No items found.
No items found.
No items found.
Si todos narráramos la muerte, quién relataría la vida. Aquí, el punto de partida de un periodismo no solo de lo posible, sino también de lo deseable.
Quedan pocos lugares para socializar donde no medie el dinero. Resisten aún las bibliotecas, esos búnkeres a salvo del consumismo, en los que el usuario no gasta nada, salvo horas, todas las que quiera. Por eso todo lo que se confabula en una biblioteca me parece tan extravagante, puro y hermoso.
En mayo pasado, mientras estaba reporteando, descubrí una biblioteca en una diminuta comunidad rural llamada 20 de noviembre, ubicada en medio de la selva de Calakmul, Campeche, donde encontré una historia enternecedora. En su interior, además de un centenar de libros, en un extremo está una ludoteca que se ha convertido en la guardería de la localidad; en otro, las únicas dos computadoras del pueblo con internet, que facilitan las tareas a estudiantes y en las que cualquiera puede navegar, y en medio, unos binoculares y un rotafolio montado en un caballete, con un listado de 25 especies de aves, apuntadas con letra fea y chueca.
Silvia Chan Pech, la encargada, me informó que cada semana una decena de niñas y niños de la comunidad vienen a esta biblioteca por los binoculares, se adentran en la selva, gastan la tarde en observar aves y regresan cansados, pero felices, a compartir su asombro, plasmar en el rotafolio cada especie avistada y hablar de los pajaritos y la importancia de conservar sus hábitats.
La iniciativa lleva nueve años vigente. La fundación Transformación Arte y Educación fue la que donó los binoculares, y la organización Sal a Pajarear dio capacitaciones a Silvia, quien fomenta y coordina todo desde la biblioteca. Aunque la convocatoria es abierta a todo público, son las infancias las que le han profesado devoción. Pajarear tiene algo de mágico para las niñas y los niños.
Apenas en 2022 la RAE incluyó una nueva acepción en la palabra pajarear. Antes solo significaba cazar pájaros, ahora también se refiere a observarlos en su ambiente natural. Pero es más que eso. Este rincón de la selva se ha convertido en un esfuerzo ciudadano monumental de documentación y taxonomía; una propuesta didáctica de educación ambiental; una alternativa ecoturística; una actividad que ayuda a evidenciar los impactos de la actividad humana, pues en tanto que los pájaros son bioindicadores de qué tan saludable o no es el ecosistema.
En este mundo de prisas y eternos pendientes por resolver, el pajareo es mera contemplación y disfrute, sobre todo para las infancias. Es sentarse entre la hojarasca y pelar una mandarina mientras se espera el desfile de estos corazones con alas, como llamó Ida Vitale a los pájaros. Fue Ida también quien escribió que la naturaleza no cobra peaje. Está ahí para todos (como las bibliotecas), sin importar origen ni destino, o qué tan bribón o santo seas, y se ofrece con buen ánimo, con el único requisito de tener los sentidos bien abiertos y al servicio de la contemplación como cuando éramos infancias.
Byung-Chul Han, filósofo coreano, describe a nuestra sociedad como incapaz de hacer esas pausas para fijar la atención en algo, debido a que nos gobierna el rendimiento: la exigencia de estar todo el tiempo haciendo cosas, produciendo (incluso echados), scrolleando, manteniendo vivo el algoritmo. Por eso me parece que no hay actividad más contestataria que caminar por la selva junto con infancias y mirar hacia el alto cielo para ver pasar a las tortolitas canelas o los colorines siete colores. Pajarear como ética de la contemplación que nos emancipa del régimen de la productividad, diría Han.
Además, en la selva siempre hay algo primitivo, que nos lleva a los primeros tiempos de la humanidad. Y en los orígenes estaban los relatos alrededor de la fogata, la vida en comunidad y una relación muy peculiar con la naturaleza, de utilidad para cubrir las necesidades básicas, sin violentarla. Benjamín me evoca esos momentos. Benjamín Tamay Maas es uno de los niños pajareros de la 20 de Noviembre, uno de los más entusiastas. Me dijo que lo que más le gusta son las amistades que le ha dejado el pajareo, y que se muere por atrapar a una y solo a un ave: la paloma morada, para adiestrarla como mensajera y poder así enviar cartas a estos nuevos amigos porque no tiene celular.
La falta de celulares y de red de internet en general ha provocado, en buena medida, que las niñas y los niños aún salgan de sus casas a interactuar y se asombren con la naturaleza que los rodea; que puedan pasar tres horas platicando entre ellos, pajareando, jugando y comiendo el lonche que les mandó mamá. Así, jugando, en nueve años más de 50 niñas, niños y adolescentes de la 20 de Noviembre han documentado 211 especies de aves, unas endémicas, otras migratorias y algunas en peligro de extinción —quizá son la última generación que las verá con vida—. Estos datos se suben a la plataforma digital EBird, que tiene el repositorio más completo de aves en la región.
En definitiva, las niñas y los niños de la 20 de Noviembre pueden pajarear porque aquí la guerra contra el narco no se coló y las redes comunitarias permanecen sin el acoso del crimen organizado. Y como la violencia no impera, los grandes medios de comunicación difícilmente se interesan por lo que pasa en pueblitos como este. Infinitas veces me han rechazado propuestas porque no son las grandilocuentes historias de terror y porque para los editores de redacciones nacionales o internacionales reportear la vida les parece un tema “muy local”. Si yo pude venir a caminar la 20 de Noviembre fue porque Gatopardo ha confiado en mis ojos, en mis ideas.
Así, en este recorrido, di con la biblioteca en la que supe de las niñas y los niños pajareros, y pude conocer que están enfrentando otro problema: el Tren Maya atravesará su comunidad, con la deforestación de más de mil hectáreas de selva solo para ese tramo, el séptimo, que va de Chetumal a Escárcega. Además, a menos de 10 kilómetros a la redonda se han instalado tres minas, de donde extraen y almacenan el material necesario para este megaproyecto. De esta visita resultó un documental, un capítulo de pódcast y este pequeño ensayo, que no se centra en el Tren Maya, sino en la observación de aves, en la contemplación, en la vida que persiste y en las niñas y los niños de la 20 de Noviembre.
