La casa del agua: mujeres mayas enfrentan el cambio climático

Las mujeres de La casa del agua

En Yaxhachén, Yucatán, una purificadora de agua es un hito. Cinco mujeres mayas encabezan un proyecto ajeno a religiones y partidos políticos para enfrentar el cambio climático y la contaminación.

Tiempo de lectura: 18 minutos

Una capa de cenizas cubre la selva. A lo largo de la carretera hay postes de luz carbonizados, al punto que parecen sostenidos por sus cables, inútiles ante los embates del fuego. Un tigrillo —especie en peligro de extinción protegida por la NOM-059— yace aplastado en el asfalto y sus vísceras brillan en el pico de un zopilote. Es 16 de abril de 2024 en Yaxhachén, comisaría que forma parte de Oxkutzcab, uno de los municipios más fértiles en el suroeste del estado de Yucatán. Un espacio de contrastes. Cerca de un basurero que suelta una bocanada interminable de humo, se ven terrenos completamente quemados por un siniestro, y cultivos de árboles frutales en las faldas de los cerros.

En esta comisaría con poco más de 1 600 habitantes un grupo de mujeres mayas fundó una purificadora de agua, un hito en un poblado donde no existe red de telefonía y la luz puede irse por una semana. El proyecto es una respuesta a la sed y el incremento de enfermedades gastrointestinales. Aunque existe un gobierno local formalmente constituido y encabezado por el comisario Jeremías Santana Dzul, La casa del agua es gestionada por las cinco presidentas de Yaxhachén y sus socias: mujeres de entre 20 y 70 años, ajenas a partidos políticos y a asociaciones religiosas, que han formado asambleas para atender los problemas de su comunidad. 

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Yaxhachén se encuentra en una geografía de importancia ambiental e histórica: la región Puuc y Chenes —o la región de colinas y pozos—, próxima a ruinas prehispánicas y tres áreas naturales protegidas. La rodean cerros de entre 80 y 100 metros de altura y parece estar en una cuenca donde el agua se estanca. Y pasa. Cuando se inunda, los pobladores que viven en el “camino del agua” —casi un kilómetro de terracería sin drenajes ni sistemas de filtración— liberan a sus animales, suben los electrodomésticos a las mesas y rezan para no perderlo todo. Suele llover cuando menos lo necesitan. 

“Hasta aquí llegó la última”, dice Luz María Can Yeh, de 41 años, una de las cinco presidentas de Yaxhachén que vive en medio del “camino del agua”, al tiempo que señala una ventana a 1.50 metros del suelo de tierra roja de su solar. “Las máquinas industriales para costura que nos dieron como parte de un apoyo ya no sirven. Hasta cuatro días después volvimos para sacar el agua. Los animales murieron, los roperos se echaron a perder, unos vecinos me ayudaron a sacar a mi mamá de su casa. Con la inundación muchos se enfermaron de la piel, en especial los niños”. 

Cuatro de las cinco presidentas están sentadas en el solar de Luz, lleno de árboles frutales. Hay una casa de cemento y otra tradicional de bahareque —una técnica maya en la que se entretejen ramas delgadas con listones verticales y se tapan los huecos con barro—; un toro, un cerdo rosa y un grupo de gallinas revolotean alrededor de una motocicleta. 

Eulogio Can, de 69 años, padre de Luz, un hombre pequeño y fuerte, vestido con camisa y pantalones caqui, desgrana elotes sobre una sábana blanca —rodeado de costales, precisa que en un día desgrana hasta 80 kilos— para alimentar a sus animales y nixtamalizar. Luego de contar cómo perdió una tonelada de maíz en la última inundación, se acerca a un costal, saca un objeto con forma de pera y me lo regala. Habla mezclando el español con el maya.  

“Esto que ves así es un calabazo —dice Eulogio sonriendo—. Cuando vamos a la milpa aquí pones tu agua, tu pozole, y se queda fresquito. En uno grandote caben hasta cinco litros. Hace falta porque hace mucho calor”.  

