En la provincia de Pinar del Río, Cuba, casi doscientas personas viven aisladas en las montañas del valle de Viñales. No acuden a consultas médicas ni a hospitales porque se tratan con el agua de los manantiales, siguiendo la leyenda de Antoñica Izquierdo y el poder curativo de estas aguas. Los "acuáticos" viven hoy desligados de todo. Llevan vidas rústicas y perentorias. Este texto forma parte de La isla oculta (Libros del K.O., 2023), del periodista Abraham Jiménez Enoa.
Esta historia sobre los acuáticos se publicó en «Cuando la Tierra habla».
Los gritos de dolor estremecen la casa. Salen de una habitación separada por una cortina de tela que cae del techo de madera. La cortina se mece de vez en vez, no se sabe si por la brisa nocturna del verano —que corre a ratos— o por los gritos de dolor que cuartean la madrugada. Detrás de la cortina y en algún lugar de esa trastocada habitación, por lo que se oye, por los altisonantes alaridos que salen y perturban el ambiente bucólico en la llanura de la Sierra del Infierno en el valle de Viñales, parecería haber una fiera herida que aguarda la muerte.
Afuera, en la sala, hay diez personas. Están sentadas en las dos mecedoras de madera, en las dos butacas, en los cuatro taburetes de la mesa y en un pequeñito sofá. Son los cinco hijos de Juanito y Victoria con sus respectivas esposas. Todos miran algún punto fijo con la mirada perdida. Todos tienen los codos sobre las piernas y las palmas de las dos manos sujetándoles los rostros. Ninguno habla. Solo se escucha el zumbido insoportable de una manada de enormes mosquitos de patas blancas y el croar acompasado de las ranas que celebran la fina llovizna que cae.
Cada grito de dolor retumba en la madera mojada y el eco se clava como una daga afilada en el sufrimiento de los rostros famélicos de los familiares, efigies sin alma que hacen un gesto al unísono: las cejas bajan y se alargan, los pómulos se endurecen y las mandíbulas se comprimen con los dientes sobre los dientes. Dentro de la habitación, Juanito, de 82 años, yace en una cama sin sábanas. A su lado, su esposa Victoria, de ochenta, lo contempla con los ojos aguados y le pasa la mano por todo el torso sin decir nada. Llevan 54 años de matrimonio. En el piso hay dos palanganas de metal con agua, una semivacía y otra llena. En ambas hay un jarro metálico sin asa y un trapo.
Juanito le pide a Victoria que lo ayude a incorporarse y, poco a poco, con las manos entrelazadas, ambos lo logran. Victoria levanta la palangana llena de agua y se la coloca en las piernas. Juanito introduce sus dos manos y cierra los ojos, balbucea algo que no se entiende, como un rezo.
Victoria llora también con los ojos cerrados. Juanito une sus dos manos en forma de recipiente, las carga con agua y se la echa encima, en la cabeza, en la espalda, en casi todo el cuerpo. Coge el trapo y se lo pasa mojado por la zona de los riñones, donde más dolor tiene. Y se vuelve a acostar.
Juanito empieza a sudar como si fuera un hielo que se descongela. Al rato, regresan los gestos de dolor, de desgarro. El rostro se desfigura: la boca se tuerce, los ojos suben y se viran, los dientes muerden y sostienen con temblor la poca carnosidad de los labios secos. La casa, que está repleta de familiares, vuelve a estremecerse con los gritos. No hay un médico que pueda aplacar la amargura, ni ningún familiar podrá solicitarlo. Desde hace ochenta años, lo único que salva, cura y protege a Juanito es el agua.
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Juanito nació en 1935 en los Cayos San Felipe, una comunidad intrincada en la occidental provincia de Pinar del Río, perteneciente a la cordillera de Guaniguanico, patrimonio natural de la humanidad declarado por la UNESCO desde 1999.
Dos años después, en 1937, Juanito pesaba seis kilogramos. Desde el parto, fue un niño enfermizo, pues sus dos pulmones casi no funcionaban. Lo poco que sus padres cosechaban en la pequeña finca que poseían y los pocos animales que tenían para trabajar la tierra fueron cambiados por consultas y medicamentos que al final no mejoraron la salud del chico.