En el último año me he dedicado a contar historias esperanzadoras de infancias y adolescencias como las de Benjamín y el resto de las niñas y los niños pajareros que desprecian este megaproyecto imposible de frenar, pese a todos los atropellos legales y ambientales sobre los que ha avanzado. He contado cómo el pequeño Fredy hace stop motion para contar leyendas en maya y así salvar esta lengua en peligro de desaparecer; cómo Gil abandonó las pandillas y siempre se negó a participar en los cárteles de la droga para mejor organizar batallas de rap; cómo Jonathan cuida a su pequeña colmena de la deforestación, los pesticidas y las quemas agropecuarias del monocultivo de caña de azúcar en la frontera con Belice; cómo las hermanas Joselin, Jade y Mía, hijas de una usuaria de metanfetaminas en rehabilitación, participan en un proyecto que consiste en salir al mar para ver ballenas, como método recreativo, de educación ambiental y de prevención de consumo de sustancias adictivas. Lo empecé a hacer porque el riesgo en las coberturas es menor, porque un día mi mamá me llamó, luego de que publicara un amplio y detallado reportaje sobre el crimen organizado en Cancún, y me dijo: “Hijo, no quiero que te desaparezcan”. Esa llamada le sumó angustia a la ansiedad, hipervigilancia y paranoia que acabó conmigo por unos meses. Cubrir violencia no es para todos en este oficio. Hay los que tienen el coraje y la alta convicción y compromiso con las víctimas. En México se hace el mejor periodismo sobre el horror y tenemos a las mejores periodistas haciéndolo. Pero yo no pude.
A veces me siento muy tonto y con culpa porque, mientras el país está en llamas y lleno de fosas clandestinas, yo estoy escuchando a Fredy contar leyendas en maya, en batallas de rap con Gil para evitar el reclutamiento forzado de estos jóvenes, probando miel de la colmena de Jonathan, sin contaminación de agroquímicos, o metido en bibliotecas para reportear lo que ahí se confabula.
Cuando otros colegas me preguntan sobre los temas que abordo me gusta explicarlo como historias sobre infancias en situaciones límite, contadas desde lo que Marcela Turati llama periodismo de lo posible; es decir, historias de niñas y niños en contextos sumamente adversos, pero que están haciendo algo por cambiar el estado de cosas en el lugar que habitan. Esto me ha obligado a cambiar la mirada: no ocultar la devastación, el terror y la violencia que existe, pero saberla colocar como contexto porque los protagonistas son las infancias y la red comunitaria que los sostiene y que nos enseñan que no todo está perdido, que la vida todavía es posible en este país. Y es que, si todos contáramos la muerte, quién contaría la vida; si todos describiéramos el horror, quién delataría esta conspiración de la esperanza en diminutas bibliotecas, a mitad de la selva.
Benjamín Tamay Maas se recuesta en el suelo de la selva después de una excursión matutina de observación de pájaros, acompañado de sus amigos.
Si todos narráramos la muerte, quién relataría la vida. Aquí, el punto de partida de un periodismo no solo de lo posible, sino también de lo deseable.
Quedan pocos lugares para socializar donde no medie el dinero. Resisten aún las bibliotecas, esos búnkeres a salvo del consumismo, en los que el usuario no gasta nada, salvo horas, todas las que quiera. Por eso todo lo que se confabula en una biblioteca me parece tan extravagante, puro y hermoso.
En mayo pasado, mientras estaba reporteando, descubrí una biblioteca en una diminuta comunidad rural llamada 20 de noviembre, ubicada en medio de la selva de Calakmul, Campeche, donde encontré una historia enternecedora. En su interior, además de un centenar de libros, en un extremo está una ludoteca que se ha convertido en la guardería de la localidad; en otro, las únicas dos computadoras del pueblo con internet, que facilitan las tareas a estudiantes y en las que cualquiera puede navegar, y en medio, unos binoculares y un rotafolio montado en un caballete, con un listado de 25 especies de aves, apuntadas con letra fea y chueca.
Silvia Chan Pech, la encargada, me informó que cada semana una decena de niñas y niños de la comunidad vienen a esta biblioteca por los binoculares, se adentran en la selva, gastan la tarde en observar aves y regresan cansados, pero felices, a compartir su asombro, plasmar en el rotafolio cada especie avistada y hablar de los pajaritos y la importancia de conservar sus hábitats.
La iniciativa lleva nueve años vigente. La fundación Transformación Arte y Educación fue la que donó los binoculares, y la organización Sal a Pajarear dio capacitaciones a Silvia, quien fomenta y coordina todo desde la biblioteca. Aunque la convocatoria es abierta a todo público, son las infancias las que le han profesado devoción. Pajarear tiene algo de mágico para las niñas y los niños.
Apenas en 2022 la RAE incluyó una nueva acepción en la palabra pajarear. Antes solo significaba cazar pájaros, ahora también se refiere a observarlos en su ambiente natural. Pero es más que eso. Este rincón de la selva se ha convertido en un esfuerzo ciudadano monumental de documentación y taxonomía; una propuesta didáctica de educación ambiental; una alternativa ecoturística; una actividad que ayuda a evidenciar los impactos de la actividad humana, pues en tanto que los pájaros son bioindicadores de qué tan saludable o no es el ecosistema.
En este mundo de prisas y eternos pendientes por resolver, el pajareo es mera contemplación y disfrute, sobre todo para las infancias. Es sentarse entre la hojarasca y pelar una mandarina mientras se espera el desfile de estos corazones con alas, como llamó Ida Vitale a los pájaros. Fue Ida también quien escribió que la naturaleza no cobra peaje. Está ahí para todos (como las bibliotecas), sin importar origen ni destino, o qué tan bribón o santo seas, y se ofrece con buen ánimo, con el único requisito de tener los sentidos bien abiertos y al servicio de la contemplación como cuando éramos infancias.
Byung-Chul Han, filósofo coreano, describe a nuestra sociedad como incapaz de hacer esas pausas para fijar la atención en algo, debido a que nos gobierna el rendimiento: la exigencia de estar todo el tiempo haciendo cosas, produciendo (incluso echados), scrolleando, manteniendo vivo el algoritmo. Por eso me parece que no hay actividad más contestataria que caminar por la selva junto con infancias y mirar hacia el alto cielo para ver pasar a las tortolitas canelas o los colorines siete colores. Pajarear como ética de la contemplación que nos emancipa del régimen de la productividad, diría Han.
Además, en la selva siempre hay algo primitivo, que nos lleva a los primeros tiempos de la humanidad. Y en los orígenes estaban los relatos alrededor de la fogata, la vida en comunidad y una relación muy peculiar con la naturaleza, de utilidad para cubrir las necesidades básicas, sin violentarla. Benjamín me evoca esos momentos. Benjamín Tamay Maas es uno de los niños pajareros de la 20 de Noviembre, uno de los más entusiastas. Me dijo que lo que más le gusta son las amistades que le ha dejado el pajareo, y que se muere por atrapar a una y solo a un ave: la paloma morada, para adiestrarla como mensajera y poder así enviar cartas a estos nuevos amigos porque no tiene celular.
