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<i>Pulp Fiction</i> parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia.
Los directores actuales, tan adorados por la Academia, se han olvidado de la parodia como recurso; en cambio, están a gusto con la imitación.
En varios momentos del libro De Palma on De Palma (2001), el viejo director se desinhibe frente a los críticos franceses Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud, haciendo lo que más le gusta en las entrevistas: dar codazos. Brian De Palma le pega a la industria de Hollywood, a la crítica estadounidense; le brota el resentimiento por no ser tan querido como sus amigos Martin Scorsese y Steven Spielberg, pero es entendible: a menudo se le acerca la gente para agradecerle por haber dirigido Buenos muchachos (Goodfellas, 1990). En un punto, De Palma se le va encima a la generación de cineastas de Hollywood posterior a la suya —la emergida a finales de los años ochenta—, diciendo que “Quentin Tarantino solo funciona con base en tributos y referencias […] los directores de hoy buscan inspiración en las películas de otras personas. Es bastante decadente”.
Tarantino suele atraer el desprecio de sus héroes: a menudo cita Estallido (Blow Out, 1981), de De Palma, como una de sus películas favoritas, pero ya vimos el resultado. Cuando Jean-Luc Godard supo que el joven director estadounidense nombró a su compañía de producción A Band Apart, en homenaje a Banda aparte (Bande à part, 1964), dijo que preferiría haber recibido dinero de Tarantino para hacer sus propias películas. Es interesante también que dos directores cinéfilos sean tan reacios a darle crédito a su admirador, conocido por su personalidad obsesiva y su verborrea inconteniblemente alusiva al trabajo de otros cineastas. ¿Qué distingue a una generación de otra, y tanto, como para que la mayor vea a la siguiente con menosprecio?
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El filósofo estadounidense Fredric Jameson ofrece la respuesta al distinguir entre el pastiche y la parodia: la última es una imitación de un estilo particular que establece un diálogo crítico al burlarse de él, mientras que el pastiche funciona igual que la tradición pictórica de copiar a los maestros, falsificarlos, para demostrar el virtuosismo del imitador en lo que puede considerarse un ejercicio de autovalidación. Jameson lo llama, por ello, una práctica neutral amputada del impulso satírico.
De Palma suele copiar Vértigo (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock: la trama cuenta la historia de un exdetective que se enamora de una mujer, la ve morir, luego cree reencontrarla y atestigua otra vez —provoca, de hecho— su muerte. Hitchcock habla de la fugacidad del deseo, malentendido como una manifestación del amor: Scottie (James Stewart) no ama a Madeleine/Judy (Kim Novak), sino que se obsesiona con su imagen. Vértigo es definida, entonces, por la ilusión y el renacimiento, de las cuales De Palma está plenamente consciente al filmar una y otra vez su trama sobre la repetición, y al recurrir a lo largo de toda su filmografía a la imagen original de un beso extático. De Palma revive a Hitchcock como Scottie a Madeleine, pero su propia personalidad se impone en las películas y se diluye el original. De Palma copia para demostrar que, de hecho, no se puede copiar; el original es irrepetible y todas sus reproducciones son imágenes desprendidas de él, incomparables. Su ejercicio más satírico, Doble de cuerpo (Body Double, 1984), demuestra una relación paródica.
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Jean-Luc Godard, una fuerte influencia sobre De Palma, también malabarea sus propias influencias con una sobresaliente vocación semiológica. En sus películas pareciera atravesarse su conciencia con la intención de recordarnos que estamos viendo no a personas en situaciones reales, sino imágenes de actores fingiendo que son personas, y envueltos en circunstancias escritas por un artista. En Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), el protagonista, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), dice en voz alta el nombre de su amante, Marianne Renoir (Anna Karina), y se atraviesa en el montaje la Niña pequeña llevando flores, de Pierre-Auguste Renoir: el apellido lleva a Godard, que está controlando la película desde afuera, al maestro impresionista, y lo que vemos es el proceso de asociación mental del director; la película no es solo una expresión de sí mismo, sino que es indistinguible de él. Para Histoire(s) du cinéma (1988-1999), Godard abandonó todo intento de representación y prefirió desarrollar sus argumentos sobre la historia fílmica y la barbarie europea mediante referencias y metraje, en su mayoría, ajeno.
Los ejemplos anteriores demuestran que tanto De Palma como Godard encontraron formas de dialogar con sus influencias mediante las cuales representaron sus preocupaciones acerca de la estética del cine. Podemos intuir cierta lógica del pastiche involucrada, pero sobre todo de la parodia, lo cual les permite la ruptura y una sofisticada discusión sobre la memoria cultural. Sin citar, sus filmografías simplemente no existirían; sus significados dependen en buena medida de comprender sus alusiones. Por ello la crítica industrial estadounidense atacó tanto a De Palma: al ignorar sus influencias y sus significados le sembraron una reputación de imitador o de narrador superficial que acabó marginándolo.
Todo esto nos lleva a Pulp Fiction (1994), de Tarantino, inapropiadamente llamada Tiempos violentos en el mundo hispanohablante. El título es importante porque sugiere las viejas revistas (como el Libro vaquero) que narraban historietas excéntricas de violencia y melodrama. Pulp Fiction no habla sobre una era turbia, sus causas y repercusiones sociales, sino acerca del imaginario de Tarantino, condensado en una película que funciona como una especie de manifiesto individual.
En una escena muy recordada de Pulp Fiction, Vincent (John Travolta), un gángster recién vuelto de Europa, sale con la esposa del jefe, Mia (Uma Thurman), a petición del mismo patrón, quien estará fuera de la ciudad. Mia lleva a Vincent a un restaurante llamado Jack Rabbit Slim’s, donde el decorado, los uniformes y el menú están compuestos de iconografía popular. Un hombre disfrazado de Buddy Holly atiende la mesa-coche de Vincent y Mia, quien confunde a Mamie Van Doren con Marilyn Monroe. Vincent —en ese momento un sustituto en pantalla de Tarantino— la corrige. Todos los personajes de la película son, en un momento u otro, versiones del propio director que monologan, a imagen y semejanza de él, sobre temas como la diferencia entre barriga y panza, la obsesión europea con la mayonesa y el propósito de las perforaciones en la piel. Es importante, entonces, que Vincent describa al restaurante como “un museo de cera con pulso”. Pareciera tratarse de Tarantino describiendo la propia película.
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A pesar de todo, la escena no tiene un impacto considerable en la significación de Pulp Fiction, que de hecho no intenta decirnos mucho sobre la iconografía; es más importante, por ejemplo, la urgencia de redención contada en el arco de Jules Winnfield (Samuel L. Jackson). Tarantino es un director que usa las alusiones como fetiches, expresiones de su personalidad similares, sí, a las intrusiones de Godard, pero en absoluto iguales. Godard trata sus referencias como textos que impactan en su realización hasta convertirse en la base misma de ella: una breve historia del cine y de la cultura europea. Tarantino no depende de citar, sino que decora su película como un adolescente a su habitación: es un admirador, un fan. Godard crea un cine revolucionario que, tomando como base el pasado, busca el futuro; Tarantino solo mira hacia atrás, maravillado con todo cuanto ya se hizo.
Afortunadamente, Pulp Fiction parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia: Sergio Leone. Para afirmarlo, basta recordar el duelo al final de El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) y compararlo con las largas escenas de Tarantino, incluido, claro, un duelo similar en Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992). Tan importan más el ritmo y otros aspectos de forma que ahí se asoma el sadismo característico del director. Por un lado, tortura al público mediante la espera —más cuando se trata de una imagen violenta—; por el otro, culmina la tensión con pedazos de carne y sesos que nos impactan y asquean.
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Tarantino —ya debe quedar claro— es algo más que la suma de sus influencias; sus citas son, de hecho, la parte menos interesante de su realización. Brian De Palma, sin embargo, no se equivoca, y menos si usamos su denuncia contra generaciones posteriores a Tarantino. La consecuencia más prolífica de Pulp Fiction es la del pastiche, las alusiones decorativas, incluso aunque la película abarque momentos de parodia, como un primer plano de Mia, ensangrentada y medio muerta después de una sobredosis, que parece burlarse de uno en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1964), a su vez una reproducción de otro plano en La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de Carl Theodor Dreyer.
