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¿Somos responsables de los socavones?

¿Somos responsables de los socavones?

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
22
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06
.
21
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Varios socavones han aparecido recientemente en nuestro país. ¿Qué los provoca?, ¿somos responsables de este fenómeno? Aquí la explicación.

Hace unas semanas apareció un hoyo en un campo agrícola de Puebla. El 29 de mayo medía sólo cinco metros de diámetro, pero con el paso de los días ha ido creciendo hasta alcanzar los 126 metros de diámetro y 45 metros de profundidad. El agujero se tragó una casa, y dos perros, afortunadamente rescatados, también cayeron en él. Aún no se sabe la causa exacta de este suceso, los geofísicos están averiguando si se debe a causas naturales o a la sobreexplotación del acuífero por parte de la empresa Bonafont. Pero esto de los hoyos, mejor conocidos como socavones, que comen coches, camiones y perros, no es algo nuevo. Hace algunos años un camión de gas cayó de narices en uno que se formó de repente en Parque Lira, muy cerca de donde yo vivía, en el barrio de Tacubaya. Tiempo después, en 2017, hubo otro en el recién inaugurado Paso Exprés de la ciudad de Cuernavaca, que mató a dos personas al tragarse su coche. El origen de ese y el nuevo hoyo que se produjo en Santa Marta Acatitla, Iztapalapa, hace unos días, parece ser el mismo: agua que corre en el subsuelo erosionando la tierra por debajo del asfalto, algo que ocurrió, de nuevo, recientemente en Tlalpan. En estos casos, principalmente urbanos, que el agua corra bajo el asfalto suele ser culpa de alguna tubería rota por falta de mantenimiento, una gran negligencia, aún más, en tiempo escasez. Pero de alguna manera, este es el mismo mecanismo por el cual surgen los cenotes, tierra calcárea erosionada por ríos subterráneos, por ejemplo, en la península de Yucatán, donde la superficie no tiene una base muy sólida y es fácil que se caiga. Lo mismo pasa en la región de los hundidos en Cuatro Ciénegas, Coahuila, mi sitio favorito. Es normal que el agua erosione el suelo calcáreo o arenoso, pero en el caso de las ciudades, hay que cuidar la red de tubos que pasa debajo de nuestros pies y reportar las fugas.

Pero el origen kárstico de los socavones, es contrario a lo que parece estar pasando en Puebla y que ha pasado de forma paralela en la Ciudad de México, por siglos. Recordemos que en el centro de la Ciudad de México, el suelo se ha estado hundiendo por años, a una tasa actual de casi 50 cm por año. Esto ha ocurrido a medida que hemos ido secando al humedal del Valle de México, sobreexplotando sus acuíferos, entubando sus ríos y poniéndole cemento encima, evitando así la recarga natural a través de la lluvia. Esta historia comenzó mucho tiempo atrás, durante las primeras décadas del siglo XX. En ese entonces, extraer agua del subsuelo era mucho más sencillo que transportarla desde otras zonas, tanto, que cualquier industria, comercio o nuevo fraccionamiento porfiriano se abasteció así. Según un estudio de la UNAM, para 1930, ya se habían perforado 350 pozos y 20 años más tarde, en 1950, ya eran 700, con una profundidad que oscilaba entre los 12 y los 45 metros. La tendencia continuó y para mediados del siglo XX la situación ya era preocupante. Entre 1938 y 1948 los pozos más profundos habían provocado hundimientos en el centro de la ciudad de 16 centímetros por año, pero el cambio más drástico ocurrió en 1951, cuando el Centro Histórico registró el mayor hundimiento de su historia: 46 centímetros por año. El agua subterránea tiene una superficie de contacto entre la tierra y el aire del subsuelo, conocida como nivel freático. Cuando baja el nivel de agua por la explotación constante del acuífero, queda un espacio de aire que difícilmente resiste el peso de la tierra y las construcciones. Hoy en día, más del 60 por ciento del agua que se utiliza en la Ciudad de México se sigue extrayendo de sus mantos acuíferos, el doble de lo que se recarga de manera natural. En consecuencia, además de socavones, la compactación del suelo provoca más fracturas de tuberías y fugas de agua