La reciente publicación de <i>En agosto nos vemos</i> de Gabriel García Márquez nos lleva a preguntarnos sobre las implicaciones éticas de la publicación póstuma de obras inéditas en contra de la voluntad expresa de sus autores cuando aún vivían.
El recuerdo de Céleste Albaret, la mujer que acompañó a Marcel Proust en los últimos años de su vida, está fijado al de una de las grandes obras literarias de todos los tiempos. Sin Céleste, siempre dispuesta a correr ante cada pedido de auxilio de monsieur Proust, el escritor no habría cincelado, detalle a detalle, ese prodigio de la imaginación y la voluntad que es En busca del tiempo perdido. Sin esa saga de siete libros, algunos de ellos publicados cuando ya el autor estaba muerto, la literatura mundial estaría incompleta.
En los márgenes de la historia compartida entre el célebre autor y su primera lectora hay un detalle que nos muestra a una Céleste que no solo acataba órdenes; también tomaba decisiones. Meses antes de morir, Proust celebró con su ama de llaves y confidente la alegría de haber escrito la palabra “fin”. En noviembre de 1922 su estado de salud empeoró. La fiel secretaria llamó a un médico y al hermano de su jefe. Céleste y el médico decidieron inyectarlo. La ama de llaves sabía del terror de Marcel a las inyecciones, pero quería aprovechar que en los últimos días ya no se resistía a ellas.
Al levantar la pierna del escritor para dejar descubierto el muslo en el que lo pincharían, Céleste vio en su rostro la expresión del enfado. “Me decía que lo estaba traicionando. Pero sobre todo, que nunca debía dejar que se le sometiera a esos tratamientos que los médicos imponen a los moribundos”, recordó la mujer años después, en grabaciones que reposan en los archivos de la BBC. Céleste quiso alargar el tiempo de Proust, pasando por encima de uno de los miedos más arraigados en su jefe. Solo buscaba demorar su despedida, pues el escritor ya no tenía fuerzas ni siquiera para hacer mínimas correcciones a su monumental manuscrito.
Otra famosa traición es uno de los puntos de partida de la literatura del siglo veinte: Max Brod, amigo íntimo de Kafka, contradice la voluntad expresa del escritor de Praga sobre su obra. La publica. Sin lo kafkiano, nuestra percepción de lo cotidiano y de lo extraordinario sería muy limitada. Franz Kafka y Marcel Proust murieron con dos años de diferencia, en una Europa traumatizada por la fractura de la Gran Guerra. De esas ruinas emergió la literatura moderna.
En la gran historia del mundo y de la literatura, una traición “mínima”, doméstica (la de Céleste contra el miedo de Marcel a los pinchazos), tal vez nos enseñe algo: que la extensión de una vida difícilmente se puede condensar en una “última voluntad”. El deseo y la voluntad de una persona menguada por la enfermedad o por el peso de los años son falibles. El que temía a las inyecciones, el que dejó de resistirse a ellas, y el que en el momento final volvió a rechazarlas son todas versiones del mismo Marcel Proust. Contradictorias entre sí, pero verdaderas.
La publicación póstuma de En agosto nos vemos, novela breve del escritor colombiano Gabriel García Márquez, nos devolvió las notas de una canción muchas veces oída. Esa canción habla de dudas sobre el origen —o procedencia—, de supuestas traiciones, de broncas —o especulaciones— sobre herencias y dinero, y de últimas voluntades. Un melodrama en el corazón de la haute Littérature.
Los pormenores son sabidos. Dentro del archivo personal de García Márquez, adquirido por el Harry Ramson Center de la Universidad de Texas, reposan cinco versiones de En agosto nos vemos. Del relato, el Nobel colombiano leyó públicamente, en 1999, un anticipo. Según cuentan Rodrigo y Gonzalo García Barcha, hijos varones de Gabo (herederos y albaceas de la obra de su padre), este dijo en vida que la novela había que destruirla. Anciano y desmemoriado, García Márquez se vio poseído por las mismas dudas de Kafka. Como Max Brod, los hijos del autor de Cien años de soledad desobedecieron.
Al volverlo a leer, motivados por comentarios favorables de otros lectores, los hermanos García Barcha modularon su opinión sobre el manuscrito y, ante todo, sobre qué hacer con él. Tomaron la decisión de publicarlo, optando por dar a la imprenta la versión que ellos, la Agencia Literaria Carmen Balcells y Cristóbal Pera, amigo personal y editor de otros libros tardíos de García Márquez, consideraron la más terminada.