Los doctores y especialistas desistieron y recomendaron a los padres de Juanito que lo mejor para ellos era que no siguieran gastando sus pocos recursos, pues habían llegado a la conclusión de que los pulmones de su hijo no habían terminado de formarse debidamente durante los nueve meses de embarazo de la madre y al niño le quedaban pocos días de vida. Pero un suceso cambió la historia de los Cayos San Felipe y de Juanito. Según la consulta en el archivo de la Biblioteca Nacional de varios recortes de periódicos locales de la época y de la revista Bohemia, el 8 de enero de 1936 comenzó la historia de Antoñica Izquierdo y los acuáticos.
El largometraje cubano Los días del agua, producido por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica y dirigida por Manuel Octavio Gómez en 1971, está basado en la historia que aconteció en San Felipe y relata cómo ese día la señora Antoñica, madre de siete hijos, cayó en un hoyo de desesperación e impotencia cuando a su hijo menor, de dos años, contemporáneo con Juanito, lo comenzaron a atacar fiebres altísimas. Lo llamaban “calenturas” en aquel entonces.
Izquierdo y su marido no tenían dinero suficiente para salir del pedregoso y alejado campo donde vivían y acudir a una consulta pagada con algún doctor. Antoñica, desconsolada, dejó al niño encima de una cama de guano y se fue a su altar religioso a implorarle a Dios que la ayudara. Su marido tomó al niño en los brazos y sintió cómo titiritaba, cómo los temblores lo estremecían a él. Horas después, Izquierdo regresó y le dijo: “La Virgen María me ha hablado, me ha dicho cómo salvar a nuestro hijo”. Antoñica, como un relámpago, desnudó a su hijo, lo tapó con unos largos y harapientos trapos de tela blanca y se lo llevó en brazos a un arroyo cercano.
En la noche oscura del monte, lo introdujo en el agua y, pidiéndole con rezos a la Virgen, lo bañó. De regreso a la casa, la temperatura corporal del niño no pudo hacer otra cosa que bajar y obviamente, en ese instante, para Antoñica y su marido se consumó el deseado milagro: las fiebres desaparecieron.
Ni los historiadores ni la poca bibliografía que existe aclaran si el niño volvió a contraer fiebre después del baño frío. La historia, contada desde el misticismo, recoge que luego la señora Izquierdo tendría otra aparición en casa y diría ante su altar: “La Virgen María me ha designado protectora de los infelices de la tierra, para ayudarlos y curarlos sin interés alguno, sin cobrarles ni siquiera un centavo, sin medicinas y solo con agua”.
Y eso terminó ocurriendo de 1936 a 1939, cuando Cayos San Felipe dejó de ser un sitio embrollado entre los lomeríos inaccesibles y un fango tragón de tierra roja, y sus matorrales se convirtieron en senderos definidos por el peregrinar incesante de personas que comenzaron a acudir en masa a la casa de Antoñica Izquierdo, la mujer que curaba con agua.
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Un par de semanas antes de caer adolorido en cama, Juanito trabajaba como de costumbre en el campo. A sus 82 años, ya está acostumbrado al sol bravucón y le basta con salir a trabajar la tierra con un sombrero ancho de guano y con un pantalón y camisa verde olivo de miliciano. Descalzo. Juanito es un tipo gentil, que siempre ríe, aunque sus oídos han dejado de escuchar con nitidez y su ojo izquierdo se ha quedado sin visión. Un guajiro, al fin y al cabo, que tiene talladas en su cuerpo las heridas de guerra de la vida en el campo. Su pelo rubio mutó a castaño oscuro. Su piel blanca ahora es cobriza y arrugada. Sus manos y pies son láminas de acero puro.
A pesar de la edad y de sus limitaciones físicas, prefiere seguir saliendo con el primer cantío de gallo para ayudar a sus hijos en la vega de tabaco o en los sembrados de yuca, malanga, frijoles y maíz. Regresa pasadas las dos de la tarde, empapado en sudor y con los pies embarrados de fango. “Yo estuve a punto de morir cuando era un niño y Antoñica me curó, los médicos no me dieron esperanza de vida y mírame aquí hoy, ochenta años después”, dice Juanito, días antes de la agonía, en el portal de su casa después de regresar del campo.
En 1937, los padres de Juanito, asfixiados por la impotencia de ver el deterioro acelerado de su hijo, acudieron a la casa de la señora Izquierdo. Estuvieron un par de días haciendo una larga fila entre personas que se agolpaban en los alrededores de la mítica casa de guano para curarse con agua.
