se concentró en escribir un libro que le hiciera justicia a la vida de Aura, y que se llamaría años más tarde Say her name, trazó una corriente que llegaba de golpe, tan imprevista como el golpe del mar que hirió a Aura, y en una segunda versión dibujó una serie de olas, incomprensibles y desalmadas. Cuando le tocó su turno, Siri dibujó de un solo trazo la forma de dos libros preferidos del tampiqueño: Los ojos vendados y Todo lo que amé.
Meses más tarde, con la amabilidad excepcional que la distingue, Siri pidió permiso para contar el experimento en The Shaking Woman or A History of My Nerves (p. 112): “Para muchas personas, leer es una forma común de sinestesia. Convertimos signos abstractos en escenas visuales. Un joven […] novelista mexicano, M., me dijo que mientras escribía su primera novela comprendió que estaba construyendo una casa, habitación por habitación, y que cuando terminó de escribir, la casa se había completado [...]. M. suele pedir a otros novelistas que dibujen un diagrama o mapa de sus novelas, no muy distintos a los pequeños mapas narrativos que Laurence Sterne incluyó en Tristram Shandy. Cuando me pidió dibujar uno de mis libros dudé, pero la forma visual apareció en mi mente y la dibujé de un tirón. La facultad de la memoria no puede separarse de la imaginación”.
Así como la memoria y la imaginación no pueden separarse, nadie que los haya tratado podrá separar nunca el verdadero talento y la generosidad extrema de esa pareja de amantes y practicantes de la gran literatura que eran, o que son, Paul y Siri, destinados a la leyenda, luego de vivir una vida con los ojos muy abiertos y sin soltarse de las manos.
He aquí el recuerdo con contornos precisos de una pareja de amantes y practicantes de la gran literatura: Paul Auster y Siri Hustvedt. Oaxaca, Francisco Goldman, algo de mezcal y cierto novelista tampiqueño tuvieron que ver en su trazo.
Si la grandeza de un escritor se mide por la tristeza que suscita su muerte o por el placer que provoca la simple mención de sus libros, hoy se hace evidente cuánto aportó Paul Auster a la literatura y qué huella tan grande ha dejado. Como ocurre con los artistas extraordinarios (The Beatles, Quino, David Bowie), ninguno de sus lectores podría decir que estaba preparado para la noticia de su fallecimiento, que, a los 77 años, resulta prematuro. Al leer ese prodigio en miniatura que resulta Baumgartner, su última novela, y ese valiente e indispensable ensayo que es Bloodbath Nation, era lógico esperar nuevas obras maestras del autor que combinó sus propios intereses con la herencia de Beckett y Chandler, de Cervantes y Sterne, de Anna Frank y la poesía francesa, a fin de crear un nuevo tipo de novela escrita desde Brooklyn, una capaz de emocionar y conmover a todos los lectores por igual, aunque vivieran en las antípodas.
Mientras que la literatura mediocre limita la imaginación, la gran literatura nos convierte en autores que imaginan nuevas historias a partir de los libros que admiran. No conozco a uno solo de los lectores de Auster que no tenga un relato sobre las circunstancias extraordinarias en que descubrieron sus novelas, ese territorio que mezcla una alta concentración de poesía y de asombro, luchas bien narradas de un personaje contra el destino y el milagro de constatar por un instante la presencia del azar. Y por supuesto, la búsqueda del sentido de la vida y los misterios de la identidad y la creación literaria.
Como cientos de lectores mexicanos, lo conocí gracias a Francisco Goldman, el excepcional novelista también de Brooklyn, amigo cercano de Paul y de Siri Hustvedt, que los convenció de apadrinar una joven Feria del Libro de Oaxaca (2008) y, en especial, de apoyar la creación del Premio Aura Estrada, en memoria de la primera esposa de Frank, que murió en un accidente. Con una generosidad que no suele acompañar a autores tan famosos y solicitados, Siri y Paul aceptaron visitar la feria del libro y dar todo cuanto estuvo en sus manos para hacer posible la creación de un premio literario que cada año becaría a una joven escritora. Debido a la lucha entre el gobierno del estado y la APPO, que puso en dificultades la supervivencia de decenas de proyectos e instituciones culturales oaxaqueños, incluida la feria, la participación de ambos escritores dio enorme credibilidad a dicho proyecto cultural y contribuyó de manera decisiva a difundir la existencia del premio Aura Estrada. Su apoyo incondicional significó un gran alivio ese año, cuando conseguir patrocinadores para pagar los aviones y otros gastos de los invitados resultaba tan difícil como hacer que brotara agua del desierto.
No fue difícil causar expectación por la visita de este matrimonio literario, admirados cada uno por el valor de sus libros y la singularidad de sus aportaciones. Los lectores de Oaxaca ovacionaron a Paul y a Siri en cada una de sus apariciones. Ellos, por su parte, no rechazaron ni una sola de la torrencial cantidad de entrevistas que la prensa de varios países les solicitó durante esos días; firmaron literalmente cientos de ejemplares a diario y tuvieron una palabra amable para cada persona que se les acercó. Y si en algún momento Paul desfallecía, Siri lo espoleaba a continuar con una mezcla de amor y lealtad deslumbrantes.
El primer día de trabajos forzados creímos que se retirarían a desmayarse de cansancio al terminar la última actividad, pero aceptaron salir a cenar con Francisco Goldman y un escritor tampiqueño a fin de probar su primer platillo oaxaqueño y su primer mezcal.