Si Tarantino recurre a Godard por admiración, las generaciones siguientes han recurrido a la alusión como un artefacto de validación intelectual y comercial: son fans superficiales. Bajo esta lógica del pastiche, es común ver cómo en redes sociales se comparan cuadros de distintas películas, separadas a menudo por décadas, que “demuestran” cómo Robert Eggers es nuestro equivalente de Jean Epstein, o Coralie Fargeat de Stanley Kubrick. Estos directores citan con descaro a otros para demostrar su cinefilia y la de su público conocedor, que se autovalida al identificar las alusiones pero raras veces nota el abismo entre películas comerciales sin mucho trasfondo y clásicos que sostienen su vigencia por un carácter subversivo. Vamos, si Pulp Fiction cita a ciertas figuras por ser un manifiesto del imaginario de Tarantino, ¿cuál es el sentido de Fargeat al aludir a El resplandor (The Shining, 1980) dentro de La sustancia (The Substance, 2024), su fábula feminista sobre el envejecimiento y la belleza?
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En algún punto desde los 30 años de que Pulp Fiction terminara su ruta de institucionalización (en 1994 ganó la Palma de Oro en Cannes; en 1995, el Oscar a Mejor Guión Original), espectadores, críticos y cineastas se han convencido de que la importancia de la generación de Tarantino está en la relación que establecen con sus influencias, y no en lo que los hace individuos creativos. Paul Thomas Anderson empezó su carrera copiando a Robert Altman y Martin Scorsese; Léos Carax también hizo de la imitación de Godard un estilo, pero lo importante de ellos es la tensión cada vez mayor que los hace cortar el cordón umbilical. Anderson ha ido abandonando los planos multitudinarios de Altman, y aunque Carax acaba de negar su propia existencia en C’est pas moi (2024), que imita el estilo de Histoire(s) du cinéma, es difícil encontrar en películas como Holy Motors (2012) o Annette (2021) otra cosa que la propia identidad del director francés. Se ha impuesto la inevitable ruptura entre los admiradores y los ídolos pero, insisto, en la siguiente generación se deja ver algo distinto que afecta incluso la percepción de Tarantino y sus contemporáneos.
La generación de Tarantino ha sido concebida como una de nerds, soldados que participaron en el triunfo de dicha subcultura. La venganza de los nerds (Revenge of the Nerds, 1984) no solo era una película típica de Canal Cinco, sino el nuevo orden por venir. En la actualidad, Star Wars no es para inadaptados que usan frenos y lentes; jugar juegos de mesa es relativamente normal, y los héroes de la cultura son los obsesos de la tecnología, pero hay un tono siniestro en este giro. El imaginario nerd tiende a ser uno de resentimiento masculino; su misoginia es perceptible desde productos cinematográficos como Pulp Fiction (las mujeres son niñas, objetos preciosos, llorones o fríos, que gravitan alrededor de los hombres) hasta series como The Big Bang Theory (2007-2019), que a menudo se burlaba de la ignorancia de la vecina atractiva y rubia de los protagonistas. Si consideramos que el gran nerd contemporáneo es Elon Musk, y que el nerd ha evolucionado al llamado techbro (los fanáticos de lo digital que defienden a Nayib Bukele, Javier Milei y Donald Trump), hay motivos para preocuparse por una subcultura que nos llevó al neofascismo.
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Películas como Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2007), Django (Django Unchained, 2012) y Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019) albergan una mentalidad brutal, torpemente antirracista y abiertamente conservadora que coincide con nuestra época y sostiene así la vigencia de Tarantino. La primera de estas películas se regodea en la violencia como modo de enfrentar al fascismo, en vez de verla como una necesidad política indeseable pero necesaria. Vamos, León Trotsky detestaba el terrorismo, pero Tarantino no solo mata a Hitler por necesidad: gustosamente lo balea hasta hacerlo carne molida. Django se deleita con la violencia de tal modo que parece disfrutar una escena en la que dos esclavos negros son puestos a pelear a muerte; las imágenes sádicas no son forma de condenar un genocidio. Finalmente, Érase una vez en Hollywood confunde mañosamente a Charles Manson con los hippies —a quienes Tarantino detesta como cualquier conservador de los sesenta—, cuando se trataba en realidad de un supremacista blanco.
El balance de Tarantino y Pulp Fiction es complicado, no tanto por sus cualidades particulares como cineasta y película, sino por sus consecuencias en el panorama cultural. Quizá por ello habría que concentrarse en el título menos recordado del director —en mi opinión el mejor—, y el menos representativo, ya que rechaza el sadismo, la misoginia, la caricatura y el pastiche: Jackie Brown (1997). De hecho esta es la única adaptación realizada por Tarantino de un material ajeno —la novela Rum Punch (1992), de Elmore Leonard—, pero no por ello deja de ser plenamente suya: hay una tremenda admiración en su forma de contemplar a la icónica Pam Grier, y los monólogos fascinantes se estiran hasta explotar, como siempre, pero además hay una ternura y una vulnerabilidad que no he visto en ninguna otra parte de la filmografía de Tarantino. Por primera vez sus personajes son otra cosa que vehículos para expresar un imaginario de referencias: son seres deseantes, amantes, megalómanos derrotados, tontos útiles; seres humanos. Su colección de humanidades tiene más oportunidad de retener su vigencia que una textualidad obligada a morir cuando dejemos de recordar qué son las películas de explotación, el western, Hollywood, incluso el cine mismo.
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Los directores actuales, tan adorados por la Academia, se han olvidado de la parodia como recurso; en cambio, están a gusto con la imitación.
En varios momentos del libro De Palma on De Palma (2001), el viejo director se desinhibe frente a los críticos franceses Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud, haciendo lo que más le gusta en las entrevistas: dar codazos. Brian De Palma le pega a la industria de Hollywood, a la crítica estadounidense; le brota el resentimiento por no ser tan querido como sus amigos Martin Scorsese y Steven Spielberg, pero es entendible: a menudo se le acerca la gente para agradecerle por haber dirigido Buenos muchachos (Goodfellas, 1990). En un punto, De Palma se le va encima a la generación de cineastas de Hollywood posterior a la suya —la emergida a finales de los años ochenta—, diciendo que “Quentin Tarantino solo funciona con base en tributos y referencias […] los directores de hoy buscan inspiración en las películas de otras personas. Es bastante decadente”.
Tarantino suele atraer el desprecio de sus héroes: a menudo cita Estallido (Blow Out, 1981), de De Palma, como una de sus películas favoritas, pero ya vimos el resultado. Cuando Jean-Luc Godard supo que el joven director estadounidense nombró a su compañía de producción A Band Apart, en homenaje a Banda aparte (Bande à part, 1964), dijo que preferiría haber recibido dinero de Tarantino para hacer sus propias películas. Es interesante también que dos directores cinéfilos sean tan reacios a darle crédito a su admirador, conocido por su personalidad obsesiva y su verborrea inconteniblemente alusiva al trabajo de otros cineastas. ¿Qué distingue a una generación de otra, y tanto, como para que la mayor vea a la siguiente con menosprecio?
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El filósofo estadounidense Fredric Jameson ofrece la respuesta al distinguir entre el pastiche y la parodia: la última es una imitación de un estilo particular que establece un diálogo crítico al burlarse de él, mientras que el pastiche funciona igual que la tradición pictórica de copiar a los maestros, falsificarlos, para demostrar el virtuosismo del imitador en lo que puede considerarse un ejercicio de autovalidación. Jameson lo llama, por ello, una práctica neutral amputada del impulso satírico.
De Palma suele copiar Vértigo (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock: la trama cuenta la historia de un exdetective que se enamora de una mujer, la ve morir, luego cree reencontrarla y atestigua otra vez —provoca, de hecho— su muerte. Hitchcock habla de la fugacidad del deseo, malentendido como una manifestación del amor: Scottie (James Stewart) no ama a Madeleine/Judy (Kim Novak), sino que se obsesiona con su imagen. Vértigo es definida, entonces, por la ilusión y el renacimiento, de las cuales De Palma está plenamente consciente al filmar una y otra vez su trama sobre la repetición, y al recurrir a lo largo de toda su filmografía a la imagen original de un beso extático. De Palma revive a Hitchcock como Scottie a Madeleine, pero su propia personalidad se impone en las películas y se diluye el original. De Palma copia para demostrar que, de hecho, no se puede copiar; el original es irrepetible y todas sus reproducciones son imágenes desprendidas de él, incomparables. Su ejercicio más satírico, Doble de cuerpo (Body Double, 1984), demuestra una relación paródica.
