Daniel Divinsky – El último de su raza
El primer editor de autores como Fontanarrosa, el mismo que publica a Quino desde 1970, Daniel Divin
—Aquella es la isla de los elefantes, y en ese espejo de agua que ves ahí están las focas y los lobos marinos.
El primer editor de autores como Fontanarrosa, Maitena y Liniers, el mismo que publica a Quino desde 1970, el hombre señalado como uno de los últimos ejemplares de la raza en extinción de editores independientes, vive frente al zoológico de Buenos Aires, y como si fuera el dueño del paisaje muestra los manchones violetas de las jacarandas en flor. Hay once mil en toda la ciudad y muchas se deben ver desde el balcón en el que Daniel Divinsky está parado ahora. Empieza noviembre, es sábado por la mañana y hoy no trabaja. Eso explica su jean un poco gastado y la camisa informal. Robusto, canoso, de barba, usa lentes gruesos con marcos de carey. Cierra la puerta del balcón y se pasea frente a la biblioteca. Parte de las obras publicadas por la editorial que fundó en 1966, a los veinticuatro años, están allí. Junto a los libros de historietas y humor gráfico que identifican a Ediciones de la Flor con personajes como Mafalda, que agotó doscientos mil ejemplares en dos días, están las firmas de Boris Vian, Paul Nizan, Georges Brassens, Vinícius de Moraes, John Berger, Umberto Eco, Rodolfo Fogwill, Martín Caparrós, sólo por enumerar algunos de los autores que forman el cuerpo cuidado y ecléctico de un catálogo de casi setecientos títulos que supo ser tremendamente innovador y que Divinsky financió, en gran parte, con los longsellers de Quino, Roberto Fontanarrosa, y del periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, la obra clásica de no ficción que lleva vendidas más de ochenta ediciones.
Antes de este primer encuentro, Divinsky canceló varias citas a través de correos electrónicos que replican la retórica formal de las cartas. En el encabezado, un «Querida», dos puntos, sangría y el texto diligente: «Leo tu mensaje en París. Mañana viajo a Barcelona y luego a Frankfurt»; «A cada momento surgen imprevistos. Debo ir a la entrega del Premio Clarín de Novela. Y luego viajo a México como jurado de un Premio Internacional de Traducción Literaria»; «No soy una figurita difícil, la época es complicada. El miércoles tengo reunión con Nik (un historietista argentino que agota cuarenta mil ejemplares en semanas) y luego el festejo de los cien años de la librería El Ateneo». Siempre fue protagonista de la agenda cultural, pero desde que Ediciones de la Flor cumplió cuarenta años —hace cinco— su figura se hizo símbolo: Divinsky es el editor que sobrevivió a la censura, la prisión y el exilio, a los nuevos paradigmas de la industria, al absolutismo de los sellos internacionales, a la piratería y los problemas de distribución; el que supo conservar a autores que toda editorial quiere para sí, y el que insiste en descubrir talentos con una fe militante.
—Nací el 1 de abril de 1942. Soy claramente un April’s Fool —dice, en alusión al «día de los tontos de abril», que se celebra en esa fecha en varias partes del mundo.
Sobre las paredes blancas se ven pinturas y dibujos de artistas argentinos que son sus amigos; sobre una mesa baja, fotografías y cartas que el tiempo ha vuelto ambarinas; en los portarretratos, los hombres de la familia: abuelo, padre, hijo y nieto. Es un ambiente elegante. Muy distinto a la casa humilde de su infancia, en un barrio donde las calles se inundaban.
—Miraba cómo el agua iba cubriendo las patas de los caballos; enfrente había una panadería que tenía un carro para hacer el reparto. Como verás, hablo de la prehistoria. Me sentaba aquí, arriba de esta misma mesa.
La mesa es de roble sólido, brillante, con vetas muy marcadas; en el centro hay un gran jarrón con flores blancas.
—Sos de familia rusa.
—Exiliados de Odesa. Nieto de un músico del ejército que llegó aquí, manejó un tren y prosperó. Hijo de un socialista no militante que fue médico y tuvo tres empleos a la vez. «Ante todo mi deber» le hizo escribir la maestra su primer día de clases. Un principio que quiso inculcarme y traté de evadir. Siempre leyó lo que debía, pero jamás ficción.
Su madre, en cambio, Renée Ana Wexselblatt, era una gran lectora.
—A pesar de eso, debo decir que no fue ella quién me inició en la lectura. Y que aprendí a escribir su apellido recién en tercer grado.