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La organización de las presidentas se fundó hace 20 años con el apoyo de la reserva ecológica de Kaxil Kiuic, principalmente de su director James Callaghan, y de Jibiopuuc (Junta Intermunicipal Biocultural del Puuc). 

Cada una de las presidentas dirige un grupo de 12 a 15 “socias”. Las capacitan para enfrentar los problemas más apremiantes de la comunidad y generar fuentes de ingreso alternativas, como la venta de ropa bordada en punto de cruz, una técnica conocida en maya como Xok Bi Chuy. Varias socias han muerto, otras se han salido porque no están de acuerdo con los lineamientos de la caja de ahorro, que de forma general se pueden describir así: las socias entregan una porción de sus ingresos mensuales a una tesorera, generalmente una de las cinco presidentas, quien les devuelve lo acumulado a final de año. Por ello, antes, entre socias y presidentas, eran 90 mujeres; hoy son cerca de 70. Siguen formando una fuerza comunitaria considerable. No faltan los políticos que pretenden cooptarlas o apropiarse de sus logros en periodo electoral. 

En su mayoría, los nombres de los grupos simbolizan una añoranza por lo que más escasea: agua. 

“Yo dirijo el grupo San Nicte —cuenta Luz María Can Yeh—, que significa “flor blanca”. Guadalupe Can, mi hermana mayor, dirige Loltún, “flor de piedra”. Ofelia Ku Cauich dirige Xk’anlol, que es una flor amarilla. Yolanda Solís Yeh se encarga de Flor de mayo, y el grupo de América May Cocom, que no pudo venir, es Mujeres mayas. Nosotras cuidamos lo que comentas: La casa del agua. 

Aunque en Mérida, capital de Yucatán, existen decenas de despachadores para rellenar garrafones como La casa del agua, a veces uno en cada esquina y de empresas diferentes, en Yaxhachén resulta un lujo. Para la construcción del local se unieron varias organizaciones y sus placas se exhiben fuera de la estructura: Kanan Kab, Programa de Pequeñas Donaciones del Fondo para el Medio Ambiente Mundial (PPD del FMAM), Fundación W.K. Kellogg y Jiobiopuuc. ¿El costo? Luz nunca vio el dinero, pero calcula que fueron 150 000 pesos. 

Luz María Can Yeh. Ilustración de Manuel Edmundo Ramos Pérez.

En Yaxhachén el agua es un bien preciado que solo puede extraerse de las cinco de la mañana a las seis de la tarde, para lo cual debe existir una toma de agua cerca de cada casa, conectada a uno de los dos pozos que existen. Sin embargo, en la mayoría de viviendas —algunas en condiciones de pobreza extrema— la toma de agua no funciona ni tampoco se cuenta con la posibilidad de comprar una manguera para extraer el agua de otra toma. Los pozos funcionan con bombas que necesitan electricidad. La energía falla cada semana.

Quienes habitan las zonas aisladas o sin conexión a la red de agua cargan cubetas para llenar tambos o compartimentos de diversa índole —a veces le pagan 300 pesos a una camioneta para que lleve agua a casa—. Luz tiene más de tres tambos en su solar. Algo tan simple como comprar un garrafón de 20 litros es imposible en Yaxhachén: las empresas no llegan. Ante una emergencia los pobladores pagan un flete (un viaje) a Oxkutzcab que cuesta de 800 a 900 pesos. Algunos pobladores con camionetas, en especial los que reciben divisas de Estados Unidos —Oxkutzcab se caracteriza por un longevo fenómeno migratorio a Oregon y San Francisco—, los llevan a la cabecera municipal por ese precio.

La falta de abasto ha provocado que a los habitantes de Yaxhachén les cueste una enormidad tener actividades que resultan elementales para cualquiera, como regar sus árboles frutales o bañar a sus animales en un municipio que rebasa los 40 grados de temperatura. Los campesinos rigen el cultivo de milpa, según los periodos de la lluvia, totalmente trastocados por el cambio climático. Han sufrido por años sin una sola cosecha. Parte de esta realidad es lo que La casa del agua pretende aliviar. 

