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<i>Love Lies Bleeding</i> le mantiene la mirada al monstruo de neón

<i>Love Lies Bleeding</i> le mantiene la mirada al monstruo de neón

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
03
.
05
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Rose Glass crea un nada complaciente pastiche para demostrar qué tanto los delirios ochenteros se parecen a los actuales. Y entrega en el camino símbolos en esteroides de la fuerza femenina.

Un fantasma recorre el cine contemporáneo: el de Ronald Reagan. No hay evidencia más grande que una escena de Love Lies Bleeding (2024), dirigida por Rose Glass, en la que unos niños se persiguen jugando: sus caritas se esconden bajo unas máscaras de quien fue, discutiblemente, el primer presidente estadounidense fabricado por la televisión. Reagan, sin embargo, representa mucho más que la trayectoria de un hombre: su figura abarca el auge neoliberal y un conservadurismo extremo, acompañados de luces neón, cabello esponjado y canciones hechas con sintetizadores: los años ochenta, que han brotado con nostalgia en el cine, la música y la moda de la última década.

Desde hace unos 15 años se ha impuesto —sobre todo en el cine independiente de Estados Unidos— un regreso a las noches iluminadas de Michael Mann; a las descamaciones terribles de David Cronenberg; a la acción bárbara y desconcertante de George P. Cosmatos, y a la angustia espiritual de Paul Schrader. Cineastas como Nicolas Winding-Refn, Julia Ducournau, David Robert Mitchell, Panos Cosmatos —hijo de George—, Brandon Cronenberg —hijo de David—, Jordan Peele, Edgar Wright, Jeremy Saulnier y la propia Glass han corrido a refugiarse al cine con el que crecieron.

Estos guiños al pasado no son cosa nueva, sino más bien tradicional en la realización cinematográfica, quizá vinculada con las prácticas del capitalismo tardío. Ya desde el cine clásico de John Ford se aprecia una nostalgia por los pioneros del Oeste a quienes nunca conoció, expresada en referencias a la pintura decimonónica de Frederic Remington. Ford, además, decía robarle sin pena al cineasta silente D.W. Griffith, con quien trabajó en su juventud. La generación posterior de realizadores franceses, que creció con el Hollywood de Ford, aludió a él y a sus contemporáneos, y luego los directores estadounidenses de los setenta se basaron en sus predecesores europeos y en la era clásica para construir sus propias filmografías. Pareciera más un ritual cinéfilo que una nostalgia estrictamente posmoderna, como la describe el filósofo Fredric Jameson. Según él, en nuestro tiempo el cine copia sin un sentido de la historia, es decir, reproduce la forma de filmar, de editar, de actuar de otras épocas, pero bajo una intención decorativa que no capta el tono del pasado porque no lo experimenta. Un buen ejemplo es The Artist (2011), una película muda y en blanco y negro hecha con planos que sugieren no los años veinte, sino a lo mucho los cuarenta, y que reduce el espectro enorme del cine silente a las estereotipadas películas de humor. Love Lies Bleeding tiene algo de esta técnica, pero también se distingue a partir de una actitud ambigua hacia los ochenta y un tono que se va descarrilando hasta desplazar la nostalgia.

Love Lies Bleeding (2024)

La trama se sitúa en Nuevo México en 1989 y cuenta la historia de Lou (Kristen Stewart), una empleada de un gimnasio que igual administra las membresías que destapa los asquerosos baños. Este último detalle es importante: Glass observa la década con fascinación, pero también repugnancia. Por ello conviven eslóganes individualistas en el gimnasio —“Solo los perdedores se rinden”— con canciones infecciosas de Nona Hendryx y Gina X Performance, que sugieren una potencia femenina encarnada en Jackie (Katy O’Brian), una fisicoculturista de quien se enamora Lou.

Extrañamente para una época tan conservadora, la relación lésbica entre las protagonistas no enfrenta rechazos y no es la única en pantalla. Glass, como si se plegara a las opiniones de Jameson, parece una firme ciudadana de nuestros locos años veinte que imita tropos de los ochenta sin captar, aparentemente, su complejidad: Love Lies Bleeding sugiere lo que Jameson llamaría un pastiche; sin embargo, me parece más consciente de ello que otras ficciones posmodernas como la mañosa Everything Everywhere All at Once (2022), dedicada únicamente a la idealización y el sentimentalismo.

El amor entre Lou y Jackie da pie a un estilo sensorial que desafía a un segmento del público estadounidense asustado por la sexualidad en pantalla. Glass no filma, claro, una película explícita, pero rebasa las insinuaciones eróticas, por ejemplo, de Challengers (2024), dirigida por Luca Guadagnino, quien protege de la desnudez a Zendaya. Glass arriesga más a sus protagonistas para defender el erotismo, tema también de su primer largometraje, Saint Maud (2019) —otro pastiche, pero basado en los sesenta y setenta—, cuyos aspectos de horror se filtran en Love Lies Bleeding. De hecho, estos elementos son parte integral del estilo de Glass, que enfatiza el sonido para generar asco y romper la complacencia ochentera, aunque, claro, no dejan de simular el imaginario de David Cronenberg.

