Rosalía, Zocalía, Diosalía

Rosalía, Zocalía, Diosalía

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El 28 de abril la cantante española Rosalía dio un show gratuito y masivo en el Zócalo de la Ciudad de México. El evento se volvió el quinto más concurrido, reuniendo a 160 000 asistentes. Esta es una crónica de aquella noche en que la cantante hizo vibrar al público mexicano, entre un público diverso. Una de las figuras más importantes de la música en español y del movimiento urbano.

“¡Yaaa, por favooor!” es el grito adolorido que lanza un chico de veintipocos años parado detrás de mí y que, cuando se da cuenta de que todos lo hemos volteado a ver, se lleva las manos a la cara en señal de vergüenza. No lo decimos, pero todo el público reunido se siente así. Son las 20:15 horas y no hay señales de la Rosalía en ningún lado. ¿Quién en este país puede enojarse por quince minutos de impuntualidad? Es bien sabido que la Ciudad de México ha perdido su palabra a fuerza de poblarse y en un viernes caluroso de abril, de quincena, de puente —y hasta de venta nocturna en tiendas departamentales—, toda promesa de llegar a tiempo sabemos que va a romperse.

En la plancha del Zócalo suena una playlist y el público canta y baila lo mismo Selena y Los Ángeles Azules que hits más modernos, como los de Peso Pluma. Todo con tal de hacer llevadera la espera de varias horas y, para los pocos que lograron llegar hasta adelante, incluso de días. Somos una multitud a la que la noche le ha borrado el rostro. Una masa que dimensionará la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México bajo la escandalosa cifra de 160 000 asistentes.

De pronto miles de voces retumban en los edificios que rodean al Zócalo. Las pantallas que eran blancas y tenían unos rayones negros con las palabras “motomami” y “Rosalía”, se han borrado por completo. Ahora proyectan estática, ese ruido propio de las teles antiguas que asemejaba un hormiguero en éxtasis, ahora una selfie de emociones que se sublevan en la plaza más emblemática de México cuando se escuchan los acordes de la base de piano de “Saoko”, la primera canción del álbum Motomami. Los ocho bailarines —los “motopapis”— salen uno a uno al escenario. Parecen criaturas mágicas, vestidas con entalladísimas playeras desmangadas que favorecen su musculatura y unos cascos de motociclista con luces que dibujan el símbolo actual del tour de Rosalía: una M que parece una mariposa.

Los bailarines forman dos filas y Rosalía camina por un pasillo central recién formado. Se contonea de izquierda a derecha y cada sacudida de cadera activa la euforia del público. La cantante lleva también un casco con unas coletas de luz blanca que parecen cuernos de fauno seductor. A la música se le añaden los maquinales ruidos de motocicletas que encienden, arrancan y después derrapan. Como si alguien que deseamos nos tocara con la palma de su mano, se siente la vibración que emana de las decenas de bocinas colocadas en la plaza, en las calles aledañas y en la Alameda Central, para este concierto masivo, gratuito, anunciado a bombo y platillo.

Rosalía devela su rostro y desde las pantallas una poderosa luz nos permite verla con claridad, de superheroína con un bodysuit negro que le cubre completos los brazos y piernas y unas botas escarlatas con un peto que le hace juego. Frente a esta imagen varios asistentes se echan a llorar, se sienten rebasados. Todas las preguntas de etiqueta que la artista hace al público son respondidas a gritos que no se entienden en lo absoluto, excepto una:

Chica, ¿qué dices?
—¡¡Saoooko, papi, Saoooko!!

Rosalía. Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.

“¿Pero quién es esa Rosalía?”, se preguntaba por la tarde una señora ya mayor, evidenciada por sus canas, mientras caminaba rumbo a la estación del metro Pino Suárez porque la de Zócalo había sido cerrada.

Rosalía Vila Tobella cumplió apenas los treinta años. Nació el 25 de septiembre de 1992, bajo el signo de aire Libra que destaca por su grácil curiosidad, en Sant Esteve, un municipio del norte de la provincia de Barcelona, España. Quienes se han ocupado en reconstruir su corta biografía, como Cristian Segura, señalan que se trata de una joven que viene de una familia económicamente resuelta, pero no de fortuna extraordinaria. Pasó por el Taller de Músics y la Escola Superior de Música de Catalunya, donde realizó el álbum El mal querer como su proyecto de titulación. Sus profesores coinciden en que se trataba de una alumna voraz, curiosa, que se anotaba a todo. Esa carrera musical en ciernes perdió toda proporción a partir de la irrupción de El mal querer en 2018 y la cascada de premios que recibió al año siguiente: un Grammy y cinco Grammy Latinos que le sirvieron para llegar a la posición veinticinco, de los cien mejores álbumes de la década, en la revista Billboard. Tres años después de las mieles del éxito, posaría en la entrega los Grammy Latino de 2022 sosteniendo épicamente cuatro preseas en los brazos gracias a su tercer álbum, Motomami.

De su boca salen los versos: “es mala amante la fama, no va a quererte de verdad. Es demasia'o traicionera, y como ella viene, se te va”. Y el aire, su mejor estilista, sopla y despeina su cabello para hacerla lucir aún mejor.  En la pantalla vemos miles de flores brillantes y nocturnas que se abren solo para Rosalía. Son miles de luces de teléfonos celulares que se desviven por tener un pedacito de Rosalía que pueda caber en el bolsillo. Somos testigos de lo que ocurre gracias a una cámara con una lente gran angular, similar a la cámara punto cinco que tienen los celulares de último modelo, popular entre adolescentes por esa apariencia aesthetic con que capturan la realidad: distorsionada, atrapada en un plano parabólico y convexo. En las pantallas vemos un plano que no rompe y sigue a los bailarines y a la propia Rosalía como un insecto que revolotea a ritmo frenético. Un plano que gira pone el mundo de cabeza y nos recuerda que el vértigo es parte del presente.

A las 21:30 horas la española agradece por el concierto y toca una última canción: “CUUUUuuuuuute”. Tambores fúricos acompañados de silbatos denuncian la presencia de una samba, pero demencial, producida por la DJ argentina Tayhana. Y Rosalía canta: “Se creen especial como un año en Miami que nieva, como una autopista sin flecha’, como una utopía sin brecha'”. Su voz suena distorsionada, varios espíritus comparten cuarto al interior de su cuerpo. Los bailarines forman un círculo en el que Rosalía permanece al centro y se mueven posesos, electrificados y erráticos mientras le dan vueltas. Es un aquelarre, una herejía divertidísima al frente de la Catedral Metropolitana que ocurre de cara a un público “diverso” con todo el peso político y moderno de la palabra. “Diosalía”, la llamaron en redes cuando publicó en los primeros días de marzo los veinte mandamientos de lo que implica ser una “motomami”. Lo que empezó como una broma entre fans, fue replicado y magnificado en publicaciones de prensa y de las compañías de streaming. “Keep it cute, manito, keep it cute. Que aquí el mejor artista es Dios”, sigue Rosalía. Pero Rosalía no es una deidad, sino una intermediara. ¿Entre quiénes? Eso depende de si se está mirando desde las alturas o a ras del suelo.

Arriba están las aristocracias que pudieron pagar paquetes de más de tres mil pesos en los restaurantes con terraza o suites de hotel que rondaban los cinco mil pesos la noche. En las alturas están los funcionarios públicos que se asoman desde los balcones del Palacio de Gobierno de la Ciudad de México y están a otro nivel las personas que caminan por el pasillo central que divide la plancha del Zócalo y que, entre los asistentes, se especula que son invitados VIP porque no visten como operadores de luz o sonido.

Quienes miran desde arriba solo ven a una española cantando a unos metros del Templo Mayor. Observan la táctica para posicionar a la jefa de Gobierno rumbo a la presidencia. Vislumbran un gasto superfluo, aunque la productora OCESA anunció que Rosalía no cobraría honorarios en agradecimiento a sus fans. Desde allá se mira ajena a la multitud que no ha tenido de otra más que apretarse y hacer fila desde temprano y asolearse para ver a la Rosalía. Quienes miran desde las alturas no son parte de la fiesta.

Cerca del piso lo que se ve es una Rosalía esplendorosa, “bien perra”, como le gritan, capaz de eclipsar la Catedral para recreación de una multitud de personas que irritan al conservadurismo y al patriarcado. Mujeres de todas las edades, desde niñas que no cargan a cuestas un segundo dígito en su edad y por eso van acompañadas por sus madres hasta adolescentes que forman grupos libres de adultos. Mujeres veinteañeras y treintañeras abrazadas a sus novios y sus novias. Hombres que besan a otros hombres. Personas que esquivan las restricciones de lo femenino y lo masculino y construyen una tercera trinchera con su presencia.

Todos, todas, todes llevan un estilo “quinqui”, como los españoles llaman coloquialmente a la forma de vestir de las juventudes que andan en “pasos criminales”, que se traduce en medias de red, playeras que traslucen la piel, gargantillas tornasol con púas, gafas oscuras con forma de corazón, playeras fosforescentes que permiten que el vientre se asome, prendas de seda roja combinadas con camisas de basquetbolista, shorts cortos y cortísimos, mini faldas de vinipiel entalladas, cabellos teñidos de colores estrambóticos, uñas de acrílico gigantescas como garras, tatuajes en brazos y piernas, collares de perlas, cadenas que parecen de oro y plata hasta que el óxido chismea su esencia de vil acero. “Me doy un flow de paca, me veo original. Soy la marca más cara que tú no va' a pode' capea'”, dice la letra de “La combi Versace”.

Rosalía. Fotografía de TheNews2 / REUTERS.

¿Y quiénes son los que tienen la vista más envidiada? A las 10:00 horas la parte de adelante ya estaba ocupada por cientos de personas como Daniel y Yahir, que vienen desde Atotonilco, Hidalgo, un municipio que está a 140 kilómetros de la capital y decidieron plantarse a esperar el concierto desde las 9:00. Ambos tienen veintitrés años y son novios. Daniel tiene una fonda y Yahir trabaja en una fábrica de materiales industriales, pero por su vestimenta, muy a lo Tom of Finland, resulta imposible adivinar su vida cotidiana. Yahir, que es el más fan, me dice tímido que pidió vacaciones para poder estar ahí.

Un poco más alejada del escenario está Esmeralda, de diecinueve años. Cuando la encontré destacaba entre la multitud por sus altísimas botas beige, pupilentes verdes y una larga cabellera rubia que se echa a un lado y otro del cuello para lidiar con el calor que la hace sudar. Decidió venir al concierto como drag porque guarda la esperanza de que Rosalía la suba al escenario a ella y las demás dragas presentes para “levantarle el evento”. Cuando le pregunto lo que más le gusta de Rosalía, Esmeralda responde: “Es muy loba. Me encanta su actitud. Su empoderamiento. Su seguridad”.

En 2021 se publicó en España un libro de ensayos, coordinado por Jorge Carrión, La Rosalía: ensayos sobre el buen querer que arroja luces para entender lo que está ocurriendo esta noche en el Zócalo. Mery Cuesta escribe, en “Chándal, oro y mantilla”, sobre la estética de las juventudes marginales, o extrarradio como ella les dice, presente en la Rosalía y sus fans. Acá el extrarradio que se impone no es el geográfico, sino el de la sexualidad. Emocionadas por Rosalía están juventudes de toda clase social, pero en cuestiones de género quienes tienen más privilegio no están presentes. Salvo los que vienen acompañando a su novia, ¿por qué los hombres heterosexuales no vinieron a verla? Porque un grupo de amigos varones y heterosexuales, al centro del patriarcado, no puede reunirse para bailar entre ellos ni mucho menos darse permiso —aunque el momento sea sublime y envolvente— de cantar a todo pulmón “Enamorá' de tu pistola, roja amapola”, mientras Rosalía toca “Hentai” con ayuda de su voz. “So, so, so, so, so, so good”, canta, y sus manos conducen a un piano de cola hasta el orgasmo. “Mmm, so good”. En fin, de lo que se pierden.

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La crítica en redes sociales vertida sobre Rosalía, a partir su éxito global, está plagada de conceptos que a veces se usan a la ligera, como “apropiación cultural” y “colonialismo”, pero que topan con una pregunta pertinente: ¿Puede Rosalía sentirse latina o es solo una táctica de mercadotecnia?

Este tipo de polémicas no son, sin embargo, nuevas en su carrera. Cuando hizo El Mal querer, un disco fusión de flamenco con otros géneros como el trap, en España se desató una polémica sobre si era ético que una catalana, en un contexto bastante complicado por los movimientos independentistas, sacara provecho del flamenco que es un género musical propio del sur de ese país. “Tengo muy claro de dónde viene el flamenco, que la música nos pertenece a todos y que no tiene que ver con una cuestión racial o territorial. Ante todo, hago las cosas desde el amor y el respeto”, fue una de las declaraciones que dio Rosalía a la prensa de su país. Para los españoles que han teorizado al respecto, como Agustín Fernández Mallo, “una cultura no es un hecho administrativo y, por lo tanto, no pertenece a nadie. Puede ser reutilizada por quien quiera y cuantas veces quiera y un ciudadano puede entrar y salir de su cultura a su antojo”, escribe. En la tesis de Fernández Mallo hay un montón de conjugaciones del verbo “poder” y, en un contexto de revisión de privilegios, ¿realmente cualquier persona puede?

“Creo que no todo puede ser blanco o negro y tampoco hay que idolatrar a las personas —dice Marlon, de veintiún años, que viene desde Tultitlán, Estado de México—. A mí me gusta Rosalía por su música, pero yo como persona, pues no la conozco. Creo que es una persona muy pendeja, pero tiene talento y me agradan sus producciones, pero así que yo diga ‘ay, la defiendo de todo lo que ha dicho’, no. Rosalía tendrá que hacerse responsable de lo que dice y hace”, asegura sobre las polémicas de apropiación.

Mentiría si digo que toda la polémica en torno a este concierto vino de la mano de Rosalía porque una gran parte corrió por cuenta del gobierno de la Ciudad de México que encabeza Claudia Sheinbaum. La postura de la oposición es que el concierto era un acto populista para posicionarla mejor rumbo a las elecciones presidenciales de 2024 y que el dinero destinado a este evento debía ser utilizado para cosas más importantes como el presupuesto del Metro que colapsa cotidianamente; de hecho, ese día a las 10:00 horas, en la estación Hidalgo, el humo de las balatas quemadas del tren colmaba el aire de los andenes, no había luz y caminábamos fuera de ahí asistentes al concierto, trabajadores y hasta feligreses que llevaban, como cada 28 de abril, su estatua de San Judas Tadeo hasta el templo de San Hipólito, en el centro de la ciudad.