potable. Es decir, todo está conectado. Hablando particularmente del exlago de Texcoco, como su suelo es arcilloso, la extracción de agua lo dejó esponjoso, poco firme, por lo que el peso de los edificios hunde a unos, como Bellas Artes, y levanta a otros, como el monumento del Ángel de la Independencia, que se ha elevado con el tiempo. Y con los temblores, naturalmente, esta esponja se pulveriza, causando que todo lo que está sobre el suelo se tambalee o de plano se caiga, al fragmentarse su soporte. Es posible, aunque debe ser confirmado por los expertos, que la sobreexplotación del acuífero de Santa María Zacatepec haya causado el socavón de Puebla. En marzo de este año, los pueblos originarios de esta zona, en el municipio de Juan C. Bonilla, nahuas de la región de Cholula, montaron un plantón frente a la empresa Bonafont, argumentando que la embotelladora de agua había secado sus pozos al sobre explotar su acuífero. Hace unos días, el gobernador Luis Miguel Barbosa visitó la zona y dijo que clausurará la planta de Bonafont instalada en el municipio, o cualquier otra que opere en la región, si se determina que provocó el socavón, pero eso está por verse. Para los nahuas de la región de los volcanes, como para todos los pueblos originarios, el agua y el suelo son sagrados, son un regalo de la madre Tierra y de los dioses para todas las criaturas. Seguramente algunos piensan que el socavón de Puebla es un castigo divino, otros que tiene razones asociadas a la placa tectónica o a la calidad del suelo local; otros pensaran, como yo, que nos faltan datos. Pero lo que sí tendríamos que tener claro es que la Tierra es una y es para todos. Si viviéramos con esa conciencia, otro gallo nos cantaría. Empecemos por dejar de considerar al agua como un recurso que se compra, que se vende, que se explota, como lo hacen todas las industrias que la embotellan, y como lo hace también la CONAGUA, en vez de cuidar el recurso más importante que tenemos. El agua es fuente de vida y como tal debe de ser protegida y dosificada con extremo cuidado. Sin embargo, en la civilización actual, la ensuciamos, la sobreexplotamos, la desperdiciamos y la envenenamos. Esta actitud poco respetuosa de la fuente de todo lo bello, tiene consecuencias que muchas veces se pagan con la vida.

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Hace unas semanas apareció un hoyo en un campo agrícola de Puebla. El 29 de mayo medía sólo cinco metros de diámetro, pero con el paso de los días ha ido creciendo hasta alcanzar los 126 metros de diámetro y 45 metros de profundidad. El agujero se tragó una casa, y dos perros, afortunadamente rescatados, también cayeron en él. Aún no se sabe la causa exacta de este suceso, los geofísicos están averiguando si se debe a causas naturales o a la sobreexplotación del acuífero por parte de la empresa Bonafont. Pero esto de los hoyos, mejor conocidos como socavones, que comen coches, camiones y perros, no es algo nuevo. Hace algunos años un camión de gas cayó de narices en uno que se formó de repente en Parque Lira, muy cerca de donde yo vivía, en el barrio de Tacubaya. Tiempo después, en 2017, hubo otro en el recién inaugurado Paso Exprés de la ciudad de Cuernavaca, que mató a dos personas al tragarse su coche. El origen de ese y el nuevo hoyo que se produjo en Santa Marta Acatitla, Iztapalapa, hace unos días, parece ser el mismo: agua que corre en el subsuelo erosionando la tierra por debajo del asfalto, algo que ocurrió, de nuevo, recientemente en Tlalpan. En estos casos, principalmente urbanos, que el agua corra bajo el asfalto suele ser culpa de alguna tubería rota por falta de mantenimiento, una gran negligencia, aún más, en tiempo escasez. Pero de alguna manera, este es el mismo mecanismo por el cual surgen los cenotes, tierra calcárea erosionada por ríos subterráneos, por ejemplo, en la península de Yucatán, donde la superficie no tiene una base muy sólida y es fácil que se caiga. Lo mismo pasa en la región de los hundidos en Cuatro Ciénegas, Coahuila, mi sitio favorito. Es normal que el agua erosione el suelo calcáreo o arenoso, pero en el caso de las ciudades, hay que cuidar la red de tubos que pasa debajo de nuestros pies y reportar las fugas.