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Jean-Luc Godard, una fuerte influencia sobre De Palma, también malabarea sus propias influencias con una sobresaliente vocación semiológica. En sus películas pareciera atravesarse su conciencia con la intención de recordarnos que estamos viendo no a personas en situaciones reales, sino imágenes de actores fingiendo que son personas, y envueltos en circunstancias escritas por un artista. En Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), el protagonista, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), dice en voz alta el nombre de su amante, Marianne Renoir (Anna Karina), y se atraviesa en el montaje la Niña pequeña llevando flores, de Pierre-Auguste Renoir: el apellido lleva a Godard, que está controlando la película desde afuera, al maestro impresionista, y lo que vemos es el proceso de asociación mental del director; la película no es solo una expresión de sí mismo, sino que es indistinguible de él. Para Histoire(s) du cinéma (1988-1999), Godard abandonó todo intento de representación y prefirió desarrollar sus argumentos sobre la historia fílmica y la barbarie europea mediante referencias y metraje, en su mayoría, ajeno.
Los ejemplos anteriores demuestran que tanto De Palma como Godard encontraron formas de dialogar con sus influencias mediante las cuales representaron sus preocupaciones acerca de la estética del cine. Podemos intuir cierta lógica del pastiche involucrada, pero sobre todo de la parodia, lo cual les permite la ruptura y una sofisticada discusión sobre la memoria cultural. Sin citar, sus filmografías simplemente no existirían; sus significados dependen en buena medida de comprender sus alusiones. Por ello la crítica industrial estadounidense atacó tanto a De Palma: al ignorar sus influencias y sus significados le sembraron una reputación de imitador o de narrador superficial que acabó marginándolo.
Todo esto nos lleva a Pulp Fiction (1994), de Tarantino, inapropiadamente llamada Tiempos violentos en el mundo hispanohablante. El título es importante porque sugiere las viejas revistas (como el Libro vaquero) que narraban historietas excéntricas de violencia y melodrama. Pulp Fiction no habla sobre una era turbia, sus causas y repercusiones sociales, sino acerca del imaginario de Tarantino, condensado en una película que funciona como una especie de manifiesto individual.
En una escena muy recordada de Pulp Fiction, Vincent (John Travolta), un gángster recién vuelto de Europa, sale con la esposa del jefe, Mia (Uma Thurman), a petición del mismo patrón, quien estará fuera de la ciudad. Mia lleva a Vincent a un restaurante llamado Jack Rabbit Slim’s, donde el decorado, los uniformes y el menú están compuestos de iconografía popular. Un hombre disfrazado de Buddy Holly atiende la mesa-coche de Vincent y Mia, quien confunde a Mamie Van Doren con Marilyn Monroe. Vincent —en ese momento un sustituto en pantalla de Tarantino— la corrige. Todos los personajes de la película son, en un momento u otro, versiones del propio director que monologan, a imagen y semejanza de él, sobre temas como la diferencia entre barriga y panza, la obsesión europea con la mayonesa y el propósito de las perforaciones en la piel. Es importante, entonces, que Vincent describa al restaurante como “un museo de cera con pulso”. Pareciera tratarse de Tarantino describiendo la propia película.
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A pesar de todo, la escena no tiene un impacto considerable en la significación de Pulp Fiction, que de hecho no intenta decirnos mucho sobre la iconografía; es más importante, por ejemplo, la urgencia de redención contada en el arco de Jules Winnfield (Samuel L. Jackson). Tarantino es un director que usa las alusiones como fetiches, expresiones de su personalidad similares, sí, a las intrusiones de Godard, pero en absoluto iguales. Godard trata sus referencias como textos que impactan en su realización hasta convertirse en la base misma de ella: una breve historia del cine y de la cultura europea. Tarantino no depende de citar, sino que decora su película como un adolescente a su habitación: es un admirador, un fan. Godard crea un cine revolucionario que, tomando como base el pasado, busca el futuro; Tarantino solo mira hacia atrás, maravillado con todo cuanto ya se hizo.
Afortunadamente, Pulp Fiction parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia: Sergio Leone. Para afirmarlo, basta recordar el duelo al final de El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) y compararlo con las largas escenas de Tarantino, incluido, claro, un duelo similar en Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992). Tan importan más el ritmo y otros aspectos de forma que ahí se asoma el sadismo característico del director. Por un lado, tortura al público mediante la espera —más cuando se trata de una imagen violenta—; por el otro, culmina la tensión con pedazos de carne y sesos que nos impactan y asquean.
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Tarantino —ya debe quedar claro— es algo más que la suma de sus influencias; sus citas son, de hecho, la parte menos interesante de su realización. Brian De Palma, sin embargo, no se equivoca, y menos si usamos su denuncia contra generaciones posteriores a Tarantino. La consecuencia más prolífica de Pulp Fiction es la del pastiche, las alusiones decorativas, incluso aunque la película abarque momentos de parodia, como un primer plano de Mia, ensangrentada y medio muerta después de una sobredosis, que parece burlarse de uno en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1964), a su vez una reproducción de otro plano en La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de Carl Theodor Dreyer.
Si Tarantino recurre a Godard por admiración, las generaciones siguientes han recurrido a la alusión como un artefacto de validación intelectual y comercial: son fans superficiales. Bajo esta lógica del pastiche, es común ver cómo en redes sociales se comparan cuadros de distintas películas, separadas a menudo por décadas, que “demuestran” cómo Robert Eggers es nuestro equivalente de Jean Epstein, o Coralie Fargeat de Stanley Kubrick. Estos directores citan con descaro a otros para demostrar su cinefilia y la de su público conocedor, que se autovalida al identificar las alusiones pero raras veces nota el abismo entre películas comerciales sin mucho trasfondo y clásicos que sostienen su vigencia por un carácter subversivo. Vamos, si Pulp Fiction cita a ciertas figuras por ser un manifiesto del imaginario de Tarantino, ¿cuál es el sentido de Fargeat al aludir a El resplandor (The Shining, 1980) dentro de La sustancia (The Substance, 2024), su fábula feminista sobre el envejecimiento y la belleza?
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En algún punto desde los 30 años de que Pulp Fiction terminara su ruta de institucionalización (en 1994 ganó la Palma de Oro en Cannes; en 1995, el Oscar a Mejor Guión Original), espectadores, críticos y cineastas se han convencido de que la importancia de la generación de Tarantino está en la relación que establecen con sus influencias, y no en lo que los hace individuos creativos. Paul Thomas Anderson empezó su carrera copiando a Robert Altman y Martin Scorsese; Léos Carax también hizo de la imitación de Godard un estilo, pero lo importante de ellos es la tensión cada vez mayor que los hace cortar el cordón umbilical. Anderson ha ido abandonando los planos multitudinarios de Altman, y aunque Carax acaba de negar su propia existencia en C’est pas moi (2024), que imita el estilo de Histoire(s) du cinéma, es difícil encontrar en películas como Holy Motors (2012) o Annette (2021) otra cosa que la propia identidad del director francés. Se ha impuesto la inevitable ruptura entre los admiradores y los ídolos pero, insisto, en la siguiente generación se deja ver algo distinto que afecta incluso la percepción de Tarantino y sus contemporáneos.
La generación de Tarantino ha sido concebida como una de nerds, soldados que participaron en el triunfo de dicha subcultura. La venganza de los nerds (Revenge of the Nerds, 1984) no solo era una película típica de Canal Cinco, sino el nuevo orden por venir. En la actualidad, Star Wars no es para inadaptados que usan frenos y lentes; jugar juegos de mesa es relativamente normal, y los héroes de la cultura son los obsesos de la tecnología, pero hay un tono siniestro en este giro. El imaginario nerd tiende a ser uno de resentimiento masculino; su misoginia es perceptible desde productos cinematográficos como Pulp Fiction (las mujeres son niñas, objetos preciosos, llorones o fríos, que gravitan alrededor de los hombres) hasta series como The Big Bang Theory (2007-2019), que a menudo se burlaba de la ignorancia de la vecina atractiva y rubia de los protagonistas. Si consideramos que el gran nerd contemporáneo es Elon Musk, y que el nerd ha evolucionado al llamado techbro (los fanáticos de lo digital que defienden a Nayib Bukele, Javier Milei y Donald Trump), hay motivos para preocuparse por una subcultura que nos llevó al neofascismo.