Te recomendamos leer: "Civil War esconde apenas el disfrute de ver el mundo estallar".

Love Lies Bleeding, A24. (2024)

Una noche, durante un episodio de furia inducida por los esteroides que Lou le ha estado regalando a Jackie, la poderosa mujer destroza a su cuñado después de que él casi matara a golpes a la hermana de Lou. La musculosa Jackie es vista por Glass como una especie de Hulk que se encabrona por amor: un monstruo no debido a su apariencia sino a su adicción, y por ello la mandíbula de JJ (Dave Franco) queda colgando como si lo hubiera atacado un demonio. A partir de este punto se viene abajo la admiración por la década neón y empieza a detectarse un recelo que Glass expresa mediante una simbología a veces trunca, pero suficientemente clara.

La trama de Love Lies Bleeding no es una argumentación de ideas muy definidas, sino una anécdota que se concentra en el enredo por la muerte de JJ y el involucramiento de Lou Sr. (Ed Harris), padre de Lou, jefe de Jackie y cabeza del crimen organizado local. Como lo adelantaba, Glass prefiere comunicar ciertos significados con símbolos, como los insectos que colecciona Lou Sr., y que lo hacen sentir como un patriarca gigante. Cuando la irrealidad venza a la verosimilitud mínima de la historia, se revertirá ese rol bajo la fuerza femenina. Otro símbolo importante es la cultura del gimnasio y la adicción de Jackie, que culminan mientras presume su musculatura al espejo y escucha las noticias de los alemanes atravesando el derribado muro de Berlín; un locutor describe el momento como una “celebración del individuo”. Love Lies Bleeding alude así al individualismo que tanto valoraron Ronald Reagan y la derecha estadounidense —precursora de la que domina hoy al Partido Republicano—, y el pastiche hace en esta escena que pasado y presente se miren como en un espejo: Glass habla de los ochenta para referirse a nosotros. Si en Saint Maud Glass redujo la ironía de las películas en las que se inspiraba —principalmente las ambiguas Repulsion (1965), de Roman Polanski, y Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese— a un conflicto burdo entre la locura y lo real, ahora evita discutir sus temas con obviedad o incluso coherencia, pero lo que se pierde en lógica le da vuelo a la locura y la originalidad.

En sus últimos planos, definidos por un sentido del humor malévolo, terminamos por descubrir que Rose Glass hace algo más importante que un ensayo narrativo o simplemente imitar una época que le atrae por sus imágenes, sonidos y texturas: la directora se escapa de las convenciones mediante el juego puro con la imaginería, las ideas y una trama demente. Si se asoman la admiración y la crítica a los ochenta, así como temas de dominación patriarcal y rebelión femenina, es casi porque se le atraviesan como en un delirio que, naturalmente, deriva de las preocupaciones reales, pero es más emoción que razonamiento. Así es como, desde la aparente imitación hasta la suspicacia, y de ahí al absurdo, Glass abandona la nostalgia y hace mucho más que un paseo en el cine de su niñez: una película cínicamente contemporánea que se resiste a la interpretación y aboga por el caos. La sombra de Reagan se deshace en la misma luz que empezó dibujándola.

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Rose Glass crea un nada complaciente pastiche para demostrar qué tanto los delirios ochenteros se parecen a los actuales. Y entrega en el camino símbolos en esteroides de la fuerza femenina.

Un fantasma recorre el cine contemporáneo: el de Ronald Reagan. No hay evidencia más grande que una escena de Love Lies Bleeding (2024), dirigida por Rose Glass, en la que unos niños se persiguen jugando: sus caritas se esconden bajo unas máscaras de quien fue, discutiblemente, el primer presidente estadounidense fabricado por la televisión. Reagan, sin embargo, representa mucho más que la trayectoria de un hombre: su figura abarca el auge neoliberal y un conservadurismo extremo, acompañados de luces neón, cabello esponjado y canciones hechas con sintetizadores: los años ochenta, que han brotado con nostalgia en el cine, la música y la moda de la última década.

Desde hace unos 15 años se ha impuesto —sobre todo en el cine independiente de Estados Unidos— un regreso a las noches iluminadas de Michael Mann; a las descamaciones terribles de David Cronenberg; a la acción bárbara y desconcertante de George P. Cosmatos, y a la angustia espiritual de Paul Schrader. Cineastas como Nicolas Winding-Refn, Julia Ducournau, David Robert Mitchell, Panos Cosmatos —hijo de George—, Brandon Cronenberg —hijo de David—, Jordan Peele, Edgar Wright, Jeremy Saulnier y la propia Glass han corrido a refugiarse al cine con el que crecieron.

