Milagros Rentables - Gatopardo

Milagros Rentables

«Conocer a Regina es recibir una invitación a la aventura. Yo he aceptado esa invitación y espero que usted también la acepte». —Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11. Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de […]

«Conocer a Regina es recibir una invitación a la aventura. Yo he aceptado esa invitación y espero que usted también la acepte».
—Danny Liska, motociclista aventurero, escritor aficionado, esposo y promotor de Regina 11.

Éste es un templo diseñado para promover un nuevo culto. El culto a la reina, Mamá Regina. En un mural de gusto dudoso ella flota con su aura luminosa sobre una pirámide mexicana; en otro, donde aparece de niña, recibe un mensaje del papa Juan XXIII: “Eres mi sucesora, serás la maestra número once”. Las paredes muestran escenas donde los reginistas más fieles, vestidos con túnicas de colores vivos, la rodean para elevar juntos una plegaria al sol. Hay fotografías de Regina colgadas por todos los rincones del amplio edificio, ubicado en una zona industrial al occidente de Bogotá. Uno de esos retratos, el principal, domina el espacio en lo alto de la tarima, sobre dos números uno que se cruzan en una suerte de esvástica rosada. Al frente, en setecientas sillas de plástico, la feligresía espera con ansias.

Pero “la maestra” no demora. A las tres de la tarde de un sábado estaciona su Chevrolet Optra en un garaje que sólo ella puede usar. Cuando el carro entra, un murmullo de excitación corre entre los asistentes: “¡Llegó la reina, llegó la reina!” Las abuelas sonríen emocionadas, los hombres maduros cruzan miradas y comentarios; los niños dan brincos de alegría y corretean para sumarse al grupo que ahora, en masa, forma un corredor para recibir a Regina.

Ella viste un conjunto de tela ligera ceñido al cuerpo y eleva su diminuta figura, poco más de metro y medio, con unos zapatos altos que ha elegido entre los cincuenta pares de su colección. La cara, muy estirada, lleva un maquillaje excesivo que disimula sus cirugías (y además mitiga, dice, el poder que sale de sus ojos: una fuerza capaz de derribar personas con sólo mirarlas). Regina exhibe un escote atrevido, y su cuerpo de setenta y siete años —pura dieta y ejercicios— va apretado bajo una faja rigurosa. Así se desplaza, rígida y con la sonrisa forzada, mientras se deja alabar con la idolatría que ha cultivado en los últimos cuarenta años. Uno a uno choca los puños de sus seguidores: “Solebú”, los saluda en clave. Y ellos vibran con una emoción genuina después del contacto. Como si en ese simple toque de manos se materializara un milagro largamente esperado.

Los entusiastas se agitan como seguidores de algún candidato lleno de carisma; o como fanáticos de una estrella pop. Pero hay algo más: en sus ojos, en el almíbar empalagoso de una fe evidente, late con fuerza la esperanza; mil formas de anhelo. Esta gente que colma el templo, esta feligresía expectante, sigue a Regina 11 como una suerte de semidiós tangible.

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