La falta de celulares y de red de internet en general ha provocado, en buena medida, que las niñas y los niños aún salgan de sus casas a interactuar y se asombren con la naturaleza que los rodea; que puedan pasar tres horas platicando entre ellos, pajareando, jugando y comiendo el lonche que les mandó mamá. Así, jugando, en nueve años más de 50 niñas, niños y adolescentes de la 20 de Noviembre han documentado 211 especies de aves, unas endémicas, otras migratorias y algunas en peligro de extinción —quizá son la última generación que las verá con vida—. Estos datos se suben a la plataforma digital EBird, que tiene el repositorio más completo de aves en la región.
En definitiva, las niñas y los niños de la 20 de Noviembre pueden pajarear porque aquí la guerra contra el narco no se coló y las redes comunitarias permanecen sin el acoso del crimen organizado. Y como la violencia no impera, los grandes medios de comunicación difícilmente se interesan por lo que pasa en pueblitos como este. Infinitas veces me han rechazado propuestas porque no son las grandilocuentes historias de terror y porque para los editores de redacciones nacionales o internacionales reportear la vida les parece un tema “muy local”. Si yo pude venir a caminar la 20 de Noviembre fue porque Gatopardo ha confiado en mis ojos, en mis ideas.
Así, en este recorrido, di con la biblioteca en la que supe de las niñas y los niños pajareros, y pude conocer que están enfrentando otro problema: el Tren Maya atravesará su comunidad, con la deforestación de más de mil hectáreas de selva solo para ese tramo, el séptimo, que va de Chetumal a Escárcega. Además, a menos de 10 kilómetros a la redonda se han instalado tres minas, de donde extraen y almacenan el material necesario para este megaproyecto. De esta visita resultó un documental, un capítulo de pódcast y este pequeño ensayo, que no se centra en el Tren Maya, sino en la observación de aves, en la contemplación, en la vida que persiste y en las niñas y los niños de la 20 de Noviembre.
En el último año me he dedicado a contar historias esperanzadoras de infancias y adolescencias como las de Benjamín y el resto de las niñas y los niños pajareros que desprecian este megaproyecto imposible de frenar, pese a todos los atropellos legales y ambientales sobre los que ha avanzado. He contado cómo el pequeño Fredy hace stop motion para contar leyendas en maya y así salvar esta lengua en peligro de desaparecer; cómo Gil abandonó las pandillas y siempre se negó a participar en los cárteles de la droga para mejor organizar batallas de rap; cómo Jonathan cuida a su pequeña colmena de la deforestación, los pesticidas y las quemas agropecuarias del monocultivo de caña de azúcar en la frontera con Belice; cómo las hermanas Joselin, Jade y Mía, hijas de una usuaria de metanfetaminas en rehabilitación, participan en un proyecto que consiste en salir al mar para ver ballenas, como método recreativo, de educación ambiental y de prevención de consumo de sustancias adictivas. Lo empecé a hacer porque el riesgo en las coberturas es menor, porque un día mi mamá me llamó, luego de que publicara un amplio y detallado reportaje sobre el crimen organizado en Cancún, y me dijo: “Hijo, no quiero que te desaparezcan”. Esa llamada le sumó angustia a la ansiedad, hipervigilancia y paranoia que acabó conmigo por unos meses. Cubrir violencia no es para todos en este oficio. Hay los que tienen el coraje y la alta convicción y compromiso con las víctimas. En México se hace el mejor periodismo sobre el horror y tenemos a las mejores periodistas haciéndolo. Pero yo no pude.
A veces me siento muy tonto y con culpa porque, mientras el país está en llamas y lleno de fosas clandestinas, yo estoy escuchando a Fredy contar leyendas en maya, en batallas de rap con Gil para evitar el reclutamiento forzado de estos jóvenes, probando miel de la colmena de Jonathan, sin contaminación de agroquímicos, o metido en bibliotecas para reportear lo que ahí se confabula.
Cuando otros colegas me preguntan sobre los temas que abordo me gusta explicarlo como historias sobre infancias en situaciones límite, contadas desde lo que Marcela Turati llama periodismo de lo posible; es decir, historias de niñas y niños en contextos sumamente adversos, pero que están haciendo algo por cambiar el estado de cosas en el lugar que habitan. Esto me ha obligado a cambiar la mirada: no ocultar la devastación, el terror y la violencia que existe, pero saberla colocar como contexto porque los protagonistas son las infancias y la red comunitaria que los sostiene y que nos enseñan que no todo está perdido, que la vida todavía es posible en este país. Y es que, si todos contáramos la muerte, quién contaría la vida; si todos describiéramos el horror, quién delataría esta conspiración de la esperanza en diminutas bibliotecas, a mitad de la selva.
Si todos narráramos la muerte, quién relataría la vida. Aquí, el punto de partida de un periodismo no solo de lo posible, sino también de lo deseable.
Quedan pocos lugares para socializar donde no medie el dinero. Resisten aún las bibliotecas, esos búnkeres a salvo del consumismo, en los que el usuario no gasta nada, salvo horas, todas las que quiera. Por eso todo lo que se confabula en una biblioteca me parece tan extravagante, puro y hermoso.
En mayo pasado, mientras estaba reporteando, descubrí una biblioteca en una diminuta comunidad rural llamada 20 de noviembre, ubicada en medio de la selva de Calakmul, Campeche, donde encontré una historia enternecedora. En su interior, además de un centenar de libros, en un extremo está una ludoteca que se ha convertido en la guardería de la localidad; en otro, las únicas dos computadoras del pueblo con internet, que facilitan las tareas a estudiantes y en las que cualquiera puede navegar, y en medio, unos binoculares y un rotafolio montado en un caballete, con un listado de 25 especies de aves, apuntadas con letra fea y chueca.
Silvia Chan Pech, la encargada, me informó que cada semana una decena de niñas y niños de la comunidad vienen a esta biblioteca por los binoculares, se adentran en la selva, gastan la tarde en observar aves y regresan cansados, pero felices, a compartir su asombro, plasmar en el rotafolio cada especie avistada y hablar de los pajaritos y la importancia de conservar sus hábitats.
La iniciativa lleva nueve años vigente. La fundación Transformación Arte y Educación fue la que donó los binoculares, y la organización Sal a Pajarear dio capacitaciones a Silvia, quien fomenta y coordina todo desde la biblioteca. Aunque la convocatoria es abierta a todo público, son las infancias las que le han profesado devoción. Pajarear tiene algo de mágico para las niñas y los niños.
Apenas en 2022 la RAE incluyó una nueva acepción en la palabra pajarear. Antes solo significaba cazar pájaros, ahora también se refiere a observarlos en su ambiente natural. Pero es más que eso. Este rincón de la selva se ha convertido en un esfuerzo ciudadano monumental de documentación y taxonomía; una propuesta didáctica de educación ambiental; una alternativa ecoturística; una actividad que ayuda a evidenciar los impactos de la actividad humana, pues en tanto que los pájaros son bioindicadores de qué tan saludable o no es el ecosistema.
