Hace un par de décadas, tal vez, cualquier discusión sobre la guerra contra las drogas, declarada por Richard Nixon en 1973, podría razonablemente haberse dedicado a examinar si la erradicación de las cosechas que producen narcóticos y el exterminio violento del narcotráfico eran la mejor forma de evitar que los jóvenes y las personas más vulnerables caigan en la adicción. Al fin y al cabo, era la existencia de los adictos, y el deseo de que su número no siguiera creciendo, lo que justificaba la idea misma de la prohibición de las drogas. Pero la asombrosa, espontánea y rebelde discusión sobre las drogas que sostuvieron los líderes hemisféricos en una cumbre en abril en Cartagena, Colombia, apenas tocó el tema de la adicción, porque esa hora ya pasó. La discusión, que por primera vez en cuarenta años cuestionó la hegemonía de Estados Unidos sobre temas relacionados con las drogas, se enfocó más bien en cómo la salud financiera, la estabilidad política y la seguridad nacional de prácticamente todos los países de América Latina han sido socavadas por el narcotráfico.
No es la discusión que el presidente Barack Obama se hubiera imaginado unas semanas antes de la cumbre. Él es tremendamente popular en el extranjero, en particular en lugares como Cartagena, donde una numerosa población negra lo considera de los suyos. Y ninguna reunión hemisférica en el pasado se había desviado de la línea oficial de Estados Unidos sobre el combate a las drogas. Pero por primera vez los líderes que participaron en la cumbre debatieron de manera abierta —aunque a puerta cerrada— si la mejor forma de detener el desastre no sería poner fin a la guerra contra las drogas, financiada y dictada por Estados Unidos, y legalizar o regularizar parcialmente el narcotráfico.
La sola palabra «legalización» ha sido un tabú durante tantos años que fue casi escandaloso que la propusieran como opción sensata los aliados intachables de Estados Unidos, como Juan Manuel Santos, presidente del país anfitrión; Otto Pérez Molina, presidente de Guatemala, y Laura Chinchilla, presidenta de Costa Rica, una nación pacífica y por lo general de bajo perfil. Varios presidentes, en particular Ollanta Humala del Perú, se opusieron con tenacidad a cualquier ablandamiento de la política actual, pero, en últimas, la única oposición que cuenta es la de Obama. Y ya se sabía que no se desviaría un ápice de la postura tradicional: la legalización es impensable. Finalmente, se trata de un año electoral.
Durante los días previos a la junta, la secretaria de Seguridad Nacional, Janet Napolitano, el vicepresidente Joseph Biden y hasta el mismo Obama dejaron clara la respuesta oficial de lo que se pudiera llegar a decir en Cartagena. Un día antes de la cumbre, el presidente le dijo a un consorcio de periódicos latinoamericanos que «Estados Unidos no va a legalizar o despenalizar las drogas, porque tendría serias consecuencias negativas en todos nuestros países, en términos de salud y seguridad pública. Por otra parte, legalizar y despenalizar las drogas no eliminaría el peligro que representa el crimen transnacional organizado». Pero el hecho de que tantos funcionarios estadounidenses de tan alto rango se pronunciaran sobre el tema es indicio de la fuerza con que la Casa Blanca sintió necesidad de ponerse al frente del debate.
Donde antes existían dos o tres grupos de narcotraficantes, hoy hay varias docenas de mafias. Donde antes eran sólo unos cuantos países involucrados en el tráfico, principalmente los países andinos y México, ahora casi no queda país en el hemisferio que no haya sido afectado por esta epidemia. Bajo la presión de las ofensivas en su contra, los traficantes se han transnacionalizado, diversificándose en Centroamérica y el Caribe para abarcar desde el tráfico de CD y DVD hasta armas o mujeres y niños para la prostitución. Hay corrupción sistemática en los bancos internacionales. Los funcionarios del gobierno estadounidense ya dan por hecho que, con su inmenso poder y dinero, los traficantes mantienen contactos con el terrorismo internacional. Es un saldo aterrador.
