El peligro en la reelección de Nayib Bukele

Bukele y el día en que el miedo triunfó

El mundo mira con asombro cómo se gesta una dictadura en Centroamérica. El presidente reelecto en El Salvador, Nayib Bukele, concentra el poder en todas las esferas. Aunque para los salvadoreños, este régimen de excepción es la única respuesta ante la violencia que han sufrido durante décadas.

Tiempo de lectura: 17 minutos

Las campanas marcan el inicio de la jornada electoral en la cabecera municipal de Panchimalco, una media hora al sur de San Salvador, la capital de El Salvador. El sonido viene de la iglesia que anuncia la misa de las siete de la mañana. Mientras los feligreses llenan la parroquia de la Santa Cruz de Roma, otros hacen fila afuera del Complejo Educativo Profesor Bernardino Villamariona, a solo unas cuadras, para poder votar. No es un domingo cualquiera, es el 4 de febrero de 2024 y al pueblo de El Salvador le toca elegir —o reelegir, según todo pronóstico— a su presidente.

Es Nayib Bukele, de 42 años, quien pinta para gobernar este país de 6.3 millones de habitantes los próximos cinco años, otra vez. Es inaudito. Seis artículos de la Constitución prohíben que un mandatario gobierne de manera consecutiva, pero Bukele, conocido como El presidente millennial, el que dice haber erradicado la violencia —algo que antes era impensable—, logró postularse tras una polémica interpretación de las leyes.

El sacerdote Diego Márquez es un hombre joven. Tiene 32 años y se adentra en la parroquia ante decenas de asistentes que ya lo esperan. Tiene un semblante serio; su cabello es oscuro y corto, la barba recortada al ras de su rostro, bien definida, y los lentes son de un marco metálico delgado. Viste una casulla verde y tiene una presencia que resalta aún con el retablo dorado con una imagen de Cristo a su espalda.

La parroquia tiene tres naves de dimensiones consistentemente católicas: 16 columnas de madera de bálsamo recorren un espacio de 35 metros de largo y 16 de ancho. Es considerada un monumento nacional y ha visto de todo: inundaciones, terremotos, guerra civil y violencia de pandillas. Los arcos y muros desgastados dan fe de los siglos que ha sobrevivido.

Sin embargo, este domingo la misa apenas luce llena, considerando que son 50 mil habitantes en el municipio. El sermón de Diego parece de lo más cotidiano, hasta que recuerda qué día es.

—¿Ya abrieron los centros de votación?—, pregunta.

—Ya.

—Bueno, ya casi se pueden ir a votar.

Continúa con un par de referencias a la política. No es el único momento en que Dios y asuntos del estado se mezclarán durante la jornada.

“Hace un par de días, el chavismo cumplió 25 años de haber llegado al poder. Es un sistema totalitario, donde no hay separación de poder, que es muy peligroso”, dice el sacerdote. “Y a nadie le interesa lo que diga la Constitución…” Se percibe el silencio que rodea las palabras del clérigo y solo se escucha el llanto de una niña entre los feligreses.

Pese a que la entonación sugiere que tiene la intención de seguir, Diego detiene casi en seco sus palabras. Alza la mano, no en señal de bendición, sino de alto. Decide mejor no continuar con la política y retoma lo bíblico hasta que dan las ocho de la mañana. 

Las personas finalmente salen a votar. Es un día despejado, caluroso y el cielo es azul, casi sin nubes. Las calles de Panchimalco ya no aparecen tan vacías como hace una hora. Flores de bugambilia adornan los costados de la calle que flanquea la iglesia y los puestos de pupusas venden comida y café para romper los ayunos. La gente anda por decenas arriba y abajo de las banquetas, donde los carros avanzan lento. La mayoría camina hacia el Complejo Educativo para poder votar.

El sacerdote Diego José entra a la parroquia de la Santa Cruz de Roma en Panchimalco. Fotografía de Esteban González de León.