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Luz precisa que el comisario y el ayuntamiento de Oxkutzcab, regido por el alcalde Juan José Martín Fragoso, “hicieron el favor” de ceder un espacio inutilizado para La casa del agua. Es una estructura de una planta en cuyo interior sucede el filtrado a través de ósmosis inversa. Al entrar veo un entramado de tanques, tubos de PVC, químicos marcados con etiquetas y tinacos. La casa, me dice Luz, fue vandalizada, y señala una ventana rota. 

Algunos muchachos del pueblo no están dispuestos a tolerar que algo tan importante como La casa del agua sea gestionado por mujeres, apuntan las presidentas. Rompieron el interruptor, partieron la pantalla de la máquina y lanzaron piedras a las ventanas. Para reparar la pantalla Luz solicitó el apoyo de un técnico de Mérida. Le costó 1 800 pesos, cantidad que podría traducirse a dos “fletes” de emergencia a Oxkutzcab en una camioneta rentada. Tras las reparaciones, la partieron de nuevo. Hace unas semanas se quedaron sin la llave que abre la caja con el dinero porque asaltaron a la persona que la portaba.

—¿Qué muchachos atacaron el espacio?

Los de acá, muchachos de acá —contesta Luz, obviando los nombres—. Lo hacen solo por maldad. Por problemas políticos con tal de que no nos beneficie a las personas. Ellos lo querían manejar.

Luz propuso que se cediera el espacio a quien quisiera dirigirlo con tal de que detuvieran los ataques. Al final, el beneficio es para la comunidad, consideró. Las organizaciones involucradas la hicieron reflexionar: “‘Este proyecto se dio gracias a las presidentas, ustedes ya lo trabajaron’, nos dijeron. Y nosotras pensamos: ‘Sí, es cierto: cuántas pláticas, cuántos talleres… como para que esto se les quede a ellos’. Apenas el presidente de Oxkutzcab se comprometió a hacer el papeleo, que se diga que este proyecto es nuestro”. 

En una visión más amplia, La casa del agua es un núcleo de resistencia ante el cambio climático y las enfermedades derivadas del consumo de agua contaminada, una constante en la península de Yucatán. En 2024 el Monitor de sequía de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) informó que 61 municipios de Yucatán presentaban sequía y 31 más estaban anormalmente secos. Mientras, estudios recientes han detectado la presencia de plaguicidas, pesticidas y heces fecales en el agua que se extrae del subsuelo, como el agua de pozo, todos ellos elementos que causan enfermedades. Es tan grave el problema que se analiza si el consumo de esta agua podría vincularse con el incremento de cánceres, cálculos renales y enfermedades gastrointestinales. 

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Yolanda Solís. Ilustración de Manuel Edmundo Ramos Pérez.

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Los poco más de 1 600 habitantes de Yaxhachén tienen en la calle principal una pequeña clínica sin doctores ni gasas ni hilo para suturar ni medicamentos para diabéticos, una de las principales causas de muerte en la comisaría. Aunque se construyó hace 28 años, todos saben que la única manera de atender un accidente o la mordedura de un animal venenoso implica una labor titánica: manejar una hora por la carretera delgada y sinuosa, plagada de baches, que los separa de la cabecera municipal en Oxkutzcab.

Luz recuerda que la fundación de esa clínica se dio a la par de la construcción de la carretera que conecta a la comisaría con Oxkutzcab, la única ocasión en que un gobernador de Yucatán se paró en la zona. Esa mañana llovía, ella era una niña y sus familiares la subieron a una mesa para que le dijera a Víctor Cervera Pacheco, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que necesitaban una escuela, que no podían viajar siempre al municipio. Estamos hablando de la segunda mitad de los años noventa. 

