Tiempo de lectura: 9 minutosSi en verdad somos un país con tantas voces que saben cómo resolvernos y aún no lo hacemos, hemos estado dando, de manera sistemática y masiva, brazadas de ineptitud —cosa probable en ciertos sectores—. O quizá, esos diagnósticos no se han detenido a hacer las preguntas correctas.
Tal y como me ocurrió en Pensar Medio Oriente, libro anterior a éste, la posibilidad de escribir las siguientes páginas me viene de tener los pies en dos tierras. De la naturaleza del hijo de migrante. En México, país en el que nací, tal condición no es poca cosa. De hecho, cada vez es más relevante. Permite cierta distancia que no renuncia a la razón para atender asuntos que provocan malestares personales; deja vivirlos y otorga una perspectiva doble: la del interno y la del externo, la de la mezcla. Con nosotros, en México, la mezcla es habitual, dentro y fuera de las fronteras. A ella se suman las preocupaciones. En aquel libro que menciono traté de explicar, aclarar, y enfrentarme a los lugares comunes que le suceden a esa parte del mundo, al final del Mediterráneo, que ocupa la mayor parte de mi trabajo y tiempo: lo árabe, lo bizantino y la conjunción en un espacio relativamente pequeño de todos los vicios de la historia y el mundo. Al hacerlo no pude evitar ver en el espejo ese otro lugar en el que habito. Así, los Pensares se han transformado en tres libros: Pensar Medio Oriente, Pensar México y el próximo Pensar Occidente. Los tres buscan definir y despejar lo que considero un terreno común, que anime al diálogo con un lector que comparta la necesidad de reflexionar acerca de lo que frecuentemente parece estar claro y tal vez no lo está. Espero equivocarme lo menos posible.
Hay razones para la desconfianza. Seguramente sobra decir que durante décadas México se mantuvo semiestático en el proyecto posrevolucionario de un partido y limitada oposición. El análisis de esa época es infinito y poco a poco intentaré aportar algo. Son otros los momentos que también considero imprescindibles para pensar lo que sucede en el país. Está por supuesto lo que se ha entendido como la transición a la democracia, que vino en el año 2000 con el triunfo electoral de la entonces centro derecha sobre el sistema monolítico que la precedió. Hay dos momentos más y que son consecuencia del anterior. El más explorado es la guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón, en la segunda semana de diciembre de 2006, el otro se entrecruza y de haber tenido un desenlace diferente sería difícil imaginar al país en la situación en que se encuentra. La negativa de la administración de Vicente Fox a investigar los gobiernos anteriores, ya sea de manera exhaustiva o a través de casos emblemáticos que abrieran las puertas a la formación de memoria colectiva y marcaran una verdadera transición. La visión reformadora de un país desapareció en ese instante y aún no la hemos logrado recobrar. La impensable violencia y corrupción que se convirtió en bandera del primer gobierno priista tras la entrada de la democracia tiene responsabilidades compartidas en lo anterior.
En el primer Pensar, la reflexión partió de una frase familiar que dice: “Para entendernos a los árabes hay que hacerlo desde el lenguaje”. Dicha afirmación, desde la perspectiva de quien escribe, me resultaba relativamente poco incómoda. Sin embargo, su posible comodidad no proviene tanto de un oficio como de un elemento menos discutible, que viene al caso para las siguientes líneas. Estoy convencido de que el principal rasgo de hominidad de nuestra especie es la posibilidad de comunicarnos, entablar diálogos, diatribas, imaginar y darle forma al pensamiento, para también compartirlo. Sin el lenguaje y su expresión escrita, como lo he dicho en múltiples conferencias y espacios en los que amablemente me han recibido a lo largo de los últimos años, nuestra jerarquía en la familia de los primates valdría poca cosa. Seríamos un gorila pequeño y lampiño que gusta de comer platillos sofisticados. El lenguaje es la mayor herramienta civilizadora. Aquí ofrezco disculpas por recurrir a una palabra tan pervertida como civilización y aclaro que cuando la utilice me estaré refiriendo a la construcción de sociedades. Entonces, ¿qué le pasa a una sociedad en la que reducimos el papel del lenguaje?, ¿cómo se aventura su desarrollo cuando la palabra deja de tener significado?
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Más adelante, en alguno de los capítulos, me detendré en los peligros del eufemismo, uno de los supuestos ingredientes centrales en la cultura mexicana, pero la insistencia en hacer del lenguaje un eje central en la explicación y solución de los problemas no obedece a un asunto menor. Si a un fenómeno no lo llamo por su nombre, ¿qué queda de él al querer contarlo a quien no lo presenció? Si el valor de un adjetivo no se encuentra en su intención calificadora, ¿qué estoy describiendo? Cuando el significado de la palabra le pertenece de manera exclusiva a quien la dice, no a quien la escucha, no hay posibilidad de entendimiento.