Pera recibió el encargo de editar la novela y de establecer el texto definitivo a partir del manuscrito encontrado en un documento de Word y de una versión impresa —la quinta—con anotaciones hechas a mano por el propio autor. “No había que añadir una frase ni un final, estaba todo ahí”, dijo Pera en entrevista con BBC Mundo. Lo confirmó Pilar Reyes, directora editorial de varios sellos de Penguin Random House, en el acto de presentación de En agosto nos vemos ante periodistas del mundo reunidos en Barcelona: “La novela está completa, aunque para su autor no fuera definitiva”.
Nicolás Pernett, historiador y ex becario del Harry Ramson Center, va más allá. “Al libro publicado le faltó edición, fueron demasiado respetuosos y se les fueron cosas que un buen editor hubiera aconsejado cambiar”. Como estudioso de la obra de García Márquez, Pernett ha sido muy crítico con las decisiones de los hijos del escritor. “A veces parece una escena de Cien años de soledad: Aureliano y José Arcadio reclamando Macondo”.
En el prólogo de la novela, los García Barcha exponen el porqué contrariaron la voluntad del padre. Usan la temida palabra: traición. Según ellos, escogieron el placer del lector. En toda decisión humana importante hay dilemas, y buena parte de la polémica suscitada por la publicación de En agosto nos vemos bordea los confines de la ética. “¿Es ético traicionar la voluntad de no publicar esa novela? ¿Qué tan cierta era esa voluntad? ¿Era la voluntad de una persona que ya no era la persona que era?”. El escritor colombiano Ricardo Silva Romero resumió así la sustancia de estos cuestionamientos, cuando lo abordé, como a otros escritores, para saber su posición ante la “última voluntad” de un autor.
“Publicar la novela es, por supuesto, legal: los hijos de García Márquez son los dueños de esos derechos. Y, por otro lado, por el lado ético, está el atenuante de que ya un par de textos eran públicos y el libro estaba a la mano de los investigadores que pudieran llegar a los archivos”, me respondió Silva Romero. La ética social nos indicaría que traicionar una voluntad individual es reprobable. En este caso, se atreve a decir el autor de El libro de la envidia e Historia oficial del amor: “los hijos podían pensar que lo ético es sumarle al mundo belleza”.
Sebastián Estrada, director editorial de Penguin Random House Colombia, salió al paso de las críticas por la publicación de la novela. Lo hizo en Hora 20, un programa de debate político que se transmite por Caracol Radio (propiedad del Grupo Prisa). Según Estrada, lo incorrecto sería que en la edición impresa del libro no se hubiera explicado con claridad y transparencia las condiciones de la publicación y la trayectoria del manuscrito. En efecto, no solo el prólogo de los García Barcha, sino unas notas finales sobre la edición, a cargo de Cristóbal Pera, están a disposición de los lectores. Son los marcos que abren y cierran el libro.
Melodrama familiar y administración de la memoria
La ausencia de un “aparato crítico” en las publicaciones de autores muertos es parte de lo que mueve la invectiva de Ignacio Echeverría, amigo cercano de Roberto Bolaño, que publicó El Cultural del periódico El Español en 2016. El contexto: la noticia de que el escritor chileno empezaría a ser publicado en Alfaguara y no en Anagrama, el sello en el que Bolaño confió y al que entregó, como recalca Echeverría, “la mayor parte de sus libros, incluido el último que él dio por bueno, El gaucho insufrible”.
La editorial que fundó y dirigió Jorge Herralde publicó seis libros póstumos de Bolaño. La relación se rompió a partir de la aparición, en el sello Alfaguara, de El espíritu de la ciencia-ficción, que, al contrario que otras publicaciones de Bolaño tras su muerte, no fue “presentada como un libro inacabado sino como una novela terminada y fechada”. Una diferencia sobre la que llama la atención Karina Sainz Borgo en el texto “Roberto Bolaño, el inmortal”, escrito para Gatopardo. “[L]a publicación póstuma de escritos quizás no del todo terminados por el propio autor, como es el caso de 2666, reclama siempre ciertas aclaraciones mínimas”, escribió Echeverría en su artículo para El Cultural. En las publicaciones recientes del autor chileno, esas aclaraciones se habrían reducido a lo anecdótico.
Echeverría apuntala una de las razones —o tal vez la principal— de este cambio de orientación en la manera de gestionar la herencia literaria de Bolaño por parte de Carolina López, su viuda y albacea. Sería un intento de borrar cualquier trazo de memoria que aluda al vínculo entre el escritor y Carmen Pérez de Vega, una mujer que mantuvo con Bolaño, como lo confirma su amigo, un larga y estrecha relación sentimental. “Los que administran el legado de Bolaño pretenden además controlar, mucho más discutiblemente, su memoria”, afirma categórico Echeverría en el texto mencionado que, no en vano, tiene por título “Roberto Bolaño borrado”.