En este mundo de prisas y eternos pendientes por resolver, el pajareo es mera contemplación y disfrute, sobre todo para las infancias. Es sentarse entre la hojarasca y pelar una mandarina mientras se espera el desfile de estos corazones con alas, como llamó Ida Vitale a los pájaros. Fue Ida también quien escribió que la naturaleza no cobra peaje. Está ahí para todos (como las bibliotecas), sin importar origen ni destino, o qué tan bribón o santo seas, y se ofrece con buen ánimo, con el único requisito de tener los sentidos bien abiertos y al servicio de la contemplación como cuando éramos infancias.
Byung-Chul Han, filósofo coreano, describe a nuestra sociedad como incapaz de hacer esas pausas para fijar la atención en algo, debido a que nos gobierna el rendimiento: la exigencia de estar todo el tiempo haciendo cosas, produciendo (incluso echados), scrolleando, manteniendo vivo el algoritmo. Por eso me parece que no hay actividad más contestataria que caminar por la selva junto con infancias y mirar hacia el alto cielo para ver pasar a las tortolitas canelas o los colorines siete colores. Pajarear como ética de la contemplación que nos emancipa del régimen de la productividad, diría Han.
Además, en la selva siempre hay algo primitivo, que nos lleva a los primeros tiempos de la humanidad. Y en los orígenes estaban los relatos alrededor de la fogata, la vida en comunidad y una relación muy peculiar con la naturaleza, de utilidad para cubrir las necesidades básicas, sin violentarla. Benjamín me evoca esos momentos. Benjamín Tamay Maas es uno de los niños pajareros de la 20 de Noviembre, uno de los más entusiastas. Me dijo que lo que más le gusta son las amistades que le ha dejado el pajareo, y que se muere por atrapar a una y solo a un ave: la paloma morada, para adiestrarla como mensajera y poder así enviar cartas a estos nuevos amigos porque no tiene celular.
La falta de celulares y de red de internet en general ha provocado, en buena medida, que las niñas y los niños aún salgan de sus casas a interactuar y se asombren con la naturaleza que los rodea; que puedan pasar tres horas platicando entre ellos, pajareando, jugando y comiendo el lonche que les mandó mamá. Así, jugando, en nueve años más de 50 niñas, niños y adolescentes de la 20 de Noviembre han documentado 211 especies de aves, unas endémicas, otras migratorias y algunas en peligro de extinción —quizá son la última generación que las verá con vida—. Estos datos se suben a la plataforma digital EBird, que tiene el repositorio más completo de aves en la región.
En definitiva, las niñas y los niños de la 20 de Noviembre pueden pajarear porque aquí la guerra contra el narco no se coló y las redes comunitarias permanecen sin el acoso del crimen organizado. Y como la violencia no impera, los grandes medios de comunicación difícilmente se interesan por lo que pasa en pueblitos como este. Infinitas veces me han rechazado propuestas porque no son las grandilocuentes historias de terror y porque para los editores de redacciones nacionales o internacionales reportear la vida les parece un tema “muy local”. Si yo pude venir a caminar la 20 de Noviembre fue porque Gatopardo ha confiado en mis ojos, en mis ideas.
Así, en este recorrido, di con la biblioteca en la que supe de las niñas y los niños pajareros, y pude conocer que están enfrentando otro problema: el Tren Maya atravesará su comunidad, con la deforestación de más de mil hectáreas de selva solo para ese tramo, el séptimo, que va de Chetumal a Escárcega. Además, a menos de 10 kilómetros a la redonda se han instalado tres minas, de donde extraen y almacenan el material necesario para este megaproyecto. De esta visita resultó un documental, un capítulo de pódcast y este pequeño ensayo, que no se centra en el Tren Maya, sino en la observación de aves, en la contemplación, en la vida que persiste y en las niñas y los niños de la 20 de Noviembre.
En el último año me he dedicado a contar historias esperanzadoras de infancias y adolescencias como las de Benjamín y el resto de las niñas y los niños pajareros que desprecian este megaproyecto imposible de frenar, pese a todos los atropellos legales y ambientales sobre los que ha avanzado. He contado cómo el pequeño Fredy hace stop motion para contar leyendas en maya y así salvar esta lengua en peligro de desaparecer; cómo Gil abandonó las pandillas y siempre se negó a participar en los cárteles de la droga para mejor organizar batallas de rap; cómo Jonathan cuida a su pequeña colmena de la deforestación, los pesticidas y las quemas agropecuarias del monocultivo de caña de azúcar en la frontera con Belice; cómo las hermanas Joselin, Jade y Mía, hijas de una usuaria de metanfetaminas en rehabilitación, participan en un proyecto que consiste en salir al mar para ver ballenas, como método recreativo, de educación ambiental y de prevención de consumo de sustancias adictivas. Lo empecé a hacer porque el riesgo en las coberturas es menor, porque un día mi mamá me llamó, luego de que publicara un amplio y detallado reportaje sobre el crimen organizado en Cancún, y me dijo: “Hijo, no quiero que te desaparezcan”. Esa llamada le sumó angustia a la ansiedad, hipervigilancia y paranoia que acabó conmigo por unos meses. Cubrir violencia no es para todos en este oficio. Hay los que tienen el coraje y la alta convicción y compromiso con las víctimas. En México se hace el mejor periodismo sobre el horror y tenemos a las mejores periodistas haciéndolo. Pero yo no pude.
A veces me siento muy tonto y con culpa porque, mientras el país está en llamas y lleno de fosas clandestinas, yo estoy escuchando a Fredy contar leyendas en maya, en batallas de rap con Gil para evitar el reclutamiento forzado de estos jóvenes, probando miel de la colmena de Jonathan, sin contaminación de agroquímicos, o metido en bibliotecas para reportear lo que ahí se confabula.
Cuando otros colegas me preguntan sobre los temas que abordo me gusta explicarlo como historias sobre infancias en situaciones límite, contadas desde lo que Marcela Turati llama periodismo de lo posible; es decir, historias de niñas y niños en contextos sumamente adversos, pero que están haciendo algo por cambiar el estado de cosas en el lugar que habitan. Esto me ha obligado a cambiar la mirada: no ocultar la devastación, el terror y la violencia que existe, pero saberla colocar como contexto porque los protagonistas son las infancias y la red comunitaria que los sostiene y que nos enseñan que no todo está perdido, que la vida todavía es posible en este país. Y es que, si todos contáramos la muerte, quién contaría la vida; si todos describiéramos el horror, quién delataría esta conspiración de la esperanza en diminutas bibliotecas, a mitad de la selva.