«Estamos frente a una manera de enfocar el narcotráfico que no es que no vaya a servir, sino que ya no sirvió», comentó en una llamada telefónica unos días antes de la cumbre el ex presidente de Colombia César Gaviria. Inquieto e irreverente, Gaviria tiene el tono de voz tipluda frecuente en las personas hiperactivas. Fue presidente durante los años más duros de la narcoguerra colombiana —de 1990 a 1994— y después secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) durante diez años. Ahora está de regreso en Colombia, observando lo que sucede en torno a las políticas de narcotráfico con lo que sólo se puede describir como disgusto, y no le queda paciencia para los fraseos diplomáticos. «Estamos a cincuenta años de la Convención de las Naciones Unidas (sobre narcóticos, firmada en 1961) y a cuarenta de la declaración de guerra de Richard Nixon, y la política fracasó».
Gaviria, quien fue presidente en los años en que el poderoso narcotraficante Pablo Escobar montó una guerra en contra del Estado, tuvo oportunidad de observar de cerca la brutalidad de los costos de la guerra contra las drogas y su inutilidad. Hace tres años, junto con el ex presidente de México Ernesto Zedillo, se unió al de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, creador de la comisión que se ha dado a la tarea de estudiar los fracasos de la guerra a las drogas y encontrar otras formas de luchar contra las mafias de narcotraficantes, reducir el consumo y mitigar el daño a los países que producen la materia prima para los narcóticos (hoja de coca, amapola, mariguana). En 2009, los tres ex presidentes dieron a conocer por primera vez sus propuestas sobre la necesidad de algún tipo de legalización. Desde entonces se han unido a ellos el ex secretario general de Naciones Unidas Kofi Annan y el ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos Paul Volcker, entre otras docenas de figuras públicas. El grupo aboga por un enfoque diferente al tema de las drogas, abriendo así el camino a la rebelión de la Cumbre de Cartagena, encabezada por el presidente Pérez Molina de Guatemala.
Pérez Molina, general jubilado, antiguo jefe de inteligencia, egresado de la Escuela de las Américas del Pentágono, presidente actual de Guatemala, conoce bien la guerra contra las drogas. En 1993 fue responsable de la captura y extradición a México de Joaquín Guzmán, aún considerado el narcotraficante más poderoso del mundo. Posteriormente, Guzmán pasó ocho años en una cárcel mexicana (se fugó en 2001), pero su organización traficante creció como globo, al igual que los grupos de sus numerosos rivales.
Mientras tanto, en un país pobre y estratificado, devastado por una década de guerra, Pérez Molina veía cómo se desmoronaban las estructuras sociales y las instituciones al tiempo que Guzmán y sus rivales se peleaban el control de Guatemala como corredor de narcotráfico. La tasa de homicidios pasó de un ya alto 24 por 100 000 personas, en 1999, a la asombrosa cifra de 41 en 2010. (En comparación, la cifra total en México —que recibe mucha más prensa internacional— fue de 18 el año pasado; en Estados Unidos fue de cerca de 5). El optimismo que sintieron todos los involucrados en la guerra civil de Guatemala cuando finalmente se firmó un acuerdo de paz, en 1996 —Pérez Molina fue uno de los firmantes—, se desvaneció al tiempo que la inmigración, la seguridad, la justicia y todos los servicios sociales del país recibían el impacto subversivo del dinero del narcotráfico.
A menos de un mes de haber tomado posesión, el 12 de febrero, Pérez Molina le pidió a sus colegas centroamericanos considerar tanto un cese al fuego unilateral con los narcotraficantes como formas de legalizar las drogas para eliminar las ganancias que impulsan su comercio. Como pasa a menudo con temas que conciernen a Latinoamérica, Estados Unidos fue tomado por sorpresa. El 27 de febrero, Napolitano voló a Guatemala para sostener una conversación «preocupada» con Pérez Molina, como fue descrita por alguien que presenció esa reunión. Se fue ese mismo día. Pérez Molina se mantuvo firme.