Pero el origen kárstico de los socavones, es contrario a lo que parece estar pasando en Puebla y que ha pasado de forma paralela en la Ciudad de México, por siglos. Recordemos que en el centro de la Ciudad de México, el suelo se ha estado hundiendo por años, a una tasa actual de casi 50 cm por año. Esto ha ocurrido a medida que hemos ido secando al humedal del Valle de México, sobreexplotando sus acuíferos, entubando sus ríos y poniéndole cemento encima, evitando así la recarga natural a través de la lluvia. Esta historia comenzó mucho tiempo atrás, durante las primeras décadas del siglo XX. En ese entonces, extraer agua del subsuelo era mucho más sencillo que transportarla desde otras zonas, tanto, que cualquier industria, comercio o nuevo fraccionamiento porfiriano se abasteció así. Según un estudio de la UNAM, para 1930, ya se habían perforado 350 pozos y 20 años más tarde, en 1950, ya eran 700, con una profundidad que oscilaba entre los 12 y los 45 metros. La tendencia continuó y para mediados del siglo XX la situación ya era preocupante. Entre 1938 y 1948 los pozos más profundos habían provocado hundimientos en el centro de la ciudad de 16 centímetros por año, pero el cambio más drástico ocurrió en 1951, cuando el Centro Histórico registró el mayor hundimiento de su historia: 46 centímetros por año. El agua subterránea tiene una superficie de contacto entre la tierra y el aire del subsuelo, conocida como nivel freático. Cuando baja el nivel de agua por la explotación constante del acuífero, queda un espacio de aire que difícilmente resiste el peso de la tierra y las construcciones. Hoy en día, más del 60 por ciento del agua que se utiliza en la Ciudad de México se sigue extrayendo de sus mantos acuíferos, el doble de lo que se recarga de manera natural. En consecuencia, además de socavones, la compactación del suelo provoca más fracturas de tuberías y fugas de agua potable. Es decir, todo está conectado. Hablando particularmente del exlago de Texcoco, como su suelo es arcilloso, la extracción de agua lo dejó esponjoso, poco firme, por lo que el peso de los edificios hunde a unos, como Bellas Artes, y levanta a otros, como el monumento del Ángel de la Independencia, que se ha elevado con el tiempo. Y con los temblores, naturalmente, esta esponja se pulveriza, causando que todo lo que está sobre el suelo se tambalee o de plano se caiga, al fragmentarse su soporte. Es posible, aunque debe ser confirmado por los expertos, que la sobreexplotación del acuífero de Santa María Zacatepec haya causado el socavón de Puebla. En marzo de este año, los pueblos originarios de esta zona, en el municipio de Juan C. Bonilla, nahuas de la región de Cholula, montaron un plantón frente a la empresa Bonafont, argumentando que la embotelladora de agua había secado sus pozos al sobre explotar su acuífero. Hace unos días, el gobernador Luis Miguel Barbosa visitó la zona y dijo que clausurará la planta de Bonafont instalada en el municipio, o cualquier otra que opere en la región, si se determina que provocó el socavón, pero eso está por verse. Para los nahuas de la región de los volcanes, como para todos los pueblos originarios, el agua y el suelo son sagrados, son un regalo de la madre Tierra y de los dioses para todas las criaturas. Seguramente algunos piensan que el socavón de Puebla es un castigo divino, otros que tiene razones asociadas a la placa tectónica o a la calidad del suelo local; otros pensaran, como yo, que nos faltan datos. Pero lo que sí tendríamos que tener claro es que la Tierra es una y es para todos. Si viviéramos con esa conciencia, otro gallo nos cantaría. Empecemos por dejar de considerar al agua como un recurso que se compra, que se vende, que se explota, como lo hacen todas las industrias que la embotellan, y como lo hace también la CONAGUA, en vez de cuidar el recurso más importante que tenemos. El agua es fuente de vida y como tal debe de ser protegida y dosificada con extremo cuidado. Sin embargo, en la civilización actual, la ensuciamos, la sobreexplotamos, la desperdiciamos y la envenenamos. Esta actitud poco respetuosa de la fuente de todo lo bello, tiene consecuencias que muchas veces se pagan con la vida.