“A mí me vale, porque no voto por nadie”, dice Julio, de veintitrés años, que lleva puesto un kimono rosa arriba de una blusa de red del mismo color. Se apena por la respuesta que acaba de dar y voltea a ver a su novio Ángel, llevándose las manos a la boca decoradas con uñas de acrílico y pedrería.

“Yo por Claudia voto independientemente de a quién traiga al Zócalo. Trajo a Grupo Firme, que no me gusta, y no por eso no voy a votar por ella”, dice Áurea, de 41, que viene al concierto junto con su hija Sofía, de trece. La pequeña me pide añadir algo a lo dicho por su madre. “Esto es algo [los conciertos públicos] que no se inventó hace poco y lo que define si la van a votar serán otras cosas”. Y después, cuando hablamos de las redes sociales, agrega: “sí las uso mucho y dependo de ellas, pero también como que soy consciente de lo que es cierto y lo que no. Bueno, tampoco las uso para ver noticias porque no sé, siento que eso lo ve mi mamá”.

En todo esto hay dos fenómenos que se parecen pero no son lo mismo. Una discusión real sobre los límites de la pertenencia cultural y la identidad y una acusación en redes sociales que se manifiesta en rabiosos tweets. El primer fenómeno no se resolverá pronto y habrá que ofrecerle paciencia. El segundo es parte del internet. “El fenómeno Rosalía —escribe Jorge Carrión— no hubiera existido si no se hubiera fusionado con el espíritu de su época. Me refiero al conocimiento de lo viral, que es la energía que recorre la médula ósea de lo contemporáneo”.

La virtualidad en Rosalía no es un mero accidente. Se ve premeditado en las tomas verticales que ocupan las pantallas de este y sus demás performances que buscan ampliar la realidad que cabe en un teléfono celular. Pero no es solo estético su entendimiento, sino que, como si se fuera un chiste local, evoca conversaciones que ocurrieron en el mundo digital y las lleva al plano físico para construir complicidad con el público que sabe perfecto de lo que Rosalía está hablando. De ahí que en cada concierto replique la mueca que hace cuando canta “Bizcochito”, como si mascara chicle con la boca torcida hacia a un lado y que se utiliza como meme o sticker de WhatsApp.

Así se explica que, cuando le aventaron un peluche del Dr. Simi, hizo una pausa en el concierto del Zócalo para hablar de “su colección”. Esto, en relación a la foto que subió a sus redes rodeada de estos juguetes tras sus conciertos en el Auditorio Nacional en 2022. También obedece a este ejercicio el que haya dicho que moría de hambre y agradeciera que le respondieran con miles de recetas del aguachile, cuando las pidió vía Twitter. Es parte de su ambición ser un puente con lo virtual al salir a cantar a cappella “La Llorona”, canción popular mexicana cuya intérprete más famosa en México fue Chavela Vargas, para generar un momento inédito que pudiera ser grabado por los asistentes y generara una compulsión por compartir eso que solo vio quien estuvo ahí.

Rosalía. Fotografía de REUTERS.

Al final lo que Rosalía construye es un mundo fluido que va y viene dentro y fuera de las pantallas y un lenguaje artístico propio que le permitió, por ejemplo, inmortalizar todo el hate recibido después del Mal querer, por no seguir haciendo flamenco. En “Diablo”, de su último disco, Motomami, incorpora como una voz demoniaca las críticas que le vierten sobre si se traicionó como artista en su búsqueda musical.

Rosalía termina de cantar “CUUUUuuuuuute” frente a un Zócalo lleno y hace una pausa para escuchar al público ovacionarla. Da las gracias una y otra vez y extiende las palmas de las manos por lo alto como para poder captar la reverberación de los gritos. Lo último que vemos en la pantalla es a Rosalía saliendo del escenario y caminando a su camerino. Se desprende del auricular y el micrófono y pide una toalla para secarse el cabello y sonarse la nariz, demostrando que aunque la tachen de diosa igual tiene mocos. Se apagan por completo las pantallas y los asistentes exigen que vuelva a salir, se quedan quietos esperando que sus ruegos sean escuchados, pero nada pasa. Suena nuevamente una playlist que revela que esto se ha acabado.  La multitud se distiende y fluye por las calles, entre las decenas de policías que están ahí teóricamente para velar por la seguridad de los asistentes.

Camino hasta Eje Central junto con el torrente de personas. La enorme avenida que cruza la ciudad de norte a sur está cerrada para los vehículos, pero el espacio lo disputan peatones, motocicletas, ciclistas y el trolebús. Parejas de hombres se toman de la mano y caminan erguidos pero apresurados por alcanzar los antros de ambiente de la calle República de Cuba y soltar con alcohol y reguetón toda esa electricidad que se les ha colado al cuerpo. En el Tahúr, una de las cantinas gay más viejas en la ciudad, conviven felices los clientes habituales con los fans de la Rosalía sin que importe la diferencia de edad. La rocola lucha por ganarle al barullo y entre las risotadas se cuela la voz del Buki, Gloria Trevi, Ana Gabriel, hasta las 2:00. Como diría Bad Bunny, “Dime, papi. Dime, mami. ¿Esa noche quién la borra?”.

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Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.
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El 28 de abril la cantante española Rosalía dio un show gratuito y masivo en el Zócalo de la Ciudad de México. El evento se volvió el quinto más concurrido, reuniendo a 160 000 asistentes. Esta es una crónica de aquella noche en que la cantante hizo vibrar al público mexicano, entre un público diverso. Una de las figuras más importantes de la música en español y del movimiento urbano.

“¡Yaaa, por favooor!” es el grito adolorido que lanza un chico de veintipocos años parado detrás de mí y que, cuando se da cuenta de que todos lo hemos volteado a ver, se lleva las manos a la cara en señal de vergüenza. No lo decimos, pero todo el público reunido se siente así. Son las 20:15 horas y no hay señales de la Rosalía en ningún lado. ¿Quién en este país puede enojarse por quince minutos de impuntualidad? Es bien sabido que la Ciudad de México ha perdido su palabra a fuerza de poblarse y en un viernes caluroso de abril, de quincena, de puente —y hasta de venta nocturna en tiendas departamentales—, toda promesa de llegar a tiempo sabemos que va a romperse.

En la plancha del Zócalo suena una playlist y el público canta y baila lo mismo Selena y Los Ángeles Azules que hits más modernos, como los de Peso Pluma. Todo con tal de hacer llevadera la espera de varias horas y, para los pocos que lograron llegar hasta adelante, incluso de días. Somos una multitud a la que la noche le ha borrado el rostro. Una masa que dimensionará la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México bajo la escandalosa cifra de 160 000 asistentes.

De pronto miles de voces retumban en los edificios que rodean al Zócalo. Las pantallas que eran blancas y tenían unos rayones negros con las palabras “motomami” y “Rosalía”, se han borrado por completo. Ahora proyectan estática, ese ruido propio de las teles antiguas que asemejaba un hormiguero en éxtasis, ahora una selfie de emociones que se sublevan en la plaza más emblemática de México cuando se escuchan los acordes de la base de piano de “Saoko”, la primera canción del álbum Motomami. Los ocho bailarines —los “motopapis”— salen uno a uno al escenario. Parecen criaturas mágicas, vestidas con entalladísimas playeras desmangadas que favorecen su musculatura y unos cascos de motociclista con luces que dibujan el símbolo actual del tour de Rosalía: una M que parece una mariposa.

Los bailarines forman dos filas y Rosalía camina por un pasillo central recién formado. Se contonea de izquierda a derecha y cada sacudida de cadera activa la euforia del público. La cantante lleva también un casco con unas coletas de luz blanca que parecen cuernos de fauno seductor. A la música se le añaden los maquinales ruidos de motocicletas que encienden, arrancan y después derrapan. Como si alguien que deseamos nos tocara con la palma de su mano, se siente la vibración que emana de las decenas de bocinas colocadas en la plaza, en las calles aledañas y en la Alameda Central, para este concierto masivo, gratuito, anunciado a bombo y platillo.

Rosalía devela su rostro y desde las pantallas una poderosa luz nos permite verla con claridad, de superheroína con un bodysuit negro que le cubre completos los brazos y piernas y unas botas escarlatas con un peto que le hace juego. Frente a esta imagen varios asistentes se echan a llorar, se sienten rebasados. Todas las preguntas de etiqueta que la artista hace al público son respondidas a gritos que no se entienden en lo absoluto, excepto una:

Chica, ¿qué dices?
—¡¡Saoooko, papi, Saoooko!!

Rosalía. Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.

“¿Pero quién es esa Rosalía?”, se preguntaba por la tarde una señora ya mayor, evidenciada por sus canas, mientras caminaba rumbo a la estación del metro Pino Suárez porque la de Zócalo había sido cerrada.

Rosalía Vila Tobella cumplió apenas los treinta años. Nació el 25 de septiembre de 1992, bajo el signo de aire Libra que destaca por su grácil curiosidad, en Sant Esteve, un municipio del norte de la provincia de Barcelona, España. Quienes se han ocupado en reconstruir su corta biografía, como Cristian Segura, señalan que se trata de una joven que viene de una familia económicamente resuelta, pero no de fortuna extraordinaria. Pasó por el Taller de Músics y la Escola Superior de Música de Catalunya, donde realizó el álbum El mal querer como su proyecto de titulación. Sus profesores coinciden en que se trataba de una alumna voraz, curiosa, que se anotaba a todo. Esa carrera musical en ciernes perdió toda proporción a partir de la irrupción de El mal querer en 2018 y la cascada de premios que recibió al año siguiente: un Grammy y cinco Grammy Latinos que le sirvieron para llegar a la posición veinticinco, de los cien mejores álbumes de la década, en la revista Billboard. Tres años después de las mieles del éxito, posaría en la entrega los Grammy Latino de 2022 sosteniendo épicamente cuatro preseas en los brazos gracias a su tercer álbum, Motomami.

De su boca salen los versos: “es mala amante la fama, no va a quererte de verdad. Es demasia'o traicionera, y como ella viene, se te va”. Y el aire, su mejor estilista, sopla y despeina su cabello para hacerla lucir aún mejor.  En la pantalla vemos miles de flores brillantes y nocturnas que se abren solo para Rosalía. Son miles de luces de teléfonos celulares que se desviven por tener un pedacito de Rosalía que pueda caber en el bolsillo. Somos testigos de lo que ocurre gracias a una cámara con una lente gran angular, similar a la cámara punto cinco que tienen los celulares de último modelo, popular entre adolescentes por esa apariencia aesthetic con que capturan la realidad: distorsionada, atrapada en un plano parabólico y convexo. En las pantallas vemos un plano que no rompe y sigue a los bailarines y a la propia Rosalía como un insecto que revolotea a ritmo frenético. Un plano que gira pone el mundo de cabeza y nos recuerda que el vértigo es parte del presente.

A las 21:30 horas la española agradece por el concierto y toca una última canción: “CUUUUuuuuuute”. Tambores fúricos acompañados de silbatos denuncian la presencia de una samba, pero demencial, producida por la DJ argentina Tayhana. Y Rosalía canta: “Se creen especial como un año en Miami que nieva, como una autopista sin flecha’, como una utopía sin brecha'”. Su voz suena distorsionada, varios espíritus comparten cuarto al interior de su cuerpo. Los bailarines forman un círculo en el que Rosalía permanece al centro y se mueven posesos, electrificados y erráticos mientras le dan vueltas. Es un aquelarre, una herejía divertidísima al frente de la Catedral Metropolitana que ocurre de cara a un público “diverso” con todo el peso político y moderno de la palabra. “Diosalía”, la llamaron en redes cuando publicó en los primeros días de marzo los veinte mandamientos de lo que implica ser una “motomami”. Lo que empezó como una broma entre fans, fue replicado y magnificado en publicaciones de prensa y de las compañías de streaming. “Keep it cute, manito, keep it cute. Que aquí el mejor artista es Dios”, sigue Rosalía. Pero Rosalía no es una deidad, sino una intermediara. ¿Entre quiénes? Eso depende de si se está mirando desde las alturas o a ras del suelo.

Arriba están las aristocracias que pudieron pagar paquetes de más de tres mil pesos en los restaurantes con terraza o suites de hotel que rondaban los cinco mil pesos la noche. En las alturas están los funcionarios públicos que se asoman desde los balcones del Palacio de Gobierno de la Ciudad de México y están a otro nivel las personas que caminan por el pasillo central que divide la plancha del Zócalo y que, entre los asistentes, se especula que son invitados VIP porque no visten como operadores de luz o sonido.

Quienes miran desde arriba solo ven a una española cantando a unos metros del Templo Mayor. Observan la táctica para posicionar a la jefa de Gobierno rumbo a la presidencia. Vislumbran un gasto superfluo, aunque la productora OCESA anunció que Rosalía no cobraría honorarios en agradecimiento a sus fans. Desde allá se mira ajena a la multitud que no ha tenido de otra más que apretarse y hacer fila desde temprano y asolearse para ver a la Rosalía. Quienes miran desde las alturas no son parte de la fiesta.

Cerca del piso lo que se ve es una Rosalía esplendorosa, “bien perra”, como le gritan, capaz de eclipsar la Catedral para recreación de una multitud de personas que irritan al conservadurismo y al patriarcado. Mujeres de todas las edades, desde niñas que no cargan a cuestas un segundo dígito en su edad y por eso van acompañadas por sus madres hasta adolescentes que forman grupos libres de adultos. Mujeres veinteañeras y treintañeras abrazadas a sus novios y sus novias. Hombres que besan a otros hombres. Personas que esquivan las restricciones de lo femenino y lo masculino y construyen una tercera trinchera con su presencia.

Todos, todas, todes llevan un estilo “quinqui”, como los españoles llaman coloquialmente a la forma de vestir de las juventudes que andan en “pasos criminales”, que se traduce en medias de red, playeras que traslucen la piel, gargantillas tornasol con púas, gafas oscuras con forma de corazón, playeras fosforescentes que permiten que el vientre se asome, prendas de seda roja combinadas con camisas de basquetbolista, shorts cortos y cortísimos, mini faldas de vinipiel entalladas, cabellos teñidos de colores estrambóticos, uñas de acrílico gigantescas como garras, tatuajes en brazos y piernas, collares de perlas, cadenas que parecen de oro y plata hasta que el óxido chismea su esencia de vil acero. “Me doy un flow de paca, me veo original. Soy la marca más cara que tú no va' a pode' capea'”, dice la letra de “La combi Versace”.

Rosalía. Fotografía de TheNews2 / REUTERS.

¿Y quiénes son los que tienen la vista más envidiada? A las 10:00 horas la parte de adelante ya estaba ocupada por cientos de personas como Daniel y Yahir, que vienen desde Atotonilco, Hidalgo, un municipio que está a 140 kilómetros de la capital y decidieron plantarse a esperar el concierto desde las 9:00. Ambos tienen veintitrés años y son novios. Daniel tiene una fonda y Yahir trabaja en una fábrica de materiales industriales, pero por su vestimenta, muy a lo Tom of Finland, resulta imposible adivinar su vida cotidiana. Yahir, que es el más fan, me dice tímido que pidió vacaciones para poder estar ahí.