“Se lo dije porque no teníamos secundaria y estábamos obligados a salir para estudiar. Víctor Cervera lo cumplió y volvió para inaugurarla. Ya en estas fechas se puede estudiar hasta el bachillerato sin salir del pueblo. Y hay computadoras, sólo que no se pueden usar por la falta de energía”. 

La Telesecundaria Ignacio Allende se encuentra cerca de la calle principal. Adelante, carretera a Oxkutzcab, se inauguró el Telebachillerato Víctor Cervera Pacheco, flanqueado por cultivos de pitahaya, mango, limón, naranja agría y dulce. En medio del incendio atroz que ocurrió poco antes de que llegáramos a la comisaría, los árboles sobreviven porque pertenecen a cooperativas de campesinos. Uno de ellos sostiene una manguera conectada a un tinaco que está sobre la batea de una camioneta Toyota oxidada, cuyas llantas parece que van a reventar por el peso.

“Ellos, los de las cooperativas, más los de limón y naranja, poseen esa ventaja: les sobra agua para las plantas. Nosotros apenas podemos sembrar una o dos de esas matas. Y todo depende de la temporada de lluvias porque no hay sistema de riego. Eso le pasa a mi papá: antes, en un buen año, cosechaba dos veces, ahora una sola vez si tiene suerte”, se lamenta Luz. 

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“La sequía es una realidad en municipios y comisarías. Muchos te dirán que ya no llueve como antes, que ya no caen las lluvias torrenciales a las que estaban acostumbrados. Esa es una de las dimensiones de la escasez: impactó la percepción de los pobladores. Por otro lado, está el aumento poblacional: el agua ya no alcanza para todos”, advierte la doctora Isabel Cortés Campos, antropóloga social especializada en la salud de la población maya peninsular y el Yucatán rural del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (Conahcyt)

Para Cortés Campos, la situación de Yaxhachén es similar a la de la mayoría de las comunidades de Yucatán: falta agua, falta electricidad y las regulaciones de los pozos se dan bajo un régimen aprobado por los propios pobladores, sin la intervención de los ayuntamientos y menos del gobierno local. En los pueblos el agua se usa en dos niveles: en el espacio público y en el espacio privado; pero, en lo privado, muchas veces se cuenta con un pozo propio. Eso es casi imposible en Yaxhachén, una zona alta, alejada del mar. 

“He escuchado anécdotas terribles: que la persona encargada del pozo se pelea con alguien y, si sabe que llegaron los parientes de esa persona con la que peleó, ese día no va a abrir la llave para fastidiar a la familia. Eso no solo tiene que ver con la falta, sino con un manejo autárquico de las comunidades: es la población la que se entiende sobre cómo manejar el agua. No hay ley, no hay normatividad. Eso es parte del problema”, enfatiza la académica.

Cortés Campos apunta que la creación de purificadoras como La casa del agua es algo cada vez más popular:“Es más común que hace 20 años. Además, siempre ha sido una necesidad primordial tener agua limpia para beber. Todo lo que se relaciona con el abastecimiento de agua está estipulado en la Ley de Aguas. Esas leyes tienen un tema pendiente: incluir el consumo de agua; qué calidad, qué características, debe haber sobre el acceso al agua”. 

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A finales del siglo XIX, cuando se asentaron algunas familias en la comisaría —que, de acuerdo con una de las versiones de su fundación, fue un refugio para quienes escaparon de la esclavitud de los ranchos y las haciendas henequeneras— los “antiguos” bajaban a una cueva con antorchas y botes en la espalda. La profundidad, como el inframundo maya, tenía niveles: Xuchil, Xechil, Xkalol y Ventanilla. 

Una serie de creencias rodeaban esos viajes hacia la oscuridad para obtener agua. Las mujeres no podían acercarse a la orilla porque la cueva, del género femenino, se ponía “celosa” y ocultaba el líquido. Lo mismo pasaba si hacían ruido. No podían matar a las serpientes venenosas, pues eran las guardianas del espacio. Encontraron un cenote en el fondo, con unos 120 metros de profundidad. 