Desde que comenzó la veda electoral el 1 de febrero, no se ve la imagen de ningún otro partido salvo por el de Nuevas Ideas, la agrupación política de Bukele. Es una afrenta a las leyes electorales y este día no es una excepción. La gran “N” del partido, con fondo azul claro, se presenta en los módulos de orientación de la gente de Nuevas Ideas, algo que sí estaría permitido por la ley, o por lo menos en eso insisten las personas que los atienden —la ley no sanciona la orientación, pero sí la promoción de partidos o candidatos—. Estos módulos de orientación, donde casi una decena de jóvenes hablan con la gente para explicarles sobre el proceso electoral, están prácticamente frente a los centros de votación.

Uno de estos puntos se encuentra en la esquina de la 1a Avenida Norte y la 1a Calle Poniente y los jóvenes guían a la gente hacia la escuela. Doscientos metros más adelante se llega al centro de votación, pero en esta misma esquina comienza el cerco de seguridad. A unos pasos de los jóvenes que sonríen y portan la “N”, hay un grupo de policías. Unos visten prendas azul oscuro y pistolas. Otros parecen más amenazantes. Usan camuflaje y cargan fusiles de alto calibre. Los agentes resguardan toda la ruta hasta la entrada del complejo, una puerta azul oscuro donde más policías armados vigilan, dentro y fuera del recinto electoral.

Al interior hay un alboroto. Unos hacen filas para pedir las boletas, otros preguntan dónde formarse. Hay gente en los salones, los patios y la entrada. Otros se miran el dedo y la tinta indeleble que les aplican los funcionarios electorales para marcar que ya votaron. Lo tardado es la fila para emitir el voto, hay una o dos cabinas por salón y otras más al aire libre.

Los policías miran, esculcan mochilas o bolsas de los recién llegados. Algunos apoyan las manos sobre sus armas.Afuera, la gente sale, celebra que votó y ríe. Pero las calles de Panchimalco no siempre lucieron así. 

Durante prácticamente 40 años la gente convivió con violencia, primero por la guerra civil y luego por el asedio de las pandillas. Ahora los habitantes gozan y celebran poder votar en tranquilidad. Ana María de Pérez y Florentino Pérez, de 68 y 67 años, recuerdan esos tiempos. “Murió mucha gente”, dice Florentino, un fontanero que lleva la vida entera en esta comunidad. Como para muchos en el país, no les resulta fácil hablar de la violencia.

Reclusos de pie en su celda, durante un recorrido en el complejo “Centro de Reclusión del Terrorismo” (CECOT), que según el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, está diseñado para albergar a 40 000 reclusos, en Tecoluca. Fotografía de José Cabezas/REUTERS.

En Panchimalco, explican los habitantes, gobernaban los grupos criminales de la Barrio 18 y la MS-13. Ana María, quien es ama de casa y también ha vivido ahí toda la vida, explica que no era posible salir a las tiendas después de las cinco de la tarde porque podrías convertirte en víctima de pandilleros. Te detenían, amenazaban o asesinaban impunemente.

Los registros de homicidio oficiales de aquellos años lo dejaron claro. La gente de Panchimalco era asesinada frente a canchas de futbol, en el microbús, en las carreteras, los pasajes, la calles principales y en sus propios hogares. Hace dos décadas, hubo años en que las tasas de homicidios rondaban por encima de los 60 por cada 100 mil habitantes, casi a la par del promedio nacional de aquel entonces. En 2019, se registraron 36 por cada 100 mil habitantes. Apenas entraba Bukele al poder y los gobiernos anteriores llevaban años tratando de reducir las muertes a través de acuerdos con las pandillas, algo que él mismo intentó por un tiempo.

Ana María y Florentino salen del centro de votación, emocionados, riendo y platicando con los conocidos que se encuentran y les preguntan si van a votar “también” por Bukele. Les responden que sí. Para la pareja, los años de violencia quedaron en el pasado y el presidente es a quien hay que agradecer. Regresaron a la calle principal de Panchimalco, pasando a orientadores y policías, los de armas largas y cortas, para encaminarse a casa y descansar antes de la celebración que muchos esperan del presidente Bukele tras los primeros resultados electorales esta misma noche.

