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Las aventuras de Katia y Maurice Krafft entre los volcanes deletrean las hazañas y la maravilla del propio cine documental de Werner Herzog, quien nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas.
Un extraterrestre se pasea frente a una cascada de fuego y la admira. El metraje podría parecer una de esas capturas amateur de un fenómeno paranormal, pero está demasiado bien compuesto para ello y pronto sugiere otra cosa. La explicación, simple, es que la forma plateada y brillante de la criatura es en realidad humana y se dedica a la vulcanología; si su traje evoca el de algunos visitantes de la ciencia ficción clásica es porque lo imaginario proviene de lo que ya conocemos en la Tierra. Esto que describo es el primer plano del documental The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft (2022), y es apenas uno entre muchas otras imágenes sobre la extrañeza del mundo natural y sus formas. El gran director alemán Werner Herzog parte de que sus protagonistas, una célebre pareja de vulcanólogos franceses que se dedicaron a crear un testimonio visual de sus investigaciones, no fueron solamente científicos: a partir de su metraje de lava y arena negra rebasaron la mera documentación y lograron algo que a veces se confunde con el cine de vanguardia.
No es la primera vez que sucede en la historia cinematográfica: el subgénero mismo del documental de observación —ese que no interrumpe la realidad captada para tratar de hacer las imágenes pasar por experiencias inmediatas— es producto de la antropología. Jean Rouch empezó filmando a los distintos pueblos de Níger con fines etnográficos y terminó desarrollando un estilo tan valioso por el conocimiento que aportaba —aunque cuestionado por su sesgo europeo— como por su originalidad cinematográfica. Antes estuvieron los cortometrajes poéticos de Jean Painlevé, que denotan la influencia del surrealismo, compartida con Rouch, en sus retratos de animales monstruosos. Ambos casos son milagros en los que se juntan un talento nato para el cine y la curiosidad científica, igualados después por los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft, salvo porque ellos estrenaron solamente una película bajo su dirección: el cortometraje documental Inside Hawaiian Volcanoes (1989).
El documental de Herzog se desprende de su propia aventura entre los volcanes, Into the Inferno (2016), que incluye imágenes de los Krafft. The Fire Within culmina su interés en la pareja, y por ello se concentra en el metraje que capturaron entre los años 70 y 1991, cuando murieron filmando la erupción del Monte Unzen en Japón. Desde un principio Herzog aclara que su propósito es “celebrar la maravilla de su imaginería”, precavido de que esperemos una biografía convencional. Este fin hace que la película termine explorando mucho más que la valentía, la compasión y el talento de los Krafft: Herzog se reconoce en ellos y se permite hacer un ensayo sobre lo que significa crear imágenes de cine, y además contemplarlas. The Fire Within es la labor de un cineasta, espectador y hasta crítico que termina siendo tan protagonista como sus sujetos, aunque sin arrogancia de por medio; otro milagro como el de los realizadores científicos.
A Herzog le han interesado desde hace mucho dos elementos fundamentales para The Fire Within: la aventura y las imágenes de archivo. Sobre lo primero, lo ha vivido en incontables formas, ya sea robándose unos changos para filmar en la Amazonía más despoblada su épica sobre la conquista de América, Aguirre, the Wrath of God (1972); transportando un barco de vapor de un lado a otro de un istmo para recrear una hazaña real —y originalmente más sencilla— en Fitzcarraldo (1982), o hipnotizando a todo su elenco para un efecto ominoso en The Enigma of Kaspar Hauser (1974). Herzog ha arriesgado la vida misma por lograr imágenes que en vez de simular el peligro, lo muestren. No es lo mismo —y se nota— una escena de riesgo filmada en un estudio que sobre un barco fuera de control en los rápidos del Amazonas.
El empleo de archivos, por otra parte, ha sido fundamental en varios de sus documentales. Por ejemplo están My Best Fiend (1999), una película en la que Herzog recuerda a su protagonista frecuente y potencial homicida, Klaus Kinski, o Grizzly Man (2005), sobre un amante de los osos que terminó devorado por ellos. En esta última Herzog asume de forma memorable un rol de espectador: la escena más dura lo muestra escuchando con audífonos una grabación de la muerte de su protagonista, con tal de que no tengamos que oírla nosotros. En The Fire Within Herzog asume de nuevo una variedad de roles, gracias a que su dirección se limita a montar las imágenes de los Krafft. Esto nos hace preguntarnos: ¿quién dirige un documental: las personas que lo filman o la que lo edita? Muchos argumentaríamos que es la última porque selecciona las imágenes aisladas y las convierte en un flujo narrativo, ensayístico o poético.
Te recomendamos leer: "'La existencia es un sueño': una entrevista con el director de cine Werner Herzog".
Herzog interviene además con su típica narración —lírica y recitada con su áspero acento alemán—, que se inspira esta vez en el amor entre los Krafft y la admiración que siente por ellos: el título, traducido al español como Fuego interior, alude a la pasión de estos personajes que, en palabras de Katia, no podían vivir sin volcanes. Pero además esta misma voz en off nos sugiere los otros roles de Herzog en la película, que conviven con su trabajo de dirección y lo nutren.
