El comisario vitalicio maya con discapacidad visual

El comisario vitalicio

Juan de la Cruz Canché Várguez fue el primer funcionario con discapacidad visual, elegido por votación popular, del que se tiene registro en Yucatán. Durante años, su historia pasó desapercibida y su triunfo no fue noticia a nivel estatal ni nacional.

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—¡¿Son toreros o payasos?! —grita Juan de la Cruz Canché Várguez desde un palco improvisado sobre un terreno baldío, y despierta algunas risas a su alrededor. Le digo que el torero está enfrente, no sé si para advertirle discreción o provocarlo. Enseguida, le reclama a la banda estar en silencio y, gracias a eso, comenzó a tocar una mezcla entre jarana yucateca y danzón. Aunque tiene una discapacidad visual, ceguera total, Juan de la Cruz reconoce en los murmullos la falta de acción en el ruedo.

La noche del 30 de septiembre de 2023 se celebra la fiesta de la Virgen del Rosario, la más importante de San Antonio Chun, una comisaría de apenas mil habitantes que pertenece al municipio de Umán, a 38 kilómetros de Mérida, gobernado por el Partido Acción Nacional desde 2015. La fiesta llevaba varios años sin efectuarse debido a pérdidas económicas y la pandemia. Me encuentro con Juan de la Cruz en la planta baja de un coliseo construido durante siete días con ramas que se sostienen con listones amarillos, del que tengo que salir varias veces para comprarle, con su dinero, las cervezas que me pide. Antes de la corrida de toros vimos pasar la procesión de la iglesia, la cual fue construida en la época de las haciendas, en el siglo XIX. Entre ocho hombres entraron al ruedo llevando a la virgen de yeso y, detrás, mujeres y niños cargando sábanas a las que aventaban monedas que serían donadas al templo.

Ambos entramos sin pagar boleto. Portar la autorización del alcalde de Umán, una hoja en cuatro dobleces que Juan de la Cruz lleva en la bolsa del pantalón, no es poca cosa. Consiguió el permiso de “fiesta tradicional” sin tener que pagar los treinta mil, cuarenta mil y hasta cincuenta mil pesos que algunos organizadores dijeron que les han llegado a cobrar, y que habría sido imposible juntar. Esta hoja es uno de los últimos triunfos y resquicio del poder y la influencia que mantiene en la comunidad. Logró obtenerlo, pero quien vio los tratos con las bandas y los ganaderos es un amigo suyo, un hombre bajito que anda siempre con una gorra Nike negra deslavada y que no le hace honor a su nombre porque es de hablar turbio: Franco le insiste que deje de estar bebiendo y que sea él quien recaude la cuota a los vendedores, porque se rehúsan a pagarle por cobrar de más o tal vez por su trato déspota.

—Franco hace pendejadas solo por quedar bien con la gente. Está quebrado, pero ¿cómo le rompes la madre a los que venden? —me compartirá después Juan de la Cruz, quien termina yendo a cobrar a regañadientes—. Está de la verga ese cabrón.

Todos admiten que a Franco el evento le quedó grande.

—Yo le dije: “Sí voy a participar en el comité [que organizó la fiesta], pero no voy a recibir dinero. Yo solo te voy a conseguir el permiso” —le dijo a Franco en una ocasión—. Lo único que le pedí fue que me dejara elegir a la embajadora y entrar con ella, y que recogiera toda la basura al terminar el evento.

El día de la inauguración, ella se negó a entrar de su brazo, y él, vestido elegante para la ocasión con una guayabera blanca de manga corta y sandalias, se sintió ofendido. Entonces improvisó un concurso de jarana, en el que los ganadores se llevarían una canastilla de cervezas, todo para hacerle un desaire a la embajadora al no contemplarla como jurado, como es tradición. Franco tampoco cumpliría la promesa de recoger la basura. Una semana después de la fiesta, consiguió que dos borrachitos recogieran la basura que quedó del coliseo a cambio de unas cervezas que les invitó. Juan de la Cruz tiene 38 años, la piel morena oscura, una sonrisa agradable, capaz de producir serotonina a cualquiera que la vea. Debajo de los ojos tiene unas manchas negras. Un médico le advirtió que debía examinarlo un especialista, pero un dermatólogo, al ver nomás unas fotos, le mandó decir que eran debido al sol y que podían disminuir con unas cremas. Tener discapacidad visual no impide la vanidad. A diferencia de las veces que nos encontramos en Mérida, no usa bastón en su andar por la comunidad, porque conoce de memoria su calle principal y algunos caminos de tierra blanca.

—¡Que bailen, torero, que bailen! —grita nuevamente Juan de la Cruz, a quien he estado relatando en mi papel de locutor el fracaso de la toreada. Hay cinco toreros muy jóvenes en el centro de la plaza, frente a un animal al que se acercan titubeando, con sus capotes rosas deslavados y trajes en los que resaltan más las manchas de tierra de corridas pasadas que las escasas lentejuelas. Esta noche ningún matador ha caído y mucho menos toreado hincado. Los animales son alquilados a los ganaderos, matarlos saldría demasiado caro. Uno de los jóvenes recibe las burlas de Juan de la Cruz con la violencia con la que lo embestiría un toro si se atreviera a acercarse lo suficiente para llamar su atención.

—¡Hueputa! No es lo mismo que tú lo digas —responde el torero a las provocaciones. En su voz se escapa un gallo adolescente y una valentía que no había mostrado en la corrida. Entonces repite la síntesis de “hijo de puta”, característica de la península de Yucatán—. ¡Hueputa, a que tú lo hagas! Me parece que el torero escupe hacia Juan de la Cruz. No estoy seguro porque apenas la media luna ilumina más que el único reflector que cuelga de un poste.