“Mis padres me dijeron que ella me miró fijo y que les dijo: ‘No le den más medicina a este niño, báñenlo durante nueve días en agua de manantial’”, cuenta Juanito.
Antes de ver a Antoñica, los padres de Juanito habían hecho una promesa: si la curandera salvaba al niño con agua, ellos no pondrían más nunca los pies en una consulta médica.
Después de los baños, Juanito no solo se curó, sino que se volvió una persona saludable. Su padre murió a los 92; su madre, a los 93, después de sesenta años en los que solo el agua fue su medicina. Se convirtieron así, ellos y Juanito, en una de las primeras familias acuáticas que existieron.
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“Esto es una creencia sana que se basa en la fe que tenemos en el agua. Al final, el que está para morir se muere, aunque tenga médicos alrededor”, explica Juanito sobre la tradición.
Como el mismo Juanito abandonó su cuerpo de niño deshilachado y comenzó a tener una vida sana, otros miles de personas que también visitaron a la curandera de los Cayos San Felipe recibieron igualmente el beneficio de Antoñica y vieron cómo su salud mejoró.
La fama de la señora Izquierdo fue tal que uno de los políticos más encumbrados de la provincia de Pinar del Río a finales de la década del treinta del siglo pasado, el abogado Navarro, apoyó su campaña electoral regional —que después ganó por amplio margen sobre el senador Pedro Blanco— en sacar de prisión a la curandera.
Antoñica había sido desalojada de su hogar delante de una masa compacta de personas que aguardaban por sus servicios después de pasar a la intemperie noches bajo torrenciales aguaceros sin tener dónde guarecerse. Según Los días del agua, la razón por la cual las autoridades la encarcelaron y la llevaron a juicio fue la muerte de un señor que encontraron en estado de putrefacción junto a un arroyo.
Los médicos y políticos de la provincia aprovecharon la coyuntura para inculparla del fallecimiento. Los periódicos de la época describen la inconformidad de los trabajadores de la salud con la existencia de Antoñica. “Prefiero que me digan asesina antes que digan que Dios no cura y que no hace milagros a través de mi persona”, dijo Antoñica en el juicio oral en el que quedaría absuelta con la ayuda de Navarro. Un servicio que a la larga le costaría la muerte.
La curandera regresó a su casa de guano y ayudó a los necesitados que acudieron ante ella. Pero su figura se volvió motivo de encono entre políticos y representantes de la sociedad, razón por la cual les pidió a sus fieles que quemaran sus cédulas de identidad, que abandonaran cualquier filiación política o social, que echaran a la basura las medicinas y más nunca acudieran a un hospital, que los niños no fueran a las escuelas a estudiar y los adultos no acudieran a los centros laborales, y así, a partir de ese momento, ella, amén de velar por la salud de todos ellos con los poderes curativos del agua, pasaría a ser su guía y protectora espiritual.
Pero la zona de los Cayos San Felipe donde vivía Antoñica y donde empezaron a asentarse los primeros acuáticos pertenecía al senador Pedro Blanco, aquel que había perdido ante Navarro las elecciones regionales gracias a la ayuda de Izquierdo. Golpeado por la derrota, Blanco tomó represalias contra la señora y sus seguidores y a golpe de fuego los expulsó de sus tierras. Fueron días de barbarie en los que muchos acuáticos murieron enfrentándose a las fuerzas del senador, otros pudieron emigrar. Antoñica fue apresada y enviada a Mazorra, un centro de atención psiquiátrica en La Habana del que más nunca pudo salir.
En 1945 murió ahogada de angustia en una habitación de paredes húmedas y mohosas a la que solo le entraba la luz del sol a través de una pequeña ventana de barrotes de hierro. El tiempo que pasó recluida en aquella mazmorra la aniquiló.
Los especialistas determinaron que su desequilibrio mental era grave y que le provocaba visiones, por ello decidieron aislarla de toda interacción humana: una dosis de su propia medicina. Los acuáticos que pudieron escapar del azote de los capataces de Blanco y de unos toros cebú, que soltaron para arrollar con todo lo que tuvieran delante, caminaron por toda la cordillera más occidental de Cuba como zombis a la deriva hasta llegar a una zona aún más intrincada: la Sierra del Infierno en el valle de Viñales.
Allí, para estar seguros de que la persecución había terminado, para poder asentarse y tener la tranquilidad plena de que nadie los importunara, primero derribaron un mogote enorme con dinamita y luego abrieron un trillo que daba inicio a una montaña empinada a la que solo se podía acceder a pie o a caballo.