Aún conserva la colección del escritor brasileño Monteiro Lobato, un regalo de sus tías Aída y Felisa que le enseñaron a leer a los cuatro años, mientras se reponía de un problema de salud. En primer grado, era ejemplo para los de sexto; y él, resignado, debía soportar el fastidio que provocaba en los más grandes el pequeño, redondo y retraído buen lector.
—Soñaba con tener una bombonería y ser futbolista. Odiaba hacer ejercicio, pero jugaba con los chicos del barrio. Siempre de arquero porque mi madre no me dejaba bajar a la calle; yo atajaba en la vereda sin poner un pie debajo del cordón. Ella fue una controladora voraz.
Señala algunas fotos y las describe como si leyera. Él, seis años, cerca del mar, de la mano de su padre. Él, ocho años, gordito, posa con esquíes y un fondo de montañas de cartulina. Él, catorce años, alto y flaco, sentado junto a su padre en la cima de una sierra, idénticos hasta en los marcos gruesos de los anteojos, los dos oteando el mismo horizonte mientras la madre mira en otra dirección. Eran los años cincuenta, adoraba las películas de Disney y escuchaba Radio Pekín y Moscú en onda corta, con interferencias que sonaban como papel celofán.
Divinsky es el editor que sobrevivió a todas las calamidades de su época.
—¿Querés subir?
En la planta superior están su cuarto con sábanas violetas, el estudio abierto con estantes para los libros de poesía, teatro y no ficción, y la habitación que ocupa su nieto Iván cuando lo va a visitar. El resto de los libros se ordenan en la biblioteca del living, aunque todavía debe recuperar los de ficción, que quedaron en unas cajas cuando hace tres años abandonó el departamento que compartía con Kuki Miler, la mujer que fue su esposa durante cuatro décadas y que hoy sigue siendo su socia, en partes iguales, en la editorial.
Dice que su primera cita fue a los catorce años, con una chica altísima que, además, se presentó con zapatos de tacón.
—La invité al cine un domingo al mediodía. Yo hacía mucho que no la veía y ella estaba tan alta que no la alcanzaba. «Qué grande que estás», fue lo único que pude decir.
Siguieron en contacto y cuando ella cumplió sesenta años, Divinsky compró la película que vieron aquel día —El bufón del Rey—, cruzó el río y le llevó su regalo hasta su casa en Uruguay.
—Me voy por las ramas. Como en las memorias que estoy preparando. Corrijo y me doy cuenta de las anécdotas inconducentes que guardo en mi cabeza.
Las cartas aparecen con insistencia en sus relatos. La cárcel y el exilio, durante la dictadura que comenzó en 1976, mucho tienen que ver con el peso decisivo de la correspondencia en su vida. Por estos días, ordena las del exilio en Venezuela, 1977 a 1983, para un libro que publicará la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Algunas están firmadas por el escritor uruguayo Ángel Rama, miembro de la histórica Generación del 45 y consejero de Ediciones de la Flor desde el inicio; el escritor chileno Antonio Skármeta; el periodista colombiano Daniel Samper Pizano; Roberto Fontanarrosa.
—»Querido Daniel», escribía mi padre y seguía con elegancia. Mi madre sólo ponía un par de líneas al final de las de él. De mi primera novia, que vivía en el sur, y de otra chilena, debo tener un baúl. Hace poco, retomé el contacto con un viejo amor que vive en España. Es una correspondencia extraña, de gente grande, buscando entender qué nos pasó aquella vez.
En los próximos días, camino al aeropuerto, responde con un mensaje breve a la pregunta de por qué insiste con esos viajes al pasado: «¿Será sobredosis de memoria?; ¿perduración de los afectos? Acabo de recibir un e-mail desde España y ella viene, y almorzaremos. Vaya a saberse».
Suena el teléfono, pero él está en la cocina y no atiende. Unos minutos después regresa al living con dos pocillos de café suave, sin azúcar.
—A los veinte años era abogado con medalla de oro. Quería seguir Letras pero mi padre hizo la pregunta: «¿De qué vas a vivir?»
—¿Fue sólo obediencia o te preocupaba el dinero?
—Supongo que ambas cosas.
—Y tu mamá ¿qué decía?
—Nada. Se abstenía.
Ella murió en 1986, de cáncer, lentamente.
—Se desestabilizó mientras yo estaba en la Feria de Frankfurt, con una visita proyectada a Estocolmo, donde un amigo era embajador argentino. Tuve que suspender todo. Llegué y murió a los pocos días. ¿Qué sentí? No recuerdo un impacto especial.
—¿Y tu padre?
—Tenía problemas cardiacos; una de sus hermanas fue quien se ocupó de su atención y de escoltarlo. Murió en 1992, pocos días después de mi cumpleaños de cincuenta que yo había festejado con una cena para muchos amigos. Antes, estuvo en una clínica de recuperación psíquica; yo lo visitaba con frecuencia, aunque él era de una parquedad verbal y afectiva poco usual.