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Hace unas semanas apareció un hoyo en un campo agrícola de Puebla. El 29 de mayo medía sólo cinco metros de diámetro, pero con el paso de los días ha ido creciendo hasta alcanzar los 126 metros de diámetro y 45 metros de profundidad. El agujero se tragó una casa, y dos perros, afortunadamente rescatados, también cayeron en él. Aún no se sabe la causa exacta de este suceso, los geofísicos están averiguando si se debe a causas naturales o a la sobreexplotación del acuífero por parte de la empresa Bonafont. Pero esto de los hoyos, mejor conocidos como socavones, que comen coches, camiones y perros, no es algo nuevo. Hace algunos años un camión de gas cayó de narices en uno que se formó de repente en Parque Lira, muy cerca de donde yo vivía, en el barrio de Tacubaya. Tiempo después, en 2017, hubo otro en el recién inaugurado Paso Exprés de la ciudad de Cuernavaca, que mató a dos personas al tragarse su coche. El origen de ese y el nuevo hoyo que se produjo en Santa Marta Acatitla, Iztapalapa, hace unos días, parece ser el mismo: agua que corre en el subsuelo erosionando la tierra por debajo del asfalto, algo que ocurrió, de nuevo, recientemente en Tlalpan. En estos casos, principalmente urbanos, que el agua corra bajo el asfalto suele ser culpa de alguna tubería rota por falta de mantenimiento, una gran negligencia, aún más, en tiempo escasez. Pero de alguna manera, este es el mismo mecanismo por el cual surgen los cenotes, tierra calcárea erosionada por ríos subterráneos, por ejemplo, en la península de Yucatán, donde la superficie no tiene una base muy sólida y es fácil que se caiga. Lo mismo pasa en la región de los hundidos en Cuatro Ciénegas, Coahuila, mi sitio favorito. Es normal que el agua erosione el suelo calcáreo o arenoso, pero en el caso de las ciudades, hay que cuidar la red de tubos que pasa debajo de nuestros pies y reportar las fugas.