Estos guiños al pasado no son cosa nueva, sino más bien tradicional en la realización cinematográfica, quizá vinculada con las prácticas del capitalismo tardío. Ya desde el cine clásico de John Ford se aprecia una nostalgia por los pioneros del Oeste a quienes nunca conoció, expresada en referencias a la pintura decimonónica de Frederic Remington. Ford, además, decía robarle sin pena al cineasta silente D.W. Griffith, con quien trabajó en su juventud. La generación posterior de realizadores franceses, que creció con el Hollywood de Ford, aludió a él y a sus contemporáneos, y luego los directores estadounidenses de los setenta se basaron en sus predecesores europeos y en la era clásica para construir sus propias filmografías. Pareciera más un ritual cinéfilo que una nostalgia estrictamente posmoderna, como la describe el filósofo Fredric Jameson. Según él, en nuestro tiempo el cine copia sin un sentido de la historia, es decir, reproduce la forma de filmar, de editar, de actuar de otras épocas, pero bajo una intención decorativa que no capta el tono del pasado porque no lo experimenta. Un buen ejemplo es The Artist (2011), una película muda y en blanco y negro hecha con planos que sugieren no los años veinte, sino a lo mucho los cuarenta, y que reduce el espectro enorme del cine silente a las estereotipadas películas de humor. Love Lies Bleeding tiene algo de esta técnica, pero también se distingue a partir de una actitud ambigua hacia los ochenta y un tono que se va descarrilando hasta desplazar la nostalgia.

Love Lies Bleeding (2024)

La trama se sitúa en Nuevo México en 1989 y cuenta la historia de Lou (Kristen Stewart), una empleada de un gimnasio que igual administra las membresías que destapa los asquerosos baños. Este último detalle es importante: Glass observa la década con fascinación, pero también repugnancia. Por ello conviven eslóganes individualistas en el gimnasio —“Solo los perdedores se rinden”— con canciones infecciosas de Nona Hendryx y Gina X Performance, que sugieren una potencia femenina encarnada en Jackie (Katy O’Brian), una fisicoculturista de quien se enamora Lou.

Extrañamente para una época tan conservadora, la relación lésbica entre las protagonistas no enfrenta rechazos y no es la única en pantalla. Glass, como si se plegara a las opiniones de Jameson, parece una firme ciudadana de nuestros locos años veinte que imita tropos de los ochenta sin captar, aparentemente, su complejidad: Love Lies Bleeding sugiere lo que Jameson llamaría un pastiche; sin embargo, me parece más consciente de ello que otras ficciones posmodernas como la mañosa Everything Everywhere All at Once (2022), dedicada únicamente a la idealización y el sentimentalismo.

El amor entre Lou y Jackie da pie a un estilo sensorial que desafía a un segmento del público estadounidense asustado por la sexualidad en pantalla. Glass no filma, claro, una película explícita, pero rebasa las insinuaciones eróticas, por ejemplo, de Challengers (2024), dirigida por Luca Guadagnino, quien protege de la desnudez a Zendaya. Glass arriesga más a sus protagonistas para defender el erotismo, tema también de su primer largometraje, Saint Maud (2019) —otro pastiche, pero basado en los sesenta y setenta—, cuyos aspectos de horror se filtran en Love Lies Bleeding. De hecho, estos elementos son parte integral del estilo de Glass, que enfatiza el sonido para generar asco y romper la complacencia ochentera, aunque, claro, no dejan de simular el imaginario de David Cronenberg.

Te recomendamos leer: "Civil War esconde apenas el disfrute de ver el mundo estallar".

Love Lies Bleeding, A24. (2024)

Una noche, durante un episodio de furia inducida por los esteroides que Lou le ha estado regalando a Jackie, la poderosa mujer destroza a su cuñado después de que él casi matara a golpes a la hermana de Lou. La musculosa Jackie es vista por Glass como una especie de Hulk que se encabrona por amor: un monstruo no debido a su apariencia sino a su adicción, y por ello la mandíbula de JJ (Dave Franco) queda colgando como si lo hubiera atacado un demonio. A partir de este punto se viene abajo la admiración por la década neón y empieza a detectarse un recelo que Glass expresa mediante una simbología a veces trunca, pero suficientemente clara.

La trama de Love Lies Bleeding no es una argumentación de ideas muy definidas, sino una anécdota que se concentra en el enredo por la muerte de JJ y el involucramiento de Lou Sr. (Ed Harris), padre de Lou, jefe de Jackie y cabeza del crimen organizado local. Como lo adelantaba, Glass prefiere comunicar ciertos significados con símbolos, como los insectos que colecciona Lou Sr., y que lo hacen sentir como un patriarca gigante. Cuando la irrealidad venza a la verosimilitud mínima de la historia, se revertirá ese rol bajo la fuerza femenina. Otro símbolo importante es la cultura del gimnasio y la adicción de Jackie, que culminan mientras presume su musculatura al espejo y escucha las noticias de los alemanes atravesando el derribado muro de Berlín; un locutor describe el momento como una “celebración del individuo”. Love Lies Bleeding alude así al individualismo que tanto valoraron Ronald Reagan y la derecha estadounidense —precursora de la que domina hoy al Partido Republicano—, y el pastiche hace en esta escena que pasado y presente se miren como en un espejo: Glass habla de los ochenta para referirse a nosotros. Si en Saint Maud Glass redujo la ironía de las películas en las que se inspiraba —principalmente las ambiguas Repulsion (1965), de Roman Polanski, y Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese— a un conflicto burdo entre la locura y lo real, ahora evita discutir sus temas con obviedad o incluso coherencia, pero lo que se pierde en lógica le da vuelo a la locura y la originalidad.