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Películas como Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2007), Django (Django Unchained, 2012) y Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019) albergan una mentalidad brutal, torpemente antirracista y abiertamente conservadora que coincide con nuestra época y sostiene así la vigencia de Tarantino. La primera de estas películas se regodea en la violencia como modo de enfrentar al fascismo, en vez de verla como una necesidad política indeseable pero necesaria. Vamos, León Trotsky detestaba el terrorismo, pero Tarantino no solo mata a Hitler por necesidad: gustosamente lo balea hasta hacerlo carne molida. Django se deleita con la violencia de tal modo que parece disfrutar una escena en la que dos esclavos negros son puestos a pelear a muerte; las imágenes sádicas no son forma de condenar un genocidio. Finalmente, Érase una vez en Hollywood confunde mañosamente a Charles Manson con los hippies —a quienes Tarantino detesta como cualquier conservador de los sesenta—, cuando se trataba en realidad de un supremacista blanco.
El balance de Tarantino y Pulp Fiction es complicado, no tanto por sus cualidades particulares como cineasta y película, sino por sus consecuencias en el panorama cultural. Quizá por ello habría que concentrarse en el título menos recordado del director —en mi opinión el mejor—, y el menos representativo, ya que rechaza el sadismo, la misoginia, la caricatura y el pastiche: Jackie Brown (1997). De hecho esta es la única adaptación realizada por Tarantino de un material ajeno —la novela Rum Punch (1992), de Elmore Leonard—, pero no por ello deja de ser plenamente suya: hay una tremenda admiración en su forma de contemplar a la icónica Pam Grier, y los monólogos fascinantes se estiran hasta explotar, como siempre, pero además hay una ternura y una vulnerabilidad que no he visto en ninguna otra parte de la filmografía de Tarantino. Por primera vez sus personajes son otra cosa que vehículos para expresar un imaginario de referencias: son seres deseantes, amantes, megalómanos derrotados, tontos útiles; seres humanos. Su colección de humanidades tiene más oportunidad de retener su vigencia que una textualidad obligada a morir cuando dejemos de recordar qué son las películas de explotación, el western, Hollywood, incluso el cine mismo.
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<i>Pulp Fiction</i> parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia.
Los directores actuales, tan adorados por la Academia, se han olvidado de la parodia como recurso; en cambio, están a gusto con la imitación.
En varios momentos del libro De Palma on De Palma (2001), el viejo director se desinhibe frente a los críticos franceses Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud, haciendo lo que más le gusta en las entrevistas: dar codazos. Brian De Palma le pega a la industria de Hollywood, a la crítica estadounidense; le brota el resentimiento por no ser tan querido como sus amigos Martin Scorsese y Steven Spielberg, pero es entendible: a menudo se le acerca la gente para agradecerle por haber dirigido Buenos muchachos (Goodfellas, 1990). En un punto, De Palma se le va encima a la generación de cineastas de Hollywood posterior a la suya —la emergida a finales de los años ochenta—, diciendo que “Quentin Tarantino solo funciona con base en tributos y referencias […] los directores de hoy buscan inspiración en las películas de otras personas. Es bastante decadente”.
Tarantino suele atraer el desprecio de sus héroes: a menudo cita Estallido (Blow Out, 1981), de De Palma, como una de sus películas favoritas, pero ya vimos el resultado. Cuando Jean-Luc Godard supo que el joven director estadounidense nombró a su compañía de producción A Band Apart, en homenaje a Banda aparte (Bande à part, 1964), dijo que preferiría haber recibido dinero de Tarantino para hacer sus propias películas. Es interesante también que dos directores cinéfilos sean tan reacios a darle crédito a su admirador, conocido por su personalidad obsesiva y su verborrea inconteniblemente alusiva al trabajo de otros cineastas. ¿Qué distingue a una generación de otra, y tanto, como para que la mayor vea a la siguiente con menosprecio?
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El filósofo estadounidense Fredric Jameson ofrece la respuesta al distinguir entre el pastiche y la parodia: la última es una imitación de un estilo particular que establece un diálogo crítico al burlarse de él, mientras que el pastiche funciona igual que la tradición pictórica de copiar a los maestros, falsificarlos, para demostrar el virtuosismo del imitador en lo que puede considerarse un ejercicio de autovalidación. Jameson lo llama, por ello, una práctica neutral amputada del impulso satírico.
De Palma suele copiar Vértigo (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock: la trama cuenta la historia de un exdetective que se enamora de una mujer, la ve morir, luego cree reencontrarla y atestigua otra vez —provoca, de hecho— su muerte. Hitchcock habla de la fugacidad del deseo, malentendido como una manifestación del amor: Scottie (James Stewart) no ama a Madeleine/Judy (Kim Novak), sino que se obsesiona con su imagen. Vértigo es definida, entonces, por la ilusión y el renacimiento, de las cuales De Palma está plenamente consciente al filmar una y otra vez su trama sobre la repetición, y al recurrir a lo largo de toda su filmografía a la imagen original de un beso extático. De Palma revive a Hitchcock como Scottie a Madeleine, pero su propia personalidad se impone en las películas y se diluye el original. De Palma copia para demostrar que, de hecho, no se puede copiar; el original es irrepetible y todas sus reproducciones son imágenes desprendidas de él, incomparables. Su ejercicio más satírico, Doble de cuerpo (Body Double, 1984), demuestra una relación paródica.
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Jean-Luc Godard, una fuerte influencia sobre De Palma, también malabarea sus propias influencias con una sobresaliente vocación semiológica. En sus películas pareciera atravesarse su conciencia con la intención de recordarnos que estamos viendo no a personas en situaciones reales, sino imágenes de actores fingiendo que son personas, y envueltos en circunstancias escritas por un artista. En Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), el protagonista, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), dice en voz alta el nombre de su amante, Marianne Renoir (Anna Karina), y se atraviesa en el montaje la Niña pequeña llevando flores, de Pierre-Auguste Renoir: el apellido lleva a Godard, que está controlando la película desde afuera, al maestro impresionista, y lo que vemos es el proceso de asociación mental del director; la película no es solo una expresión de sí mismo, sino que es indistinguible de él. Para Histoire(s) du cinéma (1988-1999), Godard abandonó todo intento de representación y prefirió desarrollar sus argumentos sobre la historia fílmica y la barbarie europea mediante referencias y metraje, en su mayoría, ajeno.
Los ejemplos anteriores demuestran que tanto De Palma como Godard encontraron formas de dialogar con sus influencias mediante las cuales representaron sus preocupaciones acerca de la estética del cine. Podemos intuir cierta lógica del pastiche involucrada, pero sobre todo de la parodia, lo cual les permite la ruptura y una sofisticada discusión sobre la memoria cultural. Sin citar, sus filmografías simplemente no existirían; sus significados dependen en buena medida de comprender sus alusiones. Por ello la crítica industrial estadounidense atacó tanto a De Palma: al ignorar sus influencias y sus significados le sembraron una reputación de imitador o de narrador superficial que acabó marginándolo.
Todo esto nos lleva a Pulp Fiction (1994), de Tarantino, inapropiadamente llamada Tiempos violentos en el mundo hispanohablante. El título es importante porque sugiere las viejas revistas (como el Libro vaquero) que narraban historietas excéntricas de violencia y melodrama. Pulp Fiction no habla sobre una era turbia, sus causas y repercusiones sociales, sino acerca del imaginario de Tarantino, condensado en una película que funciona como una especie de manifiesto individual.
En una escena muy recordada de Pulp Fiction, Vincent (John Travolta), un gángster recién vuelto de Europa, sale con la esposa del jefe, Mia (Uma Thurman), a petición del mismo patrón, quien estará fuera de la ciudad. Mia lleva a Vincent a un restaurante llamado Jack Rabbit Slim’s, donde el decorado, los uniformes y el menú están compuestos de iconografía popular. Un hombre disfrazado de Buddy Holly atiende la mesa-coche de Vincent y Mia, quien confunde a Mamie Van Doren con Marilyn Monroe. Vincent —en ese momento un sustituto en pantalla de Tarantino— la corrige. Todos los personajes de la película son, en un momento u otro, versiones del propio director que monologan, a imagen y semejanza de él, sobre temas como la diferencia entre barriga y panza, la obsesión europea con la mayonesa y el propósito de las perforaciones en la piel. Es importante, entonces, que Vincent describa al restaurante como “un museo de cera con pulso”. Pareciera tratarse de Tarantino describiendo la propia película.
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A pesar de todo, la escena no tiene un impacto considerable en la significación de Pulp Fiction, que de hecho no intenta decirnos mucho sobre la iconografía; es más importante, por ejemplo, la urgencia de redención contada en el arco de Jules Winnfield (Samuel L. Jackson). Tarantino es un director que usa las alusiones como fetiches, expresiones de su personalidad similares, sí, a las intrusiones de Godard, pero en absoluto iguales. Godard trata sus referencias como textos que impactan en su realización hasta convertirse en la base misma de ella: una breve historia del cine y de la cultura europea. Tarantino no depende de citar, sino que decora su película como un adolescente a su habitación: es un admirador, un fan. Godard crea un cine revolucionario que, tomando como base el pasado, busca el futuro; Tarantino solo mira hacia atrás, maravillado con todo cuanto ya se hizo.