En ese sitio levantaron una comunidad donde todos los habitantes eran acuáticos y se aislaron del mundo como les encomendó Antoñica. Pasaron los años y, en 1959, Fidel Castro y los barbudos de su ejército de rebeldes tomaron el poder. Tiempo después, del llano llegó la noticia del cambio de régimen, pero en la inaccesible Sierra del Infierno poco importó. Los acuáticos siguieron sin querer saber absolutamente nada de los políticos y sus instituciones. En ese instante lo que más les preocupaba era cómo sacar de la montaña a los ancianos que morían y dónde enterrarlos. Estaban hastiados de recorrer los ocho kilómetros de montaña, en picada, con los ataúdes a cuestas.
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Después de 1959, y de la posterior declaración de Fidel Castro del carácter socialista de la nación, la Sierra del Infierno y los acuáticos se volvieron, junto a la base militar norteamericana de Guantánamo, los únicos territorios dentro de los límites de la isla que la Revolución cubana no pudo allanar.
Setenta y cinco años después de la muerte de Antoñica Izquierdo, las familias acuáticas no acuden a consultas médicas ni a hospitales porque se curan con agua en sus casas. Siguen desligados del Estado cubano, no portan carnet de identidad ni pertenecen a ninguna organización, y la mayoría de los niños solo aprenden a leer y a escribir y no van a la escuela por decisión de los padres. La creencia ha perdurado por más de medio siglo y lo único que los ha puesto en jaque ha sido el paso del tiempo. Los que han conocido —sobre todo los más jóvenes— el llano y las bondades de la modernidad en su mayoría no han regresado a sus rústicas y perentorias vidas.
Después de emigrar de los Cayos San Felipe y asentarse en la Sierra del Infierno, la comunidad de acuáticos alcanzó las veintisiete familias. Hoy quedan ocho casas que pertenecen a dos de ellas. En el pueblo de Viñales también hay acuáticos, pero estos decidieron abandonar la vida en la montaña y mantener la creencia en el llano.
Otros se alejaron mucho más de la Sierra del Infierno e instauraron una nueva comunidad en la provincia de Artemisa, en la zona rural del municipio de San Cristóbal, que con mil acuáticos llegó a albergar la mayor población. Hoy quedan setenta familias y son alrededor de doscientas personas.
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En la Sierra del Infierno hay tanta agua bajo tierra —corre por los manantiales subterráneos— que el fango no le huye al sol, lo reta y lo derrota. Las herraduras de los caballos se atascan y chapotean granadas de lodo. Subir a pie es posible, pero sería una tarea inclemente. Hay senderos que son de rocas húmedas y donde hasta los caballos tienen que andar fino. Hay senderos que son pequeños pantanos de fango rojo donde los caballos se arquean hacia delante y luego cabecean para poder avanzar.
Fuera de los senderos, la sierra no tiene nada de infierno, todo es paz. Lo único que se escucha es el trinar de los pájaros que revolotean entre las hojas verdísimas de los árboles mojados por el rocío mañanero y una brisa que pasa y mueve toda la cresta de la montaña, desde donde se puede contemplar el imponente valle de Viñales con sus mogotes. A mitad de montaña hay una primera meseta, un primer descanso. Es la única parte del sendero que es rectilínea y en donde la tierra no es blanda. A ambos lados hay decenas de matas de mango, el olor se cuela en la nariz y juguetea.
De los arbustos salen unas gallinas negras a las que siguen unos diminutos pollitos veteados en amarillo y negro. Una pequeña manada de cerdos corre, detrás los persigue un perro de caza con la lengua afuera. Los conduce hacia dentro de un portón. El perro tiene las puntas de las orejas cortadas en forma triangular, un antídoto contra la sarna. A pocos metros de allí vive el matrimonio de acuáticos de Milagro y Berto. Milagro es pequeña, gordita, blanca, lleva el pelo corto. Tiene cincuenta años y es escurridiza. Todo lo que huela a pregunta le hace fruncir el ceño y huir con alguna excusa. Cuando llega alguien que no es de la montaña, se siente sumamente incómoda. Berto también es chiquito y mulato, lleva espejuelos y sombrero alón, se mantiene atlético a sus 51 años. Es amable, pero casi no habla, cuesta sacarle alguna frase de la boca.
