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La obra recopila nueve relatos que oscilan entre el misticismo y la seducción de la península de Yucatán. Ilustración de Jimena Duval.
<i>Bajo el sur<i> (Comma, 2023) es la primera colección de relatos cortos de Sophia B. Heredia. Con autorización de la editorial publicamos una de las piezas.
Despertó en medio de la noche. La luz de la luna se colaba por la puerta, iluminando con su luz blanquecina un recuadro de la estancia. El niño soñaba que perseguía a un venado, pero cuando estaba por cazarlo, dio tal salto que se despertó. Inquieto, quiso contar su sueño, pero al girarse vio que la hamaca de su hermana estaba vacía y, a unos metros, la de sus padres también colgaba inerte.
Medio dormido, César salió de la estancia. Pudo ver una tenue luz en la cocina, donde algunas noches encontraba a su madre bordando frente a las brasas del fogón. “¿Ma?”, dijo temeroso mientras se acercaba. Nadie respondió. Una ráfaga de viento estremeció los árboles, el cielo se despejó de nubes y expuso la luna llena en la noche clara. No había nadie en la cocina.
¿Por qué lo habían dejado solo? Tanto su hermana como su madre sabían de sus miedos nocturnos, y aunque su padre le dijera que ya no era un niño, muchas veces César temía que alguna fuerza fantasmagórica infundiera vida a las cosas y se vengaran de él y su familia. El machete seguro estaba molesto con su padre porque siempre lo usaba para abrir camino en el monte. La escoba la tomaría contra su madre y el banco golpearía a su hermana. Por eso César procuraba agotarse durante el día, para jamás despertarse de noche.
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“No debí tomar café”, se dijo. Por la tarde, antes de que su padre se fuera a vender a la ciudad, le quiso demostrar que él ya era muy hombre y su paladar aceptaba sabores amargos, por lo que dio tragos abundantes a la taza de café. Ahora le pareció ridículo su desplante.
Salió al camino principal. “¿Mamá?”, la llamó con voz quebrada. En el extremo opuesto alcanzó a ver las velas encendidas en casa de su tío. César se acordó de que su prima Alma había tenido una de sus crisis y que a eso de las seis de la tarde se había empezado a sentir muy mal. Quizá su hermana y su madre fueron a cuidarla y su padre seguramente se quedó a dormir en la ciudad.
Al saberse solo, el niño valoró qué hacer. Podría ir a casa de su tío, pero dos días antes, cuando jugaba con Alma a lanzar y cachar la pelota, ella se tropezó y cayó de bruces. El hombre se puso furioso, lo regañó y lo tachó de imprudente y egoísta, mientras levantaba a su adolorida prima. A César no le caía bien su tío. Su madre solía tratarlo con reserva, decía que era un amargado y que nunca se repuso de que su esposa los dejara. Siempre olía a cerveza y solía golpear a César si osaba llevarle la contraria. Probablemente lo culparía de la crisis de su prima.
Un ruido cercano alertó al niño, que con la piel erizada se dijo que debía ser un animal en la milpa. César miró alrededor, los puercos y las gallinas dormían tranquilamente. El perro abrió los ojos y se estiró, como preguntando: “Y ahora que estamos despiertos, ¿qué hacemos?”.
“No es seguro volver adentro. Las cosas saben que estoy solo y aprovecharán para matarme”, pensó César. La hamaca intentaría ahorcarlo, las ollas volarían para estamparse contra su cabeza. No, no era seguro regresar.
Al borde del terreno, César escuchó de nuevo un ruido y vio a una mujer meterse entre la milpa. Creyó que se trataba de su madre y la siguió. “¡Ma!”, la llamó desesperado, dudando de internarse en el sembradío. A la mujer no pareció importarle escucharlo. No, no podía ser su madre. Quien sea que fuera esa mujer, no la había visto antes. El miedo hizo que sudara frío. Paralizado frente al maizal, se preguntó qué debía hacer.
En situaciones como ésta era raro que César se aventurara lejos de casa, pero la sola idea de volver a entrar lo tensaba aún más. Cualquier cosa era mejor que quedarse solo. El niño se armó de valor para seguirla y se adentró en la milpa. Notó lo callado de la noche y de pronto se preguntó por qué se había despertado de forma tan abrupta. Mientras seguía el rastro de la mujer, con su pelo negro resplandeciente, el niño empezó a sentirse ligero; el miedo se convertía en asombro. Sus pasos seguían los de la mujer a un ritmo hipnótico. Se adentraron en la noche separados apenas por unos metros. Ella parecía consciente de la presencia del niño y de vez en cuando se detenía, como si lo esperara, pero cuando César estaba por alcanzarla, ella se alejaba con rapidez.
A pesar de la oscuridad, el niño distinguía las formas de la mujer, su cabeza erguida, la ondulación del cabello, sus hombros fuertes y el torso desnudo y orgulloso. “¡Espérame!”, le gritó al salir de la milpa y adentrarse en el monte.
César se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa. El suelo había cambiado de la tierra rojiza a las piedras calizas, y el terreno accidentado evidenciaba que estaban cerca de un grupo de cenotes. La mujer se detuvo al lado de una ceiba, cuyas raíces se aferraban a los muros de una gruta profunda, y hasta ese momento volteó a mirarlo. La profundidad de su mirada desarmó al niño y éste supo enseguida que no había sido su decisión seguirla. Su mente la obedecía en silencio, se sometía a esos ojos que nunca había visto pero que parecía conocer desde siempre. Quizá era un sueño. Pero si estaba soñando, ¿por qué se sentía tan lúcido?
Lo último que César alcanzó a ver en la superficie fue a la ceiba sacudiendo sus ramas con entusiasmo. Entraron a la gruta. La oscuridad que los rodeaba cedía cuando la mujer pasaba, como si trajera la luz de la luna con ella. Las rocas parecían cobrar vida cuando las rozaba y la tierra vibraba bajo sus pies. Descendieron varios metros apoyándose en la pared hasta dar con una bóveda amplísima. En medio de la galería corría un río subterráneo. La mujer entró al cauce e hizo una seña a César para que la siguiera. El niño dudó. Desde pequeño le tenía miedo al agua, por lo que nunca aprendió a nadar. Solía quedarse en la orilla mientras su hermana y sus padres se refrescaban en los cenotes.
La mujer le extendió una de sus manos morenas. El gesto bastó para que el niño entrara al río. Metió un pie tímido y luego el otro. El cauce se volvía más profundo a cada paso que daba, y cuando el agua le llegó a la barbilla, tuvo que empezar a bracear. El miedo lo sobrecogió un instante, pero imitó el avance de la mujer para llegar al otro lado de la galería. En un punto, dieron con una gruta estrecha en la pared cavernosa: una cueva dentro de la cueva. La mujer se deslizó dentro con facilidad. César tenía la impresión de que la mujer cambiaba de estado a voluntad, sus piernas eran recias y ágiles cuando corría en la milpa, mientras que ahora se escurría entre las rocas como si fuera líquida. César avanzó con dificultad, sintiendo que los antebrazos le ardían, pero continuó adelante, como si ya no le importara discriminar el placer del dolor.
Tras unos minutos, desembocaron en una cámara amarillenta de sedimentos y formaciones rocosas. César observó el techo altísimo, de donde colgaban estalactitas que en vez de estar petrificadas parecían derretirse debido a las gotas de agua que resbalaban y caían de sus puntas. Alrededor, las columnas inmensas se alargaban y conectaban. Cautivado por el lugar, y desbordado por el asombro, César vio cómo la mujer se revelaba en toda su extensión. “¡Las cosas están vivas!”, pensó el niño. Todo cuanto la rodeaba se animaba, nacía. Las torres de minerales se derramaban como la cera de las velas derretidas, las paredes se ensanchaban como si respiraran. En el fondo de la cámara encontraron una piscina natural.
La mujer le hizo una seña para que entraran. El agua tenía un brillo exquisito. César la contempló, sus ojos negros, los aretes pesados, el tórax y los pezones oscuros, los ricos brazaletes en sus brazos y la falda de manta que le cubría las piernas robustas. Ella se supo observada y lo miró de vuelta. La fuerza de la mujer era tan incontenible que César intuyó que estaba frente a una diosa, y si la contemplaba demasiado, moriría. Le quitó los ojos de encima y comenzó a chapotear en el agua. El miedo había cedido y experimentaba una euforia infantil. Quizá la última vez que se sintió así fue cuando todavía era un bebé y su madre lo bañaba en la batea.
La mujer movió el agua sin tocarla, provocando olas que chocaron con las paredes de la pileta y que produjeron sonidos agudos como de campana, profundos como las cavernas. “¿Cómo te llamas?”, preguntó César. “Ya sabes mi nombre”, contestó la diosa y lo tomó entre sus manos. Eran tan grandes que César se acomodó entre ellas para que lo meciera. El niño alcanzó a ver en el cuello de la mujer lo que parecía la marca de una soga.
“¿A qué viniste?”, inquirió el niño adormecido. “En las noches de luna llena, cuando el ánimo de los hombres se exalta, me invocan”, respondió. “Los hombres son raros y creen que pido la muerte. Quizá el tiempo reducido que viven en la tierra les empaña la vista y no se dan cuenta de que no se puede buscar la muerte sin buscar la vida”.
