Admirar las aves de Yucatán: otro tipo de ecoturismo

Salir a pajarear en Yucatán: una forma de conservar la biodiversidad

De todas las especies de aves que viven en México, la mitad se concentra en la península yucateca. Ahí su avistamiento empieza a convertirse en una buena opción de turismo ecológico. Este tipo de paseos, porque dependen del monitoreo de las aves, reducen la cacería y el comercio ilegal de especies. Esta crónica no solamente expone el estado de la cuestión —cómo empezó, cómo se ha desarrollado, qué retos y riesgos enfrenta—, también es nuestra mejor manera de persuadirlos de participar en el avistamiento de aves. “Quizá”, como escribe la autora, “todo pueda empezar viendo pajaritos”.

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“Ahí hay un carpintero yucateco, en esa madera seca. Está del lado izquierdo, exactamente ahí. Ese es el carpintero endémico de Yucatán. Tiene un poco de amarillo, pareciera como que comió mango y no se limpió”, dice el guía naturalista de origen maya, Ismael Arellano, a pocos minutos de entrar al barullo selvático. Los binoculares aún duermen en la cajuela pues faltan unos metros para llegar a Catbej (“camino atravesado”), pero las aves marcan aquí el inicio del recorrido: ese carpintero es el tercer pájaro que se muestra antes de que entremos al verdadero popurrí sonoro.

Cuando el placer de observar aves silvestres viviendo libremente lleva a una persona a pagar por transporte, acceso o guía, empieza el aviturismo. Ismael, quien vive de eso, se cerciora de que todos vean la silueta y suelta la identidad del ave en español o en inglés, sumando el nombre científico o el maya. Este último es onomatopéyico, una palabra injusta para las brevedades que expresa: el sutsui y el toh cantan su nombre en maya.

La selva donde se asoma el carpintero de manchita amarilla es vecina de Valladollid, en Yucatán, una urbe a mitad de camino entre Mérida y Cancún. Queda cerca de Chichén Itzá, por lo que su población conoce el paseo turístico de masas, ese que congrega a miles en hot spots y ofrece all-inclusives. Al inicio de la pandemia, cuando el 75 % de los destinos en el mundo cerraron fronteras, joyas turísticas como esta, Catbej, se quedaron vacías, sin visitantes, y muy pronto partieron decenas de autobuses con extrabajadores que servían a los turistas. Pero la retirada de los viajeros no incluyó sus toneladas de basura ni las aguas residuales, que suben de 120 a 500 litros por día cuando una persona está fuera de casa, vacacionando. En otros estudios tampoco pinta mejor el turismo de “sol y playa”: uno, hecho por la Organización Mundial del Turismo y el Foro Internacional de Transporte, hace evidente que si no cambia este escenario de “ambición actual, para 2030 las emisiones de CO2 del turismo, correspondientes al transporte, aumentarán un 25 % con respecto a los niveles de 2016”, lo que será el 5.3 % de todas las emisiones antropogénicas.

Esa cifra podría empeorar ante el “turismo de venganza”, cuyo nombre da para película de acción o apocalíptica, porque expresa el repunte voraz de los viajes luego de que se levantaran las restricciones por la pandemia. Con su posibilidad de desborde, el turismo de venganza ya es una realidad en Venecia, Tulum y otras ciudades con flujo de cruceros, y está causando problemas de capacidad de carga y de sostenibilidad ambiental. Lo que debemos tener en mente es esto: aunque nosotros salimos a descansar, nuestras exigencias de turistas movilizan todo: transporte, seguridad, energía, gobiernos, servicios de alimentación y de limpieza. Así, el turismo es una actividad económica y una tan pujante que se le llama “industria”. Antes se decía que era una industria “sin chimeneas”, pues se suponía que no contaminaba, pero hoy no puede defenderse como tal. Incluso en lo social genera conflictos. “Tiene intrínsecamente una relación de poder: entre el poder adquisitivo de quien visita y el de las poblaciones locales que reciben, que en muchos casos son comunidades marginadas”, señala el investigador Tlacaelel Rivera Núñez, especializado en ecología humana.

