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Apuntes sobre el cine de Ismael Rodríguez

Apuntes sobre el cine de Ismael Rodríguez

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía.
18
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Ismael Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Revisar su cine significa analizar donde se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría.

Mi padre me contó que después del estreno de la trilogía integrada por Nosotros los pobres (1948), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1953) la gente en las calles del centro de la Ciudad de México solía agredir a Jorge Arriaga, el actor que interpreta al Tuerto, el gran villano de la saga y el mayor responsable de los sufrimientos de Pepe “El Toro” (Pedro Infante). En un caso muy particular, en la historia del cine mexicano, el cine de Ismael Rodríguez —y en específico las películas de Rodríguez con Infante— formaron parte de la educación cinéfila y sentimental de generaciones como la de mi abuela o la de mi padre. Hay que ver las imágenes del funeral de Pedro Infante en ¡Así era Pedro Infante! (1963) —el documental que hizo Rodríguez tras la muerte del actor— para entender la agresión a Jorge Arriaga. En esas imágenes, la multitud sigue el féretro del artista por gran parte del Eje Central, una de las avenidas más amplias de la ciudad. 

En más de 30 años de trabajo juntos, desde Mexicanos al grito de guerra (1943) hasta Tizoc (1957), la última película de Infante, el actor se convirtió en ese ídolo popular con una tremenda habilidad para ir de la risa al llanto, de la comedia ranchera al melodrama. Infante es “el rostro” de gran parte del trabajo de Rodríguez, que soñó con multiplicarlo en una película bastante ambiciosa que iba a llamarse Museo de cera, en la que Infante daría vida a distintos personajes del imaginario nacional: Jesús de Nazaret, Cuauhtémoc, Juan Diego, Benito Juárez, Pancho Villa, entre otros. Rodríguez ya había replicado a Infante en Los tres huastecos (1948), en donde actuaba como tres hermanos distintos: un soldado, un bandido y un cura; otra suerte de simbología que también daba cuenta de cómo sueñan los mexicanos la estructura nacional encarnada en arquetipos e ídolos.

Te recomendamos leerEl cine mexicano en palabras de sus creadores

En el cine de Rodríguez, se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría. Nosotros los pobres fue una de las películas más vistas en la historia del cine mexicano, tanto en las salas de cine como en los hogares, una vez que la televisión llegó al país. A propósito de esta cinta, Jorge Ayala Blanco, en La aventura del cine mexicano (Era, 1968), uno de los primeros libros de crítica cinematográfica moderna en México, escribe: “Es un nefando producto populachero y todo lo contrario al mismo tiempo. Existe como una piedra de toque del cine mexicano, como un objeto maravillosamente monstruoso, como un sujeto independiente”. Un objeto maravillosamente monstruoso lo fue también el habla popular de la trilogía: “Chántese la charola” o “Ni hablar mujer, traes puñal”, expresiones que podían escucharse en las calles de esa época están todavía registradas en las películas de los setenta, en los personajes de jóvenes que interpretaban actores como Héctor Bonilla; crear ese universo cinematográfico del habla es otro ejemplo de la prolongación de la vida útil de las películas del director. 

Para Ayala Blanco, Los hermanos del hierro (1961) es “la película más perfecta del cine mexicano” si buscamos los rasgos del estilo de Ismael Rodríguez; es la que mejor muestra cómo usaba el sonido, cómo componía un plano y cómo movía la cámara. En un momento, la cámara adopta el punto de vista del personaje interpretado por Julio Alemán (Martín Del Hierro), pero la imagen está acompañada por el sonido: un silbido. Alemán apunta con su pistola al personaje de David Reynoso (Manuel Cárdenas), el hermano de la mujer con la que se ha casado porque quiere salvarlo, pese a que ha sido contratado como pistolero a sueldo. En esta película el destino de los hermanos está pactado desde su infancia por el asesinato de su padre y el rencor de la madre. 

Como esta secuencia, el cine del director mexicano abunda en ideas visuales absolutamente geniales. En sus melodramas, la expresividad de la imagen se encuentra con el trabajo de sus actores —entre su rabiosa gesticulación y la agudeza de las líneas del diálogo—. Uno de los ejemplos más interesantes es la confrontación “hombre a hombre” entre Silvano (Pedro Infante) y Cruz Treviño Martínez de la Garza (Fernando Soler) en No desearás a la mujer de tu hijo (1950), tras una larga serie de confrontaciones sucedidas en La oveja negra (1949), su precuela. Soler fue actor que encarnó el papel de patriarca en el cine mexicano, como en Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1949), en la que según Ayala Blanco  es el defensor de “un modo de vida claudicante”. En una situación distinta  a la película de Galindo, el personaje de Soler en No desearás a la mujer de tu hijo no quiere perpetuar un modelo moral que considera correcto; por el contrario, no hay moralidad correcta. Es un personaje lleno de una vitalidad que pretende rivalizar con su hijo en asuntos de amores hasta que Infante, obligándolo a mirarse en un espejo para recordarle que ya no es un joven, le pregunta: ”¿Dónde quedó aquel brillo de sus ojos?”, en una escena bastante tenebrista, con una iluminación que alarga las sombras de los actores sobre la pared de un gran salón, como si se tratara de una especie de melodrama expresionista, una síntesis entre Galindo y Juan Bustillo Oro. “Cruz Treviño Martínez de la Garza se ríe del tiempo”, responde el personaje de Soler a las palabras de Infante. 

