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Manuel e Itzel tratan de rehacer su vida después de muchos años de haber sido encarcelado injustamente.
Pasó más de 20 años encarcelado por un delito que quizá nunca ocurrió. Manuel Ramírez Valdovinos fue liberado de forma tan inexplicable como ocurrió su detención, pero su libertad no ha significado recuperar su vida.
Manuel Ramírez Valdovinos llegó con una larga barba que recordaba a los músicos de ZZ Top. Iba bien peinado, con el cabello acomodado hacia un lado, un chaleco azul cielo y una polo color vino. Ha perdido más de 15 kilos desde que salió de prisión en 2021, después de más de dos décadas de haber estado encerrado por un homicidio que nunca cometió y, aparentemente, nunca ocurrió.
Es un día soleado en el municipio de Otumba, en el Estado de México. La sombra es fresca, pero estando bajo el sol, el calor aletarga. Manuel, de 46 años, llegó a este encuentro con su esposa, Itzel Perea, desde San Martín de las Pirámides, donde viven con dos perros pequeños y un gato. Le toma una hora llegar hasta aquí, a 10 kilómetros de su hogar. El regreso es una hora más. Es un traslado que le cuesta más que tiempo. Es dinero que no tiene y un día que podría aprovechar para trabajar.
Aquí, donde nos hemos encontrado, está el Centro Penal de Reinserción Social Otumba Tepachico. Aunque esta región del Estado de México está generalmente llena de vegetación, hoy el pasto está seco y todo luce en tonos ocres. Es el lunes 26 de febrero y todavía no llega la primavera. La caseta de vigilancia está vacía y una señal advierte a los conductores que quieran entrar que deben prender las luces del interior. Una estructura gigantesca color verde, donde debería haber algún tipo de señal o anuncio publicitario, simplemente está ahí, abandonada, como en huesos. Este paisaje desolador contagia una sensación de abandono. Desde fuera solo puede verse un guardia en el acceso principal, escondido en la sombra, protegiéndose del sol y el calor.
Este es uno de los tantos lugares donde Manuel pasó sus años de encierro; las cárceles de Tenancingo, Chalco y Nezahualcóyotl fueron otros. Antes de ser liberado, el 16 de julio de 2021, había pasado ya siete años en el Centro Federal de Readaptación Social No. 1 Altiplano, mejor conocido como Almoloya o el Altiplano, donde estuvieron presos personajes como el narcotraficante Rafael Caro Quintero o el secuestrador Daniel Arizmendi, el “Mochaorejas”. Pero el delito cometido por Manuel dista mucho de los perpetrados por sus compañeros de prisión, y hay incluso dudas de que realmente haya ocurrido.
Alcanzó su libertad gracias a la presión política que su defensa, activistas y legisladores ejercieron sobre el gobierno estatal. Desde entonces, tiene que visitar el penal para firmar cada 15 días. “Todos piensan que a mí me dieron una absolución”, explica frustrado. “Ni siquiera me dieron una disculpa. A mí me agarraron y me echaron a la calle porque yo era una persona nociva para el sistema que está recibiendo toda clase de irregularidades, de corrupción y de porquería [de la] que está plagada el Poder Judicial”.
Mientras camina hacia el patio externo del penal, el guardia lo saluda y le pide que se registre. Su esposa camina detrás de él cuando cruzan el control de seguridad. En este punto ya no hay sombra, salvo debajo de las sombrillas de metal que protegen algunas mesas y bancas fijas al suelo.
Otras personas están ahí, cubriéndose del sol, sentadas. También deben firmar. Conversan, se ponen al corriente mientras esperan a que lleguen los funcionarios del sistema penitenciario: la trabajadora del servicio médico, la trabajadora social, el representante de la secretaría general del penal y la psicóloga. Solo dos están ahí, pese a que la cita es a las 11:00 horas. La trabajadora social y la psicóloga revisan cómo va el proceso de los exconvictos.
Cuando Manuel se preparaba para llegar, anticipaba tratos humillantes. La amabilidad de este día lo tomó por sorpresa. Otras experiencias lo han dejado con temor, pues más de una vez se ha sentido discriminado por los custodios que van saliendo del penal. “[Suelen] señalarme o tildarme de que soy una lacra, de que soy un delincuente”, explica. “Ha sido muy difícil soportar todavía la represión por parte del sistema penitenciario en sus servidoras públicas”, agrega refiriéndose al personal que lleva sus trámites burocráticos. Estas actitudes, dice Manuel, se traducen en miedo de los exconvictos a que puedan “llevar mal los informes” a los jueces y sean recluidos de nuevo.
Manuel pasa a firmar, mientras la psicóloga está en el teléfono y no le dirige la palabra. Le regresan los documentos, firma los de ellas y se despiden. Explica que rara vez baja a su encuentro el personal médico, por lo que no espera esa firma. Quien falta es el representante de la secretaría general y pasará casi una hora más antes de que llegue.
Pasadas las 13:00 horas, Manuel e Itzel se retiran con los documentos firmados por todos, menos el servicio médico. Se encaminan a casa, donde llegarán después de un trayecto de otra hora. Es un día perdido para Manuel, quien ha tenido que aplacar la paciencia de sus empleadores ante sus ausencias de cada 15 días.
“No es grato tener que llegar a un trabajo y decirles: ‘¿Sabes qué? Estoy firmando cada 15 días’”, dice Manuel. A veces, confiesa, ha tenido que ocultar las visitas a Otumba. En otras ocasiones ha usado sus problemas de salud como excusa para ausentarse. Aún así, llega el día en que, según Manuel, le dicen “ya no te puedo estar cubriendo tus faltas, o renuncias o mejor no te hagas, te he estado buscando en las redes y sé que eres fulano de tal y tal”.
Pese a que en esta y otras visitas no se ha entrevistado con los médicos, sus problemas de salud no son menores: están cargados de emociones y amargas memorias de la tortura que vivió cuando agentes de la policía judicial del Estado de México lo detuvieron.
El infierno en vida
Era la noche del 26 de mayo del año 2000. Manuel tenía 25 años y estaba en casa, con su entonces esposa Esther y su primer hijo, Francisco Manuel, quien tenía apenas unas semanas de nacido. Vivía entonces en Tepexpan, un pueblo en Acolman, Estado de México, donde trabajaba como profesor de música.
Festejaban esa noche con la familia el primer mes de vida de su hijo. Intempestivamente entró un grupo de ocho hombres armados, vestidos de negro y sin identificarse. Eran policías judiciales del estado. Los sujetos encañonaron a la familia y amigos en el convivio. Esther cargaba al niño. Manuel preguntó qué pasaba, qué querían, sin entender todavía nada.
—Acabas de chingar a tu madre —le respondió uno de los agentes.
—¿A dónde me llevan?
—A chingar a tu madre.
Los policías lo golpearon y lo sacaron casi desvanecido. Mientras salía, su perro trató de defenderlo, pero quedó inconsciente al recibir una patada. Lo subieron a una camioneta y lo llevaron a un lugar donde tenían preparado un tambo de metal con agua y hielo, y unas esposas suspendidas de una polea en el techo. Lo desvistieron. Él cree que esto ocurrió cerca de Axapusco, a media hora de Acolman. Nunca lo supo con certeza.
Fue ahí cuando comenzó la tortura.
“Tienes que decir que mataste al hijo de don Rafael”, le dijo uno de los agentes. Pero Manuel se resistió. Don Rafael era compadre de su padre. Él insistía en que no había matado a nadie y no era un delincuente. “¿Vas a decir lo que se te está diciendo o no, hijo de la chingada?”. “No y no —repetía Manuel—. No soy un asesino”. “Pues vas a ver”, le replicó el policía. Es entonces cuando vio a otro agente entrar al cuarto con dos plantas de soldar.
“Con esas metieron los electrodos al agua y ya sabrás todo lo que sentí, al extremo de perder el conocimiento en varias ocasiones”, narra Manuel, sentado en el sillón de su casa, apretando los ojos casi como si así resistiera el dolor de los recuerdos. “Fue muy degradante, muy triste, muy doloroso”.
Golpes, choques eléctricos, pérdida de conciencia y agua fría, una y otra y otra vez. Manuel no recuerda cuántas veces se desmayó, pero sí cómo le electrocutaron los testículos, los culatazos al cuerpo y cómo le apagaban cigarros en los brazos. Durante las golpizas sufrió la primera lesión permanente de la tortura: “Solo sentí como si me hubieran explotado un globo en el oído y de ahí para acá no he vuelto a oír. No escucho nada con el oído izquierdo”.
Fue una noche larga. La tortura duró poco más de cuatro horas. A la una de la mañana finalmente lo esposaron de pies y manos para llevarlo a Teotihuacán de Arista, el municipio aledaño en el Estado de México. Los agentes continuaron con el juego de la tortura en el carro. Uno lo amenazaba con una pistola en la cara, mientras el otro hacía de policía “bueno” y trataba de convencerlo de aceptar haber asesinado al hijo de don Rafael, Emmanuel Martínez Elizalde. “Si no aceptas lo que te estamos diciendo, ahorita te vamos a meter a la agencia y te vamos a dar otra santa reventada de madre”.
Manuel se quedó en silencio y los agentes lo llevaron a los separos de la agencia ministerial en Teotihuacán. Otra vez lo golpearon. Recuerda que pudo resistir hasta que amenazaron con violar y asesinar a Esther frente a su bebé. Firmó todo lo que le pusieron enfrente. Al hacer el recuento de lo ocurrido, pide comprensión, que se entienda por qué firmó: “Estaba cansado de la tortura y tenía mucho miedo —insiste—. Comprendan”.
Tras más de dos días aislado, el 28 de mayo llegó a Texcoco y lo ingresaron al centro penitenciario. En junio le dictaron auto de formal prisión junto con otros coacusados, quienes también habrían sido torturados: Gabriel Vera Espejel y Carlos Sánchez López, parientes del supuesto asesinado. El 4 de mayo de 2001, casi un año después de ser detenido, fue sentenciado a 40 años, 7 meses y 15 días de cárcel por el homicidio calificado de Emmanuel Martínez Elizalde. Entre los tres, según la policía, lo habrían estrangulado, apuñalado e incinerado su cuerpo.
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El castigo por un muerto que no está
Es el 28 de mayo de 2024, 24 años después de la tortura. Manuel se sienta en una silla negra de su sala. Se sirve un refresco y se acomoda. Es una habitación pequeña, con su escritorio, un piano eléctrico y algunas sillas. Todo se siente apretado o amontonado. En el fondo tiene imágenes religiosas y veladoras. Esta es su nueva casa, en San Martín de las Pirámides. Es el tercer hogar que habita desde que salió de prisión. Simplemente no le alcanzaba para vivir en donde se mudó cuando salió. Era en ese entonces un departamento dentro de una casa de tres pisos, con una fachada naranja y una sala amplia. Estaba rodeado por naturaleza, a las afueras del mismo municipio.
Ya no tiene su barba y se le ve el rostro completo nuevamente. El vello facial era para un concierto religioso unas semanas antes, cuando se disfrazó, tocó el piano y cantó. Se hace todavía más evidente el peso que ha perdido. Los pantalones se ven holgados y la camisa ya no le queda ajustada. Los ojos lucen cansados, ojerosos. Las ventanas y la puerta están abiertas para dejar que entre el viento y refresque el pequeño espacio. Itzel está en la cocina, revisando el celular y acomodando cosas de la casa.
Este nuevo hogar se encuentra dentro de una vecindad, en el segundo piso. Manuel acomoda una tabla en las escaleras del balcón para evitar que sus perros salgan a jugar al patio y molesten a los demás inquilinos. Dice que uno de ellos es "encimoso", pero en general son tranquilos. Si Manuel carga a uno e Itzel a otro, muestran celos con pequeños gruñidos, pero solo buscan apapachos de los dueños y las visitas.
"Es una situación difícil la que se vive, al grado en que podemos pasar más de una semana sin comer; y tratamos de procurarlos primero a ellos [las mascotas] porque a final de cuentas son nuestra compañía”, dice Itzel desde la cocina.
“Estaba mejor en la cárcel”, confiesa Manuel. Todo el tiempo desde que fue liberado ha padecido la resaca del limbo legal en el que se encuentra. “Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo”, dice mientras se desborda la tristeza en su voz.
Cuando llegó a prisión todavía estaba lesionado. “Mientras unos no se metían contigo porque veían la forma tan golpeada en la que llega el interno, hay otros que se valen también para humillarte. [...] También a la familia le empiezan a hacer unas revisiones altas de tono y es cuando empiezan a soltar dinero. [...] No sabes qué duro es ese desgaste del inicio cuando la familia lo da todo”, recuerda.
El laberinto de probar la inocencia
Fue durante este tiempo inicial en la cárcel cuando su matrimonio con Esther, su primera esposa, se desintegró. Aún tiene noticias de su hijo, pero ella es indiferente a su situación. Tuvo otra pareja, Marcela, con quien procreó dos hijos más. La relación no prosperó y ella se fue con los dos menores a Jalisco. Desde 2012 no ha sabido nada de ellos. Su padre, Francisco, quien lo apoyó con el dinero de su jubilación durante años, vio cómo se agotaron los recursos antes de morir el mismo año en que Manuel fue liberado.
En esta etapa inició su trabajo como activista. En 2009 conoció a un grupo de abogados de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y comenzó a estudiar derecho gracias al apoyo del coordinador de grupos religiosos y Alcohólicos Anónimos en el penal de Tenancingo. Primero leyó el Código Penal y la Constitución, luego tomó clases y talleres relacionados, y en 2011 comenzó a orientar a otros reclusos para gestionar los documentos legales que necesitaban.
“Llegaba uno y ‘es que mira ya viene la nueva figura de la juez de ejecución, pero esto que me está pidiendo no lo entiendo, soy analfabeta, no sé leer’. Entonces fue donde dije pues a ver, yo les enseño”, narra sobre aquellos años.
Conforme fue aprendiendo sobre derecho, aprovechó el tiempo para trabajar en apelaciones para su caso. Uno de los puntos principales que empezó a combatir fue todo lo que gira alrededor del cadáver de la víctima, Martínez Elizalde.
En una solicitud de revisión extraordinaria dirigida a la Primera Sala Colegiada Penal de Texcoco, en el Estado de México, en 2013, se detalla que se rompió la cadena de custodia del cuerpo, pues los familiares reconocieron a la supuesta víctima en fotografías y no de manera presente; además, las pruebas periciales no determinaron que el cadáver era de Martínez Elizalde. “La necropsia concluyó a las 15:00 horas del 26 de mayo de 2000 y la supuesta o ilegal identificación del suscrito cadáver es ‘fedatado’ a las 18:45hrs del mismo día, mes y año”. Esto —insiste la defensa en el documento— habría sido imposible de realizar en tan poco tiempo.
Las pesquisas de la defensa no se quedaron ahí. De acuerdo con la Ministerio Público que dio fe del caso, Araceli Godínez, el cadáver que se levantó era el de un hombre de entre 23 y 25 años, de 1.74 metros de altura. Tras una exhumación en agosto del 2003, se encontró un cuerpo sin prendas y era un hombre de entre 19 y 22 años, de 1.63 metros de altura; es decir, 11 centímetros más pequeño. Uno de los documentos de la defensa señala que “el cadáver del hallazgo [...] era un desconocido, y posteriormente se le dio la falsa identidad de Emmanuel Martínez Elizalde”.
Estaba mejor en la cárcel. Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo.
En 2004, realizaron pruebas genéticas con los restos. Concluyeron que era el hijo de don Rafael, aunque la defensa de Manuel sostuvo lo contrario. Para ellos se trataba de un falso positivo, pues el análisis genético se realizó con material degradado; es decir, era inservible para la prueba. A la fecha insisten en que se realice una nueva examinación.
Ese mismo año el cráneo fue analizado en una prueba de sobreposición fotográfica cara-cráneo a petición de la defensa, en la que se compara la figura del rostro de la víctima contra puntos específicos del cuerpo encontrado. El estudio independiente determinó que el cráneo no correspondía a Martínez Elizalde, aunque al año siguiente la Procuraduría estatal concluyó lo contrario en un nuevo peritaje propio.
En 2011, la defensa consiguió que se realizara una nueva prueba en el cráneo. Esta vez fue una antropometría, una técnica digital similar a la sobreposición fotográfica, pero más precisa. Este estudio encontró nuevamente que no había correspondencia en los ojos y en la boca, “lo cual es perfectamente notorio en la sobreposición cara-cráneo del primer dictamen [el elaborado por la procuraduría del Estado de México]”. Una vez más, la defensa consiguió un documento asegurando que los restos no eran de Martínez Elizalde.
¿Si el hombre enterrado no es Emmanuel, quién es? ¿Dónde está Emmanuel? ¿Lo enterraron en otro lado o sigue vivo? ¿Si es así, por qué desapareció? Y así se desprenden más incógnitas que las autoridades no han podido responder en un caso cada vez más confuso y absurdo.
En 2002 Guadalupe Valdovinos, la madre de Manuel, recibió de manera anónima fotografías y una identificación que supuestamente eran de Martínez Elizalde en vida y con una nueva identidad, un año después de su supuesta muerte. Sin embargo, asegura Itzel, el sobre desapareció después de que lo llevaron al Ministerio Público, sin que se hayan hecho copias. Existe un testigo ocular de que Martínez Elizalde sigue vivo, se trata de Julio, uno de sus “conocidos de la farra”, explica Manuel. Lo habría visto en al menos una ocasión desde el supuesto asesinato. Aunque se buscó al testigo para obtener su confirmación, no fue posible encontrarlo.
El paradero de Martínez Elizalde no dejará de ser un rumor hasta que no se le halle con vida. De acuerdo con el abogado Carlos Azeem, quien trabajó con Manuel Ramírez para su liberación, Emmanuel era buscado por las autoridades por un homicidio y una violación. Al mismo tiempo, también estaría huyendo de una pandilla que buscaba vengar a la persona que asesinó, Juan Vázquez, de 19 años.
Pese a ser solo una hipótesis, explicaría por qué don Rafael, quien falleció en 2021, fabricó la muerte de su hijo. Sin embargo, ninguna de estas versiones se ha podido corroborar ni descartar del todo, incluso por las propias autoridades que llevaron el caso.
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Los relatos de Manuel desde su arresto no han cambiado. Cuando fue detenido, los policías pasaron a ver a don Rafael, quien supuestamente entabló una conversación con ellos. Ramírez sostiene que los agentes dijeron haber recibido 150 000 pesos por fabricar tres detenciones por el asesinato de Emmanuel.
Las evidencias y los rumores de que Martínez Elizalde sigue vivo se suman a otras evidencias a favor de Manuel. En 2018 se le aplicó el Protocolo de Estambul y se determinó que, en efecto, fue torturado. Entre los signos, síntomas y discapacidades físicas crónicas derivadas de lo ocurrido, encontraron deformidades y dolores detrás de la cabeza y el hombro derecho; daños a la columna y las rodillas; pérdida de audición en el oído izquierdo; dolor en las costillas izquierdas, e hinchazón y rigidez en la mandíbula con limitación de movilidad.
Sin embargo, él no fue el único que sufrió físicamente. Itzel también. Ella es originaria de Guerrero, hija de un maestro de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Se conocieron cuando eran niños y la familia de Manuel creía que ella, quien conocía abogados gracias a su hermana, podría ayudar. Manuel e Itzel salieron cuando eran jóvenes, pero fue hasta 2009 que volvieron a encontrarse.
Itzel estudió enfermería y trabajaba en dos hospitales de Guerrero cuando se reencontró con Manuel. Pese a la distancia y el tiempo, la relación se reavivó y ella se mudó al Estado de México. En 2014 finalmente se casaron.
Más allá de los sobornos que funcionarios de las cárceles pedían por ver a Manuel, o las horas y costos de viaje, pagó con una violencia que la marcó de por vida y se quedaría en la impunidad.
En 2012, Itzel supo que tenía 20 semanas de embarazo. Era una situación riesgosa, pues Itzel sufre de presión alta. Para entrar a los penales a ver a su esposo debía pasar por una revisión. Ella recuerda esto mientras se sienta en su cocina durante la tarde del 28 mayo de 2024. Es quizá el espacio más grande de la casa, con una mesa contra la pared, los electrodomésticos en las repisas y el refrigerador junto al baño. Hay otra puerta que lleva a la recámara donde duermen. La ropa está apilada hasta el techo en los muros de la habitación y entra poca luz.
Itzel busca en su celular fotografías y videos de su esposo. Después de enterarse del embarazo, recuerda, fue a visitar a Manuel. Los custodios le pidieron que se desnudara por completo, algo que no solicitaban siempre ni a todas las visitas. Traía consigo los estudios de su embarazo para justificar que no la podían forzar a hacer las sentadillas que suelen ser parte de la revisión exhaustiva. Aún así los guardias insistieron.