—¿De verdad me dijo “hueputa” a mí?

Yo le repito que sí, pero omito que el joven escupió después de insultarlo. No estoy seguro. Ni siquiera los matadores logran ver al toro que se confunde con la noche. Hoy todos estamos casi tan a ciegas como él.

—¡Ahorita voy a entrar a torearlo! ¡Ahorita voy a entrar a torearlo! —repite mientras se levanta con coraje. Por un momento, pienso que este hombre, elegido comisario de San Antonio Chun, entre 2012 y 2015, el primer funcionario por elección popular con discapacidad visual, ceguera total, en Yucatán, sí va a entrar al ruedo.

El peligro es parte de su cotidianidad. Así como el torero que lo insultó lleva en su uniforme y capote el testimonio de corridas pasadas en las que se ha jugado la vida, el bastón que utiliza Juan de la Cruz es el artefacto con el que ha toreado las ciudades de Mérida y Umán, que no están construidas para que cualquier persona, sin importar sus características, ejerza su derecho al libre tránsito, aunque los retos no implican solo la infraestructura: entre las mayores adversidades están el estigma y la ignorancia que se tienen respecto a las personas con discapacidad, más aún si son mayas y de piel morena.

Su primer bastón lo destruyó la embestida de un auto, y al segundo, que utiliza ahora, una camioneta le arrancó el balero que le permite que no se atore en el cemento. Juan de la Cruz no ha querido cambiarlo, los raspones y golpes son testimonio de lo mucho que ha andado. Cicatrices con las que ha enfrentado el peligro, como las manchas negras debajo de sus ojos. Las personas con discapacidad visual que tienen intactos los bastones, dice, no llevan en realidad una vida autónoma.

Juan de la Cruz sostiene que la discapacidad no es un impedimento para salir adelante. En su papel de miembro importante de la comunidad, realiza campañas para mostrar a los familiares de personas con discapacidad que es posible lograr grandes cosas.

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Según el censo de 2020 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 76% de la población de San Antonio Chun declaró que la persona de referencia del hogar, su cónyuge o alguno de sus ascendientes habla alguna lengua indígena. De las 265 casas en esta comisaría, solo 168 cuentan con energía eléctrica, agua entubada de la red pública y drenaje. Se localiza en un punto tan ciego que ni siquiera las autoridades del estado de Yucatán escriben bien su nombre. En 1995, “San Antonio Chum” cambió a “San Antonio Chun”. Según Juan de la Cruz Canché Várguez, en maya, chum significa “centro” o “tronco”. En Google Maps y en documentos oficiales aparece con esa “n” final con la que no se identifican sus habitantes.

—Ellos [las autoridades] cambian y modifican como les convenga y ni siquiera le preguntan a la gente si está bien o está mal. A la gente de aquí no se lo preguntaron. Sigue la colonización, así se dice, creo… ¡Nos siguen controlando y nosotros no decidimos nada! —dice, y suelta una carcajada de hartazgo en la nota de voz que envía por WhatsApp una noche de viernes—. Es lo peor. ¡No decidimos nada! Sigue la colonización desde hace quinientos años, nos aplastan. Las comunidades mayas no tienen voz ni voto.

En la década de los sesenta, Eladio Canché Dzib llegó aquí a sus trece años, en busca de trabajo en la hacienda construida desde la fiebre del henequén, conocido como el oro verde por su importante valor para la fabricación de textiles y sogas con las que atracaban barcos pesados. Allí conoció al padre de Fátima Várguez Uc, que llevaba toda la vida trabajando el henequén con un sueldo mínimo, largas jornadas y condiciones de esclavitud. Eladio se enamoró de Fátima y, cuando ella tenía quince y él diecinueve, decidieron casarse. Se fueron a vivir a una de las casas alrededor de la hacienda. Luego de más de cincuenta años, continúan hablando maya entre ellos y sus hijos también son mayahablantes. Fátima tendría once embarazos consecutivos que, aunados a los trabajos del hogar, le destruirían la cadera. Fueron siete mujeres y cuatro hombres, entre los que se encuentra Juan de la Cruz.

Cuando el henequén dejó de ser negocio, ante la llegada de telas sintéticas, la hacienda cerró y quedó abandonada. Cerca de donde antes funcionaban las haciendas se construyó la zona industrial, para lo que se aprovechó la mano de obra barata de la población maya que contaba con escasos recursos y no tenía otro remedio más que aceptar esos empleos. Eladio entró a trabajar como vigilante de seguridad al Grupo Sanjor, antiguo productor de pollo y huevo en el estado, que después compraría Bachoco, hasta que se jubiló. En la actualidad, los habitantes que no laboran en la zona industrial viajan a Mérida, donde trabajan como obreros o mozos, como se les llama aún desde la época de las haciendas.

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—¿Vienes con tu che? —dice Manuel Pech, y despierta la risa de Juan de la Cruz Canché Várguez.

Yo ignoro que lo está albureando. Cuando le pregunto, confiesa que che, en maya, significa “palo”. Es la tarde del 23 de julio, especialmente calurosa por ser inicios de la canícula, que amenaza con tocar temperaturas récord durante veinte días. Nos encontramos en San Antonio Chun, en la entrada de la casa de Manuel, un hombre guapo, en sus treinta, con esa mirada siempre alerta y dicharachera de los expertos del albur. Llegamos guiados por la música y los silbidos que despertó la presencia de Juan de la Cruz. Nos guarecemos del sol bajo un patio techado, pero el calor no cede ni en la sombra.