Benjamín Tamay Maas se recuesta en el suelo de la selva después de una excursión matutina de observación de pájaros, acompañado de sus amigos.
Si todos narráramos la muerte, quién relataría la vida. Aquí, el punto de partida de un periodismo no solo de lo posible, sino también de lo deseable.
Quedan pocos lugares para socializar donde no medie el dinero. Resisten aún las bibliotecas, esos búnkeres a salvo del consumismo, en los que el usuario no gasta nada, salvo horas, todas las que quiera. Por eso todo lo que se confabula en una biblioteca me parece tan extravagante, puro y hermoso.
En mayo pasado, mientras estaba reporteando, descubrí una biblioteca en una diminuta comunidad rural llamada 20 de noviembre, ubicada en medio de la selva de Calakmul, Campeche, donde encontré una historia enternecedora. En su interior, además de un centenar de libros, en un extremo está una ludoteca que se ha convertido en la guardería de la localidad; en otro, las únicas dos computadoras del pueblo con internet, que facilitan las tareas a estudiantes y en las que cualquiera puede navegar, y en medio, unos binoculares y un rotafolio montado en un caballete, con un listado de 25 especies de aves, apuntadas con letra fea y chueca.
Silvia Chan Pech, la encargada, me informó que cada semana una decena de niñas y niños de la comunidad vienen a esta biblioteca por los binoculares, se adentran en la selva, gastan la tarde en observar aves y regresan cansados, pero felices, a compartir su asombro, plasmar en el rotafolio cada especie avistada y hablar de los pajaritos y la importancia de conservar sus hábitats.
La iniciativa lleva nueve años vigente. La fundación Transformación Arte y Educación fue la que donó los binoculares, y la organización Sal a Pajarear dio capacitaciones a Silvia, quien fomenta y coordina todo desde la biblioteca. Aunque la convocatoria es abierta a todo público, son las infancias las que le han profesado devoción. Pajarear tiene algo de mágico para las niñas y los niños.
Apenas en 2022 la RAE incluyó una nueva acepción en la palabra pajarear. Antes solo significaba cazar pájaros, ahora también se refiere a observarlos en su ambiente natural. Pero es más que eso. Este rincón de la selva se ha convertido en un esfuerzo ciudadano monumental de documentación y taxonomía; una propuesta didáctica de educación ambiental; una alternativa ecoturística; una actividad que ayuda a evidenciar los impactos de la actividad humana, pues en tanto que los pájaros son bioindicadores de qué tan saludable o no es el ecosistema.
En este mundo de prisas y eternos pendientes por resolver, el pajareo es mera contemplación y disfrute, sobre todo para las infancias. Es sentarse entre la hojarasca y pelar una mandarina mientras se espera el desfile de estos corazones con alas, como llamó Ida Vitale a los pájaros. Fue Ida también quien escribió que la naturaleza no cobra peaje. Está ahí para todos (como las bibliotecas), sin importar origen ni destino, o qué tan bribón o santo seas, y se ofrece con buen ánimo, con el único requisito de tener los sentidos bien abiertos y al servicio de la contemplación como cuando éramos infancias.
Byung-Chul Han, filósofo coreano, describe a nuestra sociedad como incapaz de hacer esas pausas para fijar la atención en algo, debido a que nos gobierna el rendimiento: la exigencia de estar todo el tiempo haciendo cosas, produciendo (incluso echados), scrolleando, manteniendo vivo el algoritmo. Por eso me parece que no hay actividad más contestataria que caminar por la selva junto con infancias y mirar hacia el alto cielo para ver pasar a las tortolitas canelas o los colorines siete colores. Pajarear como ética de la contemplación que nos emancipa del régimen de la productividad, diría Han.
Además, en la selva siempre hay algo primitivo, que nos lleva a los primeros tiempos de la humanidad. Y en los orígenes estaban los relatos alrededor de la fogata, la vida en comunidad y una relación muy peculiar con la naturaleza, de utilidad para cubrir las necesidades básicas, sin violentarla. Benjamín me evoca esos momentos. Benjamín Tamay Maas es uno de los niños pajareros de la 20 de Noviembre, uno de los más entusiastas. Me dijo que lo que más le gusta son las amistades que le ha dejado el pajareo, y que se muere por atrapar a una y solo a un ave: la paloma morada, para adiestrarla como mensajera y poder así enviar cartas a estos nuevos amigos porque no tiene celular.
La falta de celulares y de red de internet en general ha provocado, en buena medida, que las niñas y los niños aún salgan de sus casas a interactuar y se asombren con la naturaleza que los rodea; que puedan pasar tres horas platicando entre ellos, pajareando, jugando y comiendo el lonche que les mandó mamá. Así, jugando, en nueve años más de 50 niñas, niños y adolescentes de la 20 de Noviembre han documentado 211 especies de aves, unas endémicas, otras migratorias y algunas en peligro de extinción —quizá son la última generación que las verá con vida—. Estos datos se suben a la plataforma digital EBird, que tiene el repositorio más completo de aves en la región.
En definitiva, las niñas y los niños de la 20 de Noviembre pueden pajarear porque aquí la guerra contra el narco no se coló y las redes comunitarias permanecen sin el acoso del crimen organizado. Y como la violencia no impera, los grandes medios de comunicación difícilmente se interesan por lo que pasa en pueblitos como este. Infinitas veces me han rechazado propuestas porque no son las grandilocuentes historias de terror y porque para los editores de redacciones nacionales o internacionales reportear la vida les parece un tema “muy local”. Si yo pude venir a caminar la 20 de Noviembre fue porque Gatopardo ha confiado en mis ojos, en mis ideas.
Así, en este recorrido, di con la biblioteca en la que supe de las niñas y los niños pajareros, y pude conocer que están enfrentando otro problema: el Tren Maya atravesará su comunidad, con la deforestación de más de mil hectáreas de selva solo para ese tramo, el séptimo, que va de Chetumal a Escárcega. Además, a menos de 10 kilómetros a la redonda se han instalado tres minas, de donde extraen y almacenan el material necesario para este megaproyecto. De esta visita resultó un documental, un capítulo de pódcast y este pequeño ensayo, que no se centra en el Tren Maya, sino en la observación de aves, en la contemplación, en la vida que persiste y en las niñas y los niños de la 20 de Noviembre.