Un poco más alejada del escenario está Esmeralda, de diecinueve años. Cuando la encontré destacaba entre la multitud por sus altísimas botas beige, pupilentes verdes y una larga cabellera rubia que se echa a un lado y otro del cuello para lidiar con el calor que la hace sudar. Decidió venir al concierto como drag porque guarda la esperanza de que Rosalía la suba al escenario a ella y las demás dragas presentes para “levantarle el evento”. Cuando le pregunto lo que más le gusta de Rosalía, Esmeralda responde: “Es muy loba. Me encanta su actitud. Su empoderamiento. Su seguridad”.

En 2021 se publicó en España un libro de ensayos, coordinado por Jorge Carrión, La Rosalía: ensayos sobre el buen querer que arroja luces para entender lo que está ocurriendo esta noche en el Zócalo. Mery Cuesta escribe, en “Chándal, oro y mantilla”, sobre la estética de las juventudes marginales, o extrarradio como ella les dice, presente en la Rosalía y sus fans. Acá el extrarradio que se impone no es el geográfico, sino el de la sexualidad. Emocionadas por Rosalía están juventudes de toda clase social, pero en cuestiones de género quienes tienen más privilegio no están presentes. Salvo los que vienen acompañando a su novia, ¿por qué los hombres heterosexuales no vinieron a verla? Porque un grupo de amigos varones y heterosexuales, al centro del patriarcado, no puede reunirse para bailar entre ellos ni mucho menos darse permiso —aunque el momento sea sublime y envolvente— de cantar a todo pulmón “Enamorá' de tu pistola, roja amapola”, mientras Rosalía toca “Hentai” con ayuda de su voz. “So, so, so, so, so, so good”, canta, y sus manos conducen a un piano de cola hasta el orgasmo. “Mmm, so good”. En fin, de lo que se pierden.

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La crítica en redes sociales vertida sobre Rosalía, a partir su éxito global, está plagada de conceptos que a veces se usan a la ligera, como “apropiación cultural” y “colonialismo”, pero que topan con una pregunta pertinente: ¿Puede Rosalía sentirse latina o es solo una táctica de mercadotecnia?

Este tipo de polémicas no son, sin embargo, nuevas en su carrera. Cuando hizo El Mal querer, un disco fusión de flamenco con otros géneros como el trap, en España se desató una polémica sobre si era ético que una catalana, en un contexto bastante complicado por los movimientos independentistas, sacara provecho del flamenco que es un género musical propio del sur de ese país. “Tengo muy claro de dónde viene el flamenco, que la música nos pertenece a todos y que no tiene que ver con una cuestión racial o territorial. Ante todo, hago las cosas desde el amor y el respeto”, fue una de las declaraciones que dio Rosalía a la prensa de su país. Para los españoles que han teorizado al respecto, como Agustín Fernández Mallo, “una cultura no es un hecho administrativo y, por lo tanto, no pertenece a nadie. Puede ser reutilizada por quien quiera y cuantas veces quiera y un ciudadano puede entrar y salir de su cultura a su antojo”, escribe. En la tesis de Fernández Mallo hay un montón de conjugaciones del verbo “poder” y, en un contexto de revisión de privilegios, ¿realmente cualquier persona puede?

“Creo que no todo puede ser blanco o negro y tampoco hay que idolatrar a las personas —dice Marlon, de veintiún años, que viene desde Tultitlán, Estado de México—. A mí me gusta Rosalía por su música, pero yo como persona, pues no la conozco. Creo que es una persona muy pendeja, pero tiene talento y me agradan sus producciones, pero así que yo diga ‘ay, la defiendo de todo lo que ha dicho’, no. Rosalía tendrá que hacerse responsable de lo que dice y hace”, asegura sobre las polémicas de apropiación.

Mentiría si digo que toda la polémica en torno a este concierto vino de la mano de Rosalía porque una gran parte corrió por cuenta del gobierno de la Ciudad de México que encabeza Claudia Sheinbaum. La postura de la oposición es que el concierto era un acto populista para posicionarla mejor rumbo a las elecciones presidenciales de 2024 y que el dinero destinado a este evento debía ser utilizado para cosas más importantes como el presupuesto del Metro que colapsa cotidianamente; de hecho, ese día a las 10:00 horas, en la estación Hidalgo, el humo de las balatas quemadas del tren colmaba el aire de los andenes, no había luz y caminábamos fuera de ahí asistentes al concierto, trabajadores y hasta feligreses que llevaban, como cada 28 de abril, su estatua de San Judas Tadeo hasta el templo de San Hipólito, en el centro de la ciudad.

“A mí me vale, porque no voto por nadie”, dice Julio, de veintitrés años, que lleva puesto un kimono rosa arriba de una blusa de red del mismo color. Se apena por la respuesta que acaba de dar y voltea a ver a su novio Ángel, llevándose las manos a la boca decoradas con uñas de acrílico y pedrería.

“Yo por Claudia voto independientemente de a quién traiga al Zócalo. Trajo a Grupo Firme, que no me gusta, y no por eso no voy a votar por ella”, dice Áurea, de 41, que viene al concierto junto con su hija Sofía, de trece. La pequeña me pide añadir algo a lo dicho por su madre. “Esto es algo [los conciertos públicos] que no se inventó hace poco y lo que define si la van a votar serán otras cosas”. Y después, cuando hablamos de las redes sociales, agrega: “sí las uso mucho y dependo de ellas, pero también como que soy consciente de lo que es cierto y lo que no. Bueno, tampoco las uso para ver noticias porque no sé, siento que eso lo ve mi mamá”.

En todo esto hay dos fenómenos que se parecen pero no son lo mismo. Una discusión real sobre los límites de la pertenencia cultural y la identidad y una acusación en redes sociales que se manifiesta en rabiosos tweets. El primer fenómeno no se resolverá pronto y habrá que ofrecerle paciencia. El segundo es parte del internet. “El fenómeno Rosalía —escribe Jorge Carrión— no hubiera existido si no se hubiera fusionado con el espíritu de su época. Me refiero al conocimiento de lo viral, que es la energía que recorre la médula ósea de lo contemporáneo”.

La virtualidad en Rosalía no es un mero accidente. Se ve premeditado en las tomas verticales que ocupan las pantallas de este y sus demás performances que buscan ampliar la realidad que cabe en un teléfono celular. Pero no es solo estético su entendimiento, sino que, como si se fuera un chiste local, evoca conversaciones que ocurrieron en el mundo digital y las lleva al plano físico para construir complicidad con el público que sabe perfecto de lo que Rosalía está hablando. De ahí que en cada concierto replique la mueca que hace cuando canta “Bizcochito”, como si mascara chicle con la boca torcida hacia a un lado y que se utiliza como meme o sticker de WhatsApp.

Así se explica que, cuando le aventaron un peluche del Dr. Simi, hizo una pausa en el concierto del Zócalo para hablar de “su colección”. Esto, en relación a la foto que subió a sus redes rodeada de estos juguetes tras sus conciertos en el Auditorio Nacional en 2022. También obedece a este ejercicio el que haya dicho que moría de hambre y agradeciera que le respondieran con miles de recetas del aguachile, cuando las pidió vía Twitter. Es parte de su ambición ser un puente con lo virtual al salir a cantar a cappella “La Llorona”, canción popular mexicana cuya intérprete más famosa en México fue Chavela Vargas, para generar un momento inédito que pudiera ser grabado por los asistentes y generara una compulsión por compartir eso que solo vio quien estuvo ahí.

Rosalía. Fotografía de REUTERS.

Al final lo que Rosalía construye es un mundo fluido que va y viene dentro y fuera de las pantallas y un lenguaje artístico propio que le permitió, por ejemplo, inmortalizar todo el hate recibido después del Mal querer, por no seguir haciendo flamenco. En “Diablo”, de su último disco, Motomami, incorpora como una voz demoniaca las críticas que le vierten sobre si se traicionó como artista en su búsqueda musical.

Rosalía termina de cantar “CUUUUuuuuuute” frente a un Zócalo lleno y hace una pausa para escuchar al público ovacionarla. Da las gracias una y otra vez y extiende las palmas de las manos por lo alto como para poder captar la reverberación de los gritos. Lo último que vemos en la pantalla es a Rosalía saliendo del escenario y caminando a su camerino. Se desprende del auricular y el micrófono y pide una toalla para secarse el cabello y sonarse la nariz, demostrando que aunque la tachen de diosa igual tiene mocos. Se apagan por completo las pantallas y los asistentes exigen que vuelva a salir, se quedan quietos esperando que sus ruegos sean escuchados, pero nada pasa. Suena nuevamente una playlist que revela que esto se ha acabado.  La multitud se distiende y fluye por las calles, entre las decenas de policías que están ahí teóricamente para velar por la seguridad de los asistentes.

Camino hasta Eje Central junto con el torrente de personas. La enorme avenida que cruza la ciudad de norte a sur está cerrada para los vehículos, pero el espacio lo disputan peatones, motocicletas, ciclistas y el trolebús. Parejas de hombres se toman de la mano y caminan erguidos pero apresurados por alcanzar los antros de ambiente de la calle República de Cuba y soltar con alcohol y reguetón toda esa electricidad que se les ha colado al cuerpo. En el Tahúr, una de las cantinas gay más viejas en la ciudad, conviven felices los clientes habituales con los fans de la Rosalía sin que importe la diferencia de edad. La rocola lucha por ganarle al barullo y entre las risotadas se cuela la voz del Buki, Gloria Trevi, Ana Gabriel, hasta las 2:00. Como diría Bad Bunny, “Dime, papi. Dime, mami. ¿Esa noche quién la borra?”.

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Rosalía, Zocalía, Diosalía

Rosalía, Zocalía, Diosalía

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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El 28 de abril la cantante española Rosalía dio un show gratuito y masivo en el Zócalo de la Ciudad de México. El evento se volvió el quinto más concurrido, reuniendo a 160 000 asistentes. Esta es una crónica de aquella noche en que la cantante hizo vibrar al público mexicano, entre un público diverso. Una de las figuras más importantes de la música en español y del movimiento urbano.

“¡Yaaa, por favooor!” es el grito adolorido que lanza un chico de veintipocos años parado detrás de mí y que, cuando se da cuenta de que todos lo hemos volteado a ver, se lleva las manos a la cara en señal de vergüenza. No lo decimos, pero todo el público reunido se siente así. Son las 20:15 horas y no hay señales de la Rosalía en ningún lado. ¿Quién en este país puede enojarse por quince minutos de impuntualidad? Es bien sabido que la Ciudad de México ha perdido su palabra a fuerza de poblarse y en un viernes caluroso de abril, de quincena, de puente —y hasta de venta nocturna en tiendas departamentales—, toda promesa de llegar a tiempo sabemos que va a romperse.

En la plancha del Zócalo suena una playlist y el público canta y baila lo mismo Selena y Los Ángeles Azules que hits más modernos, como los de Peso Pluma. Todo con tal de hacer llevadera la espera de varias horas y, para los pocos que lograron llegar hasta adelante, incluso de días. Somos una multitud a la que la noche le ha borrado el rostro. Una masa que dimensionará la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México bajo la escandalosa cifra de 160 000 asistentes.

De pronto miles de voces retumban en los edificios que rodean al Zócalo. Las pantallas que eran blancas y tenían unos rayones negros con las palabras “motomami” y “Rosalía”, se han borrado por completo. Ahora proyectan estática, ese ruido propio de las teles antiguas que asemejaba un hormiguero en éxtasis, ahora una selfie de emociones que se sublevan en la plaza más emblemática de México cuando se escuchan los acordes de la base de piano de “Saoko”, la primera canción del álbum Motomami. Los ocho bailarines —los “motopapis”— salen uno a uno al escenario. Parecen criaturas mágicas, vestidas con entalladísimas playeras desmangadas que favorecen su musculatura y unos cascos de motociclista con luces que dibujan el símbolo actual del tour de Rosalía: una M que parece una mariposa.

Los bailarines forman dos filas y Rosalía camina por un pasillo central recién formado. Se contonea de izquierda a derecha y cada sacudida de cadera activa la euforia del público. La cantante lleva también un casco con unas coletas de luz blanca que parecen cuernos de fauno seductor. A la música se le añaden los maquinales ruidos de motocicletas que encienden, arrancan y después derrapan. Como si alguien que deseamos nos tocara con la palma de su mano, se siente la vibración que emana de las decenas de bocinas colocadas en la plaza, en las calles aledañas y en la Alameda Central, para este concierto masivo, gratuito, anunciado a bombo y platillo.

Rosalía devela su rostro y desde las pantallas una poderosa luz nos permite verla con claridad, de superheroína con un bodysuit negro que le cubre completos los brazos y piernas y unas botas escarlatas con un peto que le hace juego. Frente a esta imagen varios asistentes se echan a llorar, se sienten rebasados. Todas las preguntas de etiqueta que la artista hace al público son respondidas a gritos que no se entienden en lo absoluto, excepto una:

Chica, ¿qué dices?
—¡¡Saoooko, papi, Saoooko!!

Rosalía. Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.

“¿Pero quién es esa Rosalía?”, se preguntaba por la tarde una señora ya mayor, evidenciada por sus canas, mientras caminaba rumbo a la estación del metro Pino Suárez porque la de Zócalo había sido cerrada.

Rosalía Vila Tobella cumplió apenas los treinta años. Nació el 25 de septiembre de 1992, bajo el signo de aire Libra que destaca por su grácil curiosidad, en Sant Esteve, un municipio del norte de la provincia de Barcelona, España. Quienes se han ocupado en reconstruir su corta biografía, como Cristian Segura, señalan que se trata de una joven que viene de una familia económicamente resuelta, pero no de fortuna extraordinaria. Pasó por el Taller de Músics y la Escola Superior de Música de Catalunya, donde realizó el álbum El mal querer como su proyecto de titulación. Sus profesores coinciden en que se trataba de una alumna voraz, curiosa, que se anotaba a todo. Esa carrera musical en ciernes perdió toda proporción a partir de la irrupción de El mal querer en 2018 y la cascada de premios que recibió al año siguiente: un Grammy y cinco Grammy Latinos que le sirvieron para llegar a la posición veinticinco, de los cien mejores álbumes de la década, en la revista Billboard. Tres años después de las mieles del éxito, posaría en la entrega los Grammy Latino de 2022 sosteniendo épicamente cuatro preseas en los brazos gracias a su tercer álbum, Motomami.