Se hallaban de estupendo humor, y cuando el mesero les explicó que el mezcal “es como el tequila, pero con los demonios dentro”, miraron con desconfianza el líquido que les ofrecía en una centelleante botella de color esmeralda. Cuando se aseguraron de que no contenía ingredientes alucinógenos, a diferencia de lo que sostenían los rumores en Nueva York, se tomaron de las manos como si fueran a saltar de una avioneta y cada uno probó un pequeño sorbo de su respectivo caballito. Porque no todos los días Paul Auster y Siri Hustvedt se hallaban en Oaxaca, luego de deliberar un poco, Frank Goldman y el tampiqueño eligieron un mezcal independiente, financiado por el pintor Guillermo Olguín y recomendado con entusiasmo por los artistas locales. Luego de un silencio muy novelesco, Siri reconoció: “Delicioso”, y preguntó el nombre del mezcal, que resultó ser Los amantes.
Paul alardeó que conocía whiskys de efectos más devastadores, y que la famosa potencia del mezcal quizá era exagerada, o eso le parecía a un buen bebedor como él, pero pidió otro caballito desbocado y aceptó hacer otro experimento, ahora de carácter literario.
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Desde el inicio de la cena se les preguntó si aceptarían dibujar la forma que tenían sus novelas. ¿Qué? La literatura no se dibuja, es el arte de las palabras, saltó el escritor, que trepaba a lomos del primer mezcal, ¿de qué se trata esto?, y concluyó: claro que no, colega: ¿están locos en México? En Brooklyn no hacemos eso. Se le explicó que desde hace años el tampiqueño había pedido a un centenar de autores tan respetables como Enrique Vila-Matas, Javier Cercas o Mario Vargas Llosa que dibujaran no una escena de sus libros, sino la estructura que les venía a la mente cuando pensaban en el camino que siguieron para construir la novela; que en el caso de Vargas Llosa, el escritor saltó de gusto: “¡Claro que dibujo la estructura de mis novelas! Pero para reproducirlas necesitaría al menos tres colores”. Paul soltó una risa cautelosa, como si estuvieran por empujarlo a una alberca de agua helada, y convirtió a todos los presentes en personajes de una novela suya con su siguiente propuesta: “Hagamos una cosa”, sugirió, “primero veamos si este método funciona: dibujemos al mismo tiempo la forma de una novela que hayamos leído recientemente, y si ambos dibujos son parecidos, acepto dibujar la forma de todas mis novelas”. Elegimos Los detectives salvajes, que él había terminado días antes, y el cual revisaba con atención esa noche en un ejemplar muy subrayado. Auster y el tampiqueño tomaron plumas y servilletas, Siri colocó un servilletero y un menú entre ellos, a fin de que no hubiera plagios ni contagios, y cada quien hizo su mejor esfuerzo.
Paul fue el primero en terminar. Dibujó una línea recta, ascendente, que se perdía en el corazón de una especie de nube hecha de numerosos trazos cortos, como si hubieran sido dibujados por un impresionista, y una segunda línea recta, que partía de la nube anterior: “Aquí tienes el diario de García Madero, con la primera línea; luego, los testimonios que conforman la segunda parte, y al final, con la última línea, la segunda parte del diario”, explicó. El tampiqueño descubrió su dibujo, que era esencialmente idéntico. Paul quedó boquiabierto. Siri estudió los esquemas, le preguntó al tampiqueño si esto había ocurrido antes, y este contestó que sí, pues si el autor dio su mejor esfuerzo en su novela, esta terminará por adquirir una forma peculiar. Acto seguido, Siri le dijo a Paul que estaba obligado a cumplir su palabra. Así que para deleite de sus lectores, su esposo dibujó primero la forma de Leviatán, luego El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies, El país de las últimas cosas y La música del azar. Entonces el novelista se detuvo, pues advirtió con una buena dosis de humor que el trazo general de sus esquemas tendía a repetirse, aunque con significativas diferencias: “Toda mi vida he estado escribiendo novelas sobre la caída”, fingió lamentarse, y explicó lo que podrían significar sus esquemas: “A veces mis novelas comienzan cuando el protagonista avanza hacia el abismo; otras se inician cuando está a punto de caer y otras narran todo desde la caída misma. Luego, lo único que hago es tratar de contar sus esfuerzos por remontar la caída”. Entretanto, Francisco Goldman, que en esos años se concentró en escribir un libro que le hiciera justicia a la vida de Aura, y que se llamaría años más tarde Say her name, trazó una corriente que llegaba de golpe, tan imprevista como el golpe del mar que hirió a Aura, y en una segunda versión dibujó una serie de olas, incomprensibles y desalmadas. Cuando le tocó su turno, Siri dibujó de un solo trazo la forma de dos libros preferidos del tampiqueño: Los ojos vendados y Todo lo que amé.
Meses más tarde, con la amabilidad excepcional que la distingue, Siri pidió permiso para contar el experimento en The Shaking Woman or A History of My Nerves (p. 112): “Para muchas personas, leer es una forma común de sinestesia. Convertimos signos abstractos en escenas visuales. Un joven […] novelista mexicano, M., me dijo que mientras escribía su primera novela comprendió que estaba construyendo una casa, habitación por habitación, y que cuando terminó de escribir, la casa se había completado [...]. M. suele pedir a otros novelistas que dibujen un diagrama o mapa de sus novelas, no muy distintos a los pequeños mapas narrativos que Laurence Sterne incluyó en Tristram Shandy. Cuando me pidió dibujar uno de mis libros dudé, pero la forma visual apareció en mi mente y la dibujé de un tirón. La facultad de la memoria no puede separarse de la imaginación”.
Así como la memoria y la imaginación no pueden separarse, nadie que los haya tratado podrá separar nunca el verdadero talento y la generosidad extrema de esa pareja de amantes y practicantes de la gran literatura que eran, o que son, Paul y Siri, destinados a la leyenda, luego de vivir una vida con los ojos muy abiertos y sin soltarse de las manos.
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