Alrededor de una mesita con caguamas y cacahuates está sentado, sin playera, el suegro de Manuel, un líder ejidal, y sobre una cubeta, el concuño. En la radio suena “La flor del pantano”, canción de Paleto, la Voz de la Cumbia.

—¡Tío! —saluda al suegro—. ¡Pero qué buena rola!

La flor del pantano ahora la llaman

Porque su belleza aún es la misma,

La flor del pantano que ayer era libre

Hoy se encuentra presa sin hallar salida

Manuel es el mejor amigo de Juan de la Cruz. Cuando era adolescente se dedicaba a cuidar los borregos de su papá. Ahora trabaja en la zona industrial. Sus dos hijos nacieron con cataratas congénitas y encontró en Juan de la Cruz a alguien que lo acompañara en ese proceso y a saber con qué médicos llevarlos. “Él me guía, él me guía”, dice y repite. Juan de la Cruz nos ha dejado a solas, como hará con todos mis entrevistados para que, me dirá previamente, hablen de manera abierta sin preocuparse de que él los escuche.

Sobre la banqueta y con chela en mano, Manuel agrega:

—Juan tenía una novia, que es la maestra de mis hijos, que da clases en la biblioteca, pero a raíz de su accidente [en el que perdió la vista] ya no pudo seguir con él. Yo metí la pata con mi esposa, ya nos habíamos embarazado. Y Juan decidió, entonces, que quería meterse en la política para ser comisario.

Su grupo de amigos estaba conformado por entre quince y veinte chicos que, adolescentes, se hacían llamar “los Chemical Brothers”. El nombre vino, primero, del juego de palabras entre chum y “chem” y, segundo, porque uno de ellos era fanático de la banda de rock My Chemical Romance, de moda entonces. Entre los integrantes que conocí se encuentran Will Pot, el Pescado y Manuel. El grupo andaba por la comisaría con playeras y sudaderas inspiradas en aquella banda emo, recuerdan. Con la influencia de Juan de la Cruz, lo que inició como un grupo de chicos rebeldes fue convirtiéndose en un pilar importante de su comunidad. Aunque salían a fiestas en las que les amanecía y llevaba serenata a algunas pretendientes, también comenzaron a llevar a cabo acciones que involucraban a todo San Antonio Chun y que rompían con el tedio de una comisaría olvidada en la península de Yucatán. Organizaban juegos en un terrenal, y parte del dinero se juntaba con las inscripciones, aunque Juan de la Cruz menciona que “siempre había que dar de la bolsa”.

Los entrevistados recuerdan con añoranza algunos juegos, como el del “cochino encebado”, en el que bañaban a un cerdo de aceite y los participantes intentaban pescarlo mientras se les resbalaba de las manos; el primero en lograrlo se llevaba un premio. También había otro, el del “palo encebado”: “Se bañaba de aceite una madera alta y en la punta colocaban una bandera. El que alcance la bandera se lleva el premio, que eran, entonces, como quinientos pesos. Y veías cómo todos, niños y jóvenes que participaron, peleaban y se tiraban unos a otros antes de alcanzarla”, explica Will, de los Chemical Brothers, con quien platiqué en la puerta de su casa, mientras tronaban cohetes voladores por la novena del Divino Niño. Hasta el desenlace recuerda con sentimiento: “Al final decidieron unirse y dejar de hacerse patos, y entre todos se ayudaron para bajar la bandera y se dividieron el dinero”. Los juegos organizados por los Chemical Brothers se profesionalizarían más adelante al participar en los Juegos de la Juventud de Umán, bajo el nombre de Los Pitufos.

—Él marcó la diferencia —continúa Manuel, desde la banqueta, mientras destapa otra lata de cerveza—. Estábamos en la época de los cholos y toda esa madre. Ese vato era el único que destacaba en sus estudios. Todo era un romper madres, ser vándalo. Marcó la diferencia en mi vida y en la de los demás. Nos enseñó a ver la vida de otra forma. En la vida, él me guía, él me guía a mí.

Pero, confiesa, Juan de la Cruz no siempre fue un ejemplo a seguir:

—Cuando yo lo conocí y aún veía, ese vato era todo un desmadre. Creo que, si siguiera viendo, seguiría siendo un desmadre. Su hermano, [Lucio] el Puky, era el más reconocido, decían a cada rato: “Te vas a dar con el Puky”.

La pérdida del amor con la maestra de la biblioteca llevó a Juan de la Cruz a entrar en la política con todas las fuerzas y la pasión que nacen de un corazón roto.

Como comisario y gestor cultural, Juan de la Cruz puso en el mapa a su pueblo, San Antonio Chun, por sus gestiones de infraestructura y por aportar a la reconstrucción del tejido social a través de la organización de torneos de juegos tradicionales.

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Juan de la Cruz Canché Várguez comenzó a incursionar en la política mientras estudiaba Derecho, en la Universidad Modelo. Todos los textos que le dejaban leer de tarea eran fotocopias que no podía revisar. Eso no impidió que cumpliera con las asignaturas. En la comisaría, pasaba las tardes preguntando si había alguien que le pudiera leer fragmentos. Él los grababa en un casete y volvía a repasar los después.

—La gente no lee, y me hacían un gran favor: me leían dos o tres hojas —dice.