De su boca salen los versos: “es mala amante la fama, no va a quererte de verdad. Es demasia'o traicionera, y como ella viene, se te va”. Y el aire, su mejor estilista, sopla y despeina su cabello para hacerla lucir aún mejor.  En la pantalla vemos miles de flores brillantes y nocturnas que se abren solo para Rosalía. Son miles de luces de teléfonos celulares que se desviven por tener un pedacito de Rosalía que pueda caber en el bolsillo. Somos testigos de lo que ocurre gracias a una cámara con una lente gran angular, similar a la cámara punto cinco que tienen los celulares de último modelo, popular entre adolescentes por esa apariencia aesthetic con que capturan la realidad: distorsionada, atrapada en un plano parabólico y convexo. En las pantallas vemos un plano que no rompe y sigue a los bailarines y a la propia Rosalía como un insecto que revolotea a ritmo frenético. Un plano que gira pone el mundo de cabeza y nos recuerda que el vértigo es parte del presente.

A las 21:30 horas la española agradece por el concierto y toca una última canción: “CUUUUuuuuuute”. Tambores fúricos acompañados de silbatos denuncian la presencia de una samba, pero demencial, producida por la DJ argentina Tayhana. Y Rosalía canta: “Se creen especial como un año en Miami que nieva, como una autopista sin flecha’, como una utopía sin brecha'”. Su voz suena distorsionada, varios espíritus comparten cuarto al interior de su cuerpo. Los bailarines forman un círculo en el que Rosalía permanece al centro y se mueven posesos, electrificados y erráticos mientras le dan vueltas. Es un aquelarre, una herejía divertidísima al frente de la Catedral Metropolitana que ocurre de cara a un público “diverso” con todo el peso político y moderno de la palabra. “Diosalía”, la llamaron en redes cuando publicó en los primeros días de marzo los veinte mandamientos de lo que implica ser una “motomami”. Lo que empezó como una broma entre fans, fue replicado y magnificado en publicaciones de prensa y de las compañías de streaming. “Keep it cute, manito, keep it cute. Que aquí el mejor artista es Dios”, sigue Rosalía. Pero Rosalía no es una deidad, sino una intermediara. ¿Entre quiénes? Eso depende de si se está mirando desde las alturas o a ras del suelo.

Arriba están las aristocracias que pudieron pagar paquetes de más de tres mil pesos en los restaurantes con terraza o suites de hotel que rondaban los cinco mil pesos la noche. En las alturas están los funcionarios públicos que se asoman desde los balcones del Palacio de Gobierno de la Ciudad de México y están a otro nivel las personas que caminan por el pasillo central que divide la plancha del Zócalo y que, entre los asistentes, se especula que son invitados VIP porque no visten como operadores de luz o sonido.

Quienes miran desde arriba solo ven a una española cantando a unos metros del Templo Mayor. Observan la táctica para posicionar a la jefa de Gobierno rumbo a la presidencia. Vislumbran un gasto superfluo, aunque la productora OCESA anunció que Rosalía no cobraría honorarios en agradecimiento a sus fans. Desde allá se mira ajena a la multitud que no ha tenido de otra más que apretarse y hacer fila desde temprano y asolearse para ver a la Rosalía. Quienes miran desde las alturas no son parte de la fiesta.

Cerca del piso lo que se ve es una Rosalía esplendorosa, “bien perra”, como le gritan, capaz de eclipsar la Catedral para recreación de una multitud de personas que irritan al conservadurismo y al patriarcado. Mujeres de todas las edades, desde niñas que no cargan a cuestas un segundo dígito en su edad y por eso van acompañadas por sus madres hasta adolescentes que forman grupos libres de adultos. Mujeres veinteañeras y treintañeras abrazadas a sus novios y sus novias. Hombres que besan a otros hombres. Personas que esquivan las restricciones de lo femenino y lo masculino y construyen una tercera trinchera con su presencia.

Todos, todas, todes llevan un estilo “quinqui”, como los españoles llaman coloquialmente a la forma de vestir de las juventudes que andan en “pasos criminales”, que se traduce en medias de red, playeras que traslucen la piel, gargantillas tornasol con púas, gafas oscuras con forma de corazón, playeras fosforescentes que permiten que el vientre se asome, prendas de seda roja combinadas con camisas de basquetbolista, shorts cortos y cortísimos, mini faldas de vinipiel entalladas, cabellos teñidos de colores estrambóticos, uñas de acrílico gigantescas como garras, tatuajes en brazos y piernas, collares de perlas, cadenas que parecen de oro y plata hasta que el óxido chismea su esencia de vil acero. “Me doy un flow de paca, me veo original. Soy la marca más cara que tú no va' a pode' capea'”, dice la letra de “La combi Versace”.

Rosalía. Fotografía de TheNews2 / REUTERS.

¿Y quiénes son los que tienen la vista más envidiada? A las 10:00 horas la parte de adelante ya estaba ocupada por cientos de personas como Daniel y Yahir, que vienen desde Atotonilco, Hidalgo, un municipio que está a 140 kilómetros de la capital y decidieron plantarse a esperar el concierto desde las 9:00. Ambos tienen veintitrés años y son novios. Daniel tiene una fonda y Yahir trabaja en una fábrica de materiales industriales, pero por su vestimenta, muy a lo Tom of Finland, resulta imposible adivinar su vida cotidiana. Yahir, que es el más fan, me dice tímido que pidió vacaciones para poder estar ahí.

Un poco más alejada del escenario está Esmeralda, de diecinueve años. Cuando la encontré destacaba entre la multitud por sus altísimas botas beige, pupilentes verdes y una larga cabellera rubia que se echa a un lado y otro del cuello para lidiar con el calor que la hace sudar. Decidió venir al concierto como drag porque guarda la esperanza de que Rosalía la suba al escenario a ella y las demás dragas presentes para “levantarle el evento”. Cuando le pregunto lo que más le gusta de Rosalía, Esmeralda responde: “Es muy loba. Me encanta su actitud. Su empoderamiento. Su seguridad”.

En 2021 se publicó en España un libro de ensayos, coordinado por Jorge Carrión, La Rosalía: ensayos sobre el buen querer que arroja luces para entender lo que está ocurriendo esta noche en el Zócalo. Mery Cuesta escribe, en “Chándal, oro y mantilla”, sobre la estética de las juventudes marginales, o extrarradio como ella les dice, presente en la Rosalía y sus fans. Acá el extrarradio que se impone no es el geográfico, sino el de la sexualidad. Emocionadas por Rosalía están juventudes de toda clase social, pero en cuestiones de género quienes tienen más privilegio no están presentes. Salvo los que vienen acompañando a su novia, ¿por qué los hombres heterosexuales no vinieron a verla? Porque un grupo de amigos varones y heterosexuales, al centro del patriarcado, no puede reunirse para bailar entre ellos ni mucho menos darse permiso —aunque el momento sea sublime y envolvente— de cantar a todo pulmón “Enamorá' de tu pistola, roja amapola”, mientras Rosalía toca “Hentai” con ayuda de su voz. “So, so, so, so, so, so good”, canta, y sus manos conducen a un piano de cola hasta el orgasmo. “Mmm, so good”. En fin, de lo que se pierden.

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La crítica en redes sociales vertida sobre Rosalía, a partir su éxito global, está plagada de conceptos que a veces se usan a la ligera, como “apropiación cultural” y “colonialismo”, pero que topan con una pregunta pertinente: ¿Puede Rosalía sentirse latina o es solo una táctica de mercadotecnia?

Este tipo de polémicas no son, sin embargo, nuevas en su carrera. Cuando hizo El Mal querer, un disco fusión de flamenco con otros géneros como el trap, en España se desató una polémica sobre si era ético que una catalana, en un contexto bastante complicado por los movimientos independentistas, sacara provecho del flamenco que es un género musical propio del sur de ese país. “Tengo muy claro de dónde viene el flamenco, que la música nos pertenece a todos y que no tiene que ver con una cuestión racial o territorial. Ante todo, hago las cosas desde el amor y el respeto”, fue una de las declaraciones que dio Rosalía a la prensa de su país. Para los españoles que han teorizado al respecto, como Agustín Fernández Mallo, “una cultura no es un hecho administrativo y, por lo tanto, no pertenece a nadie. Puede ser reutilizada por quien quiera y cuantas veces quiera y un ciudadano puede entrar y salir de su cultura a su antojo”, escribe. En la tesis de Fernández Mallo hay un montón de conjugaciones del verbo “poder” y, en un contexto de revisión de privilegios, ¿realmente cualquier persona puede?

“Creo que no todo puede ser blanco o negro y tampoco hay que idolatrar a las personas —dice Marlon, de veintiún años, que viene desde Tultitlán, Estado de México—. A mí me gusta Rosalía por su música, pero yo como persona, pues no la conozco. Creo que es una persona muy pendeja, pero tiene talento y me agradan sus producciones, pero así que yo diga ‘ay, la defiendo de todo lo que ha dicho’, no. Rosalía tendrá que hacerse responsable de lo que dice y hace”, asegura sobre las polémicas de apropiación.

Mentiría si digo que toda la polémica en torno a este concierto vino de la mano de Rosalía porque una gran parte corrió por cuenta del gobierno de la Ciudad de México que encabeza Claudia Sheinbaum. La postura de la oposición es que el concierto era un acto populista para posicionarla mejor rumbo a las elecciones presidenciales de 2024 y que el dinero destinado a este evento debía ser utilizado para cosas más importantes como el presupuesto del Metro que colapsa cotidianamente; de hecho, ese día a las 10:00 horas, en la estación Hidalgo, el humo de las balatas quemadas del tren colmaba el aire de los andenes, no había luz y caminábamos fuera de ahí asistentes al concierto, trabajadores y hasta feligreses que llevaban, como cada 28 de abril, su estatua de San Judas Tadeo hasta el templo de San Hipólito, en el centro de la ciudad.

“A mí me vale, porque no voto por nadie”, dice Julio, de veintitrés años, que lleva puesto un kimono rosa arriba de una blusa de red del mismo color. Se apena por la respuesta que acaba de dar y voltea a ver a su novio Ángel, llevándose las manos a la boca decoradas con uñas de acrílico y pedrería.

“Yo por Claudia voto independientemente de a quién traiga al Zócalo. Trajo a Grupo Firme, que no me gusta, y no por eso no voy a votar por ella”, dice Áurea, de 41, que viene al concierto junto con su hija Sofía, de trece. La pequeña me pide añadir algo a lo dicho por su madre. “Esto es algo [los conciertos públicos] que no se inventó hace poco y lo que define si la van a votar serán otras cosas”. Y después, cuando hablamos de las redes sociales, agrega: “sí las uso mucho y dependo de ellas, pero también como que soy consciente de lo que es cierto y lo que no. Bueno, tampoco las uso para ver noticias porque no sé, siento que eso lo ve mi mamá”.

En todo esto hay dos fenómenos que se parecen pero no son lo mismo. Una discusión real sobre los límites de la pertenencia cultural y la identidad y una acusación en redes sociales que se manifiesta en rabiosos tweets. El primer fenómeno no se resolverá pronto y habrá que ofrecerle paciencia. El segundo es parte del internet. “El fenómeno Rosalía —escribe Jorge Carrión— no hubiera existido si no se hubiera fusionado con el espíritu de su época. Me refiero al conocimiento de lo viral, que es la energía que recorre la médula ósea de lo contemporáneo”.

La virtualidad en Rosalía no es un mero accidente. Se ve premeditado en las tomas verticales que ocupan las pantallas de este y sus demás performances que buscan ampliar la realidad que cabe en un teléfono celular. Pero no es solo estético su entendimiento, sino que, como si se fuera un chiste local, evoca conversaciones que ocurrieron en el mundo digital y las lleva al plano físico para construir complicidad con el público que sabe perfecto de lo que Rosalía está hablando. De ahí que en cada concierto replique la mueca que hace cuando canta “Bizcochito”, como si mascara chicle con la boca torcida hacia a un lado y que se utiliza como meme o sticker de WhatsApp.

Así se explica que, cuando le aventaron un peluche del Dr. Simi, hizo una pausa en el concierto del Zócalo para hablar de “su colección”. Esto, en relación a la foto que subió a sus redes rodeada de estos juguetes tras sus conciertos en el Auditorio Nacional en 2022. También obedece a este ejercicio el que haya dicho que moría de hambre y agradeciera que le respondieran con miles de recetas del aguachile, cuando las pidió vía Twitter. Es parte de su ambición ser un puente con lo virtual al salir a cantar a cappella “La Llorona”, canción popular mexicana cuya intérprete más famosa en México fue Chavela Vargas, para generar un momento inédito que pudiera ser grabado por los asistentes y generara una compulsión por compartir eso que solo vio quien estuvo ahí.

Rosalía. Fotografía de REUTERS.

Al final lo que Rosalía construye es un mundo fluido que va y viene dentro y fuera de las pantallas y un lenguaje artístico propio que le permitió, por ejemplo, inmortalizar todo el hate recibido después del Mal querer, por no seguir haciendo flamenco. En “Diablo”, de su último disco, Motomami, incorpora como una voz demoniaca las críticas que le vierten sobre si se traicionó como artista en su búsqueda musical.

Rosalía termina de cantar “CUUUUuuuuuute” frente a un Zócalo lleno y hace una pausa para escuchar al público ovacionarla. Da las gracias una y otra vez y extiende las palmas de las manos por lo alto como para poder captar la reverberación de los gritos. Lo último que vemos en la pantalla es a Rosalía saliendo del escenario y caminando a su camerino. Se desprende del auricular y el micrófono y pide una toalla para secarse el cabello y sonarse la nariz, demostrando que aunque la tachen de diosa igual tiene mocos. Se apagan por completo las pantallas y los asistentes exigen que vuelva a salir, se quedan quietos esperando que sus ruegos sean escuchados, pero nada pasa. Suena nuevamente una playlist que revela que esto se ha acabado.  La multitud se distiende y fluye por las calles, entre las decenas de policías que están ahí teóricamente para velar por la seguridad de los asistentes.

Camino hasta Eje Central junto con el torrente de personas. La enorme avenida que cruza la ciudad de norte a sur está cerrada para los vehículos, pero el espacio lo disputan peatones, motocicletas, ciclistas y el trolebús. Parejas de hombres se toman de la mano y caminan erguidos pero apresurados por alcanzar los antros de ambiente de la calle República de Cuba y soltar con alcohol y reguetón toda esa electricidad que se les ha colado al cuerpo. En el Tahúr, una de las cantinas gay más viejas en la ciudad, conviven felices los clientes habituales con los fans de la Rosalía sin que importe la diferencia de edad. La rocola lucha por ganarle al barullo y entre las risotadas se cuela la voz del Buki, Gloria Trevi, Ana Gabriel, hasta las 2:00. Como diría Bad Bunny, “Dime, papi. Dime, mami. ¿Esa noche quién la borra?”.