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La decisión de romper con Anagrama, según López, se debe a que, al revisar los contratos, se dio cuenta de que estaba pagando comisiones más altas que lo habitual; Echeverría, por el contrario, no duda en señalar que se trata de un intento de imponer una “memoria oficial” de Bolaño: “una memoria retocada, censurada, siempre en nombre del interés de los dos hijos que Carolina tuvo con el escritor”. Y agrega que eso ha interferido en que la literatura de Bolaño se publique de forma más acorde con su —hela aquí de nuevo— voluntad.
El affaire Bolaño remite a otro: el sufrido por ese cadáver insepulto que es el escritor colombiano Andrés Caicedo. La obra del autor de ¡Que viva la musica! se dio a conocer en su mayor parte luego de su suicidio, en 1977, cuando apenas contaba veinticinco años. A pesar de su juventud, Caicedo se empeñó en dejar una obra crítica y narrativa e innumerables cartas escritas con angustia y esmero. El padre de Caicedo fue el primero que enfrentó las dimensiones del archivo de su hijo. Su hermana, la también escritora Rosario Caicedo, contó en Esferas, una publicación de NYU, cómo a su padre, Carlos Alberto Caicedo le tocó “meter en una caja tras otra todas las hojas que me pude encontrar, mijita, y eran miles”.
Del cuidado póstumo de la obra de Caicedo se encargaron el cineasta Luis Ospina y el dramaturgo Sandro Romero Rey. Lograron convertir a Caicedo en escritor de culto e ícono de un malestar generacional. Todo iba según lo previsto —“Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”— hasta que la mayoría de herederos del escritor colombiano, agrupados en una sociedad que administraba su legado, vetó en 2017 la publicación de un libro previamente aprobado que contenía su correspondencia completa. El libro iba a ser publicado por el Fondo de Cultura Económica. La razón dicha: una carta no es parte del legado de un autor. La razón no dicha: una carta revelaba relaciones homosexuales de Caicedo. Alerta moral que ya había recibido Alberto Fuguet cuando quiso incluir la carta de la discordia en Mi cuerpo es una celda. Una autobiografía, un libro de y sobre Caicedo que el escritor chileno, creador de McOndo (una etiqueta de abierta confrontación con el realismo mágico), dirigió y montó.
Rosario Caicedo, una de los tres personas que, después de la muerte del padre, quedaron con el legado de Andrés, emprendió una admirable cruzada para que la correspondencia íntegra viera la luz, siguiendo lo expresado por el autor en carta al crítico español Miguel Marías: “estimulado por tu ejemplo, es que renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito”. Y sí, las 198 cartas, publicadas años después en dos tomos por el sello Seix Barral, muestran vivamente la lucidez de un espíritu roto. Rosario logró que se disolviera la sociedad y, en el traspaso de los derechos de la obra a Planeta, los otros herederos —una hermana mayor y un sobrino— tuvieron que retractarse del veto.
Los casos de Bolaño y Caicedo son la evidencia de lo que una obra es capaz de desencadenar. La herencia es un gran tema de la literatura en general, no solo del denostado melodrama. Para una familia, me dijo una vez Rosario Caicedo, no hay desgracia mayor a que le nazca un escritor. Un buen escritor tiene el impulso de cuestionarlo todo, y en esa pulsión bien pueda caer el edificio familiar entero.
Un poco después que Caicedo, en la década de 1960, nació Fernando Molano Vargas, escritor bogotano que murió de sida en 1998, dejando en manos de sus hermanos sobrevivientes obra inconclusa y no publicada. Los hermanos eran muchos, y mal avenidos. La de Molano Vargas es la obra de un muchacho gay que cuestiona a fondo la moral de la sociedad —y la de su familia—. Durante años, ese legado que podría haber trascendido mucho más, ha estado ensombrecido por trámites legales, detrás de los cuales es posible entrever a la moral sexual haciendo de las suyas.
A Caicedo, Molano Vargas y Bolaño les tocó ser escritores después del boom, enfrentar esa herencia parecida a un fardo y ganarse a pulso su lugar en la familia de las letras hispanoamericanas.“Decapitó la herencia del boom”, asevera Karina Sainz Borgo sobre el chileno. Es una ironía verlo compartiendo estas lides póstumas con García Márquez, su némesis. La revelación, en enero de 2022, de una hija mujer del Nobel colombiano, levantó un avispero. El reconocimiento público de la cineasta Indira Cato como hija de García Márquez no ha tenido, hasta ahora, consecuencias en la gestión de su legado literario. Aunque voces como la de Ramiro Bejarano, respetado abogado y columnista colombiano, aprovecharon la publicacion de En agosto nos vemos para preguntarse por qué Indira Cato no participa en las decisiones que afectan la obra de su padre.
