El sueño de la primera D del futbol argentino - Gatopardo

Ser campeones: el sueño del fútbol amateur

Seis décadas atrapados en el sótano de una industria multimillonaria, los jugadores del equipo Centro Español podrían ser los más desventurados de Argentina. Nunca han subido de categoría ni generan el dinero que convoca a los carroñeros del fútbol, pero ellos no pierden la esperanza. Esta es la historia de un equipo acostumbrado a jugar en las penumbras del país que alumbró a Diego Maradona y Lionel Messi, donde sólo 2% de los futbolistas que arrancan en categorías menores logran ser profesionales.

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A las 11:45 de un lunes de invierno austral, el restaurante de la sede del Centro Social y Recreativo Español, en Morón, al oeste de la periferia de Buenos Aires, se queda a oscuras: parece la metáfora de un club acostumbrado a jugar en las penumbras del país que alumbró a Diego Maradona, Lionel Messi y el clásico Boca-River.

Desde que comenzó a competir en la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) en 1959, Centro Español nunca fue campeón ni ascendió de categoría, por lo que lleva más de seis décadas encadenado a la última división, la Primera D. Si no fuera porque casi nadie le presta atención —porque de tan perdedor es invisible para el fútbol grande de su país—, Centro debería ser conocido como el equipo más desventurado de Argentina, el último entre los últimos. La falta de luz que cubre repentinamente al club, sin embargo, se debe a una de las estrategias para intentar salir de ese pozo.

En su afán de trepar desde la Quinta División hasta la Cuarta —o sea, de la Primera D a la Primera C, según la nomenclatura de los torneos de AFA—, el cuerpo técnico les mostrará a los jugadores un video editado con las fortalezas y debilidades de Central Ballester, el rival al que Centro Español enfrentará esta misma tarde, en poco más de tres horas, a las 15:00, y para eso hay que apagar la luz.

Deben ganar a pesar del pasado y, también, del presente: en las cinco fechas que transcurrieron de la actual temporada, el torneo Apertura 2021, Centro no sumó ninguna victoria. Más importante aún, deben ganar para el futuro. Los muchachos que ahora se mueven entre las sombras del restaurante sólo reciben viáticos, premios y, en pocos casos, un sueldo mínimo, simbólico, por lo que, para subsistir, se ven obligados a recostarse en la ayuda de familiares o trabajar en otros empleos, fuera del club. Sin embargo, en las capas subterráneas e invisibles de una industria multimillonaria y global, no hay espacio para resignados. Los futbolistas de la D son amateurs y no viven del fútbol, pero juegan porque aman al deporte y porque, silenciosamente, tienen la esperanza de conseguirlo.

Aunque no pueden firmar contrato con Centro Español ni otro club de la categoría, porque es la única división amateur de la AFA, todos lo toman como un trampolín hacia el profesionalismo de cualquier torneo superior, la C, la B, el Nacional e, incluso —los más optimistas—, la Primera División o el extranjero. Mientras tanto, trabajan en el ferrocarril, son albañiles o manejan motos para delivery sin dejar de jugar en campos de tierra y ante rivales sin compasión. Es el fútbol sin domesticar, tan primigenio como cuando el hombre bailaba alrededor del fuego.

Fotografía de Christian Basile

De los 32 futbolistas que integran el plantel de Centro Español y se entrenan todas las mañanas, sólo dieciocho —los once titulares y los siete suplentes— fueron convocados para el partido de esta tarde. Para que la Primera D no se transforme en un cementerio de futbolistas veteranos —treintañeros ya panzones—, la AFA determinó hace pocos meses dos cláusulas: 1) No pueden jugar los que hayan firmado un contrato con otro club, por lo que quedan excluidos quienes previamente pasaron por la C o el resto de las categorías profesionales, y 2) Apenas seis de los dieciocho jugadores que integran el equipo titular y el banco de suplentes pueden ser mayores de 23 años.

Maximiliano Saura es delantero de Centro Español, tiene veintiocho y conoce la D como pocos. Tras una década entre Muñiz y Alem, otros dos equipos vitalicios de la categoría, hace seis meses llegó a su nuevo club. “Es un torneo al que la AFA menosprecia”, dice Saura, que por las tardes, luego del entrenamiento matutino, trabaja en la mueblería de sus padres: compra los insumos, ayuda en la fabricación y se encarga de la venta y el reparto. “Por esfuerzo y tiempo, los jugadores de la D nos dedicamos al fútbol como si fuésemos profesionales: entrenamos todos los días y algunas noches le sumamos gimnasio. Pero el sueldo a lo sumo sirve para los traslados en ómnibus. Olvidate que cubra la comida o el alquiler de tu casa. Todos queremos irnos de la D, es una cuestión de progreso, de firmar un contrato y de pasar a otra categoría, que no te tengan de último”, reconoce el delantero.

Como en la D no hay lugar para los “divismos”, tres jugadores terminan de bajar las cortinas roller de las ventanas que dan a las calles de Morón. Uno de los dos entrenadores del equipo, Matías Modolo, quiere más oscuridad antes de que el analista de videos comience a mostrar las imágenes. “Apaguen la luz de la cocina”, pide el joven orientador, de 34 años, y su compañero de dupla técnica, Sergio Orsini, de 47, pasa entre ollas y sartenes y aprieta el botón. Ya con el bufete del club convertido en un microcine, la computadora portátil del cuerpo técnico proyecta contra la pared un compilado de imágenes del rival de esta tarde: los jugadores de Centro Español se enteran de cómo atacó y defendió Central Ballester en los últimos partidos. Los entrenadores decodifican esa información: “Ojo, Maurito, que llegan por afuera”, alerta Modolo a Mauro Olivetti, uno de los mediocampistas. Es una preparación profesional, aunque se trate de la D.