El turismo comunitario —que incluye el avistamiento de aves— responde a los enormes problemas que causa el turismo convencional con medios de vida más sostenibles para las poblaciones locales y, cuando logra que en sus servicios no interfieran agencias de viajes, los ingresos llegan directo a sus habitantes.

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Hemos llegado a Catbej y saco lo que necesito de la cajuela. Graduar los binoculares significa acercarse a otro mundo. A la escritora Ida Vitale las aves se le hicieron poesía; a Terry Tempest Williams, una novela y la vida misma, según se ve cuando declara que los pájaros son su compás y que la ubicación de las especies la orientan en el mundo; en la escritura de ambas, estos animales nos hacen pensar en geografía, voz y memoria. En la ecología, las aves son bioindicadores de la salud de los ecosistemas: sus rutinas se guían por el ambiente, de ahí que las perturbaciones al mismo se vean en cambios de anidación o en el número de poblaciones.

Cotinga azuleja. Fotografía de Hector Bottai.

Si preguntas por aves en Yucatán, todos los caminos te llevan a Barbara MacKinnon. En 1974 tomó cursos por correspondencia sobre la biología de las aves y eso la llevó a dirigir tours entre 1976 y 1978 de la National Audubon Society, una organización dedicada a la conservación de las aves y sus hábitats que tiene centros en todo Estados Unidos. El caso de Barbara es similar al de otros observadores: más que un título en biología, se hizo referente en el campo por salir al encuentro con las aves día tras día.

El sur mexicano fue su laboratorio. Visitó frecuentemente Isla Cancún en una época en la que no se caracterizaba por el éxito turístico y el fracaso ambiental. Su camino fue compartir lo que había aprendido y las cooperativas ecoturísticas fueron sus estudiantes. En ese entonces, además de los binoculares, Barbara cargaba con dos libros enormes: la guía de Steve N. G Howell y Sophie Webb, y la guía de Norteamérica, ambas en inglés; la primera no tiene dibujos de las aves migratorias, que son la mitad de las que hay en la península de Yucatán. Barbara siempre soñó con una guía completa de la región. Al final fue ella quien la hizo, gracias a Claudia Madrazo, fundadora de La Vaca Independiente, quien le propuso el programa “Sal a pajarear” y contagió este nombre al libro de Barbara.

“Sal a pajarear” muestra a los niños la importancia de proteger estos animales. Las actividades del programa ocurren en comunidades con menos de dos mil personas; “son muy rurales, por lo que pueden salir de sus casas y empezar a ver aves en la vegetación del pueblo”, cuenta con emoción Barbara. A cada grupo de doce niños lo acompaña un adulto voluntario, pero cuando salen, todo el pueblo termina sumándose: los vecinos y familiares de los niños los ven caminando, viendo pájaros, con el libro Sal a pajarear en las manos; su actividad causa curiosidad entre los adultos y la experiencia se expande. Los voluntarios también proponen actividades de cuidado ambiental, como la limpieza de playas. Muchos son profesores de primaria y por eso festejan que esto mejore el desempeño escolar de los participantes.

Cuando contactaron a Barbara, el programa abarcaba diez comunidades de Jalisco y su deseo era llevarlo a Yucatán, donde hoy tienen veintiséis grupos. Barbara admira el mayor cambio que la observación de aves ha tenido en los niños: antes usaban resorteras para matarlas pero, después de involucrarse en “Sal a pajarear”, dejaron de hacerlo.

Una opción que alza el vuelo
Un artículo de Çağan H. Şekercioğlu, un ecologista y conservacionista graduado de Harvard y Stanford, publicado en Environmental Conservation, menciona que, entre todos los tipos de ecoturismo, la observación de aves tiene el mayor potencial de contribuir a las comunidades, educar a los lugareños sobre el valor de la biodiversidad y crear incentivos para la preservación de las áreas naturales. El Atlas de turismo alternativo en la península de Yucatán suma a las buenas noticias que las actividades de monitoreo, necesarias para esta actividad, desalientan la caza y la pesca furtivas. De ahí que la Organización Mundial de Turismo pida a los gobiernos y a las empresas reconocer el papel que puede tener el turismo para la conservación y la lucha contra el comercio ilegal de vida silvestre. Además, se ha dicho que el aviturismo puede mitigar el impacto de los flujos de turistas, dispersando a los visitantes en zonas distintas a las saturadas.