Durante la primera mitad del documental Herzog narra algunos detalles biográficos: Katia y Maurice se conocieron en la universidad y nunca se separaron; eran los primeros en filmar erupciones volcánicas en la historia, y llegaban antes que nadie a eventos alrededor del mundo, pero pronto nos topamos con la identificación del aventurero y espectador Herzog, dedicado a filmar lo imposible y asombrado siempre por lo que, dice, los mexicanos llamamos “pura vida”: la convivencia inevitable con la muerte y la destrucción. El montaje de la película demuestra su interés por el espectáculo natural, pero no el que meramente deslumbra, sino el que nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas. En un pasaje sobre la erupción del Chichonal, en México, Herzog se concentra en la supervivencia y la ejemplifica con imágenes captadas por los Krafft de animales calcinados y la comunidad arrasada; en el fondo suena Ana Gabriel, cantando “Es demasiado tarde”. Este es el mismo cineasta que en The Burden of Dreams (1982) describió los sonidos de la jungla como gritos de dolor. Sin embargo, no todo es angustia: Herzog también incluye el metraje de los Krafft sobre las víctimas de los volcanes, quienes resisten en comunidad, aferradas a la vida con fuerza.
En otros momentos la voz de Herzog asume un rol crítico al escrutar los planos: por ejemplo, nos hace notar cómo Katia era una especie de modelo que ayudaba a captar las dimensiones de los espacios, y especula sobre la situación de la pareja cuando murieron. Fue Maurice quien insistió en ir al Monte Unzen, lo cual generó una crisis con Katia. En un plano filmado por alguien más, unas figuras envueltas en impermeables naranja se aparecen fugazmente y Herzog se pregunta si no serán los Krafft, captados por última vez. Sería un digno testimonio de su valentía —estarían esperando la nube piroclástica que los mató— y una correspondencia con lo que señala Herzog durante el documental: la obra de los Krafft forma un testimonio artístico de la naturaleza y de nuestra impotencia ante su furia, pero además es una memoria que nos comparte qué vieron ellos y, sobre todo, cómo. Esto es lo que lleva al director alemán a concluir: “Ya no eran vulcanólogos, sino artistas”, convertidos más tarde en humanistas afectados por la desgracia.
Conforme avanza el documental, Herzog —o su voz, al menos— va desapareciendo para darle lugar al formalismo puro mediante imágenes desconcertantes, amenazadoras, como la que describí al principio. La piedra licuada en lava se desplaza por el cuadro, ya sea como un río de lumbre o una piel negra y movediza; la figura humana se ve reducida o muerta; la Pasión de Cristo es representada por lo que parecen chiapanecos tras el desastre del Chichonal, una señal mexicanísima de que ante la destrucción urge vivir. Si lo que nos queda de los Krafft son sus imágenes, a manera de un cuerpo intangible, entonces The Fire Within es una película sobre el cine y lo que causa en su público, pero ante todo es un fantasma de sus creadores. Cada quien es las películas que hace.
Las aventuras de Katia y Maurice Krafft entre los volcanes deletrean las hazañas y la maravilla del propio cine documental de Werner Herzog, quien nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas.
Un extraterrestre se pasea frente a una cascada de fuego y la admira. El metraje podría parecer una de esas capturas amateur de un fenómeno paranormal, pero está demasiado bien compuesto para ello y pronto sugiere otra cosa. La explicación, simple, es que la forma plateada y brillante de la criatura es en realidad humana y se dedica a la vulcanología; si su traje evoca el de algunos visitantes de la ciencia ficción clásica es porque lo imaginario proviene de lo que ya conocemos en la Tierra. Esto que describo es el primer plano del documental The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft (2022), y es apenas uno entre muchas otras imágenes sobre la extrañeza del mundo natural y sus formas. El gran director alemán Werner Herzog parte de que sus protagonistas, una célebre pareja de vulcanólogos franceses que se dedicaron a crear un testimonio visual de sus investigaciones, no fueron solamente científicos: a partir de su metraje de lava y arena negra rebasaron la mera documentación y lograron algo que a veces se confunde con el cine de vanguardia.
No es la primera vez que sucede en la historia cinematográfica: el subgénero mismo del documental de observación —ese que no interrumpe la realidad captada para tratar de hacer las imágenes pasar por experiencias inmediatas— es producto de la antropología. Jean Rouch empezó filmando a los distintos pueblos de Níger con fines etnográficos y terminó desarrollando un estilo tan valioso por el conocimiento que aportaba —aunque cuestionado por su sesgo europeo— como por su originalidad cinematográfica. Antes estuvieron los cortometrajes poéticos de Jean Painlevé, que denotan la influencia del surrealismo, compartida con Rouch, en sus retratos de animales monstruosos. Ambos casos son milagros en los que se juntan un talento nato para el cine y la curiosidad científica, igualados después por los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft, salvo porque ellos estrenaron solamente una película bajo su dirección: el cortometraje documental Inside Hawaiian Volcanoes (1989).