Milagro y Berto casi nunca bajan de la montaña, salen de su cerco solo cuando van a ver a algún familiar enfermo o cuando necesitan alguna pieza electrónica para su ventilador, refrigerador o televisor. En casa, nada más reciben las visitas de sus familiares cuando suben del llano, las de su ayudante de trabajo todas las mañanas cuando les toca la puerta para empezar las labores del día y las de los turistas que trepan la montaña para disfrutar la placentera vista del valle desde lo alto o para saber cómo es la vida de los acuáticos. “El turismo que llega hasta aquí es una ayuda, pero realmente vivimos de la tierra. La mayoría de lo que producimos es para nuestro consumo”, dice Milagro.
Además de trabajar en los sembrados de maíz, yuca y malanga, todas las mañanas Milagro, Berto y su ayudante se sientan delante de tres tanquetas metálicas repletas hasta el tope de amarillitos mangos criollos y cada uno pela con un cuchillo de filo brillante cientos de ellos. Cuando los mangos quedan sin cáscaras, los cortan en jugosas rodajas. La afilada lámina del cuchillo entra y se desliza sin pudor en el cuerpo macizo del mango y lo hace chorrear hilos de zumo que caminan por las palmas de las manos y se enredan entre los dedos dejando una incómoda sensación de engomado.
Luego, exprimen los mangos en un rodillo de madera y embotellan la pulpa espesa en recipientes de cristal y la ponen a fuego lento durante cuarenta minutos para evitar que se fermente. De ahí sale el jugo que les venden a los turistas a un dólar. También ofertan limonada al mismo precio.
La casa del matrimonio es de mampostería y la energía eléctrica les llega a través de un panel solar que tienen en el techo de la casa. Después de veintisiete años de obras, lograron levantar la vivienda. Durante todo ese tiempo tuvieron que subir en bueyes por los difíciles senderos de la montaña, los sacos de gravilla, el polvo de piedra, el cemento y los bloques. Mientras, hicieron su vida en un bohío de guano que construyeron a un costado de la casa, bohío que han dejado en pie para el mal tiempo y la temporada de ciclones. “Aunque pienses que no, esa casita es más fuerte que la de mampostería, sobrevive a ciclones”, afirma Berto.
En el año 2008 quedaban aún en la montaña cinco familias, pero el paso por territorio pinareño de los huracanes Gustav e Ike destrozó por completo la Sierra del Infierno, dejándola sin vegetación y devastada. “Casi todos nos quedamos sin techo y sin plantaciones y por eso tres de las cinco familias decidieron irse de la montaña”.
Las tres familias que bajaron al llano luego de que los huracanes los dejaran sin viviendas, así como las otras que lo habían hecho antes, han mantenido la creencia. “Ellos se han ido por cómo es la vida de difícil aquí arriba, pero se llevaron el agua, han puesto una manguera que va directo del manantial a sus casas”, comenta Milagro.
Milagro también cuenta que mucha gente enferma y que no cree en la tradición llega hasta la montaña “a curarse o beber” agua de manantial, que ellos no tienen ningún documento legal que los identifique como ciudadanos cubanos y que si bajan por alguna casualidad al pueblo —cosa que rara vez sucede— y alguna autoridad los detiene y les piden identificación, ellos dicen que son acuáticos y los dejan seguir.
“En mi vida nunca he tomado pastilla ni ningún medicamento. Cuando me enfermo o me duele algo lo que hago es ponerme paños tibios con agua para los dolores”, asevera Milagro. Berto la apoya: “Es la fe que uno tenga. Hace poco un primo mío se partió un pie y se lo entablillé yo mismo con agua y ya está caminando. Lo que no tiene cura nada lo cura”.
Los acuáticos lo resuelven todo así, a través del agua y por sus medios, incluso los partos de las mujeres, aun cuando desde la década de los ochenta el Gobierno cubano, a través de un plan especial del Ministerio de Salud Pública, mantiene un censo constante en la zona para ubicar a las embarazadas y seguir el proceso de gestación. Una vez que llega el momento de dar a luz, se resistan o no, son trasladadas de manera obligatoria a un hospital materno.
“Cuando ellos se enteran de que alguien está a punto de parir, vienen los doctores con la policía y se llevan a las embarazadas para el pueblo y las ingresan en algún hospital”, explica Milagro con desdén, con la mirada pesada.