“‘Aquí [los estudios] especifica que no puedo hacer grandes esfuerzos por mi situación, así es que por favor’”, narra sobre lo que le insistía a la seguridad del penal. “Como yo no me presté, me empiezan a estar hurgando y en una de tantas me baja una y yo me intento levantar y la otra me vuelve a bajar y empiezo a sangrar”.
Perdió al bebé. Debido al legrado mal aplicado en el hospital, ya no puede tener hijos. Es un episodio que todavía trae dolor a la pareja. Lo mencionan casi casualmente en conversaciones, pero siempre con un tono de lamento.
A pesar de lo sucedido, lo que realmente angustia a Itzel es no tener dinero, no poder encontrar trabajo por la estigmatización que rodea a Manuel y, en consecuencia, a ella. “Lo que yo quiero es tener trabajo, y es lo que a mí se me ha complicado. Mi desesperación es mucha. La de él, aunque no me lo diga, yo lo veo, no puede descansar por lo mismo”, dice mientras acaricia a Andaluz, uno de los perros.
Libertad como palabra
El activismo de Manuel finalmente dio frutos en el sexenio pasado. Su caso llamó la atención de defensores de derechos humanos que lo veían como el claro ejemplo de las fallas en el sistema de justicia. Entre las personas que también notaron esta historia estaban los legisladores Nestora Salgado, Pedro Carrizales y el activista Bryan Lebarón. El caso llegó al nivel federal y se hicieron constantes llamados al entonces presidente Andrés Manuel López Obrador para que interviniera.
No parecía mal momento. López Obrador asumió la presidencia en 2018 con un discurso de amnistía y revisiones de posibles violaciones a derechos humanos en el país. Además del clima político, el diputado Pedro Carrizales, mejor conocido como el Mijis, y Bryan Lebarón apoyaron a Manuel abiertamente y de forma pública.
El 27 de mayo de 2021, el Mijis, Bryan e Itzel se plantaron afuera de Palacio Nacional, en la Ciudad de México, y comenzaron una huelga de hambre para exigir la liberación de Manuel. No fue sencillo. Las exigencias eran que se le otorgara la amnistía y que se le absolviera de un homicidio que nunca pudo comprobarse.
La presión pública logró que el Gobierno del Estado de México contactara al abogado de Manuel, Carlos Azeem, para pedirle que se reuniera con el Magistrado Ricardo Sodi Cuéllar, presidente del Tribunal Superior de Justicia de la entidad. “Nos dice… Así, estas son sus palabras textuales: ‘Si ustedes se callan, si este canijo [el Mijis] deja de tuitear, si tú dejas de dar entrevistas, si nadie dice nada, en un mes lo liberamos’”, narra Azeem sobre aquella reunión. “No se preocupen de abogados, no se preocupen de gestiones, no se preocupen de nada, solamente necesito que me ayuden a reparar el daño para que pueda salir”.
Entre los que apoyaban su causa reunieron el dinero necesario para pagar la reparación del daño supuestamente provocado a la familia de la víctima. Eran alrededor de 80 000 pesos que permitirían continuar con su proceso para salir de la cárcel. Finalmente lo logró en julio de 2021. “Ha sido liberado el señor Manuel Valdovinos, después de 21 años de estar injustamente privado de su libertad”, escribió la senadora Nestora Salgado en su cuenta de la red social X. “Es un día memorable, una fecha que nos permitirá recordar que la justicia sigue viva”.
No fue el único caso y parecía ser parte de una nueva etapa para el sistema penal mexicano. En agosto de 2021, el Diario Oficial de la Federación publicó un acuerdo en el que se pedía que se revisaran “las solicitudes de pre liberación de personas sentenciadas, así como para identificar casos tanto de personas en prisión preventiva, como de aquellas que hayan sido víctimas de tortura”. Para mediados de 2023, el Gobierno Federal informó que 5 542 personas que permanecían en distintas cárceles obtuvieron libertad anticipada, y otras 249 más consiguieron amnistías.
No fue lo que ocurrió con Manuel Ramírez. Durante la reunión en la que se discutió la liberación, estaban Bryan Lebarón, Carlos Azeem, Nestora Salgado e Itzel. Dejaron que se avanzara el proceso como lo dijo el Magistrado, aunque ni el abogado ni Itzel saben qué fue lo que se hizo para justificar la salida de Ramírez. Sin razón ni explicaciones, de la misma forma en que fue aprehendido, también fue liberado. Buscamos al Magistrado Sodi Cuéllar, la senadora Salgado y a Bryan Lebarón para obtener más información, pero no respondieron a las solicitudes de entrevista para este reportaje.
“Lo que gestionaron fue un beneficio pre liberacional”, dice Azeem.“Bajo las condiciones que él tenía no era viable ese beneficio. Algo debieron haber hecho. [...] No fue libertad, no fue que lo hayan absuelto, no. Fue que hubo un sistema operando a su favor bajo esa misma ilegalidad con la que operó en su contra. Y así salió”.
Lo que esto generó fue un limbo para Manuel. Sí, es libre, pero “realmente recuperar la libertad no recupera la vida”, dice Azeem. Una semana después de salir de la cárcel, Manuel llamó al abogado para decirle que quería regresar a la reclusión porque se sentía solo, su padre había muerto y no sabía qué hacer. Ramírez estaba fuera de prisión, pero ante los ojos de la ley y la sociedad, era y sigue siendo un homicida.
El limbo después de prisión
El primer obstáculo al que se enfrentó Manuel fue que tenía suspendidos sus derechos políticos, por lo que no podía solicitar su credencial de elector. Esto no solo limitaba su acceso al voto, sino que para buscar trabajo o realizar otros trámites le pedían esa identificación y le negaban el uso de otros documentos. Después de meses de exigirla, la consiguió, pero seguía lo que él ya advertía: la revictimización y la discriminación.
“Yo llego a un trabajo, estoy cinco días, alguien me guglea, sale mi caso en redes sociales y me dan las gracias”, asegura Manuel. “Se dan en momentos en los que ni puedo grabar para testificar toda la discriminación de la que yo vengo siendo víctima, [...] todo mundo tiene la capacidad de discriminarte y no darte una oportunidad para poder laborar realmente, en mi caso, como profesor de música”.
Gracias al Mijis, quien murió en 2022, consiguió trabajo como supervisor en una empresa de seguridad en la Ciudad de México, pero el salario no era suficiente. En febrero de 2023, empezó a trabajar en una empresa dedicada a bienes raíces, Adminssa Residenciales, pero tras unas semanas alguien buscó su nombre en Google y, asegura Manuel, lo obligaron a renunciar. Contactamos a la empresa para obtener su versión, pero no respondieron a la solicitud. En febrero de 2024 consiguió otro trabajo en una empresa similar, Habitat Property Management, en Huixquilucan, Estado deMéxico, pero debido a las ausencias de cada 15 días por tener que ir a firmar en Otumba, nuevamente se vio obligado a renunciar.
La amargura detrás de este contexto se siente en las palabras de Manuel cada vez que habla de los empleadores que lo llevaron a perder esos trabajos. Esta misma situación habría alcanzado también a Itzel, quien perdió su trabajo en 2023 y no ha logrado recuperarse. Tras dejar de trabajar en un hospital, llegó a una empresa de outsourcing para ser enfermera en domicilios privados. Un día, una de las clientes vio que Manuel fue a visitarla para dejarle su comida.
“La chica dice que a lo mejor yo soy un halcón porque ve el nombre de Manuel, lo anota y lo pone y sale en las redes”, narra Itzel desde la cocina de su casa, mientras trata de tranquilizar a una de las mascotas. “Entonces que yo seguramente la quería secuestrar, que no sé qué, que no sé cuánto. Me hablan de la empresa y les digo: ʻSí, mi situación es esta, yo denuncié desde hace años, no de ahorita, y yo vengo buscándole la situación jurídica de mi esposoʼ”. Pese a que trató de defenderse, los empleadores la dieron de baja y desde entonces no encuentra trabajo.
Hacia un nuevo día
Manuel tiende a torcer la boca y cerrar los ojos cuando habla de algo que le duele, sea la tortura, el tiempo en la cárcel o la suerte que ha enfrentado desde su liberación. Es una mueca, como resistiendo la furia que todo esto le provoca. No es raro que, al preguntarle cómo se siente, exprese que cada día es peor, aunque no se desanima. No todo está perdido para él.
En 2019, Litigio Estratégico de Derechos Humanos, conocido como I(dh)eas, una asociación civil mexicana dedicada a tratar asuntos de violaciones de derechos humanos, envió el caso de Manuel a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El abogado y director jurídico de I(dh)eas, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, explica que la Comisión está analizando el caso tras la omisión de las autoridades judiciales del Estado de México de investigar a fondo las denuncias por tortura y la detención fundada en una confesión obtenida tras ejercer violencia contra el acusado. Este año, la asociación también impugnó la decisión de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (CODHEM) de cerrar el caso de Ramírez Valdovinos. La CODHEM sostiene que no hay evidencias suficientes para corroborar irregularidades en el caso.
El escenario más favorable para Manuel es que el caso llegue hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y “que se establezca responsabilidad [...] y se condene al Estado Mexicano y se obtenga una reparación”, señala Gutiérrez. La reparación sería, en primer lugar, que Ramírez sea absuelto y, en segundo, que los responsables de la tortura sean sancionados y los años que ha sido considerado culpable sean reparados. Además, que sea atendido psicológicamente junto con Itzel y reciban una compensación económica. “Es un caso paradigmático —puntualiza Gutiérrez—. Refleja todas estas situaciones de descomposición”.
El 13 de septiembre me escribió por WhatsApp: “Para comentarte que ya me dieron el registro dentro de lo que es el padrón de víctimas del Estado de México. En Consecuencia, voy a buscar los apoyos conforme a la ley”. Es otra herramienta que alienta a Manuel.
Sin embargo, explica Carlos Azeem, realmente la lucha por demostrar su inocencia es una cuesta arriba. Para poder absolverse del homicidio tendría que presentar en vida a Emmanuel Martínez, o por lo menos evidencias irrefutables de que sigue vivo y, si está muerto, demostrar que murió después de mayo del año 2000. Poner en duda y mantener el dedo sobre ese renglón es clave para su causa.
“¿Cuál es el problema? El anterior sistema todos sabían que no servía y tan sabían que lo cambiaron, pero nunca hicieron nada para ver y poder rescatar a todas esas víctimas de ese sistema, ¿entonces qué pasa? Llevas tu proceso viciado, te fabricaron pruebas, te sentenciaron, apelaste y te confirmaron la sentencia, promoviste un amparo, te lo negaron. Entonces te dicen: ‘Güey, tuviste oportunidad de defenderte’. Sí, cabrón, pero en un sistema que no servía y tú mismo reconociste que no servía y por eso lo quitaste”, dice el abogado sobre los recientes cambios al sistema judicial mexicano.
Manuel salió de prisión con “buena conducta” y por haber cumplido la “mitad” de la sentencia. Ahora, entrar al padrón significa que podría obtener la libertad anticipada bajo supervisión, en lugar de una pre liberación. Él sigue trabajando y sigue ensayando como músico para tocar en eventos privados. No es ideal, pero avanza poco a poco, pese a que va de “regular a peor”, según sus propias palabras.
La tarde en que nos recibe Manuel es calurosa y los vasos de refresco se rellenan y vacían conforme avanza el tiempo. Hay una sensación de opresión dentro, contrario a la amplia sala que tenía en su primer hogar tras salir de la cárcel. Se siente como un espacio oscuro, donde el olor se encierra fácilmente y las pequeñas ventanas ofrecen poca ayuda para la ventilación.
Manuel se muestra entusiasmado de recibir visitas y se disculpa por el desorden: la ropa apilada en su cuarto, los documentos también apilados en su escritorio, los perros buscando cariños. Es una estancia sombría, casi como el semblante en Itzel y Manuel, y llega el momento de decir adiós.
Manuel e Itzel cargan a los perros y posan para una última fotografía en el patio de la vecindad. Sonríen y tratan de mantener a los perros tranquilos para el retrato. Dispara la cámara y Manuel guía a las visitas al portón y, como en cada ocasión, en cada encuentro, se toma su tiempo para explicar la ruta de regreso hacia la Ciudad de México, como se solía hacer antes del GPS en el celular, tecnología que se hizo cotidiana mientras él seguía encarcelado.
Con una sonrisa y un abrazo, finalmente se despide. No sabe cuándo terminará el suplicio, y las llamadas y mensajes durante los siguientes meses casi se vuelven monótonos: “Ahí batallándole”, “Ahí vamos”, “Regular, mi estimado”. Cada día se despierta para malabarear las necesidades básicas, luchar porque el sistema de justicia reconozca su inocencia y preguntarse si realmente lo mejor fue haber salido de prisión hace ya más de tres años.
Pasó más de 20 años encarcelado por un delito que quizá nunca ocurrió. Manuel Ramírez Valdovinos fue liberado de forma tan inexplicable como ocurrió su detención, pero su libertad no ha significado recuperar su vida.
Manuel Ramírez Valdovinos llegó con una larga barba que recordaba a los músicos de ZZ Top. Iba bien peinado, con el cabello acomodado hacia un lado, un chaleco azul cielo y una polo color vino. Ha perdido más de 15 kilos desde que salió de prisión en 2021, después de más de dos décadas de haber estado encerrado por un homicidio que nunca cometió y, aparentemente, nunca ocurrió.
Es un día soleado en el municipio de Otumba, en el Estado de México. La sombra es fresca, pero estando bajo el sol, el calor aletarga. Manuel, de 46 años, llegó a este encuentro con su esposa, Itzel Perea, desde San Martín de las Pirámides, donde viven con dos perros pequeños y un gato. Le toma una hora llegar hasta aquí, a 10 kilómetros de su hogar. El regreso es una hora más. Es un traslado que le cuesta más que tiempo. Es dinero que no tiene y un día que podría aprovechar para trabajar.
Aquí, donde nos hemos encontrado, está el Centro Penal de Reinserción Social Otumba Tepachico. Aunque esta región del Estado de México está generalmente llena de vegetación, hoy el pasto está seco y todo luce en tonos ocres. Es el lunes 26 de febrero y todavía no llega la primavera. La caseta de vigilancia está vacía y una señal advierte a los conductores que quieran entrar que deben prender las luces del interior. Una estructura gigantesca color verde, donde debería haber algún tipo de señal o anuncio publicitario, simplemente está ahí, abandonada, como en huesos. Este paisaje desolador contagia una sensación de abandono. Desde fuera solo puede verse un guardia en el acceso principal, escondido en la sombra, protegiéndose del sol y el calor.
Este es uno de los tantos lugares donde Manuel pasó sus años de encierro; las cárceles de Tenancingo, Chalco y Nezahualcóyotl fueron otros. Antes de ser liberado, el 16 de julio de 2021, había pasado ya siete años en el Centro Federal de Readaptación Social No. 1 Altiplano, mejor conocido como Almoloya o el Altiplano, donde estuvieron presos personajes como el narcotraficante Rafael Caro Quintero o el secuestrador Daniel Arizmendi, el “Mochaorejas”. Pero el delito cometido por Manuel dista mucho de los perpetrados por sus compañeros de prisión, y hay incluso dudas de que realmente haya ocurrido.
Alcanzó su libertad gracias a la presión política que su defensa, activistas y legisladores ejercieron sobre el gobierno estatal. Desde entonces, tiene que visitar el penal para firmar cada 15 días. “Todos piensan que a mí me dieron una absolución”, explica frustrado. “Ni siquiera me dieron una disculpa. A mí me agarraron y me echaron a la calle porque yo era una persona nociva para el sistema que está recibiendo toda clase de irregularidades, de corrupción y de porquería [de la] que está plagada el Poder Judicial”.
Mientras camina hacia el patio externo del penal, el guardia lo saluda y le pide que se registre. Su esposa camina detrás de él cuando cruzan el control de seguridad. En este punto ya no hay sombra, salvo debajo de las sombrillas de metal que protegen algunas mesas y bancas fijas al suelo.
Otras personas están ahí, cubriéndose del sol, sentadas. También deben firmar. Conversan, se ponen al corriente mientras esperan a que lleguen los funcionarios del sistema penitenciario: la trabajadora del servicio médico, la trabajadora social, el representante de la secretaría general del penal y la psicóloga. Solo dos están ahí, pese a que la cita es a las 11:00 horas. La trabajadora social y la psicóloga revisan cómo va el proceso de los exconvictos.
Cuando Manuel se preparaba para llegar, anticipaba tratos humillantes. La amabilidad de este día lo tomó por sorpresa. Otras experiencias lo han dejado con temor, pues más de una vez se ha sentido discriminado por los custodios que van saliendo del penal. “[Suelen] señalarme o tildarme de que soy una lacra, de que soy un delincuente”, explica. “Ha sido muy difícil soportar todavía la represión por parte del sistema penitenciario en sus servidoras públicas”, agrega refiriéndose al personal que lleva sus trámites burocráticos. Estas actitudes, dice Manuel, se traducen en miedo de los exconvictos a que puedan “llevar mal los informes” a los jueces y sean recluidos de nuevo.
Manuel pasa a firmar, mientras la psicóloga está en el teléfono y no le dirige la palabra. Le regresan los documentos, firma los de ellas y se despiden. Explica que rara vez baja a su encuentro el personal médico, por lo que no espera esa firma. Quien falta es el representante de la secretaría general y pasará casi una hora más antes de que llegue.
Pasadas las 13:00 horas, Manuel e Itzel se retiran con los documentos firmados por todos, menos el servicio médico. Se encaminan a casa, donde llegarán después de un trayecto de otra hora. Es un día perdido para Manuel, quien ha tenido que aplacar la paciencia de sus empleadores ante sus ausencias de cada 15 días.
“No es grato tener que llegar a un trabajo y decirles: ‘¿Sabes qué? Estoy firmando cada 15 días’”, dice Manuel. A veces, confiesa, ha tenido que ocultar las visitas a Otumba. En otras ocasiones ha usado sus problemas de salud como excusa para ausentarse. Aún así, llega el día en que, según Manuel, le dicen “ya no te puedo estar cubriendo tus faltas, o renuncias o mejor no te hagas, te he estado buscando en las redes y sé que eres fulano de tal y tal”.
Pese a que en esta y otras visitas no se ha entrevistado con los médicos, sus problemas de salud no son menores: están cargados de emociones y amargas memorias de la tortura que vivió cuando agentes de la policía judicial del Estado de México lo detuvieron.
El infierno en vida
Era la noche del 26 de mayo del año 2000. Manuel tenía 25 años y estaba en casa, con su entonces esposa Esther y su primer hijo, Francisco Manuel, quien tenía apenas unas semanas de nacido. Vivía entonces en Tepexpan, un pueblo en Acolman, Estado de México, donde trabajaba como profesor de música.
Festejaban esa noche con la familia el primer mes de vida de su hijo. Intempestivamente entró un grupo de ocho hombres armados, vestidos de negro y sin identificarse. Eran policías judiciales del estado. Los sujetos encañonaron a la familia y amigos en el convivio. Esther cargaba al niño. Manuel preguntó qué pasaba, qué querían, sin entender todavía nada.
—Acabas de chingar a tu madre —le respondió uno de los agentes.
—¿A dónde me llevan?
—A chingar a tu madre.
Los policías lo golpearon y lo sacaron casi desvanecido. Mientras salía, su perro trató de defenderlo, pero quedó inconsciente al recibir una patada. Lo subieron a una camioneta y lo llevaron a un lugar donde tenían preparado un tambo de metal con agua y hielo, y unas esposas suspendidas de una polea en el techo. Lo desvistieron. Él cree que esto ocurrió cerca de Axapusco, a media hora de Acolman. Nunca lo supo con certeza.
Fue ahí cuando comenzó la tortura.
“Tienes que decir que mataste al hijo de don Rafael”, le dijo uno de los agentes. Pero Manuel se resistió. Don Rafael era compadre de su padre. Él insistía en que no había matado a nadie y no era un delincuente. “¿Vas a decir lo que se te está diciendo o no, hijo de la chingada?”. “No y no —repetía Manuel—. No soy un asesino”. “Pues vas a ver”, le replicó el policía. Es entonces cuando vio a otro agente entrar al cuarto con dos plantas de soldar.
“Con esas metieron los electrodos al agua y ya sabrás todo lo que sentí, al extremo de perder el conocimiento en varias ocasiones”, narra Manuel, sentado en el sillón de su casa, apretando los ojos casi como si así resistiera el dolor de los recuerdos. “Fue muy degradante, muy triste, muy doloroso”.
Golpes, choques eléctricos, pérdida de conciencia y agua fría, una y otra y otra vez. Manuel no recuerda cuántas veces se desmayó, pero sí cómo le electrocutaron los testículos, los culatazos al cuerpo y cómo le apagaban cigarros en los brazos. Durante las golpizas sufrió la primera lesión permanente de la tortura: “Solo sentí como si me hubieran explotado un globo en el oído y de ahí para acá no he vuelto a oír. No escucho nada con el oído izquierdo”.