En sus últimos planos, definidos por un sentido del humor malévolo, terminamos por descubrir que Rose Glass hace algo más importante que un ensayo narrativo o simplemente imitar una época que le atrae por sus imágenes, sonidos y texturas: la directora se escapa de las convenciones mediante el juego puro con la imaginería, las ideas y una trama demente. Si se asoman la admiración y la crítica a los ochenta, así como temas de dominación patriarcal y rebelión femenina, es casi porque se le atraviesan como en un delirio que, naturalmente, deriva de las preocupaciones reales, pero es más emoción que razonamiento. Así es como, desde la aparente imitación hasta la suspicacia, y de ahí al absurdo, Glass abandona la nostalgia y hace mucho más que un paseo en el cine de su niñez: una película cínicamente contemporánea que se resiste a la interpretación y aboga por el caos. La sombra de Reagan se deshace en la misma luz que empezó dibujándola.

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Rose Glass crea un nada complaciente pastiche para demostrar qué tanto los delirios ochenteros se parecen a los actuales. Y entrega en el camino símbolos en esteroides de la fuerza femenina.

Un fantasma recorre el cine contemporáneo: el de Ronald Reagan. No hay evidencia más grande que una escena de Love Lies Bleeding (2024), dirigida por Rose Glass, en la que unos niños se persiguen jugando: sus caritas se esconden bajo unas máscaras de quien fue, discutiblemente, el primer presidente estadounidense fabricado por la televisión. Reagan, sin embargo, representa mucho más que la trayectoria de un hombre: su figura abarca el auge neoliberal y un conservadurismo extremo, acompañados de luces neón, cabello esponjado y canciones hechas con sintetizadores: los años ochenta, que han brotado con nostalgia en el cine, la música y la moda de la última década.

Desde hace unos 15 años se ha impuesto —sobre todo en el cine independiente de Estados Unidos— un regreso a las noches iluminadas de Michael Mann; a las descamaciones terribles de David Cronenberg; a la acción bárbara y desconcertante de George P. Cosmatos, y a la angustia espiritual de Paul Schrader. Cineastas como Nicolas Winding-Refn, Julia Ducournau, David Robert Mitchell, Panos Cosmatos —hijo de George—, Brandon Cronenberg —hijo de David—, Jordan Peele, Edgar Wright, Jeremy Saulnier y la propia Glass han corrido a refugiarse al cine con el que crecieron.

Estos guiños al pasado no son cosa nueva, sino más bien tradicional en la realización cinematográfica, quizá vinculada con las prácticas del capitalismo tardío. Ya desde el cine clásico de John Ford se aprecia una nostalgia por los pioneros del Oeste a quienes nunca conoció, expresada en referencias a la pintura decimonónica de Frederic Remington. Ford, además, decía robarle sin pena al cineasta silente D.W. Griffith, con quien trabajó en su juventud. La generación posterior de realizadores franceses, que creció con el Hollywood de Ford, aludió a él y a sus contemporáneos, y luego los directores estadounidenses de los setenta se basaron en sus predecesores europeos y en la era clásica para construir sus propias filmografías. Pareciera más un ritual cinéfilo que una nostalgia estrictamente posmoderna, como la describe el filósofo Fredric Jameson. Según él, en nuestro tiempo el cine copia sin un sentido de la historia, es decir, reproduce la forma de filmar, de editar, de actuar de otras épocas, pero bajo una intención decorativa que no capta el tono del pasado porque no lo experimenta. Un buen ejemplo es The Artist (2011), una película muda y en blanco y negro hecha con planos que sugieren no los años veinte, sino a lo mucho los cuarenta, y que reduce el espectro enorme del cine silente a las estereotipadas películas de humor. Love Lies Bleeding tiene algo de esta técnica, pero también se distingue a partir de una actitud ambigua hacia los ochenta y un tono que se va descarrilando hasta desplazar la nostalgia.

Love Lies Bleeding (2024)

La trama se sitúa en Nuevo México en 1989 y cuenta la historia de Lou (Kristen Stewart), una empleada de un gimnasio que igual administra las membresías que destapa los asquerosos baños. Este último detalle es importante: Glass observa la década con fascinación, pero también repugnancia. Por ello conviven eslóganes individualistas en el gimnasio —“Solo los perdedores se rinden”— con canciones infecciosas de Nona Hendryx y Gina X Performance, que sugieren una potencia femenina encarnada en Jackie (Katy O’Brian), una fisicoculturista de quien se enamora Lou.