Uno de sus tíos le regaló una oficina en 1962, cuando se graduó, en la que fue un abogado infeliz hasta que todo comenzó a precipitarse hacia la fundación de Ediciones de la Flor y el encuentro con Ana María Kuki Miler.
Divinsky cursaba un posgrado en Sociología cuando la Universidad de Buenos Aires fue intervenida por un gobierno de facto. Sin poder terminar sus estudios y con una profesión que despreciaba, pensó en convertirse en librero. No era extraño en un lector consumado como él. De Monteiro Lobato había pasado a Los verdes años, de Cronin, los clásicos de Salgari, Verne, Dickens —que le partió el corazón con Oliver Twist y David Copperfield— y «las obras de Carlos Fuentes, Carpentier, Cabrera Infante, todos los norteamericanos y muchos franceses». Tampoco era extraño en un tiempo glorioso para la industria editorial argentina que, junto con la mexicana, dominaba el circuito en español. Era la década del boom latinoamericano y, junto a sellos como Sudamericana, Emecé, Eudeba y Centro Editor de América Latina, emergían editoriales independientes que recogían las nuevas estéticas literarias. Una de ellas fue la del inspirado editor Jorge Álvarez, quien encendió la mecha que se necesitaba para crear Ediciones de la Flor.
—Sin su influencia, tal vez, no hubiese sido editor. Empecé a colaborar con traducciones y a disfrutar eso que era hacer libros en su editorial. En 1966, con Oscar Finkelberg —mi socio abogado— pensamos en poner nuestra librería, pero el dinero no nos alcanzaba y Jorge nos propuso hacer una sociedad de tres y fundar una editorial.
Álvarez asegura que no fue generosidad, que su estrategia empresarial siempre incluyó la creación de su propia competencia, y que Divinsky pudo haber multiplicado las cosas que hizo si se hubiese arriesgado más.
—El límite a mi riesgo —dice Divinsky— se llama escrúpulos, algo que al bueno de Jorge le resultó ajeno mientras fue editor. El respeto por los derechos de autor y su pago puntual exigió prudencia ¿Qué otros riesgos que publicar textos adelantados a su época, otros que motivaron procesos y prohibiciones y hasta uno que me llevó a la cárcel y al exilio?
A pesar de viejas disidencias, hoy ambos tienen una cita fija los martes para almorzar con «los corresponsales», un grupo de editores y periodistas que, desde hace décadas, mantienen el ritual.
En julio de 1967, Ediciones de la Flor publicó su primer título, Buenos Aires, de la fundación a la angustia, una antología que incluía relatos inéditos de Julio Cortázar, Rodolfo Walsh, David Viñas. En esos días, conoció a Kuki Miler a través de su socio Oscar Finkelberg, quien unos meses después, en una tarde de 1968, casi al pasar, le comentó que el padre de aquella mujer pelirroja había muerto.
—No sé por qué fui al velatorio, con qué excusa me acerqué, cómo le comenté que al día siguiente iría a una exposición, no sé cómo le sugerí que tal vez le haría bien distraerse, no sé cómo me dijo que sí. Cuando nos casamos en 1970, mi contador, sabiendo que Kuki era economista, la llamó y le dijo que a la editorial le quedaban noventa días; yo no tenía idea. Ella tomó medidas drásticas y la transformó en una empresa.
Y recibió el cincuenta por ciento de las acciones que la familia Divinsky había comprado a los otros dos socios. En 1997, Kuki Miler escribió para la revista Máxima: «No puedo imaginar trabajar sin Daniel, pero creo que no lo repetiría». Y en 2008, poco antes de separarse, le dijo al diario Los Andes: «Nuestra sobrevivencia tiene mucho que ver con mi tenacidad y mi paciencia… A veces, Daniel me pide que lea un original sobre el que duda; eso ocurre pocas veces: es categórico con lo que le gusta o no. Y le gustan más libros que los que podemos publicar».
Qué publicar y cómo repartir el reconocimiento son el origen de tensiones que no ceden. «A la hora de destacar los méritos suelo convertirme en un fantasma. Fui uno de sus objetos amorosos más controlado: palabra por palabra, gesto por gesto, opinión por opinión», dice Kuki Miler. «No publicar ficción hoy, por lo difícil de consensuar la decisión con mi socia, es algo que vivo como una restricción a mi exhibicionismo cultural y a mi vocación por las apuestas», dice Divinsky.