Fue una noche larga. La tortura duró poco más de cuatro horas. A la una de la mañana finalmente lo esposaron de pies y manos para llevarlo a Teotihuacán de Arista, el municipio aledaño en el Estado de México. Los agentes continuaron con el juego de la tortura en el carro. Uno lo amenazaba con una pistola en la cara, mientras el otro hacía de policía “bueno” y trataba de convencerlo de aceptar haber asesinado al hijo de don Rafael, Emmanuel Martínez Elizalde. “Si no aceptas lo que te estamos diciendo, ahorita te vamos a meter a la agencia y te vamos a dar otra santa reventada de madre”.
Manuel se quedó en silencio y los agentes lo llevaron a los separos de la agencia ministerial en Teotihuacán. Otra vez lo golpearon. Recuerda que pudo resistir hasta que amenazaron con violar y asesinar a Esther frente a su bebé. Firmó todo lo que le pusieron enfrente. Al hacer el recuento de lo ocurrido, pide comprensión, que se entienda por qué firmó: “Estaba cansado de la tortura y tenía mucho miedo —insiste—. Comprendan”.
Tras más de dos días aislado, el 28 de mayo llegó a Texcoco y lo ingresaron al centro penitenciario. En junio le dictaron auto de formal prisión junto con otros coacusados, quienes también habrían sido torturados: Gabriel Vera Espejel y Carlos Sánchez López, parientes del supuesto asesinado. El 4 de mayo de 2001, casi un año después de ser detenido, fue sentenciado a 40 años, 7 meses y 15 días de cárcel por el homicidio calificado de Emmanuel Martínez Elizalde. Entre los tres, según la policía, lo habrían estrangulado, apuñalado e incinerado su cuerpo.
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El castigo por un muerto que no está
Es el 28 de mayo de 2024, 24 años después de la tortura. Manuel se sienta en una silla negra de su sala. Se sirve un refresco y se acomoda. Es una habitación pequeña, con su escritorio, un piano eléctrico y algunas sillas. Todo se siente apretado o amontonado. En el fondo tiene imágenes religiosas y veladoras. Esta es su nueva casa, en San Martín de las Pirámides. Es el tercer hogar que habita desde que salió de prisión. Simplemente no le alcanzaba para vivir en donde se mudó cuando salió. Era en ese entonces un departamento dentro de una casa de tres pisos, con una fachada naranja y una sala amplia. Estaba rodeado por naturaleza, a las afueras del mismo municipio.
Ya no tiene su barba y se le ve el rostro completo nuevamente. El vello facial era para un concierto religioso unas semanas antes, cuando se disfrazó, tocó el piano y cantó. Se hace todavía más evidente el peso que ha perdido. Los pantalones se ven holgados y la camisa ya no le queda ajustada. Los ojos lucen cansados, ojerosos. Las ventanas y la puerta están abiertas para dejar que entre el viento y refresque el pequeño espacio. Itzel está en la cocina, revisando el celular y acomodando cosas de la casa.
Este nuevo hogar se encuentra dentro de una vecindad, en el segundo piso. Manuel acomoda una tabla en las escaleras del balcón para evitar que sus perros salgan a jugar al patio y molesten a los demás inquilinos. Dice que uno de ellos es "encimoso", pero en general son tranquilos. Si Manuel carga a uno e Itzel a otro, muestran celos con pequeños gruñidos, pero solo buscan apapachos de los dueños y las visitas.
"Es una situación difícil la que se vive, al grado en que podemos pasar más de una semana sin comer; y tratamos de procurarlos primero a ellos [las mascotas] porque a final de cuentas son nuestra compañía”, dice Itzel desde la cocina.
“Estaba mejor en la cárcel”, confiesa Manuel. Todo el tiempo desde que fue liberado ha padecido la resaca del limbo legal en el que se encuentra. “Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo”, dice mientras se desborda la tristeza en su voz.
Cuando llegó a prisión todavía estaba lesionado. “Mientras unos no se metían contigo porque veían la forma tan golpeada en la que llega el interno, hay otros que se valen también para humillarte. [...] También a la familia le empiezan a hacer unas revisiones altas de tono y es cuando empiezan a soltar dinero. [...] No sabes qué duro es ese desgaste del inicio cuando la familia lo da todo”, recuerda.
El laberinto de probar la inocencia
Fue durante este tiempo inicial en la cárcel cuando su matrimonio con Esther, su primera esposa, se desintegró. Aún tiene noticias de su hijo, pero ella es indiferente a su situación. Tuvo otra pareja, Marcela, con quien procreó dos hijos más. La relación no prosperó y ella se fue con los dos menores a Jalisco. Desde 2012 no ha sabido nada de ellos. Su padre, Francisco, quien lo apoyó con el dinero de su jubilación durante años, vio cómo se agotaron los recursos antes de morir el mismo año en que Manuel fue liberado.
En esta etapa inició su trabajo como activista. En 2009 conoció a un grupo de abogados de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y comenzó a estudiar derecho gracias al apoyo del coordinador de grupos religiosos y Alcohólicos Anónimos en el penal de Tenancingo. Primero leyó el Código Penal y la Constitución, luego tomó clases y talleres relacionados, y en 2011 comenzó a orientar a otros reclusos para gestionar los documentos legales que necesitaban.
“Llegaba uno y ‘es que mira ya viene la nueva figura de la juez de ejecución, pero esto que me está pidiendo no lo entiendo, soy analfabeta, no sé leer’. Entonces fue donde dije pues a ver, yo les enseño”, narra sobre aquellos años.
Conforme fue aprendiendo sobre derecho, aprovechó el tiempo para trabajar en apelaciones para su caso. Uno de los puntos principales que empezó a combatir fue todo lo que gira alrededor del cadáver de la víctima, Martínez Elizalde.
En una solicitud de revisión extraordinaria dirigida a la Primera Sala Colegiada Penal de Texcoco, en el Estado de México, en 2013, se detalla que se rompió la cadena de custodia del cuerpo, pues los familiares reconocieron a la supuesta víctima en fotografías y no de manera presente; además, las pruebas periciales no determinaron que el cadáver era de Martínez Elizalde. “La necropsia concluyó a las 15:00 horas del 26 de mayo de 2000 y la supuesta o ilegal identificación del suscrito cadáver es ‘fedatado’ a las 18:45hrs del mismo día, mes y año”. Esto —insiste la defensa en el documento— habría sido imposible de realizar en tan poco tiempo.
Las pesquisas de la defensa no se quedaron ahí. De acuerdo con la Ministerio Público que dio fe del caso, Araceli Godínez, el cadáver que se levantó era el de un hombre de entre 23 y 25 años, de 1.74 metros de altura. Tras una exhumación en agosto del 2003, se encontró un cuerpo sin prendas y era un hombre de entre 19 y 22 años, de 1.63 metros de altura; es decir, 11 centímetros más pequeño. Uno de los documentos de la defensa señala que “el cadáver del hallazgo [...] era un desconocido, y posteriormente se le dio la falsa identidad de Emmanuel Martínez Elizalde”.
Estaba mejor en la cárcel. Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo.
En 2004, realizaron pruebas genéticas con los restos. Concluyeron que era el hijo de don Rafael, aunque la defensa de Manuel sostuvo lo contrario. Para ellos se trataba de un falso positivo, pues el análisis genético se realizó con material degradado; es decir, era inservible para la prueba. A la fecha insisten en que se realice una nueva examinación.
Ese mismo año el cráneo fue analizado en una prueba de sobreposición fotográfica cara-cráneo a petición de la defensa, en la que se compara la figura del rostro de la víctima contra puntos específicos del cuerpo encontrado. El estudio independiente determinó que el cráneo no correspondía a Martínez Elizalde, aunque al año siguiente la Procuraduría estatal concluyó lo contrario en un nuevo peritaje propio.
En 2011, la defensa consiguió que se realizara una nueva prueba en el cráneo. Esta vez fue una antropometría, una técnica digital similar a la sobreposición fotográfica, pero más precisa. Este estudio encontró nuevamente que no había correspondencia en los ojos y en la boca, “lo cual es perfectamente notorio en la sobreposición cara-cráneo del primer dictamen [el elaborado por la procuraduría del Estado de México]”. Una vez más, la defensa consiguió un documento asegurando que los restos no eran de Martínez Elizalde.
¿Si el hombre enterrado no es Emmanuel, quién es? ¿Dónde está Emmanuel? ¿Lo enterraron en otro lado o sigue vivo? ¿Si es así, por qué desapareció? Y así se desprenden más incógnitas que las autoridades no han podido responder en un caso cada vez más confuso y absurdo.
En 2002 Guadalupe Valdovinos, la madre de Manuel, recibió de manera anónima fotografías y una identificación que supuestamente eran de Martínez Elizalde en vida y con una nueva identidad, un año después de su supuesta muerte. Sin embargo, asegura Itzel, el sobre desapareció después de que lo llevaron al Ministerio Público, sin que se hayan hecho copias. Existe un testigo ocular de que Martínez Elizalde sigue vivo, se trata de Julio, uno de sus “conocidos de la farra”, explica Manuel. Lo habría visto en al menos una ocasión desde el supuesto asesinato. Aunque se buscó al testigo para obtener su confirmación, no fue posible encontrarlo.
El paradero de Martínez Elizalde no dejará de ser un rumor hasta que no se le halle con vida. De acuerdo con el abogado Carlos Azeem, quien trabajó con Manuel Ramírez para su liberación, Emmanuel era buscado por las autoridades por un homicidio y una violación. Al mismo tiempo, también estaría huyendo de una pandilla que buscaba vengar a la persona que asesinó, Juan Vázquez, de 19 años.
Pese a ser solo una hipótesis, explicaría por qué don Rafael, quien falleció en 2021, fabricó la muerte de su hijo. Sin embargo, ninguna de estas versiones se ha podido corroborar ni descartar del todo, incluso por las propias autoridades que llevaron el caso.
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Los relatos de Manuel desde su arresto no han cambiado. Cuando fue detenido, los policías pasaron a ver a don Rafael, quien supuestamente entabló una conversación con ellos. Ramírez sostiene que los agentes dijeron haber recibido 150 000 pesos por fabricar tres detenciones por el asesinato de Emmanuel.
Las evidencias y los rumores de que Martínez Elizalde sigue vivo se suman a otras evidencias a favor de Manuel. En 2018 se le aplicó el Protocolo de Estambul y se determinó que, en efecto, fue torturado. Entre los signos, síntomas y discapacidades físicas crónicas derivadas de lo ocurrido, encontraron deformidades y dolores detrás de la cabeza y el hombro derecho; daños a la columna y las rodillas; pérdida de audición en el oído izquierdo; dolor en las costillas izquierdas, e hinchazón y rigidez en la mandíbula con limitación de movilidad.
Sin embargo, él no fue el único que sufrió físicamente. Itzel también. Ella es originaria de Guerrero, hija de un maestro de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Se conocieron cuando eran niños y la familia de Manuel creía que ella, quien conocía abogados gracias a su hermana, podría ayudar. Manuel e Itzel salieron cuando eran jóvenes, pero fue hasta 2009 que volvieron a encontrarse.
Itzel estudió enfermería y trabajaba en dos hospitales de Guerrero cuando se reencontró con Manuel. Pese a la distancia y el tiempo, la relación se reavivó y ella se mudó al Estado de México. En 2014 finalmente se casaron.
Más allá de los sobornos que funcionarios de las cárceles pedían por ver a Manuel, o las horas y costos de viaje, pagó con una violencia que la marcó de por vida y se quedaría en la impunidad.
En 2012, Itzel supo que tenía 20 semanas de embarazo. Era una situación riesgosa, pues Itzel sufre de presión alta. Para entrar a los penales a ver a su esposo debía pasar por una revisión. Ella recuerda esto mientras se sienta en su cocina durante la tarde del 28 mayo de 2024. Es quizá el espacio más grande de la casa, con una mesa contra la pared, los electrodomésticos en las repisas y el refrigerador junto al baño. Hay otra puerta que lleva a la recámara donde duermen. La ropa está apilada hasta el techo en los muros de la habitación y entra poca luz.
Itzel busca en su celular fotografías y videos de su esposo. Después de enterarse del embarazo, recuerda, fue a visitar a Manuel. Los custodios le pidieron que se desnudara por completo, algo que no solicitaban siempre ni a todas las visitas. Traía consigo los estudios de su embarazo para justificar que no la podían forzar a hacer las sentadillas que suelen ser parte de la revisión exhaustiva. Aún así los guardias insistieron.
“‘Aquí [los estudios] especifica que no puedo hacer grandes esfuerzos por mi situación, así es que por favor’”, narra sobre lo que le insistía a la seguridad del penal. “Como yo no me presté, me empiezan a estar hurgando y en una de tantas me baja una y yo me intento levantar y la otra me vuelve a bajar y empiezo a sangrar”.
Perdió al bebé. Debido al legrado mal aplicado en el hospital, ya no puede tener hijos. Es un episodio que todavía trae dolor a la pareja. Lo mencionan casi casualmente en conversaciones, pero siempre con un tono de lamento.
A pesar de lo sucedido, lo que realmente angustia a Itzel es no tener dinero, no poder encontrar trabajo por la estigmatización que rodea a Manuel y, en consecuencia, a ella. “Lo que yo quiero es tener trabajo, y es lo que a mí se me ha complicado. Mi desesperación es mucha. La de él, aunque no me lo diga, yo lo veo, no puede descansar por lo mismo”, dice mientras acaricia a Andaluz, uno de los perros.
Libertad como palabra
El activismo de Manuel finalmente dio frutos en el sexenio pasado. Su caso llamó la atención de defensores de derechos humanos que lo veían como el claro ejemplo de las fallas en el sistema de justicia. Entre las personas que también notaron esta historia estaban los legisladores Nestora Salgado, Pedro Carrizales y el activista Bryan Lebarón. El caso llegó al nivel federal y se hicieron constantes llamados al entonces presidente Andrés Manuel López Obrador para que interviniera.
No parecía mal momento. López Obrador asumió la presidencia en 2018 con un discurso de amnistía y revisiones de posibles violaciones a derechos humanos en el país. Además del clima político, el diputado Pedro Carrizales, mejor conocido como el Mijis, y Bryan Lebarón apoyaron a Manuel abiertamente y de forma pública.
El 27 de mayo de 2021, el Mijis, Bryan e Itzel se plantaron afuera de Palacio Nacional, en la Ciudad de México, y comenzaron una huelga de hambre para exigir la liberación de Manuel. No fue sencillo. Las exigencias eran que se le otorgara la amnistía y que se le absolviera de un homicidio que nunca pudo comprobarse.
La presión pública logró que el Gobierno del Estado de México contactara al abogado de Manuel, Carlos Azeem, para pedirle que se reuniera con el Magistrado Ricardo Sodi Cuéllar, presidente del Tribunal Superior de Justicia de la entidad. “Nos dice… Así, estas son sus palabras textuales: ‘Si ustedes se callan, si este canijo [el Mijis] deja de tuitear, si tú dejas de dar entrevistas, si nadie dice nada, en un mes lo liberamos’”, narra Azeem sobre aquella reunión. “No se preocupen de abogados, no se preocupen de gestiones, no se preocupen de nada, solamente necesito que me ayuden a reparar el daño para que pueda salir”.
Entre los que apoyaban su causa reunieron el dinero necesario para pagar la reparación del daño supuestamente provocado a la familia de la víctima. Eran alrededor de 80 000 pesos que permitirían continuar con su proceso para salir de la cárcel. Finalmente lo logró en julio de 2021. “Ha sido liberado el señor Manuel Valdovinos, después de 21 años de estar injustamente privado de su libertad”, escribió la senadora Nestora Salgado en su cuenta de la red social X. “Es un día memorable, una fecha que nos permitirá recordar que la justicia sigue viva”.
No fue el único caso y parecía ser parte de una nueva etapa para el sistema penal mexicano. En agosto de 2021, el Diario Oficial de la Federación publicó un acuerdo en el que se pedía que se revisaran “las solicitudes de pre liberación de personas sentenciadas, así como para identificar casos tanto de personas en prisión preventiva, como de aquellas que hayan sido víctimas de tortura”. Para mediados de 2023, el Gobierno Federal informó que 5 542 personas que permanecían en distintas cárceles obtuvieron libertad anticipada, y otras 249 más consiguieron amnistías.
No fue lo que ocurrió con Manuel Ramírez. Durante la reunión en la que se discutió la liberación, estaban Bryan Lebarón, Carlos Azeem, Nestora Salgado e Itzel. Dejaron que se avanzara el proceso como lo dijo el Magistrado, aunque ni el abogado ni Itzel saben qué fue lo que se hizo para justificar la salida de Ramírez. Sin razón ni explicaciones, de la misma forma en que fue aprehendido, también fue liberado. Buscamos al Magistrado Sodi Cuéllar, la senadora Salgado y a Bryan Lebarón para obtener más información, pero no respondieron a las solicitudes de entrevista para este reportaje.
“Lo que gestionaron fue un beneficio pre liberacional”, dice Azeem.“Bajo las condiciones que él tenía no era viable ese beneficio. Algo debieron haber hecho. [...] No fue libertad, no fue que lo hayan absuelto, no. Fue que hubo un sistema operando a su favor bajo esa misma ilegalidad con la que operó en su contra. Y así salió”.
Lo que esto generó fue un limbo para Manuel. Sí, es libre, pero “realmente recuperar la libertad no recupera la vida”, dice Azeem. Una semana después de salir de la cárcel, Manuel llamó al abogado para decirle que quería regresar a la reclusión porque se sentía solo, su padre había muerto y no sabía qué hacer. Ramírez estaba fuera de prisión, pero ante los ojos de la ley y la sociedad, era y sigue siendo un homicida.
El limbo después de prisión
El primer obstáculo al que se enfrentó Manuel fue que tenía suspendidos sus derechos políticos, por lo que no podía solicitar su credencial de elector. Esto no solo limitaba su acceso al voto, sino que para buscar trabajo o realizar otros trámites le pedían esa identificación y le negaban el uso de otros documentos. Después de meses de exigirla, la consiguió, pero seguía lo que él ya advertía: la revictimización y la discriminación.
“Yo llego a un trabajo, estoy cinco días, alguien me guglea, sale mi caso en redes sociales y me dan las gracias”, asegura Manuel. “Se dan en momentos en los que ni puedo grabar para testificar toda la discriminación de la que yo vengo siendo víctima, [...] todo mundo tiene la capacidad de discriminarte y no darte una oportunidad para poder laborar realmente, en mi caso, como profesor de música”.
Gracias al Mijis, quien murió en 2022, consiguió trabajo como supervisor en una empresa de seguridad en la Ciudad de México, pero el salario no era suficiente. En febrero de 2023, empezó a trabajar en una empresa dedicada a bienes raíces, Adminssa Residenciales, pero tras unas semanas alguien buscó su nombre en Google y, asegura Manuel, lo obligaron a renunciar. Contactamos a la empresa para obtener su versión, pero no respondieron a la solicitud. En febrero de 2024 consiguió otro trabajo en una empresa similar, Habitat Property Management, en Huixquilucan, Estado deMéxico, pero debido a las ausencias de cada 15 días por tener que ir a firmar en Otumba, nuevamente se vio obligado a renunciar.
La amargura detrás de este contexto se siente en las palabras de Manuel cada vez que habla de los empleadores que lo llevaron a perder esos trabajos. Esta misma situación habría alcanzado también a Itzel, quien perdió su trabajo en 2023 y no ha logrado recuperarse. Tras dejar de trabajar en un hospital, llegó a una empresa de outsourcing para ser enfermera en domicilios privados. Un día, una de las clientes vio que Manuel fue a visitarla para dejarle su comida.
“La chica dice que a lo mejor yo soy un halcón porque ve el nombre de Manuel, lo anota y lo pone y sale en las redes”, narra Itzel desde la cocina de su casa, mientras trata de tranquilizar a una de las mascotas. “Entonces que yo seguramente la quería secuestrar, que no sé qué, que no sé cuánto. Me hablan de la empresa y les digo: ʻSí, mi situación es esta, yo denuncié desde hace años, no de ahorita, y yo vengo buscándole la situación jurídica de mi esposoʼ”. Pese a que trató de defenderse, los empleadores la dieron de baja y desde entonces no encuentra trabajo.
Hacia un nuevo día
Manuel tiende a torcer la boca y cerrar los ojos cuando habla de algo que le duele, sea la tortura, el tiempo en la cárcel o la suerte que ha enfrentado desde su liberación. Es una mueca, como resistiendo la furia que todo esto le provoca. No es raro que, al preguntarle cómo se siente, exprese que cada día es peor, aunque no se desanima. No todo está perdido para él.
En 2019, Litigio Estratégico de Derechos Humanos, conocido como I(dh)eas, una asociación civil mexicana dedicada a tratar asuntos de violaciones de derechos humanos, envió el caso de Manuel a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El abogado y director jurídico de I(dh)eas, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, explica que la Comisión está analizando el caso tras la omisión de las autoridades judiciales del Estado de México de investigar a fondo las denuncias por tortura y la detención fundada en una confesión obtenida tras ejercer violencia contra el acusado. Este año, la asociación también impugnó la decisión de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (CODHEM) de cerrar el caso de Ramírez Valdovinos. La CODHEM sostiene que no hay evidencias suficientes para corroborar irregularidades en el caso.