En el último año me he dedicado a contar historias esperanzadoras de infancias y adolescencias como las de Benjamín y el resto de las niñas y los niños pajareros que desprecian este megaproyecto imposible de frenar, pese a todos los atropellos legales y ambientales sobre los que ha avanzado. He contado cómo el pequeño Fredy hace stop motion para contar leyendas en maya y así salvar esta lengua en peligro de desaparecer; cómo Gil abandonó las pandillas y siempre se negó a participar en los cárteles de la droga para mejor organizar batallas de rap; cómo Jonathan cuida a su pequeña colmena de la deforestación, los pesticidas y las quemas agropecuarias del monocultivo de caña de azúcar en la frontera con Belice; cómo las hermanas Joselin, Jade y Mía, hijas de una usuaria de metanfetaminas en rehabilitación, participan en un proyecto que consiste en salir al mar para ver ballenas, como método recreativo, de educación ambiental y de prevención de consumo de sustancias adictivas. Lo empecé a hacer porque el riesgo en las coberturas es menor, porque un día mi mamá me llamó, luego de que publicara un amplio y detallado reportaje sobre el crimen organizado en Cancún, y me dijo: “Hijo, no quiero que te desaparezcan”. Esa llamada le sumó angustia a la ansiedad, hipervigilancia y paranoia que acabó conmigo por unos meses. Cubrir violencia no es para todos en este oficio. Hay los que tienen el coraje y la alta convicción y compromiso con las víctimas. En México se hace el mejor periodismo sobre el horror y tenemos a las mejores periodistas haciéndolo. Pero yo no pude.
A veces me siento muy tonto y con culpa porque, mientras el país está en llamas y lleno de fosas clandestinas, yo estoy escuchando a Fredy contar leyendas en maya, en batallas de rap con Gil para evitar el reclutamiento forzado de estos jóvenes, probando miel de la colmena de Jonathan, sin contaminación de agroquímicos, o metido en bibliotecas para reportear lo que ahí se confabula.
Cuando otros colegas me preguntan sobre los temas que abordo me gusta explicarlo como historias sobre infancias en situaciones límite, contadas desde lo que Marcela Turati llama periodismo de lo posible; es decir, historias de niñas y niños en contextos sumamente adversos, pero que están haciendo algo por cambiar el estado de cosas en el lugar que habitan. Esto me ha obligado a cambiar la mirada: no ocultar la devastación, el terror y la violencia que existe, pero saberla colocar como contexto porque los protagonistas son las infancias y la red comunitaria que los sostiene y que nos enseñan que no todo está perdido, que la vida todavía es posible en este país. Y es que, si todos contáramos la muerte, quién contaría la vida; si todos describiéramos el horror, quién delataría esta conspiración de la esperanza en diminutas bibliotecas, a mitad de la selva.
Si todos narráramos la muerte, quién relataría la vida. Aquí, el punto de partida de un periodismo no solo de lo posible, sino también de lo deseable.
Quedan pocos lugares para socializar donde no medie el dinero. Resisten aún las bibliotecas, esos búnkeres a salvo del consumismo, en los que el usuario no gasta nada, salvo horas, todas las que quiera. Por eso todo lo que se confabula en una biblioteca me parece tan extravagante, puro y hermoso.
En mayo pasado, mientras estaba reporteando, descubrí una biblioteca en una diminuta comunidad rural llamada 20 de noviembre, ubicada en medio de la selva de Calakmul, Campeche, donde encontré una historia enternecedora. En su interior, además de un centenar de libros, en un extremo está una ludoteca que se ha convertido en la guardería de la localidad; en otro, las únicas dos computadoras del pueblo con internet, que facilitan las tareas a estudiantes y en las que cualquiera puede navegar, y en medio, unos binoculares y un rotafolio montado en un caballete, con un listado de 25 especies de aves, apuntadas con letra fea y chueca.
Silvia Chan Pech, la encargada, me informó que cada semana una decena de niñas y niños de la comunidad vienen a esta biblioteca por los binoculares, se adentran en la selva, gastan la tarde en observar aves y regresan cansados, pero felices, a compartir su asombro, plasmar en el rotafolio cada especie avistada y hablar de los pajaritos y la importancia de conservar sus hábitats.
La iniciativa lleva nueve años vigente. La fundación Transformación Arte y Educación fue la que donó los binoculares, y la organización Sal a Pajarear dio capacitaciones a Silvia, quien fomenta y coordina todo desde la biblioteca. Aunque la convocatoria es abierta a todo público, son las infancias las que le han profesado devoción. Pajarear tiene algo de mágico para las niñas y los niños.
Apenas en 2022 la RAE incluyó una nueva acepción en la palabra pajarear. Antes solo significaba cazar pájaros, ahora también se refiere a observarlos en su ambiente natural. Pero es más que eso. Este rincón de la selva se ha convertido en un esfuerzo ciudadano monumental de documentación y taxonomía; una propuesta didáctica de educación ambiental; una alternativa ecoturística; una actividad que ayuda a evidenciar los impactos de la actividad humana, pues en tanto que los pájaros son bioindicadores de qué tan saludable o no es el ecosistema.
En este mundo de prisas y eternos pendientes por resolver, el pajareo es mera contemplación y disfrute, sobre todo para las infancias. Es sentarse entre la hojarasca y pelar una mandarina mientras se espera el desfile de estos corazones con alas, como llamó Ida Vitale a los pájaros. Fue Ida también quien escribió que la naturaleza no cobra peaje. Está ahí para todos (como las bibliotecas), sin importar origen ni destino, o qué tan bribón o santo seas, y se ofrece con buen ánimo, con el único requisito de tener los sentidos bien abiertos y al servicio de la contemplación como cuando éramos infancias.
Byung-Chul Han, filósofo coreano, describe a nuestra sociedad como incapaz de hacer esas pausas para fijar la atención en algo, debido a que nos gobierna el rendimiento: la exigencia de estar todo el tiempo haciendo cosas, produciendo (incluso echados), scrolleando, manteniendo vivo el algoritmo. Por eso me parece que no hay actividad más contestataria que caminar por la selva junto con infancias y mirar hacia el alto cielo para ver pasar a las tortolitas canelas o los colorines siete colores. Pajarear como ética de la contemplación que nos emancipa del régimen de la productividad, diría Han.
Además, en la selva siempre hay algo primitivo, que nos lleva a los primeros tiempos de la humanidad. Y en los orígenes estaban los relatos alrededor de la fogata, la vida en comunidad y una relación muy peculiar con la naturaleza, de utilidad para cubrir las necesidades básicas, sin violentarla. Benjamín me evoca esos momentos. Benjamín Tamay Maas es uno de los niños pajareros de la 20 de Noviembre, uno de los más entusiastas. Me dijo que lo que más le gusta son las amistades que le ha dejado el pajareo, y que se muere por atrapar a una y solo a un ave: la paloma morada, para adiestrarla como mensajera y poder así enviar cartas a estos nuevos amigos porque no tiene celular.