En ese entonces, Yaxhachén era próspera: en una comisaría de parcelas verdes rodeadas de selva media y cerros, llovía con el ritmo de los ciclos naturales del clima. La gente construía pequeñas piletas en casas, milpas y filtraban el agua de lluvia para preparar café o pozole. También, si acababa de llover, la tomaban de las sartenejas de la cueva. El agua sabía a tierra, pero se cree que esas personas nunca se enfermaban. Si obtenían agua, un logro importante debido a las adversidades del descenso a la cueva, celebraban con los rituales de las culturas originarias. Los apellidos de las familias que fundaron el pueblo eran Cauich, Dzul, Can y May. Luz explica que en español Yaxhachén significa, según quien lo pronuncie, “pozo verde” o “el primer pozo”, el último nombre en alusión a la cueva. La relación de la comisaría con la búsqueda de agua es histórica, inherente. 

El estudio Diagnóstico etnográfico participativo del ambiente natural, sociocultural y económico de las Cuatro Comunidades, el cual forma parte del proyecto Alianza para el Desarrollo Sustentable de la Región Puuc y Chenes encabezado por James Callaghan, Elías Alcocer y Nidelvia Vela, narra que hace 70 años los pobladores dejaron la cueva y se asociaron para cavar el primer pozo. Picaron a mano, sacaron piedras con una canasta de bejucos entrecruzados y usaron dinamita. Alcanzó, sin llegar al nivel del mar, 90 metros de profundidad, y tardaron mucho tiempo en terminarlo. Entre seis y siete personas se reunían para tirar de las poleas.

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“Ahorita tenemos dos pozos —dice Luz—. Uno está en la entrada, en la torre blanca. El otro está en el centro del pueblo, que tiene un domo. Ese domo lo puso un hombre muy querido por la comunidad, don Raymundo o don Ray. Hace poco murió. Cuentan que hasta en su último aliento se acordó de nosotros”. 

Ray Cryer, presbiteriano estadounidense, es un personaje ligado a los primeros avances de Yaxhachén. A finales de los 70 financió el domo de agua —un reservorio con dibujos de niños ubicado en el centro del pueblo, la última instancia para conseguir agua por la noche—, la primera bomba para agilizar la extracción, y se llevó como “recuerdo” el cabestrante que era tirado por más de cinco personas. Además, trajo médicos, medicinas y técnicos que aportaron al desarrollo de la agricultura. Construyó un aeródromo precario en el que aterrizaba una avioneta con voluntarios y evangelizadores —la avioneta terminó destruida tras un accidente, sin pérdidas fatales— en una época de difícil acceso por carretera. Luz menciona que han pensado colocar una escultura en su honor. Una de las pocas colonias con nominación en Yaxhachén lleva el nombre de la esposa de Cryer: Linda. En ese sentido, Ray fomentó la religión presbiteriana en la comunidad, más difundida que la católica. Hay dos iglesias para creyentes. Luz y su familia profesan esta religión.

“A mi abuelito le regaló un horno de pan —recuerda Luz—, y lo ayudó a poner una panadería; un horno de barro, antiguo, que le sirvió mucho. Realmente era querido. Mi papá me contó que gracias a él llegó la energía eléctrica. El gobierno pidió dinero para la instalación y don Ray lo pagó. Él trajo varias personas de Estados Unidos para construir el templo que tenemos ahorita”.

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Lo que sí hay en Yaxhachén es Coca-Cola, iglesias presbiterianas y católicas, clandestinos —tiendas que venden alcohol ilegal 24 horas— más motocicletas que personas y un consumo preocupante de cristal o metanfetamina

—¿Y juegan deportes o practican alguna actividad? —le pregunto a Luz.