En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía, ya sea a partir de la creación de esa habla, que ahora es parte del imaginario popular, o para construir estas secuencias de confrontaciones memorables. Dos tipos de cuidado (1953) es una película que se resuelve casi exclusivamente por la agilidad del diálogo, como en las comedias del cine clásico americano. Bajo el modelo de estrellas de ese mundo, Rodríguez jugó con la supuesta rivalidad entre Infante y Negrete, en tanto ídolos, y los enfrentó en una ficción. En la famosa escena del juego de coplas Negrete canta “más arriba” mientras que Infante mantiene un tono menor. Pedro Malo ha traicionado la amistad de Jorge Bueno y el registro de la voz lo subraya. Ya no es solo el diálogo el que pone en evidencia su enemistad, también lo hace la música. 

En este sentido, Rodríguez es un cineasta de grandes ideas visuales, pero también sonoras que conocía muy bien cómo funcionaba el sonido en el cine. Cuando una canción es central en la trama —como “Amorcito corazón” en Nosotros los pobres— su evocación, con un silbido, conecta una acción con la otra, el presente con el pasado. 

Rodríguez comenzó su carrera trabajando con sus hermanos Joselito y Roberto —ingenieros de sonido que desarrollaron un equipo óptico de grabación para el cine— y, antes de dirigir su primera película, ¡Qué lindo es Michoacán! (1942), se desempeñó como operador de sonido. El conocimiento técnico, entonces, puede ser la base para la invención de distintas escenas; un método de trabajo propio del periodo clásico, al igual que la formación teatral de Julio Bracho que le permitió pensar cómo filmar el desplazamiento de sus actores en el espacio. 

Podrías leer: Cine en 2025: lo que recomiendan los críticos (y lo que no)

Estas particularidades en la forma de filmar de distintos cineastas de la época nos ayudan a pensar en el “estilo” de Rodríguez, independientemente de la recurrencia de formas y temas —a propósito de los temas, él , como varios directores de su generación, incursionó en el melodrama, en la comedia ranchera, en el drama urbano e incluso en algo parecido al western—. 

El cine de Ismael Rodríguez está más cerca de Juan Bustillo Oro, en cuanto al expresionismo de la imagen, que el de Emilio Fernández, por ejemplo; pues mientras dialoga con el melodrama de Alejandro Galindo, respecto a la construcción de las figuras familiares porque para Rodríguez suelen ser más irreverentes, este se opone de una manera muy interesante al trabajo de los actores en el cine de Fernández. Si para Fernández sus actores a menudo parecen modelos o vehículos de una idea, en las películas Rodríguez es central el diálogo, el desacuerdo, el contrapunto. 

También te podría interesar: "La cocina" es Alonso Ruizpalacios desbocado

En este sentido es interesante el trabajo de ambos cineastas con Pedro Infante. Fernández incluyó una secuencia musical en Islas Marías (1951) donde Infante interpreta “El cobarde” de una forma sobrecogedora. Fernández trabajó a su modo con Infante, en tanto rostro del cine de Rodríguez, para integrarlo a su universo humanista. Rodríguez, en cambio, no necesitaba que Infante fuera parte de un universo humanista. Él ya encarnaba una vivencia popular que trascendía la pantalla. Si la gente agredía a su enemigo ficcional en la calle, era porque Infante se había convertido, por las imágenes, por el lenguaje de Rodríguez, en una sublimación de la vida común. Como Bracho, Galindo o Fernández, como todos los grandes cineastas que se formaron en su oficio, Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Ese es el primer paso de todo gran cineasta, aunque, a menudo, parecemos olvidarlo.

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Tiempo de Lectura: 00 min

Ismael Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Revisar su cine significa analizar donde se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría.

Mi padre me contó que después del estreno de la trilogía integrada por Nosotros los pobres (1948), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1953) la gente en las calles del centro de la Ciudad de México solía agredir a Jorge Arriaga, el actor que interpreta al Tuerto, el gran villano de la saga y el mayor responsable de los sufrimientos de Pepe “El Toro” (Pedro Infante). En un caso muy particular, en la historia del cine mexicano, el cine de Ismael Rodríguez —y en específico las películas de Rodríguez con Infante— formaron parte de la educación cinéfila y sentimental de generaciones como la de mi abuela o la de mi padre. Hay que ver las imágenes del funeral de Pedro Infante en ¡Así era Pedro Infante! (1963) —el documental que hizo Rodríguez tras la muerte del actor— para entender la agresión a Jorge Arriaga. En esas imágenes, la multitud sigue el féretro del artista por gran parte del Eje Central, una de las avenidas más amplias de la ciudad. 

En más de 30 años de trabajo juntos, desde Mexicanos al grito de guerra (1943) hasta Tizoc (1957), la última película de Infante, el actor se convirtió en ese ídolo popular con una tremenda habilidad para ir de la risa al llanto, de la comedia ranchera al melodrama. Infante es “el rostro” de gran parte del trabajo de Rodríguez, que soñó con multiplicarlo en una película bastante ambiciosa que iba a llamarse Museo de cera, en la que Infante daría vida a distintos personajes del imaginario nacional: Jesús de Nazaret, Cuauhtémoc, Juan Diego, Benito Juárez, Pancho Villa, entre otros. Rodríguez ya había replicado a Infante en Los tres huastecos (1948), en donde actuaba como tres hermanos distintos: un soldado, un bandido y un cura; otra suerte de simbología que también daba cuenta de cómo sueñan los mexicanos la estructura nacional encarnada en arquetipos e ídolos.