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César pensó de inmediato en su prima enferma y una desconfianza profunda le creció en el pecho. “¿Va a morir Alma?”, se atrevió a susurrar tras un largo silencio, alejándose levemente de la mujer, quien lo volvió a pescar como si fuera un simple cangrejo. “Shhh. Acurrúcate en mis manos, que son viejas como los soles. Quédate aquí hasta el alba. ¿No es lindo ser pequeño? Ya habrá tiempo para el dolor. Por ahora, recuéstate. Allá arriba se gestan batallas en las que no tienes cabida”.
César cerró los ojos tratando de asimilar lo que ocurría, el olor de la cueva, el sonido del agua, la energía de la mujer. Quién sabe cuánto tiempo pasaron así, una meciendo y el otro mecido.
“Debes irte”, la escuchó de pronto. Su voz lo sacó suavemente del letargo. “Ya está por salir el sol”.
Recorrieron juntos el camino de regreso, pero al llegar al río, César supo que tendría que cruzarlo solo. Ella le acarició el pelo y pasó cariñosamente la mano por el cachete y la barbilla del niño. Cuando César entró al agua, unas olas juguetonas lo acompañaron hasta la otra orilla, pero no quiso voltear a ver si ella lo miraba. Sabía que la presencia de la diosa estaba con él.
El niño salió de la gruta. El amanecer despuntaba y los pájaros empezaban sus cantos. La humedad se había asentado y refrescaba el ambiente. Parecía que la vida continuaba su curso natural. Caminó varios kilómetros, sorprendido de lo lejos que se encontraba del pueblo.
Cuando por fin llegó a casa, el sol ya estaba en lo alto y pesadas gotas de sudor le recorrían el cuerpo. En la cocina, su madre y su hermana comían en silencio frente al fogón. No dijeron nada al verlo llegar. Sus rostros lucían tan sombríos que el niño temió preguntar qué ocurría. Sentada al lado de ellas estaba Alma. Se veía saludable, un rojo intenso iluminaba sus mejillas. César suspiró con alivio, pensó en la diosa y la creyó clemente. Le agradeció en un susurro que no se hubiera llevado a su prima. Pero entonces, ¿por qué los gestos decaídos?
Una combi entró de pronto a la calle y su padre descendió de ella. Las mujeres se incorporaron como con un resorte al verlo llegar. La madre de César corrió a sus brazos y soltó el llanto. Alma le hizo un gesto a Claudia pidiéndole que la alzara. “Lo encontramos cuando ya era muy tarde”, le dijo su madre a su padre con evidente tristeza.
Alma se quedó quieta en brazos de la hermana, con la mirada clavada en un punto lejano. César siguió la trayectoria de su mirada, que se detenía en el árbol de enfrente. Amarrada a una robusta rama del tronco, vio que una soga colgaba y un vientecillo la mecía, haciéndola parecer una víbora al acecho. El movimiento de la cuerda le recordó la cabellera ondulante de la mujer de las profundidades, que le infundía vida a todo. Bajo la sombra del árbol, cubierto con una sábana, reposaba el cuerpo de su tío.
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La obra recopila nueve relatos que oscilan entre el misticismo y la seducción de la península de Yucatán. Ilustración de Jimena Duval.
<i>Bajo el sur<i> (Comma, 2023) es la primera colección de relatos cortos de Sophia B. Heredia. Con autorización de la editorial publicamos una de las piezas.
Despertó en medio de la noche. La luz de la luna se colaba por la puerta, iluminando con su luz blanquecina un recuadro de la estancia. El niño soñaba que perseguía a un venado, pero cuando estaba por cazarlo, dio tal salto que se despertó. Inquieto, quiso contar su sueño, pero al girarse vio que la hamaca de su hermana estaba vacía y, a unos metros, la de sus padres también colgaba inerte.
Medio dormido, César salió de la estancia. Pudo ver una tenue luz en la cocina, donde algunas noches encontraba a su madre bordando frente a las brasas del fogón. “¿Ma?”, dijo temeroso mientras se acercaba. Nadie respondió. Una ráfaga de viento estremeció los árboles, el cielo se despejó de nubes y expuso la luna llena en la noche clara. No había nadie en la cocina.
¿Por qué lo habían dejado solo? Tanto su hermana como su madre sabían de sus miedos nocturnos, y aunque su padre le dijera que ya no era un niño, muchas veces César temía que alguna fuerza fantasmagórica infundiera vida a las cosas y se vengaran de él y su familia. El machete seguro estaba molesto con su padre porque siempre lo usaba para abrir camino en el monte. La escoba la tomaría contra su madre y el banco golpearía a su hermana. Por eso César procuraba agotarse durante el día, para jamás despertarse de noche.
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“No debí tomar café”, se dijo. Por la tarde, antes de que su padre se fuera a vender a la ciudad, le quiso demostrar que él ya era muy hombre y su paladar aceptaba sabores amargos, por lo que dio tragos abundantes a la taza de café. Ahora le pareció ridículo su desplante.
Salió al camino principal. “¿Mamá?”, la llamó con voz quebrada. En el extremo opuesto alcanzó a ver las velas encendidas en casa de su tío. César se acordó de que su prima Alma había tenido una de sus crisis y que a eso de las seis de la tarde se había empezado a sentir muy mal. Quizá su hermana y su madre fueron a cuidarla y su padre seguramente se quedó a dormir en la ciudad.
Al saberse solo, el niño valoró qué hacer. Podría ir a casa de su tío, pero dos días antes, cuando jugaba con Alma a lanzar y cachar la pelota, ella se tropezó y cayó de bruces. El hombre se puso furioso, lo regañó y lo tachó de imprudente y egoísta, mientras levantaba a su adolorida prima. A César no le caía bien su tío. Su madre solía tratarlo con reserva, decía que era un amargado y que nunca se repuso de que su esposa los dejara. Siempre olía a cerveza y solía golpear a César si osaba llevarle la contraria. Probablemente lo culparía de la crisis de su prima.
Un ruido cercano alertó al niño, que con la piel erizada se dijo que debía ser un animal en la milpa. César miró alrededor, los puercos y las gallinas dormían tranquilamente. El perro abrió los ojos y se estiró, como preguntando: “Y ahora que estamos despiertos, ¿qué hacemos?”.
“No es seguro volver adentro. Las cosas saben que estoy solo y aprovecharán para matarme”, pensó César. La hamaca intentaría ahorcarlo, las ollas volarían para estamparse contra su cabeza. No, no era seguro regresar.
Al borde del terreno, César escuchó de nuevo un ruido y vio a una mujer meterse entre la milpa. Creyó que se trataba de su madre y la siguió. “¡Ma!”, la llamó desesperado, dudando de internarse en el sembradío. A la mujer no pareció importarle escucharlo. No, no podía ser su madre. Quien sea que fuera esa mujer, no la había visto antes. El miedo hizo que sudara frío. Paralizado frente al maizal, se preguntó qué debía hacer.
En situaciones como ésta era raro que César se aventurara lejos de casa, pero la sola idea de volver a entrar lo tensaba aún más. Cualquier cosa era mejor que quedarse solo. El niño se armó de valor para seguirla y se adentró en la milpa. Notó lo callado de la noche y de pronto se preguntó por qué se había despertado de forma tan abrupta. Mientras seguía el rastro de la mujer, con su pelo negro resplandeciente, el niño empezó a sentirse ligero; el miedo se convertía en asombro. Sus pasos seguían los de la mujer a un ritmo hipnótico. Se adentraron en la noche separados apenas por unos metros. Ella parecía consciente de la presencia del niño y de vez en cuando se detenía, como si lo esperara, pero cuando César estaba por alcanzarla, ella se alejaba con rapidez.
A pesar de la oscuridad, el niño distinguía las formas de la mujer, su cabeza erguida, la ondulación del cabello, sus hombros fuertes y el torso desnudo y orgulloso. “¡Espérame!”, le gritó al salir de la milpa y adentrarse en el monte.
César se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa. El suelo había cambiado de la tierra rojiza a las piedras calizas, y el terreno accidentado evidenciaba que estaban cerca de un grupo de cenotes. La mujer se detuvo al lado de una ceiba, cuyas raíces se aferraban a los muros de una gruta profunda, y hasta ese momento volteó a mirarlo. La profundidad de su mirada desarmó al niño y éste supo enseguida que no había sido su decisión seguirla. Su mente la obedecía en silencio, se sometía a esos ojos que nunca había visto pero que parecía conocer desde siempre. Quizá era un sueño. Pero si estaba soñando, ¿por qué se sentía tan lúcido?
Lo último que César alcanzó a ver en la superficie fue a la ceiba sacudiendo sus ramas con entusiasmo. Entraron a la gruta. La oscuridad que los rodeaba cedía cuando la mujer pasaba, como si trajera la luz de la luna con ella. Las rocas parecían cobrar vida cuando las rozaba y la tierra vibraba bajo sus pies. Descendieron varios metros apoyándose en la pared hasta dar con una bóveda amplísima. En medio de la galería corría un río subterráneo. La mujer entró al cauce e hizo una seña a César para que la siguiera. El niño dudó. Desde pequeño le tenía miedo al agua, por lo que nunca aprendió a nadar. Solía quedarse en la orilla mientras su hermana y sus padres se refrescaban en los cenotes.