En 2015, El Salvador registró su año más violento. Murieron 106 personas por cada 100 mil habitantes, según cifras de la Policía Nacional Civil. Fue el país más sangriento del mundo, según cifras del Banco Mundial, muy por encima de países en guerra como Afganistán e Irak. A inicios de enero, Bukele presumió que El Salvador cerró 2023 como el año “más seguro en toda su historia” y el país con la tasa de homicidios “más baja” de Latinoamérica. Según cifras del gobierno, el índice fue de 2.4 asesinados por cada 100 mil habitantes. Sin embargo, instituciones como la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) han acusado al gobierno en años anteriores de usar cifras irreales y subreportar las muertes violentas.

Los números oficiales están al frente de la popularidad de Bukele, quien los publica casi diariamente en redes sociales. Esto explica en parte por qué en una encuesta de Cid Gallup, en noviembre pasado, 93% de los consultados expresaron que votarían por un segundo mandato del presidente. O por qué la misma UCA halló en un simulacro electoral en enero que Bukele recibiría 81% de la intención de voto.

Ciudadanos asisten al centro de votación en el Complejo Educativo Profesor Bernardino Villamariona. Fotografía de Esteban González de León.

El terror a las pandillas y los inocentes encarcelados

Panchimalco no es el único lugar donde la gente siente alivio por la disminución de violencia. El municipio de Mejicanos se encuentra al occidente del departamento de San Salvador. Es parte de la mancha urbana capitalina. Ahí también había una disputa de pandillas como la de los Revolucionarios, los Sureños, la Mao Mao, entre otras. En 2019, se reportaron 39 asesinatos por cada 100 mil habitantes en la demarcación donde viven 144 mil personas.

Ese mismo año, Rafael y Andrea, que prefieren no decir sus apellidos, tuvieron que huir de este municipio. Se fueron con su primera hija, Alison, de entonces ocho años. “Era bien fuerte porque ellos no eran de preguntarte que si usted tenía o si usted podía”, recuerda Andrea, de 26 años, sobre las extorsiones. “Querían que él (Rafael) participara y, por no querer, nos tuvimos que ir a vivir muy lejos de donde nosotros éramos”.

Andrea tiene el pelo rizado, una sonrisa enorme y amable, y los ojos oscuros. Cuenta cómo se tuvieron que ir cuando unos pandilleros les dijeron que iban a empezar a vivir en su casa, con o sin ellos, y sin pagarles un alquiler. Vivieron por un tiempo en Sonsonate, a una hora al oeste de la capital, pero regresaron a Mejicanos por la pandemia. Ya no encontraban trabajo y no podían pagar la renta en esa ciudad.

Cuando vieron nuevamente su casa era 2020. Estaba abandonada, la policía había ido por los pandilleros que se la habían apropiado, pero aún así Andrea sintió miedo. Se escondían y trataban de salir lo menos posible, incluso por comida a la tienda.

En marzo de 2022, tras los días más violentos del siglo en El Salvador —cuando se fracturó el acuerdo de Bukele con las pandillas y 87 personas fueron asesinadas—, el gobierno empezó a aplicar una política de mano dura contra las pandillas. Andrea sintió las calles más seguras desde ese entonces. La pareja estaba contenta con lo que Bukele comenzaba a presumir: el final de la violencia en El Salvador. 

Poco antes tuvieron a su segunda hija, Eileen, y Rafael se tatuó su nombre en el antebrazo derecho. Lo tiene ahora a lado de un colorido —aunque incompleto— tatuaje de Mario Bros, el plomero bigotón de los videojuegos de Nintendo, brincando sobre un tubo de cañería verde con hongos y estrellas.

Andrea y Mónica abrazan a Rafael previo a su ingreso al Penalito. Fotografía de Esteban González de León.

La tranquilidad se esfumó en 2023, cuando María Elena, la madre de Andrea, fue detenida. Los policías llegaron sin orden de aprehensión al negocio que tiene donde juntas vendían papas. La acusaron de ser pandillera y desde entonces sigue en prisión.

Como parte de la estrategia de seguridad de Bukele, se puso a disposición de la población una línea telefónica para denunciar de manera anónima. Esto ha dado pie a denuncias en las que no existen siquiera evidencias de un delito, y ciudadanos pueden usarla como una herramienta contra otros por cualquier mezquindad —una pugna familiar, chismes, envidia—. Por supuesto hay denuncias contra pandilleros, pero también contra inocentes.