Al video, que dura diez minutos, le sigue el almuerzo. “A comer”, dice un jugador mientras un par de compañeros prenden luces y suben cortinas. A falta de mozos en el restaurante (como todos los lunes, el club está cerrado para los socios y sólo abrió para que el plantel se reuniera), los siete integrantes del cuerpo técnico se reciclan en camareros: los dos entrenadores y su asistente, el instructor de arqueros, el preparador físico, el analista de videos y el utilero acercan los platos a las mesas de los jugadores. El menú es el de siempre antes de cada partido —tallarines con salsa—, basado más en parámetros económicos que nutritivos. “Un amigo tiene una casa de pastas y nos regala los fideos. Hacemos lo posible para que el club ahorre dinero”, explica Modolo. En todo caso, la alimentación en las horas previas a los partidos es un problema menor. Cada tanto algún jugador no puede pagarse las cuatro comidas del día y recibe una vianda de parte de los entrenadores, también acostumbrados a convertirse en psicólogos.

“Yo le quiero poner todo, pero a veces no alcanza y te agarran bajones, no le encontrás la vuelta: querés irte de la D, hacer otra cosa”, se sincera Saura, el más grande del plantel, ya con cientos de partidos y decenas de goles en la categoría. “Este año sigo seguro, pero después ya no sé. La D te condena”, agrega el delantero cuando llega la hora de partir hacia el estadio.

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En el fútbol argentino 87 clubes están afiliados a la AFA. Al otro extremo de los más laureados, como River, Boca o Independiente, el sótano también tiene sus inquilinos de siempre. Tras el ascenso de Atlas a la C en enero de 2021, los únicos dos equipos que continúan sin haber salido de la D son Centro Español y Yupanqui. Sin embargo, este equipo, que lleva un nombre en quechua que significa  “De ti hablará la posteridad”, podría esgrimir una ventaja: comenzó a jugar en 1976 —o sea, diecisiete años después que su competidor— por el título del club más desventurado del país. En todo caso, Central Ballester, Atlas, Lugano, Juventud Unida, Muñiz, Alem y Deportivo Paraguayo son clubes que tuvieron algunas temporadas en la C, pero su lugar en el mundo es la última categoría.

Muchos equipos que pasaron por la D desde la primera temporada, en 1950, desaparecieron. Algunos tenían o tienen nombres que ahora resultan divertidos, como Piraña; otros escaparon de su destino y hoy participan en Primera División, en algunos casos, con proyección internacional: Defensa y Justicia, campeón de la Recopa Sudamericana en 2021, reptó en la D entre 1978 y 1982. Un puñado de futbolistas que pasaron por la división también llegaron a lo más alto, aunque reciclados en otra función. Mientras el actual presidente de la AFA, Claudio Tapia, jugó trece partidos en la D para Barracas Central entre 1986 y 1991, el principal empresario del fútbol argentino, Christian Bragarnik, el hombre que llevó a Maradona a dirigir el Dorados de Sinaloa, fue un mediocampista sin suceso de Yupanqui a finales del siglo pasado.

Pero además, como la concreción de un milagro, la carrera del delantero panameño Julio César Dely Valdés, surgido en Deportivo Paraguayo —un club de Buenos Aires que fundaron inmigrantes de ese país limítrofe—, es la invitación a creer que se puede pasar de la D a las principales ligas europeas. Tras haberse iniciado en la última categoría de Argentina entre 1987 y 1989, Dely Valdés consiguió un extraordinario currículum en Nacional de Uruguay, Paris Saint-Germain de Francia —el actual club de Messi y Neymar—, Cagliari de Italia y Málaga y Oviedo de España. Más de treinta años después, el entonces presidente de Deportivo Paraguayo, Salomón Ramírez, recuerda esa llamada sorpresiva: “Dos o tres días antes de la Navidad de 1988, en la sede del club sonó el teléfono y alguien que se anunció como dirigente de Nacional de Montevideo dijo que tenía interés en Dely Valdés. Le cortamos porque creíamos que era una broma. Nacional era el campeón de América y dos semanas atrás había ganado la final del mundo. ¡¿Cómo iban a preguntar por un jugador de la D?! Pero volvieron a llamar. Era en serio”.

Desde su país, donde lo nombraron mejor deportista panameño del siglo XX, Dely Valdés reconstruye por WhatsApp aquel inesperado trampolín: “Vivía en Argentina porque mis hermanos jugaban al fútbol allá. Yo hacía las inferiores en Argentinos Juniors (un tradicional equipo de Primera, de donde salió Maradona), pero quedé libre. Un hincha que me había visto jugar y dirigía a la Quinta de Paraguayo me propuso llevarme a su club”. Muchos jóvenes habrían rechazado el ofrecimiento por cuestiones deportivas —el cambio abismal de categoría que conllevaba, cuatro divisionales abajo— y de incomodidad. Mientras el estadio del club Argentinos queda en La Paternal, uno de los barrios del centro geográfico de la capital, Paraguayo se entrena en González Catán, una localidad del extrarradio bonaerense a la que Dely Valdes sólo llegaba después de subirse a dos —a veces, tres— autobuses. Pero no se desanimó y, cuando debutó en la Primera D, en 1987, se convirtió en una fábrica de goles: 28 en 33 partidos. En su voracidad y determinación tuvo problemas con las hinchadas hostiles del conurbano. “Algunos estadios eran difíciles”, recuerda. “Una tarde jugábamos de visitante contra Deportivo Merlo y los hinchas me gritaban de todo. Cuando hice un gol, salí con rabia y les hice un gesto que los enojó más. A la salida tuvo que escoltarme la policía”.