Te recomendamos leerEl cine mexicano en palabras de sus creadores

En el cine de Rodríguez, se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría. Nosotros los pobres fue una de las películas más vistas en la historia del cine mexicano, tanto en las salas de cine como en los hogares, una vez que la televisión llegó al país. A propósito de esta cinta, Jorge Ayala Blanco, en La aventura del cine mexicano (Era, 1968), uno de los primeros libros de crítica cinematográfica moderna en México, escribe: “Es un nefando producto populachero y todo lo contrario al mismo tiempo. Existe como una piedra de toque del cine mexicano, como un objeto maravillosamente monstruoso, como un sujeto independiente”. Un objeto maravillosamente monstruoso lo fue también el habla popular de la trilogía: “Chántese la charola” o “Ni hablar mujer, traes puñal”, expresiones que podían escucharse en las calles de esa época están todavía registradas en las películas de los setenta, en los personajes de jóvenes que interpretaban actores como Héctor Bonilla; crear ese universo cinematográfico del habla es otro ejemplo de la prolongación de la vida útil de las películas del director. 

Para Ayala Blanco, Los hermanos del hierro (1961) es “la película más perfecta del cine mexicano” si buscamos los rasgos del estilo de Ismael Rodríguez; es la que mejor muestra cómo usaba el sonido, cómo componía un plano y cómo movía la cámara. En un momento, la cámara adopta el punto de vista del personaje interpretado por Julio Alemán (Martín Del Hierro), pero la imagen está acompañada por el sonido: un silbido. Alemán apunta con su pistola al personaje de David Reynoso (Manuel Cárdenas), el hermano de la mujer con la que se ha casado porque quiere salvarlo, pese a que ha sido contratado como pistolero a sueldo. En esta película el destino de los hermanos está pactado desde su infancia por el asesinato de su padre y el rencor de la madre. 

Como esta secuencia, el cine del director mexicano abunda en ideas visuales absolutamente geniales. En sus melodramas, la expresividad de la imagen se encuentra con el trabajo de sus actores —entre su rabiosa gesticulación y la agudeza de las líneas del diálogo—. Uno de los ejemplos más interesantes es la confrontación “hombre a hombre” entre Silvano (Pedro Infante) y Cruz Treviño Martínez de la Garza (Fernando Soler) en No desearás a la mujer de tu hijo (1950), tras una larga serie de confrontaciones sucedidas en La oveja negra (1949), su precuela. Soler fue actor que encarnó el papel de patriarca en el cine mexicano, como en Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1949), en la que según Ayala Blanco  es el defensor de “un modo de vida claudicante”. En una situación distinta  a la película de Galindo, el personaje de Soler en No desearás a la mujer de tu hijo no quiere perpetuar un modelo moral que considera correcto; por el contrario, no hay moralidad correcta. Es un personaje lleno de una vitalidad que pretende rivalizar con su hijo en asuntos de amores hasta que Infante, obligándolo a mirarse en un espejo para recordarle que ya no es un joven, le pregunta: ”¿Dónde quedó aquel brillo de sus ojos?”, en una escena bastante tenebrista, con una iluminación que alarga las sombras de los actores sobre la pared de un gran salón, como si se tratara de una especie de melodrama expresionista, una síntesis entre Galindo y Juan Bustillo Oro. “Cruz Treviño Martínez de la Garza se ríe del tiempo”, responde el personaje de Soler a las palabras de Infante. 

En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía, ya sea a partir de la creación de esa habla, que ahora es parte del imaginario popular, o para construir estas secuencias de confrontaciones memorables. Dos tipos de cuidado (1953) es una película que se resuelve casi exclusivamente por la agilidad del diálogo, como en las comedias del cine clásico americano. Bajo el modelo de estrellas de ese mundo, Rodríguez jugó con la supuesta rivalidad entre Infante y Negrete, en tanto ídolos, y los enfrentó en una ficción. En la famosa escena del juego de coplas Negrete canta “más arriba” mientras que Infante mantiene un tono menor. Pedro Malo ha traicionado la amistad de Jorge Bueno y el registro de la voz lo subraya. Ya no es solo el diálogo el que pone en evidencia su enemistad, también lo hace la música. 

En este sentido, Rodríguez es un cineasta de grandes ideas visuales, pero también sonoras que conocía muy bien cómo funcionaba el sonido en el cine. Cuando una canción es central en la trama —como “Amorcito corazón” en Nosotros los pobres— su evocación, con un silbido, conecta una acción con la otra, el presente con el pasado. 

Rodríguez comenzó su carrera trabajando con sus hermanos Joselito y Roberto —ingenieros de sonido que desarrollaron un equipo óptico de grabación para el cine— y, antes de dirigir su primera película, ¡Qué lindo es Michoacán! (1942), se desempeñó como operador de sonido. El conocimiento técnico, entonces, puede ser la base para la invención de distintas escenas; un método de trabajo propio del periodo clásico, al igual que la formación teatral de Julio Bracho que le permitió pensar cómo filmar el desplazamiento de sus actores en el espacio. 

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Estas particularidades en la forma de filmar de distintos cineastas de la época nos ayudan a pensar en el “estilo” de Rodríguez, independientemente de la recurrencia de formas y temas —a propósito de los temas, él , como varios directores de su generación, incursionó en el melodrama, en la comedia ranchera, en el drama urbano e incluso en algo parecido al western—. 