—Nosotras tenemos un equipo de sóftbol: las Mayeras. Somos mujeres de diferentes edades. De hecho Ofelia, la presidenta de Xk’anlol, es la pitcher. Te tira hasta cinco entradas, la piden de refuerzo en otros pueblos. Una vez le ganamos a las Amazonas de Yaxcabá, las mujeres mayas que se hicieron famosas por jugar descalzas. 

Ofelia Uc, de 50 años, alta, delgada, vestida de huipil, me regala una sonrisa amplia con sus dientes blanquísimos, enmarcados en plata, cuando la felicito. Si bien las cuatro se comunican principalmente en maya (o la maya, como le dicen) ella y Guadalupe Can, de 56 años, las veteranas del grupo, lo hablan mucho mejor que el español.

La lengua maya es un rasgo fundamental de la comunidad. Se enseña en las escuelas; los lunes se canta en maya el himno nacional mexicano. El hijo más joven de Luz, Carlos, de 18 años, habla la lengua con un acento que divierte a su familia. Hoy es indispensable saberlo. En la época de Luz y Guadalupe era al revés: aprendían el español para avanzar en sus estudios. 

—¿Y qué hacen un día normal con electricidad y agua?

—Costuro, vendo Coca-Cola, hielo y saco copias, ahí atrás tengo mi maquinita. Siempre hay algo por hacer: darle de comer a los animales, limpiar, tortear. Depende de cada una: Ofelia, como ya se fueron sus hijos, es más liberal y anda por aquí y por allá. Yolanda, además de trabajar, tiene que cocinar, atender a sus hijos, algunos todavía están chicos. Tenemos vidas y creencias diferentes, pero nos organizamos. Entre nosotras no existe la religión ni la política. 

—En la mañana barro mi cocina y torteo —agrega Guadalupe, la hermana mayor de Luz, una mujer rolliza, de cabello negro y ojos alegres—. Para todas las comidas hacemos tortilla a mano. Torteamos mañana, tarde y noche. También le doy de comer a mis gallinas. Esas las tengo arriba, no se ahogan.  

Ofelia y Yolanda ríen y hablan en maya. No participan durante la entrevista. Ofelia es la tía de Luz por parte de su papá y Yolanda es su prima por el lado materno. La madre de Yolanda, Paula Isabel, fue una de las primeras presidentas de Yaxhachén. Falleció hace un par de años. 

—¿En qué piensan si digo “agua”? 

—En algo vital, necesario —dice Luz. 

—Agua para tomar —continúa Guadalupe. 

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James Callaghan, de 71 años, es el director de la reserva ecológica de Kaxil Kiuic, cercana a Yaxhachén. Es un antropólogo comprometido con la biculturalidad, la preservación de la naturaleza y la cultura maya. En esta temporada, abril de 2024, la reserva se encuentra seca, en apariencia muerta, porque florece cuando llegan las lluvias. 

James vive en el interior de la reserva, en un asentamiento con pequeñas casas, una cocina y una sala de conferencias. Todo se alimenta de paneles solares. Las 1 800 hectáreas que conforman Kaxil Kiuic se encuentran tan preservadas que por las mañanas se percibe la orina de los jaguares y el canto de especies desaparecidas en las zonas urbanas. Kaxil Kiuic es considerada una Unidad de Manejo para la Vida Silvestre (UMA), con registro ante la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat). 

“Luego de un evento climatológico que afectó a nuestra región, salimos a apoyar a las comunidades cercanas con víveres. Conseguimos fondos para hacer un diagnóstico y trabajar, desde la reserva y por primera vez, con la gente. Así dimos con las jefas de Yaxhachén, ese grupo de mujeres tan lindas”, relata Callaghan.

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Guadalupe Can. Ilustración de Manuel Edmundo Ramos Pérez.