La mujer le extendió una de sus manos morenas. El gesto bastó para que el niño entrara al río. Metió un pie tímido y luego el otro. El cauce se volvía más profundo a cada paso que daba, y cuando el agua le llegó a la barbilla, tuvo que empezar a bracear. El miedo lo sobrecogió un instante, pero imitó el avance de la mujer para llegar al otro lado de la galería. En un punto, dieron con una gruta estrecha en la pared cavernosa: una cueva dentro de la cueva. La mujer se deslizó dentro con facilidad. César tenía la impresión de que la mujer cambiaba de estado a voluntad, sus piernas eran recias y ágiles cuando corría en la milpa, mientras que ahora se escurría entre las rocas como si fuera líquida. César avanzó con dificultad, sintiendo que los antebrazos le ardían, pero continuó adelante, como si ya no le importara discriminar el placer del dolor.
Tras unos minutos, desembocaron en una cámara amarillenta de sedimentos y formaciones rocosas. César observó el techo altísimo, de donde colgaban estalactitas que en vez de estar petrificadas parecían derretirse debido a las gotas de agua que resbalaban y caían de sus puntas. Alrededor, las columnas inmensas se alargaban y conectaban. Cautivado por el lugar, y desbordado por el asombro, César vio cómo la mujer se revelaba en toda su extensión. “¡Las cosas están vivas!”, pensó el niño. Todo cuanto la rodeaba se animaba, nacía. Las torres de minerales se derramaban como la cera de las velas derretidas, las paredes se ensanchaban como si respiraran. En el fondo de la cámara encontraron una piscina natural.
La mujer le hizo una seña para que entraran. El agua tenía un brillo exquisito. César la contempló, sus ojos negros, los aretes pesados, el tórax y los pezones oscuros, los ricos brazaletes en sus brazos y la falda de manta que le cubría las piernas robustas. Ella se supo observada y lo miró de vuelta. La fuerza de la mujer era tan incontenible que César intuyó que estaba frente a una diosa, y si la contemplaba demasiado, moriría. Le quitó los ojos de encima y comenzó a chapotear en el agua. El miedo había cedido y experimentaba una euforia infantil. Quizá la última vez que se sintió así fue cuando todavía era un bebé y su madre lo bañaba en la batea.
La mujer movió el agua sin tocarla, provocando olas que chocaron con las paredes de la pileta y que produjeron sonidos agudos como de campana, profundos como las cavernas. “¿Cómo te llamas?”, preguntó César. “Ya sabes mi nombre”, contestó la diosa y lo tomó entre sus manos. Eran tan grandes que César se acomodó entre ellas para que lo meciera. El niño alcanzó a ver en el cuello de la mujer lo que parecía la marca de una soga.
“¿A qué viniste?”, inquirió el niño adormecido. “En las noches de luna llena, cuando el ánimo de los hombres se exalta, me invocan”, respondió. “Los hombres son raros y creen que pido la muerte. Quizá el tiempo reducido que viven en la tierra les empaña la vista y no se dan cuenta de que no se puede buscar la muerte sin buscar la vida”.
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César pensó de inmediato en su prima enferma y una desconfianza profunda le creció en el pecho. “¿Va a morir Alma?”, se atrevió a susurrar tras un largo silencio, alejándose levemente de la mujer, quien lo volvió a pescar como si fuera un simple cangrejo. “Shhh. Acurrúcate en mis manos, que son viejas como los soles. Quédate aquí hasta el alba. ¿No es lindo ser pequeño? Ya habrá tiempo para el dolor. Por ahora, recuéstate. Allá arriba se gestan batallas en las que no tienes cabida”.
César cerró los ojos tratando de asimilar lo que ocurría, el olor de la cueva, el sonido del agua, la energía de la mujer. Quién sabe cuánto tiempo pasaron así, una meciendo y el otro mecido.
“Debes irte”, la escuchó de pronto. Su voz lo sacó suavemente del letargo. “Ya está por salir el sol”.
Recorrieron juntos el camino de regreso, pero al llegar al río, César supo que tendría que cruzarlo solo. Ella le acarició el pelo y pasó cariñosamente la mano por el cachete y la barbilla del niño. Cuando César entró al agua, unas olas juguetonas lo acompañaron hasta la otra orilla, pero no quiso voltear a ver si ella lo miraba. Sabía que la presencia de la diosa estaba con él.
El niño salió de la gruta. El amanecer despuntaba y los pájaros empezaban sus cantos. La humedad se había asentado y refrescaba el ambiente. Parecía que la vida continuaba su curso natural. Caminó varios kilómetros, sorprendido de lo lejos que se encontraba del pueblo.
Cuando por fin llegó a casa, el sol ya estaba en lo alto y pesadas gotas de sudor le recorrían el cuerpo. En la cocina, su madre y su hermana comían en silencio frente al fogón. No dijeron nada al verlo llegar. Sus rostros lucían tan sombríos que el niño temió preguntar qué ocurría. Sentada al lado de ellas estaba Alma. Se veía saludable, un rojo intenso iluminaba sus mejillas. César suspiró con alivio, pensó en la diosa y la creyó clemente. Le agradeció en un susurro que no se hubiera llevado a su prima. Pero entonces, ¿por qué los gestos decaídos?
Una combi entró de pronto a la calle y su padre descendió de ella. Las mujeres se incorporaron como con un resorte al verlo llegar. La madre de César corrió a sus brazos y soltó el llanto. Alma le hizo un gesto a Claudia pidiéndole que la alzara. “Lo encontramos cuando ya era muy tarde”, le dijo su madre a su padre con evidente tristeza.
Alma se quedó quieta en brazos de la hermana, con la mirada clavada en un punto lejano. César siguió la trayectoria de su mirada, que se detenía en el árbol de enfrente. Amarrada a una robusta rama del tronco, vio que una soga colgaba y un vientecillo la mecía, haciéndola parecer una víbora al acecho. El movimiento de la cuerda le recordó la cabellera ondulante de la mujer de las profundidades, que le infundía vida a todo. Bajo la sombra del árbol, cubierto con una sábana, reposaba el cuerpo de su tío.
{{ linea }}
<i>Bajo el sur<i> (Comma, 2023) es la primera colección de relatos cortos de Sophia B. Heredia. Con autorización de la editorial publicamos una de las piezas.
Despertó en medio de la noche. La luz de la luna se colaba por la puerta, iluminando con su luz blanquecina un recuadro de la estancia. El niño soñaba que perseguía a un venado, pero cuando estaba por cazarlo, dio tal salto que se despertó. Inquieto, quiso contar su sueño, pero al girarse vio que la hamaca de su hermana estaba vacía y, a unos metros, la de sus padres también colgaba inerte.
Medio dormido, César salió de la estancia. Pudo ver una tenue luz en la cocina, donde algunas noches encontraba a su madre bordando frente a las brasas del fogón. “¿Ma?”, dijo temeroso mientras se acercaba. Nadie respondió. Una ráfaga de viento estremeció los árboles, el cielo se despejó de nubes y expuso la luna llena en la noche clara. No había nadie en la cocina.
¿Por qué lo habían dejado solo? Tanto su hermana como su madre sabían de sus miedos nocturnos, y aunque su padre le dijera que ya no era un niño, muchas veces César temía que alguna fuerza fantasmagórica infundiera vida a las cosas y se vengaran de él y su familia. El machete seguro estaba molesto con su padre porque siempre lo usaba para abrir camino en el monte. La escoba la tomaría contra su madre y el banco golpearía a su hermana. Por eso César procuraba agotarse durante el día, para jamás despertarse de noche.
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“No debí tomar café”, se dijo. Por la tarde, antes de que su padre se fuera a vender a la ciudad, le quiso demostrar que él ya era muy hombre y su paladar aceptaba sabores amargos, por lo que dio tragos abundantes a la taza de café. Ahora le pareció ridículo su desplante.
Salió al camino principal. “¿Mamá?”, la llamó con voz quebrada. En el extremo opuesto alcanzó a ver las velas encendidas en casa de su tío. César se acordó de que su prima Alma había tenido una de sus crisis y que a eso de las seis de la tarde se había empezado a sentir muy mal. Quizá su hermana y su madre fueron a cuidarla y su padre seguramente se quedó a dormir en la ciudad.
Al saberse solo, el niño valoró qué hacer. Podría ir a casa de su tío, pero dos días antes, cuando jugaba con Alma a lanzar y cachar la pelota, ella se tropezó y cayó de bruces. El hombre se puso furioso, lo regañó y lo tachó de imprudente y egoísta, mientras levantaba a su adolorida prima. A César no le caía bien su tío. Su madre solía tratarlo con reserva, decía que era un amargado y que nunca se repuso de que su esposa los dejara. Siempre olía a cerveza y solía golpear a César si osaba llevarle la contraria. Probablemente lo culparía de la crisis de su prima.
Un ruido cercano alertó al niño, que con la piel erizada se dijo que debía ser un animal en la milpa. César miró alrededor, los puercos y las gallinas dormían tranquilamente. El perro abrió los ojos y se estiró, como preguntando: “Y ahora que estamos despiertos, ¿qué hacemos?”.