Sobre lo económico, el reporte “Riqueza alada: el crecimiento del aviturismo en México” dice que en 2019 hubo 1,183,095 avituristas y que dejaron una derrama de 329 millones de dólares; también, que ría Celestún y ría Lagartos, en Yucatán, son los sitios más visitados por los avituristas en México (representan el 48 % del total nacional). Sin embargo, vale la pena advertir que el aviturismo en el sur del país ocurre a nivel peninsular: es incorrecto verlo de forma fragmentada, por estados, porque se trata una región de cultura y biomasa, esta última, por cierto, de reciente creación, pues las selvas emergieron de las secuelas del meteorito que impactó en Chicxulub al final del Cretácico.

La Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio) también alienta el aviturismo y destaca que México tiene 1,120 especies de aves y que, de 192 países, ocupa el 15º lugar en cantidad de especies. Tan solo en la península de Yucatán habitan la mitad de ellas, por ejemplo, una de las más grandes de América: el jabirú, que llega a medir tres metros con las alas abiertas, es de plumaje blanco y trae un insignia roja en el cuello, no emite sonidos, pero se comunica con lenguaje corporal, como cuando golpea su pico negro contra la madera. El documento “Riqueza alada: el crecimiento del aviturismo en México” también quiere que esta actividad levante el vuelo; destaca que hay 118 especies endémicas mexicanas, esas que solo se pueden ver en zonas específicas y provocan el flujo de observadores. De hecho, diez estados tienen tantas especies endémicas que son parte de las veinticinco zonas del mundo más destacadas en ello.

Admirar aves en la península de Yucatán: el nuevo ecoturismo

Jabiru mycteria. Fotografía de David Schenfeld / flickr. Original https://flic.kr/p/auELoL

Lo “eco” del aviturismo
Este tipo de paseos tienen una gestión más ecológica. El especialista Tlacaelel Rivera Núñez explica que, en principio, es así por cuestiones de escala: “El turismo de baja intensidad, con todos sus apellidos —de naturaleza, de aventura, ecoturismo, comunitario y aviturismo—, busca patrones de visita acordes a la capacidad ecológica que tienen los sistemas para soportar las actividades humanas”. También sucede que la organización y los medios de producción están bajo el control de las comunidades locales, que generalmente han convivido desde hace mucho tiempo con recursos que ahora se valoran y aprovechan turísticamente. “En muchos casos, de estos recursos dependieron las generaciones para vivir. No de manera unívoca ni existencialista, pero sí suelen generar relaciones más íntimas con la naturaleza, que en muchas ocasiones se traducen en practicas de conservación favorables”. Lo que dice el ecólogo coincide con un análisis publicado en la revista Land Degradation & Development, que asocia la presencia de poblaciones indígenas, la dependencia de la selva, el empleo fuera de la finca y la propiedad común con la conservación (por el contrario, los factores que impulsan la deforestación de la selva son el crecimiento de la población, la pobreza y la producción agrícola y ganadera, así como la población inmigrante y la propiedad privada).

Así volvemos al caso de Ismael, quien pasó de la observación al aviturismo. Antes había emprendido otros proyectos, por ejemplo, dio tours en su moto por los centros turísticos más visitados. Pero cuando era estudiante de la Universidad de Oriente, en Yucatán, planteó su primer ejercicio de turismo comunitario y su perspectiva cambió. En algún momento fue parte de “Sal a pajarear”. Hoy se dedica en un 70 % al aviturismo y Tripadvisor lo destaca como el mejor para hacer actividades al aire libre en Valladolid. Al igual que con Barbara, cuando preguntas por aves en la península, das con Ismael.