James influyó en la conformación del grupo de las presidentas en 2002, luego del huracán Isidoro que provocó pérdidas —en agricultura, ganadería, pesca, industria y comercio— cercanas a los 4 800 millones de pesos. Guadalupe Can le apoda con cariño “el Gringo” porque aún mantiene —con un español extraordinario— el acento estadounidense. James planteó, junto con otras personas e instituciones, la posibilidad de que las mujeres de la comisaría ganaran ingresos extras a partir del bordado de punto de cruz y con la creación de la caja de ahorro. Se formaron asambleas con decenas de mujeres para armar los grupos. James así lo relata:

—Ellas probaron su capacidad de manejar su dinero y de organizarse para beneficiarse ellas y la comunidad. No me canso de decirlo: todo lo que han logrado es un hito tremendo. Y se constata todavía más con la creación de La casa del agua. 

—¿Cuáles consideras que son las adversidades a las que se enfrentan?

—Los niveles de gobernanza, son varios ejes los que hemos reconocido, entre los que están la gobernanza ecológica y la comunitaria. Siempre ha habido problemas con eso. Viene desde sus raíces históricas. Yo creo, y te lo digo con confianza, que la gente aún no ha sabido cómo liberarse del yugo político. También el desinterés gubernamental: como sociedad no hemos podido atender las necesidades de una comunidad que dice a gritos: ‘¡Oye, necesito apoyo!’ 

Desde hace años James se enfrenta a los robos y la caza furtiva de pobladores de Yaxhachén que se adentran en la reserva. Más que sentirse atacado, le parece que a eso los ha orillado la realidad en la que viven, que no ofrece oportunidades: “No hay opciones a futuro. La única opción hoy por hoy es exportar a la juventud al extranjero, o buscar empleo en Mérida”, agrega.

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—¿Y te gustó Estados Unidos, Guadalupe?

La primera vez no me gustó así. Mucho vandalismo, tengo miedo cuando salgo. Estuve ahí una semana, la vez pasada un mes. Cuando voy extraño mi pueblo. Allá para dormir en la cama, acá en la hamaca dormimos. Aparte hace mucho frío. No puede andar uno con su ropa de siempre. 

Dos de los hijos de Guadalupe Can han vivido en Estados Unidos —uno de ellos se casa este sábado 20 de abril en una boda presbiteriana para la que van a matar a 40 gallinas y cuatro cochinos—. La han llevado de paseo a Oregón y a San Francisco. De hecho, dos de los hermanos de ella y Luz se encuentran allí trabajando. El fenómeno migratorio empezó desde 1942 con las primeras diásporas que salieron hacia la frontera en el marco del programa Bracero. Hoy cruzar es un riesgo e implica un gasto oneroso: al menos 200 mil pesos. No todos vuelven: el hermano pequeño de Luz y Guadalupe desapareció hace seis años. 

—¿Para ustedes qué significa su comunidad?

Mi familia. Aquí viven nuestros papás, nuestras generaciones —responde Luz—. Si sales fuera no te adaptas tan fácilmente porque sabes que tienes una comunidad donde vivir. Los extrañas cuando sales. Quieres regresar porque no es lo mismo. 

—¿Y qué te parece la labor que hacen las presidentas? ¿Te gusta lo que ha logrado La casa del agua?

—Es un privilegio ayudar a otras personas con nuestro grupo. Lo que no está bien es que vengan otras personas a hacernos entender la importancia de lo que hacemos. Nunca pensamos que La casa del agua fuera tan importante. Y realmente es valioso, muy valioso que tengamos la oportunidad de poderlo trabajar y administrar. Hacerlo mejor, insistir, luchar para conseguir lo que queremos. 

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“Llegué a Yaxhachén hace 16 años. El acceso era muy complicado. Es, si no me equivoco, la última comisaría de Oxkutzcab. Me impresionó la chispa de las mujeres, mucho más activas que los hombres, en una comunidad tan alejada”, cuenta Roberto Tolosa, exdirector de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

Roberto Tolosa es un político panista al que las presidentas recuerdan positivamente. Habla maya, las apoyó durante la conformación de los grupos de las presidentas y, junto con James Callaghan, en la creación de la caja de ahorro. Manda audios por WhatsApp para responderme. En su foto sale vestido como el estereotipo del político común: ropa blanca y sonrisa impecable. Desde el CDI logró avances para Yaxhachén: ampliación de agua potable, de la energía eléctrica y mejoras en las viviendas. 