“No es seguro volver adentro. Las cosas saben que estoy solo y aprovecharán para matarme”, pensó César. La hamaca intentaría ahorcarlo, las ollas volarían para estamparse contra su cabeza. No, no era seguro regresar.
Al borde del terreno, César escuchó de nuevo un ruido y vio a una mujer meterse entre la milpa. Creyó que se trataba de su madre y la siguió. “¡Ma!”, la llamó desesperado, dudando de internarse en el sembradío. A la mujer no pareció importarle escucharlo. No, no podía ser su madre. Quien sea que fuera esa mujer, no la había visto antes. El miedo hizo que sudara frío. Paralizado frente al maizal, se preguntó qué debía hacer.
En situaciones como ésta era raro que César se aventurara lejos de casa, pero la sola idea de volver a entrar lo tensaba aún más. Cualquier cosa era mejor que quedarse solo. El niño se armó de valor para seguirla y se adentró en la milpa. Notó lo callado de la noche y de pronto se preguntó por qué se había despertado de forma tan abrupta. Mientras seguía el rastro de la mujer, con su pelo negro resplandeciente, el niño empezó a sentirse ligero; el miedo se convertía en asombro. Sus pasos seguían los de la mujer a un ritmo hipnótico. Se adentraron en la noche separados apenas por unos metros. Ella parecía consciente de la presencia del niño y de vez en cuando se detenía, como si lo esperara, pero cuando César estaba por alcanzarla, ella se alejaba con rapidez.
A pesar de la oscuridad, el niño distinguía las formas de la mujer, su cabeza erguida, la ondulación del cabello, sus hombros fuertes y el torso desnudo y orgulloso. “¡Espérame!”, le gritó al salir de la milpa y adentrarse en el monte.
César se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa. El suelo había cambiado de la tierra rojiza a las piedras calizas, y el terreno accidentado evidenciaba que estaban cerca de un grupo de cenotes. La mujer se detuvo al lado de una ceiba, cuyas raíces se aferraban a los muros de una gruta profunda, y hasta ese momento volteó a mirarlo. La profundidad de su mirada desarmó al niño y éste supo enseguida que no había sido su decisión seguirla. Su mente la obedecía en silencio, se sometía a esos ojos que nunca había visto pero que parecía conocer desde siempre. Quizá era un sueño. Pero si estaba soñando, ¿por qué se sentía tan lúcido?
Lo último que César alcanzó a ver en la superficie fue a la ceiba sacudiendo sus ramas con entusiasmo. Entraron a la gruta. La oscuridad que los rodeaba cedía cuando la mujer pasaba, como si trajera la luz de la luna con ella. Las rocas parecían cobrar vida cuando las rozaba y la tierra vibraba bajo sus pies. Descendieron varios metros apoyándose en la pared hasta dar con una bóveda amplísima. En medio de la galería corría un río subterráneo. La mujer entró al cauce e hizo una seña a César para que la siguiera. El niño dudó. Desde pequeño le tenía miedo al agua, por lo que nunca aprendió a nadar. Solía quedarse en la orilla mientras su hermana y sus padres se refrescaban en los cenotes.
La mujer le extendió una de sus manos morenas. El gesto bastó para que el niño entrara al río. Metió un pie tímido y luego el otro. El cauce se volvía más profundo a cada paso que daba, y cuando el agua le llegó a la barbilla, tuvo que empezar a bracear. El miedo lo sobrecogió un instante, pero imitó el avance de la mujer para llegar al otro lado de la galería. En un punto, dieron con una gruta estrecha en la pared cavernosa: una cueva dentro de la cueva. La mujer se deslizó dentro con facilidad. César tenía la impresión de que la mujer cambiaba de estado a voluntad, sus piernas eran recias y ágiles cuando corría en la milpa, mientras que ahora se escurría entre las rocas como si fuera líquida. César avanzó con dificultad, sintiendo que los antebrazos le ardían, pero continuó adelante, como si ya no le importara discriminar el placer del dolor.
Tras unos minutos, desembocaron en una cámara amarillenta de sedimentos y formaciones rocosas. César observó el techo altísimo, de donde colgaban estalactitas que en vez de estar petrificadas parecían derretirse debido a las gotas de agua que resbalaban y caían de sus puntas. Alrededor, las columnas inmensas se alargaban y conectaban. Cautivado por el lugar, y desbordado por el asombro, César vio cómo la mujer se revelaba en toda su extensión. “¡Las cosas están vivas!”, pensó el niño. Todo cuanto la rodeaba se animaba, nacía. Las torres de minerales se derramaban como la cera de las velas derretidas, las paredes se ensanchaban como si respiraran. En el fondo de la cámara encontraron una piscina natural.
La mujer le hizo una seña para que entraran. El agua tenía un brillo exquisito. César la contempló, sus ojos negros, los aretes pesados, el tórax y los pezones oscuros, los ricos brazaletes en sus brazos y la falda de manta que le cubría las piernas robustas. Ella se supo observada y lo miró de vuelta. La fuerza de la mujer era tan incontenible que César intuyó que estaba frente a una diosa, y si la contemplaba demasiado, moriría. Le quitó los ojos de encima y comenzó a chapotear en el agua. El miedo había cedido y experimentaba una euforia infantil. Quizá la última vez que se sintió así fue cuando todavía era un bebé y su madre lo bañaba en la batea.
La mujer movió el agua sin tocarla, provocando olas que chocaron con las paredes de la pileta y que produjeron sonidos agudos como de campana, profundos como las cavernas. “¿Cómo te llamas?”, preguntó César. “Ya sabes mi nombre”, contestó la diosa y lo tomó entre sus manos. Eran tan grandes que César se acomodó entre ellas para que lo meciera. El niño alcanzó a ver en el cuello de la mujer lo que parecía la marca de una soga.
“¿A qué viniste?”, inquirió el niño adormecido. “En las noches de luna llena, cuando el ánimo de los hombres se exalta, me invocan”, respondió. “Los hombres son raros y creen que pido la muerte. Quizá el tiempo reducido que viven en la tierra les empaña la vista y no se dan cuenta de que no se puede buscar la muerte sin buscar la vida”.
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César pensó de inmediato en su prima enferma y una desconfianza profunda le creció en el pecho. “¿Va a morir Alma?”, se atrevió a susurrar tras un largo silencio, alejándose levemente de la mujer, quien lo volvió a pescar como si fuera un simple cangrejo. “Shhh. Acurrúcate en mis manos, que son viejas como los soles. Quédate aquí hasta el alba. ¿No es lindo ser pequeño? Ya habrá tiempo para el dolor. Por ahora, recuéstate. Allá arriba se gestan batallas en las que no tienes cabida”.
César cerró los ojos tratando de asimilar lo que ocurría, el olor de la cueva, el sonido del agua, la energía de la mujer. Quién sabe cuánto tiempo pasaron así, una meciendo y el otro mecido.
“Debes irte”, la escuchó de pronto. Su voz lo sacó suavemente del letargo. “Ya está por salir el sol”.
Recorrieron juntos el camino de regreso, pero al llegar al río, César supo que tendría que cruzarlo solo. Ella le acarició el pelo y pasó cariñosamente la mano por el cachete y la barbilla del niño. Cuando César entró al agua, unas olas juguetonas lo acompañaron hasta la otra orilla, pero no quiso voltear a ver si ella lo miraba. Sabía que la presencia de la diosa estaba con él.
El niño salió de la gruta. El amanecer despuntaba y los pájaros empezaban sus cantos. La humedad se había asentado y refrescaba el ambiente. Parecía que la vida continuaba su curso natural. Caminó varios kilómetros, sorprendido de lo lejos que se encontraba del pueblo.
Cuando por fin llegó a casa, el sol ya estaba en lo alto y pesadas gotas de sudor le recorrían el cuerpo. En la cocina, su madre y su hermana comían en silencio frente al fogón. No dijeron nada al verlo llegar. Sus rostros lucían tan sombríos que el niño temió preguntar qué ocurría. Sentada al lado de ellas estaba Alma. Se veía saludable, un rojo intenso iluminaba sus mejillas. César suspiró con alivio, pensó en la diosa y la creyó clemente. Le agradeció en un susurro que no se hubiera llevado a su prima. Pero entonces, ¿por qué los gestos decaídos?
Una combi entró de pronto a la calle y su padre descendió de ella. Las mujeres se incorporaron como con un resorte al verlo llegar. La madre de César corrió a sus brazos y soltó el llanto. Alma le hizo un gesto a Claudia pidiéndole que la alzara. “Lo encontramos cuando ya era muy tarde”, le dijo su madre a su padre con evidente tristeza.
Alma se quedó quieta en brazos de la hermana, con la mirada clavada en un punto lejano. César siguió la trayectoria de su mirada, que se detenía en el árbol de enfrente. Amarrada a una robusta rama del tronco, vio que una soga colgaba y un vientecillo la mecía, haciéndola parecer una víbora al acecho. El movimiento de la cuerda le recordó la cabellera ondulante de la mujer de las profundidades, que le infundía vida a todo. Bajo la sombra del árbol, cubierto con una sábana, reposaba el cuerpo de su tío.