Su bufete de abogado fue la primera sede de Ediciones de la Flor que, más tarde, ocupó el entrepiso de una tienda de sombreros de sus tíos. En 1972, la editorial se mudó al centro de la ciudad y, en 1994, a una casa de paredes color verde musgo en una esquina del barrio de Almagro, con ventanas que hoy están abiertas y dejan ver la planta baja repleta de cajas cerradas y libros sueltos. Allí, Divinsky guardó una mesa que había conservado desde la infancia. «Hacela pulir y llevátela a tu casa», le dijo Kuki Miler cuando se separaron.
Jorgelina, la secretaria desde hace añales, saluda desde su escritorio estrecho, confundido entre estatuillas, premios, dibujos que llevan la firma de Quino, Liniers, Sendra, Rep. La cita es a las cinco de la tarde, pero Divinsky está retrasado.
—¡Qué puntualidad! —dice al llegar y advierte, educado y cortante, que antes de pasar a su oficina habrá que esperar a que se acomode.
Una puerta abierta deja ver a Kuki Miler de espaldas, delgada, vestida de negro, el pelo rojo. «Podés pasar», dice Jorgelina, y al entrar al estudio de Divinsky lo primero que se siente es que todo lo que hizo en su vida está allí, exhibido en una especie de caos indiferente —y no— a los ojos de quien viene a mirar: libros, viñetas, maquetas, galeras en corrección, manuscritos aún no leídos, regalos de próceres de la literatura, el teatro y la historieta. El ambiente está embebido de un espíritu desaliñado.
Ediciones de la Flor es un sello difícil de encasillar, porque si bien hoy son la historieta y el humor gráfico los géneros que la distinguen, no siempre fue así. Luego de Buenos Aires, de la fundación a la angustia, ese mismo año, 1967, la editorial publicó El libro de los autores: Borges, Sabato, Mujica Láinez, Walsh, prologaban allí su cuento favorito. La idea fue de Pirí Lugones, nieta del poeta Leopoldo Lugones y una destacada periodista y escritora que asesoraba a su amigo Jorge Álvarez y que, se dice, fue quien inspiró el nombre de la editorial al exclamar: «¡Flor de editorial quieren hacer!».
Divinsky está hundido en su sillón.
—¿Cómo se explica un catálogo tan ecléctico?
—Me negué a armar colecciones. Era la sugerencia de Ángel Rama, pero mi rebeldía juvenil se opuso: no quería límites. Ese primer año publicamos Adén Arabia, de Paul Nizan y una antología poética de Georges Brassens.
En 1997, la Universidad de Guadalajara publicó Libros, personas, vida: Daniel Divinsky, Kuki Miler y Ediciones de la Flor (Buenos Aires 1967-1997), con motivo del Premio al Mérito Editorial que recibieron aquel año en la FIL de Guadalajara. En el libro, Tomás Eloy Martínez escribía: «Cuando salí hacia el exilio, en 1975, llevaba el Adén Arabia de Paul Nizan… Divinsky y Miler eran editores de vanguardia… Descubrían los vientos de la nueva literatura, desde Raymond Chandler a Dalton Trumbo, desde Lezama Lima hasta Luis Rafael Sánchez. Hacían lo único que se podía hacer: sostener en alto el lenguaje, mientras la realidad se ahogaba». A fines de 1967, Divinsky le escribía a Ángel Rama: «Querido, recordado e imponderable Ángel: el libro de Nizan está de super best-seller, según Primera Plana y el diario Clarín (los ratings más importantes), y eso nos llena de profunda emoción». Paradiso, del cubano Lezama Lima se publicó en 1968; Tomás Eloy Martínez escribió una reseña en el periódico Primera Plana y tres mil ejemplares se agotaron en una tarde. Poco después, el destino de Ediciones de la Flor quedó definitivamente sellado por la quiebra de la Editorial Jorge Álvarez. Terminaba 1969.
—Heredé a Pirí Lugones, a Walsh y a Quino, que comenzó a publicar Mafalda con nosotros en 1970.
Divinsky había sido mediador en el conflicto entre Quino y Álvarez por el pago de derechos adeudados. Una mezcla de agradecimiento, confianza y amistad germinó entonces, ligando a Quino con su editor.
—Nos hicimos amigos. Tanto que en 1973, cuando vendí mi parte en el estudio de abogados, gasté todo el dinero en un viaje que hicimos juntos.