El escenario más favorable para Manuel es que el caso llegue hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y “que se establezca responsabilidad [...] y se condene al Estado Mexicano y se obtenga una reparación”, señala Gutiérrez. La reparación sería, en primer lugar, que Ramírez sea absuelto y, en segundo, que los responsables de la tortura sean sancionados y los años que ha sido considerado culpable sean reparados. Además, que sea atendido psicológicamente junto con Itzel y reciban una compensación económica. “Es un caso paradigmático —puntualiza Gutiérrez—. Refleja todas estas situaciones de descomposición”.
El 13 de septiembre me escribió por WhatsApp: “Para comentarte que ya me dieron el registro dentro de lo que es el padrón de víctimas del Estado de México. En Consecuencia, voy a buscar los apoyos conforme a la ley”. Es otra herramienta que alienta a Manuel.
Sin embargo, explica Carlos Azeem, realmente la lucha por demostrar su inocencia es una cuesta arriba. Para poder absolverse del homicidio tendría que presentar en vida a Emmanuel Martínez, o por lo menos evidencias irrefutables de que sigue vivo y, si está muerto, demostrar que murió después de mayo del año 2000. Poner en duda y mantener el dedo sobre ese renglón es clave para su causa.
“¿Cuál es el problema? El anterior sistema todos sabían que no servía y tan sabían que lo cambiaron, pero nunca hicieron nada para ver y poder rescatar a todas esas víctimas de ese sistema, ¿entonces qué pasa? Llevas tu proceso viciado, te fabricaron pruebas, te sentenciaron, apelaste y te confirmaron la sentencia, promoviste un amparo, te lo negaron. Entonces te dicen: ‘Güey, tuviste oportunidad de defenderte’. Sí, cabrón, pero en un sistema que no servía y tú mismo reconociste que no servía y por eso lo quitaste”, dice el abogado sobre los recientes cambios al sistema judicial mexicano.
Manuel salió de prisión con “buena conducta” y por haber cumplido la “mitad” de la sentencia. Ahora, entrar al padrón significa que podría obtener la libertad anticipada bajo supervisión, en lugar de una pre liberación. Él sigue trabajando y sigue ensayando como músico para tocar en eventos privados. No es ideal, pero avanza poco a poco, pese a que va de “regular a peor”, según sus propias palabras.
La tarde en que nos recibe Manuel es calurosa y los vasos de refresco se rellenan y vacían conforme avanza el tiempo. Hay una sensación de opresión dentro, contrario a la amplia sala que tenía en su primer hogar tras salir de la cárcel. Se siente como un espacio oscuro, donde el olor se encierra fácilmente y las pequeñas ventanas ofrecen poca ayuda para la ventilación.
Manuel se muestra entusiasmado de recibir visitas y se disculpa por el desorden: la ropa apilada en su cuarto, los documentos también apilados en su escritorio, los perros buscando cariños. Es una estancia sombría, casi como el semblante en Itzel y Manuel, y llega el momento de decir adiós.
Manuel e Itzel cargan a los perros y posan para una última fotografía en el patio de la vecindad. Sonríen y tratan de mantener a los perros tranquilos para el retrato. Dispara la cámara y Manuel guía a las visitas al portón y, como en cada ocasión, en cada encuentro, se toma su tiempo para explicar la ruta de regreso hacia la Ciudad de México, como se solía hacer antes del GPS en el celular, tecnología que se hizo cotidiana mientras él seguía encarcelado.
Con una sonrisa y un abrazo, finalmente se despide. No sabe cuándo terminará el suplicio, y las llamadas y mensajes durante los siguientes meses casi se vuelven monótonos: “Ahí batallándole”, “Ahí vamos”, “Regular, mi estimado”. Cada día se despierta para malabarear las necesidades básicas, luchar porque el sistema de justicia reconozca su inocencia y preguntarse si realmente lo mejor fue haber salido de prisión hace ya más de tres años.
Manuel e Itzel tratan de rehacer su vida después de muchos años de haber sido encarcelado injustamente.
Pasó más de 20 años encarcelado por un delito que quizá nunca ocurrió. Manuel Ramírez Valdovinos fue liberado de forma tan inexplicable como ocurrió su detención, pero su libertad no ha significado recuperar su vida.
Manuel Ramírez Valdovinos llegó con una larga barba que recordaba a los músicos de ZZ Top. Iba bien peinado, con el cabello acomodado hacia un lado, un chaleco azul cielo y una polo color vino. Ha perdido más de 15 kilos desde que salió de prisión en 2021, después de más de dos décadas de haber estado encerrado por un homicidio que nunca cometió y, aparentemente, nunca ocurrió.
Es un día soleado en el municipio de Otumba, en el Estado de México. La sombra es fresca, pero estando bajo el sol, el calor aletarga. Manuel, de 46 años, llegó a este encuentro con su esposa, Itzel Perea, desde San Martín de las Pirámides, donde viven con dos perros pequeños y un gato. Le toma una hora llegar hasta aquí, a 10 kilómetros de su hogar. El regreso es una hora más. Es un traslado que le cuesta más que tiempo. Es dinero que no tiene y un día que podría aprovechar para trabajar.
Aquí, donde nos hemos encontrado, está el Centro Penal de Reinserción Social Otumba Tepachico. Aunque esta región del Estado de México está generalmente llena de vegetación, hoy el pasto está seco y todo luce en tonos ocres. Es el lunes 26 de febrero y todavía no llega la primavera. La caseta de vigilancia está vacía y una señal advierte a los conductores que quieran entrar que deben prender las luces del interior. Una estructura gigantesca color verde, donde debería haber algún tipo de señal o anuncio publicitario, simplemente está ahí, abandonada, como en huesos. Este paisaje desolador contagia una sensación de abandono. Desde fuera solo puede verse un guardia en el acceso principal, escondido en la sombra, protegiéndose del sol y el calor.
Este es uno de los tantos lugares donde Manuel pasó sus años de encierro; las cárceles de Tenancingo, Chalco y Nezahualcóyotl fueron otros. Antes de ser liberado, el 16 de julio de 2021, había pasado ya siete años en el Centro Federal de Readaptación Social No. 1 Altiplano, mejor conocido como Almoloya o el Altiplano, donde estuvieron presos personajes como el narcotraficante Rafael Caro Quintero o el secuestrador Daniel Arizmendi, el “Mochaorejas”. Pero el delito cometido por Manuel dista mucho de los perpetrados por sus compañeros de prisión, y hay incluso dudas de que realmente haya ocurrido.
Alcanzó su libertad gracias a la presión política que su defensa, activistas y legisladores ejercieron sobre el gobierno estatal. Desde entonces, tiene que visitar el penal para firmar cada 15 días. “Todos piensan que a mí me dieron una absolución”, explica frustrado. “Ni siquiera me dieron una disculpa. A mí me agarraron y me echaron a la calle porque yo era una persona nociva para el sistema que está recibiendo toda clase de irregularidades, de corrupción y de porquería [de la] que está plagada el Poder Judicial”.
Mientras camina hacia el patio externo del penal, el guardia lo saluda y le pide que se registre. Su esposa camina detrás de él cuando cruzan el control de seguridad. En este punto ya no hay sombra, salvo debajo de las sombrillas de metal que protegen algunas mesas y bancas fijas al suelo.
Otras personas están ahí, cubriéndose del sol, sentadas. También deben firmar. Conversan, se ponen al corriente mientras esperan a que lleguen los funcionarios del sistema penitenciario: la trabajadora del servicio médico, la trabajadora social, el representante de la secretaría general del penal y la psicóloga. Solo dos están ahí, pese a que la cita es a las 11:00 horas. La trabajadora social y la psicóloga revisan cómo va el proceso de los exconvictos.
Cuando Manuel se preparaba para llegar, anticipaba tratos humillantes. La amabilidad de este día lo tomó por sorpresa. Otras experiencias lo han dejado con temor, pues más de una vez se ha sentido discriminado por los custodios que van saliendo del penal. “[Suelen] señalarme o tildarme de que soy una lacra, de que soy un delincuente”, explica. “Ha sido muy difícil soportar todavía la represión por parte del sistema penitenciario en sus servidoras públicas”, agrega refiriéndose al personal que lleva sus trámites burocráticos. Estas actitudes, dice Manuel, se traducen en miedo de los exconvictos a que puedan “llevar mal los informes” a los jueces y sean recluidos de nuevo.
Manuel pasa a firmar, mientras la psicóloga está en el teléfono y no le dirige la palabra. Le regresan los documentos, firma los de ellas y se despiden. Explica que rara vez baja a su encuentro el personal médico, por lo que no espera esa firma. Quien falta es el representante de la secretaría general y pasará casi una hora más antes de que llegue.
Pasadas las 13:00 horas, Manuel e Itzel se retiran con los documentos firmados por todos, menos el servicio médico. Se encaminan a casa, donde llegarán después de un trayecto de otra hora. Es un día perdido para Manuel, quien ha tenido que aplacar la paciencia de sus empleadores ante sus ausencias de cada 15 días.
“No es grato tener que llegar a un trabajo y decirles: ‘¿Sabes qué? Estoy firmando cada 15 días’”, dice Manuel. A veces, confiesa, ha tenido que ocultar las visitas a Otumba. En otras ocasiones ha usado sus problemas de salud como excusa para ausentarse. Aún así, llega el día en que, según Manuel, le dicen “ya no te puedo estar cubriendo tus faltas, o renuncias o mejor no te hagas, te he estado buscando en las redes y sé que eres fulano de tal y tal”.
Pese a que en esta y otras visitas no se ha entrevistado con los médicos, sus problemas de salud no son menores: están cargados de emociones y amargas memorias de la tortura que vivió cuando agentes de la policía judicial del Estado de México lo detuvieron.
El infierno en vida
Era la noche del 26 de mayo del año 2000. Manuel tenía 25 años y estaba en casa, con su entonces esposa Esther y su primer hijo, Francisco Manuel, quien tenía apenas unas semanas de nacido. Vivía entonces en Tepexpan, un pueblo en Acolman, Estado de México, donde trabajaba como profesor de música.
Festejaban esa noche con la familia el primer mes de vida de su hijo. Intempestivamente entró un grupo de ocho hombres armados, vestidos de negro y sin identificarse. Eran policías judiciales del estado. Los sujetos encañonaron a la familia y amigos en el convivio. Esther cargaba al niño. Manuel preguntó qué pasaba, qué querían, sin entender todavía nada.
—Acabas de chingar a tu madre —le respondió uno de los agentes.
—¿A dónde me llevan?
—A chingar a tu madre.
Los policías lo golpearon y lo sacaron casi desvanecido. Mientras salía, su perro trató de defenderlo, pero quedó inconsciente al recibir una patada. Lo subieron a una camioneta y lo llevaron a un lugar donde tenían preparado un tambo de metal con agua y hielo, y unas esposas suspendidas de una polea en el techo. Lo desvistieron. Él cree que esto ocurrió cerca de Axapusco, a media hora de Acolman. Nunca lo supo con certeza.
Fue ahí cuando comenzó la tortura.
“Tienes que decir que mataste al hijo de don Rafael”, le dijo uno de los agentes. Pero Manuel se resistió. Don Rafael era compadre de su padre. Él insistía en que no había matado a nadie y no era un delincuente. “¿Vas a decir lo que se te está diciendo o no, hijo de la chingada?”. “No y no —repetía Manuel—. No soy un asesino”. “Pues vas a ver”, le replicó el policía. Es entonces cuando vio a otro agente entrar al cuarto con dos plantas de soldar.
“Con esas metieron los electrodos al agua y ya sabrás todo lo que sentí, al extremo de perder el conocimiento en varias ocasiones”, narra Manuel, sentado en el sillón de su casa, apretando los ojos casi como si así resistiera el dolor de los recuerdos. “Fue muy degradante, muy triste, muy doloroso”.
Golpes, choques eléctricos, pérdida de conciencia y agua fría, una y otra y otra vez. Manuel no recuerda cuántas veces se desmayó, pero sí cómo le electrocutaron los testículos, los culatazos al cuerpo y cómo le apagaban cigarros en los brazos. Durante las golpizas sufrió la primera lesión permanente de la tortura: “Solo sentí como si me hubieran explotado un globo en el oído y de ahí para acá no he vuelto a oír. No escucho nada con el oído izquierdo”.
Fue una noche larga. La tortura duró poco más de cuatro horas. A la una de la mañana finalmente lo esposaron de pies y manos para llevarlo a Teotihuacán de Arista, el municipio aledaño en el Estado de México. Los agentes continuaron con el juego de la tortura en el carro. Uno lo amenazaba con una pistola en la cara, mientras el otro hacía de policía “bueno” y trataba de convencerlo de aceptar haber asesinado al hijo de don Rafael, Emmanuel Martínez Elizalde. “Si no aceptas lo que te estamos diciendo, ahorita te vamos a meter a la agencia y te vamos a dar otra santa reventada de madre”.
Manuel se quedó en silencio y los agentes lo llevaron a los separos de la agencia ministerial en Teotihuacán. Otra vez lo golpearon. Recuerda que pudo resistir hasta que amenazaron con violar y asesinar a Esther frente a su bebé. Firmó todo lo que le pusieron enfrente. Al hacer el recuento de lo ocurrido, pide comprensión, que se entienda por qué firmó: “Estaba cansado de la tortura y tenía mucho miedo —insiste—. Comprendan”.
Tras más de dos días aislado, el 28 de mayo llegó a Texcoco y lo ingresaron al centro penitenciario. En junio le dictaron auto de formal prisión junto con otros coacusados, quienes también habrían sido torturados: Gabriel Vera Espejel y Carlos Sánchez López, parientes del supuesto asesinado. El 4 de mayo de 2001, casi un año después de ser detenido, fue sentenciado a 40 años, 7 meses y 15 días de cárcel por el homicidio calificado de Emmanuel Martínez Elizalde. Entre los tres, según la policía, lo habrían estrangulado, apuñalado e incinerado su cuerpo.
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El castigo por un muerto que no está
Es el 28 de mayo de 2024, 24 años después de la tortura. Manuel se sienta en una silla negra de su sala. Se sirve un refresco y se acomoda. Es una habitación pequeña, con su escritorio, un piano eléctrico y algunas sillas. Todo se siente apretado o amontonado. En el fondo tiene imágenes religiosas y veladoras. Esta es su nueva casa, en San Martín de las Pirámides. Es el tercer hogar que habita desde que salió de prisión. Simplemente no le alcanzaba para vivir en donde se mudó cuando salió. Era en ese entonces un departamento dentro de una casa de tres pisos, con una fachada naranja y una sala amplia. Estaba rodeado por naturaleza, a las afueras del mismo municipio.
Ya no tiene su barba y se le ve el rostro completo nuevamente. El vello facial era para un concierto religioso unas semanas antes, cuando se disfrazó, tocó el piano y cantó. Se hace todavía más evidente el peso que ha perdido. Los pantalones se ven holgados y la camisa ya no le queda ajustada. Los ojos lucen cansados, ojerosos. Las ventanas y la puerta están abiertas para dejar que entre el viento y refresque el pequeño espacio. Itzel está en la cocina, revisando el celular y acomodando cosas de la casa.
Este nuevo hogar se encuentra dentro de una vecindad, en el segundo piso. Manuel acomoda una tabla en las escaleras del balcón para evitar que sus perros salgan a jugar al patio y molesten a los demás inquilinos. Dice que uno de ellos es "encimoso", pero en general son tranquilos. Si Manuel carga a uno e Itzel a otro, muestran celos con pequeños gruñidos, pero solo buscan apapachos de los dueños y las visitas.
"Es una situación difícil la que se vive, al grado en que podemos pasar más de una semana sin comer; y tratamos de procurarlos primero a ellos [las mascotas] porque a final de cuentas son nuestra compañía”, dice Itzel desde la cocina.
“Estaba mejor en la cárcel”, confiesa Manuel. Todo el tiempo desde que fue liberado ha padecido la resaca del limbo legal en el que se encuentra. “Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo”, dice mientras se desborda la tristeza en su voz.
Cuando llegó a prisión todavía estaba lesionado. “Mientras unos no se metían contigo porque veían la forma tan golpeada en la que llega el interno, hay otros que se valen también para humillarte. [...] También a la familia le empiezan a hacer unas revisiones altas de tono y es cuando empiezan a soltar dinero. [...] No sabes qué duro es ese desgaste del inicio cuando la familia lo da todo”, recuerda.
El laberinto de probar la inocencia
Fue durante este tiempo inicial en la cárcel cuando su matrimonio con Esther, su primera esposa, se desintegró. Aún tiene noticias de su hijo, pero ella es indiferente a su situación. Tuvo otra pareja, Marcela, con quien procreó dos hijos más. La relación no prosperó y ella se fue con los dos menores a Jalisco. Desde 2012 no ha sabido nada de ellos. Su padre, Francisco, quien lo apoyó con el dinero de su jubilación durante años, vio cómo se agotaron los recursos antes de morir el mismo año en que Manuel fue liberado.
En esta etapa inició su trabajo como activista. En 2009 conoció a un grupo de abogados de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y comenzó a estudiar derecho gracias al apoyo del coordinador de grupos religiosos y Alcohólicos Anónimos en el penal de Tenancingo. Primero leyó el Código Penal y la Constitución, luego tomó clases y talleres relacionados, y en 2011 comenzó a orientar a otros reclusos para gestionar los documentos legales que necesitaban.
“Llegaba uno y ‘es que mira ya viene la nueva figura de la juez de ejecución, pero esto que me está pidiendo no lo entiendo, soy analfabeta, no sé leer’. Entonces fue donde dije pues a ver, yo les enseño”, narra sobre aquellos años.
Conforme fue aprendiendo sobre derecho, aprovechó el tiempo para trabajar en apelaciones para su caso. Uno de los puntos principales que empezó a combatir fue todo lo que gira alrededor del cadáver de la víctima, Martínez Elizalde.
En una solicitud de revisión extraordinaria dirigida a la Primera Sala Colegiada Penal de Texcoco, en el Estado de México, en 2013, se detalla que se rompió la cadena de custodia del cuerpo, pues los familiares reconocieron a la supuesta víctima en fotografías y no de manera presente; además, las pruebas periciales no determinaron que el cadáver era de Martínez Elizalde. “La necropsia concluyó a las 15:00 horas del 26 de mayo de 2000 y la supuesta o ilegal identificación del suscrito cadáver es ‘fedatado’ a las 18:45hrs del mismo día, mes y año”. Esto —insiste la defensa en el documento— habría sido imposible de realizar en tan poco tiempo.
Las pesquisas de la defensa no se quedaron ahí. De acuerdo con la Ministerio Público que dio fe del caso, Araceli Godínez, el cadáver que se levantó era el de un hombre de entre 23 y 25 años, de 1.74 metros de altura. Tras una exhumación en agosto del 2003, se encontró un cuerpo sin prendas y era un hombre de entre 19 y 22 años, de 1.63 metros de altura; es decir, 11 centímetros más pequeño. Uno de los documentos de la defensa señala que “el cadáver del hallazgo [...] era un desconocido, y posteriormente se le dio la falsa identidad de Emmanuel Martínez Elizalde”.
Estaba mejor en la cárcel. Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo.
En 2004, realizaron pruebas genéticas con los restos. Concluyeron que era el hijo de don Rafael, aunque la defensa de Manuel sostuvo lo contrario. Para ellos se trataba de un falso positivo, pues el análisis genético se realizó con material degradado; es decir, era inservible para la prueba. A la fecha insisten en que se realice una nueva examinación.
Ese mismo año el cráneo fue analizado en una prueba de sobreposición fotográfica cara-cráneo a petición de la defensa, en la que se compara la figura del rostro de la víctima contra puntos específicos del cuerpo encontrado. El estudio independiente determinó que el cráneo no correspondía a Martínez Elizalde, aunque al año siguiente la Procuraduría estatal concluyó lo contrario en un nuevo peritaje propio.
En 2011, la defensa consiguió que se realizara una nueva prueba en el cráneo. Esta vez fue una antropometría, una técnica digital similar a la sobreposición fotográfica, pero más precisa. Este estudio encontró nuevamente que no había correspondencia en los ojos y en la boca, “lo cual es perfectamente notorio en la sobreposición cara-cráneo del primer dictamen [el elaborado por la procuraduría del Estado de México]”. Una vez más, la defensa consiguió un documento asegurando que los restos no eran de Martínez Elizalde.
¿Si el hombre enterrado no es Emmanuel, quién es? ¿Dónde está Emmanuel? ¿Lo enterraron en otro lado o sigue vivo? ¿Si es así, por qué desapareció? Y así se desprenden más incógnitas que las autoridades no han podido responder en un caso cada vez más confuso y absurdo.