Después de un gran 1988, que llevó a Deportivo Paraguayo a pelear un ascenso —que no consiguió—, Dely Valdés comenzó su aventura en el fútbol grande del continente. Ramírez, el presidente del club en aquel momento, recuerda su partido de despedida: “Antes de que Julio se fuera a Nacional, jugamos contra Barracas Central y reuní a los jugadores de los dos equipos para contarles que Dely Valdés pasaría a un grande de América. Lo puse como ejemplo de cómo desde un equipo de la D se podía llegar al campeón del mundo”. Según la revista Sólo Fútbol, que cubría con detalle todas las categorías, el adiós fue en un Deportivo Paraguayo 5-Barracas Central 1 del 4 de febrero de 1989, con Dely Valdés como autor de dos goles. El pase a préstamo a Nacional, según publicó el semanario, se hizo por seis mil dólares, divididos en partes iguales para el jugador y el club. La opción de compra se tasó en cincuenta mil dólares. Al gran paso del panameño por Uruguay le siguieron más éxitos en Europa, donde convirtió al menos veinte goles en cada uno de sus clubes. Más de treinta años después, Dely Valdés se mantiene en contacto con los dirigentes de Paraguayo, club que, después de un único ascenso a la C a mediados de los noventa, volvió a quedarse estancado en la D a partir de 2000.

Fotografía de Christian Basile

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Hoy Centro Español juega de visitante pero, si le tocara de local, también debería movilizarse: nunca tuvo campo de juego y vive en estado de nomadismo eterno, alquilando estadios. A falta de un lugar para recibir a los rivales, la sede social —donde los jugadores acaban de comer— tiene la hermosura de lo modesto: es un predio que ocupa un décimo de manzana, bien barrial, acorde a un club sin éxito en el fútbol pero importante para el tejido social de una zona vulnerable de los suburbios de Buenos Aires: los 850 socios que pagan la cuota pueden disfrutar de una cancha de básquet, una de patín, una de vóley y el restaurante. “Mi abuelo fue fundador del club y mi mujer casi que nació acá”, dice el presidente, Daniel Ledesma, que acaba de llegar de su trabajo —es chapista de autos y tiene un taller mecánico— para almorzar con los jugadores. Su estatus implica un menú especial: le traen pollo con papas.

Mientras los jugadores salen de la sede, el encargado de la puerta del club aborda a uno de los técnicos: “El arquerito anda bien, ¿no?, ¿cómo se llama?”, le pregunta. La consulta sorprende. Es cierto que el arquero Gianluca Albano no está en el radar del fútbol grande de Argentina, pero se supone que, al menos, debería ser conocido en su club. Modolo le responde que “sí, anda un fenómeno” y, ya en la calle, explica esa desinformación: “Muchos de nuestros jugadores no tienen más de veinte partidos en Centro: algunos dejan de jugar por su economía y otros se van a otros clubes, y entonces ni los empleados los conocen —dice el técnico—. Es difícil reclutar futbolistas para la D. Si firmaron contrato con otro equipo, no pueden. Si son mayores de veintitrés, tampoco. Si no están ‘cocinados’ para aguantar la presión, no nos interesan. Y además, deben aceptar jugar casi gratis. Albano es un arquerazo: lo encontramos en un centro de jugadores ‘libres’, los pibes que no tienen club y se juntan a practicar para no perder ritmo”.

Como en Centro Español no hay dinero para alquilar ómnibus, los jugadores se suben a siete autos particulares, de los futbolistas que tienen ese lujo, para viajar 35 kilómetros hacia el oeste, al estadio del club Atlas, donde Central Ballester, que tampoco cuenta con campo propio, jugará de local. Sentado junto a dos compañeros en la parte trasera de uno de los vehículos, el arquero Albano detalla su derrotero. Tiene veintiún años, pero migró por tantos equipos y ciudades que podría pasar por un tipo curtido, en el final de su carrera. “A los trece años debuté en el torneo de Trenque Lauquen, donde nací (a quinientos kilómetros de la capital argentina)”, dice el arquero desconocido en su club. “A los pocos meses vine a Buenos Aires para arrancar en divisiones inferiores: atajé en la Novena de Boca y en la Octava de Banfield, pero no me adapté, extrañaba mucho. Intenté en clubes de ciudades más chicas: primero en la Séptima de Olimpo de Bahía Blanca y después en la Sexta, Quinta y Cuarta de Aldosivi de Mar del Plata, aunque no me daban oportunidades, y me fui a Godoy Cruz de Mendoza (mil kilómetros al oeste de Buenos Aires). Tampoco la pasé bien y por mi representante apareció una posibilidad de viajar a Qatar. Entonces la pandemia frenó todo. Así que volví a Buenos Aires, a entrenarme con futbolistas libres, y ahí me vieron de Centro Español”, reconstruye.