Quino recuerda que «no siempre fue fácil. Pero si hay afecto, como el que nos une con Daniel, los conflictos se resuelven. Recuerdo, la bronca que me daba, en los primeros años, cuando publicaba Mafalda como un género menor […] Nunca nos apartamos, ni siquiera cuando se exiliaron y el destino era incierto: haberlos dejado hubiese significado hacerle, como dicen los españoles, una ‘putada’ a Daniel». Quino habla en plural refiriéndose a él y a Roberto Fontanarrosa, el otro éxito de ventas. Fontanarrosa publicaba en Hortensia, una revista que llegó a tener una tirada de cien mil ejemplares. Divinsky lo descubrió y, tal como había hecho Álvarez con Quino, le ofreció publicar un libro: ¿Quién es Fontanarrosa? Era 1972 y el comienzo de doce tomos de Boggie, el aceitoso, treinta y dos del gaucho Inodoro Pereyra y más de veinte cuentos de enorme éxito y popularidad. Con su muerte, en 2007, estalló un litigio entre su único hijo y su segunda esposa que impidió la reimpresión de libros anteriores y el lanzamiento del inédito Negar todo. Ahora, editorial Planeta ha vuelto a publicarlo.
—La fidelidad no es hereditaria y la tristeza no es por dinero. Una parte de esos libros es mía. El Negro me entregaba ideas brillantes, remates increíbles, pero el editing lo dejaba en mis manos.
«Conocí a Daniel en Cali, en 1975 —escribe desde Madrid, el escritor colombiano Daniel Samper Pizano—. Yo era subdirector de El Pueblo; él llegó allí con sus cartapacios y fue facilísimo que contratara caricaturas de Fontanarrosa, Caloi y otros de la pandilla de Hortensia. Fue también facilísimo que nos hundiéramos en largas y nocturnas charlas. No mucho después, los militares les hicieron entender a los Divinsky que era mejor que se largaran de su país».
—Hasta 1975 publicamos cosas que nadie editaba; revulsivas para la época. No se vendían demasiado, pero supimos aprovechar un tiempo permisivo. Con el golpe de 1976 todo cambió. El catálogo era ecléctico, progresista, peligroso.
La excusa para encarcelarlos, en febrero de 1977, fue el libro infantil Cinco dedos: una mano verde persigue a los dedos de una mano roja, entonces éstos deciden unirse y formar un puño para vencer. El verde fue asociado por los militares con su uniforme, y el triunfo del puño colorado interpretado como un modo de «adoctrinar a los niños para el accionar subversivo». Una carta abierta de la Asociación de Escritores Internacionales fue decisiva para la liberación. Los ciento veintisiete días de prisión habían sido una clara advertencia. Ángel Rama, exiliado en Caracas y director Literario de Biblioteca Ayacucho, le ofreció a Divinsky un puesto en esa editorial. «Querido Daniel: creo que aquí pueden hacer buenas cosas y, aunque esto sea bastante intrépido, siempre será mejor que la Argentina del presente». Empezaba 1978, cuando el editor asumía su puesto en el exilio.
—La editorial quedó en manos de mi suegra. Sin deudas, y con la fidelidad de Quino y Fontanarrosa, resistimos reeditando longsellers y algún otro libro. Recuerdo una carta que le escribí con veintiocho instrucciones. Era la fantasía de creer que podía controlar todo a la distancia. Más que eso: era la ilusión de pensar que seguíamos aquí.
Si algo no descuidó durante el exilio fue el español rioplatense, en especial el de su hijo Emilio, que tenía dos años al partir.
—‘Cerrá, cierra, el grifo, la canilla, la llave’, le decía para indicarle que no dejara correr excesivamente el agua del cuarto de baño.
Ahora, Emilio tiene treinta y ocho años y es baterista. Después de la separación, estuvo cerca de su padre, pero últimamente están más distanciados. Es como si nadie terminara de aceptar que se ha roto el ensamble casi perfecto entre pareja y sociedad editorial.
—¿Un músico puede dirigir una editorial?
—No le interesa. Y mi nieto tiene siete años.
Solapadamente, concluye que no hay sucesión. Alguna vez dijo que antes que vender prefería cerrar la editorial y dejar el perfume de un buen recuerdo. Ahora, antes de despedirse, saca de un armario un vaso que guarda desde 1975.
—Sonó el timbre, abrí la puerta y ahí estaba Vinícius de Moraes, radiante después de haber firmado cientos de ejemplares de sus libros en el estand que, por primera vez, teníamos en la Feria del Libro de Buenos Aires.
Vinícius de Moraes estaba allí, con ese vaso vacío en la mano, esperando que su editor lo llenara con buen whisky.
Vuelve a guardarlo y apaga la luz.
Mientras el país recuperaba la democracia, 1983, Divinsky le escribía a Ángel Rama: «Me reencontré con calles, cafés, hábitos, una cultura (perdonando la palabra) muy viva a pesar de todo… Me reencontré con la editorial sanísima, contraté una novela argentina, caminé sobre las nubes y me sentí lleno de ímpetu».