El documental de Herzog se desprende de su propia aventura entre los volcanes, Into the Inferno (2016), que incluye imágenes de los Krafft. The Fire Within culmina su interés en la pareja, y por ello se concentra en el metraje que capturaron entre los años 70 y 1991, cuando murieron filmando la erupción del Monte Unzen en Japón. Desde un principio Herzog aclara que su propósito es “celebrar la maravilla de su imaginería”, precavido de que esperemos una biografía convencional. Este fin hace que la película termine explorando mucho más que la valentía, la compasión y el talento de los Krafft: Herzog se reconoce en ellos y se permite hacer un ensayo sobre lo que significa crear imágenes de cine, y además contemplarlas. The Fire Within es la labor de un cineasta, espectador y hasta crítico que termina siendo tan protagonista como sus sujetos, aunque sin arrogancia de por medio; otro milagro como el de los realizadores científicos.
A Herzog le han interesado desde hace mucho dos elementos fundamentales para The Fire Within: la aventura y las imágenes de archivo. Sobre lo primero, lo ha vivido en incontables formas, ya sea robándose unos changos para filmar en la Amazonía más despoblada su épica sobre la conquista de América, Aguirre, the Wrath of God (1972); transportando un barco de vapor de un lado a otro de un istmo para recrear una hazaña real —y originalmente más sencilla— en Fitzcarraldo (1982), o hipnotizando a todo su elenco para un efecto ominoso en The Enigma of Kaspar Hauser (1974). Herzog ha arriesgado la vida misma por lograr imágenes que en vez de simular el peligro, lo muestren. No es lo mismo —y se nota— una escena de riesgo filmada en un estudio que sobre un barco fuera de control en los rápidos del Amazonas.
El empleo de archivos, por otra parte, ha sido fundamental en varios de sus documentales. Por ejemplo están My Best Fiend (1999), una película en la que Herzog recuerda a su protagonista frecuente y potencial homicida, Klaus Kinski, o Grizzly Man (2005), sobre un amante de los osos que terminó devorado por ellos. En esta última Herzog asume de forma memorable un rol de espectador: la escena más dura lo muestra escuchando con audífonos una grabación de la muerte de su protagonista, con tal de que no tengamos que oírla nosotros. En The Fire Within Herzog asume de nuevo una variedad de roles, gracias a que su dirección se limita a montar las imágenes de los Krafft. Esto nos hace preguntarnos: ¿quién dirige un documental: las personas que lo filman o la que lo edita? Muchos argumentaríamos que es la última porque selecciona las imágenes aisladas y las convierte en un flujo narrativo, ensayístico o poético.
Te recomendamos leer: "'La existencia es un sueño': una entrevista con el director de cine Werner Herzog".
Herzog interviene además con su típica narración —lírica y recitada con su áspero acento alemán—, que se inspira esta vez en el amor entre los Krafft y la admiración que siente por ellos: el título, traducido al español como Fuego interior, alude a la pasión de estos personajes que, en palabras de Katia, no podían vivir sin volcanes. Pero además esta misma voz en off nos sugiere los otros roles de Herzog en la película, que conviven con su trabajo de dirección y lo nutren.
Durante la primera mitad del documental Herzog narra algunos detalles biográficos: Katia y Maurice se conocieron en la universidad y nunca se separaron; eran los primeros en filmar erupciones volcánicas en la historia, y llegaban antes que nadie a eventos alrededor del mundo, pero pronto nos topamos con la identificación del aventurero y espectador Herzog, dedicado a filmar lo imposible y asombrado siempre por lo que, dice, los mexicanos llamamos “pura vida”: la convivencia inevitable con la muerte y la destrucción. El montaje de la película demuestra su interés por el espectáculo natural, pero no el que meramente deslumbra, sino el que nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas. En un pasaje sobre la erupción del Chichonal, en México, Herzog se concentra en la supervivencia y la ejemplifica con imágenes captadas por los Krafft de animales calcinados y la comunidad arrasada; en el fondo suena Ana Gabriel, cantando “Es demasiado tarde”. Este es el mismo cineasta que en The Burden of Dreams (1982) describió los sonidos de la jungla como gritos de dolor. Sin embargo, no todo es angustia: Herzog también incluye el metraje de los Krafft sobre las víctimas de los volcanes, quienes resisten en comunidad, aferradas a la vida con fuerza.
En otros momentos la voz de Herzog asume un rol crítico al escrutar los planos: por ejemplo, nos hace notar cómo Katia era una especie de modelo que ayudaba a captar las dimensiones de los espacios, y especula sobre la situación de la pareja cuando murieron. Fue Maurice quien insistió en ir al Monte Unzen, lo cual generó una crisis con Katia. En un plano filmado por alguien más, unas figuras envueltas en impermeables naranja se aparecen fugazmente y Herzog se pregunta si no serán los Krafft, captados por última vez. Sería un digno testimonio de su valentía —estarían esperando la nube piroclástica que los mató— y una correspondencia con lo que señala Herzog durante el documental: la obra de los Krafft forma un testimonio artístico de la naturaleza y de nuestra impotencia ante su furia, pero además es una memoria que nos comparte qué vieron ellos y, sobre todo, cómo. Esto es lo que lleva al director alemán a concluir: “Ya no eran vulcanólogos, sino artistas”, convertidos más tarde en humanistas afectados por la desgracia.