Como Saura y el resto del plantel, Albano también busca vivir del fútbol. “Mi objetivo es firmar un contrato. Ninguno de nosotros haría tanto esfuerzo si no fuera porque queremos ser profesionales. En Centro nos tratan bien, pero lo ideal, por lo económico y calidad de vida, sería irse”, agrega el arquero, que por ahora puede prescindir de un trabajo rentado porque vive con su novia, en el departamento de ella.

—¿Cuánto te paga Centro Español?

—Los viáticos son muy bajos, pero tengo algunos incentivos, como partidos jugados y partidos sin recibir goles. Por mes pueden ser entre 4,500 y 9,000 pesos (cincuenta y cien dólares, respectivamente). Es un sacrificio muy grande que no sé cuánto tiempo podré mantener: vivir con esto es imposible.

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“Ahora es distinto, porque son casi todos pibes”, dice una tarde Luis Orquera (o Míster D): es el futbolista que más partidos jugó en la categoría, 610 de 1989 a 2014; 396 de ellos para Central Ballester, 203 para Juventud Unida y once para Urquiza. “Yo empecé con diecisiete años y terminé con 44. Antes había menos límites de edad y terminábamos jugando los más grandes”, dice Orquera, hoy de cincuenta años, sentado en el despacho de Tapicería Lilian, una pequeña empresa que dirige desde 2001 con cuatro empleados a cargo, entre ellos, dos de sus siete hijos.

De las paredes algo descoloridas de esta oficina en José León Suárez, en los suburbios de Buenos Aires, cuelga una foto de su pasado como defensor macizo, difícil de eludir, un general de la D, mezcla del fútbol rudo y salvaje, romántico y puro. Orquera sumó, también con la camiseta de Ballester, otros veinticuatro partidos en la C, pero fue una excepción: veinticuatro de sus veinticinco temporadas transcurrieron en la D. Sólo un futbolista en Argentina, Hugo Gatti, mítico arquero de Boca, River y la selección nacional, jugó más tiempo en los campeonatos de AFA (veintiséis años, desde 1962 a 1988). “Uno siempre aspira a subir de categoría y eso me pasó al comienzo. Me quiso Independiente, imaginate”, dice Orquera y no menciona a un equipo cualquiera, sino al que ganó más Copas Libertadores, el torneo principal de Sudamérica.

El pase no se concretó porque la dirigencia de Ballester pretendía por su jugador de la D un dinero que el club de la A no aceptó pagar. En vez de efectivo, Independiente ofreció una especie de trueque, a cambio de pelotas y ropa deportiva, para quedarse con ese defensor promisorio pero inexperto. El fracaso de la operación golpeó en lo anímico a Orquera, aunque nunca dejó de jugar y tres años más tarde recibió otra propuesta superadora, de Defensores de Belgrano, un club de la Primera B, la segunda división. En este caso hubo acuerdo económico entre las instituciones, pero fue Luis quien no dio el paso. “Trabajaba de soldador, el sueldo me alcanzaba y estaba por nacer mi primer hijo. Los equipos de la D practicaban por la tarde, así que salía de la fábrica a las tres y me iba a entrenar. Si hubiera pasado a Defensores, hubiera tenido que practicar por la mañana y dejar la fábrica. Lo pensé mucho pero tuve miedo de que me fuera mal y decidí seguir en la D”, dice Orquera y, así como Jorge Luis Borges escribió que a cualquier hombre le llega el momento en que sabe para siempre quién es, él entendió entonces que su destino de futbolista sería en la D. Gori, como le decían en las canchas bravas del Ascenso y lo llaman ahora en la tapicería, no quería fama sino algo más práctico: “Si podía jugar y hacer que a mis hijos no les faltara nada, yo estaba bien”.

La fábrica de soldaduras cerró en 2000, en medio de la crisis económica que sacudía a la Argentina, y Orquera —siempre sin dejar el fútbol— debió reinventarse. Un dirigente de Ballester le ofreció sumarse a su tapicería y el defensor que raspaba fuerte a delanteros rivales empezó a pulir y limar de lunes a viernes: un día aprendió a lustrar un mueble, el siguiente supo cómo tapizar una silla; muy rápido entendió el oficio y al año siguiente se quedó con la empresa. Pero el orgullo de ser el jugador con más partidos en la D —y el futbolista con más temporadas en torneos de AFA, sin contar a los arqueros— también le generó un perjuicio. Orquera camina con normalidad en la tapicería Lilian, pero admite que a veces le cuesta: “Hoy no puedo correr. Tengo cincuenta años y, me dijo un médico, las rodillas de alguien de setenta. Hay mañanas que se me hace difícil levantarme”. Después del retiro fue entrenador y presidente de Ballester, pero nunca dejó su tapicería: siempre entendió que no ganaría dinero en la D y cubrió sus necesidades económicas por fuera del fútbol. Ahora, dice con orgullo, trabaja con arquitectos y decoradores. La única vez que se juntó con profesionales de la pelota fue en 2017, cuando Central Ballester, con él como técnico, enfrentó a Independiente por la Copa Argentina, el torneo de la AFA que reúne a los equipos de todas las categorías. “Jugamos en Formosa (mil cien kilómetros al norte de Buenos Aires) y viajamos en avión por primera vez en la historia del club. Perdimos 8-0 pero fue una experiencia inolvidable”.