Es con la cooperativa Turismo Biocultural de Yucatán y, en particular, bajo el nombre de Ichi tours donde se le puede contratar. Ahí echa a andar su habilidad para describir las peculiaridades de la selva que enmarca la presencia de cada ave. Aunque la capacidad de Ismael para descubrirlas, identificarlas y apuntar en su dirección, para que las vean los turistas, empieza mucho antes de los recorridos: el guía suma horas y kilómetros de camino hasta entender dónde y cuándo se revelan las aves. Ichi tours es una seña distintiva del trabajo de Ismael: Ichi significa “uno” en japonés y es la forma en que muchos lo conocen, pero él tiene en mente el trabajo en conjunto, asociarse con otros colegas. No le gusta mucho usar su apodo para dar a conocer su trabajo, pero ese breve nombre es el que los observadores pasan de boca en boca desde 2018.

Ismael conoció la observación de aves en la universidad, la practicó por primera vez en un pequeño sendero universitario, que recuerda con cariño por sus orquídeas e insectos. En su primera clase de aviturismo, otros estudiantes y él usaron rollos de papel de baño para simular los binoculares. Ismael se sentía escéptico ante la actividad… hasta que se le cruzó de frente un pájaro que ya nunca olvidaría: “negro con la espalda azul: la chara yucateca”. Al asistir al Festival de Aves de Yucatán, donde vio a otras personas tan interesadas en las aves como él, se convenció del potencial de esta forma de turismo.

Chara yucateca, Yucatán. Fotografía de Amado Demesa.

El primer curso que tomó fue uno de Pronatura en la Reserva de Río Lagartos. Sin planearlo ni avisar a sus familiares, pasó días fuera de casa. Dice que lo hizo porque “era una oportunidad de ahorita”, pues una certificación de guía es cara y en ese momento, en 2013, la consiguió gratis (según el propio Ismael, la certificación puede costar entre 50 mil y 70 mil pesos). Al año siguiente asistió al encuentro de monitores de aves en el Tacaná, justo en la frontera de Guatemala y Chiapas. La experiencia lo llenó de emoción, sobre todo por el Programa de Monitoreo Comunitario de Aves que gestiona y administra la Conabio. Hoy, tras años de mirar y entrenar sus ojos, Ismael se siente capaz de distinguir al 90 % de las aves de la península de Yucatán apenas con verlas y al 60 % solo con escucharlas.

El avistamiento es el centro de cada recorrido que guía Ismael, pero en Catbej se asoma una tierra con “tumba, quema y roza”, un sistema ancestral en el que la selva sufre los tres verbos y que hoy es cuestionado, incluso se le suple con milpas agroecológicas y sistemas silvopastoriles. “Lo que menos queremos es seguir quitando árboles”, dice Ismael, entendiendo que la turista se duele ante una selva horizontal, negra y rota.

Llegamos a un terreno. El dueño vuelve de llevar a sus chivos a comer e Ismael se dirige a él como don Roque; hablan en maya antes de que la visita siga hacia el cenote. En Catbej los avituristas pasan por los senderos que marcan los chivos con sus pezuñas: usamos el mismo camino para limitar el impacto en el lugar. La tierra de don Roque fue filmada por la BBC hace unos años (el clip se llama “El cenote de don Roque”), pero después su familia se mudó a otro espacio, uno con acceso a servicios básicos. Ahí, en Catbej, la milpa y el ganado permanecen. El cenote de don Roque está seco, pero no muerto. En la isla del fondo, su abuelo plantaba café porque la temperatura fresca de la oquedad lo hacía posible. Para bajar poco menos de diez metros, usaban las raíces del árbol. Luego mezclaban el café cultivado con hierbas para aliviar, por ejemplo, problemas estomacales, pero el cenote no se benefició de estas prácticas.

Pese a la aridez declarada en la zona, Ismael desarrolla ahí su tour de ecoturismo. El beneficio económico que obtiene don Roque por esto hizo que no vendiera ni descuidara su tierra. El lugar tiene éxito porque, aún sin agua, en sus periferias habitan más de veinte especies de aves, entre ellas, el toh o pájaro reloj, una criatura de plumaje azul conocida por usar los cenotes como espacios de anidación. El de don Roque tiene treinta y cuatro huéspedes. Al margen, también hay golondrinas puebleras, una subespecie de Yucatán.