El cine de Ismael Rodríguez está más cerca de Juan Bustillo Oro, en cuanto al expresionismo de la imagen, que el de Emilio Fernández, por ejemplo; pues mientras dialoga con el melodrama de Alejandro Galindo, respecto a la construcción de las figuras familiares porque para Rodríguez suelen ser más irreverentes, este se opone de una manera muy interesante al trabajo de los actores en el cine de Fernández. Si para Fernández sus actores a menudo parecen modelos o vehículos de una idea, en las películas Rodríguez es central el diálogo, el desacuerdo, el contrapunto. 

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En este sentido es interesante el trabajo de ambos cineastas con Pedro Infante. Fernández incluyó una secuencia musical en Islas Marías (1951) donde Infante interpreta “El cobarde” de una forma sobrecogedora. Fernández trabajó a su modo con Infante, en tanto rostro del cine de Rodríguez, para integrarlo a su universo humanista. Rodríguez, en cambio, no necesitaba que Infante fuera parte de un universo humanista. Él ya encarnaba una vivencia popular que trascendía la pantalla. Si la gente agredía a su enemigo ficcional en la calle, era porque Infante se había convertido, por las imágenes, por el lenguaje de Rodríguez, en una sublimación de la vida común. Como Bracho, Galindo o Fernández, como todos los grandes cineastas que se formaron en su oficio, Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Ese es el primer paso de todo gran cineasta, aunque, a menudo, parecemos olvidarlo.

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En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía.
18
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Tiempo de Lectura: 00 min

Ismael Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Revisar su cine significa analizar donde se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría.

Mi padre me contó que después del estreno de la trilogía integrada por Nosotros los pobres (1948), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1953) la gente en las calles del centro de la Ciudad de México solía agredir a Jorge Arriaga, el actor que interpreta al Tuerto, el gran villano de la saga y el mayor responsable de los sufrimientos de Pepe “El Toro” (Pedro Infante). En un caso muy particular, en la historia del cine mexicano, el cine de Ismael Rodríguez —y en específico las películas de Rodríguez con Infante— formaron parte de la educación cinéfila y sentimental de generaciones como la de mi abuela o la de mi padre. Hay que ver las imágenes del funeral de Pedro Infante en ¡Así era Pedro Infante! (1963) —el documental que hizo Rodríguez tras la muerte del actor— para entender la agresión a Jorge Arriaga. En esas imágenes, la multitud sigue el féretro del artista por gran parte del Eje Central, una de las avenidas más amplias de la ciudad. 

En más de 30 años de trabajo juntos, desde Mexicanos al grito de guerra (1943) hasta Tizoc (1957), la última película de Infante, el actor se convirtió en ese ídolo popular con una tremenda habilidad para ir de la risa al llanto, de la comedia ranchera al melodrama. Infante es “el rostro” de gran parte del trabajo de Rodríguez, que soñó con multiplicarlo en una película bastante ambiciosa que iba a llamarse Museo de cera, en la que Infante daría vida a distintos personajes del imaginario nacional: Jesús de Nazaret, Cuauhtémoc, Juan Diego, Benito Juárez, Pancho Villa, entre otros. Rodríguez ya había replicado a Infante en Los tres huastecos (1948), en donde actuaba como tres hermanos distintos: un soldado, un bandido y un cura; otra suerte de simbología que también daba cuenta de cómo sueñan los mexicanos la estructura nacional encarnada en arquetipos e ídolos.

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En el cine de Rodríguez, se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría. Nosotros los pobres fue una de las películas más vistas en la historia del cine mexicano, tanto en las salas de cine como en los hogares, una vez que la televisión llegó al país. A propósito de esta cinta, Jorge Ayala Blanco, en La aventura del cine mexicano (Era, 1968), uno de los primeros libros de crítica cinematográfica moderna en México, escribe: “Es un nefando producto populachero y todo lo contrario al mismo tiempo. Existe como una piedra de toque del cine mexicano, como un objeto maravillosamente monstruoso, como un sujeto independiente”. Un objeto maravillosamente monstruoso lo fue también el habla popular de la trilogía: “Chántese la charola” o “Ni hablar mujer, traes puñal”, expresiones que podían escucharse en las calles de esa época están todavía registradas en las películas de los setenta, en los personajes de jóvenes que interpretaban actores como Héctor Bonilla; crear ese universo cinematográfico del habla es otro ejemplo de la prolongación de la vida útil de las películas del director. 

Para Ayala Blanco, Los hermanos del hierro (1961) es “la película más perfecta del cine mexicano” si buscamos los rasgos del estilo de Ismael Rodríguez; es la que mejor muestra cómo usaba el sonido, cómo componía un plano y cómo movía la cámara. En un momento, la cámara adopta el punto de vista del personaje interpretado por Julio Alemán (Martín Del Hierro), pero la imagen está acompañada por el sonido: un silbido. Alemán apunta con su pistola al personaje de David Reynoso (Manuel Cárdenas), el hermano de la mujer con la que se ha casado porque quiere salvarlo, pese a que ha sido contratado como pistolero a sueldo. En esta película el destino de los hermanos está pactado desde su infancia por el asesinato de su padre y el rencor de la madre. 