Fotografía de Christian Basile

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El partido entre Central Ballester y Centro Español que empezará en un rato también será un duelo entre dos equipos nómadas que alquilan estadios, aunque uno de ellos, al menos, tuvo campo propio hasta hace veinticinco años. Ballester es otro eterno participante de la última categoría, a excepción de una única temporada en la que participó en la C, de 1996 a 1997. El problema fue que su estadio estaba ubicado en un barrio de emergencia del partido de San Martín, en el noroeste del Gran Buenos Aires y, como no reunía los requisitos para recibir a partidos de la C, debió alquilar otras canchas. Durante ese año de ausencia, los vecinos ocuparon el campo de juego que no estaban utilizando: construyeron sus casitas en un área primero, en el círculo central después y en el resto de la cancha, finalmente. A diferencia de Centro Español, Ballester es un club tan carenciado que ni siquiera tiene sede: las reuniones de Comisión Directiva se hicieron, en los últimos años, en las casas de sus dirigentes.

Ya en el estadio de Atlas, en General Rodríguez, una porción del territorio bonaerense con calles y veredas de tierra sin una demarcación clara para peatones y autos, los jugadores de Centro Español ayudan al utilero a trasladar hasta el vestuario los accesorios que necesitarán para las próximas tres horas. Son diez pelotas, veinte conos de plástico y dieciocho pecheras para la entrada en calor, dos juegos de ropa para el partido —medias, pantalones y camisetas—, diez bidones de agua, una bolsa con bananas y naranjas, un cuchillo para cortar la fruta, un botiquín de primeros auxilios y un rollo de papel higiénico.

Un problema adicional para los jugadores de la Primera D es que la AFA diagrama varios partidos en medio de la semana, sin tener en cuenta que, al tratarse de una división amateur (de hecho, la única), muchos futbolistas trabajan por fuera del fútbol. Ahora, a las 13:45 de un lunes, gran parte de ellos debería estar en sus empleos. Compaginar las dos actividades, sin contar las de quienes tienen hijos, sólo es apto para equilibristas del tiempo. En este partido compartirán campo de juego maquinistas de trenes, preparadores físicos, peluqueros, vendedores de ropa y jugadores que se dedican a trabajos transitorios o que ayudan en los negocios familiares.

La camiseta seis de Centro Español será utilizada por Rafael Neris Martínez, un defensor de veintidós años que hace un mes les informó a sus entrenadores que ya no regresaría a las prácticas. Después de haberse arruinado económicamente con un negocio de alimentos para mascotas, por el que quedó debiendo tres meses de alquiler, Rafael consiguió un empleo de doble turno en una fábrica de plásticos. Como en Centro Español había quedado marginado de los titulares en las últimas fechas del torneo anterior, les dijo a Modolo y a Orsini que necesitaba equilibrar sus cuentas personales y que, si algún día conseguía compaginar los horarios de su nuevo trabajo con los del equipo, pediría permiso para volver.

Había motivos reales para considerar que Neris Martínez, un nombre anónimo en el fútbol argentino, había llegado al final de su carrera, un camino de esperanza, sacrificio y persistencia que había comenzado a sus nueve años en las divisiones inferiores de Dock Sud y de Atlanta, otros equipos del Ascenso. El deporte enseña, a la fuerza, que se pierde más de lo que se gana: sólo 2% de los futbolistas que arrancan en las categorías menores llegan a ser profesionales. Pero en la fábrica de plásticos le cambiaron las condiciones laborales a último momento y Neris Martínez regresó a Centro Español para luchar por otra oportunidad —acaso la última— de vivir del fútbol. En un rato, ante Ballester, volverá a ser titular.

“Somos treinta jugadores en el plantel y todos, desde el más chico hasta el más grande, queremos vivir del fútbol. Nadie viene a regalar tiempo ni plata”, dice Neris Martínez mientras ingresa al vestuario visitante de la cancha de Atlas. “Yo pude volver a entrenar porque mi vieja me banca y hago trabajos informales, pero mi expectativa sigue siendo el fútbol. Quiero jugar en Primera o en el exterior. Igual tampoco te voy a mentir: si desde la C me dicen ‘Negro, te queremos’, claro que agarro”, reconoce, mientras la música del Duki, un trapero argentino, sale a máximo volumen desde un parlante conectado a un teléfono móvil para exorcizar los nervios previos al partido.

Los futbolistas salen al campo de juego para comprobar el estado. “Muy blando, se nota la lluvia del fin de semana”, diagnostica Albano mientras camina por una superficie con más barro y arena que césped. “Las canchas de la D son desastrosas”, masculla el arquero mientras regresa a la zona de vestuarios y pasa al lado de una pintada en la pared con aires intimidatorios, “Ganen”, escrita por hinchas del club propietario, Atlas, y dirigida sin rodeos a sus jugadores.

Con un nombre inspirado en el musculoso fisiculturista italiano Charles Atlas, el pequeñísimo club de la zona oeste del Gran Buenos Aires ganó notoriedad en algunos países de América Latina por un programa producido hace pocos años por la cadena Fox Sports, Atlas, la otra pasión. El reality show retrataba las desventuras del equipo, con más de cincuenta años en la D, que intentaba salir por primera vez de la última categoría. Atlas finalmente ascendió a la C en enero de 2021, pero el contrato con el canal, propiedad de The Walt Disney Company, no parece haber mejorado las instalaciones del estadio.