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Rosalía, Zocalía, Diosalía

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Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.
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Tiempo de Lectura: 00 min

El 28 de abril la cantante española Rosalía dio un show gratuito y masivo en el Zócalo de la Ciudad de México. El evento se volvió el quinto más concurrido, reuniendo a 160 000 asistentes. Esta es una crónica de aquella noche en que la cantante hizo vibrar al público mexicano, entre un público diverso. Una de las figuras más importantes de la música en español y del movimiento urbano.

“¡Yaaa, por favooor!” es el grito adolorido que lanza un chico de veintipocos años parado detrás de mí y que, cuando se da cuenta de que todos lo hemos volteado a ver, se lleva las manos a la cara en señal de vergüenza. No lo decimos, pero todo el público reunido se siente así. Son las 20:15 horas y no hay señales de la Rosalía en ningún lado. ¿Quién en este país puede enojarse por quince minutos de impuntualidad? Es bien sabido que la Ciudad de México ha perdido su palabra a fuerza de poblarse y en un viernes caluroso de abril, de quincena, de puente —y hasta de venta nocturna en tiendas departamentales—, toda promesa de llegar a tiempo sabemos que va a romperse.

En la plancha del Zócalo suena una playlist y el público canta y baila lo mismo Selena y Los Ángeles Azules que hits más modernos, como los de Peso Pluma. Todo con tal de hacer llevadera la espera de varias horas y, para los pocos que lograron llegar hasta adelante, incluso de días. Somos una multitud a la que la noche le ha borrado el rostro. Una masa que dimensionará la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México bajo la escandalosa cifra de 160 000 asistentes.

De pronto miles de voces retumban en los edificios que rodean al Zócalo. Las pantallas que eran blancas y tenían unos rayones negros con las palabras “motomami” y “Rosalía”, se han borrado por completo. Ahora proyectan estática, ese ruido propio de las teles antiguas que asemejaba un hormiguero en éxtasis, ahora una selfie de emociones que se sublevan en la plaza más emblemática de México cuando se escuchan los acordes de la base de piano de “Saoko”, la primera canción del álbum Motomami. Los ocho bailarines —los “motopapis”— salen uno a uno al escenario. Parecen criaturas mágicas, vestidas con entalladísimas playeras desmangadas que favorecen su musculatura y unos cascos de motociclista con luces que dibujan el símbolo actual del tour de Rosalía: una M que parece una mariposa.

Los bailarines forman dos filas y Rosalía camina por un pasillo central recién formado. Se contonea de izquierda a derecha y cada sacudida de cadera activa la euforia del público. La cantante lleva también un casco con unas coletas de luz blanca que parecen cuernos de fauno seductor. A la música se le añaden los maquinales ruidos de motocicletas que encienden, arrancan y después derrapan. Como si alguien que deseamos nos tocara con la palma de su mano, se siente la vibración que emana de las decenas de bocinas colocadas en la plaza, en las calles aledañas y en la Alameda Central, para este concierto masivo, gratuito, anunciado a bombo y platillo.

Rosalía devela su rostro y desde las pantallas una poderosa luz nos permite verla con claridad, de superheroína con un bodysuit negro que le cubre completos los brazos y piernas y unas botas escarlatas con un peto que le hace juego. Frente a esta imagen varios asistentes se echan a llorar, se sienten rebasados. Todas las preguntas de etiqueta que la artista hace al público son respondidas a gritos que no se entienden en lo absoluto, excepto una:

Chica, ¿qué dices?
—¡¡Saoooko, papi, Saoooko!!

Rosalía. Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.

“¿Pero quién es esa Rosalía?”, se preguntaba por la tarde una señora ya mayor, evidenciada por sus canas, mientras caminaba rumbo a la estación del metro Pino Suárez porque la de Zócalo había sido cerrada.

Rosalía Vila Tobella cumplió apenas los treinta años. Nació el 25 de septiembre de 1992, bajo el signo de aire Libra que destaca por su grácil curiosidad, en Sant Esteve, un municipio del norte de la provincia de Barcelona, España. Quienes se han ocupado en reconstruir su corta biografía, como Cristian Segura, señalan que se trata de una joven que viene de una familia económicamente resuelta, pero no de fortuna extraordinaria. Pasó por el Taller de Músics y la Escola Superior de Música de Catalunya, donde realizó el álbum El mal querer como su proyecto de titulación. Sus profesores coinciden en que se trataba de una alumna voraz, curiosa, que se anotaba a todo. Esa carrera musical en ciernes perdió toda proporción a partir de la irrupción de El mal querer en 2018 y la cascada de premios que recibió al año siguiente: un Grammy y cinco Grammy Latinos que le sirvieron para llegar a la posición veinticinco, de los cien mejores álbumes de la década, en la revista Billboard. Tres años después de las mieles del éxito, posaría en la entrega los Grammy Latino de 2022 sosteniendo épicamente cuatro preseas en los brazos gracias a su tercer álbum, Motomami.

De su boca salen los versos: “es mala amante la fama, no va a quererte de verdad. Es demasia'o traicionera, y como ella viene, se te va”. Y el aire, su mejor estilista, sopla y despeina su cabello para hacerla lucir aún mejor.  En la pantalla vemos miles de flores brillantes y nocturnas que se abren solo para Rosalía. Son miles de luces de teléfonos celulares que se desviven por tener un pedacito de Rosalía que pueda caber en el bolsillo. Somos testigos de lo que ocurre gracias a una cámara con una lente gran angular, similar a la cámara punto cinco que tienen los celulares de último modelo, popular entre adolescentes por esa apariencia aesthetic con que capturan la realidad: distorsionada, atrapada en un plano parabólico y convexo. En las pantallas vemos un plano que no rompe y sigue a los bailarines y a la propia Rosalía como un insecto que revolotea a ritmo frenético. Un plano que gira pone el mundo de cabeza y nos recuerda que el vértigo es parte del presente.

A las 21:30 horas la española agradece por el concierto y toca una última canción: “CUUUUuuuuuute”. Tambores fúricos acompañados de silbatos denuncian la presencia de una samba, pero demencial, producida por la DJ argentina Tayhana. Y Rosalía canta: “Se creen especial como un año en Miami que nieva, como una autopista sin flecha’, como una utopía sin brecha'”. Su voz suena distorsionada, varios espíritus comparten cuarto al interior de su cuerpo. Los bailarines forman un círculo en el que Rosalía permanece al centro y se mueven posesos, electrificados y erráticos mientras le dan vueltas. Es un aquelarre, una herejía divertidísima al frente de la Catedral Metropolitana que ocurre de cara a un público “diverso” con todo el peso político y moderno de la palabra. “Diosalía”, la llamaron en redes cuando publicó en los primeros días de marzo los veinte mandamientos de lo que implica ser una “motomami”. Lo que empezó como una broma entre fans, fue replicado y magnificado en publicaciones de prensa y de las compañías de streaming. “Keep it cute, manito, keep it cute. Que aquí el mejor artista es Dios”, sigue Rosalía. Pero Rosalía no es una deidad, sino una intermediara. ¿Entre quiénes? Eso depende de si se está mirando desde las alturas o a ras del suelo.

Arriba están las aristocracias que pudieron pagar paquetes de más de tres mil pesos en los restaurantes con terraza o suites de hotel que rondaban los cinco mil pesos la noche. En las alturas están los funcionarios públicos que se asoman desde los balcones del Palacio de Gobierno de la Ciudad de México y están a otro nivel las personas que caminan por el pasillo central que divide la plancha del Zócalo y que, entre los asistentes, se especula que son invitados VIP porque no visten como operadores de luz o sonido.

Quienes miran desde arriba solo ven a una española cantando a unos metros del Templo Mayor. Observan la táctica para posicionar a la jefa de Gobierno rumbo a la presidencia. Vislumbran un gasto superfluo, aunque la productora OCESA anunció que Rosalía no cobraría honorarios en agradecimiento a sus fans. Desde allá se mira ajena a la multitud que no ha tenido de otra más que apretarse y hacer fila desde temprano y asolearse para ver a la Rosalía. Quienes miran desde las alturas no son parte de la fiesta.

Cerca del piso lo que se ve es una Rosalía esplendorosa, “bien perra”, como le gritan, capaz de eclipsar la Catedral para recreación de una multitud de personas que irritan al conservadurismo y al patriarcado. Mujeres de todas las edades, desde niñas que no cargan a cuestas un segundo dígito en su edad y por eso van acompañadas por sus madres hasta adolescentes que forman grupos libres de adultos. Mujeres veinteañeras y treintañeras abrazadas a sus novios y sus novias. Hombres que besan a otros hombres. Personas que esquivan las restricciones de lo femenino y lo masculino y construyen una tercera trinchera con su presencia.

Todos, todas, todes llevan un estilo “quinqui”, como los españoles llaman coloquialmente a la forma de vestir de las juventudes que andan en “pasos criminales”, que se traduce en medias de red, playeras que traslucen la piel, gargantillas tornasol con púas, gafas oscuras con forma de corazón, playeras fosforescentes que permiten que el vientre se asome, prendas de seda roja combinadas con camisas de basquetbolista, shorts cortos y cortísimos, mini faldas de vinipiel entalladas, cabellos teñidos de colores estrambóticos, uñas de acrílico gigantescas como garras, tatuajes en brazos y piernas, collares de perlas, cadenas que parecen de oro y plata hasta que el óxido chismea su esencia de vil acero. “Me doy un flow de paca, me veo original. Soy la marca más cara que tú no va' a pode' capea'”, dice la letra de “La combi Versace”.

Rosalía. Fotografía de TheNews2 / REUTERS.

¿Y quiénes son los que tienen la vista más envidiada? A las 10:00 horas la parte de adelante ya estaba ocupada por cientos de personas como Daniel y Yahir, que vienen desde Atotonilco, Hidalgo, un municipio que está a 140 kilómetros de la capital y decidieron plantarse a esperar el concierto desde las 9:00. Ambos tienen veintitrés años y son novios. Daniel tiene una fonda y Yahir trabaja en una fábrica de materiales industriales, pero por su vestimenta, muy a lo Tom of Finland, resulta imposible adivinar su vida cotidiana. Yahir, que es el más fan, me dice tímido que pidió vacaciones para poder estar ahí.

Un poco más alejada del escenario está Esmeralda, de diecinueve años. Cuando la encontré destacaba entre la multitud por sus altísimas botas beige, pupilentes verdes y una larga cabellera rubia que se echa a un lado y otro del cuello para lidiar con el calor que la hace sudar. Decidió venir al concierto como drag porque guarda la esperanza de que Rosalía la suba al escenario a ella y las demás dragas presentes para “levantarle el evento”. Cuando le pregunto lo que más le gusta de Rosalía, Esmeralda responde: “Es muy loba. Me encanta su actitud. Su empoderamiento. Su seguridad”.

En 2021 se publicó en España un libro de ensayos, coordinado por Jorge Carrión, La Rosalía: ensayos sobre el buen querer que arroja luces para entender lo que está ocurriendo esta noche en el Zócalo. Mery Cuesta escribe, en “Chándal, oro y mantilla”, sobre la estética de las juventudes marginales, o extrarradio como ella les dice, presente en la Rosalía y sus fans. Acá el extrarradio que se impone no es el geográfico, sino el de la sexualidad. Emocionadas por Rosalía están juventudes de toda clase social, pero en cuestiones de género quienes tienen más privilegio no están presentes. Salvo los que vienen acompañando a su novia, ¿por qué los hombres heterosexuales no vinieron a verla? Porque un grupo de amigos varones y heterosexuales, al centro del patriarcado, no puede reunirse para bailar entre ellos ni mucho menos darse permiso —aunque el momento sea sublime y envolvente— de cantar a todo pulmón “Enamorá' de tu pistola, roja amapola”, mientras Rosalía toca “Hentai” con ayuda de su voz. “So, so, so, so, so, so good”, canta, y sus manos conducen a un piano de cola hasta el orgasmo. “Mmm, so good”. En fin, de lo que se pierden.

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La crítica en redes sociales vertida sobre Rosalía, a partir su éxito global, está plagada de conceptos que a veces se usan a la ligera, como “apropiación cultural” y “colonialismo”, pero que topan con una pregunta pertinente: ¿Puede Rosalía sentirse latina o es solo una táctica de mercadotecnia?

Este tipo de polémicas no son, sin embargo, nuevas en su carrera. Cuando hizo El Mal querer, un disco fusión de flamenco con otros géneros como el trap, en España se desató una polémica sobre si era ético que una catalana, en un contexto bastante complicado por los movimientos independentistas, sacara provecho del flamenco que es un género musical propio del sur de ese país. “Tengo muy claro de dónde viene el flamenco, que la música nos pertenece a todos y que no tiene que ver con una cuestión racial o territorial. Ante todo, hago las cosas desde el amor y el respeto”, fue una de las declaraciones que dio Rosalía a la prensa de su país. Para los españoles que han teorizado al respecto, como Agustín Fernández Mallo, “una cultura no es un hecho administrativo y, por lo tanto, no pertenece a nadie. Puede ser reutilizada por quien quiera y cuantas veces quiera y un ciudadano puede entrar y salir de su cultura a su antojo”, escribe. En la tesis de Fernández Mallo hay un montón de conjugaciones del verbo “poder” y, en un contexto de revisión de privilegios, ¿realmente cualquier persona puede?

“Creo que no todo puede ser blanco o negro y tampoco hay que idolatrar a las personas —dice Marlon, de veintiún años, que viene desde Tultitlán, Estado de México—. A mí me gusta Rosalía por su música, pero yo como persona, pues no la conozco. Creo que es una persona muy pendeja, pero tiene talento y me agradan sus producciones, pero así que yo diga ‘ay, la defiendo de todo lo que ha dicho’, no. Rosalía tendrá que hacerse responsable de lo que dice y hace”, asegura sobre las polémicas de apropiación.

Mentiría si digo que toda la polémica en torno a este concierto vino de la mano de Rosalía porque una gran parte corrió por cuenta del gobierno de la Ciudad de México que encabeza Claudia Sheinbaum. La postura de la oposición es que el concierto era un acto populista para posicionarla mejor rumbo a las elecciones presidenciales de 2024 y que el dinero destinado a este evento debía ser utilizado para cosas más importantes como el presupuesto del Metro que colapsa cotidianamente; de hecho, ese día a las 10:00 horas, en la estación Hidalgo, el humo de las balatas quemadas del tren colmaba el aire de los andenes, no había luz y caminábamos fuera de ahí asistentes al concierto, trabajadores y hasta feligreses que llevaban, como cada 28 de abril, su estatua de San Judas Tadeo hasta el templo de San Hipólito, en el centro de la ciudad.

“A mí me vale, porque no voto por nadie”, dice Julio, de veintitrés años, que lleva puesto un kimono rosa arriba de una blusa de red del mismo color. Se apena por la respuesta que acaba de dar y voltea a ver a su novio Ángel, llevándose las manos a la boca decoradas con uñas de acrílico y pedrería.