Es uno de los últimos días de 2012 y un aire suave entra por la ventana y mece las plumas de un loro de juguete que Divinsky tiene sobre el escritorio y que, hasta hace poco, podía repetir todo lo que escuchaba. En las ventanas de los edificios de enfrente hay árboles de Navidad y a Ediciones de la Flor acaban de llegar las tarjetas de fin de año que dibujó Decur, uno de los últimos descubrimientos del editor.
—Cuando volvimos, tuvimos que poner el departamento en condiciones. Lo alquilaba una familia que, más o menos, jugaba al futbol en el living.
Divinsky aceptó la designación de interventor en Radio Belgrano —donde también dejó la marca de su genio creativo— mientras Kuki Miler recibía de su madre la administración de la editorial. Un día de enero de 2013, dejando atrás las ruinas de Tulum, en México, ella aclarará en un mensaje corto que no fue la única vez que mantuvo las cosas en su lugar: «Aunque parezca pedante, Divinsky, sin mi permanente aporte y acompañamiento, en todo sentido, no tendría esta trayectoria que ostenta. Martín Caparrós lo escribió en el viejo libro de Guadalajara: ‘Se apartó por un tiempo del trabajo editorial, Kuki, como siempre, lo cubría'».
El viento desordena unas hojas; Divinsky las devuelve a su lugar.
—El primer libro que publicamos fue Los Pichiciegos, la primera novela de Rodolfo Fogwill que nadie quería editar y que leí con fascinación.
Dicen que el escritor lo llamó indignado cuando supo que las ventas no iban bien, acusándolo de que la portada —»horrible»— era la culpable. Rústicas, tan eclécticas como su catálogo, las tapas de Ediciones de la Flor siempre estuvieron al margen de cualquier esteticismo estándar.
—Reeditamos obras agotadas, como Operación Masacre y, despojado de mi rebeldía juvenil, lanzamos colecciones de teatro, psicoanálisis, ensayo, historia, infantiles.
En ficción, la colección Los Nuevos, de fines de los ochenta, incluyó dos novelas que Divinsky elige —junto a las de John Berger— entre los libros que lo hacen sentir orgulloso: la primera novela de Martín Caparrós, No velas a tus muertos, que siguen reeditando, y la de Pablo de Santis, El palacio de la noche. Pero la colección tuvo sólo tres títulos.
—Fue imposible competir con los grandes sellos. Encontramos en la historieta y el humor gráfico un nicho de mercado y nos hicimos fuertes ahí donde las otras no tenían interés. Claro que eso está cambiando.
—Quino dice que publicabas Mafalda como un género menor.
—De ninguna manera. Es un lenguaje específico de comunicación de literatura. De muchos autores me siento tan orgulloso como de algunos de ficción que publiqué.
Cuando en una tarde tórrida de enero esté a punto de partir de vacaciones, escribirá: «Hace unos días, vi en televisión un documental francés sobre Boris Vian y pensé que había publicado por primera vez en castellano tres de sus libros; leí en Ñ (revista cultural del diario Clarín) una charla entre Grüner y Vattimo sobre la izquierda y pensé que habíamos publicado a Vattimo por primera vez en el país; veo que vuelven a editar a Paula Wajsman, de quien publiqué su primera novela, Informe de París; o que otros sellos reeditan libros que publiqué pioneramente, y tiendo a entrar en un delirio de autorreferencia que podría denominarse orgullo».
Ahora, mientras en sus manos dan vueltas las tarjetas de fin de año de Decur, y se mecen las plumas del loro, dice que está preparando un libro del historietista chileno Alberto Montt que prologará Juan Villoro, y analizando nuevos títulos para el catálogo de novelas gráficas, que ya incluye El extranjero de Albert Camus (adaptación de Juan Carlos Kreimer e ilustraciones de Julián Aron), y Fahrenheit 451 y Crónicas marcianas de Ray Bradbury (adaptación e ilustraciones de Tim Hamilton y Dennis Calero, respectivamente), entre varios títulos.
Mira el reloj y propone seguir el martes próximo. Ya lo escribió Martín Caparrós en aquel libro homenaje de Guadalajara: «¿Y estuvo Divinsky?… Mucho se juega: una respuesta negativa podría descalificar cualquier evento… no hay acto cultural en Buenos Aires que esté completo sin su presencia… Daniel Divinsky cree como nadie en la circulación de la cultura. En algo hay que creer, y esa creencia es de las que más me gustan».