Extrañamente para una época tan conservadora, la relación lésbica entre las protagonistas no enfrenta rechazos y no es la única en pantalla. Glass, como si se plegara a las opiniones de Jameson, parece una firme ciudadana de nuestros locos años veinte que imita tropos de los ochenta sin captar, aparentemente, su complejidad: Love Lies Bleeding sugiere lo que Jameson llamaría un pastiche; sin embargo, me parece más consciente de ello que otras ficciones posmodernas como la mañosa Everything Everywhere All at Once (2022), dedicada únicamente a la idealización y el sentimentalismo.

El amor entre Lou y Jackie da pie a un estilo sensorial que desafía a un segmento del público estadounidense asustado por la sexualidad en pantalla. Glass no filma, claro, una película explícita, pero rebasa las insinuaciones eróticas, por ejemplo, de Challengers (2024), dirigida por Luca Guadagnino, quien protege de la desnudez a Zendaya. Glass arriesga más a sus protagonistas para defender el erotismo, tema también de su primer largometraje, Saint Maud (2019) —otro pastiche, pero basado en los sesenta y setenta—, cuyos aspectos de horror se filtran en Love Lies Bleeding. De hecho, estos elementos son parte integral del estilo de Glass, que enfatiza el sonido para generar asco y romper la complacencia ochentera, aunque, claro, no dejan de simular el imaginario de David Cronenberg.

Te recomendamos leer: "Civil War esconde apenas el disfrute de ver el mundo estallar".

Love Lies Bleeding, A24. (2024)

Una noche, durante un episodio de furia inducida por los esteroides que Lou le ha estado regalando a Jackie, la poderosa mujer destroza a su cuñado después de que él casi matara a golpes a la hermana de Lou. La musculosa Jackie es vista por Glass como una especie de Hulk que se encabrona por amor: un monstruo no debido a su apariencia sino a su adicción, y por ello la mandíbula de JJ (Dave Franco) queda colgando como si lo hubiera atacado un demonio. A partir de este punto se viene abajo la admiración por la década neón y empieza a detectarse un recelo que Glass expresa mediante una simbología a veces trunca, pero suficientemente clara.

La trama de Love Lies Bleeding no es una argumentación de ideas muy definidas, sino una anécdota que se concentra en el enredo por la muerte de JJ y el involucramiento de Lou Sr. (Ed Harris), padre de Lou, jefe de Jackie y cabeza del crimen organizado local. Como lo adelantaba, Glass prefiere comunicar ciertos significados con símbolos, como los insectos que colecciona Lou Sr., y que lo hacen sentir como un patriarca gigante. Cuando la irrealidad venza a la verosimilitud mínima de la historia, se revertirá ese rol bajo la fuerza femenina. Otro símbolo importante es la cultura del gimnasio y la adicción de Jackie, que culminan mientras presume su musculatura al espejo y escucha las noticias de los alemanes atravesando el derribado muro de Berlín; un locutor describe el momento como una “celebración del individuo”. Love Lies Bleeding alude así al individualismo que tanto valoraron Ronald Reagan y la derecha estadounidense —precursora de la que domina hoy al Partido Republicano—, y el pastiche hace en esta escena que pasado y presente se miren como en un espejo: Glass habla de los ochenta para referirse a nosotros. Si en Saint Maud Glass redujo la ironía de las películas en las que se inspiraba —principalmente las ambiguas Repulsion (1965), de Roman Polanski, y Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese— a un conflicto burdo entre la locura y lo real, ahora evita discutir sus temas con obviedad o incluso coherencia, pero lo que se pierde en lógica le da vuelo a la locura y la originalidad.

En sus últimos planos, definidos por un sentido del humor malévolo, terminamos por descubrir que Rose Glass hace algo más importante que un ensayo narrativo o simplemente imitar una época que le atrae por sus imágenes, sonidos y texturas: la directora se escapa de las convenciones mediante el juego puro con la imaginería, las ideas y una trama demente. Si se asoman la admiración y la crítica a los ochenta, así como temas de dominación patriarcal y rebelión femenina, es casi porque se le atraviesan como en un delirio que, naturalmente, deriva de las preocupaciones reales, pero es más emoción que razonamiento. Así es como, desde la aparente imitación hasta la suspicacia, y de ahí al absurdo, Glass abandona la nostalgia y hace mucho más que un paseo en el cine de su niñez: una película cínicamente contemporánea que se resiste a la interpretación y aboga por el caos. La sombra de Reagan se deshace en la misma luz que empezó dibujándola.

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Un fantasma recorre el cine contemporáneo: el de Ronald Reagan. No hay evidencia más grande que una escena de Love Lies Bleeding (2024), dirigida por Rose Glass, en la que unos niños se persiguen jugando: sus caritas se esconden bajo unas máscaras de quien fue, discutiblemente, el primer presidente estadounidense fabricado por la televisión. Reagan, sin embargo, representa mucho más que la trayectoria de un hombre: su figura abarca el auge neoliberal y un conservadurismo extremo, acompañados de luces neón, cabello esponjado y canciones hechas con sintetizadores: los años ochenta, que han brotado con nostalgia en el cine, la música y la moda de la última década.