Como esta secuencia, el cine del director mexicano abunda en ideas visuales absolutamente geniales. En sus melodramas, la expresividad de la imagen se encuentra con el trabajo de sus actores —entre su rabiosa gesticulación y la agudeza de las líneas del diálogo—. Uno de los ejemplos más interesantes es la confrontación “hombre a hombre” entre Silvano (Pedro Infante) y Cruz Treviño Martínez de la Garza (Fernando Soler) en No desearás a la mujer de tu hijo (1950), tras una larga serie de confrontaciones sucedidas en La oveja negra (1949), su precuela. Soler fue actor que encarnó el papel de patriarca en el cine mexicano, como en Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1949), en la que según Ayala Blanco  es el defensor de “un modo de vida claudicante”. En una situación distinta  a la película de Galindo, el personaje de Soler en No desearás a la mujer de tu hijo no quiere perpetuar un modelo moral que considera correcto; por el contrario, no hay moralidad correcta. Es un personaje lleno de una vitalidad que pretende rivalizar con su hijo en asuntos de amores hasta que Infante, obligándolo a mirarse en un espejo para recordarle que ya no es un joven, le pregunta: ”¿Dónde quedó aquel brillo de sus ojos?”, en una escena bastante tenebrista, con una iluminación que alarga las sombras de los actores sobre la pared de un gran salón, como si se tratara de una especie de melodrama expresionista, una síntesis entre Galindo y Juan Bustillo Oro. “Cruz Treviño Martínez de la Garza se ríe del tiempo”, responde el personaje de Soler a las palabras de Infante. 

En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía, ya sea a partir de la creación de esa habla, que ahora es parte del imaginario popular, o para construir estas secuencias de confrontaciones memorables. Dos tipos de cuidado (1953) es una película que se resuelve casi exclusivamente por la agilidad del diálogo, como en las comedias del cine clásico americano. Bajo el modelo de estrellas de ese mundo, Rodríguez jugó con la supuesta rivalidad entre Infante y Negrete, en tanto ídolos, y los enfrentó en una ficción. En la famosa escena del juego de coplas Negrete canta “más arriba” mientras que Infante mantiene un tono menor. Pedro Malo ha traicionado la amistad de Jorge Bueno y el registro de la voz lo subraya. Ya no es solo el diálogo el que pone en evidencia su enemistad, también lo hace la música. 

En este sentido, Rodríguez es un cineasta de grandes ideas visuales, pero también sonoras que conocía muy bien cómo funcionaba el sonido en el cine. Cuando una canción es central en la trama —como “Amorcito corazón” en Nosotros los pobres— su evocación, con un silbido, conecta una acción con la otra, el presente con el pasado. 

Rodríguez comenzó su carrera trabajando con sus hermanos Joselito y Roberto —ingenieros de sonido que desarrollaron un equipo óptico de grabación para el cine— y, antes de dirigir su primera película, ¡Qué lindo es Michoacán! (1942), se desempeñó como operador de sonido. El conocimiento técnico, entonces, puede ser la base para la invención de distintas escenas; un método de trabajo propio del periodo clásico, al igual que la formación teatral de Julio Bracho que le permitió pensar cómo filmar el desplazamiento de sus actores en el espacio. 

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Estas particularidades en la forma de filmar de distintos cineastas de la época nos ayudan a pensar en el “estilo” de Rodríguez, independientemente de la recurrencia de formas y temas —a propósito de los temas, él , como varios directores de su generación, incursionó en el melodrama, en la comedia ranchera, en el drama urbano e incluso en algo parecido al western—. 

El cine de Ismael Rodríguez está más cerca de Juan Bustillo Oro, en cuanto al expresionismo de la imagen, que el de Emilio Fernández, por ejemplo; pues mientras dialoga con el melodrama de Alejandro Galindo, respecto a la construcción de las figuras familiares porque para Rodríguez suelen ser más irreverentes, este se opone de una manera muy interesante al trabajo de los actores en el cine de Fernández. Si para Fernández sus actores a menudo parecen modelos o vehículos de una idea, en las películas Rodríguez es central el diálogo, el desacuerdo, el contrapunto. 

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Ismael Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Revisar su cine significa analizar donde se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría.

Mi padre me contó que después del estreno de la trilogía integrada por Nosotros los pobres (1948), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1953) la gente en las calles del centro de la Ciudad de México solía agredir a Jorge Arriaga, el actor que interpreta al Tuerto, el gran villano de la saga y el mayor responsable de los sufrimientos de Pepe “El Toro” (Pedro Infante). En un caso muy particular, en la historia del cine mexicano, el cine de Ismael Rodríguez —y en específico las películas de Rodríguez con Infante— formaron parte de la educación cinéfila y sentimental de generaciones como la de mi abuela o la de mi padre. Hay que ver las imágenes del funeral de Pedro Infante en ¡Así era Pedro Infante! (1963) —el documental que hizo Rodríguez tras la muerte del actor— para entender la agresión a Jorge Arriaga. En esas imágenes, la multitud sigue el féretro del artista por gran parte del Eje Central, una de las avenidas más amplias de la ciudad. 

En más de 30 años de trabajo juntos, desde Mexicanos al grito de guerra (1943) hasta Tizoc (1957), la última película de Infante, el actor se convirtió en ese ídolo popular con una tremenda habilidad para ir de la risa al llanto, de la comedia ranchera al melodrama. Infante es “el rostro” de gran parte del trabajo de Rodríguez, que soñó con multiplicarlo en una película bastante ambiciosa que iba a llamarse Museo de cera, en la que Infante daría vida a distintos personajes del imaginario nacional: Jesús de Nazaret, Cuauhtémoc, Juan Diego, Benito Juárez, Pancho Villa, entre otros. Rodríguez ya había replicado a Infante en Los tres huastecos (1948), en donde actuaba como tres hermanos distintos: un soldado, un bandido y un cura; otra suerte de simbología que también daba cuenta de cómo sueñan los mexicanos la estructura nacional encarnada en arquetipos e ídolos.