Milagro tiene dos hijos. La mayor es una hembra de veintiocho años que nació en un materno después de que las autoridades de la provincia se presentaran en la montaña por mediación de la policía y se la llevaran por la fuerza hacia el hospital ante la mirada atónita y los ojos llorosos de Berto.
“Te llevan a un lugar donde no quieres ir”, señala Milagro y apunta que “desde que nació en ese hospital, mi niña ha sido la más enfermiza de mis dos hijos”. El varón tiene veintiún años y nació en casa. Durante los nueve meses de embarazo, Milagro estuvo todo el tiempo escondiendo la barriga y huyendo de las enfermeras que acudían a la montaña a realizar su bojeo de rigor en la sierra.
Cuando la panza creció y era inevitable detectar a la criatura que venía en camino, Milagro se escondió en el monte profundo. “Cuando amanecía, me iba sola para adentro, donde no llega la gente, hasta que caía la noche y viraba”, indica, y agrega que así fue como pudo escurrirse y tener a su bebé en casa y darle su primer baño con agua de manantial. “Intenté enseñarles a mis hijos la creencia, pero esto no es obligado”, expresa Berto con voz cortada, resentido. Sus dos hijos con Milagro ya no están en casa ni quisieron ser acuáticos.
“Ellos se fueron, es su decisión. Por eso quedamos pocos ya”, afirma Milagro.
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“La gente deja la fe por el alumbramiento del mundo, pero Antoñica lo había anticipado, ella dijo que iba a pasar como en los tiempos de Noé, que iban a disminuir los creyentes”, indica Bernardo, sobrino nieto de la señora Izquierdo, apoyado en el marco de una de las ventanas de casa de su tío. Bernardo tiene 49 años, pero su figura es la de un anciano bien cuidado. Su rostro intimida cuando mira fijo o cuando habla. Sus dientes afilados de piraña sobresalen por encima de sus labios finos su nariz curva, sus ojos grandes y ovalados, y sus cejas mitad negras y mitad blancas, al igual que el pelo de su cabeza entrecana.
Los Rodríguez son la otra familia de acuáticos que aún vive en la Sierra del Infierno. Su casa está mucho más arriba que la de Milagro y Berto. Bernardo, que vive en San Cristóbal, está de visita y vino cojeando porque hace alrededor de cincuenta días tuvo un accidente: mientras arreglaba el inodoro de su casa, tropezó, se cayó sobre él y se cortó los tendones del pie izquierdo.
La cicatriz se ve fresca y mal cuidada, tiene zonas en las que la carne aún no ha empezado a mudar la epidermis lastimada y la infección supura en pequeños volcanes de pus. Bernardo dice que lo único que ha hecho para curarse la herida es echarse agua y más agua. Y que la herida sola ha empezado a sanar.
“Nosotros seguimos a la naturaleza, que es lo que Dios creó. No tenemos carnet de identificación porque Antoñica dijo que iba a haber dos partidos en la tierra: el de Dios y el del mundo”, comenta Bernardo.
Los únicos electrodomésticos que hay en casa de los Rodríguez son un radio y un refrigerador. Y no pueden tener mucho más. El panel solar que les otorgó el Estado cubano —ubicado a un costado de la casa— solo les suministra energía para abastecer a esos dos equipos y para alumbrar la casa en las noches.
Todos los Rodríguez nacieron en la sierra sin asistencia médica y aún mantienen la tradición en la familia. Antonio, el tío de Bernardo, tiene 62 años y en casa conserva aún un par de fotografías viejas en blanco y negro donde se puede ver a Antoñica sentada y rodeada de sus siete hijos.
El motivo de la visita de Bernardo era encontrarse con su tío. Antonio llevaba días sin levantarse de la cama por unos fortísimos dolores que le estaban azotando la zona de los riñones. “Recé y me puse unos paños tibios con agua y a los pocos días fui al baño y orinando solté una piedra. Después de eso se fue el dolor”, cuenta Antonio con orgullo.
Detrás de la casa de los Rodríguez, en un hierbazal, Bernardo señala un majá de un metro y tanto sin cabeza, lo ha matado de un machetazo. “Aquí los ha habido mucho más grandes, no hay que tenerles miedo, el hombre lo puede todo si tiene fe”, dice.
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En el último peldaño de la Sierra del Infierno hay un sui géneris mirador turístico. Es una casa de madera con techo de guano donde venden agua fría, soda, cervezas cubanas para sentarse y disfrutar de una vista espectacular del valle de Viñales. El mirador lo administran dos primos acuáticos que decidieron sacarle algo de provecho a la montaña, aunque ya no vivan en ella. “La religión es para los que la sienten de corazón. No importa si te vas de la montaña. No hay que firmar un papel”, señala Juan Carlos, de veintisiete años.