Desde hace unos 15 años se ha impuesto —sobre todo en el cine independiente de Estados Unidos— un regreso a las noches iluminadas de Michael Mann; a las descamaciones terribles de David Cronenberg; a la acción bárbara y desconcertante de George P. Cosmatos, y a la angustia espiritual de Paul Schrader. Cineastas como Nicolas Winding-Refn, Julia Ducournau, David Robert Mitchell, Panos Cosmatos —hijo de George—, Brandon Cronenberg —hijo de David—, Jordan Peele, Edgar Wright, Jeremy Saulnier y la propia Glass han corrido a refugiarse al cine con el que crecieron.

Estos guiños al pasado no son cosa nueva, sino más bien tradicional en la realización cinematográfica, quizá vinculada con las prácticas del capitalismo tardío. Ya desde el cine clásico de John Ford se aprecia una nostalgia por los pioneros del Oeste a quienes nunca conoció, expresada en referencias a la pintura decimonónica de Frederic Remington. Ford, además, decía robarle sin pena al cineasta silente D.W. Griffith, con quien trabajó en su juventud. La generación posterior de realizadores franceses, que creció con el Hollywood de Ford, aludió a él y a sus contemporáneos, y luego los directores estadounidenses de los setenta se basaron en sus predecesores europeos y en la era clásica para construir sus propias filmografías. Pareciera más un ritual cinéfilo que una nostalgia estrictamente posmoderna, como la describe el filósofo Fredric Jameson. Según él, en nuestro tiempo el cine copia sin un sentido de la historia, es decir, reproduce la forma de filmar, de editar, de actuar de otras épocas, pero bajo una intención decorativa que no capta el tono del pasado porque no lo experimenta. Un buen ejemplo es The Artist (2011), una película muda y en blanco y negro hecha con planos que sugieren no los años veinte, sino a lo mucho los cuarenta, y que reduce el espectro enorme del cine silente a las estereotipadas películas de humor. Love Lies Bleeding tiene algo de esta técnica, pero también se distingue a partir de una actitud ambigua hacia los ochenta y un tono que se va descarrilando hasta desplazar la nostalgia.

Love Lies Bleeding (2024)

La trama se sitúa en Nuevo México en 1989 y cuenta la historia de Lou (Kristen Stewart), una empleada de un gimnasio que igual administra las membresías que destapa los asquerosos baños. Este último detalle es importante: Glass observa la década con fascinación, pero también repugnancia. Por ello conviven eslóganes individualistas en el gimnasio —“Solo los perdedores se rinden”— con canciones infecciosas de Nona Hendryx y Gina X Performance, que sugieren una potencia femenina encarnada en Jackie (Katy O’Brian), una fisicoculturista de quien se enamora Lou.

Extrañamente para una época tan conservadora, la relación lésbica entre las protagonistas no enfrenta rechazos y no es la única en pantalla. Glass, como si se plegara a las opiniones de Jameson, parece una firme ciudadana de nuestros locos años veinte que imita tropos de los ochenta sin captar, aparentemente, su complejidad: Love Lies Bleeding sugiere lo que Jameson llamaría un pastiche; sin embargo, me parece más consciente de ello que otras ficciones posmodernas como la mañosa Everything Everywhere All at Once (2022), dedicada únicamente a la idealización y el sentimentalismo.

El amor entre Lou y Jackie da pie a un estilo sensorial que desafía a un segmento del público estadounidense asustado por la sexualidad en pantalla. Glass no filma, claro, una película explícita, pero rebasa las insinuaciones eróticas, por ejemplo, de Challengers (2024), dirigida por Luca Guadagnino, quien protege de la desnudez a Zendaya. Glass arriesga más a sus protagonistas para defender el erotismo, tema también de su primer largometraje, Saint Maud (2019) —otro pastiche, pero basado en los sesenta y setenta—, cuyos aspectos de horror se filtran en Love Lies Bleeding. De hecho, estos elementos son parte integral del estilo de Glass, que enfatiza el sonido para generar asco y romper la complacencia ochentera, aunque, claro, no dejan de simular el imaginario de David Cronenberg.

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Love Lies Bleeding, A24. (2024)

Una noche, durante un episodio de furia inducida por los esteroides que Lou le ha estado regalando a Jackie, la poderosa mujer destroza a su cuñado después de que él casi matara a golpes a la hermana de Lou. La musculosa Jackie es vista por Glass como una especie de Hulk que se encabrona por amor: un monstruo no debido a su apariencia sino a su adicción, y por ello la mandíbula de JJ (Dave Franco) queda colgando como si lo hubiera atacado un demonio. A partir de este punto se viene abajo la admiración por la década neón y empieza a detectarse un recelo que Glass expresa mediante una simbología a veces trunca, pero suficientemente clara.