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En el cine de Rodríguez, se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría. Nosotros los pobres fue una de las películas más vistas en la historia del cine mexicano, tanto en las salas de cine como en los hogares, una vez que la televisión llegó al país. A propósito de esta cinta, Jorge Ayala Blanco, en La aventura del cine mexicano (Era, 1968), uno de los primeros libros de crítica cinematográfica moderna en México, escribe: “Es un nefando producto populachero y todo lo contrario al mismo tiempo. Existe como una piedra de toque del cine mexicano, como un objeto maravillosamente monstruoso, como un sujeto independiente”. Un objeto maravillosamente monstruoso lo fue también el habla popular de la trilogía: “Chántese la charola” o “Ni hablar mujer, traes puñal”, expresiones que podían escucharse en las calles de esa época están todavía registradas en las películas de los setenta, en los personajes de jóvenes que interpretaban actores como Héctor Bonilla; crear ese universo cinematográfico del habla es otro ejemplo de la prolongación de la vida útil de las películas del director. 

Para Ayala Blanco, Los hermanos del hierro (1961) es “la película más perfecta del cine mexicano” si buscamos los rasgos del estilo de Ismael Rodríguez; es la que mejor muestra cómo usaba el sonido, cómo componía un plano y cómo movía la cámara. En un momento, la cámara adopta el punto de vista del personaje interpretado por Julio Alemán (Martín Del Hierro), pero la imagen está acompañada por el sonido: un silbido. Alemán apunta con su pistola al personaje de David Reynoso (Manuel Cárdenas), el hermano de la mujer con la que se ha casado porque quiere salvarlo, pese a que ha sido contratado como pistolero a sueldo. En esta película el destino de los hermanos está pactado desde su infancia por el asesinato de su padre y el rencor de la madre. 

Como esta secuencia, el cine del director mexicano abunda en ideas visuales absolutamente geniales. En sus melodramas, la expresividad de la imagen se encuentra con el trabajo de sus actores —entre su rabiosa gesticulación y la agudeza de las líneas del diálogo—. Uno de los ejemplos más interesantes es la confrontación “hombre a hombre” entre Silvano (Pedro Infante) y Cruz Treviño Martínez de la Garza (Fernando Soler) en No desearás a la mujer de tu hijo (1950), tras una larga serie de confrontaciones sucedidas en La oveja negra (1949), su precuela. Soler fue actor que encarnó el papel de patriarca en el cine mexicano, como en Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1949), en la que según Ayala Blanco  es el defensor de “un modo de vida claudicante”. En una situación distinta  a la película de Galindo, el personaje de Soler en No desearás a la mujer de tu hijo no quiere perpetuar un modelo moral que considera correcto; por el contrario, no hay moralidad correcta. Es un personaje lleno de una vitalidad que pretende rivalizar con su hijo en asuntos de amores hasta que Infante, obligándolo a mirarse en un espejo para recordarle que ya no es un joven, le pregunta: ”¿Dónde quedó aquel brillo de sus ojos?”, en una escena bastante tenebrista, con una iluminación que alarga las sombras de los actores sobre la pared de un gran salón, como si se tratara de una especie de melodrama expresionista, una síntesis entre Galindo y Juan Bustillo Oro. “Cruz Treviño Martínez de la Garza se ríe del tiempo”, responde el personaje de Soler a las palabras de Infante. 

En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía, ya sea a partir de la creación de esa habla, que ahora es parte del imaginario popular, o para construir estas secuencias de confrontaciones memorables. Dos tipos de cuidado (1953) es una película que se resuelve casi exclusivamente por la agilidad del diálogo, como en las comedias del cine clásico americano. Bajo el modelo de estrellas de ese mundo, Rodríguez jugó con la supuesta rivalidad entre Infante y Negrete, en tanto ídolos, y los enfrentó en una ficción. En la famosa escena del juego de coplas Negrete canta “más arriba” mientras que Infante mantiene un tono menor. Pedro Malo ha traicionado la amistad de Jorge Bueno y el registro de la voz lo subraya. Ya no es solo el diálogo el que pone en evidencia su enemistad, también lo hace la música. 

En este sentido, Rodríguez es un cineasta de grandes ideas visuales, pero también sonoras que conocía muy bien cómo funcionaba el sonido en el cine. Cuando una canción es central en la trama —como “Amorcito corazón” en Nosotros los pobres— su evocación, con un silbido, conecta una acción con la otra, el presente con el pasado. 

Rodríguez comenzó su carrera trabajando con sus hermanos Joselito y Roberto —ingenieros de sonido que desarrollaron un equipo óptico de grabación para el cine— y, antes de dirigir su primera película, ¡Qué lindo es Michoacán! (1942), se desempeñó como operador de sonido. El conocimiento técnico, entonces, puede ser la base para la invención de distintas escenas; un método de trabajo propio del periodo clásico, al igual que la formación teatral de Julio Bracho que le permitió pensar cómo filmar el desplazamiento de sus actores en el espacio. 