Es el 14 de enero de 2024. Acompaño a Robin Canul a tomar las fotografías de este texto. La casa de la familia Canché Várguez, en San Antonio Chun, es color azul pastel; resalta entre las demás porque tiene un columpio, de tabla y soga, sostenido de un árbol, en el que Juan de la Cruz se sienta a pensar y tomar el fresco. En el fondo tienen un amplio patio donde su padre siembra papayas, piñas y plátanos de diversos tipos. De allí baja unos maracuyás y me invita a comerlos con cuchara: “Estos me ayudan a controlar mi diabetes”, dice. Lo primero que aparece colgado en el arco de la primera habitación es la foto de graduación de la universidad donde estudió. El primer licenciado en la familia. Detrás de la puerta principal hay unas cartulinas pegadas con repasos de Matemáticas y Español, con las que estudian los nietos y bisnietos de Eladio y Fátima. Por cierto, su padre me compartirá preocupado: “[Juan de la Cruz] toma mucho. Eso está mal. Es normal tomar una o dos o tres, pero hasta que no puedas, eso está mal porque el vicio te gana. Pero él se siente sabelotodo, porque estudió, y no hace caso”. Todas mis entrevistas en San Antonio Chun terminan cuando Juan de la Cruz y sus amigos comienzan a agarrar la fiesta.

—Nos sentíamos abandonados por parte de las autoridades [del estado] —dice Juan de la Cruz—. Aquí somos nosotros los que tenemos que organizarnos para vivir como queremos porque, si esperamos a que otras personas vengan, no iba a suceder.

En el interior de Yucatán, el comisario es el primer servidor público y representante del estado con el que tienen contacto los ciudadanos. Juan de la Cruz lo resume como el parachoques del alcalde:

—Los comisarios son la defensa de un carro, y le andan golpeando por todos lados a cada rato. Antes de que golpeen al alcalde, le dan primero al comisario.

Fotografía de la boda de los papás de Juan de la Cruz —Fátima Várguez Uc y Eladio Canché Dzib— en la iglesia de Umán, Yucatán.

Con un modelo asistencialista, la alcaldía de Umán decide cuál será el destino de los apoyos, pero es responsabilidad del comisario decir qué hace falta en su comisaría. Para Juan de la Cruz, lo más importante es saber qué favores pedir para “no quemar los cartuchos”. Un día se encontró a un comisario que acababa de ir a Umán y al preguntarle: “¿Qué pediste?”, le contestó que unas llantas para su bicicleta.

—Yo no pedía nada para mí. A veces, para llamar a la policía o la ambulancia [responsabilidades de los comisarios], no tenía saldo y pedía prestado un teléfono.

En Umán, los comisarios solían ser elegidos por dedazo. En las elecciones, los que siempre ganaban eran conocidos adultos mayores, en parte por el respeto y sabiduría que a su edad representaban para la comunidad, pero también porque eran quienes tenían relación con los intereses de los alcaldes. Además, en las comisarías se acostumbra que los mayores sean quienes decidan por quién votarán los demás miembros de la familia.

—Ya con los Chemical Brothers, le metimos fuerte a las actividades. La comunidad se veía muy pobre en infraestructura, hacía falta algo fuerte, y dije: “Yo puedo participar” —dice Juan de la Cruz.

Los alcaldes de los municipios toman protesta el 1 de septiembre, cada tres años. Juan de la Cruz acudió al Ayuntamiento de Umán a exigir su derecho a participar en el proceso electoral de 2009 como candidato ciudadano. El Ayuntamiento parecía que no quería que él participara, le hicieron dar muchas vueltas, decían que no les había tocado estar en una situación así. Juan de la Cruz no dejó de ir una y otra vez a exigir su derecho a ser candidato. Hasta amenazó con que, si ellos no le permitían participar en la contienda, iba a acudir a las instancias correspondientes y hacer una publicación en redes sociales denunciando un hecho de discriminación. Fue entonces que ejerció su derecho a ser votado y comenzó su campaña apoyada por los Chemical Brothers.

—Pues la verdad, yo no tenía ningún plan para convencer a la gente. Se lo comenté a mis amigos y fue de boca en boca. Entonces, las personas se sorprendieron.

La gente se preguntaba cómo era posible que una persona con discapacidad visual fuera a contender para comisario. En esa primera campaña, solo envió un perifoneo para que la gente se enterara de su candidatura. En contraste, dice, al otro candidato, Santos Dzul Tah, un hombre mayor apoyado por el sector empresarial y el Partido Revolucionario Institucional, que gobernaba entonces Umán y Yucatán, le dieron “medios, la cochinita pibil y los refrescos” para que convocara votantes. —Ellos [la alcaldía], por así decirlo, tienen su preferido, su gallo, y quedó.

Juan de la Cruz perdió en esa primera contienda de 2009. Pero, en vez de desistir, comenzó a gestionar, con ayuda de sus amigos, más eventos deportivos y fiestas, como el Día de la Madre o partir piñatas en diciembre con todo San Antonio Chun. El comisario les enviaba a la policía para intimidarlos, pero continuaron trabajando con miras a las elecciones de tres años después.

El Ayuntamiento parecía que no quería que él participara, le hicieron dar muchas vueltas. Juan de la Cruz no dejó de ir una y otra vez. Hasta amenazó con que, si ellos no le permitían participar en la contienda, iba a acudir a las instancias correspondientes y denunciar un hecho de discriminación.

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Conocí a Juan de la Cruz Canché Várguez cuando impartía la materia de Guion en el Centro Estatal de Bellas Artes de Yucatán. Durante mis dos años de clases, la Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de Yucatán nunca nos capacitó para la enseñanza incluyente para personas con discapacidad. Mi clase consistía en ver muchos cortos. Así que le iba narrando al oído lo que aparecía en la pantalla. En aquellos días, Juan de la Cruz me decía: “Siento que estoy dando círculos, que no avanzo, por eso entré a Bellas Artes”. Entendía que Juan de la Cruz tenía ganas de adquirir las herramientas para dejar un testimonio de vida. En mi clase de Guion estaba interesado en hacer un cortometraje que siguiera cómo se desplazaba en Mérida. Su corto favorito fue Rogelio, de Guillermo Arriaga, de cinco minutos, en el que un hombre no quiere aceptar que está muerto y regresa de su tumba para chelear con sus amigos.