Conforme avanza el documental, Herzog —o su voz, al menos— va desapareciendo para darle lugar al formalismo puro mediante imágenes desconcertantes, amenazadoras, como la que describí al principio. La piedra licuada en lava se desplaza por el cuadro, ya sea como un río de lumbre o una piel negra y movediza; la figura humana se ve reducida o muerta; la Pasión de Cristo es representada por lo que parecen chiapanecos tras el desastre del Chichonal, una señal mexicanísima de que ante la destrucción urge vivir. Si lo que nos queda de los Krafft son sus imágenes, a manera de un cuerpo intangible, entonces The Fire Within es una película sobre el cine y lo que causa en su público, pero ante todo es un fantasma de sus creadores. Cada quien es las películas que hace.
Las aventuras de Katia y Maurice Krafft entre los volcanes deletrean las hazañas y la maravilla del propio cine documental de Werner Herzog, quien nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas.
Un extraterrestre se pasea frente a una cascada de fuego y la admira. El metraje podría parecer una de esas capturas amateur de un fenómeno paranormal, pero está demasiado bien compuesto para ello y pronto sugiere otra cosa. La explicación, simple, es que la forma plateada y brillante de la criatura es en realidad humana y se dedica a la vulcanología; si su traje evoca el de algunos visitantes de la ciencia ficción clásica es porque lo imaginario proviene de lo que ya conocemos en la Tierra. Esto que describo es el primer plano del documental The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft (2022), y es apenas uno entre muchas otras imágenes sobre la extrañeza del mundo natural y sus formas. El gran director alemán Werner Herzog parte de que sus protagonistas, una célebre pareja de vulcanólogos franceses que se dedicaron a crear un testimonio visual de sus investigaciones, no fueron solamente científicos: a partir de su metraje de lava y arena negra rebasaron la mera documentación y lograron algo que a veces se confunde con el cine de vanguardia.
No es la primera vez que sucede en la historia cinematográfica: el subgénero mismo del documental de observación —ese que no interrumpe la realidad captada para tratar de hacer las imágenes pasar por experiencias inmediatas— es producto de la antropología. Jean Rouch empezó filmando a los distintos pueblos de Níger con fines etnográficos y terminó desarrollando un estilo tan valioso por el conocimiento que aportaba —aunque cuestionado por su sesgo europeo— como por su originalidad cinematográfica. Antes estuvieron los cortometrajes poéticos de Jean Painlevé, que denotan la influencia del surrealismo, compartida con Rouch, en sus retratos de animales monstruosos. Ambos casos son milagros en los que se juntan un talento nato para el cine y la curiosidad científica, igualados después por los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft, salvo porque ellos estrenaron solamente una película bajo su dirección: el cortometraje documental Inside Hawaiian Volcanoes (1989).
El documental de Herzog se desprende de su propia aventura entre los volcanes, Into the Inferno (2016), que incluye imágenes de los Krafft. The Fire Within culmina su interés en la pareja, y por ello se concentra en el metraje que capturaron entre los años 70 y 1991, cuando murieron filmando la erupción del Monte Unzen en Japón. Desde un principio Herzog aclara que su propósito es “celebrar la maravilla de su imaginería”, precavido de que esperemos una biografía convencional. Este fin hace que la película termine explorando mucho más que la valentía, la compasión y el talento de los Krafft: Herzog se reconoce en ellos y se permite hacer un ensayo sobre lo que significa crear imágenes de cine, y además contemplarlas. The Fire Within es la labor de un cineasta, espectador y hasta crítico que termina siendo tan protagonista como sus sujetos, aunque sin arrogancia de por medio; otro milagro como el de los realizadores científicos.
A Herzog le han interesado desde hace mucho dos elementos fundamentales para The Fire Within: la aventura y las imágenes de archivo. Sobre lo primero, lo ha vivido en incontables formas, ya sea robándose unos changos para filmar en la Amazonía más despoblada su épica sobre la conquista de América, Aguirre, the Wrath of God (1972); transportando un barco de vapor de un lado a otro de un istmo para recrear una hazaña real —y originalmente más sencilla— en Fitzcarraldo (1982), o hipnotizando a todo su elenco para un efecto ominoso en The Enigma of Kaspar Hauser (1974). Herzog ha arriesgado la vida misma por lograr imágenes que en vez de simular el peligro, lo muestren. No es lo mismo —y se nota— una escena de riesgo filmada en un estudio que sobre un barco fuera de control en los rápidos del Amazonas.