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Las nuevas reglas que limitan la participación de mayores de veintitrés reducirán las transferencias entre clubes de la categoría y, por lo tanto, cierta endogamia que parecía cubrir el universo de la D, donde muchos jugadores pasaban por los mismos equipos. Wilson Severino, ahora de 41 años, jugó quince temporadas en la divisional entre 2003 y 2016. Gracias a la masividad del programa de Fox Sports y a sus notables prestaciones en Atlas (el jugador que más goles hizo en el club, 108, y el que más partidos jugó, 256), consiguió un reconocimiento atípico: ser un jugador de la D relativamente conocido, al menos, por los más fanáticos del fútbol. Sin embargo, ninguno de ellos debe saber que Severino inició su carrera en Central Ballester.

“Lo primero que cobré en Ballester, en 2003, fueron cuarenta pesos por semana. No me lo pagaban en el club sino en la panadería de un dirigente, a veces en efectivo y otras en veinte kilos de pan. Los llevaba a mi casa y mi mujer ya no sabía qué hacer: budín de pan, pan rallado, milanesa”, recuerda Severino una noche de viernes en la cancha auxiliar de River Plate, a pocos metros del estadio Monumental. El escenario es curioso: un jugador que nunca salió de la D representa a uno de los clubes más importantes de Argentina y Sudamérica por el torneo Senior, una competición avalada por la AFA en la que participan exjugadores de más de cuarenta años.

Severino estaba retirado desde hacía un año cuando a Atlas le tocó jugar, en 2017, un histórico cruce contra River por la Copa Argentina. El delantero, que es hincha de River además, volvió a entrenarse e ingresó faltando cinco minutos, cuando su equipo perdía 2-0, como un premio simbólico para su trayectoria. Entonces los cuarenta mil hinchas de River que llenaban el estadio y los cientos de miles que miraban el partido por televisión se conmovieron con un muchacho que entró llorando al campo de juego y corrió hasta abrazar al capitán rival, Leonardo Ponzio. La situación también emocionó a los veteranos de River, que lo invitaron a su equipo a pesar de que Severino no había jugado en el club —el reglamento del Senior permite un par de excepciones de este tipo—.

“El fútbol, para mí, nunca fue un trabajo. Cuando empecé de chiquito lo hacía por amor, no para que me pagaran. El jugador no tiene categoría, no es que si no llegaste a Primera no sos futbolista. Ahora estoy gordo pero, si no juego, me pongo a llorar, siento que me falta un órgano”, dice Severino, que acaba de compartir equipo con Ariel Ortega, una gloria de la selección argentina que compitió en tres Mundiales. El goleador de Atlas nunca vivió sin el fútbol, pero tampoco del fútbol. Sus ingresos económicos provenían —y provienen— de su labor en los ferrocarriles. “En la época del programa de tele, yo trabajaba en la división de renovación de vías. Cambiaba durmientes, rieles y enganchaba y desenganchaba trenes en Retiro (una de las grandes puertas de entrada y salida de Buenos Aires). Se bajaban dos mil personas de golpe y me preguntaban: ‘¿Vos sos el chico de Atlas?’. Estaba bañado en grasa y sólo se me veían los ojos, pensaban que era un actor”, dice quien ahora dirige el área de Deportes de la Unión Ferroviaria, el principal sindicato de los trabajadores de trenes argentinos.

Severino tiene conciencia sindical pero nunca concibió al fútbol como una actividad remunerada: “Un excompañero mío en Atlas trabajaba de robar tierra fértil en el campo. Por las noches entraba y la cargaba en un camión, todo a paladas, y la vendía en viveros. A las nueve de la mañana, sin haber dormido, ya estaba entrenando. Todo ese esfuerzo no lo hacía porque el fútbol era su trabajo sino porque le encantaba. Otra vez, un jugador se me puso a llorar en el vestuario. Me dijo ‘Wilson, tengo que dejar de jugar a la pelota, conseguí trabajo en una fábrica’. No me dijo ‘estoy trabajando’, me dijo ‘tengo que ir a trabajar’. Eso me rompió el corazón”.

Fotografía de Christian Basile

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El vestuario destinado a Centro Español es pequeño: tiene un par de asientos de madera, largos pero insuficientes para que se acomoden dieciocho jugadores, tres duchas, un inodoro y, acaso el dato más importante en tiempos de covid, poca ventilación: apenas una claraboya contra la pared. Pero, en la antesala de noventa minutos en los que los futbolistas se jugarán una parte de su sueño de llegar a ser profesionales, nadie se preocupa por el coronavirus: es la hora de la arenga final, ese momento sagrado.

Aunque la repercusión entre la quinta categoría de Argentina y un Mundial sea incomparable, un hilo invisible debe unir a todos los equipos. Minutos antes de salir a la cancha como legionarios romanos al campo de batalla, también en la Primera D los jugadores saltan para ahuyentar los nervios y destensar los músculos.

—Tuvimos una buena semana de entrenamiento, no seamos boludos y demostremos lo que trabajamos—, arranca Modolo y, si la adrenalina no fuese invisible, estaría pintando las paredes del camerino: la energía salpica todo.