Hay mucha mitificación alrededor de la ceguera de Juan de la Cruz. Entrevisté a quienes creen que sí ve, pero que actúa; otros piensan que ve sombras, y la mayoría que tiene ceguera total. Todos tienen versiones distintas. “El primer ojo se lo dañó una rama mientras corría”, relató un amigo. “El primer ojo lo perdió jugando al trompo”, confesó su sobrina. “El otro ojo lo perdió cuando un pico de piñata se le clavó”, dijo Eladio. “No fue el pico de la piñata, yo estaba allí, sino la harina que salió de la piñata la que lo dejó ciego”, corrigió otro.

Juan de la Cruz también se contradice. En un inicio dijo que se fue quedando ciego, luego de tres cirugías fallidas, entre los doce y los quince años, por lo que es probable que lleve veintiséis años sin ver. En ese entonces tenía a una novia que él quería mucho y lo terminó porque dejó de ver. La maestra de la biblioteca. Fue un suceso que lo hundió en una profunda depresión. No sé si por ese rompimiento amoroso o por el tedio de tener que dar explicaciones, pero evade ese tema. Entre más insisto con la historia de su ceguera, más se contradice. Un día me dice que probablemente fue consecuencia de que nació en casa con complicaciones del parto. La última vez que le pregunté, dijo que sí vio algo antes de los doce o quince. Otras veces ha dicho: “Nunca vi nada”. Tal vez es la manera más sencilla de no hurgar en algo a lo que no le encuentra sentido: una relación amorosa irresoluble y que, finalmente, digan lo que digan, no puede ver.

Hay mucha mitificación alrededor de la ceguera de Juan de la Cruz. “El primer ojo se lo dañó una rama mientras corría”, relató un amigo. “El primer ojo lo perdió jugando al trompo”, confesó su sobrina. “El otro ojo lo perdió cuando un pico de piñata se le clavó”, dijo el padre. “No fue el pico de la piñata […], sino la harina que salió de la piñata la que lo dejó ciego”, corrigió otro.

Juan de la Cruz se guía por los olores, las texturas, los rayos del sol, la brisa y las voces que lo rodean.

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Inspirado en Juan de la Cruz Canché Várguez, he encontrado útil descubrir mis propios prejuicios al tratar de imaginar a qué huelen ciertas palabras. Antes de iniciar este texto, la discapacidad me olía a la última vez que estuve en Urgencias: una mezcla de alcohol, yodo y aire acondicionado encendido por mucho tiempo. En la palabra “discapacidad” también encuentro notas metálicas, quizá por las muletas, bastones, prótesis y sillas de ruedas. En una sociedad incluyente, “discapacidad” debería oler a nuestra esencia característica, a eso que nos apasiona y a lo que olemos todos.

Sobre los prejuicios y la búsqueda de soluciones conversé con María Teresa Vázquez Baqueiro, maestra en Derecho y directora del Instituto para la Inclusión de las Personas con Discapacidad del Estado de Yucatán (Iipedey), quien relató las distintas etapas de la historia en las que se ha abordado la discapacidad. “Hasta 1400, las personas con discapacidad eran consideradas prescindibles. En Mesopotamia, los niños eran tirados al río Ganges. A partir del Renacimiento, las personas con discapacidad eran aisladas del resto de la sociedad y surgieron así los ‘asilos de locos’”.

Resulta irónico que las oficinas del Iipedey se encuentren en la ex-Penitenciaría Juárez, en el centro de Mérida, inaugurada en 1895. Desde las celdas, convertidas en espacios de trabajo, se busca legislar en todas las dependencias para que las personas con discapacidad gocen de los mismos derechos que el resto de la población: no solo resolver problemas de infraestructura —elevadores, rampas y señalización incluyente, como suele pensarse—, sino un cambio de paradigma y “de actitud”, como refiere la abogada Vázquez Baqueiro. “Fue hasta 2006 que Gilberto Rincón Gallardo, una persona con discapacidad, creó el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación en México y propuso a la Asamblea General de las Naciones Unidas que se creara una Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, convirtiéndose en el último grupo vulnerable en acceder a una convención que rompería con el modelo asistencial, al reconocer que es el Estado y la sociedad la que debe garantizar que las personas con discapacidad tengan acceso a todos los derechos”.

La labor del Iipedey es titánica. Catorce personas para asesorar a más de sesenta dependencias del estado; tan solo en 2023 contó con un presupuesto de más de cinco millones de pesos. “Si queremos avanzar es necesario que haya instancias como el Iipedey en todos los estados y a nivel nacional; si no es así, no va a pasar nada con la discapacidad. Si queremos a personas con discapacidad en puestos claves de elección popular, eso es lo que se necesita”, dice Vázquez Baqueiro.

