Alejandro Solalinde, defensor de migrantes - Gatopardo

Solalinde

En tan sólo cuatro años se convirtió en una de las figuras más notables de la iglesia.

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La ruta de Jesucristo

Alejandro Solalinde se toma un capuchino de treinta pesos y deja cincuenta de propina. Posee cinco camisas blancas de cuello Mao y dos guayaberas en su ropero, que él mismo lava y plancha. No tiene trajes, pero la blancura de su ropa basta para transmitir pulcritud y aliño. Su reloj cuesta ciento cincuenta pesos (Casio Illuminator), y no ha entrado a la generación de sacerdotes de BlackBerry, iPhone y iPad, aunque sí gasta pequeñas fortunas en tarjetas de prepago para sus teléfonos celulares, a donde lo llama la prensa nacional e internacional. Duerme en una hamaca dentro de un cuartito atiborrado de ropa, mochilas y libros de sus colaboradores, pero suele ceder ese espacio y tira un colchón en el patio donde pernocta rodeado de sus guardaespaldas. Si un migrante llega al albergue con los pies destrozados, él mismo va a la zapatería a comprarle un par de zapatos idénticos a los suyos. No tiene escritorio, ni secretaria, ni oficina. Recibe a la gente en una salita debajo de un techo de palma, y resulta imposible sostener una conversación con él sin que lo interrumpan cada dos minutos para pedirle jabón, papel sanitario, dinero, un vaso de agua. Se baña a jicarazos en un bañito que comparte con los voluntarios del albergue y usa un excusado que se desagua a cubetazos. Si entre los donativos del mercado de Juchitán llega una sandía, se la comerá sonriente aunque esté podrida. Lo cuidan cuatro policías estatales del gobierno de Oaxaca —que aceptó hasta que Margarita Zavala, la esposa del presidente Felipe Calderón, se lo pidió personalmente—, pero no hay viáticos para que lo sigan en sus continuos viajes, así que a partir de la central de autobuses de Ciudad Ixtepec, un pueblito de veinticinco mil habitantes enclavado en el estado de Oaxaca, al sureste de México, vuelve a ser oveja para los lobos. Carga su ropa en una maleta rota y de ínfima calidad, que ha perdido el asa y las rueditas, y que deja al alcance de cualquier mano su toalla amarilla.

Solalinde es de las pocas personas que se reinventan y dan lo mejor de sí mismas después de los sesenta años. Durante décadas no fue más que un cura de aldea, con todo el sacrificio y la convicción que eso requiere, pero sin mayor influencia social, política ni religiosa. Graduado de dos carreras universitarias (Historia y Psicología) además de sus estudios sacerdotales y con una maestría en Terapia Familiar, Solalinde es un administrador distraído que prefiere regalar el dinero antes que cuidarlo, y se juega la vida al oponerse a una industria en la que se confabula la más alta política con el crimen organizado: el secuestro de migrantes. Nunca será consagrado obispo porque dice lo que piensa de su madre Iglesia: que no es fiel a Jesús sino al poder y al dinero; que es misógina y trata con la punta del pie a los laicos y a las mujeres, y que no es la representante exclusiva de Cristo en la Tierra.

A los sesenta y un años se decidió a abrir un albergue de migrantes en Ixtepec, no sólo para interponerse a las violaciones a los derechos humanos de los indocumentados centro y sudamericanos, sino para preparar su propio retiro. Se había cansado de las disputas entre sacerdotes en la diócesis de Tehuantepec —situada en el Istmo del mismo nombre, en la costa oaxaqueña del Océano Pacífico—, se tomó dos años sabáticos para estudiar Psicología —contra el consejo de su obispo, que le dijo que era inútil porque a su edad no retendría los conocimientos— y renunció definitivamente a administrar una parroquia.

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«Antes de entrar en esto de los migrantes era una persona sencilla, común y corriente, y desconocida. Escogí los migrantes porque eran una zona muy hermosa para morir, para pasar los últimos años de mi vida sirviendo de forma anónima, pacífica, privada, y retirarme así», contó el sacerdote Alejandro Solalinde el 29 de junio pasado en la Casa Lamm de la ciudad de México, donde inauguró una muestra de pintura. Después de visitarlo en Ixtepec, Oaxaca, a principios de junio, lo seguí en sus continuas visitas a la ciudad de México. En aquella ocasión acudió a la presentación de «Rostros de la discriminación», una muestra de cincuenta artistas que, animados por Gabriel Macotela, donaron sus cuadros para apoyar a la red de albergues que hospedan y defienden los derechos humanos de los migrantes centroamericanos en México.

Tras sólo cuatro años de coordinar el albergue Hermanos en el Camino, Solalinde se convirtió en una de las figuras más notorias no sólo de la Iglesia católica, sino de los defensores de derechos humanos. Delgado, de voz suave y de maneras corteses, es un imán de la polémica: ha sido acusado de pollero por un delegado del Instituto Nacional de Migración (INM); autoridades municipales lo quisieron quemar con gasolina con todo y albergue; se ha visto repetidamente amenazado de muerte y ha pedido perdón a los Zetas, a quienes considera víctimas de una sociedad violenta. Jugándose la vida, echó luz sobre el holocausto que padecen los centroamericanos indocumentados en México, que a nadie le importan. En Centroamérica se convirtió en una leyenda al punto de ser conocido como «el Romero mexicano» en alusión a Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo de San Salvador asesinado por la dictadura.

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