“Yo por Claudia voto independientemente de a quién traiga al Zócalo. Trajo a Grupo Firme, que no me gusta, y no por eso no voy a votar por ella”, dice Áurea, de 41, que viene al concierto junto con su hija Sofía, de trece. La pequeña me pide añadir algo a lo dicho por su madre. “Esto es algo [los conciertos públicos] que no se inventó hace poco y lo que define si la van a votar serán otras cosas”. Y después, cuando hablamos de las redes sociales, agrega: “sí las uso mucho y dependo de ellas, pero también como que soy consciente de lo que es cierto y lo que no. Bueno, tampoco las uso para ver noticias porque no sé, siento que eso lo ve mi mamá”.

En todo esto hay dos fenómenos que se parecen pero no son lo mismo. Una discusión real sobre los límites de la pertenencia cultural y la identidad y una acusación en redes sociales que se manifiesta en rabiosos tweets. El primer fenómeno no se resolverá pronto y habrá que ofrecerle paciencia. El segundo es parte del internet. “El fenómeno Rosalía —escribe Jorge Carrión— no hubiera existido si no se hubiera fusionado con el espíritu de su época. Me refiero al conocimiento de lo viral, que es la energía que recorre la médula ósea de lo contemporáneo”.

La virtualidad en Rosalía no es un mero accidente. Se ve premeditado en las tomas verticales que ocupan las pantallas de este y sus demás performances que buscan ampliar la realidad que cabe en un teléfono celular. Pero no es solo estético su entendimiento, sino que, como si se fuera un chiste local, evoca conversaciones que ocurrieron en el mundo digital y las lleva al plano físico para construir complicidad con el público que sabe perfecto de lo que Rosalía está hablando. De ahí que en cada concierto replique la mueca que hace cuando canta “Bizcochito”, como si mascara chicle con la boca torcida hacia a un lado y que se utiliza como meme o sticker de WhatsApp.

Así se explica que, cuando le aventaron un peluche del Dr. Simi, hizo una pausa en el concierto del Zócalo para hablar de “su colección”. Esto, en relación a la foto que subió a sus redes rodeada de estos juguetes tras sus conciertos en el Auditorio Nacional en 2022. También obedece a este ejercicio el que haya dicho que moría de hambre y agradeciera que le respondieran con miles de recetas del aguachile, cuando las pidió vía Twitter. Es parte de su ambición ser un puente con lo virtual al salir a cantar a cappella “La Llorona”, canción popular mexicana cuya intérprete más famosa en México fue Chavela Vargas, para generar un momento inédito que pudiera ser grabado por los asistentes y generara una compulsión por compartir eso que solo vio quien estuvo ahí.

Rosalía. Fotografía de REUTERS.

Al final lo que Rosalía construye es un mundo fluido que va y viene dentro y fuera de las pantallas y un lenguaje artístico propio que le permitió, por ejemplo, inmortalizar todo el hate recibido después del Mal querer, por no seguir haciendo flamenco. En “Diablo”, de su último disco, Motomami, incorpora como una voz demoniaca las críticas que le vierten sobre si se traicionó como artista en su búsqueda musical.

Rosalía termina de cantar “CUUUUuuuuuute” frente a un Zócalo lleno y hace una pausa para escuchar al público ovacionarla. Da las gracias una y otra vez y extiende las palmas de las manos por lo alto como para poder captar la reverberación de los gritos. Lo último que vemos en la pantalla es a Rosalía saliendo del escenario y caminando a su camerino. Se desprende del auricular y el micrófono y pide una toalla para secarse el cabello y sonarse la nariz, demostrando que aunque la tachen de diosa igual tiene mocos. Se apagan por completo las pantallas y los asistentes exigen que vuelva a salir, se quedan quietos esperando que sus ruegos sean escuchados, pero nada pasa. Suena nuevamente una playlist que revela que esto se ha acabado.  La multitud se distiende y fluye por las calles, entre las decenas de policías que están ahí teóricamente para velar por la seguridad de los asistentes.

Camino hasta Eje Central junto con el torrente de personas. La enorme avenida que cruza la ciudad de norte a sur está cerrada para los vehículos, pero el espacio lo disputan peatones, motocicletas, ciclistas y el trolebús. Parejas de hombres se toman de la mano y caminan erguidos pero apresurados por alcanzar los antros de ambiente de la calle República de Cuba y soltar con alcohol y reguetón toda esa electricidad que se les ha colado al cuerpo. En el Tahúr, una de las cantinas gay más viejas en la ciudad, conviven felices los clientes habituales con los fans de la Rosalía sin que importe la diferencia de edad. La rocola lucha por ganarle al barullo y entre las risotadas se cuela la voz del Buki, Gloria Trevi, Ana Gabriel, hasta las 2:00. Como diría Bad Bunny, “Dime, papi. Dime, mami. ¿Esa noche quién la borra?”.

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Rosalía, Zocalía, Diosalía

Rosalía, Zocalía, Diosalía

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23
2023
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El 28 de abril la cantante española Rosalía dio un show gratuito y masivo en el Zócalo de la Ciudad de México. El evento se volvió el quinto más concurrido, reuniendo a 160 000 asistentes. Esta es una crónica de aquella noche en que la cantante hizo vibrar al público mexicano, entre un público diverso. Una de las figuras más importantes de la música en español y del movimiento urbano.

“¡Yaaa, por favooor!” es el grito adolorido que lanza un chico de veintipocos años parado detrás de mí y que, cuando se da cuenta de que todos lo hemos volteado a ver, se lleva las manos a la cara en señal de vergüenza. No lo decimos, pero todo el público reunido se siente así. Son las 20:15 horas y no hay señales de la Rosalía en ningún lado. ¿Quién en este país puede enojarse por quince minutos de impuntualidad? Es bien sabido que la Ciudad de México ha perdido su palabra a fuerza de poblarse y en un viernes caluroso de abril, de quincena, de puente —y hasta de venta nocturna en tiendas departamentales—, toda promesa de llegar a tiempo sabemos que va a romperse.

En la plancha del Zócalo suena una playlist y el público canta y baila lo mismo Selena y Los Ángeles Azules que hits más modernos, como los de Peso Pluma. Todo con tal de hacer llevadera la espera de varias horas y, para los pocos que lograron llegar hasta adelante, incluso de días. Somos una multitud a la que la noche le ha borrado el rostro. Una masa que dimensionará la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México bajo la escandalosa cifra de 160 000 asistentes.

De pronto miles de voces retumban en los edificios que rodean al Zócalo. Las pantallas que eran blancas y tenían unos rayones negros con las palabras “motomami” y “Rosalía”, se han borrado por completo. Ahora proyectan estática, ese ruido propio de las teles antiguas que asemejaba un hormiguero en éxtasis, ahora una selfie de emociones que se sublevan en la plaza más emblemática de México cuando se escuchan los acordes de la base de piano de “Saoko”, la primera canción del álbum Motomami. Los ocho bailarines —los “motopapis”— salen uno a uno al escenario. Parecen criaturas mágicas, vestidas con entalladísimas playeras desmangadas que favorecen su musculatura y unos cascos de motociclista con luces que dibujan el símbolo actual del tour de Rosalía: una M que parece una mariposa.

Los bailarines forman dos filas y Rosalía camina por un pasillo central recién formado. Se contonea de izquierda a derecha y cada sacudida de cadera activa la euforia del público. La cantante lleva también un casco con unas coletas de luz blanca que parecen cuernos de fauno seductor. A la música se le añaden los maquinales ruidos de motocicletas que encienden, arrancan y después derrapan. Como si alguien que deseamos nos tocara con la palma de su mano, se siente la vibración que emana de las decenas de bocinas colocadas en la plaza, en las calles aledañas y en la Alameda Central, para este concierto masivo, gratuito, anunciado a bombo y platillo.

Rosalía devela su rostro y desde las pantallas una poderosa luz nos permite verla con claridad, de superheroína con un bodysuit negro que le cubre completos los brazos y piernas y unas botas escarlatas con un peto que le hace juego. Frente a esta imagen varios asistentes se echan a llorar, se sienten rebasados. Todas las preguntas de etiqueta que la artista hace al público son respondidas a gritos que no se entienden en lo absoluto, excepto una:

Chica, ¿qué dices?
—¡¡Saoooko, papi, Saoooko!!

Rosalía. Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.

“¿Pero quién es esa Rosalía?”, se preguntaba por la tarde una señora ya mayor, evidenciada por sus canas, mientras caminaba rumbo a la estación del metro Pino Suárez porque la de Zócalo había sido cerrada.

Rosalía Vila Tobella cumplió apenas los treinta años. Nació el 25 de septiembre de 1992, bajo el signo de aire Libra que destaca por su grácil curiosidad, en Sant Esteve, un municipio del norte de la provincia de Barcelona, España. Quienes se han ocupado en reconstruir su corta biografía, como Cristian Segura, señalan que se trata de una joven que viene de una familia económicamente resuelta, pero no de fortuna extraordinaria. Pasó por el Taller de Músics y la Escola Superior de Música de Catalunya, donde realizó el álbum El mal querer como su proyecto de titulación. Sus profesores coinciden en que se trataba de una alumna voraz, curiosa, que se anotaba a todo. Esa carrera musical en ciernes perdió toda proporción a partir de la irrupción de El mal querer en 2018 y la cascada de premios que recibió al año siguiente: un Grammy y cinco Grammy Latinos que le sirvieron para llegar a la posición veinticinco, de los cien mejores álbumes de la década, en la revista Billboard. Tres años después de las mieles del éxito, posaría en la entrega los Grammy Latino de 2022 sosteniendo épicamente cuatro preseas en los brazos gracias a su tercer álbum, Motomami.

De su boca salen los versos: “es mala amante la fama, no va a quererte de verdad. Es demasia'o traicionera, y como ella viene, se te va”. Y el aire, su mejor estilista, sopla y despeina su cabello para hacerla lucir aún mejor.  En la pantalla vemos miles de flores brillantes y nocturnas que se abren solo para Rosalía. Son miles de luces de teléfonos celulares que se desviven por tener un pedacito de Rosalía que pueda caber en el bolsillo. Somos testigos de lo que ocurre gracias a una cámara con una lente gran angular, similar a la cámara punto cinco que tienen los celulares de último modelo, popular entre adolescentes por esa apariencia aesthetic con que capturan la realidad: distorsionada, atrapada en un plano parabólico y convexo. En las pantallas vemos un plano que no rompe y sigue a los bailarines y a la propia Rosalía como un insecto que revolotea a ritmo frenético. Un plano que gira pone el mundo de cabeza y nos recuerda que el vértigo es parte del presente.

A las 21:30 horas la española agradece por el concierto y toca una última canción: “CUUUUuuuuuute”. Tambores fúricos acompañados de silbatos denuncian la presencia de una samba, pero demencial, producida por la DJ argentina Tayhana. Y Rosalía canta: “Se creen especial como un año en Miami que nieva, como una autopista sin flecha’, como una utopía sin brecha'”. Su voz suena distorsionada, varios espíritus comparten cuarto al interior de su cuerpo. Los bailarines forman un círculo en el que Rosalía permanece al centro y se mueven posesos, electrificados y erráticos mientras le dan vueltas. Es un aquelarre, una herejía divertidísima al frente de la Catedral Metropolitana que ocurre de cara a un público “diverso” con todo el peso político y moderno de la palabra. “Diosalía”, la llamaron en redes cuando publicó en los primeros días de marzo los veinte mandamientos de lo que implica ser una “motomami”. Lo que empezó como una broma entre fans, fue replicado y magnificado en publicaciones de prensa y de las compañías de streaming. “Keep it cute, manito, keep it cute. Que aquí el mejor artista es Dios”, sigue Rosalía. Pero Rosalía no es una deidad, sino una intermediara. ¿Entre quiénes? Eso depende de si se está mirando desde las alturas o a ras del suelo.

Arriba están las aristocracias que pudieron pagar paquetes de más de tres mil pesos en los restaurantes con terraza o suites de hotel que rondaban los cinco mil pesos la noche. En las alturas están los funcionarios públicos que se asoman desde los balcones del Palacio de Gobierno de la Ciudad de México y están a otro nivel las personas que caminan por el pasillo central que divide la plancha del Zócalo y que, entre los asistentes, se especula que son invitados VIP porque no visten como operadores de luz o sonido.

Quienes miran desde arriba solo ven a una española cantando a unos metros del Templo Mayor. Observan la táctica para posicionar a la jefa de Gobierno rumbo a la presidencia. Vislumbran un gasto superfluo, aunque la productora OCESA anunció que Rosalía no cobraría honorarios en agradecimiento a sus fans. Desde allá se mira ajena a la multitud que no ha tenido de otra más que apretarse y hacer fila desde temprano y asolearse para ver a la Rosalía. Quienes miran desde las alturas no son parte de la fiesta.

Cerca del piso lo que se ve es una Rosalía esplendorosa, “bien perra”, como le gritan, capaz de eclipsar la Catedral para recreación de una multitud de personas que irritan al conservadurismo y al patriarcado. Mujeres de todas las edades, desde niñas que no cargan a cuestas un segundo dígito en su edad y por eso van acompañadas por sus madres hasta adolescentes que forman grupos libres de adultos. Mujeres veinteañeras y treintañeras abrazadas a sus novios y sus novias. Hombres que besan a otros hombres. Personas que esquivan las restricciones de lo femenino y lo masculino y construyen una tercera trinchera con su presencia.

Todos, todas, todes llevan un estilo “quinqui”, como los españoles llaman coloquialmente a la forma de vestir de las juventudes que andan en “pasos criminales”, que se traduce en medias de red, playeras que traslucen la piel, gargantillas tornasol con púas, gafas oscuras con forma de corazón, playeras fosforescentes que permiten que el vientre se asome, prendas de seda roja combinadas con camisas de basquetbolista, shorts cortos y cortísimos, mini faldas de vinipiel entalladas, cabellos teñidos de colores estrambóticos, uñas de acrílico gigantescas como garras, tatuajes en brazos y piernas, collares de perlas, cadenas que parecen de oro y plata hasta que el óxido chismea su esencia de vil acero. “Me doy un flow de paca, me veo original. Soy la marca más cara que tú no va' a pode' capea'”, dice la letra de “La combi Versace”.

Rosalía. Fotografía de TheNews2 / REUTERS.

¿Y quiénes son los que tienen la vista más envidiada? A las 10:00 horas la parte de adelante ya estaba ocupada por cientos de personas como Daniel y Yahir, que vienen desde Atotonilco, Hidalgo, un municipio que está a 140 kilómetros de la capital y decidieron plantarse a esperar el concierto desde las 9:00. Ambos tienen veintitrés años y son novios. Daniel tiene una fonda y Yahir trabaja en una fábrica de materiales industriales, pero por su vestimenta, muy a lo Tom of Finland, resulta imposible adivinar su vida cotidiana. Yahir, que es el más fan, me dice tímido que pidió vacaciones para poder estar ahí.