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En Mérida, la mayoría de las adecuaciones para personas con discapacidad visual, en realidad, no son útiles porque no fueron diseñadas por expertos en infraestructura para personas con discapacidad. Juan de la Cruz Canché Várguez me dijo que las líneas podotáctiles del centro, donde con el bastón debería poder guiarse, no funcionan. Su bastón le avisa cuando termina la banqueta y hay que cruzar. Mérida tampoco cuenta con semáforos auditivos para personas con discapacidad. En la plaza del centro había uno solo, pero hasta el momento de escribir este texto sigue descompuesto, por lo que Juan de la Cruz ha tenido accidentes de tránsito que, por suerte, solo han dañado su bastón. Una vez sí tuvo que acudir a que lo revisara un médico, pues sintió que una llanta le pasó por encima del pie. Otro de los problemas es encontrarse con inesperados puestos ambulantes, postes de luz y registros de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) que suelen ponerse en las banquetas, asumiendo que todos los van a poder ver. Juan de la Cruz recientemente se golpeó con un medidor de la CFE que los dueños de un local cubrieron con una caja metálica, justo a la altura de su cabeza. Aunque la guía podotáctil de las banquetas del centro de Mérida fue construida, no sirve. Juan de la Cruz se orienta por las paredes, lo que lo hace vulnerable a estrellarse con cualquier objeto que no estaba antes. El asunto con el medidor pronto se volvió tema de conversación entre sus conocidos con discapacidad visual, con quienes ha entablado una relación debido a su labor como asesor de personas con discapacidad y adultos mayores en la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Yucatán, ya que más de uno se queja de haberse golpeado en el mismo sitio. Entre ellos buscan advertirse cuando colocan un poste, algún puesto ambulante o cualquier otro obstáculo nuevo.

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Juan de la Cruz Canché Várguez, en su segundo intento, logró ser elegido comisario para el periodo 2012–2015. Se encontró con una localidad donde solo cuarenta viviendas contaban con luz eléctrica, agua entubada a la red pública y drenaje, según datos del Inegi en 2010. Durante su gestión se construyeron el quiosco, dos kilómetros de ampliación de la red eléctrica que benefició a la telesecundaria y domicilios particulares. También gestionó una bomba de agua potable para mejorar la presión del agua en las viviendas. Y en cuanto a cultura y deporte, creó un grupo de ballet infantil y un equipo de beisbol.

—También gestioné 150 pisos firmes y ochenta baños y quince viviendas para las personas vulnerables. Nunca se les cobró ni un peso, porque en la actualidad se les cobra a las personas, que tres mil, cuatro mil y hasta seis mil pesos, que cobró la actual autoridad y nunca se les dio [la vivienda], los defraudaron.

Juan de la Cruz dice que a su candidatura la ayudó algo similar al efecto que tuvo el triunfo del presidente Andrés Manuel López Obrador. La gente de San Antonio Chun estaba molesta con la gestión previa, sentía que no se había hecho nada, y buscaba algo diferente. Ningún medio de comunicación cubría lo que sucedía en San Antonio Chun. Hoy tampoco lo hacen, pero según Juan de la Cruz y algunos de mis entrevistados, en esos años la sensación de abandono era mayor. En las vísperas de las elecciones de 2012, Juan de la Cruz relata que un “señor de dinero” del municipio lo mandó llamar. Juan de la Cruz había estado muy activo esos tres años organizando torneos de futbol y actividades para la comunidad. El torneo de futbol tuvo tanto éxito que llegaron a jugar equipos de otras comunidades, y los integrantes de algunos de ellos acudían con este “señor de dinero” para que les patrocinara los uniformes.

—A mí me dijo: “¿Piensas volver a ser candidato? Porque podemos hacer una cosa. Ya vino a verme ‘tal fulano’”. No es discriminación, pero ese “fulano” no sabe leer ni escribir, una persona muy ingenua, ignorante, no sabe nada de nada, pero a los políticos eso les gusta. Mejor si no hablas y no dices nada y no sabes, allí entra la manipulación —dice Juan de la Cruz y evita a toda costa decirme el nombre de ese “fulano”.

Juan de la Cruz tiene una memoria muy aguda. A través de la textura de las fotos recuerda las historias que le fueron contadas de cada imagen.

Entonces el “señor de dinero” le dijo:

—Vamos a apoyarnos, no vayas como candidato, vamos por el otro candidato y en la siguiente te damos todo el apoyo que quieras.

Al volver a casa, Juan de la Cruz platicó la propuesta a sus amigos:

—¡La neta sí te puede fregar, ese cabrón tiene un chingo de lana! —dijeron.

Gabriel Tun y Rosendo Pech eran los otros contrincantes, según el acta de registro para comisarios municipales. Juan de la Cruz se quedó picado y, pese a las advertencias, decidió intentarlo, “al menos para ver qué pasa”. Al acudir al Ayuntamiento para registrarse, el trato hacia él fue distinto, le dieron todas las facilidades, “olía a gato encerrado”, pensó. El síndico, el segundo del alcalde, le dijo:

—Tú no tengas miedo, si tú quieres meterle, métele. Aquí todos pueden participar. Cuenta con nuestro apoyo. Nadie puede impedir que no participes.

Juan de la Cruz no se fue con la finta y entendió que, por algún motivo, al alcalde le convenía que ahora sí él ganara. Fue claro el apoyo del Ayuntamiento porque pronto lo contactó un reportero del diario Por Esto para tomar le una foto y hacerle una entrevista. Aunque no todo lo dejó en manos de ellos:

—Yo antes de eso imprimí unas fotos que me tomaron unas amigas en la comunidad. No tenía dinero, imprimí unas diez o quince y pedí permiso para pegarlas dentro de su combi.

El “señor de dinero”, cuando Juan de la Cruz se postuló, mandó a regalar a los votantes cochinita pibil, refrescos y cartones de cerveza, y un día antes de la elección estaba repartiendo botellas de licor para beneficiar a su candidato.

—Yo no tengo recursos económicos para estar regalando, aunque lamentablemente la política así se domina, tienes que regalar y todo.

Cuando llegó el día de la elección, Juan de la Cruz entendió que la única manera de ganar era seguir el juego de la maquinaria política:

—Yo no tenía cómo poner mi cochinita pibil y una señora me prestó la casa para que repartiera los tacos. El día de la elección le pedí a una amiga y a varias de mis hermanas que ellas iban a repartir los tacos a la gente.