«Tengo treinta y nueve años y trabajo con Daniel desde hace veinte. Era chofer de reparto y ahora soy asistente de dirección». Adrián Colucci dice que a su jefe no le gusta repetir las cosas. «Nunca lo vi furioso. Enojado, sí. Sube la voz y es irónico sin faltar el respeto».
La ironía de Divinsky puede ser demoledora. Y entonces puede decir, acerca de un editor fallecido y en una mesa redonda: «Era una buena persona que editó porque estaba casado con una norteamericana y multimillonaria»; o marcar la contradicción de algunos escritores «que dicen ser de izquierda o progresistas, que no se cansan de despotricar en contra de las transnacionales, pero que a la hora de publicar lo hacen justamente en una transnacional»; o responder a un artículo de un editor que critica el estado de la industria editorial en el país, con una columna que titula Parole, Parole, Parole y que remata así: «Un hermoso libro de Aldo Pellegrini se llama Para contribuir a la confusión general. Hubiera sido un buen título para el artículo que comento. Por suerte para el autor, esa contribución todavía no es delito.»; o decir de un historietista, considerado por muchos de culto y uno de los pocos que él no publica: «Me parece un tipo brillante, pero algo en su dibujo me produce un enorme rechazo». Cuando tiene que repetir algo o su interlocutor confunde algún dato, dice con voz implacable: «No, querida. Te dije…». El gesto impaciente dura poco; apenas el tiempo que necesita para retomar el vuelo de su conversación.
Hace calor en la ciudad. Es martes y desde la calle se ve la ventana de la oficina de Divinsky abierta, la luz prendida, el ventilador de techo encendido.
«Podés pasar», dice Jorgelina. Está hundido en su sillón; concentrado; tiene que terminar uno de esos trabajos que lo fastidian, la corrección de la galera de un libro de teatro que, para ser reeditado, hubo que tipear nuevamente.
—Llevate todas las cartas que quieras y pedile a Jorgelina que te sirva café. En una hora termino.
Desde el exilio en Berlín, Antonio Skármeta escribía en 1985: «Querido Daniel: Comprendo bien que no tienes la vara mágica ni eres el demiurgo de Huidobro que no cantaba la rosa pero la hacía florecer en el poema, pero tal vez tengas acceso a alguna institución que me pudiera pagar el ida y vuelta a Buenos Aires». Un mes más tarde, volvía a escribir: «El anuncio de la posibilidad de que me invite el Instituto Nacional de Cinematografía me levantó el ánimo y me hizo cantar bajo la lluvia como cuando tenía diecisiete».
Casi es Año Nuevo cuando Skármeta escribe desde Santiago de Chile: «Veo a Daniel desparramado sobre un sillón en su departamento frente el zoológico, bebiendo un Old Smuggler y oyendo a Gato Barbieri; lo veo devorando con serenidad un congrio en ‘Il Divertimento’ de Santiago, sorbiendo en las pausas un Sauvignon Blanc ‘Amayna’; lo veo acariciándose la barba contando los idiomas en que está publicada Mafalda; lo veo dando el paso audaz de publicar obras teatrales contra los vientos y mareas; lo veo transformándose en adalid de la novela gráfica metiéndole dibujos a los clásicos de la literatura; anunciándome que va a publicar con el dinero que ha ganado con sus libros de historietas a una escritora o escritor inéditos; lo veo recibiendo una arenga edificante de su esposa Kuki; no veo a Daniel sin Kuki ni viceversa; veo a Daniel Divinsky con la misma admiración que dedico a un artista y a un escritor».
Kuki Miler apaga la luz de su oficina, pasa por la puerta de la de Divinsky sin despedirse y, al entrar en la recepción, mira extrañada el revuelo de cartas y pregunta:
—¿Qué hacés con todo eso?
Después se presenta y acepta una entrevista para la semana siguiente.
—Sí, sí, traeme. Voy a quedarme un rato más.
En su oficina, Kuki Miler le dice a una empleada de guardapolvo azul que le sirva otra taza de té negro.
—¿Te molesta si tiro un poco de esto? Odio el olor que te deja el cigarrillo.
La oficina es distinta a la de Divinsky. Hay muchos libros pero hay un orden, un barniz de prolijidad en el modo de acomodarlos, en la ubicación de los cuadros de Frida Kahlo, en las fotos familiares: ella y Divinsky en la escalerilla de un avión; en un auto blanco larguísimo; con Emilio; solos.
—Ahora vuelvo. Si querés, podés leerla ahora.