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Estas particularidades en la forma de filmar de distintos cineastas de la época nos ayudan a pensar en el “estilo” de Rodríguez, independientemente de la recurrencia de formas y temas —a propósito de los temas, él , como varios directores de su generación, incursionó en el melodrama, en la comedia ranchera, en el drama urbano e incluso en algo parecido al western—. 

El cine de Ismael Rodríguez está más cerca de Juan Bustillo Oro, en cuanto al expresionismo de la imagen, que el de Emilio Fernández, por ejemplo; pues mientras dialoga con el melodrama de Alejandro Galindo, respecto a la construcción de las figuras familiares porque para Rodríguez suelen ser más irreverentes, este se opone de una manera muy interesante al trabajo de los actores en el cine de Fernández. Si para Fernández sus actores a menudo parecen modelos o vehículos de una idea, en las películas Rodríguez es central el diálogo, el desacuerdo, el contrapunto. 

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En este sentido es interesante el trabajo de ambos cineastas con Pedro Infante. Fernández incluyó una secuencia musical en Islas Marías (1951) donde Infante interpreta “El cobarde” de una forma sobrecogedora. Fernández trabajó a su modo con Infante, en tanto rostro del cine de Rodríguez, para integrarlo a su universo humanista. Rodríguez, en cambio, no necesitaba que Infante fuera parte de un universo humanista. Él ya encarnaba una vivencia popular que trascendía la pantalla. Si la gente agredía a su enemigo ficcional en la calle, era porque Infante se había convertido, por las imágenes, por el lenguaje de Rodríguez, en una sublimación de la vida común. Como Bracho, Galindo o Fernández, como todos los grandes cineastas que se formaron en su oficio, Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Ese es el primer paso de todo gran cineasta, aunque, a menudo, parecemos olvidarlo.

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En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía.

Apuntes sobre el cine de Ismael Rodríguez

Apuntes sobre el cine de Ismael Rodríguez

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Ismael Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Revisar su cine significa analizar donde se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría.

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Mi padre me contó que después del estreno de la trilogía integrada por Nosotros los pobres (1948), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1953) la gente en las calles del centro de la Ciudad de México solía agredir a Jorge Arriaga, el actor que interpreta al Tuerto, el gran villano de la saga y el mayor responsable de los sufrimientos de Pepe “El Toro” (Pedro Infante). En un caso muy particular, en la historia del cine mexicano, el cine de Ismael Rodríguez —y en específico las películas de Rodríguez con Infante— formaron parte de la educación cinéfila y sentimental de generaciones como la de mi abuela o la de mi padre. Hay que ver las imágenes del funeral de Pedro Infante en ¡Así era Pedro Infante! (1963) —el documental que hizo Rodríguez tras la muerte del actor— para entender la agresión a Jorge Arriaga. En esas imágenes, la multitud sigue el féretro del artista por gran parte del Eje Central, una de las avenidas más amplias de la ciudad. 

En más de 30 años de trabajo juntos, desde Mexicanos al grito de guerra (1943) hasta Tizoc (1957), la última película de Infante, el actor se convirtió en ese ídolo popular con una tremenda habilidad para ir de la risa al llanto, de la comedia ranchera al melodrama. Infante es “el rostro” de gran parte del trabajo de Rodríguez, que soñó con multiplicarlo en una película bastante ambiciosa que iba a llamarse Museo de cera, en la que Infante daría vida a distintos personajes del imaginario nacional: Jesús de Nazaret, Cuauhtémoc, Juan Diego, Benito Juárez, Pancho Villa, entre otros. Rodríguez ya había replicado a Infante en Los tres huastecos (1948), en donde actuaba como tres hermanos distintos: un soldado, un bandido y un cura; otra suerte de simbología que también daba cuenta de cómo sueñan los mexicanos la estructura nacional encarnada en arquetipos e ídolos.

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En el cine de Rodríguez, se juntan dos dimensiones aparentemente contradictorias: la popularidad y la autoría. Nosotros los pobres fue una de las películas más vistas en la historia del cine mexicano, tanto en las salas de cine como en los hogares, una vez que la televisión llegó al país. A propósito de esta cinta, Jorge Ayala Blanco, en La aventura del cine mexicano (Era, 1968), uno de los primeros libros de crítica cinematográfica moderna en México, escribe: “Es un nefando producto populachero y todo lo contrario al mismo tiempo. Existe como una piedra de toque del cine mexicano, como un objeto maravillosamente monstruoso, como un sujeto independiente”. Un objeto maravillosamente monstruoso lo fue también el habla popular de la trilogía: “Chántese la charola” o “Ni hablar mujer, traes puñal”, expresiones que podían escucharse en las calles de esa época están todavía registradas en las películas de los setenta, en los personajes de jóvenes que interpretaban actores como Héctor Bonilla; crear ese universo cinematográfico del habla es otro ejemplo de la prolongación de la vida útil de las películas del director. 

Para Ayala Blanco, Los hermanos del hierro (1961) es “la película más perfecta del cine mexicano” si buscamos los rasgos del estilo de Ismael Rodríguez; es la que mejor muestra cómo usaba el sonido, cómo componía un plano y cómo movía la cámara. En un momento, la cámara adopta el punto de vista del personaje interpretado por Julio Alemán (Martín Del Hierro), pero la imagen está acompañada por el sonido: un silbido. Alemán apunta con su pistola al personaje de David Reynoso (Manuel Cárdenas), el hermano de la mujer con la que se ha casado porque quiere salvarlo, pese a que ha sido contratado como pistolero a sueldo. En esta película el destino de los hermanos está pactado desde su infancia por el asesinato de su padre y el rencor de la madre. 