El capitán de Centro Español, Emanuel Castañeda, toma la voz: “Nadie nos regala nada a nosotros, así que no le regalemos nada a nadie”, proclama, como si dictara el preámbulo de la constitución futbolera, y el resto de los jugadores grita: “¡Vamos Centro, carajo!”.

El líder del plantel, de veinticinco años, sabe de qué habla: es el jugador que más conoce la historia, el presente y la proyección del club. Después de unos aceptables últimos tres torneos, el equipo aspira a que 2021 se convierta en el año del despegue y, si los planetas se alinean, del ascenso. Atrás parecen haber quedado las épocas más desangeladas. En los 62 años que Centro lleva afiliado a la AFA, desde 1959, las únicas cuatro temporadas en las que dejó de participar en la D no fue por un ascenso a la C sino por el motivo inverso: una caída al vacío. La AFA quitó esa penalidad en 2017 pero durante un par de décadas castigó con un año de desafiliación al club que saliera último de la última categoría, lo que implicaba un año sin poder jugar. A Centro le ocurrió cuatro veces, en 1995, 2005, 2007 y 2015, tiempos sin fútbol para el equipo y para la familia del actual capitán.

“Amo al club: vivo a dos cuadras, mi abuelo fue utilero, mis viejos trabajaron de entrenadores y mis hermanos más grandes, Matías y Rodrigo, jugaron en la Primera”, dice Castañeda. “A ellos les tocó una época difícil, de quedar desafiliados y no jugar por un año. Ahora la D es más profesional. No hay plata de por medio, pero tenemos camisetas y pelotas. También Centro mejoró: queremos ser campeones”. Pero hasta el capitán espera dar un salto y en sus palabras se sintetizan las ambivalencias de la Primera D, ese amor inmenso por el fútbol, la dedicación titánica y romántica de lunes a lunes, la ausencia de recompensa económica, la eterna esperanza de progresar y, también, las recaídas anímicas que irrumpen cuando lo único que avanza es el tiempo.

Fotografía de Christian Basile

“Yo hice inferiores en una filial del Barcelona en Buenos Aires”, retoma el capitán, que trabaja de preparador físico en clubes y plazas públicas. “Algunos de mis compañeros hoy juegan en el extranjero y la selección, como Nahuel Molina (Udinese de Italia). Vine a la D porque no tenía otra opción, pero mi objetivo es escalar. A veces me agarran bajones porque las puertas no se abren, pero también sigo, porque amo al fútbol, me gusta lo que hago y siento algo hermoso cuando entro a la cancha. Los partidos contra equipos que tienen mil hinchas o más, como Argentino de Merlo o Ituzaingó, son como jugar contra Boca o River: te vibra el cuerpo. Me pongo la camiseta y siento la adrenalina”.

Centro Español es uno de los pocos equipos que compiten en la AFA, acaso el único, que no tiene hinchada: nadie toma parte por un equipo que nunca subió de categoría ni genera el dinero que convoca a los carroñeros del fútbol. Una lectura bientencionada festejaría la ventaja de no contar —tampoco— con barra brava, los grupos delictivos que en nombre de la pasión copan las tribunas y la vida de los clubes. Pero Castañeda lanza una mueca de disgusto: “Y… a veces necesitas aliento. Ahora está la pandemia y el público no está permitido, pero nuestros hinchas suelen ser los familiares”, dice el capitán.

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La D es el peldaño menor de la AFA, pero implica una pertenencia, un orgullo. Debajo del organigrama oficial, en Argentina se juegan cientos de torneos regionales, todos amateurs, desde la Puna —en la frontera norte, con Bolivia— hasta Tierra del Fuego, el campeonato más austral del mundo. Por la proximidad geográfica con la capital, en la liga de Escobar —una ciudad a pocos kilómetros de Buenos Aires—, terminan exjugadores de la D que, ya caídos del sistema de la AFA y sin pretensiones de alcanzar el profesionalismo, siguen compitiendo por puro placer.

Su última incorporación es Julio Gauna, un delantero que jugó cientos de partidos en la D —fue goleador de la temporada 2016-2017 y parte del Atlas televisado que enfrentó a River— hasta que su nombre entró a una lista negra.

“Debuté en Sportivo Italiano, en la Primera B, en 1998, cuando tenía dieciséis años. Jugué tres temporadas, pero me dejaron libre y pasé a la C, que en ese momento no era profesional. Como tampoco ahí firmé contrato, después pude jugar en la D. Pasé por casi todos los equipos: Lamadrid, Alem, Atlas, Ballester, Juventud Unida, Atlas y Paraguayo”, cuenta Gauna al otro lado del teléfono, mientras ordena turnos en el predio de alquiler de canchas de fútbol cinco del que es socio.

Pero a mediados de 2020, cuando el fútbol seguía paralizado por la pandemia, el histórico jugador de la D publicó una carta en la que pedía que regresara la actividad. Entre otros puntos, escribió que los viáticos, aunque insuficientes para vivir, eran importantes para sus compañeros. También habló de la falta de contratos de trabajo, seguros médicos, jubilaciones y contención psicológica. “Antes de retirarme quiero generar un cambio”, dijo a los medios. Y desde entonces no volvió a jugar. Por nivel le sobraría para ser, aún a sus 38 años, uno de los mayores de veintitrés de cualquier equipo de la D, pero los dirigentes no pueden contratarlo por una orden no escrita de la jefatura de la AFA. Su pecado: haber reclamado condiciones laborales para una categoría que no las tiene.