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La obra recopila nueve relatos que oscilan entre el misticismo y la seducción de la península de Yucatán. Ilustración de Jimena Duval.
<i>Bajo el sur<i> (Comma, 2023) es la primera colección de relatos cortos de Sophia B. Heredia. Con autorización de la editorial publicamos una de las piezas.
Despertó en medio de la noche. La luz de la luna se colaba por la puerta, iluminando con su luz blanquecina un recuadro de la estancia. El niño soñaba que perseguía a un venado, pero cuando estaba por cazarlo, dio tal salto que se despertó. Inquieto, quiso contar su sueño, pero al girarse vio que la hamaca de su hermana estaba vacía y, a unos metros, la de sus padres también colgaba inerte.
Medio dormido, César salió de la estancia. Pudo ver una tenue luz en la cocina, donde algunas noches encontraba a su madre bordando frente a las brasas del fogón. “¿Ma?”, dijo temeroso mientras se acercaba. Nadie respondió. Una ráfaga de viento estremeció los árboles, el cielo se despejó de nubes y expuso la luna llena en la noche clara. No había nadie en la cocina.
¿Por qué lo habían dejado solo? Tanto su hermana como su madre sabían de sus miedos nocturnos, y aunque su padre le dijera que ya no era un niño, muchas veces César temía que alguna fuerza fantasmagórica infundiera vida a las cosas y se vengaran de él y su familia. El machete seguro estaba molesto con su padre porque siempre lo usaba para abrir camino en el monte. La escoba la tomaría contra su madre y el banco golpearía a su hermana. Por eso César procuraba agotarse durante el día, para jamás despertarse de noche.
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“No debí tomar café”, se dijo. Por la tarde, antes de que su padre se fuera a vender a la ciudad, le quiso demostrar que él ya era muy hombre y su paladar aceptaba sabores amargos, por lo que dio tragos abundantes a la taza de café. Ahora le pareció ridículo su desplante.
Salió al camino principal. “¿Mamá?”, la llamó con voz quebrada. En el extremo opuesto alcanzó a ver las velas encendidas en casa de su tío. César se acordó de que su prima Alma había tenido una de sus crisis y que a eso de las seis de la tarde se había empezado a sentir muy mal. Quizá su hermana y su madre fueron a cuidarla y su padre seguramente se quedó a dormir en la ciudad.
Al saberse solo, el niño valoró qué hacer. Podría ir a casa de su tío, pero dos días antes, cuando jugaba con Alma a lanzar y cachar la pelota, ella se tropezó y cayó de bruces. El hombre se puso furioso, lo regañó y lo tachó de imprudente y egoísta, mientras levantaba a su adolorida prima. A César no le caía bien su tío. Su madre solía tratarlo con reserva, decía que era un amargado y que nunca se repuso de que su esposa los dejara. Siempre olía a cerveza y solía golpear a César si osaba llevarle la contraria. Probablemente lo culparía de la crisis de su prima.
Un ruido cercano alertó al niño, que con la piel erizada se dijo que debía ser un animal en la milpa. César miró alrededor, los puercos y las gallinas dormían tranquilamente. El perro abrió los ojos y se estiró, como preguntando: “Y ahora que estamos despiertos, ¿qué hacemos?”.
“No es seguro volver adentro. Las cosas saben que estoy solo y aprovecharán para matarme”, pensó César. La hamaca intentaría ahorcarlo, las ollas volarían para estamparse contra su cabeza. No, no era seguro regresar.
Al borde del terreno, César escuchó de nuevo un ruido y vio a una mujer meterse entre la milpa. Creyó que se trataba de su madre y la siguió. “¡Ma!”, la llamó desesperado, dudando de internarse en el sembradío. A la mujer no pareció importarle escucharlo. No, no podía ser su madre. Quien sea que fuera esa mujer, no la había visto antes. El miedo hizo que sudara frío. Paralizado frente al maizal, se preguntó qué debía hacer.
En situaciones como ésta era raro que César se aventurara lejos de casa, pero la sola idea de volver a entrar lo tensaba aún más. Cualquier cosa era mejor que quedarse solo. El niño se armó de valor para seguirla y se adentró en la milpa. Notó lo callado de la noche y de pronto se preguntó por qué se había despertado de forma tan abrupta. Mientras seguía el rastro de la mujer, con su pelo negro resplandeciente, el niño empezó a sentirse ligero; el miedo se convertía en asombro. Sus pasos seguían los de la mujer a un ritmo hipnótico. Se adentraron en la noche separados apenas por unos metros. Ella parecía consciente de la presencia del niño y de vez en cuando se detenía, como si lo esperara, pero cuando César estaba por alcanzarla, ella se alejaba con rapidez.
A pesar de la oscuridad, el niño distinguía las formas de la mujer, su cabeza erguida, la ondulación del cabello, sus hombros fuertes y el torso desnudo y orgulloso. “¡Espérame!”, le gritó al salir de la milpa y adentrarse en el monte.
César se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa. El suelo había cambiado de la tierra rojiza a las piedras calizas, y el terreno accidentado evidenciaba que estaban cerca de un grupo de cenotes. La mujer se detuvo al lado de una ceiba, cuyas raíces se aferraban a los muros de una gruta profunda, y hasta ese momento volteó a mirarlo. La profundidad de su mirada desarmó al niño y éste supo enseguida que no había sido su decisión seguirla. Su mente la obedecía en silencio, se sometía a esos ojos que nunca había visto pero que parecía conocer desde siempre. Quizá era un sueño. Pero si estaba soñando, ¿por qué se sentía tan lúcido?
Lo último que César alcanzó a ver en la superficie fue a la ceiba sacudiendo sus ramas con entusiasmo. Entraron a la gruta. La oscuridad que los rodeaba cedía cuando la mujer pasaba, como si trajera la luz de la luna con ella. Las rocas parecían cobrar vida cuando las rozaba y la tierra vibraba bajo sus pies. Descendieron varios metros apoyándose en la pared hasta dar con una bóveda amplísima. En medio de la galería corría un río subterráneo. La mujer entró al cauce e hizo una seña a César para que la siguiera. El niño dudó. Desde pequeño le tenía miedo al agua, por lo que nunca aprendió a nadar. Solía quedarse en la orilla mientras su hermana y sus padres se refrescaban en los cenotes.
La mujer le extendió una de sus manos morenas. El gesto bastó para que el niño entrara al río. Metió un pie tímido y luego el otro. El cauce se volvía más profundo a cada paso que daba, y cuando el agua le llegó a la barbilla, tuvo que empezar a bracear. El miedo lo sobrecogió un instante, pero imitó el avance de la mujer para llegar al otro lado de la galería. En un punto, dieron con una gruta estrecha en la pared cavernosa: una cueva dentro de la cueva. La mujer se deslizó dentro con facilidad. César tenía la impresión de que la mujer cambiaba de estado a voluntad, sus piernas eran recias y ágiles cuando corría en la milpa, mientras que ahora se escurría entre las rocas como si fuera líquida. César avanzó con dificultad, sintiendo que los antebrazos le ardían, pero continuó adelante, como si ya no le importara discriminar el placer del dolor.
Tras unos minutos, desembocaron en una cámara amarillenta de sedimentos y formaciones rocosas. César observó el techo altísimo, de donde colgaban estalactitas que en vez de estar petrificadas parecían derretirse debido a las gotas de agua que resbalaban y caían de sus puntas. Alrededor, las columnas inmensas se alargaban y conectaban. Cautivado por el lugar, y desbordado por el asombro, César vio cómo la mujer se revelaba en toda su extensión. “¡Las cosas están vivas!”, pensó el niño. Todo cuanto la rodeaba se animaba, nacía. Las torres de minerales se derramaban como la cera de las velas derretidas, las paredes se ensanchaban como si respiraran. En el fondo de la cámara encontraron una piscina natural.
La mujer le hizo una seña para que entraran. El agua tenía un brillo exquisito. César la contempló, sus ojos negros, los aretes pesados, el tórax y los pezones oscuros, los ricos brazaletes en sus brazos y la falda de manta que le cubría las piernas robustas. Ella se supo observada y lo miró de vuelta. La fuerza de la mujer era tan incontenible que César intuyó que estaba frente a una diosa, y si la contemplaba demasiado, moriría. Le quitó los ojos de encima y comenzó a chapotear en el agua. El miedo había cedido y experimentaba una euforia infantil. Quizá la última vez que se sintió así fue cuando todavía era un bebé y su madre lo bañaba en la batea.
La mujer movió el agua sin tocarla, provocando olas que chocaron con las paredes de la pileta y que produjeron sonidos agudos como de campana, profundos como las cavernas. “¿Cómo te llamas?”, preguntó César. “Ya sabes mi nombre”, contestó la diosa y lo tomó entre sus manos. Eran tan grandes que César se acomodó entre ellas para que lo meciera. El niño alcanzó a ver en el cuello de la mujer lo que parecía la marca de una soga.
“¿A qué viniste?”, inquirió el niño adormecido. “En las noches de luna llena, cuando el ánimo de los hombres se exalta, me invocan”, respondió. “Los hombres son raros y creen que pido la muerte. Quizá el tiempo reducido que viven en la tierra les empaña la vista y no se dan cuenta de que no se puede buscar la muerte sin buscar la vida”.