Afortunadamente, Pulp Fiction parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia: Sergio Leone. Para afirmarlo, basta recordar el duelo al final de El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) y compararlo con las largas escenas de Tarantino, incluido, claro, un duelo similar en Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992). Tan importan más el ritmo y otros aspectos de forma que ahí se asoma el sadismo característico del director. Por un lado, tortura al público mediante la espera —más cuando se trata de una imagen violenta—; por el otro, culmina la tensión con pedazos de carne y sesos que nos impactan y asquean.
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Tarantino —ya debe quedar claro— es algo más que la suma de sus influencias; sus citas son, de hecho, la parte menos interesante de su realización. Brian De Palma, sin embargo, no se equivoca, y menos si usamos su denuncia contra generaciones posteriores a Tarantino. La consecuencia más prolífica de Pulp Fiction es la del pastiche, las alusiones decorativas, incluso aunque la película abarque momentos de parodia, como un primer plano de Mia, ensangrentada y medio muerta después de una sobredosis, que parece burlarse de uno en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1964), a su vez una reproducción de otro plano en La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de Carl Theodor Dreyer.
Si Tarantino recurre a Godard por admiración, las generaciones siguientes han recurrido a la alusión como un artefacto de validación intelectual y comercial: son fans superficiales. Bajo esta lógica del pastiche, es común ver cómo en redes sociales se comparan cuadros de distintas películas, separadas a menudo por décadas, que “demuestran” cómo Robert Eggers es nuestro equivalente de Jean Epstein, o Coralie Fargeat de Stanley Kubrick. Estos directores citan con descaro a otros para demostrar su cinefilia y la de su público conocedor, que se autovalida al identificar las alusiones pero raras veces nota el abismo entre películas comerciales sin mucho trasfondo y clásicos que sostienen su vigencia por un carácter subversivo. Vamos, si Pulp Fiction cita a ciertas figuras por ser un manifiesto del imaginario de Tarantino, ¿cuál es el sentido de Fargeat al aludir a El resplandor (The Shining, 1980) dentro de La sustancia (The Substance, 2024), su fábula feminista sobre el envejecimiento y la belleza?
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En algún punto desde los 30 años de que Pulp Fiction terminara su ruta de institucionalización (en 1994 ganó la Palma de Oro en Cannes; en 1995, el Oscar a Mejor Guión Original), espectadores, críticos y cineastas se han convencido de que la importancia de la generación de Tarantino está en la relación que establecen con sus influencias, y no en lo que los hace individuos creativos. Paul Thomas Anderson empezó su carrera copiando a Robert Altman y Martin Scorsese; Léos Carax también hizo de la imitación de Godard un estilo, pero lo importante de ellos es la tensión cada vez mayor que los hace cortar el cordón umbilical. Anderson ha ido abandonando los planos multitudinarios de Altman, y aunque Carax acaba de negar su propia existencia en C’est pas moi (2024), que imita el estilo de Histoire(s) du cinéma, es difícil encontrar en películas como Holy Motors (2012) o Annette (2021) otra cosa que la propia identidad del director francés. Se ha impuesto la inevitable ruptura entre los admiradores y los ídolos pero, insisto, en la siguiente generación se deja ver algo distinto que afecta incluso la percepción de Tarantino y sus contemporáneos.
La generación de Tarantino ha sido concebida como una de nerds, soldados que participaron en el triunfo de dicha subcultura. La venganza de los nerds (Revenge of the Nerds, 1984) no solo era una película típica de Canal Cinco, sino el nuevo orden por venir. En la actualidad, Star Wars no es para inadaptados que usan frenos y lentes; jugar juegos de mesa es relativamente normal, y los héroes de la cultura son los obsesos de la tecnología, pero hay un tono siniestro en este giro. El imaginario nerd tiende a ser uno de resentimiento masculino; su misoginia es perceptible desde productos cinematográficos como Pulp Fiction (las mujeres son niñas, objetos preciosos, llorones o fríos, que gravitan alrededor de los hombres) hasta series como The Big Bang Theory (2007-2019), que a menudo se burlaba de la ignorancia de la vecina atractiva y rubia de los protagonistas. Si consideramos que el gran nerd contemporáneo es Elon Musk, y que el nerd ha evolucionado al llamado techbro (los fanáticos de lo digital que defienden a Nayib Bukele, Javier Milei y Donald Trump), hay motivos para preocuparse por una subcultura que nos llevó al neofascismo.
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Películas como Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2007), Django (Django Unchained, 2012) y Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019) albergan una mentalidad brutal, torpemente antirracista y abiertamente conservadora que coincide con nuestra época y sostiene así la vigencia de Tarantino. La primera de estas películas se regodea en la violencia como modo de enfrentar al fascismo, en vez de verla como una necesidad política indeseable pero necesaria. Vamos, León Trotsky detestaba el terrorismo, pero Tarantino no solo mata a Hitler por necesidad: gustosamente lo balea hasta hacerlo carne molida. Django se deleita con la violencia de tal modo que parece disfrutar una escena en la que dos esclavos negros son puestos a pelear a muerte; las imágenes sádicas no son forma de condenar un genocidio. Finalmente, Érase una vez en Hollywood confunde mañosamente a Charles Manson con los hippies —a quienes Tarantino detesta como cualquier conservador de los sesenta—, cuando se trataba en realidad de un supremacista blanco.
El balance de Tarantino y Pulp Fiction es complicado, no tanto por sus cualidades particulares como cineasta y película, sino por sus consecuencias en el panorama cultural. Quizá por ello habría que concentrarse en el título menos recordado del director —en mi opinión el mejor—, y el menos representativo, ya que rechaza el sadismo, la misoginia, la caricatura y el pastiche: Jackie Brown (1997). De hecho esta es la única adaptación realizada por Tarantino de un material ajeno —la novela Rum Punch (1992), de Elmore Leonard—, pero no por ello deja de ser plenamente suya: hay una tremenda admiración en su forma de contemplar a la icónica Pam Grier, y los monólogos fascinantes se estiran hasta explotar, como siempre, pero además hay una ternura y una vulnerabilidad que no he visto en ninguna otra parte de la filmografía de Tarantino. Por primera vez sus personajes son otra cosa que vehículos para expresar un imaginario de referencias: son seres deseantes, amantes, megalómanos derrotados, tontos útiles; seres humanos. Su colección de humanidades tiene más oportunidad de retener su vigencia que una textualidad obligada a morir cuando dejemos de recordar qué son las películas de explotación, el western, Hollywood, incluso el cine mismo.
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Los directores actuales, tan adorados por la Academia, se han olvidado de la parodia como recurso; en cambio, están a gusto con la imitación.
En varios momentos del libro De Palma on De Palma (2001), el viejo director se desinhibe frente a los críticos franceses Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud, haciendo lo que más le gusta en las entrevistas: dar codazos. Brian De Palma le pega a la industria de Hollywood, a la crítica estadounidense; le brota el resentimiento por no ser tan querido como sus amigos Martin Scorsese y Steven Spielberg, pero es entendible: a menudo se le acerca la gente para agradecerle por haber dirigido Buenos muchachos (Goodfellas, 1990). En un punto, De Palma se le va encima a la generación de cineastas de Hollywood posterior a la suya —la emergida a finales de los años ochenta—, diciendo que “Quentin Tarantino solo funciona con base en tributos y referencias […] los directores de hoy buscan inspiración en las películas de otras personas. Es bastante decadente”.
Tarantino suele atraer el desprecio de sus héroes: a menudo cita Estallido (Blow Out, 1981), de De Palma, como una de sus películas favoritas, pero ya vimos el resultado. Cuando Jean-Luc Godard supo que el joven director estadounidense nombró a su compañía de producción A Band Apart, en homenaje a Banda aparte (Bande à part, 1964), dijo que preferiría haber recibido dinero de Tarantino para hacer sus propias películas. Es interesante también que dos directores cinéfilos sean tan reacios a darle crédito a su admirador, conocido por su personalidad obsesiva y su verborrea inconteniblemente alusiva al trabajo de otros cineastas. ¿Qué distingue a una generación de otra, y tanto, como para que la mayor vea a la siguiente con menosprecio?