Como esta secuencia, el cine del director mexicano abunda en ideas visuales absolutamente geniales. En sus melodramas, la expresividad de la imagen se encuentra con el trabajo de sus actores —entre su rabiosa gesticulación y la agudeza de las líneas del diálogo—. Uno de los ejemplos más interesantes es la confrontación “hombre a hombre” entre Silvano (Pedro Infante) y Cruz Treviño Martínez de la Garza (Fernando Soler) en No desearás a la mujer de tu hijo (1950), tras una larga serie de confrontaciones sucedidas en La oveja negra (1949), su precuela. Soler fue actor que encarnó el papel de patriarca en el cine mexicano, como en Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1949), en la que según Ayala Blanco  es el defensor de “un modo de vida claudicante”. En una situación distinta  a la película de Galindo, el personaje de Soler en No desearás a la mujer de tu hijo no quiere perpetuar un modelo moral que considera correcto; por el contrario, no hay moralidad correcta. Es un personaje lleno de una vitalidad que pretende rivalizar con su hijo en asuntos de amores hasta que Infante, obligándolo a mirarse en un espejo para recordarle que ya no es un joven, le pregunta: ”¿Dónde quedó aquel brillo de sus ojos?”, en una escena bastante tenebrista, con una iluminación que alarga las sombras de los actores sobre la pared de un gran salón, como si se tratara de una especie de melodrama expresionista, una síntesis entre Galindo y Juan Bustillo Oro. “Cruz Treviño Martínez de la Garza se ríe del tiempo”, responde el personaje de Soler a las palabras de Infante. 

En el cine de Ismael Rodriguez, lo que se dice es central. El mundo de la palabra es lo que guía gran parte de su filmografía, ya sea a partir de la creación de esa habla, que ahora es parte del imaginario popular, o para construir estas secuencias de confrontaciones memorables. Dos tipos de cuidado (1953) es una película que se resuelve casi exclusivamente por la agilidad del diálogo, como en las comedias del cine clásico americano. Bajo el modelo de estrellas de ese mundo, Rodríguez jugó con la supuesta rivalidad entre Infante y Negrete, en tanto ídolos, y los enfrentó en una ficción. En la famosa escena del juego de coplas Negrete canta “más arriba” mientras que Infante mantiene un tono menor. Pedro Malo ha traicionado la amistad de Jorge Bueno y el registro de la voz lo subraya. Ya no es solo el diálogo el que pone en evidencia su enemistad, también lo hace la música. 

En este sentido, Rodríguez es un cineasta de grandes ideas visuales, pero también sonoras que conocía muy bien cómo funcionaba el sonido en el cine. Cuando una canción es central en la trama —como “Amorcito corazón” en Nosotros los pobres— su evocación, con un silbido, conecta una acción con la otra, el presente con el pasado. 

Rodríguez comenzó su carrera trabajando con sus hermanos Joselito y Roberto —ingenieros de sonido que desarrollaron un equipo óptico de grabación para el cine— y, antes de dirigir su primera película, ¡Qué lindo es Michoacán! (1942), se desempeñó como operador de sonido. El conocimiento técnico, entonces, puede ser la base para la invención de distintas escenas; un método de trabajo propio del periodo clásico, al igual que la formación teatral de Julio Bracho que le permitió pensar cómo filmar el desplazamiento de sus actores en el espacio. 

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Estas particularidades en la forma de filmar de distintos cineastas de la época nos ayudan a pensar en el “estilo” de Rodríguez, independientemente de la recurrencia de formas y temas —a propósito de los temas, él , como varios directores de su generación, incursionó en el melodrama, en la comedia ranchera, en el drama urbano e incluso en algo parecido al western—. 

El cine de Ismael Rodríguez está más cerca de Juan Bustillo Oro, en cuanto al expresionismo de la imagen, que el de Emilio Fernández, por ejemplo; pues mientras dialoga con el melodrama de Alejandro Galindo, respecto a la construcción de las figuras familiares porque para Rodríguez suelen ser más irreverentes, este se opone de una manera muy interesante al trabajo de los actores en el cine de Fernández. Si para Fernández sus actores a menudo parecen modelos o vehículos de una idea, en las películas Rodríguez es central el diálogo, el desacuerdo, el contrapunto. 

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En este sentido es interesante el trabajo de ambos cineastas con Pedro Infante. Fernández incluyó una secuencia musical en Islas Marías (1951) donde Infante interpreta “El cobarde” de una forma sobrecogedora. Fernández trabajó a su modo con Infante, en tanto rostro del cine de Rodríguez, para integrarlo a su universo humanista. Rodríguez, en cambio, no necesitaba que Infante fuera parte de un universo humanista. Él ya encarnaba una vivencia popular que trascendía la pantalla. Si la gente agredía a su enemigo ficcional en la calle, era porque Infante se había convertido, por las imágenes, por el lenguaje de Rodríguez, en una sublimación de la vida común. Como Bracho, Galindo o Fernández, como todos los grandes cineastas que se formaron en su oficio, Rodríguez sabía cómo funcionaba un plano y sabía construir con él una mirada del mundo. Ese es el primer paso de todo gran cineasta, aunque, a menudo, parecemos olvidarlo.

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