En 2002 Guadalupe Valdovinos, la madre de Manuel, recibió de manera anónima fotografías y una identificación que supuestamente eran de Martínez Elizalde en vida y con una nueva identidad, un año después de su supuesta muerte. Sin embargo, asegura Itzel, el sobre desapareció después de que lo llevaron al Ministerio Público, sin que se hayan hecho copias. Existe un testigo ocular de que Martínez Elizalde sigue vivo, se trata de Julio, uno de sus “conocidos de la farra”, explica Manuel. Lo habría visto en al menos una ocasión desde el supuesto asesinato. Aunque se buscó al testigo para obtener su confirmación, no fue posible encontrarlo.
El paradero de Martínez Elizalde no dejará de ser un rumor hasta que no se le halle con vida. De acuerdo con el abogado Carlos Azeem, quien trabajó con Manuel Ramírez para su liberación, Emmanuel era buscado por las autoridades por un homicidio y una violación. Al mismo tiempo, también estaría huyendo de una pandilla que buscaba vengar a la persona que asesinó, Juan Vázquez, de 19 años.
Pese a ser solo una hipótesis, explicaría por qué don Rafael, quien falleció en 2021, fabricó la muerte de su hijo. Sin embargo, ninguna de estas versiones se ha podido corroborar ni descartar del todo, incluso por las propias autoridades que llevaron el caso.
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Los relatos de Manuel desde su arresto no han cambiado. Cuando fue detenido, los policías pasaron a ver a don Rafael, quien supuestamente entabló una conversación con ellos. Ramírez sostiene que los agentes dijeron haber recibido 150 000 pesos por fabricar tres detenciones por el asesinato de Emmanuel.
Las evidencias y los rumores de que Martínez Elizalde sigue vivo se suman a otras evidencias a favor de Manuel. En 2018 se le aplicó el Protocolo de Estambul y se determinó que, en efecto, fue torturado. Entre los signos, síntomas y discapacidades físicas crónicas derivadas de lo ocurrido, encontraron deformidades y dolores detrás de la cabeza y el hombro derecho; daños a la columna y las rodillas; pérdida de audición en el oído izquierdo; dolor en las costillas izquierdas, e hinchazón y rigidez en la mandíbula con limitación de movilidad.
Sin embargo, él no fue el único que sufrió físicamente. Itzel también. Ella es originaria de Guerrero, hija de un maestro de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Se conocieron cuando eran niños y la familia de Manuel creía que ella, quien conocía abogados gracias a su hermana, podría ayudar. Manuel e Itzel salieron cuando eran jóvenes, pero fue hasta 2009 que volvieron a encontrarse.
Itzel estudió enfermería y trabajaba en dos hospitales de Guerrero cuando se reencontró con Manuel. Pese a la distancia y el tiempo, la relación se reavivó y ella se mudó al Estado de México. En 2014 finalmente se casaron.
Más allá de los sobornos que funcionarios de las cárceles pedían por ver a Manuel, o las horas y costos de viaje, pagó con una violencia que la marcó de por vida y se quedaría en la impunidad.
En 2012, Itzel supo que tenía 20 semanas de embarazo. Era una situación riesgosa, pues Itzel sufre de presión alta. Para entrar a los penales a ver a su esposo debía pasar por una revisión. Ella recuerda esto mientras se sienta en su cocina durante la tarde del 28 mayo de 2024. Es quizá el espacio más grande de la casa, con una mesa contra la pared, los electrodomésticos en las repisas y el refrigerador junto al baño. Hay otra puerta que lleva a la recámara donde duermen. La ropa está apilada hasta el techo en los muros de la habitación y entra poca luz.
Itzel busca en su celular fotografías y videos de su esposo. Después de enterarse del embarazo, recuerda, fue a visitar a Manuel. Los custodios le pidieron que se desnudara por completo, algo que no solicitaban siempre ni a todas las visitas. Traía consigo los estudios de su embarazo para justificar que no la podían forzar a hacer las sentadillas que suelen ser parte de la revisión exhaustiva. Aún así los guardias insistieron.
“‘Aquí [los estudios] especifica que no puedo hacer grandes esfuerzos por mi situación, así es que por favor’”, narra sobre lo que le insistía a la seguridad del penal. “Como yo no me presté, me empiezan a estar hurgando y en una de tantas me baja una y yo me intento levantar y la otra me vuelve a bajar y empiezo a sangrar”.
Perdió al bebé. Debido al legrado mal aplicado en el hospital, ya no puede tener hijos. Es un episodio que todavía trae dolor a la pareja. Lo mencionan casi casualmente en conversaciones, pero siempre con un tono de lamento.
A pesar de lo sucedido, lo que realmente angustia a Itzel es no tener dinero, no poder encontrar trabajo por la estigmatización que rodea a Manuel y, en consecuencia, a ella. “Lo que yo quiero es tener trabajo, y es lo que a mí se me ha complicado. Mi desesperación es mucha. La de él, aunque no me lo diga, yo lo veo, no puede descansar por lo mismo”, dice mientras acaricia a Andaluz, uno de los perros.
Libertad como palabra
El activismo de Manuel finalmente dio frutos en el sexenio pasado. Su caso llamó la atención de defensores de derechos humanos que lo veían como el claro ejemplo de las fallas en el sistema de justicia. Entre las personas que también notaron esta historia estaban los legisladores Nestora Salgado, Pedro Carrizales y el activista Bryan Lebarón. El caso llegó al nivel federal y se hicieron constantes llamados al entonces presidente Andrés Manuel López Obrador para que interviniera.
No parecía mal momento. López Obrador asumió la presidencia en 2018 con un discurso de amnistía y revisiones de posibles violaciones a derechos humanos en el país. Además del clima político, el diputado Pedro Carrizales, mejor conocido como el Mijis, y Bryan Lebarón apoyaron a Manuel abiertamente y de forma pública.
El 27 de mayo de 2021, el Mijis, Bryan e Itzel se plantaron afuera de Palacio Nacional, en la Ciudad de México, y comenzaron una huelga de hambre para exigir la liberación de Manuel. No fue sencillo. Las exigencias eran que se le otorgara la amnistía y que se le absolviera de un homicidio que nunca pudo comprobarse.
La presión pública logró que el Gobierno del Estado de México contactara al abogado de Manuel, Carlos Azeem, para pedirle que se reuniera con el Magistrado Ricardo Sodi Cuéllar, presidente del Tribunal Superior de Justicia de la entidad. “Nos dice… Así, estas son sus palabras textuales: ‘Si ustedes se callan, si este canijo [el Mijis] deja de tuitear, si tú dejas de dar entrevistas, si nadie dice nada, en un mes lo liberamos’”, narra Azeem sobre aquella reunión. “No se preocupen de abogados, no se preocupen de gestiones, no se preocupen de nada, solamente necesito que me ayuden a reparar el daño para que pueda salir”.
Entre los que apoyaban su causa reunieron el dinero necesario para pagar la reparación del daño supuestamente provocado a la familia de la víctima. Eran alrededor de 80 000 pesos que permitirían continuar con su proceso para salir de la cárcel. Finalmente lo logró en julio de 2021. “Ha sido liberado el señor Manuel Valdovinos, después de 21 años de estar injustamente privado de su libertad”, escribió la senadora Nestora Salgado en su cuenta de la red social X. “Es un día memorable, una fecha que nos permitirá recordar que la justicia sigue viva”.
No fue el único caso y parecía ser parte de una nueva etapa para el sistema penal mexicano. En agosto de 2021, el Diario Oficial de la Federación publicó un acuerdo en el que se pedía que se revisaran “las solicitudes de pre liberación de personas sentenciadas, así como para identificar casos tanto de personas en prisión preventiva, como de aquellas que hayan sido víctimas de tortura”. Para mediados de 2023, el Gobierno Federal informó que 5 542 personas que permanecían en distintas cárceles obtuvieron libertad anticipada, y otras 249 más consiguieron amnistías.
No fue lo que ocurrió con Manuel Ramírez. Durante la reunión en la que se discutió la liberación, estaban Bryan Lebarón, Carlos Azeem, Nestora Salgado e Itzel. Dejaron que se avanzara el proceso como lo dijo el Magistrado, aunque ni el abogado ni Itzel saben qué fue lo que se hizo para justificar la salida de Ramírez. Sin razón ni explicaciones, de la misma forma en que fue aprehendido, también fue liberado. Buscamos al Magistrado Sodi Cuéllar, la senadora Salgado y a Bryan Lebarón para obtener más información, pero no respondieron a las solicitudes de entrevista para este reportaje.
“Lo que gestionaron fue un beneficio pre liberacional”, dice Azeem.“Bajo las condiciones que él tenía no era viable ese beneficio. Algo debieron haber hecho. [...] No fue libertad, no fue que lo hayan absuelto, no. Fue que hubo un sistema operando a su favor bajo esa misma ilegalidad con la que operó en su contra. Y así salió”.
Lo que esto generó fue un limbo para Manuel. Sí, es libre, pero “realmente recuperar la libertad no recupera la vida”, dice Azeem. Una semana después de salir de la cárcel, Manuel llamó al abogado para decirle que quería regresar a la reclusión porque se sentía solo, su padre había muerto y no sabía qué hacer. Ramírez estaba fuera de prisión, pero ante los ojos de la ley y la sociedad, era y sigue siendo un homicida.
El limbo después de prisión
El primer obstáculo al que se enfrentó Manuel fue que tenía suspendidos sus derechos políticos, por lo que no podía solicitar su credencial de elector. Esto no solo limitaba su acceso al voto, sino que para buscar trabajo o realizar otros trámites le pedían esa identificación y le negaban el uso de otros documentos. Después de meses de exigirla, la consiguió, pero seguía lo que él ya advertía: la revictimización y la discriminación.
“Yo llego a un trabajo, estoy cinco días, alguien me guglea, sale mi caso en redes sociales y me dan las gracias”, asegura Manuel. “Se dan en momentos en los que ni puedo grabar para testificar toda la discriminación de la que yo vengo siendo víctima, [...] todo mundo tiene la capacidad de discriminarte y no darte una oportunidad para poder laborar realmente, en mi caso, como profesor de música”.
Gracias al Mijis, quien murió en 2022, consiguió trabajo como supervisor en una empresa de seguridad en la Ciudad de México, pero el salario no era suficiente. En febrero de 2023, empezó a trabajar en una empresa dedicada a bienes raíces, Adminssa Residenciales, pero tras unas semanas alguien buscó su nombre en Google y, asegura Manuel, lo obligaron a renunciar. Contactamos a la empresa para obtener su versión, pero no respondieron a la solicitud. En febrero de 2024 consiguió otro trabajo en una empresa similar, Habitat Property Management, en Huixquilucan, Estado deMéxico, pero debido a las ausencias de cada 15 días por tener que ir a firmar en Otumba, nuevamente se vio obligado a renunciar.
La amargura detrás de este contexto se siente en las palabras de Manuel cada vez que habla de los empleadores que lo llevaron a perder esos trabajos. Esta misma situación habría alcanzado también a Itzel, quien perdió su trabajo en 2023 y no ha logrado recuperarse. Tras dejar de trabajar en un hospital, llegó a una empresa de outsourcing para ser enfermera en domicilios privados. Un día, una de las clientes vio que Manuel fue a visitarla para dejarle su comida.
“La chica dice que a lo mejor yo soy un halcón porque ve el nombre de Manuel, lo anota y lo pone y sale en las redes”, narra Itzel desde la cocina de su casa, mientras trata de tranquilizar a una de las mascotas. “Entonces que yo seguramente la quería secuestrar, que no sé qué, que no sé cuánto. Me hablan de la empresa y les digo: ʻSí, mi situación es esta, yo denuncié desde hace años, no de ahorita, y yo vengo buscándole la situación jurídica de mi esposoʼ”. Pese a que trató de defenderse, los empleadores la dieron de baja y desde entonces no encuentra trabajo.
Hacia un nuevo día
Manuel tiende a torcer la boca y cerrar los ojos cuando habla de algo que le duele, sea la tortura, el tiempo en la cárcel o la suerte que ha enfrentado desde su liberación. Es una mueca, como resistiendo la furia que todo esto le provoca. No es raro que, al preguntarle cómo se siente, exprese que cada día es peor, aunque no se desanima. No todo está perdido para él.
En 2019, Litigio Estratégico de Derechos Humanos, conocido como I(dh)eas, una asociación civil mexicana dedicada a tratar asuntos de violaciones de derechos humanos, envió el caso de Manuel a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El abogado y director jurídico de I(dh)eas, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, explica que la Comisión está analizando el caso tras la omisión de las autoridades judiciales del Estado de México de investigar a fondo las denuncias por tortura y la detención fundada en una confesión obtenida tras ejercer violencia contra el acusado. Este año, la asociación también impugnó la decisión de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (CODHEM) de cerrar el caso de Ramírez Valdovinos. La CODHEM sostiene que no hay evidencias suficientes para corroborar irregularidades en el caso.
El escenario más favorable para Manuel es que el caso llegue hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y “que se establezca responsabilidad [...] y se condene al Estado Mexicano y se obtenga una reparación”, señala Gutiérrez. La reparación sería, en primer lugar, que Ramírez sea absuelto y, en segundo, que los responsables de la tortura sean sancionados y los años que ha sido considerado culpable sean reparados. Además, que sea atendido psicológicamente junto con Itzel y reciban una compensación económica. “Es un caso paradigmático —puntualiza Gutiérrez—. Refleja todas estas situaciones de descomposición”.
El 13 de septiembre me escribió por WhatsApp: “Para comentarte que ya me dieron el registro dentro de lo que es el padrón de víctimas del Estado de México. En Consecuencia, voy a buscar los apoyos conforme a la ley”. Es otra herramienta que alienta a Manuel.
Sin embargo, explica Carlos Azeem, realmente la lucha por demostrar su inocencia es una cuesta arriba. Para poder absolverse del homicidio tendría que presentar en vida a Emmanuel Martínez, o por lo menos evidencias irrefutables de que sigue vivo y, si está muerto, demostrar que murió después de mayo del año 2000. Poner en duda y mantener el dedo sobre ese renglón es clave para su causa.
“¿Cuál es el problema? El anterior sistema todos sabían que no servía y tan sabían que lo cambiaron, pero nunca hicieron nada para ver y poder rescatar a todas esas víctimas de ese sistema, ¿entonces qué pasa? Llevas tu proceso viciado, te fabricaron pruebas, te sentenciaron, apelaste y te confirmaron la sentencia, promoviste un amparo, te lo negaron. Entonces te dicen: ‘Güey, tuviste oportunidad de defenderte’. Sí, cabrón, pero en un sistema que no servía y tú mismo reconociste que no servía y por eso lo quitaste”, dice el abogado sobre los recientes cambios al sistema judicial mexicano.
Manuel salió de prisión con “buena conducta” y por haber cumplido la “mitad” de la sentencia. Ahora, entrar al padrón significa que podría obtener la libertad anticipada bajo supervisión, en lugar de una pre liberación. Él sigue trabajando y sigue ensayando como músico para tocar en eventos privados. No es ideal, pero avanza poco a poco, pese a que va de “regular a peor”, según sus propias palabras.
La tarde en que nos recibe Manuel es calurosa y los vasos de refresco se rellenan y vacían conforme avanza el tiempo. Hay una sensación de opresión dentro, contrario a la amplia sala que tenía en su primer hogar tras salir de la cárcel. Se siente como un espacio oscuro, donde el olor se encierra fácilmente y las pequeñas ventanas ofrecen poca ayuda para la ventilación.
Manuel se muestra entusiasmado de recibir visitas y se disculpa por el desorden: la ropa apilada en su cuarto, los documentos también apilados en su escritorio, los perros buscando cariños. Es una estancia sombría, casi como el semblante en Itzel y Manuel, y llega el momento de decir adiós.
Manuel e Itzel cargan a los perros y posan para una última fotografía en el patio de la vecindad. Sonríen y tratan de mantener a los perros tranquilos para el retrato. Dispara la cámara y Manuel guía a las visitas al portón y, como en cada ocasión, en cada encuentro, se toma su tiempo para explicar la ruta de regreso hacia la Ciudad de México, como se solía hacer antes del GPS en el celular, tecnología que se hizo cotidiana mientras él seguía encarcelado.
Con una sonrisa y un abrazo, finalmente se despide. No sabe cuándo terminará el suplicio, y las llamadas y mensajes durante los siguientes meses casi se vuelven monótonos: “Ahí batallándole”, “Ahí vamos”, “Regular, mi estimado”. Cada día se despierta para malabarear las necesidades básicas, luchar porque el sistema de justicia reconozca su inocencia y preguntarse si realmente lo mejor fue haber salido de prisión hace ya más de tres años.
Pasó más de 20 años encarcelado por un delito que quizá nunca ocurrió. Manuel Ramírez Valdovinos fue liberado de forma tan inexplicable como ocurrió su detención, pero su libertad no ha significado recuperar su vida.
Manuel Ramírez Valdovinos llegó con una larga barba que recordaba a los músicos de ZZ Top. Iba bien peinado, con el cabello acomodado hacia un lado, un chaleco azul cielo y una polo color vino. Ha perdido más de 15 kilos desde que salió de prisión en 2021, después de más de dos décadas de haber estado encerrado por un homicidio que nunca cometió y, aparentemente, nunca ocurrió.
Es un día soleado en el municipio de Otumba, en el Estado de México. La sombra es fresca, pero estando bajo el sol, el calor aletarga. Manuel, de 46 años, llegó a este encuentro con su esposa, Itzel Perea, desde San Martín de las Pirámides, donde viven con dos perros pequeños y un gato. Le toma una hora llegar hasta aquí, a 10 kilómetros de su hogar. El regreso es una hora más. Es un traslado que le cuesta más que tiempo. Es dinero que no tiene y un día que podría aprovechar para trabajar.
Aquí, donde nos hemos encontrado, está el Centro Penal de Reinserción Social Otumba Tepachico. Aunque esta región del Estado de México está generalmente llena de vegetación, hoy el pasto está seco y todo luce en tonos ocres. Es el lunes 26 de febrero y todavía no llega la primavera. La caseta de vigilancia está vacía y una señal advierte a los conductores que quieran entrar que deben prender las luces del interior. Una estructura gigantesca color verde, donde debería haber algún tipo de señal o anuncio publicitario, simplemente está ahí, abandonada, como en huesos. Este paisaje desolador contagia una sensación de abandono. Desde fuera solo puede verse un guardia en el acceso principal, escondido en la sombra, protegiéndose del sol y el calor.
Este es uno de los tantos lugares donde Manuel pasó sus años de encierro; las cárceles de Tenancingo, Chalco y Nezahualcóyotl fueron otros. Antes de ser liberado, el 16 de julio de 2021, había pasado ya siete años en el Centro Federal de Readaptación Social No. 1 Altiplano, mejor conocido como Almoloya o el Altiplano, donde estuvieron presos personajes como el narcotraficante Rafael Caro Quintero o el secuestrador Daniel Arizmendi, el “Mochaorejas”. Pero el delito cometido por Manuel dista mucho de los perpetrados por sus compañeros de prisión, y hay incluso dudas de que realmente haya ocurrido.
Alcanzó su libertad gracias a la presión política que su defensa, activistas y legisladores ejercieron sobre el gobierno estatal. Desde entonces, tiene que visitar el penal para firmar cada 15 días. “Todos piensan que a mí me dieron una absolución”, explica frustrado. “Ni siquiera me dieron una disculpa. A mí me agarraron y me echaron a la calle porque yo era una persona nociva para el sistema que está recibiendo toda clase de irregularidades, de corrupción y de porquería [de la] que está plagada el Poder Judicial”.
Mientras camina hacia el patio externo del penal, el guardia lo saluda y le pide que se registre. Su esposa camina detrás de él cuando cruzan el control de seguridad. En este punto ya no hay sombra, salvo debajo de las sombrillas de metal que protegen algunas mesas y bancas fijas al suelo.
Otras personas están ahí, cubriéndose del sol, sentadas. También deben firmar. Conversan, se ponen al corriente mientras esperan a que lleguen los funcionarios del sistema penitenciario: la trabajadora del servicio médico, la trabajadora social, el representante de la secretaría general del penal y la psicóloga. Solo dos están ahí, pese a que la cita es a las 11:00 horas. La trabajadora social y la psicóloga revisan cómo va el proceso de los exconvictos.
Cuando Manuel se preparaba para llegar, anticipaba tratos humillantes. La amabilidad de este día lo tomó por sorpresa. Otras experiencias lo han dejado con temor, pues más de una vez se ha sentido discriminado por los custodios que van saliendo del penal. “[Suelen] señalarme o tildarme de que soy una lacra, de que soy un delincuente”, explica. “Ha sido muy difícil soportar todavía la represión por parte del sistema penitenciario en sus servidoras públicas”, agrega refiriéndose al personal que lleva sus trámites burocráticos. Estas actitudes, dice Manuel, se traducen en miedo de los exconvictos a que puedan “llevar mal los informes” a los jueces y sean recluidos de nuevo.