De todos los acuáticos que viven alrededor de la sierra, Juan Carlos es el que menos lo aparenta. Su pelo es rubio y le llega por la cintura, no viste de campesino, no trabaja el campo y a simple vista no le faltan dientes, como a todos los demás. Se dedica a servir de guía turístico a los que por ahí asoman. Hace cinco años, en una de esas expediciones tuvo un romance con una portuguesa; tiempo después se casaría con ella. Dentro de unos meses se irá de Cuba.
Ni Juan Carlos ni su primo Félix, de 43 años, fueron de niños a la escuela, apenas saben leer y escribir. “Me siento bien así, el resto lo aprendes con la vida”, apunta Félix sin remordimientos, pero añade: “Creo que esto se va a acabar porque los jóvenes ya no se suman. Mi hija tiene un novio que no es de la religión y seguro que en su momento sí irá al médico o hará cualquier otra cosa con la que nosotros los acuáticos no comulgamos”. La hija de Félix es adolescente y aprendió a leer y a escribir con Marcelino Collara Martínez, el maestro de 51 años que el Ministerio de Educación envió a la montaña para intentar instruir a los acuáticos.
Marcelino, dos veces a la semana, sale de su casa a primera hora de la mañana y toma su bicicleta. Pedalea desde el poblado de Viñales hasta la Sierra del Infierno durante cerca de diez kilómetros por un terreno lleno de piedras. Después, a pie, trepa por los senderos de la montaña para dar clases a los tres niños acuáticos —uno de tercer grado y dos de octavo— en un aula rústica e improvisada.
“Les doy lengua española y matemáticas. No admiten recibir ciencias naturales por su creencia y el tabú del sexo y del cuerpo humano, tampoco admiten la historia por la evolución del hombre. El ministerio permitió ese plan de clases, algo es algo”, expresa Collara, que lleva diecisiete años haciendo esos tramos de ida y vuelta.
Marcelino es alto y flaco. Su figura es la de un fondista etíope que entrena en las montañas antes de ir a probar suerte a los maratones de las grandes ciudades. Sus extremidades son largas, su piel está quemada en exceso por el sol y lleva un mostacho grueso. “No son inteligentes, no les interesa nada, los padres lo único que quieren es que sus hijos aprendan a leer y a escribir. Las clases están estimadas hasta noveno grado”, apunta Collara.
Después de 1959, el Gobierno cubano intentó por todos los medios sacar del aislamiento a la comunidad de los acuáticos. Incluso les llegaron a construir en la propia sierra una escuela, pero los padres se negaron a mandar a sus hijos a las aulas a recibir las clases. No fue hasta mediados de la década de los ochenta cuando algunas familias acuáticas aceptaron que sus niños al menos aprendieran a leer y a escribir. Pero la intención del Gobierno se volvió a ver interrumpida por uno de los primeros maestros que subieron a la Sierra del Infierno.
“El profesor que estuvo antes que yo enamoró a la esposa de un acuático y se la llevó con él a vivir al pueblo. Eso creó un mal precedente y ellos decidieron no aceptar a ningún profesor más hasta que llegué yo”, cuenta Marcelino, quien cobra al mes 671 pesos cubanos, unos treinta dólares, por lo que cuando no anda pedaleando en la bicicleta por los terraplenes o cuando no está en el aula impartiendo clases, está recogiendo plásticos, latas, cartones y botellas por las calles para luego vender los kilogramos de material reciclable que pueda recopilar y así poder mantener a su familia.
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Pedro Luis, vecino de Viñales, sin proponérselo, y sin serlo, ha estado casi toda su vida conviviendo entre acuáticos. A sus setenta años, sentado en la sala de su pequeña casita, no para de contar anécdotas y pasajes que ha presenciado junto a ellos en cooperativas agropecuarias, en una empresa forestal y en el propio barrio.
“A Alberto le dio de pronto un dolor de apendicitis en el surco y se desmayó. Hubo que salir corriendo y operarlo de urgencia. Después que lo habían operado nos acordamos de que era acuático. Alberto más nunca pudo virar a su casa, se tuvo que ir a hacer su vida a otro pueblo”, cuenta Pedro Luis sobre un subordinado que tuvo en una cooperativa.