Un poco más alejada del escenario está Esmeralda, de diecinueve años. Cuando la encontré destacaba entre la multitud por sus altísimas botas beige, pupilentes verdes y una larga cabellera rubia que se echa a un lado y otro del cuello para lidiar con el calor que la hace sudar. Decidió venir al concierto como drag porque guarda la esperanza de que Rosalía la suba al escenario a ella y las demás dragas presentes para “levantarle el evento”. Cuando le pregunto lo que más le gusta de Rosalía, Esmeralda responde: “Es muy loba. Me encanta su actitud. Su empoderamiento. Su seguridad”.

En 2021 se publicó en España un libro de ensayos, coordinado por Jorge Carrión, La Rosalía: ensayos sobre el buen querer que arroja luces para entender lo que está ocurriendo esta noche en el Zócalo. Mery Cuesta escribe, en “Chándal, oro y mantilla”, sobre la estética de las juventudes marginales, o extrarradio como ella les dice, presente en la Rosalía y sus fans. Acá el extrarradio que se impone no es el geográfico, sino el de la sexualidad. Emocionadas por Rosalía están juventudes de toda clase social, pero en cuestiones de género quienes tienen más privilegio no están presentes. Salvo los que vienen acompañando a su novia, ¿por qué los hombres heterosexuales no vinieron a verla? Porque un grupo de amigos varones y heterosexuales, al centro del patriarcado, no puede reunirse para bailar entre ellos ni mucho menos darse permiso —aunque el momento sea sublime y envolvente— de cantar a todo pulmón “Enamorá' de tu pistola, roja amapola”, mientras Rosalía toca “Hentai” con ayuda de su voz. “So, so, so, so, so, so good”, canta, y sus manos conducen a un piano de cola hasta el orgasmo. “Mmm, so good”. En fin, de lo que se pierden.

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La crítica en redes sociales vertida sobre Rosalía, a partir su éxito global, está plagada de conceptos que a veces se usan a la ligera, como “apropiación cultural” y “colonialismo”, pero que topan con una pregunta pertinente: ¿Puede Rosalía sentirse latina o es solo una táctica de mercadotecnia?

Este tipo de polémicas no son, sin embargo, nuevas en su carrera. Cuando hizo El Mal querer, un disco fusión de flamenco con otros géneros como el trap, en España se desató una polémica sobre si era ético que una catalana, en un contexto bastante complicado por los movimientos independentistas, sacara provecho del flamenco que es un género musical propio del sur de ese país. “Tengo muy claro de dónde viene el flamenco, que la música nos pertenece a todos y que no tiene que ver con una cuestión racial o territorial. Ante todo, hago las cosas desde el amor y el respeto”, fue una de las declaraciones que dio Rosalía a la prensa de su país. Para los españoles que han teorizado al respecto, como Agustín Fernández Mallo, “una cultura no es un hecho administrativo y, por lo tanto, no pertenece a nadie. Puede ser reutilizada por quien quiera y cuantas veces quiera y un ciudadano puede entrar y salir de su cultura a su antojo”, escribe. En la tesis de Fernández Mallo hay un montón de conjugaciones del verbo “poder” y, en un contexto de revisión de privilegios, ¿realmente cualquier persona puede?

“Creo que no todo puede ser blanco o negro y tampoco hay que idolatrar a las personas —dice Marlon, de veintiún años, que viene desde Tultitlán, Estado de México—. A mí me gusta Rosalía por su música, pero yo como persona, pues no la conozco. Creo que es una persona muy pendeja, pero tiene talento y me agradan sus producciones, pero así que yo diga ‘ay, la defiendo de todo lo que ha dicho’, no. Rosalía tendrá que hacerse responsable de lo que dice y hace”, asegura sobre las polémicas de apropiación.

Mentiría si digo que toda la polémica en torno a este concierto vino de la mano de Rosalía porque una gran parte corrió por cuenta del gobierno de la Ciudad de México que encabeza Claudia Sheinbaum. La postura de la oposición es que el concierto era un acto populista para posicionarla mejor rumbo a las elecciones presidenciales de 2024 y que el dinero destinado a este evento debía ser utilizado para cosas más importantes como el presupuesto del Metro que colapsa cotidianamente; de hecho, ese día a las 10:00 horas, en la estación Hidalgo, el humo de las balatas quemadas del tren colmaba el aire de los andenes, no había luz y caminábamos fuera de ahí asistentes al concierto, trabajadores y hasta feligreses que llevaban, como cada 28 de abril, su estatua de San Judas Tadeo hasta el templo de San Hipólito, en el centro de la ciudad.

“A mí me vale, porque no voto por nadie”, dice Julio, de veintitrés años, que lleva puesto un kimono rosa arriba de una blusa de red del mismo color. Se apena por la respuesta que acaba de dar y voltea a ver a su novio Ángel, llevándose las manos a la boca decoradas con uñas de acrílico y pedrería.

“Yo por Claudia voto independientemente de a quién traiga al Zócalo. Trajo a Grupo Firme, que no me gusta, y no por eso no voy a votar por ella”, dice Áurea, de 41, que viene al concierto junto con su hija Sofía, de trece. La pequeña me pide añadir algo a lo dicho por su madre. “Esto es algo [los conciertos públicos] que no se inventó hace poco y lo que define si la van a votar serán otras cosas”. Y después, cuando hablamos de las redes sociales, agrega: “sí las uso mucho y dependo de ellas, pero también como que soy consciente de lo que es cierto y lo que no. Bueno, tampoco las uso para ver noticias porque no sé, siento que eso lo ve mi mamá”.

En todo esto hay dos fenómenos que se parecen pero no son lo mismo. Una discusión real sobre los límites de la pertenencia cultural y la identidad y una acusación en redes sociales que se manifiesta en rabiosos tweets. El primer fenómeno no se resolverá pronto y habrá que ofrecerle paciencia. El segundo es parte del internet. “El fenómeno Rosalía —escribe Jorge Carrión— no hubiera existido si no se hubiera fusionado con el espíritu de su época. Me refiero al conocimiento de lo viral, que es la energía que recorre la médula ósea de lo contemporáneo”.

La virtualidad en Rosalía no es un mero accidente. Se ve premeditado en las tomas verticales que ocupan las pantallas de este y sus demás performances que buscan ampliar la realidad que cabe en un teléfono celular. Pero no es solo estético su entendimiento, sino que, como si se fuera un chiste local, evoca conversaciones que ocurrieron en el mundo digital y las lleva al plano físico para construir complicidad con el público que sabe perfecto de lo que Rosalía está hablando. De ahí que en cada concierto replique la mueca que hace cuando canta “Bizcochito”, como si mascara chicle con la boca torcida hacia a un lado y que se utiliza como meme o sticker de WhatsApp.

Así se explica que, cuando le aventaron un peluche del Dr. Simi, hizo una pausa en el concierto del Zócalo para hablar de “su colección”. Esto, en relación a la foto que subió a sus redes rodeada de estos juguetes tras sus conciertos en el Auditorio Nacional en 2022. También obedece a este ejercicio el que haya dicho que moría de hambre y agradeciera que le respondieran con miles de recetas del aguachile, cuando las pidió vía Twitter. Es parte de su ambición ser un puente con lo virtual al salir a cantar a cappella “La Llorona”, canción popular mexicana cuya intérprete más famosa en México fue Chavela Vargas, para generar un momento inédito que pudiera ser grabado por los asistentes y generara una compulsión por compartir eso que solo vio quien estuvo ahí.

Rosalía. Fotografía de REUTERS.

Al final lo que Rosalía construye es un mundo fluido que va y viene dentro y fuera de las pantallas y un lenguaje artístico propio que le permitió, por ejemplo, inmortalizar todo el hate recibido después del Mal querer, por no seguir haciendo flamenco. En “Diablo”, de su último disco, Motomami, incorpora como una voz demoniaca las críticas que le vierten sobre si se traicionó como artista en su búsqueda musical.

Rosalía termina de cantar “CUUUUuuuuuute” frente a un Zócalo lleno y hace una pausa para escuchar al público ovacionarla. Da las gracias una y otra vez y extiende las palmas de las manos por lo alto como para poder captar la reverberación de los gritos. Lo último que vemos en la pantalla es a Rosalía saliendo del escenario y caminando a su camerino. Se desprende del auricular y el micrófono y pide una toalla para secarse el cabello y sonarse la nariz, demostrando que aunque la tachen de diosa igual tiene mocos. Se apagan por completo las pantallas y los asistentes exigen que vuelva a salir, se quedan quietos esperando que sus ruegos sean escuchados, pero nada pasa. Suena nuevamente una playlist que revela que esto se ha acabado.  La multitud se distiende y fluye por las calles, entre las decenas de policías que están ahí teóricamente para velar por la seguridad de los asistentes.

Camino hasta Eje Central junto con el torrente de personas. La enorme avenida que cruza la ciudad de norte a sur está cerrada para los vehículos, pero el espacio lo disputan peatones, motocicletas, ciclistas y el trolebús. Parejas de hombres se toman de la mano y caminan erguidos pero apresurados por alcanzar los antros de ambiente de la calle República de Cuba y soltar con alcohol y reguetón toda esa electricidad que se les ha colado al cuerpo. En el Tahúr, una de las cantinas gay más viejas en la ciudad, conviven felices los clientes habituales con los fans de la Rosalía sin que importe la diferencia de edad. La rocola lucha por ganarle al barullo y entre las risotadas se cuela la voz del Buki, Gloria Trevi, Ana Gabriel, hasta las 2:00. Como diría Bad Bunny, “Dime, papi. Dime, mami. ¿Esa noche quién la borra?”.

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Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.

Rosalía, Zocalía, Diosalía

Rosalía, Zocalía, Diosalía

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El 28 de abril la cantante española Rosalía dio un show gratuito y masivo en el Zócalo de la Ciudad de México. El evento se volvió el quinto más concurrido, reuniendo a 160 000 asistentes. Esta es una crónica de aquella noche en que la cantante hizo vibrar al público mexicano, entre un público diverso. Una de las figuras más importantes de la música en español y del movimiento urbano.

Texto de
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Ilustración de
Traducción de

“¡Yaaa, por favooor!” es el grito adolorido que lanza un chico de veintipocos años parado detrás de mí y que, cuando se da cuenta de que todos lo hemos volteado a ver, se lleva las manos a la cara en señal de vergüenza. No lo decimos, pero todo el público reunido se siente así. Son las 20:15 horas y no hay señales de la Rosalía en ningún lado. ¿Quién en este país puede enojarse por quince minutos de impuntualidad? Es bien sabido que la Ciudad de México ha perdido su palabra a fuerza de poblarse y en un viernes caluroso de abril, de quincena, de puente —y hasta de venta nocturna en tiendas departamentales—, toda promesa de llegar a tiempo sabemos que va a romperse.

En la plancha del Zócalo suena una playlist y el público canta y baila lo mismo Selena y Los Ángeles Azules que hits más modernos, como los de Peso Pluma. Todo con tal de hacer llevadera la espera de varias horas y, para los pocos que lograron llegar hasta adelante, incluso de días. Somos una multitud a la que la noche le ha borrado el rostro. Una masa que dimensionará la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México bajo la escandalosa cifra de 160 000 asistentes.

De pronto miles de voces retumban en los edificios que rodean al Zócalo. Las pantallas que eran blancas y tenían unos rayones negros con las palabras “motomami” y “Rosalía”, se han borrado por completo. Ahora proyectan estática, ese ruido propio de las teles antiguas que asemejaba un hormiguero en éxtasis, ahora una selfie de emociones que se sublevan en la plaza más emblemática de México cuando se escuchan los acordes de la base de piano de “Saoko”, la primera canción del álbum Motomami. Los ocho bailarines —los “motopapis”— salen uno a uno al escenario. Parecen criaturas mágicas, vestidas con entalladísimas playeras desmangadas que favorecen su musculatura y unos cascos de motociclista con luces que dibujan el símbolo actual del tour de Rosalía: una M que parece una mariposa.

Los bailarines forman dos filas y Rosalía camina por un pasillo central recién formado. Se contonea de izquierda a derecha y cada sacudida de cadera activa la euforia del público. La cantante lleva también un casco con unas coletas de luz blanca que parecen cuernos de fauno seductor. A la música se le añaden los maquinales ruidos de motocicletas que encienden, arrancan y después derrapan. Como si alguien que deseamos nos tocara con la palma de su mano, se siente la vibración que emana de las decenas de bocinas colocadas en la plaza, en las calles aledañas y en la Alameda Central, para este concierto masivo, gratuito, anunciado a bombo y platillo.

Rosalía devela su rostro y desde las pantallas una poderosa luz nos permite verla con claridad, de superheroína con un bodysuit negro que le cubre completos los brazos y piernas y unas botas escarlatas con un peto que le hace juego. Frente a esta imagen varios asistentes se echan a llorar, se sienten rebasados. Todas las preguntas de etiqueta que la artista hace al público son respondidas a gritos que no se entienden en lo absoluto, excepto una:

Chica, ¿qué dices?
—¡¡Saoooko, papi, Saoooko!!

Rosalía. Fotografía de Joaquín Corchero / REUTERS.

“¿Pero quién es esa Rosalía?”, se preguntaba por la tarde una señora ya mayor, evidenciada por sus canas, mientras caminaba rumbo a la estación del metro Pino Suárez porque la de Zócalo había sido cerrada.

Rosalía Vila Tobella cumplió apenas los treinta años. Nació el 25 de septiembre de 1992, bajo el signo de aire Libra que destaca por su grácil curiosidad, en Sant Esteve, un municipio del norte de la provincia de Barcelona, España. Quienes se han ocupado en reconstruir su corta biografía, como Cristian Segura, señalan que se trata de una joven que viene de una familia económicamente resuelta, pero no de fortuna extraordinaria. Pasó por el Taller de Músics y la Escola Superior de Música de Catalunya, donde realizó el álbum El mal querer como su proyecto de titulación. Sus profesores coinciden en que se trataba de una alumna voraz, curiosa, que se anotaba a todo. Esa carrera musical en ciernes perdió toda proporción a partir de la irrupción de El mal querer en 2018 y la cascada de premios que recibió al año siguiente: un Grammy y cinco Grammy Latinos que le sirvieron para llegar a la posición veinticinco, de los cien mejores álbumes de la década, en la revista Billboard. Tres años después de las mieles del éxito, posaría en la entrega los Grammy Latino de 2022 sosteniendo épicamente cuatro preseas en los brazos gracias a su tercer álbum, Motomami.