En los países de tradición árabe casi todo aspecto cultural y político se puede explicar desde el análisis de la oralidad, que devino en la escritura y llevó al lenguaje a un terreno donde la interpretación da pie a una infinidad de significados. En cambio, en México, las palabras parece que no los tienen. Éste es el punto principal, les quitamos su significado. Es posible que aquí, de manera perfectamente inversa a lo que sucede en los países árabes, muchos de nuestros conflictos tengan su origen en la ausencia de valor que padece el lenguaje, este rasgo civilizatorio fundamental, y en cómo esa ausencia se extiende como epidemia corrosiva. Lo que podría parecer un ejercicio de pretenciosa antropología lingüística tiene consecuencias complicadas. No es sólo cuestión de adjetivos que ofenden o alaban sin mayor relevancia. Si la palabra no importa y los adjetivos no califican —o al hacerlo, es a conveniencia—, si los verbos implican la inacción antes que la acción, la ley tampoco será la ley, robar no será tomar lo ajeno, gobernar no dependerá de decisiones, pensar no requerirá ideas, el corrupto se adjudicará nobleza, el ciudadano no necesitará de ciudadanía y el deber será un asunto optativo. Bajo esa perspectiva, no tiene ni caso hablar de derechos.
Sin la prudencia adecuada, debatir sobre un tema de este estilo corre el riesgo de caer en la simpleza. Contrario a la convención que tiende a hacer creer que en México los significados cambian —incluso para una misma palabra, según el entorno, la intención o la proximidad con el interlocutor—, estoy convencido de que en este país las palabras, por momentos, no tienen ninguno. Ejemplos hay muchos, desde el ya muy explicado y coloquial chingón —con sus múltiples acepciones, idealizadas y reivindicatorias, que van de una descripción de cualidades, a la síntesis del logro o el agravio—, pasando por el vitoreo sexual del puto que se grita en estadios, calles y sobremesas. O el cabrón, que no tiene poca relación con el macho cabrío que embiste al enemigo, se ufana de su potencia y, al mismo tiempo, vive sin culpas su capacidad de hacer daño. Dedicaré una parte del libro a explicar este asunto con más detalle y cómo es que permea el día a día de los mexicanos, ocasionando obstáculos que en muchos otros lugares, que no padecen esta erosión de significados, no ocurren o al menos no con nuestra magnitud.
La simpleza excesiva da muestras de las carencias detrás de este problema. Las burlas basadas en juegos de palabras no son ajenas a la costumbre mexicana de actuar con indiferencia a las consecuencias. Sin embargo, su distancia con el humor no es poca y en muchas ocasiones involuntaria. Con frecuencia, estas burlas revelan algunas de nuestras penas: el humor a costa del otro casi por norma tiende a considerar a ese otro como perteneciente a un estrato inferior al de quien emite la voz burlona. El laísmo y leísmo que anteponen el pronombre a un sujeto, derivan en construcciones de las que se hace mofa a sectores asumidos demográficamente bajos. A partir de construcciones que arrojarían un: el fulano, en lugar de fulano a secas, no son escasos los comentarios que llevan a discriminar por tonterías. El tono del fraseo también se emplea para denigrar o discriminar el acento de los pobres —criticado de distinta forma al de los ricos—, como si hubiera una pronunciación de ejemplar pureza en el español mexicano. En estos y otros usos del lenguaje como elemento de análisis de lo mexicano —por limitado que sea— rara vez nos ocupamos de los significados. Insisto en el énfasis sobre este punto central.
Dicha condición de ausencia de significados encuentra en México un auspicio fantástico: la relativización. Es el argumento mediante el cual la ausencia de significados cobra validez; la negación a lo determinante de los significados y acuerdos más básicos; el rechazo a ese consenso que permite el lenguaje. Bajo la tutela de lo relativo y la posibilidad ficticia de cambiar significaciones de los conceptos, la multiplicidad del argot se descubre también en las ideas que permiten abusar tanto como lo hemos hecho de la construcción de una sociedad.
La corrupción no siempre será corrupción, la igualdad permitirá que unos sean más iguales que otros —como diría el clásico— y la responsabilidad será subjetiva. Golpear será tan civilizado como saludar, o escupir e insultar. Mentir será honrado y la realidad, un ejercicio de fantasía. ¿Por qué? Porque sin significados claros y con la voracidad para dar argumentos inapelables a favor del error o daño, en lo relativo de ese error o daño, no habrá un solo hecho que se pueda revisar a partir de la crítica, la moral, la ley, la equidad, o la búsqueda de una mejor sociedad. Aquel poema de José Agustín Goytisolo en el que había un lobito bueno, una bruja hermosa y un pirata honrado, se entromete en la realidad mexicana, que se descubre expulsada de su propia realidad.