Manuel pasa a firmar, mientras la psicóloga está en el teléfono y no le dirige la palabra. Le regresan los documentos, firma los de ellas y se despiden. Explica que rara vez baja a su encuentro el personal médico, por lo que no espera esa firma. Quien falta es el representante de la secretaría general y pasará casi una hora más antes de que llegue.
Pasadas las 13:00 horas, Manuel e Itzel se retiran con los documentos firmados por todos, menos el servicio médico. Se encaminan a casa, donde llegarán después de un trayecto de otra hora. Es un día perdido para Manuel, quien ha tenido que aplacar la paciencia de sus empleadores ante sus ausencias de cada 15 días.
“No es grato tener que llegar a un trabajo y decirles: ‘¿Sabes qué? Estoy firmando cada 15 días’”, dice Manuel. A veces, confiesa, ha tenido que ocultar las visitas a Otumba. En otras ocasiones ha usado sus problemas de salud como excusa para ausentarse. Aún así, llega el día en que, según Manuel, le dicen “ya no te puedo estar cubriendo tus faltas, o renuncias o mejor no te hagas, te he estado buscando en las redes y sé que eres fulano de tal y tal”.
Pese a que en esta y otras visitas no se ha entrevistado con los médicos, sus problemas de salud no son menores: están cargados de emociones y amargas memorias de la tortura que vivió cuando agentes de la policía judicial del Estado de México lo detuvieron.
El infierno en vida
Era la noche del 26 de mayo del año 2000. Manuel tenía 25 años y estaba en casa, con su entonces esposa Esther y su primer hijo, Francisco Manuel, quien tenía apenas unas semanas de nacido. Vivía entonces en Tepexpan, un pueblo en Acolman, Estado de México, donde trabajaba como profesor de música.
Festejaban esa noche con la familia el primer mes de vida de su hijo. Intempestivamente entró un grupo de ocho hombres armados, vestidos de negro y sin identificarse. Eran policías judiciales del estado. Los sujetos encañonaron a la familia y amigos en el convivio. Esther cargaba al niño. Manuel preguntó qué pasaba, qué querían, sin entender todavía nada.
—Acabas de chingar a tu madre —le respondió uno de los agentes.
—¿A dónde me llevan?
—A chingar a tu madre.
Los policías lo golpearon y lo sacaron casi desvanecido. Mientras salía, su perro trató de defenderlo, pero quedó inconsciente al recibir una patada. Lo subieron a una camioneta y lo llevaron a un lugar donde tenían preparado un tambo de metal con agua y hielo, y unas esposas suspendidas de una polea en el techo. Lo desvistieron. Él cree que esto ocurrió cerca de Axapusco, a media hora de Acolman. Nunca lo supo con certeza.
Fue ahí cuando comenzó la tortura.
“Tienes que decir que mataste al hijo de don Rafael”, le dijo uno de los agentes. Pero Manuel se resistió. Don Rafael era compadre de su padre. Él insistía en que no había matado a nadie y no era un delincuente. “¿Vas a decir lo que se te está diciendo o no, hijo de la chingada?”. “No y no —repetía Manuel—. No soy un asesino”. “Pues vas a ver”, le replicó el policía. Es entonces cuando vio a otro agente entrar al cuarto con dos plantas de soldar.
“Con esas metieron los electrodos al agua y ya sabrás todo lo que sentí, al extremo de perder el conocimiento en varias ocasiones”, narra Manuel, sentado en el sillón de su casa, apretando los ojos casi como si así resistiera el dolor de los recuerdos. “Fue muy degradante, muy triste, muy doloroso”.
Golpes, choques eléctricos, pérdida de conciencia y agua fría, una y otra y otra vez. Manuel no recuerda cuántas veces se desmayó, pero sí cómo le electrocutaron los testículos, los culatazos al cuerpo y cómo le apagaban cigarros en los brazos. Durante las golpizas sufrió la primera lesión permanente de la tortura: “Solo sentí como si me hubieran explotado un globo en el oído y de ahí para acá no he vuelto a oír. No escucho nada con el oído izquierdo”.
Fue una noche larga. La tortura duró poco más de cuatro horas. A la una de la mañana finalmente lo esposaron de pies y manos para llevarlo a Teotihuacán de Arista, el municipio aledaño en el Estado de México. Los agentes continuaron con el juego de la tortura en el carro. Uno lo amenazaba con una pistola en la cara, mientras el otro hacía de policía “bueno” y trataba de convencerlo de aceptar haber asesinado al hijo de don Rafael, Emmanuel Martínez Elizalde. “Si no aceptas lo que te estamos diciendo, ahorita te vamos a meter a la agencia y te vamos a dar otra santa reventada de madre”.
Manuel se quedó en silencio y los agentes lo llevaron a los separos de la agencia ministerial en Teotihuacán. Otra vez lo golpearon. Recuerda que pudo resistir hasta que amenazaron con violar y asesinar a Esther frente a su bebé. Firmó todo lo que le pusieron enfrente. Al hacer el recuento de lo ocurrido, pide comprensión, que se entienda por qué firmó: “Estaba cansado de la tortura y tenía mucho miedo —insiste—. Comprendan”.
Tras más de dos días aislado, el 28 de mayo llegó a Texcoco y lo ingresaron al centro penitenciario. En junio le dictaron auto de formal prisión junto con otros coacusados, quienes también habrían sido torturados: Gabriel Vera Espejel y Carlos Sánchez López, parientes del supuesto asesinado. El 4 de mayo de 2001, casi un año después de ser detenido, fue sentenciado a 40 años, 7 meses y 15 días de cárcel por el homicidio calificado de Emmanuel Martínez Elizalde. Entre los tres, según la policía, lo habrían estrangulado, apuñalado e incinerado su cuerpo.
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El castigo por un muerto que no está
Es el 28 de mayo de 2024, 24 años después de la tortura. Manuel se sienta en una silla negra de su sala. Se sirve un refresco y se acomoda. Es una habitación pequeña, con su escritorio, un piano eléctrico y algunas sillas. Todo se siente apretado o amontonado. En el fondo tiene imágenes religiosas y veladoras. Esta es su nueva casa, en San Martín de las Pirámides. Es el tercer hogar que habita desde que salió de prisión. Simplemente no le alcanzaba para vivir en donde se mudó cuando salió. Era en ese entonces un departamento dentro de una casa de tres pisos, con una fachada naranja y una sala amplia. Estaba rodeado por naturaleza, a las afueras del mismo municipio.
Ya no tiene su barba y se le ve el rostro completo nuevamente. El vello facial era para un concierto religioso unas semanas antes, cuando se disfrazó, tocó el piano y cantó. Se hace todavía más evidente el peso que ha perdido. Los pantalones se ven holgados y la camisa ya no le queda ajustada. Los ojos lucen cansados, ojerosos. Las ventanas y la puerta están abiertas para dejar que entre el viento y refresque el pequeño espacio. Itzel está en la cocina, revisando el celular y acomodando cosas de la casa.
Este nuevo hogar se encuentra dentro de una vecindad, en el segundo piso. Manuel acomoda una tabla en las escaleras del balcón para evitar que sus perros salgan a jugar al patio y molesten a los demás inquilinos. Dice que uno de ellos es "encimoso", pero en general son tranquilos. Si Manuel carga a uno e Itzel a otro, muestran celos con pequeños gruñidos, pero solo buscan apapachos de los dueños y las visitas.
"Es una situación difícil la que se vive, al grado en que podemos pasar más de una semana sin comer; y tratamos de procurarlos primero a ellos [las mascotas] porque a final de cuentas son nuestra compañía”, dice Itzel desde la cocina.
“Estaba mejor en la cárcel”, confiesa Manuel. Todo el tiempo desde que fue liberado ha padecido la resaca del limbo legal en el que se encuentra. “Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo”, dice mientras se desborda la tristeza en su voz.
Cuando llegó a prisión todavía estaba lesionado. “Mientras unos no se metían contigo porque veían la forma tan golpeada en la que llega el interno, hay otros que se valen también para humillarte. [...] También a la familia le empiezan a hacer unas revisiones altas de tono y es cuando empiezan a soltar dinero. [...] No sabes qué duro es ese desgaste del inicio cuando la familia lo da todo”, recuerda.
El laberinto de probar la inocencia
Fue durante este tiempo inicial en la cárcel cuando su matrimonio con Esther, su primera esposa, se desintegró. Aún tiene noticias de su hijo, pero ella es indiferente a su situación. Tuvo otra pareja, Marcela, con quien procreó dos hijos más. La relación no prosperó y ella se fue con los dos menores a Jalisco. Desde 2012 no ha sabido nada de ellos. Su padre, Francisco, quien lo apoyó con el dinero de su jubilación durante años, vio cómo se agotaron los recursos antes de morir el mismo año en que Manuel fue liberado.
En esta etapa inició su trabajo como activista. En 2009 conoció a un grupo de abogados de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y comenzó a estudiar derecho gracias al apoyo del coordinador de grupos religiosos y Alcohólicos Anónimos en el penal de Tenancingo. Primero leyó el Código Penal y la Constitución, luego tomó clases y talleres relacionados, y en 2011 comenzó a orientar a otros reclusos para gestionar los documentos legales que necesitaban.
“Llegaba uno y ‘es que mira ya viene la nueva figura de la juez de ejecución, pero esto que me está pidiendo no lo entiendo, soy analfabeta, no sé leer’. Entonces fue donde dije pues a ver, yo les enseño”, narra sobre aquellos años.
Conforme fue aprendiendo sobre derecho, aprovechó el tiempo para trabajar en apelaciones para su caso. Uno de los puntos principales que empezó a combatir fue todo lo que gira alrededor del cadáver de la víctima, Martínez Elizalde.
En una solicitud de revisión extraordinaria dirigida a la Primera Sala Colegiada Penal de Texcoco, en el Estado de México, en 2013, se detalla que se rompió la cadena de custodia del cuerpo, pues los familiares reconocieron a la supuesta víctima en fotografías y no de manera presente; además, las pruebas periciales no determinaron que el cadáver era de Martínez Elizalde. “La necropsia concluyó a las 15:00 horas del 26 de mayo de 2000 y la supuesta o ilegal identificación del suscrito cadáver es ‘fedatado’ a las 18:45hrs del mismo día, mes y año”. Esto —insiste la defensa en el documento— habría sido imposible de realizar en tan poco tiempo.
Las pesquisas de la defensa no se quedaron ahí. De acuerdo con la Ministerio Público que dio fe del caso, Araceli Godínez, el cadáver que se levantó era el de un hombre de entre 23 y 25 años, de 1.74 metros de altura. Tras una exhumación en agosto del 2003, se encontró un cuerpo sin prendas y era un hombre de entre 19 y 22 años, de 1.63 metros de altura; es decir, 11 centímetros más pequeño. Uno de los documentos de la defensa señala que “el cadáver del hallazgo [...] era un desconocido, y posteriormente se le dio la falsa identidad de Emmanuel Martínez Elizalde”.
Estaba mejor en la cárcel. Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo.
En 2004, realizaron pruebas genéticas con los restos. Concluyeron que era el hijo de don Rafael, aunque la defensa de Manuel sostuvo lo contrario. Para ellos se trataba de un falso positivo, pues el análisis genético se realizó con material degradado; es decir, era inservible para la prueba. A la fecha insisten en que se realice una nueva examinación.
Ese mismo año el cráneo fue analizado en una prueba de sobreposición fotográfica cara-cráneo a petición de la defensa, en la que se compara la figura del rostro de la víctima contra puntos específicos del cuerpo encontrado. El estudio independiente determinó que el cráneo no correspondía a Martínez Elizalde, aunque al año siguiente la Procuraduría estatal concluyó lo contrario en un nuevo peritaje propio.
En 2011, la defensa consiguió que se realizara una nueva prueba en el cráneo. Esta vez fue una antropometría, una técnica digital similar a la sobreposición fotográfica, pero más precisa. Este estudio encontró nuevamente que no había correspondencia en los ojos y en la boca, “lo cual es perfectamente notorio en la sobreposición cara-cráneo del primer dictamen [el elaborado por la procuraduría del Estado de México]”. Una vez más, la defensa consiguió un documento asegurando que los restos no eran de Martínez Elizalde.
¿Si el hombre enterrado no es Emmanuel, quién es? ¿Dónde está Emmanuel? ¿Lo enterraron en otro lado o sigue vivo? ¿Si es así, por qué desapareció? Y así se desprenden más incógnitas que las autoridades no han podido responder en un caso cada vez más confuso y absurdo.
En 2002 Guadalupe Valdovinos, la madre de Manuel, recibió de manera anónima fotografías y una identificación que supuestamente eran de Martínez Elizalde en vida y con una nueva identidad, un año después de su supuesta muerte. Sin embargo, asegura Itzel, el sobre desapareció después de que lo llevaron al Ministerio Público, sin que se hayan hecho copias. Existe un testigo ocular de que Martínez Elizalde sigue vivo, se trata de Julio, uno de sus “conocidos de la farra”, explica Manuel. Lo habría visto en al menos una ocasión desde el supuesto asesinato. Aunque se buscó al testigo para obtener su confirmación, no fue posible encontrarlo.
El paradero de Martínez Elizalde no dejará de ser un rumor hasta que no se le halle con vida. De acuerdo con el abogado Carlos Azeem, quien trabajó con Manuel Ramírez para su liberación, Emmanuel era buscado por las autoridades por un homicidio y una violación. Al mismo tiempo, también estaría huyendo de una pandilla que buscaba vengar a la persona que asesinó, Juan Vázquez, de 19 años.
Pese a ser solo una hipótesis, explicaría por qué don Rafael, quien falleció en 2021, fabricó la muerte de su hijo. Sin embargo, ninguna de estas versiones se ha podido corroborar ni descartar del todo, incluso por las propias autoridades que llevaron el caso.
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Los relatos de Manuel desde su arresto no han cambiado. Cuando fue detenido, los policías pasaron a ver a don Rafael, quien supuestamente entabló una conversación con ellos. Ramírez sostiene que los agentes dijeron haber recibido 150 000 pesos por fabricar tres detenciones por el asesinato de Emmanuel.
Las evidencias y los rumores de que Martínez Elizalde sigue vivo se suman a otras evidencias a favor de Manuel. En 2018 se le aplicó el Protocolo de Estambul y se determinó que, en efecto, fue torturado. Entre los signos, síntomas y discapacidades físicas crónicas derivadas de lo ocurrido, encontraron deformidades y dolores detrás de la cabeza y el hombro derecho; daños a la columna y las rodillas; pérdida de audición en el oído izquierdo; dolor en las costillas izquierdas, e hinchazón y rigidez en la mandíbula con limitación de movilidad.
Sin embargo, él no fue el único que sufrió físicamente. Itzel también. Ella es originaria de Guerrero, hija de un maestro de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Se conocieron cuando eran niños y la familia de Manuel creía que ella, quien conocía abogados gracias a su hermana, podría ayudar. Manuel e Itzel salieron cuando eran jóvenes, pero fue hasta 2009 que volvieron a encontrarse.
Itzel estudió enfermería y trabajaba en dos hospitales de Guerrero cuando se reencontró con Manuel. Pese a la distancia y el tiempo, la relación se reavivó y ella se mudó al Estado de México. En 2014 finalmente se casaron.
Más allá de los sobornos que funcionarios de las cárceles pedían por ver a Manuel, o las horas y costos de viaje, pagó con una violencia que la marcó de por vida y se quedaría en la impunidad.
En 2012, Itzel supo que tenía 20 semanas de embarazo. Era una situación riesgosa, pues Itzel sufre de presión alta. Para entrar a los penales a ver a su esposo debía pasar por una revisión. Ella recuerda esto mientras se sienta en su cocina durante la tarde del 28 mayo de 2024. Es quizá el espacio más grande de la casa, con una mesa contra la pared, los electrodomésticos en las repisas y el refrigerador junto al baño. Hay otra puerta que lleva a la recámara donde duermen. La ropa está apilada hasta el techo en los muros de la habitación y entra poca luz.
Itzel busca en su celular fotografías y videos de su esposo. Después de enterarse del embarazo, recuerda, fue a visitar a Manuel. Los custodios le pidieron que se desnudara por completo, algo que no solicitaban siempre ni a todas las visitas. Traía consigo los estudios de su embarazo para justificar que no la podían forzar a hacer las sentadillas que suelen ser parte de la revisión exhaustiva. Aún así los guardias insistieron.
“‘Aquí [los estudios] especifica que no puedo hacer grandes esfuerzos por mi situación, así es que por favor’”, narra sobre lo que le insistía a la seguridad del penal. “Como yo no me presté, me empiezan a estar hurgando y en una de tantas me baja una y yo me intento levantar y la otra me vuelve a bajar y empiezo a sangrar”.
Perdió al bebé. Debido al legrado mal aplicado en el hospital, ya no puede tener hijos. Es un episodio que todavía trae dolor a la pareja. Lo mencionan casi casualmente en conversaciones, pero siempre con un tono de lamento.
A pesar de lo sucedido, lo que realmente angustia a Itzel es no tener dinero, no poder encontrar trabajo por la estigmatización que rodea a Manuel y, en consecuencia, a ella. “Lo que yo quiero es tener trabajo, y es lo que a mí se me ha complicado. Mi desesperación es mucha. La de él, aunque no me lo diga, yo lo veo, no puede descansar por lo mismo”, dice mientras acaricia a Andaluz, uno de los perros.
Libertad como palabra
El activismo de Manuel finalmente dio frutos en el sexenio pasado. Su caso llamó la atención de defensores de derechos humanos que lo veían como el claro ejemplo de las fallas en el sistema de justicia. Entre las personas que también notaron esta historia estaban los legisladores Nestora Salgado, Pedro Carrizales y el activista Bryan Lebarón. El caso llegó al nivel federal y se hicieron constantes llamados al entonces presidente Andrés Manuel López Obrador para que interviniera.
No parecía mal momento. López Obrador asumió la presidencia en 2018 con un discurso de amnistía y revisiones de posibles violaciones a derechos humanos en el país. Además del clima político, el diputado Pedro Carrizales, mejor conocido como el Mijis, y Bryan Lebarón apoyaron a Manuel abiertamente y de forma pública.
El 27 de mayo de 2021, el Mijis, Bryan e Itzel se plantaron afuera de Palacio Nacional, en la Ciudad de México, y comenzaron una huelga de hambre para exigir la liberación de Manuel. No fue sencillo. Las exigencias eran que se le otorgara la amnistía y que se le absolviera de un homicidio que nunca pudo comprobarse.
La presión pública logró que el Gobierno del Estado de México contactara al abogado de Manuel, Carlos Azeem, para pedirle que se reuniera con el Magistrado Ricardo Sodi Cuéllar, presidente del Tribunal Superior de Justicia de la entidad. “Nos dice… Así, estas son sus palabras textuales: ‘Si ustedes se callan, si este canijo [el Mijis] deja de tuitear, si tú dejas de dar entrevistas, si nadie dice nada, en un mes lo liberamos’”, narra Azeem sobre aquella reunión. “No se preocupen de abogados, no se preocupen de gestiones, no se preocupen de nada, solamente necesito que me ayuden a reparar el daño para que pueda salir”.
Entre los que apoyaban su causa reunieron el dinero necesario para pagar la reparación del daño supuestamente provocado a la familia de la víctima. Eran alrededor de 80 000 pesos que permitirían continuar con su proceso para salir de la cárcel. Finalmente lo logró en julio de 2021. “Ha sido liberado el señor Manuel Valdovinos, después de 21 años de estar injustamente privado de su libertad”, escribió la senadora Nestora Salgado en su cuenta de la red social X. “Es un día memorable, una fecha que nos permitirá recordar que la justicia sigue viva”.
No fue el único caso y parecía ser parte de una nueva etapa para el sistema penal mexicano. En agosto de 2021, el Diario Oficial de la Federación publicó un acuerdo en el que se pedía que se revisaran “las solicitudes de pre liberación de personas sentenciadas, así como para identificar casos tanto de personas en prisión preventiva, como de aquellas que hayan sido víctimas de tortura”. Para mediados de 2023, el Gobierno Federal informó que 5 542 personas que permanecían en distintas cárceles obtuvieron libertad anticipada, y otras 249 más consiguieron amnistías.
No fue lo que ocurrió con Manuel Ramírez. Durante la reunión en la que se discutió la liberación, estaban Bryan Lebarón, Carlos Azeem, Nestora Salgado e Itzel. Dejaron que se avanzara el proceso como lo dijo el Magistrado, aunque ni el abogado ni Itzel saben qué fue lo que se hizo para justificar la salida de Ramírez. Sin razón ni explicaciones, de la misma forma en que fue aprehendido, también fue liberado. Buscamos al Magistrado Sodi Cuéllar, la senadora Salgado y a Bryan Lebarón para obtener más información, pero no respondieron a las solicitudes de entrevista para este reportaje.