De su boca salen los versos: “es mala amante la fama, no va a quererte de verdad. Es demasia'o traicionera, y como ella viene, se te va”. Y el aire, su mejor estilista, sopla y despeina su cabello para hacerla lucir aún mejor.  En la pantalla vemos miles de flores brillantes y nocturnas que se abren solo para Rosalía. Son miles de luces de teléfonos celulares que se desviven por tener un pedacito de Rosalía que pueda caber en el bolsillo. Somos testigos de lo que ocurre gracias a una cámara con una lente gran angular, similar a la cámara punto cinco que tienen los celulares de último modelo, popular entre adolescentes por esa apariencia aesthetic con que capturan la realidad: distorsionada, atrapada en un plano parabólico y convexo. En las pantallas vemos un plano que no rompe y sigue a los bailarines y a la propia Rosalía como un insecto que revolotea a ritmo frenético. Un plano que gira pone el mundo de cabeza y nos recuerda que el vértigo es parte del presente.

A las 21:30 horas la española agradece por el concierto y toca una última canción: “CUUUUuuuuuute”. Tambores fúricos acompañados de silbatos denuncian la presencia de una samba, pero demencial, producida por la DJ argentina Tayhana. Y Rosalía canta: “Se creen especial como un año en Miami que nieva, como una autopista sin flecha’, como una utopía sin brecha'”. Su voz suena distorsionada, varios espíritus comparten cuarto al interior de su cuerpo. Los bailarines forman un círculo en el que Rosalía permanece al centro y se mueven posesos, electrificados y erráticos mientras le dan vueltas. Es un aquelarre, una herejía divertidísima al frente de la Catedral Metropolitana que ocurre de cara a un público “diverso” con todo el peso político y moderno de la palabra. “Diosalía”, la llamaron en redes cuando publicó en los primeros días de marzo los veinte mandamientos de lo que implica ser una “motomami”. Lo que empezó como una broma entre fans, fue replicado y magnificado en publicaciones de prensa y de las compañías de streaming. “Keep it cute, manito, keep it cute. Que aquí el mejor artista es Dios”, sigue Rosalía. Pero Rosalía no es una deidad, sino una intermediara. ¿Entre quiénes? Eso depende de si se está mirando desde las alturas o a ras del suelo.

Arriba están las aristocracias que pudieron pagar paquetes de más de tres mil pesos en los restaurantes con terraza o suites de hotel que rondaban los cinco mil pesos la noche. En las alturas están los funcionarios públicos que se asoman desde los balcones del Palacio de Gobierno de la Ciudad de México y están a otro nivel las personas que caminan por el pasillo central que divide la plancha del Zócalo y que, entre los asistentes, se especula que son invitados VIP porque no visten como operadores de luz o sonido.

Quienes miran desde arriba solo ven a una española cantando a unos metros del Templo Mayor. Observan la táctica para posicionar a la jefa de Gobierno rumbo a la presidencia. Vislumbran un gasto superfluo, aunque la productora OCESA anunció que Rosalía no cobraría honorarios en agradecimiento a sus fans. Desde allá se mira ajena a la multitud que no ha tenido de otra más que apretarse y hacer fila desde temprano y asolearse para ver a la Rosalía. Quienes miran desde las alturas no son parte de la fiesta.

Cerca del piso lo que se ve es una Rosalía esplendorosa, “bien perra”, como le gritan, capaz de eclipsar la Catedral para recreación de una multitud de personas que irritan al conservadurismo y al patriarcado. Mujeres de todas las edades, desde niñas que no cargan a cuestas un segundo dígito en su edad y por eso van acompañadas por sus madres hasta adolescentes que forman grupos libres de adultos. Mujeres veinteañeras y treintañeras abrazadas a sus novios y sus novias. Hombres que besan a otros hombres. Personas que esquivan las restricciones de lo femenino y lo masculino y construyen una tercera trinchera con su presencia.

Todos, todas, todes llevan un estilo “quinqui”, como los españoles llaman coloquialmente a la forma de vestir de las juventudes que andan en “pasos criminales”, que se traduce en medias de red, playeras que traslucen la piel, gargantillas tornasol con púas, gafas oscuras con forma de corazón, playeras fosforescentes que permiten que el vientre se asome, prendas de seda roja combinadas con camisas de basquetbolista, shorts cortos y cortísimos, mini faldas de vinipiel entalladas, cabellos teñidos de colores estrambóticos, uñas de acrílico gigantescas como garras, tatuajes en brazos y piernas, collares de perlas, cadenas que parecen de oro y plata hasta que el óxido chismea su esencia de vil acero. “Me doy un flow de paca, me veo original. Soy la marca más cara que tú no va' a pode' capea'”, dice la letra de “La combi Versace”.

Rosalía. Fotografía de TheNews2 / REUTERS.

¿Y quiénes son los que tienen la vista más envidiada? A las 10:00 horas la parte de adelante ya estaba ocupada por cientos de personas como Daniel y Yahir, que vienen desde Atotonilco, Hidalgo, un municipio que está a 140 kilómetros de la capital y decidieron plantarse a esperar el concierto desde las 9:00. Ambos tienen veintitrés años y son novios. Daniel tiene una fonda y Yahir trabaja en una fábrica de materiales industriales, pero por su vestimenta, muy a lo Tom of Finland, resulta imposible adivinar su vida cotidiana. Yahir, que es el más fan, me dice tímido que pidió vacaciones para poder estar ahí.

Un poco más alejada del escenario está Esmeralda, de diecinueve años. Cuando la encontré destacaba entre la multitud por sus altísimas botas beige, pupilentes verdes y una larga cabellera rubia que se echa a un lado y otro del cuello para lidiar con el calor que la hace sudar. Decidió venir al concierto como drag porque guarda la esperanza de que Rosalía la suba al escenario a ella y las demás dragas presentes para “levantarle el evento”. Cuando le pregunto lo que más le gusta de Rosalía, Esmeralda responde: “Es muy loba. Me encanta su actitud. Su empoderamiento. Su seguridad”.

En 2021 se publicó en España un libro de ensayos, coordinado por Jorge Carrión, La Rosalía: ensayos sobre el buen querer que arroja luces para entender lo que está ocurriendo esta noche en el Zócalo. Mery Cuesta escribe, en “Chándal, oro y mantilla”, sobre la estética de las juventudes marginales, o extrarradio como ella les dice, presente en la Rosalía y sus fans. Acá el extrarradio que se impone no es el geográfico, sino el de la sexualidad. Emocionadas por Rosalía están juventudes de toda clase social, pero en cuestiones de género quienes tienen más privilegio no están presentes. Salvo los que vienen acompañando a su novia, ¿por qué los hombres heterosexuales no vinieron a verla? Porque un grupo de amigos varones y heterosexuales, al centro del patriarcado, no puede reunirse para bailar entre ellos ni mucho menos darse permiso —aunque el momento sea sublime y envolvente— de cantar a todo pulmón “Enamorá' de tu pistola, roja amapola”, mientras Rosalía toca “Hentai” con ayuda de su voz. “So, so, so, so, so, so good”, canta, y sus manos conducen a un piano de cola hasta el orgasmo. “Mmm, so good”. En fin, de lo que se pierden.

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La crítica en redes sociales vertida sobre Rosalía, a partir su éxito global, está plagada de conceptos que a veces se usan a la ligera, como “apropiación cultural” y “colonialismo”, pero que topan con una pregunta pertinente: ¿Puede Rosalía sentirse latina o es solo una táctica de mercadotecnia?

Este tipo de polémicas no son, sin embargo, nuevas en su carrera. Cuando hizo El Mal querer, un disco fusión de flamenco con otros géneros como el trap, en España se desató una polémica sobre si era ético que una catalana, en un contexto bastante complicado por los movimientos independentistas, sacara provecho del flamenco que es un género musical propio del sur de ese país. “Tengo muy claro de dónde viene el flamenco, que la música nos pertenece a todos y que no tiene que ver con una cuestión racial o territorial. Ante todo, hago las cosas desde el amor y el respeto”, fue una de las declaraciones que dio Rosalía a la prensa de su país. Para los españoles que han teorizado al respecto, como Agustín Fernández Mallo, “una cultura no es un hecho administrativo y, por lo tanto, no pertenece a nadie. Puede ser reutilizada por quien quiera y cuantas veces quiera y un ciudadano puede entrar y salir de su cultura a su antojo”, escribe. En la tesis de Fernández Mallo hay un montón de conjugaciones del verbo “poder” y, en un contexto de revisión de privilegios, ¿realmente cualquier persona puede?

“Creo que no todo puede ser blanco o negro y tampoco hay que idolatrar a las personas —dice Marlon, de veintiún años, que viene desde Tultitlán, Estado de México—. A mí me gusta Rosalía por su música, pero yo como persona, pues no la conozco. Creo que es una persona muy pendeja, pero tiene talento y me agradan sus producciones, pero así que yo diga ‘ay, la defiendo de todo lo que ha dicho’, no. Rosalía tendrá que hacerse responsable de lo que dice y hace”, asegura sobre las polémicas de apropiación.

Mentiría si digo que toda la polémica en torno a este concierto vino de la mano de Rosalía porque una gran parte corrió por cuenta del gobierno de la Ciudad de México que encabeza Claudia Sheinbaum. La postura de la oposición es que el concierto era un acto populista para posicionarla mejor rumbo a las elecciones presidenciales de 2024 y que el dinero destinado a este evento debía ser utilizado para cosas más importantes como el presupuesto del Metro que colapsa cotidianamente; de hecho, ese día a las 10:00 horas, en la estación Hidalgo, el humo de las balatas quemadas del tren colmaba el aire de los andenes, no había luz y caminábamos fuera de ahí asistentes al concierto, trabajadores y hasta feligreses que llevaban, como cada 28 de abril, su estatua de San Judas Tadeo hasta el templo de San Hipólito, en el centro de la ciudad.

“A mí me vale, porque no voto por nadie”, dice Julio, de veintitrés años, que lleva puesto un kimono rosa arriba de una blusa de red del mismo color. Se apena por la respuesta que acaba de dar y voltea a ver a su novio Ángel, llevándose las manos a la boca decoradas con uñas de acrílico y pedrería.

“Yo por Claudia voto independientemente de a quién traiga al Zócalo. Trajo a Grupo Firme, que no me gusta, y no por eso no voy a votar por ella”, dice Áurea, de 41, que viene al concierto junto con su hija Sofía, de trece. La pequeña me pide añadir algo a lo dicho por su madre. “Esto es algo [los conciertos públicos] que no se inventó hace poco y lo que define si la van a votar serán otras cosas”. Y después, cuando hablamos de las redes sociales, agrega: “sí las uso mucho y dependo de ellas, pero también como que soy consciente de lo que es cierto y lo que no. Bueno, tampoco las uso para ver noticias porque no sé, siento que eso lo ve mi mamá”.

En todo esto hay dos fenómenos que se parecen pero no son lo mismo. Una discusión real sobre los límites de la pertenencia cultural y la identidad y una acusación en redes sociales que se manifiesta en rabiosos tweets. El primer fenómeno no se resolverá pronto y habrá que ofrecerle paciencia. El segundo es parte del internet. “El fenómeno Rosalía —escribe Jorge Carrión— no hubiera existido si no se hubiera fusionado con el espíritu de su época. Me refiero al conocimiento de lo viral, que es la energía que recorre la médula ósea de lo contemporáneo”.

La virtualidad en Rosalía no es un mero accidente. Se ve premeditado en las tomas verticales que ocupan las pantallas de este y sus demás performances que buscan ampliar la realidad que cabe en un teléfono celular. Pero no es solo estético su entendimiento, sino que, como si se fuera un chiste local, evoca conversaciones que ocurrieron en el mundo digital y las lleva al plano físico para construir complicidad con el público que sabe perfecto de lo que Rosalía está hablando. De ahí que en cada concierto replique la mueca que hace cuando canta “Bizcochito”, como si mascara chicle con la boca torcida hacia a un lado y que se utiliza como meme o sticker de WhatsApp.

Así se explica que, cuando le aventaron un peluche del Dr. Simi, hizo una pausa en el concierto del Zócalo para hablar de “su colección”. Esto, en relación a la foto que subió a sus redes rodeada de estos juguetes tras sus conciertos en el Auditorio Nacional en 2022. También obedece a este ejercicio el que haya dicho que moría de hambre y agradeciera que le respondieran con miles de recetas del aguachile, cuando las pidió vía Twitter. Es parte de su ambición ser un puente con lo virtual al salir a cantar a cappella “La Llorona”, canción popular mexicana cuya intérprete más famosa en México fue Chavela Vargas, para generar un momento inédito que pudiera ser grabado por los asistentes y generara una compulsión por compartir eso que solo vio quien estuvo ahí.

Rosalía. Fotografía de REUTERS.

Al final lo que Rosalía construye es un mundo fluido que va y viene dentro y fuera de las pantallas y un lenguaje artístico propio que le permitió, por ejemplo, inmortalizar todo el hate recibido después del Mal querer, por no seguir haciendo flamenco. En “Diablo”, de su último disco, Motomami, incorpora como una voz demoniaca las críticas que le vierten sobre si se traicionó como artista en su búsqueda musical.

Rosalía termina de cantar “CUUUUuuuuuute” frente a un Zócalo lleno y hace una pausa para escuchar al público ovacionarla. Da las gracias una y otra vez y extiende las palmas de las manos por lo alto como para poder captar la reverberación de los gritos. Lo último que vemos en la pantalla es a Rosalía saliendo del escenario y caminando a su camerino. Se desprende del auricular y el micrófono y pide una toalla para secarse el cabello y sonarse la nariz, demostrando que aunque la tachen de diosa igual tiene mocos. Se apagan por completo las pantallas y los asistentes exigen que vuelva a salir, se quedan quietos esperando que sus ruegos sean escuchados, pero nada pasa. Suena nuevamente una playlist que revela que esto se ha acabado.  La multitud se distiende y fluye por las calles, entre las decenas de policías que están ahí teóricamente para velar por la seguridad de los asistentes.

Camino hasta Eje Central junto con el torrente de personas. La enorme avenida que cruza la ciudad de norte a sur está cerrada para los vehículos, pero el espacio lo disputan peatones, motocicletas, ciclistas y el trolebús. Parejas de hombres se toman de la mano y caminan erguidos pero apresurados por alcanzar los antros de ambiente de la calle República de Cuba y soltar con alcohol y reguetón toda esa electricidad que se les ha colado al cuerpo. En el Tahúr, una de las cantinas gay más viejas en la ciudad, conviven felices los clientes habituales con los fans de la Rosalía sin que importe la diferencia de edad. La rocola lucha por ganarle al barullo y entre las risotadas se cuela la voz del Buki, Gloria Trevi, Ana Gabriel, hasta las 2:00. Como diría Bad Bunny, “Dime, papi. Dime, mami. ¿Esa noche quién la borra?”.

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