En el recorrido de Ismael también se han visto ejemplares del halcón selvático de collar, que usa las raíces del álamo para formar sus nidos, mientras las ramas se visten de bromelias y orquídeas, lo que provoca que Ismael hable de la simbiosis entre las plantas que cuelgan del árbol y la eufonía, un ave que se alimenta de néctar mientras adhiere en los troncos las semillas de las flores, con sus heces pegajosas. Es decir, las eufonías son decoradoras profesionales. Si encuentra a un ruiseñor yucateco, Ismael dirá que es un xkokolché (“milpa”, en español): “Para los mayas, sería el pájaro milpero porque cuando empiezan a brotar las plántulas del maíz, este pájaro les canta para que crezcan”.

Luego Ismael habla de los comportamientos de las aves. Cuenta que los picos de los flamencos filtran litros de agua para obtener apenas unos gramos del crustáceo que los alimenta y los viste de color rosa. Molestarlos para que emprendan el vuelo interrumpe la compleja filtración. En su recorrido se cuelan otros animales: Ismael busca en el revés de las hojas que se asoman a los charcos; su objetivo es dar con una Agalychnis taylori, una ranita de ojos rojos y cuerpo verde limón que “muchos fotógrafos de naturaleza piensan que solo encontrarán en Costa Rica”, pero la especie también usa los helechos mexicanos para el cortejo.

“Pajarear”, como dice Barbara MacKinnon, no solo ha cambiado a los turistas, sino las vidas de quienes habitan en la península de Yucatán. Cuenta, por ejemplo, que una de las mujeres del programa solía dedicarse a limpiar casas pero, tras aprender de aves y ser parte de un grupo de mujeres que se integra a una cooperativa turística de la reserva de Sian Ka’an, empezó a recibir muchos clientes. Eso cambió la dinámica familiar y, en particular, la vida de una de sus hijas, que tiene debilidad visual avanzada: hoy ella es experta en reconocer los cantos de las aves.

A Ismael le ha dejado memorias que atesora, como el único encuentro que ha tenido con la cotinga azuleja (Cotinga amabilis) en Calakmul —parece que tiene un corazón color púrpura en el pecho—. O su historia con el playero ocre, del cual consiguió la primera foto para México. Otras especies son un imán para el negocio: el tecolote sapo, la garza agamí y el cuclillo faisán. Sus favoritas son los colibríes y las rapaces. Otra más lo llama a la aventura: el cuitlacoche de Cozumel, que se anuncia como extinto, aunque algunas personas dicen haberlo visto hace poco…

Cuitlacoche de Cozumel. Fotografía de Kenneth Cole Schneider / flickr.

Amenazas a los plumajes
La admiración y el cuidado no son las únicas cartas de presentación de la humanidad ante las aves. Ismael cuenta que en algunas comunidades persiste la cacería, para usar a los pájaros de ornato, como mascotas, o simplemente los cazan por diversión. Aunque no es esto, sino la deforestación lo que causa más estragos, y ha repuntado en las últimas dos décadas, en particular, en los ecosistemas forestales tropicales, como los de la península de Yucatán. Las pérdidas se reflejan en el Informe Planeta Vivo, elaborado en 2020 por el Fondo Mundial para la Naturaleza. Entre 1970 y 2016 el desplome promedio fue del 68 % en el caso de mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces.

Barbara misma experimentó cómo la deforestación cambia la distribución de las aves. “Hay áreas que en los años setenta eran pura selva, pero hoy son áreas abiertas, como en el sur de Quintana Roo, donde se pueden ver aves de Centroamérica. Es de maravilla verlas, pero es consecuencia del cambio climático. Más que nada, lo tengo que decir: es mucha la pérdida de selva por la ganadería”. Otras aves con cambios de domicilio son los flamencos, una de las especies que los turistas buscan más en los avistamientos en la península de Yucatán. Este año mostraron la fragilidad de su hábitat anidando en dos sitios que, hasta donde se sabe, jamás habían usado. Barbara explica que los cambios en la salinidad y en los niveles de agua impactan en la disponibilidad de alimento, pero es urgente identificar con precisión qué provocó el cambio, antes de que las personas vuelvan a visitarlos. Si es posible, habrá que “capacitar a guías locales para [que hagan] un manejo más sostenible; de no hacerlo, puede ser un desastre completo”.