La carta que extiende sobre el escritorio fue escrita en el desvelo de la noche anterior; lo que está allí, sin título y sin firma, es lo que puede ser publicado. «Divinsky no es para mí el personaje público; es el hijo único, joven brillante y adelantado que sigue queriendo toda la atención sobre él… Trabajar juntos nunca fue sencillo, pero el proyecto nos resultó fascinante, la interacción creativa dio frutos que están a la vista; nos divertimos, disfrutamos juntos los resultados, el esfuerzo valió la pena… Sin embargo, a la hora de destacar los méritos, suelo convertirme en un fantasma, invisible (y temido)».
Mientras recoge su cartera con un gesto apurado —tiene entradas para el teatro y es tarde— recuerda uno de sus primeros encuentros, en el departamento de soltero de su ex marido.
—¿Por qué tiraste el melón? —le preguntó Kuki al ver el fruto en el tacho de basura partido en dos mitades.
—Está podrido. ¿No ves todo eso que tiene en el medio?
—Daniel, ésas son las semillas.
Divinsky siempre tuvo todo servido en bandeja, dice, y ella se siente responsable de haber ayudado a que todo siguiera igual.
Tímida y respetuosamente, quienes los conocen confirman que hay una tensión que se agudizó en el último tiempo, cuando Divinsky se volvió aún más visible. «Hay que decir que la editorial son los dos —dice Quino—. A Kuki le toca la parte burocrática, la administración. Daniel lee libros, dice qué editar y asume las relaciones públicas. Muchas veces, se lo asocia como única figura de Ediciones de la Flor y eso no hace más que deteriorar la relación entre los dos. Algo que a todos entristece».
Nadie parece imaginar a Ediciones de la Flor sin la suma de sus dos partes. Será por esa razón que ellos siguen allí, pared de por medio, editando libros.
«Qué es ser un hombre inteligente», le preguntaron alguna vez a Divinsky. «El que sabe elegir», respondió sin dudar. La mañana es fresca, aunque sea verano y los jazmines devoran las paredes del balcón del departamento donde vive.
—Creo que siempre elegí lo que me venía bien, lo que me gustaba.
Ahora, sin embargo, le gustaría editar más libros sin tener que pensar cuán rentables son. En la página web de la editorial, un aviso informa que no se reciben manuscritos. Igualmente llegan y, si alguno le gusta, lo envía con su bendición a una editorial independiente. Es un antídoto para calmar su anhelo de ficción.
—Tampoco es cierto que no publique nada de ficción. Este año aparecerán los Cuentos completos de Rodolfo Walsh, con textos inéditos y un fantástico estudio de Ricardo Piglia.
En la cocina, la mesa está puesta. Manteles color naranja, accesorios verdes manzana y la luz natural que ilumina los rastros de una rutina plácida.
—Con Kuki nos casamos vía México. Aquí no existía el divorcio y desconfiábamos de que pudiésemos durar, a tal punto que cada uno le ponía las iniciales a sus discos para que el día de la separación todo fuera más fácil.
A fines de 2009, cuando se separaron, se fue a vivir a un hotel y comenzó a buscar un departamento con la misma vista al zoológico que tenía la casa que dejaba. Lo encontró y se mudó aquí seis meses más tarde. Dice que le ofrecieron escribir sobre cómo se sobrevive a una separación después de casi una vida y cómo se sigue siendo socio de la misma mujer. Pero se rehúsa; no hay por qué ventilar dolores.
—Justamente allí —dice señalando hacia la confitería del zoológico— celebramos la publicación del libro número treinta. Era 1968 y la convocatoria decía «No deje que los animales sean más». Me mudé aquí el 30 de abril de 2010, a una cuadra de donde vivía antes. Días después sentí un dolor en el pecho. Esa noche me operaron del corazón. Cualquier interpretación…
Le gusta ir al supermercado pero no cocina. Busca recetas en internet para que Marisa, una empleada que lo consiente sin pudor, le prepare platos como solomillo de cerdo a la cerveza negra con manzanas caramelizadas o paleta de cordero con salsa de menta. Jueves por medio, invita a amigos a cenar empanadas y helado, no más de seis comensales para poder conversar. Lunes, miércoles y viernes va al gimnasio temprano y almuerza en su casa. Los martes toma masajes y se encuentra con «los corresponsales» en el restaurante de siempre. Sólo el jueves trabaja por las mañanas. Dejó atrás la sobreexigencia desmedida y se lamenta por no haberlo hecho antes. El tiempo libre lo reparte entre cine, literatura, y su nieto Iván.
—Estoy con él todo el tiempo que me lo conceden. Leemos. Una página cada uno. Cuando lo corrijo se enoja: «Estoy en segundo grado, no en quinto». Y entonces me contengo.
Enfrente, la vista es la de siempre. A orillas de un lago de agua terrosa, dos lobos marinos descansan al sol. \\
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