Pero el origen kárstico de los socavones, es contrario a lo que parece estar pasando en Puebla y que ha pasado de forma paralela en la Ciudad de México, por siglos. Recordemos que en el centro de la Ciudad de México, el suelo se ha estado hundiendo por años, a una tasa actual de casi 50 cm por año. Esto ha ocurrido a medida que hemos ido secando al humedal del Valle de México, sobreexplotando sus acuíferos, entubando sus ríos y poniéndole cemento encima, evitando así la recarga natural a través de la lluvia. Esta historia comenzó mucho tiempo atrás, durante las primeras décadas del siglo XX. En ese entonces, extraer agua del subsuelo era mucho más sencillo que transportarla desde otras zonas, tanto, que cualquier industria, comercio o nuevo fraccionamiento porfiriano se abasteció así. Según un estudio de la UNAM, para 1930, ya se habían perforado 350 pozos y 20 años más tarde, en 1950, ya eran 700, con una profundidad que oscilaba entre los 12 y los 45 metros. La tendencia continuó y para mediados del siglo XX la situación ya era preocupante. Entre 1938 y 1948 los pozos más profundos habían provocado hundimientos en el centro de la ciudad de 16 centímetros por año, pero el cambio más drástico ocurrió en 1951, cuando el Centro Histórico registró el mayor hundimiento de su historia: 46 centímetros por año. El agua subterránea tiene una superficie de contacto entre la tierra y el aire del subsuelo, conocida como nivel freático. Cuando baja el nivel de agua por la explotación constante del acuífero, queda un espacio de aire que difícilmente resiste el peso de la tierra y las construcciones. Hoy en día, más del 60 por ciento del agua que se utiliza en la Ciudad de México se sigue extrayendo de sus mantos acuíferos, el doble de lo que se recarga de manera natural. En consecuencia, además de socavones, la compactación del suelo provoca más fracturas de tuberías y fugas de agua potable. Es decir, todo está conectado. Hablando particularmente del exlago de Texcoco, como su suelo es arcilloso, la extracción de agua lo dejó esponjoso, poco firme, por lo que el peso de los edificios hunde a unos, como Bellas Artes, y levanta a otros, como el monumento del Ángel de la Independencia, que se ha elevado con el tiempo. Y con los temblores, naturalmente, esta esponja se pulveriza, causando que todo lo que está sobre el suelo se tambalee o de plano se caiga, al fragmentarse su soporte. Es posible, aunque debe ser confirmado por los expertos, que la sobreexplotación del acuífero de Santa María Zacatepec haya causado el socavón de Puebla. En marzo de este año, los pueblos originarios de esta zona, en el municipio de Juan C. Bonilla, nahuas de la región de Cholula, montaron un plantón frente a la empresa Bonafont, argumentando que la embotelladora de agua había secado sus pozos al sobre explotar su acuífero. Hace unos días, el gobernador Luis Miguel Barbosa visitó la zona y dijo que clausurará la planta de Bonafont instalada en el municipio, o cualquier otra que opere en la región, si se determina que provocó el socavón, pero eso está por verse. Para los nahuas de la región de los volcanes, como para todos los pueblos originarios, el agua y el suelo son sagrados, son un regalo de la madre Tierra y de los dioses para todas las criaturas. Seguramente algunos piensan que el socavón de Puebla es un castigo divino, otros que tiene razones asociadas a la placa tectónica o a la calidad del suelo local; otros pensaran, como yo, que nos faltan datos. Pero lo que sí tendríamos que tener claro es que la Tierra es una y es para todos. Si viviéramos con esa conciencia, otro gallo nos cantaría. Empecemos por dejar de considerar al agua como un recurso que se compra, que se vende, que se explota, como lo hacen todas las industrias que la embotellan, y como lo hace también la CONAGUA, en vez de cuidar el recurso más importante que tenemos. El agua es fuente de vida y como tal debe de ser protegida y dosificada con extremo cuidado. Sin embargo, en la civilización actual, la ensuciamos, la sobreexplotamos, la desperdiciamos y la envenenamos. Esta actitud poco respetuosa de la fuente de todo lo bello, tiene consecuencias que muchas veces se pagan con la vida.