“La carta no decía nada malo, pero se ve que molestó”, se descarga Gauna, un año después. “Yo estaba en Deportivo Paraguayo y peleábamos el ascenso, pero me echaron. Me perdí la final contra Atlas, en enero, porque supuestamente había hablado mal del club, pero fue una excusa. El problema era la carta. Después arreglé una mañana con Centro Español y a la tarde me dijeron que no me podrían incorporar. Les dije que iba gratis y me respondieron que tampoco. Ahí entendí todo. Igual arreglé con Muñiz y empecé a entrenarme, estaba recontento, pero a la semana me dijeron que me fuera. Lo hablé con el gremio de futbolistas pero, como en la D somos amateurs, no pueden hacer nada”.

Mientras, y como si estuviera en el destierro, Gauna juega para Catedral, un equipo sin historia de la liga de Escobar, debajo del último escalón de la AFA. A la espera de volver a la categoría para un último partido, dice: “Siento que estoy prohibido, proscripto. Salí a defender a mis compañeros, levanté una bandera de la categoría, pedí condiciones laborales, y ni siquiera por mí, si yo tenía trabajo, no vivo del fútbol. Le di mucho a la D y me quedé solo. No me llamó ningún excompañero, me morí de bronca. Ahora mandé una carta a la AFA pidiendo perdón por si alguien se sintió dolido, pero nadie me respondió. No quiero terminar mi carrera así”.

Fotografía de Christian Basile

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A las 15:25, Centro Español ingresa al campo de juego y recibe el aplauso de su media docena de seguidores: el presidente, el vicepresidente y cuatro futbolistas del plantel que quedaron al margen de los titulares y suplentes, pero que igual, con sentido de pertenencia, se acercaron al estadio de Atlas. Los seis están ubicados en el minúsculo sector visitante, sobre un solitario escalón de ocho metros de largo y cuarenta centímetros de alto. En el sector de enfrente, la única tribuna del estadio —de veinte peldaños, quince metros de largo y tres paravalanchas— alberga a 35 allegados a Ballester, mientras ocho periodistas se agrupan en la cabina de prensa al aire libre. “Hay 98 dispositivos conectados, saludos a todos los barrios que nos siguen, La Rana, Loma Hermosa y La Carcova”, dice el relator partidario de Ballester, que transmitirá el partido por YouTube.

En el círculo central, el árbitro reúne a los representantes de cada equipo, Castañeda y Juan Pablo Ghiggione, arquero de Central Ballester y maquinista de tren. Ambos calzan, alrededor de sus bíceps derechos, cintas de capitán personalizadas. La del defensor de Centro Español muestra una foto de sus dos sobrinos, hijos de los hermanos que ya jugaron en el club, y la de su rival tiene los colores del arcoíris que representan al colectivo LGBTQI+. En un ambiente homofóbico como el fútbol, Ballester intenta dejar señales de concientización social: los suplentes visten una pechera con la leyenda “No más grooming”, contra el acoso sexual de adultos a jóvenes en medios digitales.

Ya con todo listo para que empiece el partido, los titulares de Centro Español se reúnen y se arengan por última vez. Allí están el arquero que en inferiores pasó por cinco clubes de cuatro ciudades diferentes, el capitán que vive a dos cuadras de la sede, el defensor que habría dejado el fútbol si lo hubieran tomado en la fábrica de plásticos y el delantero que trabaja en la mueblería de su familia. Al borde del banco de suplentes también se abrazan los dos directores técnicos que, apenas termine el partido, tendrán que salir a toda velocidad para llegar a dar clases en un centro terciario de Educación Física. Todos ellos, más el resto de titulares, los suplentes e incluso los compañeros que no fueron convocados para este partido, tienen una doble misión: conseguir que sus carreras futbolísticas se vuelvan rentadas y que Centro Español se consagre campeón. Si conocieran su milagro, Dely Valdez, el delantero que empezó en estas canchas y llegó al Paris Saint-Germain, debería ser proclamado santo patrono de la D.

Su aventura, casi seguro, los llevará al fracaso. Cientos de jugadores de Centro lo intentaron desde 1959. En sus más de seis décadas en el pantano, el club de camiseta azul y blanca que ahora, a las 15:29 de un lunes de nubes oscuras y bajas, está a un minuto de comenzar a jugar, fue último varias veces (en 1978 perdió todos los partidos del torneo), quedó en el pelotón del medio, jugó finales (perdió la de 2011) y hasta terminó primero, como en 1965, con la mala suerte de que el reglamento de ese año determinaba un triangular entre los tres equipos mejor ubicados y, en la instancia decisiva, Centro volvió a tropezar.

Dos horas más tarde, al final de un partido de guapos, jugado con miradas fieras y piernas afiladas, los futbolistas de Central Español regresarán al vestuario exhaustos pero radiantes: habrán vencido 2-1 a Central Ballester: su primer triunfo en la temporada luego de cinco fechas, las iniciales, de una decepción tras otra. Y entonces, al otro lado de la cadena de Maradona y Messi, en medio de la indiferencia casi absoluta, un par de jugadores se sacarán las camisetas, las harán girar sobre sus cabezas como hélices y cantarán, cual campeones, al eterno ciclo de la esperanza mientras ruegan que los dioses del fútbol los descubran, los vean jugar.

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