El empleo de archivos, por otra parte, ha sido fundamental en varios de sus documentales. Por ejemplo están My Best Fiend (1999), una película en la que Herzog recuerda a su protagonista frecuente y potencial homicida, Klaus Kinski, o Grizzly Man (2005), sobre un amante de los osos que terminó devorado por ellos. En esta última Herzog asume de forma memorable un rol de espectador: la escena más dura lo muestra escuchando con audífonos una grabación de la muerte de su protagonista, con tal de que no tengamos que oírla nosotros. En The Fire Within Herzog asume de nuevo una variedad de roles, gracias a que su dirección se limita a montar las imágenes de los Krafft. Esto nos hace preguntarnos: ¿quién dirige un documental: las personas que lo filman o la que lo edita? Muchos argumentaríamos que es la última porque selecciona las imágenes aisladas y las convierte en un flujo narrativo, ensayístico o poético.
Te recomendamos leer: "'La existencia es un sueño': una entrevista con el director de cine Werner Herzog".
Herzog interviene además con su típica narración —lírica y recitada con su áspero acento alemán—, que se inspira esta vez en el amor entre los Krafft y la admiración que siente por ellos: el título, traducido al español como Fuego interior, alude a la pasión de estos personajes que, en palabras de Katia, no podían vivir sin volcanes. Pero además esta misma voz en off nos sugiere los otros roles de Herzog en la película, que conviven con su trabajo de dirección y lo nutren.
Durante la primera mitad del documental Herzog narra algunos detalles biográficos: Katia y Maurice se conocieron en la universidad y nunca se separaron; eran los primeros en filmar erupciones volcánicas en la historia, y llegaban antes que nadie a eventos alrededor del mundo, pero pronto nos topamos con la identificación del aventurero y espectador Herzog, dedicado a filmar lo imposible y asombrado siempre por lo que, dice, los mexicanos llamamos “pura vida”: la convivencia inevitable con la muerte y la destrucción. El montaje de la película demuestra su interés por el espectáculo natural, pero no el que meramente deslumbra, sino el que nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas. En un pasaje sobre la erupción del Chichonal, en México, Herzog se concentra en la supervivencia y la ejemplifica con imágenes captadas por los Krafft de animales calcinados y la comunidad arrasada; en el fondo suena Ana Gabriel, cantando “Es demasiado tarde”. Este es el mismo cineasta que en The Burden of Dreams (1982) describió los sonidos de la jungla como gritos de dolor. Sin embargo, no todo es angustia: Herzog también incluye el metraje de los Krafft sobre las víctimas de los volcanes, quienes resisten en comunidad, aferradas a la vida con fuerza.
En otros momentos la voz de Herzog asume un rol crítico al escrutar los planos: por ejemplo, nos hace notar cómo Katia era una especie de modelo que ayudaba a captar las dimensiones de los espacios, y especula sobre la situación de la pareja cuando murieron. Fue Maurice quien insistió en ir al Monte Unzen, lo cual generó una crisis con Katia. En un plano filmado por alguien más, unas figuras envueltas en impermeables naranja se aparecen fugazmente y Herzog se pregunta si no serán los Krafft, captados por última vez. Sería un digno testimonio de su valentía —estarían esperando la nube piroclástica que los mató— y una correspondencia con lo que señala Herzog durante el documental: la obra de los Krafft forma un testimonio artístico de la naturaleza y de nuestra impotencia ante su furia, pero además es una memoria que nos comparte qué vieron ellos y, sobre todo, cómo. Esto es lo que lleva al director alemán a concluir: “Ya no eran vulcanólogos, sino artistas”, convertidos más tarde en humanistas afectados por la desgracia.
Conforme avanza el documental, Herzog —o su voz, al menos— va desapareciendo para darle lugar al formalismo puro mediante imágenes desconcertantes, amenazadoras, como la que describí al principio. La piedra licuada en lava se desplaza por el cuadro, ya sea como un río de lumbre o una piel negra y movediza; la figura humana se ve reducida o muerta; la Pasión de Cristo es representada por lo que parecen chiapanecos tras el desastre del Chichonal, una señal mexicanísima de que ante la destrucción urge vivir. Si lo que nos queda de los Krafft son sus imágenes, a manera de un cuerpo intangible, entonces The Fire Within es una película sobre el cine y lo que causa en su público, pero ante todo es un fantasma de sus creadores. Cada quien es las películas que hace.
Las aventuras de Katia y Maurice Krafft entre los volcanes deletrean las hazañas y la maravilla del propio cine documental de Werner Herzog, quien nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas.
Un extraterrestre se pasea frente a una cascada de fuego y la admira. El metraje podría parecer una de esas capturas amateur de un fenómeno paranormal, pero está demasiado bien compuesto para ello y pronto sugiere otra cosa. La explicación, simple, es que la forma plateada y brillante de la criatura es en realidad humana y se dedica a la vulcanología; si su traje evoca el de algunos visitantes de la ciencia ficción clásica es porque lo imaginario proviene de lo que ya conocemos en la Tierra. Esto que describo es el primer plano del documental The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft (2022), y es apenas uno entre muchas otras imágenes sobre la extrañeza del mundo natural y sus formas. El gran director alemán Werner Herzog parte de que sus protagonistas, una célebre pareja de vulcanólogos franceses que se dedicaron a crear un testimonio visual de sus investigaciones, no fueron solamente científicos: a partir de su metraje de lava y arena negra rebasaron la mera documentación y lograron algo que a veces se confunde con el cine de vanguardia.