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Hace unas semanas apareció un hoyo en un campo agrícola de Puebla. El 29 de mayo medía sólo cinco metros de diámetro, pero con el paso de los días ha ido creciendo hasta alcanzar los 126 metros de diámetro y 45 metros de profundidad. El agujero se tragó una casa, y dos perros, afortunadamente rescatados, también cayeron en él. Aún no se sabe la causa exacta de este suceso, los geofísicos están averiguando si se debe a causas naturales o a la sobreexplotación del acuífero por parte de la empresa Bonafont. Pero esto de los hoyos, mejor conocidos como socavones, que comen coches, camiones y perros, no es algo nuevo. Hace algunos años un camión de gas cayó de narices en uno que se formó de repente en Parque Lira, muy cerca de donde yo vivía, en el barrio de Tacubaya. Tiempo después, en 2017, hubo otro en el recién inaugurado Paso Exprés de la ciudad de Cuernavaca, que mató a dos personas al tragarse su coche. El origen de ese y el nuevo hoyo que se produjo en Santa Marta Acatitla, Iztapalapa, hace unos días, parece ser el mismo: agua que corre en el subsuelo erosionando la tierra por debajo del asfalto, algo que ocurrió, de nuevo, recientemente en Tlalpan. En estos casos, principalmente urbanos, que el agua corra bajo el asfalto suele ser culpa de alguna tubería rota por falta de mantenimiento, una gran negligencia, aún más, en tiempo escasez. Pero de alguna manera, este es el mismo mecanismo por el cual surgen los cenotes, tierra calcárea erosionada por ríos subterráneos, por ejemplo, en la península de Yucatán, donde la superficie no tiene una base muy sólida y es fácil que se caiga. Lo mismo pasa en la región de los hundidos en Cuatro Ciénegas, Coahuila, mi sitio favorito. Es normal que el agua erosione el suelo calcáreo o arenoso, pero en el caso de las ciudades, hay que cuidar la red de tubos que pasa debajo de nuestros pies y reportar las fugas.

Pero el origen kárstico de los socavones, es contrario a lo que parece estar pasando en Puebla y que ha pasado de forma paralela en la Ciudad de México, por siglos. Recordemos que en el centro de la Ciudad de México, el suelo se ha estado hundiendo por años, a una tasa actual de casi 50 cm por año. Esto ha ocurrido a medida que hemos ido secando al humedal del Valle de México, sobreexplotando sus acuíferos, entubando sus ríos y poniéndole cemento encima, evitando así la recarga natural a través de la lluvia. Esta historia comenzó mucho tiempo atrás, durante las primeras décadas del siglo XX. En ese entonces, extraer agua del subsuelo era mucho más sencillo que transportarla desde otras zonas, tanto, que cualquier industria, comercio o nuevo fraccionamiento porfiriano se abasteció así. Según un estudio de la UNAM, para 1930, ya se habían perforado 350 pozos y 20 años más tarde, en 1950, ya eran 700, con una profundidad que oscilaba entre los 12 y los 45 metros. La tendencia continuó y para mediados del siglo XX la situación ya era preocupante. Entre 1938 y 1948 los pozos más profundos habían provocado hundimientos en el centro de la ciudad de 16 centímetros por año, pero el cambio más drástico ocurrió en 1951, cuando el Centro Histórico registró el mayor hundimiento de su historia: 46 centímetros por año. El agua subterránea tiene una superficie de contacto entre la tierra y el aire del subsuelo, conocida como nivel freático. Cuando baja el nivel de agua por la explotación constante del acuífero, queda un espacio de aire que difícilmente resiste el peso de la tierra y las construcciones. Hoy en día, más del 60 por ciento del agua que se utiliza en la Ciudad de México se sigue extrayendo de sus mantos acuíferos, el doble de lo que se recarga de manera natural. En consecuencia, además de socavones, la compactación del suelo provoca más fracturas de tuberías y fugas de agua potable. Es decir, todo está conectado. Hablando particularmente del exlago de Texcoco, como su suelo es arcilloso, la extracción de agua lo dejó esponjoso, poco firme, por lo que el peso de los