Estoy convencido de que, pese a una evidente urgencia, la acción de pensar México no se debe limitar a los temas de las noticias del país, que se han transformado en rasgos de identidad: la recurrente corrupción, la violencia, la impunidad, el mal gobierno, la pobreza y demás. De manera cada vez más frecuente escucho en círculos políticos, empresariales y algunos sectores dedicados al análisis nacional, la defensa de una versión del pragmatismo que obliga a tomar acciones que respondan a los conflictos y brinden respuestas inmediatas. Rara vez he encontrado que esa visión plantee un discurso a largo plazo, con miras a saber qué concepto de país se quiere tener —más allá de la vacuidad del discurso electoral o el estribillo demagógico del país rico, desarrollado, justo, que no se detiene en un ideario para obtener esa riqueza, o justicia—, o algún otro que contemple todas la variables y consecuencias de las acciones, mucho menos uno que parta de las grandes ideas y preocupaciones que han permitido establecer sociedades funcionales en otras partes del mundo. En defensa del pragmatismo, el permanente rechazo de estos círculos a un espíritu filosófico —que, por definición, exige reflexiones que, por ser poco inmediatas, se consideran fútiles—, aleja por completo la posibilidad de resolver aquello que no funciona. ¿En verdad los políticos pragmáticos, los solucionólogos, los empresarios, creen que las ideas del ciudadano, de la ciudad, de la cosa pública, del Estado-nación, surgieron y se pueden dar sin filosofía y a punta de ejercicios prácticos? Para llegar a entender nuestros problemas y aproximarnos a una solución puede ser útil dar unos pasos atrás, no en lo meramente histórico, aunque es imprescindible tomar en cuenta nuestro pasado, al igual que nuestras circunstancias inmediatas. Tampoco encontraremos las respuestas que buscamos en el universo de explicaciones etnológicas que remiten a la colonización europea, ni en su prolongación o correlato —inexacto, por otro lado— estadounidense, con todo y sus consecuencias, día a día más difíciles frente a la evolución de la relación entre México y sus vecinos del norte. Me encantaría rebasar esa línea de determinismo, en la que se distribuyen culpas sin responsabilidades.
A lo largo del siglo XX se ha hablado de esa infinita búsqueda del yo mexicano,1 tema casi obsesivo de la intelectualidad nacional y abundante en textos mucho más brillantes que éste, que no tiene la intención de seguir los pasos de sus autores, a quienes guardo una profunda admiración.2 Incluso con conciencia de ello, no puedo dejar de lado esa incansable necesidad de definir la esencia nacional, que en otros de los países en los que he vivido parece estar medianamente resuelta, aunque se viva plagada de contradicciones.
Pensar México es un ejercicio que pide prudencia y previsión. Estos dos elementos, en contrapunto, están relacionados. Si bien la previsión y la prudencia son acciones adultas, la búsqueda de la identidad, hasta cierto punto, no lo es. Ésta siempre estará íntimamente ligada a la juventud o a la adolescencia. El análisis más duro que he tenido que sortear en mi vida y en mi propia casa, en lo que respecta a estos temas, arrojó la idea de que México no es país dispuesto a crecer,3 en términos de la madurez que le sigue a la infancia. Coincidiendo con esa idea, seguimos comportándonos como el crío en desarrollo que se pregunta por su propia definición. ¿Será que México, por más que pase el tiempo y haya cambiado tanto del fin del siglo XX a los inicios del XXI, no ha llegado a su adultez? ¿Con todo y la historia que carga encima, aún sigue inmerso en la embriaguez de su impericia? ¿Seguimos extraviados en las eternas explicaciones que intentan dar con quiénes somos, mientras crecemos, y aún no tenemos la distancia para definir quiénes fuimos y en quiénes queremos convertirnos? Tal vez, en la intención pragmática que exige resolver nuestros problemas, nos está faltando el código base para pensarnos en una siguiente etapa: un lenguaje que nos permita entablar el terreno común para saber si estamos hablado y queriendo lo mismo.
Adentrarse a estos terrenos, de nueva cuenta, puede parecer ocioso y propio de una estéril discusión académica o de un maestro aburrido con la necesidad de incentivar a unos alumnos a que compartan su rutina. Desde mi posición, la de alguien que vive de escribir y pensar lo que escribe, ese juicio no podría estar más equivocado. No veo mayor ingenuidad que intentar resolver problemas sociales, políticos, económicos, o culturales sin una noción profunda de las bases con las que se pretende construir esas estructuras sociales, políticas, económicas o culturales. El ejercicio de solucionólogos —esos en que nos hemos convertido muchos intelectuales, analistas y políticos— que no preste atención a los fundamentos con los que un grupo de personas ha logrado desarrollar algo y corregir sus errores, estará definitivamente destinado a sólo acercarse, si es que llega a eso, a resolver lo inmediato, permitiendo que vuelva a ocurrir. El origen del conflicto sigue ahí.
¿En verdad creemos que hemos pensado lo suficiente para que las opciones que tenemos ante nosotros nos permitan dejar a un lado una historia de corrupción, mal gobierno, mentiras y miseria? Sin duda hemos avanzado en algo, pero México sigue siendo un país donde la corrupción no extraña, la mentira es habitual, el gobierno carece de legitimidad y en el que más del treinta por ciento de su población se debate en tipos de pobreza. Es decir, es un país que no vive bien. No es poca cosa.
1 Jorge G. Castañeda, Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos, México, Aguilar, 2011.
2 Samuel Ramos, Octavio Paz, Roger Bartra.
3 Ikram Antaki, El pueblo que no quería crecer, México, Océano, 1996.