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El filósofo estadounidense Fredric Jameson ofrece la respuesta al distinguir entre el pastiche y la parodia: la última es una imitación de un estilo particular que establece un diálogo crítico al burlarse de él, mientras que el pastiche funciona igual que la tradición pictórica de copiar a los maestros, falsificarlos, para demostrar el virtuosismo del imitador en lo que puede considerarse un ejercicio de autovalidación. Jameson lo llama, por ello, una práctica neutral amputada del impulso satírico.
De Palma suele copiar Vértigo (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock: la trama cuenta la historia de un exdetective que se enamora de una mujer, la ve morir, luego cree reencontrarla y atestigua otra vez —provoca, de hecho— su muerte. Hitchcock habla de la fugacidad del deseo, malentendido como una manifestación del amor: Scottie (James Stewart) no ama a Madeleine/Judy (Kim Novak), sino que se obsesiona con su imagen. Vértigo es definida, entonces, por la ilusión y el renacimiento, de las cuales De Palma está plenamente consciente al filmar una y otra vez su trama sobre la repetición, y al recurrir a lo largo de toda su filmografía a la imagen original de un beso extático. De Palma revive a Hitchcock como Scottie a Madeleine, pero su propia personalidad se impone en las películas y se diluye el original. De Palma copia para demostrar que, de hecho, no se puede copiar; el original es irrepetible y todas sus reproducciones son imágenes desprendidas de él, incomparables. Su ejercicio más satírico, Doble de cuerpo (Body Double, 1984), demuestra una relación paródica.
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Jean-Luc Godard, una fuerte influencia sobre De Palma, también malabarea sus propias influencias con una sobresaliente vocación semiológica. En sus películas pareciera atravesarse su conciencia con la intención de recordarnos que estamos viendo no a personas en situaciones reales, sino imágenes de actores fingiendo que son personas, y envueltos en circunstancias escritas por un artista. En Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), el protagonista, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), dice en voz alta el nombre de su amante, Marianne Renoir (Anna Karina), y se atraviesa en el montaje la Niña pequeña llevando flores, de Pierre-Auguste Renoir: el apellido lleva a Godard, que está controlando la película desde afuera, al maestro impresionista, y lo que vemos es el proceso de asociación mental del director; la película no es solo una expresión de sí mismo, sino que es indistinguible de él. Para Histoire(s) du cinéma (1988-1999), Godard abandonó todo intento de representación y prefirió desarrollar sus argumentos sobre la historia fílmica y la barbarie europea mediante referencias y metraje, en su mayoría, ajeno.
Los ejemplos anteriores demuestran que tanto De Palma como Godard encontraron formas de dialogar con sus influencias mediante las cuales representaron sus preocupaciones acerca de la estética del cine. Podemos intuir cierta lógica del pastiche involucrada, pero sobre todo de la parodia, lo cual les permite la ruptura y una sofisticada discusión sobre la memoria cultural. Sin citar, sus filmografías simplemente no existirían; sus significados dependen en buena medida de comprender sus alusiones. Por ello la crítica industrial estadounidense atacó tanto a De Palma: al ignorar sus influencias y sus significados le sembraron una reputación de imitador o de narrador superficial que acabó marginándolo.
Todo esto nos lleva a Pulp Fiction (1994), de Tarantino, inapropiadamente llamada Tiempos violentos en el mundo hispanohablante. El título es importante porque sugiere las viejas revistas (como el Libro vaquero) que narraban historietas excéntricas de violencia y melodrama. Pulp Fiction no habla sobre una era turbia, sus causas y repercusiones sociales, sino acerca del imaginario de Tarantino, condensado en una película que funciona como una especie de manifiesto individual.
En una escena muy recordada de Pulp Fiction, Vincent (John Travolta), un gángster recién vuelto de Europa, sale con la esposa del jefe, Mia (Uma Thurman), a petición del mismo patrón, quien estará fuera de la ciudad. Mia lleva a Vincent a un restaurante llamado Jack Rabbit Slim’s, donde el decorado, los uniformes y el menú están compuestos de iconografía popular. Un hombre disfrazado de Buddy Holly atiende la mesa-coche de Vincent y Mia, quien confunde a Mamie Van Doren con Marilyn Monroe. Vincent —en ese momento un sustituto en pantalla de Tarantino— la corrige. Todos los personajes de la película son, en un momento u otro, versiones del propio director que monologan, a imagen y semejanza de él, sobre temas como la diferencia entre barriga y panza, la obsesión europea con la mayonesa y el propósito de las perforaciones en la piel. Es importante, entonces, que Vincent describa al restaurante como “un museo de cera con pulso”. Pareciera tratarse de Tarantino describiendo la propia película.
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A pesar de todo, la escena no tiene un impacto considerable en la significación de Pulp Fiction, que de hecho no intenta decirnos mucho sobre la iconografía; es más importante, por ejemplo, la urgencia de redención contada en el arco de Jules Winnfield (Samuel L. Jackson). Tarantino es un director que usa las alusiones como fetiches, expresiones de su personalidad similares, sí, a las intrusiones de Godard, pero en absoluto iguales. Godard trata sus referencias como textos que impactan en su realización hasta convertirse en la base misma de ella: una breve historia del cine y de la cultura europea. Tarantino no depende de citar, sino que decora su película como un adolescente a su habitación: es un admirador, un fan. Godard crea un cine revolucionario que, tomando como base el pasado, busca el futuro; Tarantino solo mira hacia atrás, maravillado con todo cuanto ya se hizo.
Afortunadamente, Pulp Fiction parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia: Sergio Leone. Para afirmarlo, basta recordar el duelo al final de El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) y compararlo con las largas escenas de Tarantino, incluido, claro, un duelo similar en Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992). Tan importan más el ritmo y otros aspectos de forma que ahí se asoma el sadismo característico del director. Por un lado, tortura al público mediante la espera —más cuando se trata de una imagen violenta—; por el otro, culmina la tensión con pedazos de carne y sesos que nos impactan y asquean.
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Tarantino —ya debe quedar claro— es algo más que la suma de sus influencias; sus citas son, de hecho, la parte menos interesante de su realización. Brian De Palma, sin embargo, no se equivoca, y menos si usamos su denuncia contra generaciones posteriores a Tarantino. La consecuencia más prolífica de Pulp Fiction es la del pastiche, las alusiones decorativas, incluso aunque la película abarque momentos de parodia, como un primer plano de Mia, ensangrentada y medio muerta después de una sobredosis, que parece burlarse de uno en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1964), a su vez una reproducción de otro plano en La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de Carl Theodor Dreyer.
Si Tarantino recurre a Godard por admiración, las generaciones siguientes han recurrido a la alusión como un artefacto de validación intelectual y comercial: son fans superficiales. Bajo esta lógica del pastiche, es común ver cómo en redes sociales se comparan cuadros de distintas películas, separadas a menudo por décadas, que “demuestran” cómo Robert Eggers es nuestro equivalente de Jean Epstein, o Coralie Fargeat de Stanley Kubrick. Estos directores citan con descaro a otros para demostrar su cinefilia y la de su público conocedor, que se autovalida al identificar las alusiones pero raras veces nota el abismo entre películas comerciales sin mucho trasfondo y clásicos que sostienen su vigencia por un carácter subversivo. Vamos, si Pulp Fiction cita a ciertas figuras por ser un manifiesto del imaginario de Tarantino, ¿cuál es el sentido de Fargeat al aludir a El resplandor (The Shining, 1980) dentro de La sustancia (The Substance, 2024), su fábula feminista sobre el envejecimiento y la belleza?
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En algún punto desde los 30 años de que Pulp Fiction terminara su ruta de institucionalización (en 1994 ganó la Palma de Oro en Cannes; en 1995, el Oscar a Mejor Guión Original), espectadores, críticos y cineastas se han convencido de que la importancia de la generación de Tarantino está en la relación que establecen con sus influencias, y no en lo que los hace individuos creativos. Paul Thomas Anderson empezó su carrera copiando a Robert Altman y Martin Scorsese; Léos Carax también hizo de la imitación de Godard un estilo, pero lo importante de ellos es la tensión cada vez mayor que los hace cortar el cordón umbilical. Anderson ha ido abandonando los planos multitudinarios de Altman, y aunque Carax acaba de negar su propia existencia en C’est pas moi (2024), que imita el estilo de Histoire(s) du cinéma, es difícil encontrar en películas como Holy Motors (2012) o Annette (2021) otra cosa que la propia identidad del director francés. Se ha impuesto la inevitable ruptura entre los admiradores y los ídolos pero, insisto, en la siguiente generación se deja ver algo distinto que afecta incluso la percepción de Tarantino y sus contemporáneos.