—¿Usted cree que hay un conflicto político o de géneros en la comunidad? Se lo pregunto porque hay ataques a La casa del agua. Me dijeron que podían ser unos “muchachos”. 

—Creo que hay cosas que antes no se daban: no había alcohol, no había drogas. Ahora hay mucho más consumo de sustancias. Podría ser que las presidentas se refieran a jóvenes que, envalentonados y aburridos (porque en Yaxhachén no hay mucho con que distraerse), marcan su territorio. Me inclino más a eso que a un problema entre hombres y mujeres. 

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Estoy con Luz en el cementerio de Yaxhachén, donde entierran por igual a católicos y presbiterianos. Miro decenas de nichos. Luz me explica que algunas familias comparten espacio, se mezclan como el agua. No existe una ruta fácil: para llegar deben atravesar con el féretro a cuestas (si alcanza para comprarlo) una brecha de tierra roja de poco más de 900 metros. Las piedras del camino son inmensas y hierven. 

Hay tumbas al ras del suelo, marcadas sólo con piedras y una madera. Me inclino para ver la de un bebé de seis meses y la de un hombre que estaba por cumplir 70. En la primera pusieron flores en una cubeta sin agua, en la segunda hay un sombrero y unas sandalias. La madera que adorna la tumba del bebé reza: “Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia”. Imagino lo que pasaría si se inunda.

Atrás, en una sección nueva, está la de un vecino de Luz que falleció de covid-19: necesitaba un respirador y se cortó la electricidad. Al lado las de un par de migrantes cuyas cenizas devolvieron a Yaxhachén.  

—En esa de ahí están mi abuelita y mi tío, el hermano chico de mi papá —Luz apunta un nicho grande—. Él fue comisario. Lo asesinaron. Nunca supimos quién fue. 

—Noto que los Can tienen mucha representación en el pueblo. 

—Sí, por eso mi mamá dice que siempre nos señalan. Somos una familia que no tiene miedo a hablar. Yo digo lo que siento, no me quedo callada, no permito el machismo. Sé cuáles son mis derechos, sé lo que debe de hacer un hombre y una mujer. Nadie es superior. Yo participo en todo. A muchas mujeres de mi edad sus maridos les prohíben hacer cosas, y yo les digo que no tienen por qué permitirlo. Por eso cualquier cosa somos nosotros, los Can. “Seguro es porque ellos saben leer y escribir”, dice la gente. Pero igual nos proponen y hacemos el trabajo. Aquí hay personas que me quieren y otras que de plano no.

Volvemos caminando al solar de Luz. Lo recorremos para que tome fotografías. Conejos, dos cerdos y un toro llamado Suizo —la mascota de su hijo pequeño, Carlos— que llora cuando lo acaricio. Una lluvia de lágrimas cae sobre sus pezuñas secas. 

—Me dijeron que es porque extraña a su mamá, porque lo destetaron muy chico.  

Luz me muestra un gallo pequeño, llamado Chaparro, cuya estirpe son una decena de pollos diminutos corriendo alrededor de él. El calor rebasa los 40 grados, Luz lo nota y por primera vez me hace una pregunta:

—¿Quieres un poco de agua?

Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W.K. Kellogg

 


MATEO PERAZA. Mérida, Yucatán, 1995. Periodista y narrador. Ha colaborado en medios impresos y digitales. Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) en la especialidad de crónica (2023-2024). Ganador de premios estatales y nacionales. Fue seleccionado para cursar el taller Periodismo de Investigación auspiciado por la Casa Estudio Cien Años de Soledad-Fundación para las Letras Mexicanas. Su trabajo se encuentra compilado en la antología Crónica núm. 5, publicada por la UNAM.


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