La adquisición por parte del Harry Ramson Center del archivo personal de García Márquez, la decisión de publicar En agosto nos vemos, y la cesión de los derechos de adaptación de Cien años de soledad a Netflix, son tres hechos de grandes dimensiones culturales y económicas relacionadas con el legado del autor de El otoño del patriarca. Es bien sabida la renuencia de Gabo a que Cien años de soledad se tradujera a imágenes en movimiento. Los hijos, otra vez, desobedecieron, o siguieron al pie de la letra esa otra voluntad también expresada por el padre de que una vez muerto hicieran con su obra “lo que se les diera la gana”.
En medio de todos estos movimientos se abrió en octubre de 2021, en Fuego 144 del lujoso barrio del Pedregal de San Ángel, en Ciudad de México, la Casa García Márquez, y se pusieron a la venta más de 400 objetos, especialmente ropa que perteneció al escritor y a su esposa Mercedes Barcha. La directora de esta Casa Museo es Emilia García Elizondo, nieta de Gabo y Mercedes. Le pregunté por la unidad de la familia en cuanto a todo lo que compromete la herencia de ese genio creador que inventó tantas posibiilidades de ser latinoamericano. “Es claro que como familia somos muy unidos. A pesar de todos tener (sic) nuestras propias vidas, carreras y caminos, hemos encontrado la manera de que en lo que concierne a Gabo y Mercedes y su legado, siempre estemos de acuerdo”, me respondió García Elizondo. García Márquez hizo suya, alguna vez, la frase de Tolstoi. “Todas las familias felices se parecen…”.
Mensajes de amor de curso legal
En una carta a Mario Jursich, editor del volumen de correspondencia de Andrés Caicedo que iba a publicar el Fondo de Cultura Económica y terminó viendo la luz con Planeta, Rosario Caicedo resume las desavenencias en torno a la obra de su hermano como “uno de los problemas de ser un prolífico escritor y morir joven y sin testamento alguno. En este caso en particular, más que problema, infortunio”. Todo indica que, más que un asunto de juventud o imprevisión, por regla general un legado literario es algo que quema entre las manos de los herederos. Entre el autor y sus lectores hay muchos intermediarios. Y no poca burocracia. Menos mal, y gracias a Max Brod, tenemos los libros de Kafka para consolarnos dandole un estatuto literario a esa muerte del espíritu que es estar ante la ley.
La literatura, una gran desobediente de toda regla social, vive en el mundo (aunque se produzca en el encierro y el aislamiento, como À la recherche) y limitada por sus leyes. “Los derechos de autor son un patrimonio como otro cualquiera, y donde quedan establecidos después de la muerte de un autor es en el testamento que este autor haga. Allí están las condiciones en las que deja en herencia los derechos sobre sus obras”, me explica Paula Canal de Indent Literary Agency. “A veces el autor nombra a un albacea de la obra, que es la persona que decide qué se hace con la obra, independientemente de los beneficios monetarios, que se pueden distribuir igual que cualquier otro bien”, dice Canal. El albacea, a veces, es el mismo heredero. Así es en los casos de Carolina López con la obra de Bolaño, y de Rodrigo y Gonzalo García Barcha con la obra de su padre.
Para la publicación de autores muertos cuyas obras aún no pertenezcan al dominio público, las editoriales hacen el contrato con quien esté en posesión legal de poder cederles los derechos. “Para ello se requiere copia del testamento”, aclara Canal. Aquel testamento donde tiene que haber quedado escrita la última voluntad del autor. Todo debería fluir, transparente como el agua. Pero no siempre ocurre así. Más allá de lo escrito como última voluntad de un muerto y antes de eso, de un enfermo, está la voluntad de los vivos. Y es imposible disociar la voluntad de los celos, la ambición o del simple deseo humano. El deseo, por ejemplo, de que un moribundo viva un poco más, aunque un autor vive, realmente, en sus lectores, como dijo la escritora Carolina Sanín en el ya mencionado programa radial Hora 20. “Esa es su eternidad”, agregó. Su tiempo recobrado.
Los vivos ocultan y suprimen, desoyen y desobeden. Como Céleste, intentan detener artificialmente el curso inexorable del tiempo. O mantener la ilusión de que, incluso después de muerto, un escritor escribe. Los vivos interpretan y los muertos no corrigen, no tienen cómo. ¡Ah!, los testamentos: volver a la letra buscando en ella el espíritu. ¿Un testamento es un mensaje de amor de curso legal, como dice la canción de Serrat? Al fin y al cabo un testamento es, también, literatura. Una literatura en su forma menor, pero también con pasiones ocultas, acertijos por descifrar y meandros en los cuales extraviarse.