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César pensó de inmediato en su prima enferma y una desconfianza profunda le creció en el pecho. “¿Va a morir Alma?”, se atrevió a susurrar tras un largo silencio, alejándose levemente de la mujer, quien lo volvió a pescar como si fuera un simple cangrejo. “Shhh. Acurrúcate en mis manos, que son viejas como los soles. Quédate aquí hasta el alba. ¿No es lindo ser pequeño? Ya habrá tiempo para el dolor. Por ahora, recuéstate. Allá arriba se gestan batallas en las que no tienes cabida”.
César cerró los ojos tratando de asimilar lo que ocurría, el olor de la cueva, el sonido del agua, la energía de la mujer. Quién sabe cuánto tiempo pasaron así, una meciendo y el otro mecido.
“Debes irte”, la escuchó de pronto. Su voz lo sacó suavemente del letargo. “Ya está por salir el sol”.
Recorrieron juntos el camino de regreso, pero al llegar al río, César supo que tendría que cruzarlo solo. Ella le acarició el pelo y pasó cariñosamente la mano por el cachete y la barbilla del niño. Cuando César entró al agua, unas olas juguetonas lo acompañaron hasta la otra orilla, pero no quiso voltear a ver si ella lo miraba. Sabía que la presencia de la diosa estaba con él.
El niño salió de la gruta. El amanecer despuntaba y los pájaros empezaban sus cantos. La humedad se había asentado y refrescaba el ambiente. Parecía que la vida continuaba su curso natural. Caminó varios kilómetros, sorprendido de lo lejos que se encontraba del pueblo.
Cuando por fin llegó a casa, el sol ya estaba en lo alto y pesadas gotas de sudor le recorrían el cuerpo. En la cocina, su madre y su hermana comían en silencio frente al fogón. No dijeron nada al verlo llegar. Sus rostros lucían tan sombríos que el niño temió preguntar qué ocurría. Sentada al lado de ellas estaba Alma. Se veía saludable, un rojo intenso iluminaba sus mejillas. César suspiró con alivio, pensó en la diosa y la creyó clemente. Le agradeció en un susurro que no se hubiera llevado a su prima. Pero entonces, ¿por qué los gestos decaídos?
Una combi entró de pronto a la calle y su padre descendió de ella. Las mujeres se incorporaron como con un resorte al verlo llegar. La madre de César corrió a sus brazos y soltó el llanto. Alma le hizo un gesto a Claudia pidiéndole que la alzara. “Lo encontramos cuando ya era muy tarde”, le dijo su madre a su padre con evidente tristeza.
Alma se quedó quieta en brazos de la hermana, con la mirada clavada en un punto lejano. César siguió la trayectoria de su mirada, que se detenía en el árbol de enfrente. Amarrada a una robusta rama del tronco, vio que una soga colgaba y un vientecillo la mecía, haciéndola parecer una víbora al acecho. El movimiento de la cuerda le recordó la cabellera ondulante de la mujer de las profundidades, que le infundía vida a todo. Bajo la sombra del árbol, cubierto con una sábana, reposaba el cuerpo de su tío.
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<i>Bajo el sur<i> (Comma, 2023) es la primera colección de relatos cortos de Sophia B. Heredia. Con autorización de la editorial publicamos una de las piezas.
Despertó en medio de la noche. La luz de la luna se colaba por la puerta, iluminando con su luz blanquecina un recuadro de la estancia. El niño soñaba que perseguía a un venado, pero cuando estaba por cazarlo, dio tal salto que se despertó. Inquieto, quiso contar su sueño, pero al girarse vio que la hamaca de su hermana estaba vacía y, a unos metros, la de sus padres también colgaba inerte.
Medio dormido, César salió de la estancia. Pudo ver una tenue luz en la cocina, donde algunas noches encontraba a su madre bordando frente a las brasas del fogón. “¿Ma?”, dijo temeroso mientras se acercaba. Nadie respondió. Una ráfaga de viento estremeció los árboles, el cielo se despejó de nubes y expuso la luna llena en la noche clara. No había nadie en la cocina.
¿Por qué lo habían dejado solo? Tanto su hermana como su madre sabían de sus miedos nocturnos, y aunque su padre le dijera que ya no era un niño, muchas veces César temía que alguna fuerza fantasmagórica infundiera vida a las cosas y se vengaran de él y su familia. El machete seguro estaba molesto con su padre porque siempre lo usaba para abrir camino en el monte. La escoba la tomaría contra su madre y el banco golpearía a su hermana. Por eso César procuraba agotarse durante el día, para jamás despertarse de noche.
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“No debí tomar café”, se dijo. Por la tarde, antes de que su padre se fuera a vender a la ciudad, le quiso demostrar que él ya era muy hombre y su paladar aceptaba sabores amargos, por lo que dio tragos abundantes a la taza de café. Ahora le pareció ridículo su desplante.
Salió al camino principal. “¿Mamá?”, la llamó con voz quebrada. En el extremo opuesto alcanzó a ver las velas encendidas en casa de su tío. César se acordó de que su prima Alma había tenido una de sus crisis y que a eso de las seis de la tarde se había empezado a sentir muy mal. Quizá su hermana y su madre fueron a cuidarla y su padre seguramente se quedó a dormir en la ciudad.
Al saberse solo, el niño valoró qué hacer. Podría ir a casa de su tío, pero dos días antes, cuando jugaba con Alma a lanzar y cachar la pelota, ella se tropezó y cayó de bruces. El hombre se puso furioso, lo regañó y lo tachó de imprudente y egoísta, mientras levantaba a su adolorida prima. A César no le caía bien su tío. Su madre solía tratarlo con reserva, decía que era un amargado y que nunca se repuso de que su esposa los dejara. Siempre olía a cerveza y solía golpear a César si osaba llevarle la contraria. Probablemente lo culparía de la crisis de su prima.
Un ruido cercano alertó al niño, que con la piel erizada se dijo que debía ser un animal en la milpa. César miró alrededor, los puercos y las gallinas dormían tranquilamente. El perro abrió los ojos y se estiró, como preguntando: “Y ahora que estamos despiertos, ¿qué hacemos?”.
“No es seguro volver adentro. Las cosas saben que estoy solo y aprovecharán para matarme”, pensó César. La hamaca intentaría ahorcarlo, las ollas volarían para estamparse contra su cabeza. No, no era seguro regresar.
Al borde del terreno, César escuchó de nuevo un ruido y vio a una mujer meterse entre la milpa. Creyó que se trataba de su madre y la siguió. “¡Ma!”, la llamó desesperado, dudando de internarse en el sembradío. A la mujer no pareció importarle escucharlo. No, no podía ser su madre. Quien sea que fuera esa mujer, no la había visto antes. El miedo hizo que sudara frío. Paralizado frente al maizal, se preguntó qué debía hacer.
En situaciones como ésta era raro que César se aventurara lejos de casa, pero la sola idea de volver a entrar lo tensaba aún más. Cualquier cosa era mejor que quedarse solo. El niño se armó de valor para seguirla y se adentró en la milpa. Notó lo callado de la noche y de pronto se preguntó por qué se había despertado de forma tan abrupta. Mientras seguía el rastro de la mujer, con su pelo negro resplandeciente, el niño empezó a sentirse ligero; el miedo se convertía en asombro. Sus pasos seguían los de la mujer a un ritmo hipnótico. Se adentraron en la noche separados apenas por unos metros. Ella parecía consciente de la presencia del niño y de vez en cuando se detenía, como si lo esperara, pero cuando César estaba por alcanzarla, ella se alejaba con rapidez.
A pesar de la oscuridad, el niño distinguía las formas de la mujer, su cabeza erguida, la ondulación del cabello, sus hombros fuertes y el torso desnudo y orgulloso. “¡Espérame!”, le gritó al salir de la milpa y adentrarse en el monte.
César se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa. El suelo había cambiado de la tierra rojiza a las piedras calizas, y el terreno accidentado evidenciaba que estaban cerca de un grupo de cenotes. La mujer se detuvo al lado de una ceiba, cuyas raíces se aferraban a los muros de una gruta profunda, y hasta ese momento volteó a mirarlo. La profundidad de su mirada desarmó al niño y éste supo enseguida que no había sido su decisión seguirla. Su mente la obedecía en silencio, se sometía a esos ojos que nunca había visto pero que parecía conocer desde siempre. Quizá era un sueño. Pero si estaba soñando, ¿por qué se sentía tan lúcido?
Lo último que César alcanzó a ver en la superficie fue a la ceiba sacudiendo sus ramas con entusiasmo. Entraron a la gruta. La oscuridad que los rodeaba cedía cuando la mujer pasaba, como si trajera la luz de la luna con ella. Las rocas parecían cobrar vida cuando las rozaba y la tierra vibraba bajo sus pies. Descendieron varios metros apoyándose en la pared hasta dar con una bóveda amplísima. En medio de la galería corría un río subterráneo. La mujer entró al cauce e hizo una seña a César para que la siguiera. El niño dudó. Desde pequeño le tenía miedo al agua, por lo que nunca aprendió a nadar. Solía quedarse en la orilla mientras su hermana y sus padres se refrescaban en los cenotes.