La generación de Tarantino ha sido concebida como una de nerds, soldados que participaron en el triunfo de dicha subcultura. La venganza de los nerds (Revenge of the Nerds, 1984) no solo era una película típica de Canal Cinco, sino el nuevo orden por venir. En la actualidad, Star Wars no es para inadaptados que usan frenos y lentes; jugar juegos de mesa es relativamente normal, y los héroes de la cultura son los obsesos de la tecnología, pero hay un tono siniestro en este giro. El imaginario nerd tiende a ser uno de resentimiento masculino; su misoginia es perceptible desde productos cinematográficos como Pulp Fiction (las mujeres son niñas, objetos preciosos, llorones o fríos, que gravitan alrededor de los hombres) hasta series como The Big Bang Theory (2007-2019), que a menudo se burlaba de la ignorancia de la vecina atractiva y rubia de los protagonistas. Si consideramos que el gran nerd contemporáneo es Elon Musk, y que el nerd ha evolucionado al llamado techbro (los fanáticos de lo digital que defienden a Nayib Bukele, Javier Milei y Donald Trump), hay motivos para preocuparse por una subcultura que nos llevó al neofascismo.
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Películas como Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2007), Django (Django Unchained, 2012) y Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019) albergan una mentalidad brutal, torpemente antirracista y abiertamente conservadora que coincide con nuestra época y sostiene así la vigencia de Tarantino. La primera de estas películas se regodea en la violencia como modo de enfrentar al fascismo, en vez de verla como una necesidad política indeseable pero necesaria. Vamos, León Trotsky detestaba el terrorismo, pero Tarantino no solo mata a Hitler por necesidad: gustosamente lo balea hasta hacerlo carne molida. Django se deleita con la violencia de tal modo que parece disfrutar una escena en la que dos esclavos negros son puestos a pelear a muerte; las imágenes sádicas no son forma de condenar un genocidio. Finalmente, Érase una vez en Hollywood confunde mañosamente a Charles Manson con los hippies —a quienes Tarantino detesta como cualquier conservador de los sesenta—, cuando se trataba en realidad de un supremacista blanco.
El balance de Tarantino y Pulp Fiction es complicado, no tanto por sus cualidades particulares como cineasta y película, sino por sus consecuencias en el panorama cultural. Quizá por ello habría que concentrarse en el título menos recordado del director —en mi opinión el mejor—, y el menos representativo, ya que rechaza el sadismo, la misoginia, la caricatura y el pastiche: Jackie Brown (1997). De hecho esta es la única adaptación realizada por Tarantino de un material ajeno —la novela Rum Punch (1992), de Elmore Leonard—, pero no por ello deja de ser plenamente suya: hay una tremenda admiración en su forma de contemplar a la icónica Pam Grier, y los monólogos fascinantes se estiran hasta explotar, como siempre, pero además hay una ternura y una vulnerabilidad que no he visto en ninguna otra parte de la filmografía de Tarantino. Por primera vez sus personajes son otra cosa que vehículos para expresar un imaginario de referencias: son seres deseantes, amantes, megalómanos derrotados, tontos útiles; seres humanos. Su colección de humanidades tiene más oportunidad de retener su vigencia que una textualidad obligada a morir cuando dejemos de recordar qué son las películas de explotación, el western, Hollywood, incluso el cine mismo.
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<i>Pulp Fiction</i> parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia.
En varios momentos del libro De Palma on De Palma (2001), el viejo director se desinhibe frente a los críticos franceses Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud, haciendo lo que más le gusta en las entrevistas: dar codazos. Brian De Palma le pega a la industria de Hollywood, a la crítica estadounidense; le brota el resentimiento por no ser tan querido como sus amigos Martin Scorsese y Steven Spielberg, pero es entendible: a menudo se le acerca la gente para agradecerle por haber dirigido Buenos muchachos (Goodfellas, 1990). En un punto, De Palma se le va encima a la generación de cineastas de Hollywood posterior a la suya —la emergida a finales de los años ochenta—, diciendo que “Quentin Tarantino solo funciona con base en tributos y referencias […] los directores de hoy buscan inspiración en las películas de otras personas. Es bastante decadente”.
Tarantino suele atraer el desprecio de sus héroes: a menudo cita Estallido (Blow Out, 1981), de De Palma, como una de sus películas favoritas, pero ya vimos el resultado. Cuando Jean-Luc Godard supo que el joven director estadounidense nombró a su compañía de producción A Band Apart, en homenaje a Banda aparte (Bande à part, 1964), dijo que preferiría haber recibido dinero de Tarantino para hacer sus propias películas. Es interesante también que dos directores cinéfilos sean tan reacios a darle crédito a su admirador, conocido por su personalidad obsesiva y su verborrea inconteniblemente alusiva al trabajo de otros cineastas. ¿Qué distingue a una generación de otra, y tanto, como para que la mayor vea a la siguiente con menosprecio?
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El filósofo estadounidense Fredric Jameson ofrece la respuesta al distinguir entre el pastiche y la parodia: la última es una imitación de un estilo particular que establece un diálogo crítico al burlarse de él, mientras que el pastiche funciona igual que la tradición pictórica de copiar a los maestros, falsificarlos, para demostrar el virtuosismo del imitador en lo que puede considerarse un ejercicio de autovalidación. Jameson lo llama, por ello, una práctica neutral amputada del impulso satírico.
De Palma suele copiar Vértigo (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock: la trama cuenta la historia de un exdetective que se enamora de una mujer, la ve morir, luego cree reencontrarla y atestigua otra vez —provoca, de hecho— su muerte. Hitchcock habla de la fugacidad del deseo, malentendido como una manifestación del amor: Scottie (James Stewart) no ama a Madeleine/Judy (Kim Novak), sino que se obsesiona con su imagen. Vértigo es definida, entonces, por la ilusión y el renacimiento, de las cuales De Palma está plenamente consciente al filmar una y otra vez su trama sobre la repetición, y al recurrir a lo largo de toda su filmografía a la imagen original de un beso extático. De Palma revive a Hitchcock como Scottie a Madeleine, pero su propia personalidad se impone en las películas y se diluye el original. De Palma copia para demostrar que, de hecho, no se puede copiar; el original es irrepetible y todas sus reproducciones son imágenes desprendidas de él, incomparables. Su ejercicio más satírico, Doble de cuerpo (Body Double, 1984), demuestra una relación paródica.
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Jean-Luc Godard, una fuerte influencia sobre De Palma, también malabarea sus propias influencias con una sobresaliente vocación semiológica. En sus películas pareciera atravesarse su conciencia con la intención de recordarnos que estamos viendo no a personas en situaciones reales, sino imágenes de actores fingiendo que son personas, y envueltos en circunstancias escritas por un artista. En Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), el protagonista, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), dice en voz alta el nombre de su amante, Marianne Renoir (Anna Karina), y se atraviesa en el montaje la Niña pequeña llevando flores, de Pierre-Auguste Renoir: el apellido lleva a Godard, que está controlando la película desde afuera, al maestro impresionista, y lo que vemos es el proceso de asociación mental del director; la película no es solo una expresión de sí mismo, sino que es indistinguible de él. Para Histoire(s) du cinéma (1988-1999), Godard abandonó todo intento de representación y prefirió desarrollar sus argumentos sobre la historia fílmica y la barbarie europea mediante referencias y metraje, en su mayoría, ajeno.
Los ejemplos anteriores demuestran que tanto De Palma como Godard encontraron formas de dialogar con sus influencias mediante las cuales representaron sus preocupaciones acerca de la estética del cine. Podemos intuir cierta lógica del pastiche involucrada, pero sobre todo de la parodia, lo cual les permite la ruptura y una sofisticada discusión sobre la memoria cultural. Sin citar, sus filmografías simplemente no existirían; sus significados dependen en buena medida de comprender sus alusiones. Por ello la crítica industrial estadounidense atacó tanto a De Palma: al ignorar sus influencias y sus significados le sembraron una reputación de imitador o de narrador superficial que acabó marginándolo.
Todo esto nos lleva a Pulp Fiction (1994), de Tarantino, inapropiadamente llamada Tiempos violentos en el mundo hispanohablante. El título es importante porque sugiere las viejas revistas (como el Libro vaquero) que narraban historietas excéntricas de violencia y melodrama. Pulp Fiction no habla sobre una era turbia, sus causas y repercusiones sociales, sino acerca del imaginario de Tarantino, condensado en una película que funciona como una especie de manifiesto individual.