También recuerda que el administrador de la empresa forestal para la que trabajó a mediados de la década de los noventa era acuático: “Hoy el hombre casi no puede caminar porque en un accidente de trabajo le dieron un hachazo en el pie y quiso curarse con agua. Al final, la herida nunca sanó y ahora le dicen Antonio el Cojo”.
Una vecina de Pedro Luis contrajo matrimonio con un acuático y decidió ir a vivir a la montaña. “No sé sabe cómo se quemó todo el cuerpo, y en vez de llevarla a un servicio de urgencia de algún hospital la dejaron en una cama intentando curarla con agua. A los pocos días se la comieron los gusanos delante de todos”, relata.
Pero de todos esos pasajes surrealistas, nada le provoca tanta repulsión a Pedro Luis como que a algún acuático le duela una muela: “Van y buscan un palo y lo parten por la mitad. Después lo viran bocabajo hasta que el tronco comienza a soltar gotas de una sustancia blanca y babosa, y eso se lo echan en las muelas y en un rato el diente se les cuartea en pedazos, lo escupen y se les quita el dolor”.
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Hay silencio en la Sierra del Infierno: los gritos de Juanito cesaron. Victoria sale de la habitación y mira al suelo con el rostro compungido. Lleva horas despierta y carga en cada mano una palangana metálica, vacías las dos. Camina hacia el patio para llenarlas. Por la puerta trasera, que está abierta, entra una luz rara y una brisa leve: la madrugada empieza a apagarse.
En la sala, la mayoría duermen incómodos, en unas posturas insospechadas. Uno de los cinco hijos del matrimonio de Juanito y Victoria se despierta al ver a su madre atravesar la cortina. La madre le dice: “Se quedó dormido, ha dejado de sangrar”. Victoria habla de Juanito, de su hernia estrangulada y de la enorme infección en los riñones que lo tiene convaleciente en cama.
El hijo de Victoria que despertó se llama Juan. Tiene 33 años y es el más apegado a sus padres. “Cuando nací, primero sacaron a mi hermano muerto y después a mí. Éramos mellizos, pero el parto se complicó porque fue en casa y sin médicos”, expresa. Él y sus cuatro hermanos lamentan la infancia que tuvieron y la vida “de perro” que llevó su madre, producto de la tradición de los acuáticos.
“Ninguno de nosotros fue a la escuela y ninguno de nosotros sabe hacer otra cosa que no sea trabajar la tierra, eso fue lo que nos inculcó mi padre, pero nosotros no hemos hecho lo mismo con nuestros hijos”, señala Juan con pena por su vida.
En el patio, Victoria llena las palanganas de agua, pero no podrá llevarlas de vuelta a la habitación para cuando Juanito despierte. Después de 47 años sin asistencia médica, Victoria ni siquiera puede agacharse, su columna está destrozada y además sufre una cardiopatía crónica, tiene un fibroma, padece de la tiroides y es hipertensa.
“Cuando vivía en la montaña, era costurera y tenía que bajar y subir la loma para poder vender las cosas que cosía. Iba con 110 libras de tela al hombro y eso acabó con mi salud. Llegué a tener siete de hemoglobina y por eso dejé de ser acuática y bajé a vivir aquí abajo”, cuenta Victoria.
La primera vez que Victoria enfermó con gravedad, hace doce años, decidió ir a un hospital y toda la familia pensó que ese era el fin de su relación con Juanito. En las dos semanas que estuvo ingresada recibió la visita de sus hijos, pero no de su esposo. Cuando le dieron el alta médica y regresó a la Sierra del Infierno, Juanito la estaba esperando en la punta de la montaña para darle un abrazo. Días después bajaron a vivir al llano.
“Al principio, por miedo, escondía las medicinas donde Juanito no las viera y me las tomaba cuando él no estaba”, explica Victoria.
Un gallo canta. El sol despierta y se eleva por detrás de un mogote. El chorro de agua suena estrepitosamente cuando sale del grifo y cae con violencia en el metal de las palanganas vacías. Victoria recoge una cazuela vieja que está tirada bocabajo en la tierra mojada. La llena de granos de maíz y camina por el patio echándoles comida a unas gallinas hambrientas. Se sienta en un pedazo de tronco debajo de un árbol a observarlas comer. El eco de un grito de Juanito espanta a las gallinas, que corren despavoridas hacia cualquier lugar.