No es la primera vez que sucede en la historia cinematográfica: el subgénero mismo del documental de observación —ese que no interrumpe la realidad captada para tratar de hacer las imágenes pasar por experiencias inmediatas— es producto de la antropología. Jean Rouch empezó filmando a los distintos pueblos de Níger con fines etnográficos y terminó desarrollando un estilo tan valioso por el conocimiento que aportaba —aunque cuestionado por su sesgo europeo— como por su originalidad cinematográfica. Antes estuvieron los cortometrajes poéticos de Jean Painlevé, que denotan la influencia del surrealismo, compartida con Rouch, en sus retratos de animales monstruosos. Ambos casos son milagros en los que se juntan un talento nato para el cine y la curiosidad científica, igualados después por los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft, salvo porque ellos estrenaron solamente una película bajo su dirección: el cortometraje documental Inside Hawaiian Volcanoes (1989).
El documental de Herzog se desprende de su propia aventura entre los volcanes, Into the Inferno (2016), que incluye imágenes de los Krafft. The Fire Within culmina su interés en la pareja, y por ello se concentra en el metraje que capturaron entre los años 70 y 1991, cuando murieron filmando la erupción del Monte Unzen en Japón. Desde un principio Herzog aclara que su propósito es “celebrar la maravilla de su imaginería”, precavido de que esperemos una biografía convencional. Este fin hace que la película termine explorando mucho más que la valentía, la compasión y el talento de los Krafft: Herzog se reconoce en ellos y se permite hacer un ensayo sobre lo que significa crear imágenes de cine, y además contemplarlas. The Fire Within es la labor de un cineasta, espectador y hasta crítico que termina siendo tan protagonista como sus sujetos, aunque sin arrogancia de por medio; otro milagro como el de los realizadores científicos.
A Herzog le han interesado desde hace mucho dos elementos fundamentales para The Fire Within: la aventura y las imágenes de archivo. Sobre lo primero, lo ha vivido en incontables formas, ya sea robándose unos changos para filmar en la Amazonía más despoblada su épica sobre la conquista de América, Aguirre, the Wrath of God (1972); transportando un barco de vapor de un lado a otro de un istmo para recrear una hazaña real —y originalmente más sencilla— en Fitzcarraldo (1982), o hipnotizando a todo su elenco para un efecto ominoso en The Enigma of Kaspar Hauser (1974). Herzog ha arriesgado la vida misma por lograr imágenes que en vez de simular el peligro, lo muestren. No es lo mismo —y se nota— una escena de riesgo filmada en un estudio que sobre un barco fuera de control en los rápidos del Amazonas.
El empleo de archivos, por otra parte, ha sido fundamental en varios de sus documentales. Por ejemplo están My Best Fiend (1999), una película en la que Herzog recuerda a su protagonista frecuente y potencial homicida, Klaus Kinski, o Grizzly Man (2005), sobre un amante de los osos que terminó devorado por ellos. En esta última Herzog asume de forma memorable un rol de espectador: la escena más dura lo muestra escuchando con audífonos una grabación de la muerte de su protagonista, con tal de que no tengamos que oírla nosotros. En The Fire Within Herzog asume de nuevo una variedad de roles, gracias a que su dirección se limita a montar las imágenes de los Krafft. Esto nos hace preguntarnos: ¿quién dirige un documental: las personas que lo filman o la que lo edita? Muchos argumentaríamos que es la última porque selecciona las imágenes aisladas y las convierte en un flujo narrativo, ensayístico o poético.
Te recomendamos leer: "'La existencia es un sueño': una entrevista con el director de cine Werner Herzog".
Herzog interviene además con su típica narración —lírica y recitada con su áspero acento alemán—, que se inspira esta vez en el amor entre los Krafft y la admiración que siente por ellos: el título, traducido al español como Fuego interior, alude a la pasión de estos personajes que, en palabras de Katia, no podían vivir sin volcanes. Pero además esta misma voz en off nos sugiere los otros roles de Herzog en la película, que conviven con su trabajo de dirección y lo nutren.
Durante la primera mitad del documental Herzog narra algunos detalles biográficos: Katia y Maurice se conocieron en la universidad y nunca se separaron; eran los primeros en filmar erupciones volcánicas en la historia, y llegaban antes que nadie a eventos alrededor del mundo, pero pronto nos topamos con la identificación del aventurero y espectador Herzog, dedicado a filmar lo imposible y asombrado siempre por lo que, dice, los mexicanos llamamos “pura vida”: la convivencia inevitable con la muerte y la destrucción. El montaje de la película demuestra su interés por el espectáculo natural, pero no el que meramente deslumbra, sino el que nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas. En un pasaje sobre la erupción del Chichonal, en México, Herzog se concentra en la supervivencia y la ejemplifica con imágenes captadas por los Krafft de animales calcinados y la comunidad arrasada; en el fondo suena Ana Gabriel, cantando “Es demasiado tarde”. Este es el mismo cineasta que en The Burden of Dreams (1982) describió los sonidos de la jungla como gritos de dolor. Sin embargo, no todo es angustia: Herzog también incluye el metraje de los Krafft sobre las víctimas de los volcanes, quienes resisten en comunidad, aferradas a la vida con fuerza.