edificios hunde a unos, como Bellas Artes, y levanta a otros, como el monumento del Ángel de la Independencia, que se ha elevado con el tiempo. Y con los temblores, naturalmente, esta esponja se pulveriza, causando que todo lo que está sobre el suelo se tambalee o de plano se caiga, al fragmentarse su soporte. Es posible, aunque debe ser confirmado por los expertos, que la sobreexplotación del acuífero de Santa María Zacatepec haya causado el socavón de Puebla. En marzo de este año, los pueblos originarios de esta zona, en el municipio de Juan C. Bonilla, nahuas de la región de Cholula, montaron un plantón frente a la empresa Bonafont, argumentando que la embotelladora de agua había secado sus pozos al sobre explotar su acuífero. Hace unos días, el gobernador Luis Miguel Barbosa visitó la zona y dijo que clausurará la planta de Bonafont instalada en el municipio, o cualquier otra que opere en la región, si se determina que provocó el socavón, pero eso está por verse. Para los nahuas de la región de los volcanes, como para todos los pueblos originarios, el agua y el suelo son sagrados, son un regalo de la madre Tierra y de los dioses para todas las criaturas. Seguramente algunos piensan que el socavón de Puebla es un castigo divino, otros que tiene razones asociadas a la placa tectónica o a la calidad del suelo local; otros pensaran, como yo, que nos faltan datos. Pero lo que sí tendríamos que tener claro es que la Tierra es una y es para todos. Si viviéramos con esa conciencia, otro gallo nos cantaría. Empecemos por dejar de considerar al agua como un recurso que se compra, que se vende, que se explota, como lo hacen todas las industrias que la embotellan, y como lo hace también la CONAGUA, en vez de cuidar el recurso más importante que tenemos. El agua es fuente de vida y como tal debe de ser protegida y dosificada con extremo cuidado. Sin embargo, en la civilización actual, la ensuciamos, la sobreexplotamos, la desperdiciamos y la envenenamos. Esta actitud poco respetuosa de la fuente de todo lo bello, tiene consecuencias que muchas veces se pagan con la vida.

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Hace unas semanas apareció un hoyo en un campo agrícola de Puebla. El 29 de mayo medía sólo cinco metros de diámetro, pero con el paso de los días ha ido creciendo hasta alcanzar los 126 metros de diámetro y 45 metros de profundidad. El agujero se tragó una casa, y dos perros, afortunadamente rescatados, también cayeron en él. Aún no se sabe la causa exacta de este suceso, los geofísicos están averiguando si se debe a causas naturales o a la sobreexplotación del acuífero por parte de la empresa Bonafont. Pero esto de los hoyos, mejor conocidos como socavones, que comen coches, camiones y perros, no es algo nuevo. Hace algunos años un camión de gas cayó de narices en uno que se formó de repente en Parque Lira, muy cerca de donde yo vivía, en el barrio de Tacubaya. Tiempo después, en 2017, hubo otro en el recién inaugurado Paso Exprés de la ciudad de Cuernavaca, que mató a dos personas al tragarse su coche. El origen de ese y el nuevo hoyo que se produjo en Santa Marta Acatitla, Iztapalapa, hace unos días, parece ser el mismo: agua que corre en el subsuelo erosionando la tierra por debajo del asfalto, algo que ocurrió, de nuevo, recientemente en Tlalpan. En estos casos, principalmente urbanos, que el agua corra bajo el asfalto suele ser culpa de alguna tubería rota por falta de mantenimiento, una gran negligencia, aún más, en tiempo escasez. Pero de alguna manera, este es el mismo mecanismo por el cual surgen los cenotes, tierra calcárea erosionada por ríos subterráneos, por ejemplo, en la península de Yucatán, donde la superficie no tiene una base muy sólida y es fácil que se caiga. Lo mismo pasa en la región de los hundidos en Cuatro Ciénegas, Coahuila, mi sitio favorito. Es normal que el agua erosione el suelo calcáreo o arenoso, pero en el caso de las ciudades, hay que cuidar la red de tubos que pasa debajo de nuestros pies y reportar las fugas.