Andrea asegura que esto fue lo que pasó con su madre. Una vecina con la que ha tenido problemas desde hace años empezó a burlarse de la situación. Esto la llevó a pensar que ella fue quien le puso el dedo a su madre. “Por envidia”, porque su madre no es pandillera, asegura.

Rafael vivía de ser mecánico desde los 15 años, cuando conoció a Andrea. Trabajaba en un taller en Mejicanos. Sin embargo, después de la detención de su suegra, su esposa empezó a necesitar ayuda en el puesto de papas y dejó el taller.

Pasaron nueve meses. El 3 de febrero de 2024, a poco más de 24 horas de que abrieran los centros de votación, Andrea y Rafael preparaban su puesto. Eran las tres de la mañana. Cuatro policías se bajaron de una patrulla frente a ellos. “Ya estábamos trabajando y llegaron a pedirle sus documentos, ¿verdad? Cosa de rutina. Nosotros tranquilos porque sabemos que no hay nada. Lo raro fue cuando él (un policía) le dijo que se lo iban a llevar”, cuenta Andrea sobre esa madrugada. “Que ellos solo andaban haciendo su trabajo, (…) que a ellos les mandaban la información que estaba en el sistema”.

Ese mismo sábado, Andrea fue a las bartolinas policiales de San Salvador, conocidas como “El penalito”, un centro para procesar a personas detenidas antes de las audiencias o traslados a otros centros penitenciarios. Esperó sentada en las escaleras de la entrada de una casa azul. Tenía el pelo recogido a medias y los ojos hinchados por el llanto. Su hermana de 22 años, Mónica, la acompañó y tenía sobre las piernas una bolsa de plástico con una playera, un pantalón corto y zapatillas tipo Crocs, todos blancos. Esa es la ropa que puede usar Rafael mientras esté “adentro”. No eran las únicas ahí sentadas. A lado de ellas había un par de mesas de un negocio de comida completamente lleno: un grupo de policías comía mientras más personas esperaban a ver a sus familiares, una escena común en estos días.

Cerca de las dos de la tarde, finalmente llegó la patrulla con Rafael sentado en la batea. Los policías se bajaron y dejaron que por un minuto Andrea se despidiera de su esposo. Ella y su hermana abrazaron a Rafael. Llevaba una playera azul y pantalón negro. El tatuaje de su hija y el del plomero bigotón remataban la imagen del hombre que miraba a su alrededor lleno de miedo y confusión. “Cuídenme a mis niñas”, les dijo entre lágrimas, antes de que tres de los agentes lo escoltaran al interior de El penalito. Llevaba entre sus manos la bolsa con la ropa blanca.

Andrea y Mónica se sentaron nuevamente en la entrada de la casa azul a esperar la posibilidad de que las dejen verlo.

—¿Saben por quién iba a votar?—, pregunté.

—Por Bukele.

Andrea realmente no tiene manera de saber quién acusó a Rafael con la policía, aunque sospecha de la misma vecina. De lo que sí tiene certeza es que ahora vive con miedo, como cuando las pandillas gobernaban el país, pero ahora la amenaza viene de otro lado. “Tenemos mucho miedo de esta situación. No debemos nada. Tenemos temor de lo que está pasando y por la seguridad de nuestras niñas”, dice. El día de la elección no salió a votar ni a vender papas. Iba a votar por Bukele, el hombre que ha dado rienda suelta a los cuerpos policiacos de los que hoy se esconde. Está convencida de que su esposo es víctima de la incompetencia de la policía y no de las políticas de seguridad del presidente.

Bukele ha detenido a más de 75 000 personas desde que comenzó a aplicar la “mano dura” contra criminales. Hasta el día de la elección, más del 90% no ha recibido sentencia. Es en cuestiones como esta donde el gobierno de Bukele genera alarmas. Como parte de la estrategia de seguridad, el presidente declaró en marzo de 2022 —tras la masacre de las 87 personas— un régimen de excepción.

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Dalia muestra el diploma de preparatoria de su hijo, Jesús. Fotografía de Esteban González de León.