También organizó a sus conocidos para acarrear gente.

—“Necesito que estés tú conmigo para estar moviendo a la gente, para irlos a buscar, para convencerlos”, decía. Yo mismo iba de casa en casa acarreando a la gente. Con Manuel venía y me iba en los diablos de su bicicleta para ver cómo iba a la cosa.

Junto a las urnas, un policía salió a decirle que lo que hacía era ilegal:

—“¿Quién dice que no lo puedo hacer?” —le respondió Juan de la Cruz—. Ya todos sabían que había comenzado a estudiar, y le dije al policía: “¿Quién me lo va a impedir?”, y seguí acarreando gente que veía en la calle invitándole tacos, y así se fue dando.

Nunca en la historia de San Antonio Chun hubo antes un comisario con estudios universitarios, tampoco joven, mucho menos una persona con discapacidad.

—Yo rompí el esquema. Tienes que romper algunas reglas —dice Juan de la Cruz.

Ni la prensa estatal ni nacional cubrieron el suceso histórico en el que el primer funcionario, por elección popular, con discapacidad visual en el país había sido nombrado comisario. Acerca de su gestión también hubo críticas. Le criticaban haber dado prioridad en los programas de apoyos de vivienda a sus familiares, algo que Juan de la Cruz niega rotundamente. Según él, en ese entonces cobraba 1 200 pesos mensuales por su puesto de comisario. El verdadero “bisne” está en repartir apoyos a los familiares, dice.

Su principal arma es su bastón, con el que enfrenta una ciudad que muchas veces no respeta otros mundos enmarcados en la discapacidad.

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Karen Molina, sobrina de Juan de la Cruz Canché Várguez, recuerda aquellos años:

—Me tocó escuchar que él era un lambiscón de las autoridades de Mérida. Decían que todo el apoyo de viviendas o cualquier cosa que dieran se lo daba a su familia, pero realmente nunca fue así. Lo único que le tocó a mi abuela con los apoyos del estado fue el techo de su cocina, nada más, pero llegaron a decir que su casa de mi abuela la terminó gracias a que él estaba en esa situación, pero no fue así. Cuando se terminó de construir el quiosco, quienes lo criticaban se sentaban allí en la sombra —dice, y se ríe.

Se mece en una hamaca. Es una mujer de 31 años, madre divorciada, que a primera vista parece tímida. Hay algo de melancolía en su mirada, esa que habita en los rostros de quienes miran mucho para adentro. Durante largas jornadas de trabajo limpia las imperfecciones de las piezas de turbinas de aviones. Pero hoy es un día de descanso, es un domingo de septiembre de 2023. Está en la sala de la casa de su hermana, la última casa de una calle blanca, donde vive con sus hijos desde que se divorció. En el televisor apagado de enfrente alcanzo a ver nuestro reflejo.

—Los límites se los ponemos nosotros como sociedad: tú no ves, entonces no puedes hacer esto. O cuando fue comisario: “¿Cómo va a ser comisario si no ve?”. O sea, críticas que se escuchan, y uno, que entiende su estado, sabe que no es un límite.

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Karen trabajó como empleada doméstica en Mérida desde joven. Mientras criaba a sus dos hijos —a quienes mantiene por completo— logró estudiar la preparatoria, y gracias a eso consiguió un empleo en una empresa estadounidense de la zona industrial cercana a San Antonio Chun. Sus jefes le han dicho que “en sus manos lleva la vida de cientos de personas que viajan en el aire”. En esa empresa le dieron un curso de inclusión para personas con discapacidad del que, dice, aprendió mucho.

—Y sí, me he tomado la tarea de investigar —continúa—. Y pues entendí que realmente la discapacidad o los límites no están en las personas, sino en la sociedad.

Las manos que sostienen a cientos de miles de personas que vuelan con las turbinas son las mismas que un día guiaron a Juan de la Cruz para trasladarse a Mérida a los cursos del Centro de Atención Múltiple Louis Braille, escuela donde aprendió durante seis meses a identificar billetes y monedas, a usar el bastón “para evitar golpear a la gente”, a desarrollar los otros sentidos y a leer braille, además de aprender mecanografía en una Perkins, una máquina de braille que consta de nueve teclas y que permite escribir las 64 combinaciones del alfabeto especial.

Esas ocasiones en que acompañaba a su tío fueron también las primeras veces que Karen estuvo en Mérida: se sentía abrumada por el alboroto del centro y era Juan de la Cruz el que le decía por dónde debían ir.

—A mí me sorprendió mucho porque pues él me dirigió —y ríe por la ironía—. Me dirigió para llegar a esa escuela. Me indicaba qué calle o qué camión tomar porque en aquel entonces no sabía llegar.

Hoy Karen es la directora técnica de Los Pitufos, el equipo que fundaron los Chemical Brothers:

—Somos famosos por perder —dice entre risas.

Karen me platicó que, a partir de la experiencia con su tío, entre sus planes está estudiar una licenciatura en Educación Especial y salir de la casa de su hermana para con seguir su propio espacio.

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En 2015, Juan de la Cruz Canché Várguez apoyó la candidatura de su amigo Orlando Pech, mejor conocido como Mala Vida. “Le di chance, yo lo apoyé, le dije lo que tenía que hacer, pero no me hizo caso y perdió. Juan de la Cruz intentó reelegirse por primera vez en 2018, pero, según cuenta, como comisario ya se había ganado a algunos opositores, lo que no le permitió obtener el triunfo. En 2021 redobló los esfuerzos con el eslogan “Porque yo haré el bien sin mirar a quién”. Esta vez algunos entrevistados dijeron que perdió por haberse opuesto a la venta de unos terrenos ejidales, lo que disgustó a muchos ejidatarios, que lo castigaron en las urnas.