La respuesta casi inmediata y notablemente favorable a la propuesta de Pérez Molina invalidó la agenda oficial de la cumbre. La escasa atención que recibió la reunión en Estados Unidos se limitó en realidad a una cobertura, a la vez santurrona y morbosa, de la sorprendente afición de algunos agentes del Servicio Secreto a las parrandas con prostitutas. Pero Santos, el anfitrión de la junta, se había asegurado de que el tema de la legalización y sus alternativas fueran parte de la agenda oficial, y la mayoría de los líderes nacionales venían preparados para la discusión.
Aún más franca que su colega guatemalteco resultó ser Laura Chinchilla, presidenta de Costa Rica, país conocido por sus programas vanguardistas de conservación ecológica y por el hecho de que, en 1948, una junta militar progresista abolió el Ejército, dando lugar a que se convirtiera en el país más estable y próspero de Centroamérica. Mientras que la mayoría de los participantes de Cartagena no filtraron ni media palabra sobre las conversaciones al interior del edificio de convenciones de Cartagena —al cual la prensa prácticamente no tuvo acceso—, Chinchilla dio una entrevista deslumbrantemente franca a un periódico colombiano. «Para Costa Rica, el camino (el nuestro, por lo menos) no es la guerra contra las drogas —dijo Chinchilla—, porque no tenemos Ejército y no estamos dispuestos a que nos enganchen a ese convoy de destrucción, de militarismo, de gasto exorbitante, que distrae a los Estados de sus esfuerzos para la inversión social… Costa Rica ha avanzado en la despenalización del consumo de drogas, que creemos que es un asunto de salud pública y no un asunto de derecho penal».
El tono de las declaraciones de tanto presidente centrista —Pérez Molina, Santos, Chinchilla— no tiene precedentes en cuanto a su disposición de enfrentarse a Estados Unidos y exigir que ellos también consideren la posibilidad de legalizar. Pocos días antes de la cumbre, le pregunté a Fernando Carrera, secretario de Planificación y Programación de la Presidencia de Guatemala, si la campaña de legalización de Pérez Molina era, en efecto, un ataque a Estados Unidos. Al contrario, contestó: «El presidente y su equipo consideran que hay credenciales para decirle a Estados Unidos que no somos enemigos, por el contrario, consideramos que le estamos haciendo un gran favor al traer el tema a la luz pública».
Carrera, un economista afable y de hablar pausado, con una maestría en Economía y Política del Desarrollo por la Universidad de Cambridge, habló de la forma perniciosa sobre que nunca se llega a vencer al narcotráfico atacándolo, ya que sólo se desplaza de un país a otro, dejando detrás de sí un desastre. «México lo que ha hecho es barrer el problema debajo del tapete, y directamente hasta nosotros, y nosotros a nuestra vez hasta Honduras. Honduras es, hoy por hoy, uno de los países más violentos del mundo [82 homicidios por cada 100 000 habitantes], y es el corredor principal del narcotráfico que va de los países de producción hacia el sur hasta los países de consumo hacia el norte. Yo sería el último en decir que debemos dejar de perseguir a los criminales —dijo Carrera—. Nosotros tenemos un Estado de derecho débil, y no nos interesa que se debilite más, pero el problema no es de Guatemala. El problema es el del tránsito de la producción al consumo… ese tráfico nos obliga a invertir una enorme cantidad de recursos para intentar solucionar un problema global».
En consecuencia, en una reunión previa a la cumbre de líderes centroamericanos, su jefe sugirió que los países que gastan enormes cantidades de sus escasos recursos en el control del tráfico de drogas en su camino a Estados Unidos, «sean monetariamente compensados (por su esfuerzo) por las naciones que las consumen, y que 50% de esta compensación económica se destine a la lucha contra las drogas, 25% a la educación y 25% a la salud».
Pero, por más que se hayan roto el silencio y los tabúes, por más que en Cartagena se hayan discutido por primera vez de forma franca los temas del narcotráfico, ni antes ni después de la cumbre se mencionaron otros aspectos de la guerra que, a mi parecer, son tan fundamentales para la discusión como invisibles de forma permanente. Hace años, pasé meses en una comunidad plagada de drogas en Río de Janeiro, y al final de mi estancia me pareció indudable que las cuestiones de raza, desigualdad y segregación de clase que impactan cada faceta de las sociedades latinoamericanas también subyacen al enorme problema de las drogas.