Este es un mecanismo legal que se debería usar de manera extraordinaria para situaciones de emergencia. Pero Bukele lo ha extendido 24 veces —con la aprobación de la Asamblea Legislativa, dominada por el partido oficialista—. Es decir, durante casi dos años los derechos fundamentales de la población salvadoreña han sido efectivamente suprimidos. La Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) ha expresado que el régimen de excepción ha permitido que las fuerzas de seguridad “implementen una política contra la violencia a través de la represión, la persecución y la estigmatización de la población, agravando las crisis de derechos humanos y democracia”.

De acuerdo con la organización no gubernamental Cristosal, se presentaron más de 5 700 denuncias por violaciones a derechos humanos ante siete organismos como ellos durante los primeros 18 meses del régimen de excepción.

Las cifras de la organización explican que en la mayoría de los casos, el 94.7%, fueron detenciones arbitrarias o ilegales, y en el 87.5% se violó el debido proceso. Pero también se han denunciado torturas, desaparición forzada y violencia sexual. Entre marzo de 2022 —cuando comenzó el régimen de excepción— y septiembre de 2023, 189 personas murieron, en la mayoría de los casos bajo custodia del Estado.

Organizaciones como estas no son las únicas que han expresado una preocupación por las constantes violaciones a los derechos humanos. Organismos internacionales como la Organización de los Estados Americanos (OEA), las Naciones Unidas (ONU), Human Rights Watch y Amnistía Internacional se han posicionado contra lo que ahora llaman una crisis de derechos humanos en el país. Bukele y sus simpatizantes las desdeñan.

Los derechos que a nadie importan

“Los derechos humanos por mí no deberían existir, porque para ellos (los organismos de derechos humanos) está mal lo que está haciendo él, pero para el pueblo está mejor porque vivimos en paz y vivimos seguros. Si no hubiera sido por el presidente yo no estaría tampoco”, explica Amilcar García, un panadero de 46 años, desde la entrada de su negocio en otro punto del departamento de San Salvador: Apopa.

Este municipio de 131 000 habitantes, al norte de la capital, es uno de los lugares donde los militares entraron con más fuerza como parte de la estrategia de Bukele contra las pandillas. En 2019, estuvo entre los cinco más peligrosos del país, con un índice de 66 asesinatos por cada 100 mil habitantes, casi el doble del promedio nacional de 38 por cada 100 mil.

En octubre de 2023 Bukele publicó en redes sociales que 3 500 militares y 500 policías entraron a Apopa y otro barrio del municipio de Soyapango. Desde entonces se mantiene la presencia de soldados, y vecinos como el panadero aseguran que los pandilleros fueron detenidos o huyeron.

Amilcar, un panadero en Apopa, en su negocio. Fotografía de Esteban González de León.

Amilcar descansa durante el mediodía de este domingo antes de salir a votar por Bukele. Se sienta en una silla de plástico junto a sus padres, ambos de más de 70 años. Está bajo la sombra del porche y los árboles para protegerse del calor. Trae pantalón corto y una playera, y apenas abre el negocio a los clientes. Ni siquiera ha empezado a preparar el pan.

El local, que solía ser un taller, es un edificio de ladrillos con una puerta verde. Hace algunos años la puerta era roja y tenía un grafiti negro de la pandilla de los Revolucionarios. Esta pinta marcaba la frontera entre las agrupaciones criminales del vecindario, sobre la avenida Mazatepeque, a unos metros de un complejo educativo que también es utilizado esta jornada como un centro de votación. 

Amilcar rentó el lugar cuando regresó a El Salvador después de vivir 12 años en el norte de México, donde trabajaba como cocinero. Regresó a su tierra pese a haber huido por amenazas y el asesinato de cuatro tíos y primos que no pagaron las extorsiones. Sus padres necesitaban de alguien que los cuidara.

Llegaron nuevas amenazas y extorsiones, le cobraban 100 dólares al mes. Pese a esto, decidió deshacerse del grafiti. “Nosotros lo pintamos con miedo porque nos amenazaron de muerte, pero nos llenamos de valor y dejamos la ayuda a Dios”, dijo. Esta vez nadie fue tras él.

Para Amilcar, nadie más que Bukele le puso fin a la violencia, y él y toda su familia quieren que siga en el poder pese a las violaciones a derechos humanos de las que ellos mismos han sido testigos.