Juan de la Cruz está consciente de que, si quiere ser relevante y escalar en la política, como convertirse en regidor, no tiene tiempo que perder:

—Nosotros [funcionarios con alguna discapacidad] debemos de aprovechar el momento, porque cuando seamos más grandes, será más complicado que nos tomen en cuenta. Ahorita que está muy en boga la inclusión, deberíamos aprovechar que se materialice, que no sea pura propaganda. Los cargos de direcciones de discapacidad los deberían ocupar personas preparadas y con alguna discapacidad. Muchas veces las autoridades lo que hacen es simular: ponen a una persona sin discapacidad como director del área y les achocan [enjaretan] dos o tres personas con discapacidad que solo están de florero.

Juan de la Cruz es muy activo en Facebook. Antes guardaba todas las fotografías de los eventos que organizaba, hasta que un día comenzó a fallar su laptop, que, al igual que su teléfono, cuenta con una voz que lee las palabras y los símbolos en la pantalla. La arreglaron, pero le borraron la información. Se trata de fotos que, aunque no puede verlas, son un testimonio de su paso por el mundo. Por eso, ahora guarda todo en la nube.

—Yo llegué a pensar en una ocasión, y lo sigo pensando, que algún día no voy a estar acá. El tiempo no lo tenemos comprado y algún día vamos a irnos de acá, y más con lo de la discapacidad que tengo.

La primera vez que escuché decir esto a Juan de la Cruz no comprendí por qué hablaba de la discapacidad visual como si fuera una enfermedad que lo podría matar. Lo entendí hasta que escuché sobre sus accidentes con automóviles, los golpes que se ha dado con objetos que colocan a su paso y los hoyos en los que se ha caído en medio de las banquetas. A partir de su gestión, los comisarios han sido jóvenes, y la actual comisaria es una mujer. Juan de la Cruz es la prueba de que los cambios de paradigma surgen en comunidades pequeñas, cambios que, en casos como el suyo, por algún motivo no llegan a las noticias nacionales. Aunque ya no ocupa un cargo público, la gente se le sigue acercando para pedirle favores que no le competen: mejoras de infraestructura para la comunidad, consultas de cómo tramitar becas, permisos y hasta divorcios, entre otras asesorías legales sobre cómo funciona un pagaré o la cesión de derecho ejidal. Aunque no ha sido reelegido, continúa guiando a su comunidad.

—De hecho, a un cómico de acá, de Umán, le mandé mensaje, enviándole saludos, y lo leyó mientras estaba en una transmisión en vivo, y dijo: “¡Ah!, Juan Canché, directamente de San Antonio Chun, ¡el comisario vitalicio!”.

Actualmente, Juan de la Cruz es suplente de regidor contra su voluntad. Unas personas lo engañaron diciendo que si firmaba lo harían regidor, y quedó como suplente. El último video que subió a su Facebook lo muestra andando en bicicleta, acelerando y sonriendo, sin estar seguro de lo que tiene por delante.

Cuando le pregunté qué planes tiene al buscar ser reelegido comisario, contestó:

—Quizás me gustaría gestionar un campo de futbol o de beisbol, y además un cementerio, que voy a investigar cómo se hace. Porque allí no tenemos cementerio —me dice en un café en Mérida.

El 19 de julio de 2023, Juan de la Cruz me había pedido que nos encontráramos en un lugar nuevo, para que lo conociera. Allí ordenamos dos bizcochos de guayaba y Juan de la Cruz quiso un orange cold brew que le recomendó Mónica, la mesera.

—¿Y dónde los entierran?

—En Samahil, pero allí no pertenecemos nosotros. Lo he analizado y digo: “Qué necesidad tenemos de ir a pedir favor o de llevar a nuestros familiares allí”. Porque parece nada, pero eso del panteón es como una casa. Yo quiero morir en mi casa, en mi comunidad.

Si me preguntaran hoy a qué huele la discapacidad, respondería que a pan de guayaba, a cold brew de naranja, a gato encerrado, a flor de pantano, a cochino encebado, a chela y a toros. Si Juan de la Cruz cumple su sueño de construir un cementerio en San Antonio Chun para ser enterrado en su propia tierra, quizá algún día sea él quien regrese a chelear con los Chemical Brothers, como el protagonista de aquel corto de Guillermo Arriaga, y que sus amigos le digan: “Juan, no puedes venir cada que se te dé la gana, ya estás muerto, cabrón”.

Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg.

Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».

 


RICARDO GUERRA DE LA PEÑA. Ciudad de México, 1992. Narrador y tallerista. Autor de El santo del crack (Los Libros del Perro, 2022) y recientemente seleccionado en la antología Crónica núm. 5 (Libros UNAM, 2023). La mejor mitad de su vida ha transcurrido en Mérida, Yucatán. No escribe solo, lo acompañan sus mascotas Yogui y Loch.

ROBIN CANUL. Campeche, 1985. Es fotógrafo documental de largo aliento y artista multidisciplinario. Se enfoca en temas relacionados con derechos humanos y medio ambiente. Ha colaborado para diversos medios y organizaciones internacionales como AJ+ Español, Brut, Libération (Francia), Ecos, Climate Home, Mongabay, Pie de Página, Gatopardo, Goldman Prize, Greenpeace, entre otros. Actualmente forma parte del movimiento cultural Narrativas desde la Mayanidad y el colectivo Sak Bej.

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