En otros momentos la voz de Herzog asume un rol crítico al escrutar los planos: por ejemplo, nos hace notar cómo Katia era una especie de modelo que ayudaba a captar las dimensiones de los espacios, y especula sobre la situación de la pareja cuando murieron. Fue Maurice quien insistió en ir al Monte Unzen, lo cual generó una crisis con Katia. En un plano filmado por alguien más, unas figuras envueltas en impermeables naranja se aparecen fugazmente y Herzog se pregunta si no serán los Krafft, captados por última vez. Sería un digno testimonio de su valentía —estarían esperando la nube piroclástica que los mató— y una correspondencia con lo que señala Herzog durante el documental: la obra de los Krafft forma un testimonio artístico de la naturaleza y de nuestra impotencia ante su furia, pero además es una memoria que nos comparte qué vieron ellos y, sobre todo, cómo. Esto es lo que lleva al director alemán a concluir: “Ya no eran vulcanólogos, sino artistas”, convertidos más tarde en humanistas afectados por la desgracia.
Conforme avanza el documental, Herzog —o su voz, al menos— va desapareciendo para darle lugar al formalismo puro mediante imágenes desconcertantes, amenazadoras, como la que describí al principio. La piedra licuada en lava se desplaza por el cuadro, ya sea como un río de lumbre o una piel negra y movediza; la figura humana se ve reducida o muerta; la Pasión de Cristo es representada por lo que parecen chiapanecos tras el desastre del Chichonal, una señal mexicanísima de que ante la destrucción urge vivir. Si lo que nos queda de los Krafft son sus imágenes, a manera de un cuerpo intangible, entonces The Fire Within es una película sobre el cine y lo que causa en su público, pero ante todo es un fantasma de sus creadores. Cada quien es las películas que hace.
Las aventuras de Katia y Maurice Krafft entre los volcanes deletrean las hazañas y la maravilla del propio cine documental de Werner Herzog, quien nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas.
Un extraterrestre se pasea frente a una cascada de fuego y la admira. El metraje podría parecer una de esas capturas amateur de un fenómeno paranormal, pero está demasiado bien compuesto para ello y pronto sugiere otra cosa. La explicación, simple, es que la forma plateada y brillante de la criatura es en realidad humana y se dedica a la vulcanología; si su traje evoca el de algunos visitantes de la ciencia ficción clásica es porque lo imaginario proviene de lo que ya conocemos en la Tierra. Esto que describo es el primer plano del documental The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft (2022), y es apenas uno entre muchas otras imágenes sobre la extrañeza del mundo natural y sus formas. El gran director alemán Werner Herzog parte de que sus protagonistas, una célebre pareja de vulcanólogos franceses que se dedicaron a crear un testimonio visual de sus investigaciones, no fueron solamente científicos: a partir de su metraje de lava y arena negra rebasaron la mera documentación y lograron algo que a veces se confunde con el cine de vanguardia.
No es la primera vez que sucede en la historia cinematográfica: el subgénero mismo del documental de observación —ese que no interrumpe la realidad captada para tratar de hacer las imágenes pasar por experiencias inmediatas— es producto de la antropología. Jean Rouch empezó filmando a los distintos pueblos de Níger con fines etnográficos y terminó desarrollando un estilo tan valioso por el conocimiento que aportaba —aunque cuestionado por su sesgo europeo— como por su originalidad cinematográfica. Antes estuvieron los cortometrajes poéticos de Jean Painlevé, que denotan la influencia del surrealismo, compartida con Rouch, en sus retratos de animales monstruosos. Ambos casos son milagros en los que se juntan un talento nato para el cine y la curiosidad científica, igualados después por los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft, salvo porque ellos estrenaron solamente una película bajo su dirección: el cortometraje documental Inside Hawaiian Volcanoes (1989).
El documental de Herzog se desprende de su propia aventura entre los volcanes, Into the Inferno (2016), que incluye imágenes de los Krafft. The Fire Within culmina su interés en la pareja, y por ello se concentra en el metraje que capturaron entre los años 70 y 1991, cuando murieron filmando la erupción del Monte Unzen en Japón. Desde un principio Herzog aclara que su propósito es “celebrar la maravilla de su imaginería”, precavido de que esperemos una biografía convencional. Este fin hace que la película termine explorando mucho más que la valentía, la compasión y el talento de los Krafft: Herzog se reconoce en ellos y se permite hacer un ensayo sobre lo que significa crear imágenes de cine, y además contemplarlas. The Fire Within es la labor de un cineasta, espectador y hasta crítico que termina siendo tan protagonista como sus sujetos, aunque sin arrogancia de por medio; otro milagro como el de los realizadores científicos.