El panadero vive en un barrio donde todos se conocen, y señala que del otro lado de la avenida Mazatepeque, que antes era una frontera de pandillas, hay un pasaje, una calle pequeña donde solo se puede entrar a pie o en motocicleta. Las casas son pequeñas, apretadas y en las puertas hay estampas del partido de Bukele, una señal clara del apoyo a quien le dan todo el crédito de haberlos rescatado de la violencia. Amilcar cuenta que ahí vive Dalia Hernández, cuyo hijo, Jesús López, de 21 años, fue detenido por la policía. Asegura que el joven no estaba en malos pasos y fue arrestado injustamente.

Antes de entrar al pasaje hay cuatro militares que resguardan el perímetro del centro de votación. Dentro del callejón, unas escaleras guían a otra calle pequeña donde se encuentra el hogar de Dalia y su esposo Luis Meléndez, el padrastro de Jesús.

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, que se presenta a la reelección, sostiene su papeleta junto a su esposa Gabriela de Bukele durante las elecciones presidenciales y parlamentarias en San Salvador, El Salvador, 4 de febrero de 2024. Fotografía de Jessica Orellana/REUTERS.

La casa de esta pareja es oscura. La luz entra principalmente desde el patio trasero, donde Luis guarda los artículos para el trabajo que hace como fontanero en otras partes de San Salvador, y Dalia lava la ropa y atiende a los animales y mascotas. Entre la pequeña cocina y la televisión lucen los logros de la familia: una medalla escolar, un diploma de otro hijo de Luis y la fotografía de Jesús.

Dalia teme que su hijo muera bajo la custodia de las autoridades. En diciembre de 2023, dos policías tocaron a la puerta cuando toda la familia cenaba. Luis abrió y ellos empezaron a hacer preguntas como cuánta gente vivía ahí, quién estaba con ellos. Uno de los agentes traía la imagen de una selfie de Jesús y otro amigo. De pronto, los policías allanaron la casa. No había orden de cateo, pero empezaron a esculcar en la habitación, en la cocina, en el patio. Un tercer agente, encapuchado, entró a la casa. “Este bicho (Jesús) se ve sospechoso, puede andar en algo, llevémoslo”, dijo. Tampoco tenían orden de aprehensión.

La policía lo acusó de resistir el arresto y de un robo en el municipio de Mejicanos. Para Luis, esto es imposible: Jesús no tenía tatuajes de pandillas, no sabe manejar motocicletas —el vehículo que manejaba el ladrón—, trabajaba desde que iba a la escuela y hasta terminó la preparatoria. Aún así se lo llevaron.

Dalia insiste en que si Jesús fuera un delincuente, ella no tendría problema en que pague lo que tenga que pagar, incluso tiempo en cárcel, pero no es el caso. Tiene miedo por lo que le pueda pasar mientras esté bajo custodia de las autoridades. Sobre todo, teme que se sume a las decenas y decenas de muertes de personas detenidas durante el régimen de excepción.

“A mí me gusta el presidente y todo lo que hizo él, pues fue bueno. Pero lo último que él hizo (la detención de Jesús), yo siento que estuvo malo, porque él tendría que haber dado órdenes que agarraran a los cipotes (jóvenes) que de veras andaban haciendo cosas malas, no a los cipotes que estaban en casa y que son trabajadores”, dijo Dalia, desde su cocina, después de haber votado. 

Luis considera que Bukele ha dado poder a personas que no tienen las facultades. Dalia quiere que continúe el gobierno actual —teme, como muchos más, que la violencia de pandillas regrese si Bukele se va—. Solo espera que se ponga en orden a las policías y realmente se investiguen los delitos.

Simpatizantes esperan por la tarde a Nayib Bukele para su mensaje de celebración. Fotografía de Esteban González de León.

Seguramente el presidente, quien se ha definido como “el dictador más cool del mundo”, no tiene tiempo este día ni parece tener interés en escuchar solicitudes o críticas como las de Dalia. Durante una conferencia de prensa esta misma tarde ignora a la prensa local y desestima los cuestionamientos de la prensa internacional. Considera esta jornada un referéndum, más que una elección. Sabe que la gente lo irá a ver esta noche en el centro de San Salvador.