La trama de Love Lies Bleeding no es una argumentación de ideas muy definidas, sino una anécdota que se concentra en el enredo por la muerte de JJ y el involucramiento de Lou Sr. (Ed Harris), padre de Lou, jefe de Jackie y cabeza del crimen organizado local. Como lo adelantaba, Glass prefiere comunicar ciertos significados con símbolos, como los insectos que colecciona Lou Sr., y que lo hacen sentir como un patriarca gigante. Cuando la irrealidad venza a la verosimilitud mínima de la historia, se revertirá ese rol bajo la fuerza femenina. Otro símbolo importante es la cultura del gimnasio y la adicción de Jackie, que culminan mientras presume su musculatura al espejo y escucha las noticias de los alemanes atravesando el derribado muro de Berlín; un locutor describe el momento como una “celebración del individuo”. Love Lies Bleeding alude así al individualismo que tanto valoraron Ronald Reagan y la derecha estadounidense —precursora de la que domina hoy al Partido Republicano—, y el pastiche hace en esta escena que pasado y presente se miren como en un espejo: Glass habla de los ochenta para referirse a nosotros. Si en Saint Maud Glass redujo la ironía de las películas en las que se inspiraba —principalmente las ambiguas Repulsion (1965), de Roman Polanski, y Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese— a un conflicto burdo entre la locura y lo real, ahora evita discutir sus temas con obviedad o incluso coherencia, pero lo que se pierde en lógica le da vuelo a la locura y la originalidad.

En sus últimos planos, definidos por un sentido del humor malévolo, terminamos por descubrir que Rose Glass hace algo más importante que un ensayo narrativo o simplemente imitar una época que le atrae por sus imágenes, sonidos y texturas: la directora se escapa de las convenciones mediante el juego puro con la imaginería, las ideas y una trama demente. Si se asoman la admiración y la crítica a los ochenta, así como temas de dominación patriarcal y rebelión femenina, es casi porque se le atraviesan como en un delirio que, naturalmente, deriva de las preocupaciones reales, pero es más emoción que razonamiento. Así es como, desde la aparente imitación hasta la suspicacia, y de ahí al absurdo, Glass abandona la nostalgia y hace mucho más que un paseo en el cine de su niñez: una película cínicamente contemporánea que se resiste a la interpretación y aboga por el caos. La sombra de Reagan se deshace en la misma luz que empezó dibujándola.

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Un fantasma recorre el cine contemporáneo: el de Ronald Reagan. No hay evidencia más grande que una escena de Love Lies Bleeding (2024), dirigida por Rose Glass, en la que unos niños se persiguen jugando: sus caritas se esconden bajo unas máscaras de quien fue, discutiblemente, el primer presidente estadounidense fabricado por la televisión. Reagan, sin embargo, representa mucho más que la trayectoria de un hombre: su figura abarca el auge neoliberal y un conservadurismo extremo, acompañados de luces neón, cabello esponjado y canciones hechas con sintetizadores: los años ochenta, que han brotado con nostalgia en el cine, la música y la moda de la última década.

Desde hace unos 15 años se ha impuesto —sobre todo en el cine independiente de Estados Unidos— un regreso a las noches iluminadas de Michael Mann; a las descamaciones terribles de David Cronenberg; a la acción bárbara y desconcertante de George P. Cosmatos, y a la angustia espiritual de Paul Schrader. Cineastas como Nicolas Winding-Refn, Julia Ducournau, David Robert Mitchell, Panos Cosmatos —hijo de George—, Brandon Cronenberg —hijo de David—, Jordan Peele, Edgar Wright, Jeremy Saulnier y la propia Glass han corrido a refugiarse al cine con el que crecieron.

Estos guiños al pasado no son cosa nueva, sino más bien tradicional en la realización cinematográfica, quizá vinculada con las prácticas del capitalismo tardío. Ya desde el cine clásico de John Ford se aprecia una nostalgia por los pioneros del Oeste a quienes nunca conoció, expresada en referencias a la pintura decimonónica de Frederic Remington. Ford, además, decía robarle sin pena al cineasta silente D.W. Griffith, con quien trabajó en su juventud. La generación posterior de realizadores franceses, que creció con el Hollywood de Ford, aludió a él y a sus contemporáneos, y luego los directores estadounidenses de los setenta se basaron en sus predecesores europeos y en la era clásica para construir sus propias filmografías. Pareciera más un ritual cinéfilo que una nostalgia estrictamente posmoderna, como la describe el filósofo Fredric Jameson. Según él, en nuestro tiempo el cine copia sin un sentido de la historia, es decir, reproduce la forma de filmar, de editar, de actuar de otras épocas, pero bajo una intención decorativa que no capta el tono del pasado porque no lo experimenta. Un buen ejemplo es The Artist (2011), una película muda y en blanco y negro hecha con planos que sugieren no los años veinte, sino a lo mucho los cuarenta, y que reduce el espectro enorme del cine silente a las estereotipadas películas de humor. Love Lies Bleeding tiene algo de esta técnica, pero también se distingue a partir de una actitud ambigua hacia los ochenta y un tono que se va descarrilando hasta desplazar la nostalgia.