En una escena muy recordada de Pulp Fiction, Vincent (John Travolta), un gángster recién vuelto de Europa, sale con la esposa del jefe, Mia (Uma Thurman), a petición del mismo patrón, quien estará fuera de la ciudad. Mia lleva a Vincent a un restaurante llamado Jack Rabbit Slim’s, donde el decorado, los uniformes y el menú están compuestos de iconografía popular. Un hombre disfrazado de Buddy Holly atiende la mesa-coche de Vincent y Mia, quien confunde a Mamie Van Doren con Marilyn Monroe. Vincent —en ese momento un sustituto en pantalla de Tarantino— la corrige. Todos los personajes de la película son, en un momento u otro, versiones del propio director que monologan, a imagen y semejanza de él, sobre temas como la diferencia entre barriga y panza, la obsesión europea con la mayonesa y el propósito de las perforaciones en la piel. Es importante, entonces, que Vincent describa al restaurante como “un museo de cera con pulso”. Pareciera tratarse de Tarantino describiendo la propia película.
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A pesar de todo, la escena no tiene un impacto considerable en la significación de Pulp Fiction, que de hecho no intenta decirnos mucho sobre la iconografía; es más importante, por ejemplo, la urgencia de redención contada en el arco de Jules Winnfield (Samuel L. Jackson). Tarantino es un director que usa las alusiones como fetiches, expresiones de su personalidad similares, sí, a las intrusiones de Godard, pero en absoluto iguales. Godard trata sus referencias como textos que impactan en su realización hasta convertirse en la base misma de ella: una breve historia del cine y de la cultura europea. Tarantino no depende de citar, sino que decora su película como un adolescente a su habitación: es un admirador, un fan. Godard crea un cine revolucionario que, tomando como base el pasado, busca el futuro; Tarantino solo mira hacia atrás, maravillado con todo cuanto ya se hizo.
Afortunadamente, Pulp Fiction parece consciente de sus limitaciones: su mayor énfasis, como en todas las demás películas de Tarantino, está en narrar, en observar a los formidables elencos y en estirar el tiempo mediante conversaciones tensas como su mayor influencia: Sergio Leone. Para afirmarlo, basta recordar el duelo al final de El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) y compararlo con las largas escenas de Tarantino, incluido, claro, un duelo similar en Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992). Tan importan más el ritmo y otros aspectos de forma que ahí se asoma el sadismo característico del director. Por un lado, tortura al público mediante la espera —más cuando se trata de una imagen violenta—; por el otro, culmina la tensión con pedazos de carne y sesos que nos impactan y asquean.
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Tarantino —ya debe quedar claro— es algo más que la suma de sus influencias; sus citas son, de hecho, la parte menos interesante de su realización. Brian De Palma, sin embargo, no se equivoca, y menos si usamos su denuncia contra generaciones posteriores a Tarantino. La consecuencia más prolífica de Pulp Fiction es la del pastiche, las alusiones decorativas, incluso aunque la película abarque momentos de parodia, como un primer plano de Mia, ensangrentada y medio muerta después de una sobredosis, que parece burlarse de uno en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1964), a su vez una reproducción de otro plano en La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de Carl Theodor Dreyer.
Si Tarantino recurre a Godard por admiración, las generaciones siguientes han recurrido a la alusión como un artefacto de validación intelectual y comercial: son fans superficiales. Bajo esta lógica del pastiche, es común ver cómo en redes sociales se comparan cuadros de distintas películas, separadas a menudo por décadas, que “demuestran” cómo Robert Eggers es nuestro equivalente de Jean Epstein, o Coralie Fargeat de Stanley Kubrick. Estos directores citan con descaro a otros para demostrar su cinefilia y la de su público conocedor, que se autovalida al identificar las alusiones pero raras veces nota el abismo entre películas comerciales sin mucho trasfondo y clásicos que sostienen su vigencia por un carácter subversivo. Vamos, si Pulp Fiction cita a ciertas figuras por ser un manifiesto del imaginario de Tarantino, ¿cuál es el sentido de Fargeat al aludir a El resplandor (The Shining, 1980) dentro de La sustancia (The Substance, 2024), su fábula feminista sobre el envejecimiento y la belleza?
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En algún punto desde los 30 años de que Pulp Fiction terminara su ruta de institucionalización (en 1994 ganó la Palma de Oro en Cannes; en 1995, el Oscar a Mejor Guión Original), espectadores, críticos y cineastas se han convencido de que la importancia de la generación de Tarantino está en la relación que establecen con sus influencias, y no en lo que los hace individuos creativos. Paul Thomas Anderson empezó su carrera copiando a Robert Altman y Martin Scorsese; Léos Carax también hizo de la imitación de Godard un estilo, pero lo importante de ellos es la tensión cada vez mayor que los hace cortar el cordón umbilical. Anderson ha ido abandonando los planos multitudinarios de Altman, y aunque Carax acaba de negar su propia existencia en C’est pas moi (2024), que imita el estilo de Histoire(s) du cinéma, es difícil encontrar en películas como Holy Motors (2012) o Annette (2021) otra cosa que la propia identidad del director francés. Se ha impuesto la inevitable ruptura entre los admiradores y los ídolos pero, insisto, en la siguiente generación se deja ver algo distinto que afecta incluso la percepción de Tarantino y sus contemporáneos.
La generación de Tarantino ha sido concebida como una de nerds, soldados que participaron en el triunfo de dicha subcultura. La venganza de los nerds (Revenge of the Nerds, 1984) no solo era una película típica de Canal Cinco, sino el nuevo orden por venir. En la actualidad, Star Wars no es para inadaptados que usan frenos y lentes; jugar juegos de mesa es relativamente normal, y los héroes de la cultura son los obsesos de la tecnología, pero hay un tono siniestro en este giro. El imaginario nerd tiende a ser uno de resentimiento masculino; su misoginia es perceptible desde productos cinematográficos como Pulp Fiction (las mujeres son niñas, objetos preciosos, llorones o fríos, que gravitan alrededor de los hombres) hasta series como The Big Bang Theory (2007-2019), que a menudo se burlaba de la ignorancia de la vecina atractiva y rubia de los protagonistas. Si consideramos que el gran nerd contemporáneo es Elon Musk, y que el nerd ha evolucionado al llamado techbro (los fanáticos de lo digital que defienden a Nayib Bukele, Javier Milei y Donald Trump), hay motivos para preocuparse por una subcultura que nos llevó al neofascismo.
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Películas como Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2007), Django (Django Unchained, 2012) y Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019) albergan una mentalidad brutal, torpemente antirracista y abiertamente conservadora que coincide con nuestra época y sostiene así la vigencia de Tarantino. La primera de estas películas se regodea en la violencia como modo de enfrentar al fascismo, en vez de verla como una necesidad política indeseable pero necesaria. Vamos, León Trotsky detestaba el terrorismo, pero Tarantino no solo mata a Hitler por necesidad: gustosamente lo balea hasta hacerlo carne molida. Django se deleita con la violencia de tal modo que parece disfrutar una escena en la que dos esclavos negros son puestos a pelear a muerte; las imágenes sádicas no son forma de condenar un genocidio. Finalmente, Érase una vez en Hollywood confunde mañosamente a Charles Manson con los hippies —a quienes Tarantino detesta como cualquier conservador de los sesenta—, cuando se trataba en realidad de un supremacista blanco.
El balance de Tarantino y Pulp Fiction es complicado, no tanto por sus cualidades particulares como cineasta y película, sino por sus consecuencias en el panorama cultural. Quizá por ello habría que concentrarse en el título menos recordado del director —en mi opinión el mejor—, y el menos representativo, ya que rechaza el sadismo, la misoginia, la caricatura y el pastiche: Jackie Brown (1997). De hecho esta es la única adaptación realizada por Tarantino de un material ajeno —la novela Rum Punch (1992), de Elmore Leonard—, pero no por ello deja de ser plenamente suya: hay una tremenda admiración en su forma de contemplar a la icónica Pam Grier, y los monólogos fascinantes se estiran hasta explotar, como siempre, pero además hay una ternura y una vulnerabilidad que no he visto en ninguna otra parte de la filmografía de Tarantino. Por primera vez sus personajes son otra cosa que vehículos para expresar un imaginario de referencias: son seres deseantes, amantes, megalómanos derrotados, tontos útiles; seres humanos. Su colección de humanidades tiene más oportunidad de retener su vigencia que una textualidad obligada a morir cuando dejemos de recordar qué son las películas de explotación, el western, Hollywood, incluso el cine mismo.
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