“Lo que gestionaron fue un beneficio pre liberacional”, dice Azeem.“Bajo las condiciones que él tenía no era viable ese beneficio. Algo debieron haber hecho. [...] No fue libertad, no fue que lo hayan absuelto, no. Fue que hubo un sistema operando a su favor bajo esa misma ilegalidad con la que operó en su contra. Y así salió”.
Lo que esto generó fue un limbo para Manuel. Sí, es libre, pero “realmente recuperar la libertad no recupera la vida”, dice Azeem. Una semana después de salir de la cárcel, Manuel llamó al abogado para decirle que quería regresar a la reclusión porque se sentía solo, su padre había muerto y no sabía qué hacer. Ramírez estaba fuera de prisión, pero ante los ojos de la ley y la sociedad, era y sigue siendo un homicida.
El limbo después de prisión
El primer obstáculo al que se enfrentó Manuel fue que tenía suspendidos sus derechos políticos, por lo que no podía solicitar su credencial de elector. Esto no solo limitaba su acceso al voto, sino que para buscar trabajo o realizar otros trámites le pedían esa identificación y le negaban el uso de otros documentos. Después de meses de exigirla, la consiguió, pero seguía lo que él ya advertía: la revictimización y la discriminación.
“Yo llego a un trabajo, estoy cinco días, alguien me guglea, sale mi caso en redes sociales y me dan las gracias”, asegura Manuel. “Se dan en momentos en los que ni puedo grabar para testificar toda la discriminación de la que yo vengo siendo víctima, [...] todo mundo tiene la capacidad de discriminarte y no darte una oportunidad para poder laborar realmente, en mi caso, como profesor de música”.
Gracias al Mijis, quien murió en 2022, consiguió trabajo como supervisor en una empresa de seguridad en la Ciudad de México, pero el salario no era suficiente. En febrero de 2023, empezó a trabajar en una empresa dedicada a bienes raíces, Adminssa Residenciales, pero tras unas semanas alguien buscó su nombre en Google y, asegura Manuel, lo obligaron a renunciar. Contactamos a la empresa para obtener su versión, pero no respondieron a la solicitud. En febrero de 2024 consiguió otro trabajo en una empresa similar, Habitat Property Management, en Huixquilucan, Estado deMéxico, pero debido a las ausencias de cada 15 días por tener que ir a firmar en Otumba, nuevamente se vio obligado a renunciar.
La amargura detrás de este contexto se siente en las palabras de Manuel cada vez que habla de los empleadores que lo llevaron a perder esos trabajos. Esta misma situación habría alcanzado también a Itzel, quien perdió su trabajo en 2023 y no ha logrado recuperarse. Tras dejar de trabajar en un hospital, llegó a una empresa de outsourcing para ser enfermera en domicilios privados. Un día, una de las clientes vio que Manuel fue a visitarla para dejarle su comida.
“La chica dice que a lo mejor yo soy un halcón porque ve el nombre de Manuel, lo anota y lo pone y sale en las redes”, narra Itzel desde la cocina de su casa, mientras trata de tranquilizar a una de las mascotas. “Entonces que yo seguramente la quería secuestrar, que no sé qué, que no sé cuánto. Me hablan de la empresa y les digo: ʻSí, mi situación es esta, yo denuncié desde hace años, no de ahorita, y yo vengo buscándole la situación jurídica de mi esposoʼ”. Pese a que trató de defenderse, los empleadores la dieron de baja y desde entonces no encuentra trabajo.
Hacia un nuevo día
Manuel tiende a torcer la boca y cerrar los ojos cuando habla de algo que le duele, sea la tortura, el tiempo en la cárcel o la suerte que ha enfrentado desde su liberación. Es una mueca, como resistiendo la furia que todo esto le provoca. No es raro que, al preguntarle cómo se siente, exprese que cada día es peor, aunque no se desanima. No todo está perdido para él.
En 2019, Litigio Estratégico de Derechos Humanos, conocido como I(dh)eas, una asociación civil mexicana dedicada a tratar asuntos de violaciones de derechos humanos, envió el caso de Manuel a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El abogado y director jurídico de I(dh)eas, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, explica que la Comisión está analizando el caso tras la omisión de las autoridades judiciales del Estado de México de investigar a fondo las denuncias por tortura y la detención fundada en una confesión obtenida tras ejercer violencia contra el acusado. Este año, la asociación también impugnó la decisión de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (CODHEM) de cerrar el caso de Ramírez Valdovinos. La CODHEM sostiene que no hay evidencias suficientes para corroborar irregularidades en el caso.
El escenario más favorable para Manuel es que el caso llegue hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y “que se establezca responsabilidad [...] y se condene al Estado Mexicano y se obtenga una reparación”, señala Gutiérrez. La reparación sería, en primer lugar, que Ramírez sea absuelto y, en segundo, que los responsables de la tortura sean sancionados y los años que ha sido considerado culpable sean reparados. Además, que sea atendido psicológicamente junto con Itzel y reciban una compensación económica. “Es un caso paradigmático —puntualiza Gutiérrez—. Refleja todas estas situaciones de descomposición”.
El 13 de septiembre me escribió por WhatsApp: “Para comentarte que ya me dieron el registro dentro de lo que es el padrón de víctimas del Estado de México. En Consecuencia, voy a buscar los apoyos conforme a la ley”. Es otra herramienta que alienta a Manuel.
Sin embargo, explica Carlos Azeem, realmente la lucha por demostrar su inocencia es una cuesta arriba. Para poder absolverse del homicidio tendría que presentar en vida a Emmanuel Martínez, o por lo menos evidencias irrefutables de que sigue vivo y, si está muerto, demostrar que murió después de mayo del año 2000. Poner en duda y mantener el dedo sobre ese renglón es clave para su causa.
“¿Cuál es el problema? El anterior sistema todos sabían que no servía y tan sabían que lo cambiaron, pero nunca hicieron nada para ver y poder rescatar a todas esas víctimas de ese sistema, ¿entonces qué pasa? Llevas tu proceso viciado, te fabricaron pruebas, te sentenciaron, apelaste y te confirmaron la sentencia, promoviste un amparo, te lo negaron. Entonces te dicen: ‘Güey, tuviste oportunidad de defenderte’. Sí, cabrón, pero en un sistema que no servía y tú mismo reconociste que no servía y por eso lo quitaste”, dice el abogado sobre los recientes cambios al sistema judicial mexicano.
Manuel salió de prisión con “buena conducta” y por haber cumplido la “mitad” de la sentencia. Ahora, entrar al padrón significa que podría obtener la libertad anticipada bajo supervisión, en lugar de una pre liberación. Él sigue trabajando y sigue ensayando como músico para tocar en eventos privados. No es ideal, pero avanza poco a poco, pese a que va de “regular a peor”, según sus propias palabras.
La tarde en que nos recibe Manuel es calurosa y los vasos de refresco se rellenan y vacían conforme avanza el tiempo. Hay una sensación de opresión dentro, contrario a la amplia sala que tenía en su primer hogar tras salir de la cárcel. Se siente como un espacio oscuro, donde el olor se encierra fácilmente y las pequeñas ventanas ofrecen poca ayuda para la ventilación.
Manuel se muestra entusiasmado de recibir visitas y se disculpa por el desorden: la ropa apilada en su cuarto, los documentos también apilados en su escritorio, los perros buscando cariños. Es una estancia sombría, casi como el semblante en Itzel y Manuel, y llega el momento de decir adiós.
Manuel e Itzel cargan a los perros y posan para una última fotografía en el patio de la vecindad. Sonríen y tratan de mantener a los perros tranquilos para el retrato. Dispara la cámara y Manuel guía a las visitas al portón y, como en cada ocasión, en cada encuentro, se toma su tiempo para explicar la ruta de regreso hacia la Ciudad de México, como se solía hacer antes del GPS en el celular, tecnología que se hizo cotidiana mientras él seguía encarcelado.
Con una sonrisa y un abrazo, finalmente se despide. No sabe cuándo terminará el suplicio, y las llamadas y mensajes durante los siguientes meses casi se vuelven monótonos: “Ahí batallándole”, “Ahí vamos”, “Regular, mi estimado”. Cada día se despierta para malabarear las necesidades básicas, luchar porque el sistema de justicia reconozca su inocencia y preguntarse si realmente lo mejor fue haber salido de prisión hace ya más de tres años.
Manuel e Itzel tratan de rehacer su vida después de muchos años de haber sido encarcelado injustamente.
Pasó más de 20 años encarcelado por un delito que quizá nunca ocurrió. Manuel Ramírez Valdovinos fue liberado de forma tan inexplicable como ocurrió su detención, pero su libertad no ha significado recuperar su vida.
Manuel Ramírez Valdovinos llegó con una larga barba que recordaba a los músicos de ZZ Top. Iba bien peinado, con el cabello acomodado hacia un lado, un chaleco azul cielo y una polo color vino. Ha perdido más de 15 kilos desde que salió de prisión en 2021, después de más de dos décadas de haber estado encerrado por un homicidio que nunca cometió y, aparentemente, nunca ocurrió.
Es un día soleado en el municipio de Otumba, en el Estado de México. La sombra es fresca, pero estando bajo el sol, el calor aletarga. Manuel, de 46 años, llegó a este encuentro con su esposa, Itzel Perea, desde San Martín de las Pirámides, donde viven con dos perros pequeños y un gato. Le toma una hora llegar hasta aquí, a 10 kilómetros de su hogar. El regreso es una hora más. Es un traslado que le cuesta más que tiempo. Es dinero que no tiene y un día que podría aprovechar para trabajar.
Aquí, donde nos hemos encontrado, está el Centro Penal de Reinserción Social Otumba Tepachico. Aunque esta región del Estado de México está generalmente llena de vegetación, hoy el pasto está seco y todo luce en tonos ocres. Es el lunes 26 de febrero y todavía no llega la primavera. La caseta de vigilancia está vacía y una señal advierte a los conductores que quieran entrar que deben prender las luces del interior. Una estructura gigantesca color verde, donde debería haber algún tipo de señal o anuncio publicitario, simplemente está ahí, abandonada, como en huesos. Este paisaje desolador contagia una sensación de abandono. Desde fuera solo puede verse un guardia en el acceso principal, escondido en la sombra, protegiéndose del sol y el calor.
Este es uno de los tantos lugares donde Manuel pasó sus años de encierro; las cárceles de Tenancingo, Chalco y Nezahualcóyotl fueron otros. Antes de ser liberado, el 16 de julio de 2021, había pasado ya siete años en el Centro Federal de Readaptación Social No. 1 Altiplano, mejor conocido como Almoloya o el Altiplano, donde estuvieron presos personajes como el narcotraficante Rafael Caro Quintero o el secuestrador Daniel Arizmendi, el “Mochaorejas”. Pero el delito cometido por Manuel dista mucho de los perpetrados por sus compañeros de prisión, y hay incluso dudas de que realmente haya ocurrido.
Alcanzó su libertad gracias a la presión política que su defensa, activistas y legisladores ejercieron sobre el gobierno estatal. Desde entonces, tiene que visitar el penal para firmar cada 15 días. “Todos piensan que a mí me dieron una absolución”, explica frustrado. “Ni siquiera me dieron una disculpa. A mí me agarraron y me echaron a la calle porque yo era una persona nociva para el sistema que está recibiendo toda clase de irregularidades, de corrupción y de porquería [de la] que está plagada el Poder Judicial”.
Mientras camina hacia el patio externo del penal, el guardia lo saluda y le pide que se registre. Su esposa camina detrás de él cuando cruzan el control de seguridad. En este punto ya no hay sombra, salvo debajo de las sombrillas de metal que protegen algunas mesas y bancas fijas al suelo.
Otras personas están ahí, cubriéndose del sol, sentadas. También deben firmar. Conversan, se ponen al corriente mientras esperan a que lleguen los funcionarios del sistema penitenciario: la trabajadora del servicio médico, la trabajadora social, el representante de la secretaría general del penal y la psicóloga. Solo dos están ahí, pese a que la cita es a las 11:00 horas. La trabajadora social y la psicóloga revisan cómo va el proceso de los exconvictos.
Cuando Manuel se preparaba para llegar, anticipaba tratos humillantes. La amabilidad de este día lo tomó por sorpresa. Otras experiencias lo han dejado con temor, pues más de una vez se ha sentido discriminado por los custodios que van saliendo del penal. “[Suelen] señalarme o tildarme de que soy una lacra, de que soy un delincuente”, explica. “Ha sido muy difícil soportar todavía la represión por parte del sistema penitenciario en sus servidoras públicas”, agrega refiriéndose al personal que lleva sus trámites burocráticos. Estas actitudes, dice Manuel, se traducen en miedo de los exconvictos a que puedan “llevar mal los informes” a los jueces y sean recluidos de nuevo.
Manuel pasa a firmar, mientras la psicóloga está en el teléfono y no le dirige la palabra. Le regresan los documentos, firma los de ellas y se despiden. Explica que rara vez baja a su encuentro el personal médico, por lo que no espera esa firma. Quien falta es el representante de la secretaría general y pasará casi una hora más antes de que llegue.
Pasadas las 13:00 horas, Manuel e Itzel se retiran con los documentos firmados por todos, menos el servicio médico. Se encaminan a casa, donde llegarán después de un trayecto de otra hora. Es un día perdido para Manuel, quien ha tenido que aplacar la paciencia de sus empleadores ante sus ausencias de cada 15 días.
“No es grato tener que llegar a un trabajo y decirles: ‘¿Sabes qué? Estoy firmando cada 15 días’”, dice Manuel. A veces, confiesa, ha tenido que ocultar las visitas a Otumba. En otras ocasiones ha usado sus problemas de salud como excusa para ausentarse. Aún así, llega el día en que, según Manuel, le dicen “ya no te puedo estar cubriendo tus faltas, o renuncias o mejor no te hagas, te he estado buscando en las redes y sé que eres fulano de tal y tal”.
Pese a que en esta y otras visitas no se ha entrevistado con los médicos, sus problemas de salud no son menores: están cargados de emociones y amargas memorias de la tortura que vivió cuando agentes de la policía judicial del Estado de México lo detuvieron.
El infierno en vida
Era la noche del 26 de mayo del año 2000. Manuel tenía 25 años y estaba en casa, con su entonces esposa Esther y su primer hijo, Francisco Manuel, quien tenía apenas unas semanas de nacido. Vivía entonces en Tepexpan, un pueblo en Acolman, Estado de México, donde trabajaba como profesor de música.
Festejaban esa noche con la familia el primer mes de vida de su hijo. Intempestivamente entró un grupo de ocho hombres armados, vestidos de negro y sin identificarse. Eran policías judiciales del estado. Los sujetos encañonaron a la familia y amigos en el convivio. Esther cargaba al niño. Manuel preguntó qué pasaba, qué querían, sin entender todavía nada.
—Acabas de chingar a tu madre —le respondió uno de los agentes.
—¿A dónde me llevan?
—A chingar a tu madre.
Los policías lo golpearon y lo sacaron casi desvanecido. Mientras salía, su perro trató de defenderlo, pero quedó inconsciente al recibir una patada. Lo subieron a una camioneta y lo llevaron a un lugar donde tenían preparado un tambo de metal con agua y hielo, y unas esposas suspendidas de una polea en el techo. Lo desvistieron. Él cree que esto ocurrió cerca de Axapusco, a media hora de Acolman. Nunca lo supo con certeza.
Fue ahí cuando comenzó la tortura.
“Tienes que decir que mataste al hijo de don Rafael”, le dijo uno de los agentes. Pero Manuel se resistió. Don Rafael era compadre de su padre. Él insistía en que no había matado a nadie y no era un delincuente. “¿Vas a decir lo que se te está diciendo o no, hijo de la chingada?”. “No y no —repetía Manuel—. No soy un asesino”. “Pues vas a ver”, le replicó el policía. Es entonces cuando vio a otro agente entrar al cuarto con dos plantas de soldar.
“Con esas metieron los electrodos al agua y ya sabrás todo lo que sentí, al extremo de perder el conocimiento en varias ocasiones”, narra Manuel, sentado en el sillón de su casa, apretando los ojos casi como si así resistiera el dolor de los recuerdos. “Fue muy degradante, muy triste, muy doloroso”.
Golpes, choques eléctricos, pérdida de conciencia y agua fría, una y otra y otra vez. Manuel no recuerda cuántas veces se desmayó, pero sí cómo le electrocutaron los testículos, los culatazos al cuerpo y cómo le apagaban cigarros en los brazos. Durante las golpizas sufrió la primera lesión permanente de la tortura: “Solo sentí como si me hubieran explotado un globo en el oído y de ahí para acá no he vuelto a oír. No escucho nada con el oído izquierdo”.
Fue una noche larga. La tortura duró poco más de cuatro horas. A la una de la mañana finalmente lo esposaron de pies y manos para llevarlo a Teotihuacán de Arista, el municipio aledaño en el Estado de México. Los agentes continuaron con el juego de la tortura en el carro. Uno lo amenazaba con una pistola en la cara, mientras el otro hacía de policía “bueno” y trataba de convencerlo de aceptar haber asesinado al hijo de don Rafael, Emmanuel Martínez Elizalde. “Si no aceptas lo que te estamos diciendo, ahorita te vamos a meter a la agencia y te vamos a dar otra santa reventada de madre”.
Manuel se quedó en silencio y los agentes lo llevaron a los separos de la agencia ministerial en Teotihuacán. Otra vez lo golpearon. Recuerda que pudo resistir hasta que amenazaron con violar y asesinar a Esther frente a su bebé. Firmó todo lo que le pusieron enfrente. Al hacer el recuento de lo ocurrido, pide comprensión, que se entienda por qué firmó: “Estaba cansado de la tortura y tenía mucho miedo —insiste—. Comprendan”.
Tras más de dos días aislado, el 28 de mayo llegó a Texcoco y lo ingresaron al centro penitenciario. En junio le dictaron auto de formal prisión junto con otros coacusados, quienes también habrían sido torturados: Gabriel Vera Espejel y Carlos Sánchez López, parientes del supuesto asesinado. El 4 de mayo de 2001, casi un año después de ser detenido, fue sentenciado a 40 años, 7 meses y 15 días de cárcel por el homicidio calificado de Emmanuel Martínez Elizalde. Entre los tres, según la policía, lo habrían estrangulado, apuñalado e incinerado su cuerpo.
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El castigo por un muerto que no está
Es el 28 de mayo de 2024, 24 años después de la tortura. Manuel se sienta en una silla negra de su sala. Se sirve un refresco y se acomoda. Es una habitación pequeña, con su escritorio, un piano eléctrico y algunas sillas. Todo se siente apretado o amontonado. En el fondo tiene imágenes religiosas y veladoras. Esta es su nueva casa, en San Martín de las Pirámides. Es el tercer hogar que habita desde que salió de prisión. Simplemente no le alcanzaba para vivir en donde se mudó cuando salió. Era en ese entonces un departamento dentro de una casa de tres pisos, con una fachada naranja y una sala amplia. Estaba rodeado por naturaleza, a las afueras del mismo municipio.
Ya no tiene su barba y se le ve el rostro completo nuevamente. El vello facial era para un concierto religioso unas semanas antes, cuando se disfrazó, tocó el piano y cantó. Se hace todavía más evidente el peso que ha perdido. Los pantalones se ven holgados y la camisa ya no le queda ajustada. Los ojos lucen cansados, ojerosos. Las ventanas y la puerta están abiertas para dejar que entre el viento y refresque el pequeño espacio. Itzel está en la cocina, revisando el celular y acomodando cosas de la casa.
Este nuevo hogar se encuentra dentro de una vecindad, en el segundo piso. Manuel acomoda una tabla en las escaleras del balcón para evitar que sus perros salgan a jugar al patio y molesten a los demás inquilinos. Dice que uno de ellos es "encimoso", pero en general son tranquilos. Si Manuel carga a uno e Itzel a otro, muestran celos con pequeños gruñidos, pero solo buscan apapachos de los dueños y las visitas.
"Es una situación difícil la que se vive, al grado en que podemos pasar más de una semana sin comer; y tratamos de procurarlos primero a ellos [las mascotas] porque a final de cuentas son nuestra compañía”, dice Itzel desde la cocina.
“Estaba mejor en la cárcel”, confiesa Manuel. Todo el tiempo desde que fue liberado ha padecido la resaca del limbo legal en el que se encuentra. “Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo”, dice mientras se desborda la tristeza en su voz.
Cuando llegó a prisión todavía estaba lesionado. “Mientras unos no se metían contigo porque veían la forma tan golpeada en la que llega el interno, hay otros que se valen también para humillarte. [...] También a la familia le empiezan a hacer unas revisiones altas de tono y es cuando empiezan a soltar dinero. [...] No sabes qué duro es ese desgaste del inicio cuando la familia lo da todo”, recuerda.