La mujer le extendió una de sus manos morenas. El gesto bastó para que el niño entrara al río. Metió un pie tímido y luego el otro. El cauce se volvía más profundo a cada paso que daba, y cuando el agua le llegó a la barbilla, tuvo que empezar a bracear. El miedo lo sobrecogió un instante, pero imitó el avance de la mujer para llegar al otro lado de la galería. En un punto, dieron con una gruta estrecha en la pared cavernosa: una cueva dentro de la cueva. La mujer se deslizó dentro con facilidad. César tenía la impresión de que la mujer cambiaba de estado a voluntad, sus piernas eran recias y ágiles cuando corría en la milpa, mientras que ahora se escurría entre las rocas como si fuera líquida. César avanzó con dificultad, sintiendo que los antebrazos le ardían, pero continuó adelante, como si ya no le importara discriminar el placer del dolor.
Tras unos minutos, desembocaron en una cámara amarillenta de sedimentos y formaciones rocosas. César observó el techo altísimo, de donde colgaban estalactitas que en vez de estar petrificadas parecían derretirse debido a las gotas de agua que resbalaban y caían de sus puntas. Alrededor, las columnas inmensas se alargaban y conectaban. Cautivado por el lugar, y desbordado por el asombro, César vio cómo la mujer se revelaba en toda su extensión. “¡Las cosas están vivas!”, pensó el niño. Todo cuanto la rodeaba se animaba, nacía. Las torres de minerales se derramaban como la cera de las velas derretidas, las paredes se ensanchaban como si respiraran. En el fondo de la cámara encontraron una piscina natural.
La mujer le hizo una seña para que entraran. El agua tenía un brillo exquisito. César la contempló, sus ojos negros, los aretes pesados, el tórax y los pezones oscuros, los ricos brazaletes en sus brazos y la falda de manta que le cubría las piernas robustas. Ella se supo observada y lo miró de vuelta. La fuerza de la mujer era tan incontenible que César intuyó que estaba frente a una diosa, y si la contemplaba demasiado, moriría. Le quitó los ojos de encima y comenzó a chapotear en el agua. El miedo había cedido y experimentaba una euforia infantil. Quizá la última vez que se sintió así fue cuando todavía era un bebé y su madre lo bañaba en la batea.
La mujer movió el agua sin tocarla, provocando olas que chocaron con las paredes de la pileta y que produjeron sonidos agudos como de campana, profundos como las cavernas. “¿Cómo te llamas?”, preguntó César. “Ya sabes mi nombre”, contestó la diosa y lo tomó entre sus manos. Eran tan grandes que César se acomodó entre ellas para que lo meciera. El niño alcanzó a ver en el cuello de la mujer lo que parecía la marca de una soga.
“¿A qué viniste?”, inquirió el niño adormecido. “En las noches de luna llena, cuando el ánimo de los hombres se exalta, me invocan”, respondió. “Los hombres son raros y creen que pido la muerte. Quizá el tiempo reducido que viven en la tierra les empaña la vista y no se dan cuenta de que no se puede buscar la muerte sin buscar la vida”.
Te puede interesar leer Oxkutzcab: un crisol de culturas al sur de Yucatán
César pensó de inmediato en su prima enferma y una desconfianza profunda le creció en el pecho. “¿Va a morir Alma?”, se atrevió a susurrar tras un largo silencio, alejándose levemente de la mujer, quien lo volvió a pescar como si fuera un simple cangrejo. “Shhh. Acurrúcate en mis manos, que son viejas como los soles. Quédate aquí hasta el alba. ¿No es lindo ser pequeño? Ya habrá tiempo para el dolor. Por ahora, recuéstate. Allá arriba se gestan batallas en las que no tienes cabida”.
César cerró los ojos tratando de asimilar lo que ocurría, el olor de la cueva, el sonido del agua, la energía de la mujer. Quién sabe cuánto tiempo pasaron así, una meciendo y el otro mecido.
“Debes irte”, la escuchó de pronto. Su voz lo sacó suavemente del letargo. “Ya está por salir el sol”.
Recorrieron juntos el camino de regreso, pero al llegar al río, César supo que tendría que cruzarlo solo. Ella le acarició el pelo y pasó cariñosamente la mano por el cachete y la barbilla del niño. Cuando César entró al agua, unas olas juguetonas lo acompañaron hasta la otra orilla, pero no quiso voltear a ver si ella lo miraba. Sabía que la presencia de la diosa estaba con él.
El niño salió de la gruta. El amanecer despuntaba y los pájaros empezaban sus cantos. La humedad se había asentado y refrescaba el ambiente. Parecía que la vida continuaba su curso natural. Caminó varios kilómetros, sorprendido de lo lejos que se encontraba del pueblo.
Cuando por fin llegó a casa, el sol ya estaba en lo alto y pesadas gotas de sudor le recorrían el cuerpo. En la cocina, su madre y su hermana comían en silencio frente al fogón. No dijeron nada al verlo llegar. Sus rostros lucían tan sombríos que el niño temió preguntar qué ocurría. Sentada al lado de ellas estaba Alma. Se veía saludable, un rojo intenso iluminaba sus mejillas. César suspiró con alivio, pensó en la diosa y la creyó clemente. Le agradeció en un susurro que no se hubiera llevado a su prima. Pero entonces, ¿por qué los gestos decaídos?
Una combi entró de pronto a la calle y su padre descendió de ella. Las mujeres se incorporaron como con un resorte al verlo llegar. La madre de César corrió a sus brazos y soltó el llanto. Alma le hizo un gesto a Claudia pidiéndole que la alzara. “Lo encontramos cuando ya era muy tarde”, le dijo su madre a su padre con evidente tristeza.
Alma se quedó quieta en brazos de la hermana, con la mirada clavada en un punto lejano. César siguió la trayectoria de su mirada, que se detenía en el árbol de enfrente. Amarrada a una robusta rama del tronco, vio que una soga colgaba y un vientecillo la mecía, haciéndola parecer una víbora al acecho. El movimiento de la cuerda le recordó la cabellera ondulante de la mujer de las profundidades, que le infundía vida a todo. Bajo la sombra del árbol, cubierto con una sábana, reposaba el cuerpo de su tío.
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La obra recopila nueve relatos que oscilan entre el misticismo y la seducción de la península de Yucatán. Ilustración de Jimena Duval.
Despertó en medio de la noche. La luz de la luna se colaba por la puerta, iluminando con su luz blanquecina un recuadro de la estancia. El niño soñaba que perseguía a un venado, pero cuando estaba por cazarlo, dio tal salto que se despertó. Inquieto, quiso contar su sueño, pero al girarse vio que la hamaca de su hermana estaba vacía y, a unos metros, la de sus padres también colgaba inerte.
Medio dormido, César salió de la estancia. Pudo ver una tenue luz en la cocina, donde algunas noches encontraba a su madre bordando frente a las brasas del fogón. “¿Ma?”, dijo temeroso mientras se acercaba. Nadie respondió. Una ráfaga de viento estremeció los árboles, el cielo se despejó de nubes y expuso la luna llena en la noche clara. No había nadie en la cocina.
¿Por qué lo habían dejado solo? Tanto su hermana como su madre sabían de sus miedos nocturnos, y aunque su padre le dijera que ya no era un niño, muchas veces César temía que alguna fuerza fantasmagórica infundiera vida a las cosas y se vengaran de él y su familia. El machete seguro estaba molesto con su padre porque siempre lo usaba para abrir camino en el monte. La escoba la tomaría contra su madre y el banco golpearía a su hermana. Por eso César procuraba agotarse durante el día, para jamás despertarse de noche.
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“No debí tomar café”, se dijo. Por la tarde, antes de que su padre se fuera a vender a la ciudad, le quiso demostrar que él ya era muy hombre y su paladar aceptaba sabores amargos, por lo que dio tragos abundantes a la taza de café. Ahora le pareció ridículo su desplante.
Salió al camino principal. “¿Mamá?”, la llamó con voz quebrada. En el extremo opuesto alcanzó a ver las velas encendidas en casa de su tío. César se acordó de que su prima Alma había tenido una de sus crisis y que a eso de las seis de la tarde se había empezado a sentir muy mal. Quizá su hermana y su madre fueron a cuidarla y su padre seguramente se quedó a dormir en la ciudad.
Al saberse solo, el niño valoró qué hacer. Podría ir a casa de su tío, pero dos días antes, cuando jugaba con Alma a lanzar y cachar la pelota, ella se tropezó y cayó de bruces. El hombre se puso furioso, lo regañó y lo tachó de imprudente y egoísta, mientras levantaba a su adolorida prima. A César no le caía bien su tío. Su madre solía tratarlo con reserva, decía que era un amargado y que nunca se repuso de que su esposa los dejara. Siempre olía a cerveza y solía golpear a César si osaba llevarle la contraria. Probablemente lo culparía de la crisis de su prima.
Un ruido cercano alertó al niño, que con la piel erizada se dijo que debía ser un animal en la milpa. César miró alrededor, los puercos y las gallinas dormían tranquilamente. El perro abrió los ojos y se estiró, como preguntando: “Y ahora que estamos despiertos, ¿qué hacemos?”.