Pero el origen kárstico de los socavones, es contrario a lo que parece estar pasando en Puebla y que ha pasado de forma paralela en la Ciudad de México, por siglos. Recordemos que en el centro de la Ciudad de México, el suelo se ha estado hundiendo por años, a una tasa actual de casi 50 cm por año. Esto ha ocurrido a medida que hemos ido secando al humedal del Valle de México, sobreexplotando sus acuíferos, entubando sus ríos y poniéndole cemento encima, evitando así la recarga natural a través de la lluvia. Esta historia comenzó mucho tiempo atrás, durante las primeras décadas del siglo XX. En ese entonces, extraer agua del subsuelo era mucho más sencillo que transportarla desde otras zonas, tanto, que cualquier industria, comercio o nuevo fraccionamiento porfiriano se abasteció así. Según un estudio de la UNAM, para 1930, ya se habían perforado 350 pozos y 20 años más tarde, en 1950, ya eran 700, con una profundidad que oscilaba entre los 12 y los 45 metros. La tendencia continuó y para mediados del siglo XX la situación ya era preocupante. Entre 1938 y 1948 los pozos más profundos habían provocado hundimientos en el centro de la ciudad de 16 centímetros por año, pero el cambio más drástico ocurrió en 1951, cuando el Centro Histórico registró el mayor hundimiento de su historia: 46 centímetros por año. El agua subterránea tiene una superficie de contacto entre la tierra y el aire del subsuelo, conocida como nivel freático. Cuando baja el nivel de agua por la explotación constante del acuífero, queda un espacio de aire que difícilmente resiste el peso de la tierra y las construcciones. Hoy en día, más del 60 por ciento del agua que se utiliza en la Ciudad de México se sigue extrayendo de sus mantos acuíferos, el doble de lo que se recarga de manera natural. En consecuencia, además de socavones, la compactación del suelo provoca más fracturas de tuberías y fugas de agua potable. Es decir, todo está conectado. Hablando particularmente del exlago de Texcoco, como su suelo es arcilloso, la extracción de agua lo dejó esponjoso, poco firme, por lo que el peso de los edificios hunde a unos, como Bellas Artes, y levanta a otros, como el monumento del Ángel de la Independencia, que se ha elevado con el tiempo. Y con los temblores, naturalmente, esta esponja se pulveriza, causando que todo lo que está sobre el suelo se tambalee o de plano se caiga, al fragmentarse su soporte. Es posible, aunque debe ser confirmado por los expertos, que la sobreexplotación del acuífero de Santa María Zacatepec haya causado el socavón de Puebla. En marzo de este año, los pueblos originarios de esta zona, en el municipio de Juan C. Bonilla, nahuas de la región de Cholula, montaron un plantón frente a la empresa Bonafont, argumentando que la embotelladora de agua había secado sus pozos al sobre explotar su acuífero. Hace unos días, el gobernador Luis Miguel Barbosa visitó la zona y dijo que clausurará la planta de Bonafont instalada en el municipio, o cualquier otra que opere en la región, si se determina que provocó el socavón, pero eso está por verse. Para los nahuas de la región de los volcanes, como para todos los pueblos originarios, el agua y el suelo son sagrados, son un regalo de la madre Tierra y de los dioses para todas las criaturas. Seguramente algunos piensan que el socavón de Puebla es un castigo divino, otros que tiene razones asociadas a la placa tectónica o a la calidad del suelo local; otros pensaran, como yo, que nos faltan datos. Pero lo que sí tendríamos que tener claro es que la Tierra es una y es para todos. Si viviéramos con esa conciencia, otro gallo nos cantaría. Empecemos por dejar de considerar al agua como un recurso que se compra, que se vende, que se explota, como lo hacen todas las industrias que la embotellan, y como lo hace también la CONAGUA, en vez de cuidar el recurso más importante que tenemos. El agua es fuente de vida y como tal debe de ser protegida y dosificada con extremo cuidado. Sin embargo, en la civilización actual, la ensuciamos, la sobreexplotamos, la desperdiciamos y la envenenamos. Esta actitud poco respetuosa de la fuente de todo lo bello, tiene consecuencias que muchas veces se pagan con la vida.

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