A las cinco, los centros de votación en Panchimalco, Mejicanos y Apopa cierran, igual que en el resto del país. Es el fin de la jornada electoral y la gente empieza a llegar a la plaza Gerardo Barrios, en el centro de la ciudad de San Salvador. Dentro de más de cinco horas, Bukele finalmente hará su aparición en el balcón del Palacio Nacional ante una masa de gente emocionada por verlo un lustro más al frente del gobierno.

Flanqueados por una nueva biblioteca —en la que invirtió China— y la Catedral Metropolitana, la gente porta banderas de El Salvador, los colores del partido Nuevas Ideas o playeras de futbol con el rostro del presidente. Un hombre se viste con una máscara de Bukele y otras personas venden o reparten gratuitamente parafernalia oficialista —gorros, bandanas, figuras de cartón—. Es como si esperaran a que salga el artista del momento a dar un concierto. Hay pantallas a los costados, la prensa tiene su tarima al centro de la plaza y drones sobrevuelan a la gente que se emociona cada vez que son grabadas por las cámaras.

Son las siete de la noche y apenas corren dos horas desde que comenzó el conteo final. Los resultados preliminares no están ni cerca de estar listos para anticipar a un ganador —y nunca lo estarán por supuestas fallas en el sistema de conteo—. Sin embargo, Bukele decreta en redes sociales lo que los pronósticos han anticipado, pero solo el Tribunal Superior Electoral debería confirmar tras un conteo definitivo días después: “Hemos ganado”. El presidente millennial se autoproclama presidente una vez más. Las pantallas frente al Palacio Nacional muestran la publicación donde, según las cifras del presidente, ha ganado con el 85% de votos a su favor. La gente aplaude, grita y corea a Bukele.

Se llena el centro de la capital con miles de personas, las imágenes del presidente y los colores de su partido, casi como un ícono en una fiesta patronal. De pronto, poco después de las 10 de la noche, comienza a sonar a todo volumen “It’s the end of the world as we know it (And I feel fine)”, de la banda estadounidense R.E.M. Se traduce como “Es el fin del mundo como lo conocemos (y me siento bien)”.

Su discurso de victoria es enérgico, él sonríe a lado de su esposa, Gabriela Rodríguez, y se ve animado ante la actitud festiva de la gente. Repasa la historia reciente del país, los días de guerra civil y pandillas, y asegura que eso ha quedado atrás. La gente grita emocionada en respuesta. Explica que El Salvador está en la mira del mundo porque todos aquellos que lo critican temen al ejemplo que ha dado —en Honduras, Ecuador y Jamaica se ha mostrado un interés en “bukelizar” la seguridad—. La gente, de nuevo, grita emocionada. Critica a la prensa, los organismos internacionales y países que lo han cuestionado. Más gritos de emoción. Sobre todo, insiste en la autonomía del país, la fuerza popular que lo ha colocado en el poder, y el desdén por los organismos de derechos humanos. Los gritos de emoción inundan el centro de San Salvador.

Casi como un sacerdote ante feligreses, con la anticipación de la gente ante sus palabras, mezcla finalmente a Dios y el Estado. “Dios quiso sanar nuestro país y lo sanó a través de un pueblo unido que decidió dejar el pasado atrás y decidió retomar las riendas de su propio destino“, remata antes de más aplausos y gritos de la gente.

Bukele presume que su gobierno marca una nueva etapa de paz para El Salvador. La gente celebra y asegura que sí, habrá inocentes en la cárcel; sí, la economía podría estar mejor; sí, pero Bukele les dio la tranquilidad que tanto anhelaban y si se va, será el fin de la paz. Casos como los de la familia de Andrea o Dalia –que ahora temen a la policía en lugar de las pandillas– son y serán solo daños colaterales, la excepción. O por lo menos eso es en lo que muchos insisten, incluyendo el mismo gobierno. Se podría pensar que, en efecto, para los salvadoreños, it’s the end of the world as we know it

 


ESTEBAN GONZÁLEZ DE LEÓN es un periodista de la Ciudad de México. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y empezó a trabajar en medios en 2010. Ha trabajado en espacios como el periódico Reforma, Televisa y Plumas Atómicas. Goza de la fotografía y el cine, pero se centra en temas de migración, medio ambiente y cultura.

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