La falta de celulares y de red de internet en general ha provocado, en buena medida, que las niñas y los niños aún salgan de sus casas a interactuar y se asombren con la naturaleza que los rodea; que puedan pasar tres horas platicando entre ellos, pajareando, jugando y comiendo el lonche que les mandó mamá. Así, jugando, en nueve años más de 50 niñas, niños y adolescentes de la 20 de Noviembre han documentado 211 especies de aves, unas endémicas, otras migratorias y algunas en peligro de extinción —quizá son la última generación que las verá con vida—. Estos datos se suben a la plataforma digital EBird, que tiene el repositorio más completo de aves en la región.
En definitiva, las niñas y los niños de la 20 de Noviembre pueden pajarear porque aquí la guerra contra el narco no se coló y las redes comunitarias permanecen sin el acoso del crimen organizado. Y como la violencia no impera, los grandes medios de comunicación difícilmente se interesan por lo que pasa en pueblitos como este. Infinitas veces me han rechazado propuestas porque no son las grandilocuentes historias de terror y porque para los editores de redacciones nacionales o internacionales reportear la vida les parece un tema “muy local”. Si yo pude venir a caminar la 20 de Noviembre fue porque Gatopardo ha confiado en mis ojos, en mis ideas.
Así, en este recorrido, di con la biblioteca en la que supe de las niñas y los niños pajareros, y pude conocer que están enfrentando otro problema: el Tren Maya atravesará su comunidad, con la deforestación de más de mil hectáreas de selva solo para ese tramo, el séptimo, que va de Chetumal a Escárcega. Además, a menos de 10 kilómetros a la redonda se han instalado tres minas, de donde extraen y almacenan el material necesario para este megaproyecto. De esta visita resultó un documental, un capítulo de pódcast y este pequeño ensayo, que no se centra en el Tren Maya, sino en la observación de aves, en la contemplación, en la vida que persiste y en las niñas y los niños de la 20 de Noviembre.
En el último año me he dedicado a contar historias esperanzadoras de infancias y adolescencias como las de Benjamín y el resto de las niñas y los niños pajareros que desprecian este megaproyecto imposible de frenar, pese a todos los atropellos legales y ambientales sobre los que ha avanzado. He contado cómo el pequeño Fredy hace stop motion para contar leyendas en maya y así salvar esta lengua en peligro de desaparecer; cómo Gil abandonó las pandillas y siempre se negó a participar en los cárteles de la droga para mejor organizar batallas de rap; cómo Jonathan cuida a su pequeña colmena de la deforestación, los pesticidas y las quemas agropecuarias del monocultivo de caña de azúcar en la frontera con Belice; cómo las hermanas Joselin, Jade y Mía, hijas de una usuaria de metanfetaminas en rehabilitación, participan en un proyecto que consiste en salir al mar para ver ballenas, como método recreativo, de educación ambiental y de prevención de consumo de sustancias adictivas. Lo empecé a hacer porque el riesgo en las coberturas es menor, porque un día mi mamá me llamó, luego de que publicara un amplio y detallado reportaje sobre el crimen organizado en Cancún, y me dijo: “Hijo, no quiero que te desaparezcan”. Esa llamada le sumó angustia a la ansiedad, hipervigilancia y paranoia que acabó conmigo por unos meses. Cubrir violencia no es para todos en este oficio. Hay los que tienen el coraje y la alta convicción y compromiso con las víctimas. En México se hace el mejor periodismo sobre el horror y tenemos a las mejores periodistas haciéndolo. Pero yo no pude.
A veces me siento muy tonto y con culpa porque, mientras el país está en llamas y lleno de fosas clandestinas, yo estoy escuchando a Fredy contar leyendas en maya, en batallas de rap con Gil para evitar el reclutamiento forzado de estos jóvenes, probando miel de la colmena de Jonathan, sin contaminación de agroquímicos, o metido en bibliotecas para reportear lo que ahí se confabula.
Cuando otros colegas me preguntan sobre los temas que abordo me gusta explicarlo como historias sobre infancias en situaciones límite, contadas desde lo que Marcela Turati llama periodismo de lo posible; es decir, historias de niñas y niños en contextos sumamente adversos, pero que están haciendo algo por cambiar el estado de cosas en el lugar que habitan. Esto me ha obligado a cambiar la mirada: no ocultar la devastación, el terror y la violencia que existe, pero saberla colocar como contexto porque los protagonistas son las infancias y la red comunitaria que los sostiene y que nos enseñan que no todo está perdido, que la vida todavía es posible en este país. Y es que, si todos contáramos la muerte, quién contaría la vida; si todos describiéramos el horror, quién delataría esta conspiración de la esperanza en diminutas bibliotecas, a mitad de la selva.
Benjamín Tamay Maas se recuesta en el suelo de la selva después de una excursión matutina de observación de pájaros, acompañado de sus amigos.
Quedan pocos lugares para socializar donde no medie el dinero. Resisten aún las bibliotecas, esos búnkeres a salvo del consumismo, en los que el usuario no gasta nada, salvo horas, todas las que quiera. Por eso todo lo que se confabula en una biblioteca me parece tan extravagante, puro y hermoso.
En mayo pasado, mientras estaba reporteando, descubrí una biblioteca en una diminuta comunidad rural llamada 20 de noviembre, ubicada en medio de la selva de Calakmul, Campeche, donde encontré una historia enternecedora. En su interior, además de un centenar de libros, en un extremo está una ludoteca que se ha convertido en la guardería de la localidad; en otro, las únicas dos computadoras del pueblo con internet, que facilitan las tareas a estudiantes y en las que cualquiera puede navegar, y en medio, unos binoculares y un rotafolio montado en un caballete, con un listado de 25 especies de aves, apuntadas con letra fea y chueca.
Silvia Chan Pech, la encargada, me informó que cada semana una decena de niñas y niños de la comunidad vienen a esta biblioteca por los binoculares, se adentran en la selva, gastan la tarde en observar aves y regresan cansados, pero felices, a compartir su asombro, plasmar en el rotafolio cada especie avistada y hablar de los pajaritos y la importancia de conservar sus hábitats.
La iniciativa lleva nueve años vigente. La fundación Transformación Arte y Educación fue la que donó los binoculares, y la organización Sal a Pajarear dio capacitaciones a Silvia, quien fomenta y coordina todo desde la biblioteca. Aunque la convocatoria es abierta a todo público, son las infancias las que le han profesado devoción. Pajarear tiene algo de mágico para las niñas y los niños.
Apenas en 2022 la RAE incluyó una nueva acepción en la palabra pajarear. Antes solo significaba cazar pájaros, ahora también se refiere a observarlos en su ambiente natural. Pero es más que eso. Este rincón de la selva se ha convertido en un esfuerzo ciudadano monumental de documentación y taxonomía; una propuesta didáctica de educación ambiental; una alternativa ecoturística; una actividad que ayuda a evidenciar los impactos de la actividad humana, pues en tanto que los pájaros son bioindicadores de qué tan saludable o no es el ecosistema.