El laberinto de probar la inocencia
Fue durante este tiempo inicial en la cárcel cuando su matrimonio con Esther, su primera esposa, se desintegró. Aún tiene noticias de su hijo, pero ella es indiferente a su situación. Tuvo otra pareja, Marcela, con quien procreó dos hijos más. La relación no prosperó y ella se fue con los dos menores a Jalisco. Desde 2012 no ha sabido nada de ellos. Su padre, Francisco, quien lo apoyó con el dinero de su jubilación durante años, vio cómo se agotaron los recursos antes de morir el mismo año en que Manuel fue liberado.
En esta etapa inició su trabajo como activista. En 2009 conoció a un grupo de abogados de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y comenzó a estudiar derecho gracias al apoyo del coordinador de grupos religiosos y Alcohólicos Anónimos en el penal de Tenancingo. Primero leyó el Código Penal y la Constitución, luego tomó clases y talleres relacionados, y en 2011 comenzó a orientar a otros reclusos para gestionar los documentos legales que necesitaban.
“Llegaba uno y ‘es que mira ya viene la nueva figura de la juez de ejecución, pero esto que me está pidiendo no lo entiendo, soy analfabeta, no sé leer’. Entonces fue donde dije pues a ver, yo les enseño”, narra sobre aquellos años.
Conforme fue aprendiendo sobre derecho, aprovechó el tiempo para trabajar en apelaciones para su caso. Uno de los puntos principales que empezó a combatir fue todo lo que gira alrededor del cadáver de la víctima, Martínez Elizalde.
En una solicitud de revisión extraordinaria dirigida a la Primera Sala Colegiada Penal de Texcoco, en el Estado de México, en 2013, se detalla que se rompió la cadena de custodia del cuerpo, pues los familiares reconocieron a la supuesta víctima en fotografías y no de manera presente; además, las pruebas periciales no determinaron que el cadáver era de Martínez Elizalde. “La necropsia concluyó a las 15:00 horas del 26 de mayo de 2000 y la supuesta o ilegal identificación del suscrito cadáver es ‘fedatado’ a las 18:45hrs del mismo día, mes y año”. Esto —insiste la defensa en el documento— habría sido imposible de realizar en tan poco tiempo.
Las pesquisas de la defensa no se quedaron ahí. De acuerdo con la Ministerio Público que dio fe del caso, Araceli Godínez, el cadáver que se levantó era el de un hombre de entre 23 y 25 años, de 1.74 metros de altura. Tras una exhumación en agosto del 2003, se encontró un cuerpo sin prendas y era un hombre de entre 19 y 22 años, de 1.63 metros de altura; es decir, 11 centímetros más pequeño. Uno de los documentos de la defensa señala que “el cadáver del hallazgo [...] era un desconocido, y posteriormente se le dio la falsa identidad de Emmanuel Martínez Elizalde”.
Estaba mejor en la cárcel. Hubiera sido en ese momento mejor la muerte, que haber aguantado todo lo que he aguantado y las secuelas que sigo viviendo.
En 2004, realizaron pruebas genéticas con los restos. Concluyeron que era el hijo de don Rafael, aunque la defensa de Manuel sostuvo lo contrario. Para ellos se trataba de un falso positivo, pues el análisis genético se realizó con material degradado; es decir, era inservible para la prueba. A la fecha insisten en que se realice una nueva examinación.
Ese mismo año el cráneo fue analizado en una prueba de sobreposición fotográfica cara-cráneo a petición de la defensa, en la que se compara la figura del rostro de la víctima contra puntos específicos del cuerpo encontrado. El estudio independiente determinó que el cráneo no correspondía a Martínez Elizalde, aunque al año siguiente la Procuraduría estatal concluyó lo contrario en un nuevo peritaje propio.
En 2011, la defensa consiguió que se realizara una nueva prueba en el cráneo. Esta vez fue una antropometría, una técnica digital similar a la sobreposición fotográfica, pero más precisa. Este estudio encontró nuevamente que no había correspondencia en los ojos y en la boca, “lo cual es perfectamente notorio en la sobreposición cara-cráneo del primer dictamen [el elaborado por la procuraduría del Estado de México]”. Una vez más, la defensa consiguió un documento asegurando que los restos no eran de Martínez Elizalde.
¿Si el hombre enterrado no es Emmanuel, quién es? ¿Dónde está Emmanuel? ¿Lo enterraron en otro lado o sigue vivo? ¿Si es así, por qué desapareció? Y así se desprenden más incógnitas que las autoridades no han podido responder en un caso cada vez más confuso y absurdo.
En 2002 Guadalupe Valdovinos, la madre de Manuel, recibió de manera anónima fotografías y una identificación que supuestamente eran de Martínez Elizalde en vida y con una nueva identidad, un año después de su supuesta muerte. Sin embargo, asegura Itzel, el sobre desapareció después de que lo llevaron al Ministerio Público, sin que se hayan hecho copias. Existe un testigo ocular de que Martínez Elizalde sigue vivo, se trata de Julio, uno de sus “conocidos de la farra”, explica Manuel. Lo habría visto en al menos una ocasión desde el supuesto asesinato. Aunque se buscó al testigo para obtener su confirmación, no fue posible encontrarlo.
El paradero de Martínez Elizalde no dejará de ser un rumor hasta que no se le halle con vida. De acuerdo con el abogado Carlos Azeem, quien trabajó con Manuel Ramírez para su liberación, Emmanuel era buscado por las autoridades por un homicidio y una violación. Al mismo tiempo, también estaría huyendo de una pandilla que buscaba vengar a la persona que asesinó, Juan Vázquez, de 19 años.
Pese a ser solo una hipótesis, explicaría por qué don Rafael, quien falleció en 2021, fabricó la muerte de su hijo. Sin embargo, ninguna de estas versiones se ha podido corroborar ni descartar del todo, incluso por las propias autoridades que llevaron el caso.
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Los relatos de Manuel desde su arresto no han cambiado. Cuando fue detenido, los policías pasaron a ver a don Rafael, quien supuestamente entabló una conversación con ellos. Ramírez sostiene que los agentes dijeron haber recibido 150 000 pesos por fabricar tres detenciones por el asesinato de Emmanuel.
Las evidencias y los rumores de que Martínez Elizalde sigue vivo se suman a otras evidencias a favor de Manuel. En 2018 se le aplicó el Protocolo de Estambul y se determinó que, en efecto, fue torturado. Entre los signos, síntomas y discapacidades físicas crónicas derivadas de lo ocurrido, encontraron deformidades y dolores detrás de la cabeza y el hombro derecho; daños a la columna y las rodillas; pérdida de audición en el oído izquierdo; dolor en las costillas izquierdas, e hinchazón y rigidez en la mandíbula con limitación de movilidad.
Sin embargo, él no fue el único que sufrió físicamente. Itzel también. Ella es originaria de Guerrero, hija de un maestro de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Se conocieron cuando eran niños y la familia de Manuel creía que ella, quien conocía abogados gracias a su hermana, podría ayudar. Manuel e Itzel salieron cuando eran jóvenes, pero fue hasta 2009 que volvieron a encontrarse.
Itzel estudió enfermería y trabajaba en dos hospitales de Guerrero cuando se reencontró con Manuel. Pese a la distancia y el tiempo, la relación se reavivó y ella se mudó al Estado de México. En 2014 finalmente se casaron.
Más allá de los sobornos que funcionarios de las cárceles pedían por ver a Manuel, o las horas y costos de viaje, pagó con una violencia que la marcó de por vida y se quedaría en la impunidad.
En 2012, Itzel supo que tenía 20 semanas de embarazo. Era una situación riesgosa, pues Itzel sufre de presión alta. Para entrar a los penales a ver a su esposo debía pasar por una revisión. Ella recuerda esto mientras se sienta en su cocina durante la tarde del 28 mayo de 2024. Es quizá el espacio más grande de la casa, con una mesa contra la pared, los electrodomésticos en las repisas y el refrigerador junto al baño. Hay otra puerta que lleva a la recámara donde duermen. La ropa está apilada hasta el techo en los muros de la habitación y entra poca luz.
Itzel busca en su celular fotografías y videos de su esposo. Después de enterarse del embarazo, recuerda, fue a visitar a Manuel. Los custodios le pidieron que se desnudara por completo, algo que no solicitaban siempre ni a todas las visitas. Traía consigo los estudios de su embarazo para justificar que no la podían forzar a hacer las sentadillas que suelen ser parte de la revisión exhaustiva. Aún así los guardias insistieron.
“‘Aquí [los estudios] especifica que no puedo hacer grandes esfuerzos por mi situación, así es que por favor’”, narra sobre lo que le insistía a la seguridad del penal. “Como yo no me presté, me empiezan a estar hurgando y en una de tantas me baja una y yo me intento levantar y la otra me vuelve a bajar y empiezo a sangrar”.
Perdió al bebé. Debido al legrado mal aplicado en el hospital, ya no puede tener hijos. Es un episodio que todavía trae dolor a la pareja. Lo mencionan casi casualmente en conversaciones, pero siempre con un tono de lamento.
A pesar de lo sucedido, lo que realmente angustia a Itzel es no tener dinero, no poder encontrar trabajo por la estigmatización que rodea a Manuel y, en consecuencia, a ella. “Lo que yo quiero es tener trabajo, y es lo que a mí se me ha complicado. Mi desesperación es mucha. La de él, aunque no me lo diga, yo lo veo, no puede descansar por lo mismo”, dice mientras acaricia a Andaluz, uno de los perros.
Libertad como palabra
El activismo de Manuel finalmente dio frutos en el sexenio pasado. Su caso llamó la atención de defensores de derechos humanos que lo veían como el claro ejemplo de las fallas en el sistema de justicia. Entre las personas que también notaron esta historia estaban los legisladores Nestora Salgado, Pedro Carrizales y el activista Bryan Lebarón. El caso llegó al nivel federal y se hicieron constantes llamados al entonces presidente Andrés Manuel López Obrador para que interviniera.
No parecía mal momento. López Obrador asumió la presidencia en 2018 con un discurso de amnistía y revisiones de posibles violaciones a derechos humanos en el país. Además del clima político, el diputado Pedro Carrizales, mejor conocido como el Mijis, y Bryan Lebarón apoyaron a Manuel abiertamente y de forma pública.
El 27 de mayo de 2021, el Mijis, Bryan e Itzel se plantaron afuera de Palacio Nacional, en la Ciudad de México, y comenzaron una huelga de hambre para exigir la liberación de Manuel. No fue sencillo. Las exigencias eran que se le otorgara la amnistía y que se le absolviera de un homicidio que nunca pudo comprobarse.
La presión pública logró que el Gobierno del Estado de México contactara al abogado de Manuel, Carlos Azeem, para pedirle que se reuniera con el Magistrado Ricardo Sodi Cuéllar, presidente del Tribunal Superior de Justicia de la entidad. “Nos dice… Así, estas son sus palabras textuales: ‘Si ustedes se callan, si este canijo [el Mijis] deja de tuitear, si tú dejas de dar entrevistas, si nadie dice nada, en un mes lo liberamos’”, narra Azeem sobre aquella reunión. “No se preocupen de abogados, no se preocupen de gestiones, no se preocupen de nada, solamente necesito que me ayuden a reparar el daño para que pueda salir”.
Entre los que apoyaban su causa reunieron el dinero necesario para pagar la reparación del daño supuestamente provocado a la familia de la víctima. Eran alrededor de 80 000 pesos que permitirían continuar con su proceso para salir de la cárcel. Finalmente lo logró en julio de 2021. “Ha sido liberado el señor Manuel Valdovinos, después de 21 años de estar injustamente privado de su libertad”, escribió la senadora Nestora Salgado en su cuenta de la red social X. “Es un día memorable, una fecha que nos permitirá recordar que la justicia sigue viva”.
No fue el único caso y parecía ser parte de una nueva etapa para el sistema penal mexicano. En agosto de 2021, el Diario Oficial de la Federación publicó un acuerdo en el que se pedía que se revisaran “las solicitudes de pre liberación de personas sentenciadas, así como para identificar casos tanto de personas en prisión preventiva, como de aquellas que hayan sido víctimas de tortura”. Para mediados de 2023, el Gobierno Federal informó que 5 542 personas que permanecían en distintas cárceles obtuvieron libertad anticipada, y otras 249 más consiguieron amnistías.
No fue lo que ocurrió con Manuel Ramírez. Durante la reunión en la que se discutió la liberación, estaban Bryan Lebarón, Carlos Azeem, Nestora Salgado e Itzel. Dejaron que se avanzara el proceso como lo dijo el Magistrado, aunque ni el abogado ni Itzel saben qué fue lo que se hizo para justificar la salida de Ramírez. Sin razón ni explicaciones, de la misma forma en que fue aprehendido, también fue liberado. Buscamos al Magistrado Sodi Cuéllar, la senadora Salgado y a Bryan Lebarón para obtener más información, pero no respondieron a las solicitudes de entrevista para este reportaje.
“Lo que gestionaron fue un beneficio pre liberacional”, dice Azeem.“Bajo las condiciones que él tenía no era viable ese beneficio. Algo debieron haber hecho. [...] No fue libertad, no fue que lo hayan absuelto, no. Fue que hubo un sistema operando a su favor bajo esa misma ilegalidad con la que operó en su contra. Y así salió”.
Lo que esto generó fue un limbo para Manuel. Sí, es libre, pero “realmente recuperar la libertad no recupera la vida”, dice Azeem. Una semana después de salir de la cárcel, Manuel llamó al abogado para decirle que quería regresar a la reclusión porque se sentía solo, su padre había muerto y no sabía qué hacer. Ramírez estaba fuera de prisión, pero ante los ojos de la ley y la sociedad, era y sigue siendo un homicida.
El limbo después de prisión
El primer obstáculo al que se enfrentó Manuel fue que tenía suspendidos sus derechos políticos, por lo que no podía solicitar su credencial de elector. Esto no solo limitaba su acceso al voto, sino que para buscar trabajo o realizar otros trámites le pedían esa identificación y le negaban el uso de otros documentos. Después de meses de exigirla, la consiguió, pero seguía lo que él ya advertía: la revictimización y la discriminación.
“Yo llego a un trabajo, estoy cinco días, alguien me guglea, sale mi caso en redes sociales y me dan las gracias”, asegura Manuel. “Se dan en momentos en los que ni puedo grabar para testificar toda la discriminación de la que yo vengo siendo víctima, [...] todo mundo tiene la capacidad de discriminarte y no darte una oportunidad para poder laborar realmente, en mi caso, como profesor de música”.
Gracias al Mijis, quien murió en 2022, consiguió trabajo como supervisor en una empresa de seguridad en la Ciudad de México, pero el salario no era suficiente. En febrero de 2023, empezó a trabajar en una empresa dedicada a bienes raíces, Adminssa Residenciales, pero tras unas semanas alguien buscó su nombre en Google y, asegura Manuel, lo obligaron a renunciar. Contactamos a la empresa para obtener su versión, pero no respondieron a la solicitud. En febrero de 2024 consiguió otro trabajo en una empresa similar, Habitat Property Management, en Huixquilucan, Estado deMéxico, pero debido a las ausencias de cada 15 días por tener que ir a firmar en Otumba, nuevamente se vio obligado a renunciar.
La amargura detrás de este contexto se siente en las palabras de Manuel cada vez que habla de los empleadores que lo llevaron a perder esos trabajos. Esta misma situación habría alcanzado también a Itzel, quien perdió su trabajo en 2023 y no ha logrado recuperarse. Tras dejar de trabajar en un hospital, llegó a una empresa de outsourcing para ser enfermera en domicilios privados. Un día, una de las clientes vio que Manuel fue a visitarla para dejarle su comida.
“La chica dice que a lo mejor yo soy un halcón porque ve el nombre de Manuel, lo anota y lo pone y sale en las redes”, narra Itzel desde la cocina de su casa, mientras trata de tranquilizar a una de las mascotas. “Entonces que yo seguramente la quería secuestrar, que no sé qué, que no sé cuánto. Me hablan de la empresa y les digo: ʻSí, mi situación es esta, yo denuncié desde hace años, no de ahorita, y yo vengo buscándole la situación jurídica de mi esposoʼ”. Pese a que trató de defenderse, los empleadores la dieron de baja y desde entonces no encuentra trabajo.
Hacia un nuevo día
Manuel tiende a torcer la boca y cerrar los ojos cuando habla de algo que le duele, sea la tortura, el tiempo en la cárcel o la suerte que ha enfrentado desde su liberación. Es una mueca, como resistiendo la furia que todo esto le provoca. No es raro que, al preguntarle cómo se siente, exprese que cada día es peor, aunque no se desanima. No todo está perdido para él.
En 2019, Litigio Estratégico de Derechos Humanos, conocido como I(dh)eas, una asociación civil mexicana dedicada a tratar asuntos de violaciones de derechos humanos, envió el caso de Manuel a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El abogado y director jurídico de I(dh)eas, Juan Carlos Gutiérrez Contreras, explica que la Comisión está analizando el caso tras la omisión de las autoridades judiciales del Estado de México de investigar a fondo las denuncias por tortura y la detención fundada en una confesión obtenida tras ejercer violencia contra el acusado. Este año, la asociación también impugnó la decisión de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (CODHEM) de cerrar el caso de Ramírez Valdovinos. La CODHEM sostiene que no hay evidencias suficientes para corroborar irregularidades en el caso.
El escenario más favorable para Manuel es que el caso llegue hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y “que se establezca responsabilidad [...] y se condene al Estado Mexicano y se obtenga una reparación”, señala Gutiérrez. La reparación sería, en primer lugar, que Ramírez sea absuelto y, en segundo, que los responsables de la tortura sean sancionados y los años que ha sido considerado culpable sean reparados. Además, que sea atendido psicológicamente junto con Itzel y reciban una compensación económica. “Es un caso paradigmático —puntualiza Gutiérrez—. Refleja todas estas situaciones de descomposición”.
El 13 de septiembre me escribió por WhatsApp: “Para comentarte que ya me dieron el registro dentro de lo que es el padrón de víctimas del Estado de México. En Consecuencia, voy a buscar los apoyos conforme a la ley”. Es otra herramienta que alienta a Manuel.
Sin embargo, explica Carlos Azeem, realmente la lucha por demostrar su inocencia es una cuesta arriba. Para poder absolverse del homicidio tendría que presentar en vida a Emmanuel Martínez, o por lo menos evidencias irrefutables de que sigue vivo y, si está muerto, demostrar que murió después de mayo del año 2000. Poner en duda y mantener el dedo sobre ese renglón es clave para su causa.
“¿Cuál es el problema? El anterior sistema todos sabían que no servía y tan sabían que lo cambiaron, pero nunca hicieron nada para ver y poder rescatar a todas esas víctimas de ese sistema, ¿entonces qué pasa? Llevas tu proceso viciado, te fabricaron pruebas, te sentenciaron, apelaste y te confirmaron la sentencia, promoviste un amparo, te lo negaron. Entonces te dicen: ‘Güey, tuviste oportunidad de defenderte’. Sí, cabrón, pero en un sistema que no servía y tú mismo reconociste que no servía y por eso lo quitaste”, dice el abogado sobre los recientes cambios al sistema judicial mexicano.
Manuel salió de prisión con “buena conducta” y por haber cumplido la “mitad” de la sentencia. Ahora, entrar al padrón significa que podría obtener la libertad anticipada bajo supervisión, en lugar de una pre liberación. Él sigue trabajando y sigue ensayando como músico para tocar en eventos privados. No es ideal, pero avanza poco a poco, pese a que va de “regular a peor”, según sus propias palabras.
La tarde en que nos recibe Manuel es calurosa y los vasos de refresco se rellenan y vacían conforme avanza el tiempo. Hay una sensación de opresión dentro, contrario a la amplia sala que tenía en su primer hogar tras salir de la cárcel. Se siente como un espacio oscuro, donde el olor se encierra fácilmente y las pequeñas ventanas ofrecen poca ayuda para la ventilación.
Manuel se muestra entusiasmado de recibir visitas y se disculpa por el desorden: la ropa apilada en su cuarto, los documentos también apilados en su escritorio, los perros buscando cariños. Es una estancia sombría, casi como el semblante en Itzel y Manuel, y llega el momento de decir adiós.
Manuel e Itzel cargan a los perros y posan para una última fotografía en el patio de la vecindad. Sonríen y tratan de mantener a los perros tranquilos para el retrato. Dispara la cámara y Manuel guía a las visitas al portón y, como en cada ocasión, en cada encuentro, se toma su tiempo para explicar la ruta de regreso hacia la Ciudad de México, como se solía hacer antes del GPS en el celular, tecnología que se hizo cotidiana mientras él seguía encarcelado.
Con una sonrisa y un abrazo, finalmente se despide. No sabe cuándo terminará el suplicio, y las llamadas y mensajes durante los siguientes meses casi se vuelven monótonos: “Ahí batallándole”, “Ahí vamos”, “Regular, mi estimado”. Cada día se despierta para malabarear las necesidades básicas, luchar porque el sistema de justicia reconozca su inocencia y preguntarse si realmente lo mejor fue haber salido de prisión hace ya más de tres años.
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