El avistamiento irresponsable cuenta con otros ejemplos. A Barbara le preocupan las vocalizaciones y los playbacks, porque pueden modificar los comportamientos de las aves. El toh, por ejemplo, regala piedras e insectos para cortejar; “poner el canto o la llamada para sacar al ave y tomarle foto es algo mal usado, esperamos que la nueva norma de Semarnat lo prohíba”. Algunos visitantes suponen que, por pagar el tour, tienen derecho a exigir los avistamientos y “algunos guías tienen miedo de indicarles a sus clientes que no pueden molestar a las aves o entrar en ciertas áreas”. Por eso, en el programa “Sal a Pajarear” les enseñan a los niños que es mejor conservar el ave que verla. “No importa que no la vean, con que la escuchen es suficiente”, asegura y añade que hay otras formas de aumentar la probabilidad de verlas, como conocer bien el área y entender cómo la usa cada especie para alimentarse y descansar.

Ismael coincide con Barbara y considera que hay que tener más cuidado en la época de reproducción de las aves. Imitar sus sonidos puede confundirlas al grado de hacerlas abandonar el nido o de no buscar pareja. Es un tema polémico, pero él cree que se debe regular, no prohibir; por ejemplo, cree que se podría poner un límite de llamados acorde a las épocas del año. Y dice que, en todo caso, le angustian más la deforestación y la cacería, o la inseguridad y la violencia, porque sabe que en algunas partes del país eso le ha quitado a los guías locales su modo de vida.

En el informe Riqueza alada también se advierte que el aviturismo debe reglamentarse para evitar la saturación de los lugares. El especialista Tlacaelel Rivera Núñez dice que se pueden hacer análisis de capacidad de carga ecológica —son estudios que definen cuántas personas pueden hacer cierta actividad turística en un sistema—. Pero no hay un número mágico que asegure, a prueba de todo, la conservación. Para diseñar y poner en marcha buenas estrategias de gestión, también hay que conocer cómo actúan los turistas —y eso coincide con lo que les preocupa a Barbara y a Ismael—. Juega un papel clave la información que tienen los guías y qué tan sensibilizado está el turista a la experiencia. En el camino para lograrlo, dice Tlacaelel, habrá que estudiar cuan susceptible es cada especie a los niveles de acercamiento, interacción y permanencia de los turistas. El también investigador del Instituto de Ecología dice que se deben hacer análisis a nivel del paisaje para tener en la mira los circuitos turísticos. Así se pueden crear planes de manejo que permitan horarios de visita que no interrumpan las actividades biológicas fundamentales de las especies, como su reproducción, descanso y alimentación.

Turismo comunitario: ¿exitoso y sostenible?
Desde Valladollid, Yucatán, Ismael se siente inspirado por la manera en que se han organizado grupos en otras partes del país, como los tuxtlas o los pueblos mancomunados de Oaxaca, que “hacen un trabajo extraordinario”. Los que se encargan de la Reserva de la Biosfera El Triunfo, en Chiapas, “son las joyas de la corona”. Ismael los admira porque en estos espacios logran conservar especies y ecosistemas y combinarlo con el turismo. En el caso de Oaxaca, detalla, “su fortaleza es la organización horizontal que tienen, se han logrado empoderar bien de sus recursos: son ellos los jefes, son los dueños”.

En cambio, en esta región del sureste mexicano, según el Atlas de Turismo Alternativo en la Península de Yucatán, se reportan más de 203 proyectos: 25 % fracasaron y del resto, 153, solo el 25 % se basaban en una economía social y solidaria, “es decir, en un proyecto que los locales administran y operan, que posean la tenencia de la tierra, con decisiones colectivas y beneficios repartidos”, explica el geógrafo Samuel Jouault, profesor-investigador en la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán.

Además, Jouault cuenta que en talleres colaborativos detectaron problemas en las cooperativas, como la falta de difusión, vinculada a la comercialización, y capacitaciones inadecuadas que ignoraban el contexto cultural y se perdían de una construcción colectiva de saberes y conocimientos con los locales. Después, con ayuda del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), hablaron desde la Universidad Autónoma de Yucatán con diferentes actores de Campeche, Quintana Roo y Yucatán. Concluyeron que no solo hay deficiencias de promoción dentro del mercado, de visibilización ante el público, sino también frente al gobierno, por falta de políticas.