En este mundo de prisas y eternos pendientes por resolver, el pajareo es mera contemplación y disfrute, sobre todo para las infancias. Es sentarse entre la hojarasca y pelar una mandarina mientras se espera el desfile de estos corazones con alas, como llamó Ida Vitale a los pájaros. Fue Ida también quien escribió que la naturaleza no cobra peaje. Está ahí para todos (como las bibliotecas), sin importar origen ni destino, o qué tan bribón o santo seas, y se ofrece con buen ánimo, con el único requisito de tener los sentidos bien abiertos y al servicio de la contemplación como cuando éramos infancias.
Byung-Chul Han, filósofo coreano, describe a nuestra sociedad como incapaz de hacer esas pausas para fijar la atención en algo, debido a que nos gobierna el rendimiento: la exigencia de estar todo el tiempo haciendo cosas, produciendo (incluso echados), scrolleando, manteniendo vivo el algoritmo. Por eso me parece que no hay actividad más contestataria que caminar por la selva junto con infancias y mirar hacia el alto cielo para ver pasar a las tortolitas canelas o los colorines siete colores. Pajarear como ética de la contemplación que nos emancipa del régimen de la productividad, diría Han.
Además, en la selva siempre hay algo primitivo, que nos lleva a los primeros tiempos de la humanidad. Y en los orígenes estaban los relatos alrededor de la fogata, la vida en comunidad y una relación muy peculiar con la naturaleza, de utilidad para cubrir las necesidades básicas, sin violentarla. Benjamín me evoca esos momentos. Benjamín Tamay Maas es uno de los niños pajareros de la 20 de Noviembre, uno de los más entusiastas. Me dijo que lo que más le gusta son las amistades que le ha dejado el pajareo, y que se muere por atrapar a una y solo a un ave: la paloma morada, para adiestrarla como mensajera y poder así enviar cartas a estos nuevos amigos porque no tiene celular.
La falta de celulares y de red de internet en general ha provocado, en buena medida, que las niñas y los niños aún salgan de sus casas a interactuar y se asombren con la naturaleza que los rodea; que puedan pasar tres horas platicando entre ellos, pajareando, jugando y comiendo el lonche que les mandó mamá. Así, jugando, en nueve años más de 50 niñas, niños y adolescentes de la 20 de Noviembre han documentado 211 especies de aves, unas endémicas, otras migratorias y algunas en peligro de extinción —quizá son la última generación que las verá con vida—. Estos datos se suben a la plataforma digital EBird, que tiene el repositorio más completo de aves en la región.
En definitiva, las niñas y los niños de la 20 de Noviembre pueden pajarear porque aquí la guerra contra el narco no se coló y las redes comunitarias permanecen sin el acoso del crimen organizado. Y como la violencia no impera, los grandes medios de comunicación difícilmente se interesan por lo que pasa en pueblitos como este. Infinitas veces me han rechazado propuestas porque no son las grandilocuentes historias de terror y porque para los editores de redacciones nacionales o internacionales reportear la vida les parece un tema “muy local”. Si yo pude venir a caminar la 20 de Noviembre fue porque Gatopardo ha confiado en mis ojos, en mis ideas.
Así, en este recorrido, di con la biblioteca en la que supe de las niñas y los niños pajareros, y pude conocer que están enfrentando otro problema: el Tren Maya atravesará su comunidad, con la deforestación de más de mil hectáreas de selva solo para ese tramo, el séptimo, que va de Chetumal a Escárcega. Además, a menos de 10 kilómetros a la redonda se han instalado tres minas, de donde extraen y almacenan el material necesario para este megaproyecto. De esta visita resultó un documental, un capítulo de pódcast y este pequeño ensayo, que no se centra en el Tren Maya, sino en la observación de aves, en la contemplación, en la vida que persiste y en las niñas y los niños de la 20 de Noviembre.
En el último año me he dedicado a contar historias esperanzadoras de infancias y adolescencias como las de Benjamín y el resto de las niñas y los niños pajareros que desprecian este megaproyecto imposible de frenar, pese a todos los atropellos legales y ambientales sobre los que ha avanzado. He contado cómo el pequeño Fredy hace stop motion para contar leyendas en maya y así salvar esta lengua en peligro de desaparecer; cómo Gil abandonó las pandillas y siempre se negó a participar en los cárteles de la droga para mejor organizar batallas de rap; cómo Jonathan cuida a su pequeña colmena de la deforestación, los pesticidas y las quemas agropecuarias del monocultivo de caña de azúcar en la frontera con Belice; cómo las hermanas Joselin, Jade y Mía, hijas de una usuaria de metanfetaminas en rehabilitación, participan en un proyecto que consiste en salir al mar para ver ballenas, como método recreativo, de educación ambiental y de prevención de consumo de sustancias adictivas. Lo empecé a hacer porque el riesgo en las coberturas es menor, porque un día mi mamá me llamó, luego de que publicara un amplio y detallado reportaje sobre el crimen organizado en Cancún, y me dijo: “Hijo, no quiero que te desaparezcan”. Esa llamada le sumó angustia a la ansiedad, hipervigilancia y paranoia que acabó conmigo por unos meses. Cubrir violencia no es para todos en este oficio. Hay los que tienen el coraje y la alta convicción y compromiso con las víctimas. En México se hace el mejor periodismo sobre el horror y tenemos a las mejores periodistas haciéndolo. Pero yo no pude.
A veces me siento muy tonto y con culpa porque, mientras el país está en llamas y lleno de fosas clandestinas, yo estoy escuchando a Fredy contar leyendas en maya, en batallas de rap con Gil para evitar el reclutamiento forzado de estos jóvenes, probando miel de la colmena de Jonathan, sin contaminación de agroquímicos, o metido en bibliotecas para reportear lo que ahí se confabula.
Cuando otros colegas me preguntan sobre los temas que abordo me gusta explicarlo como historias sobre infancias en situaciones límite, contadas desde lo que Marcela Turati llama periodismo de lo posible; es decir, historias de niñas y niños en contextos sumamente adversos, pero que están haciendo algo por cambiar el estado de cosas en el lugar que habitan. Esto me ha obligado a cambiar la mirada: no ocultar la devastación, el terror y la violencia que existe, pero saberla colocar como contexto porque los protagonistas son las infancias y la red comunitaria que los sostiene y que nos enseñan que no todo está perdido, que la vida todavía es posible en este país. Y es que, si todos contáramos la muerte, quién contaría la vida; si todos describiéramos el horror, quién delataría esta conspiración de la esperanza en diminutas bibliotecas, a mitad de la selva.
No items found.