Love Lies Bleeding (2024)

La trama se sitúa en Nuevo México en 1989 y cuenta la historia de Lou (Kristen Stewart), una empleada de un gimnasio que igual administra las membresías que destapa los asquerosos baños. Este último detalle es importante: Glass observa la década con fascinación, pero también repugnancia. Por ello conviven eslóganes individualistas en el gimnasio —“Solo los perdedores se rinden”— con canciones infecciosas de Nona Hendryx y Gina X Performance, que sugieren una potencia femenina encarnada en Jackie (Katy O’Brian), una fisicoculturista de quien se enamora Lou.

Extrañamente para una época tan conservadora, la relación lésbica entre las protagonistas no enfrenta rechazos y no es la única en pantalla. Glass, como si se plegara a las opiniones de Jameson, parece una firme ciudadana de nuestros locos años veinte que imita tropos de los ochenta sin captar, aparentemente, su complejidad: Love Lies Bleeding sugiere lo que Jameson llamaría un pastiche; sin embargo, me parece más consciente de ello que otras ficciones posmodernas como la mañosa Everything Everywhere All at Once (2022), dedicada únicamente a la idealización y el sentimentalismo.

El amor entre Lou y Jackie da pie a un estilo sensorial que desafía a un segmento del público estadounidense asustado por la sexualidad en pantalla. Glass no filma, claro, una película explícita, pero rebasa las insinuaciones eróticas, por ejemplo, de Challengers (2024), dirigida por Luca Guadagnino, quien protege de la desnudez a Zendaya. Glass arriesga más a sus protagonistas para defender el erotismo, tema también de su primer largometraje, Saint Maud (2019) —otro pastiche, pero basado en los sesenta y setenta—, cuyos aspectos de horror se filtran en Love Lies Bleeding. De hecho, estos elementos son parte integral del estilo de Glass, que enfatiza el sonido para generar asco y romper la complacencia ochentera, aunque, claro, no dejan de simular el imaginario de David Cronenberg.

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Love Lies Bleeding, A24. (2024)

Una noche, durante un episodio de furia inducida por los esteroides que Lou le ha estado regalando a Jackie, la poderosa mujer destroza a su cuñado después de que él casi matara a golpes a la hermana de Lou. La musculosa Jackie es vista por Glass como una especie de Hulk que se encabrona por amor: un monstruo no debido a su apariencia sino a su adicción, y por ello la mandíbula de JJ (Dave Franco) queda colgando como si lo hubiera atacado un demonio. A partir de este punto se viene abajo la admiración por la década neón y empieza a detectarse un recelo que Glass expresa mediante una simbología a veces trunca, pero suficientemente clara.

La trama de Love Lies Bleeding no es una argumentación de ideas muy definidas, sino una anécdota que se concentra en el enredo por la muerte de JJ y el involucramiento de Lou Sr. (Ed Harris), padre de Lou, jefe de Jackie y cabeza del crimen organizado local. Como lo adelantaba, Glass prefiere comunicar ciertos significados con símbolos, como los insectos que colecciona Lou Sr., y que lo hacen sentir como un patriarca gigante. Cuando la irrealidad venza a la verosimilitud mínima de la historia, se revertirá ese rol bajo la fuerza femenina. Otro símbolo importante es la cultura del gimnasio y la adicción de Jackie, que culminan mientras presume su musculatura al espejo y escucha las noticias de los alemanes atravesando el derribado muro de Berlín; un locutor describe el momento como una “celebración del individuo”. Love Lies Bleeding alude así al individualismo que tanto valoraron Ronald Reagan y la derecha estadounidense —precursora de la que domina hoy al Partido Republicano—, y el pastiche hace en esta escena que pasado y presente se miren como en un espejo: Glass habla de los ochenta para referirse a nosotros. Si en Saint Maud Glass redujo la ironía de las películas en las que se inspiraba —principalmente las ambiguas Repulsion (1965), de Roman Polanski, y Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese— a un conflicto burdo entre la locura y lo real, ahora evita discutir sus temas con obviedad o incluso coherencia, pero lo que se pierde en lógica le da vuelo a la locura y la originalidad.

En sus últimos planos, definidos por un sentido del humor malévolo, terminamos por descubrir que Rose Glass hace algo más importante que un ensayo narrativo o simplemente imitar una época que le atrae por sus imágenes, sonidos y texturas: la directora se escapa de las convenciones mediante el juego puro con la imaginería, las ideas y una trama demente. Si se asoman la admiración y la crítica a los ochenta, así como temas de dominación patriarcal y rebelión femenina, es casi porque se le atraviesan como en un delirio que, naturalmente, deriva de las preocupaciones reales, pero es más emoción que razonamiento. Así es como, desde la aparente imitación hasta la suspicacia, y de ahí al absurdo, Glass abandona la nostalgia y hace mucho más que un paseo en el cine de su niñez: una película cínicamente contemporánea que se resiste a la interpretación y aboga por el caos. La sombra de Reagan se deshace en la misma luz que empezó dibujándola.

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