Tras múltiples reuniones de trabajo, construyeron una agenda compartida e integrada en la Alianza Peninsular para el Turismo Comunitario, acompañada por el Programa de Pequeñas Donaciones, implementado por el PNUD. La alianza busca reconocer y promover el rol de las comunidades en el cuidado de la biodiversidad mediante actividades de bajo impacto. Durante la pandemia, la solidaridad de la alianza los hizo pensar en una certificación local, la llamaron “Viaja seguro y solidario, viaja turismo comunitario” y, cuando la crisis ya era ineludible, las cooperativas hicieron trueques de alimentos entre lo que capturaban en la costa y lo que cosechaban en las milpas.

El también geógrafo Samuel Jouault dice que, luego de años de promoción gubernamental para emprender proyectos en comunidades rurales, en 2014 se contaron más de tres mil iniciativas en todo el país. Pero se detectó que solo entre el 5 y el 10 por ciento funcionaban sin subsidio gubernamental y sin que las captaran empresas privadas, y solo ese porcentaje generaba relaciones a favor del medio ambiente. Hoy, de los veinticuatro grupos que pertenecen a la alianza peninsular de Yucatán, diecisiete tienen alguna relación con las aves. Una constante es su vínculo con el programa Sal a pajarear. “Me parece que es lo más representativo de como sí hay acciones en pro del medio ambiente”, dice Jouault.

Para consolidar proyectos, y en esto coinciden ambos investigadores, es importante el acompañamiento académico: “ponernos al servicio de los problemas y no al revés”, apunta Samuel Jouault, y Tlalcaelel Rivera piensa que este apoyo debe ser crítico y comprometido a la vez. Por ejemplo, al notar que muchos cenotes vinculados a Chichén Itzá, Ek Balam y Valladolid se usan como pequeñas disneylandias, la alianza propuso un sendero interpretativo. El plan es que parta del diálogo de saberes entre etnobotanistas y especialistas del karst —el tipo de suelo y paisaje, cuyos terrenos calcáreos sufrieron erosión química, algo que sucede en la península de Yucatán— y combinarlos con la interpretación ambiental. “Todo lo que pueda dar una conciencia ecológica al visitante”, dice Tlacaelel.

Para la consolidación de proyectos también ha sido necesario llevar a cabo peritajes antropológicos y litigios estratégicos contra cualquier intento de despojo. “Es frecuente que una vez que estos espacios turísticos comunitarios comienzan a tener visitas, realce mediático y a generar ingresos económicos, llegan los intereses voraces que buscan despojar y desplazar”, advierte Tlacaelel. Entre quienes planean, reflexionan o practican el turismo comunitario se extiende esa preocupación: que se use como calcomanía, por encimita o a medias. Para Ismael, también está claro que hay empresas, dentro y fuera de Yucatán, que pueden ponerle “eco-lo-que-sea” a sus negocios para captar turistas. Él cree que el turismo convencional no ignora la importancia de conservar los recursos naturales, pero dice que sus miras son cortas “porque todo lo ven como negocio y carecen de bases, como el respeto a la naturaleza”.

Respecto a la definición de la tierra, apura la forma en que se establecen las áreas naturales protegidas y lo que eso implica para las comunidades. De acuerdo con Tlacaelel, hoy México se posiciona a la vanguardia con las Áreas Destinadas Voluntariamente a la Conservación, buscando que las declaratorias sean una expresión comunitaria y no que las poblaciones locales padezcan cercos verdes que se les imponen.

Pero, a final de cuentas, y además de todos los desafíos que acabamos de mencionar, para que este tipo de turismo sea posible deben decidirlo los propios turistas: deben favorecerlo, preferirlo, elegirlo. Edward O. Wilson, entomólogo y creador del término “biodiversidad”, insistía en que haber visto un pájaro no significa haberlos visto a todos. Decía lo mismo de los árboles e incluso de las hormigas. Quizá propiciar ese encuentro con lo que aún no hemos visto nos lleve a la conservación…

Quizá todo pueda empezar viendo pajaritos.

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