A Herzog le han interesado desde hace mucho dos elementos fundamentales para The Fire Within: la aventura y las imágenes de archivo. Sobre lo primero, lo ha vivido en incontables formas, ya sea robándose unos changos para filmar en la Amazonía más despoblada su épica sobre la conquista de América, Aguirre, the Wrath of God (1972); transportando un barco de vapor de un lado a otro de un istmo para recrear una hazaña real —y originalmente más sencilla— en Fitzcarraldo (1982), o hipnotizando a todo su elenco para un efecto ominoso en The Enigma of Kaspar Hauser (1974). Herzog ha arriesgado la vida misma por lograr imágenes que en vez de simular el peligro, lo muestren. No es lo mismo —y se nota— una escena de riesgo filmada en un estudio que sobre un barco fuera de control en los rápidos del Amazonas.
El empleo de archivos, por otra parte, ha sido fundamental en varios de sus documentales. Por ejemplo están My Best Fiend (1999), una película en la que Herzog recuerda a su protagonista frecuente y potencial homicida, Klaus Kinski, o Grizzly Man (2005), sobre un amante de los osos que terminó devorado por ellos. En esta última Herzog asume de forma memorable un rol de espectador: la escena más dura lo muestra escuchando con audífonos una grabación de la muerte de su protagonista, con tal de que no tengamos que oírla nosotros. En The Fire Within Herzog asume de nuevo una variedad de roles, gracias a que su dirección se limita a montar las imágenes de los Krafft. Esto nos hace preguntarnos: ¿quién dirige un documental: las personas que lo filman o la que lo edita? Muchos argumentaríamos que es la última porque selecciona las imágenes aisladas y las convierte en un flujo narrativo, ensayístico o poético.
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Herzog interviene además con su típica narración —lírica y recitada con su áspero acento alemán—, que se inspira esta vez en el amor entre los Krafft y la admiración que siente por ellos: el título, traducido al español como Fuego interior, alude a la pasión de estos personajes que, en palabras de Katia, no podían vivir sin volcanes. Pero además esta misma voz en off nos sugiere los otros roles de Herzog en la película, que conviven con su trabajo de dirección y lo nutren.
Durante la primera mitad del documental Herzog narra algunos detalles biográficos: Katia y Maurice se conocieron en la universidad y nunca se separaron; eran los primeros en filmar erupciones volcánicas en la historia, y llegaban antes que nadie a eventos alrededor del mundo, pero pronto nos topamos con la identificación del aventurero y espectador Herzog, dedicado a filmar lo imposible y asombrado siempre por lo que, dice, los mexicanos llamamos “pura vida”: la convivencia inevitable con la muerte y la destrucción. El montaje de la película demuestra su interés por el espectáculo natural, pero no el que meramente deslumbra, sino el que nos mueve a pensar sobre la fragilidad de todas las cosas. En un pasaje sobre la erupción del Chichonal, en México, Herzog se concentra en la supervivencia y la ejemplifica con imágenes captadas por los Krafft de animales calcinados y la comunidad arrasada; en el fondo suena Ana Gabriel, cantando “Es demasiado tarde”. Este es el mismo cineasta que en The Burden of Dreams (1982) describió los sonidos de la jungla como gritos de dolor. Sin embargo, no todo es angustia: Herzog también incluye el metraje de los Krafft sobre las víctimas de los volcanes, quienes resisten en comunidad, aferradas a la vida con fuerza.
En otros momentos la voz de Herzog asume un rol crítico al escrutar los planos: por ejemplo, nos hace notar cómo Katia era una especie de modelo que ayudaba a captar las dimensiones de los espacios, y especula sobre la situación de la pareja cuando murieron. Fue Maurice quien insistió en ir al Monte Unzen, lo cual generó una crisis con Katia. En un plano filmado por alguien más, unas figuras envueltas en impermeables naranja se aparecen fugazmente y Herzog se pregunta si no serán los Krafft, captados por última vez. Sería un digno testimonio de su valentía —estarían esperando la nube piroclástica que los mató— y una correspondencia con lo que señala Herzog durante el documental: la obra de los Krafft forma un testimonio artístico de la naturaleza y de nuestra impotencia ante su furia, pero además es una memoria que nos comparte qué vieron ellos y, sobre todo, cómo. Esto es lo que lleva al director alemán a concluir: “Ya no eran vulcanólogos, sino artistas”, convertidos más tarde en humanistas afectados por la desgracia.
Conforme avanza el documental, Herzog —o su voz, al menos— va desapareciendo para darle lugar al formalismo puro mediante imágenes desconcertantes, amenazadoras, como la que describí al principio. La piedra licuada en lava se desplaza por el cuadro, ya sea como un río de lumbre o una piel negra y movediza; la figura humana se ve reducida o muerta; la Pasión de Cristo es representada por lo que parecen chiapanecos tras el desastre del Chichonal, una señal mexicanísima de que ante la destrucción urge vivir. Si lo que nos queda de los Krafft son sus imágenes, a manera de un cuerpo intangible, entonces The Fire Within es una película sobre el cine y lo que causa en su público, pero ante todo es un fantasma de sus creadores. Cada quien es las películas que hace.
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