“No es seguro volver adentro. Las cosas saben que estoy solo y aprovecharán para matarme”, pensó César. La hamaca intentaría ahorcarlo, las ollas volarían para estamparse contra su cabeza. No, no era seguro regresar.
Al borde del terreno, César escuchó de nuevo un ruido y vio a una mujer meterse entre la milpa. Creyó que se trataba de su madre y la siguió. “¡Ma!”, la llamó desesperado, dudando de internarse en el sembradío. A la mujer no pareció importarle escucharlo. No, no podía ser su madre. Quien sea que fuera esa mujer, no la había visto antes. El miedo hizo que sudara frío. Paralizado frente al maizal, se preguntó qué debía hacer.
En situaciones como ésta era raro que César se aventurara lejos de casa, pero la sola idea de volver a entrar lo tensaba aún más. Cualquier cosa era mejor que quedarse solo. El niño se armó de valor para seguirla y se adentró en la milpa. Notó lo callado de la noche y de pronto se preguntó por qué se había despertado de forma tan abrupta. Mientras seguía el rastro de la mujer, con su pelo negro resplandeciente, el niño empezó a sentirse ligero; el miedo se convertía en asombro. Sus pasos seguían los de la mujer a un ritmo hipnótico. Se adentraron en la noche separados apenas por unos metros. Ella parecía consciente de la presencia del niño y de vez en cuando se detenía, como si lo esperara, pero cuando César estaba por alcanzarla, ella se alejaba con rapidez.
A pesar de la oscuridad, el niño distinguía las formas de la mujer, su cabeza erguida, la ondulación del cabello, sus hombros fuertes y el torso desnudo y orgulloso. “¡Espérame!”, le gritó al salir de la milpa y adentrarse en el monte.
César se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa. El suelo había cambiado de la tierra rojiza a las piedras calizas, y el terreno accidentado evidenciaba que estaban cerca de un grupo de cenotes. La mujer se detuvo al lado de una ceiba, cuyas raíces se aferraban a los muros de una gruta profunda, y hasta ese momento volteó a mirarlo. La profundidad de su mirada desarmó al niño y éste supo enseguida que no había sido su decisión seguirla. Su mente la obedecía en silencio, se sometía a esos ojos que nunca había visto pero que parecía conocer desde siempre. Quizá era un sueño. Pero si estaba soñando, ¿por qué se sentía tan lúcido?
Lo último que César alcanzó a ver en la superficie fue a la ceiba sacudiendo sus ramas con entusiasmo. Entraron a la gruta. La oscuridad que los rodeaba cedía cuando la mujer pasaba, como si trajera la luz de la luna con ella. Las rocas parecían cobrar vida cuando las rozaba y la tierra vibraba bajo sus pies. Descendieron varios metros apoyándose en la pared hasta dar con una bóveda amplísima. En medio de la galería corría un río subterráneo. La mujer entró al cauce e hizo una seña a César para que la siguiera. El niño dudó. Desde pequeño le tenía miedo al agua, por lo que nunca aprendió a nadar. Solía quedarse en la orilla mientras su hermana y sus padres se refrescaban en los cenotes.
La mujer le extendió una de sus manos morenas. El gesto bastó para que el niño entrara al río. Metió un pie tímido y luego el otro. El cauce se volvía más profundo a cada paso que daba, y cuando el agua le llegó a la barbilla, tuvo que empezar a bracear. El miedo lo sobrecogió un instante, pero imitó el avance de la mujer para llegar al otro lado de la galería. En un punto, dieron con una gruta estrecha en la pared cavernosa: una cueva dentro de la cueva. La mujer se deslizó dentro con facilidad. César tenía la impresión de que la mujer cambiaba de estado a voluntad, sus piernas eran recias y ágiles cuando corría en la milpa, mientras que ahora se escurría entre las rocas como si fuera líquida. César avanzó con dificultad, sintiendo que los antebrazos le ardían, pero continuó adelante, como si ya no le importara discriminar el placer del dolor.
Tras unos minutos, desembocaron en una cámara amarillenta de sedimentos y formaciones rocosas. César observó el techo altísimo, de donde colgaban estalactitas que en vez de estar petrificadas parecían derretirse debido a las gotas de agua que resbalaban y caían de sus puntas. Alrededor, las columnas inmensas se alargaban y conectaban. Cautivado por el lugar, y desbordado por el asombro, César vio cómo la mujer se revelaba en toda su extensión. “¡Las cosas están vivas!”, pensó el niño. Todo cuanto la rodeaba se animaba, nacía. Las torres de minerales se derramaban como la cera de las velas derretidas, las paredes se ensanchaban como si respiraran. En el fondo de la cámara encontraron una piscina natural.
La mujer le hizo una seña para que entraran. El agua tenía un brillo exquisito. César la contempló, sus ojos negros, los aretes pesados, el tórax y los pezones oscuros, los ricos brazaletes en sus brazos y la falda de manta que le cubría las piernas robustas. Ella se supo observada y lo miró de vuelta. La fuerza de la mujer era tan incontenible que César intuyó que estaba frente a una diosa, y si la contemplaba demasiado, moriría. Le quitó los ojos de encima y comenzó a chapotear en el agua. El miedo había cedido y experimentaba una euforia infantil. Quizá la última vez que se sintió así fue cuando todavía era un bebé y su madre lo bañaba en la batea.
La mujer movió el agua sin tocarla, provocando olas que chocaron con las paredes de la pileta y que produjeron sonidos agudos como de campana, profundos como las cavernas. “¿Cómo te llamas?”, preguntó César. “Ya sabes mi nombre”, contestó la diosa y lo tomó entre sus manos. Eran tan grandes que César se acomodó entre ellas para que lo meciera. El niño alcanzó a ver en el cuello de la mujer lo que parecía la marca de una soga.
“¿A qué viniste?”, inquirió el niño adormecido. “En las noches de luna llena, cuando el ánimo de los hombres se exalta, me invocan”, respondió. “Los hombres son raros y creen que pido la muerte. Quizá el tiempo reducido que viven en la tierra les empaña la vista y no se dan cuenta de que no se puede buscar la muerte sin buscar la vida”.
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César pensó de inmediato en su prima enferma y una desconfianza profunda le creció en el pecho. “¿Va a morir Alma?”, se atrevió a susurrar tras un largo silencio, alejándose levemente de la mujer, quien lo volvió a pescar como si fuera un simple cangrejo. “Shhh. Acurrúcate en mis manos, que son viejas como los soles. Quédate aquí hasta el alba. ¿No es lindo ser pequeño? Ya habrá tiempo para el dolor. Por ahora, recuéstate. Allá arriba se gestan batallas en las que no tienes cabida”.
César cerró los ojos tratando de asimilar lo que ocurría, el olor de la cueva, el sonido del agua, la energía de la mujer. Quién sabe cuánto tiempo pasaron así, una meciendo y el otro mecido.
“Debes irte”, la escuchó de pronto. Su voz lo sacó suavemente del letargo. “Ya está por salir el sol”.
Recorrieron juntos el camino de regreso, pero al llegar al río, César supo que tendría que cruzarlo solo. Ella le acarició el pelo y pasó cariñosamente la mano por el cachete y la barbilla del niño. Cuando César entró al agua, unas olas juguetonas lo acompañaron hasta la otra orilla, pero no quiso voltear a ver si ella lo miraba. Sabía que la presencia de la diosa estaba con él.
El niño salió de la gruta. El amanecer despuntaba y los pájaros empezaban sus cantos. La humedad se había asentado y refrescaba el ambiente. Parecía que la vida continuaba su curso natural. Caminó varios kilómetros, sorprendido de lo lejos que se encontraba del pueblo.
Cuando por fin llegó a casa, el sol ya estaba en lo alto y pesadas gotas de sudor le recorrían el cuerpo. En la cocina, su madre y su hermana comían en silencio frente al fogón. No dijeron nada al verlo llegar. Sus rostros lucían tan sombríos que el niño temió preguntar qué ocurría. Sentada al lado de ellas estaba Alma. Se veía saludable, un rojo intenso iluminaba sus mejillas. César suspiró con alivio, pensó en la diosa y la creyó clemente. Le agradeció en un susurro que no se hubiera llevado a su prima. Pero entonces, ¿por qué los gestos decaídos?
Una combi entró de pronto a la calle y su padre descendió de ella. Las mujeres se incorporaron como con un resorte al verlo llegar. La madre de César corrió a sus brazos y soltó el llanto. Alma le hizo un gesto a Claudia pidiéndole que la alzara. “Lo encontramos cuando ya era muy tarde”, le dijo su madre a su padre con evidente tristeza.
Alma se quedó quieta en brazos de la hermana, con la mirada clavada en un punto lejano. César siguió la trayectoria de su mirada, que se detenía en el árbol de enfrente. Amarrada a una robusta rama del tronco, vio que una soga colgaba y un vientecillo la mecía, haciéndola parecer una víbora al acecho. El movimiento de la cuerda le recordó la cabellera ondulante de la mujer de las profundidades, que le infundía vida a todo. Bajo la sombra del árbol, cubierto con una sábana, reposaba el cuerpo de su tío.
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