En esa época viví en la ladera de un cerro, en la favela, o barrio marginal, de Mangueira, que en ese momento estaba dominada por tres narcotraficantes, cada uno rey de una parte distinta del cerro. La violencia era asombrosa, pero más sorprendía la indiferencia oficial ante ella. La primera noche que visité la sede de la famosa «escuela», o asociación de desfile de carnaval, de Mangueira, el presidente de la asociación fue acribillado a balazos a unas cuantas cuadras. Una de mis amigas allá, una mujer lindísima llamada Fia, murió estrangulada unos días después del carnaval.
Al poco tiempo de haberme mudado a una habitación en una vivienda en la cumbre del cerro, me puse a ver televisión con uno de los niños de la casa. En la pantalla se presentaba una escena de homicidio, y el niño comentó: «Ésa no es la forma de matar a un hombre», y me hizo una demostración de la forma correcta de retorcer una navaja en el vientre de la víctima. Luego me enteré de que era hijo de uno de los traficantes del cerro, del bueno, el que regalaba lápices y gises a la escuela paupérrima del cerro, y a quien consideraban tan justo que la comunidad recurría a él para que hiciera de juez.
Ningún mangueirense esperaba que la policía o el sistema judicial les hiciera, efectivamente, justicia (aun cuando el castigo a los culpables decretado en la favela a veces fuera el linchamiento). El narcotráfico era la principal fuente de empleo para los jóvenes de la favela; entregaban drogas, o las vendían o hacían de soldados en la guerra contra la competencia. Los adultos se formaban durante horas cada vez que la ciudad abría concurso para una plaza de recolector de basura, que era de lejos el trabajo mejor pagado y de mayor estatus en Mangueira. Pero a los jóvenes no les fascinaba la idea de ganarse la vida ahogados en desperdicios.
En los meses que pasaron entre mi primera visita a la favela y la muerte de Fia, me convertí en una especie de fotógrafa no oficial para familias que nunca habían tenido una foto suya o de sus hijos, y así pude entrar a muchas casas y enterarme de que, casi sin excepción —de hecho, sólo recuerdo una—, cada familia con la que hablé guardaba duelo por al menos un familiar muerto a manos de la violencia. Toda esa violencia se relacionaba directa o indirectamente con las guerras entre la policía y los narquitos de la favela, o entre los diferentes grupos de traficantes. Que yo recuerde, ningún caso fue llevado a juicio. Cada día resultó más claro que todas las favelas —porque Mangueira era sólo una de cientos en la ciudad— tenían la autorización no explícita del gobierno para ahogarse en su propia sangre, siempre y cuando se mantuvieran fuera de la vista de los barrios prósperos (y blancos) del sur de la ciudad.
Lo notable del problema perenne que tiene Brasil con el crimen relacionado con la narcoviolencia es que el país nunca ha participado en una guerra antidrogas impuesta o supervisada por Estados Unidos. En cambio tiene un mercado grande y próspero de consumidores de cocaína y mariguana y leyes de prohibición implementadas de manera tan selectiva y descuidada que, cada fin de semana, en Mangueira vi filas de autos de lujo, venidos desde las esplendorosas playas de Río a comprar su dosis de droga para la fiesta, ante la indiferencia de las fuerzas del orden que otras veces, como por capricho, subían a matar o encarcelar a los habitantes de la favela.
Durante años, el mito de que los países en vías de desarrollo no tienen problemas de consumo de drogas fue aceptado en Brasil como en otros lados, pero no tiene fundamento. Lo cierto es que los traficantes proporcionan de manera sistemática drogas a los jóvenes en las comunidades pobres para crear un mercado local, y que los adictos pobres en estos países suelen recibir las muy peligrosas sobras de las drogas que consumen los ricos. Brasil es tan sólo el último país en resentir el impacto del uso generalizado del crack.
¿Existe, de hecho, una alternativa realista a la prohibición? Las opciones que se han sugerido van desde reconocer que la mariguana es prácticamente legal en Estados Unidos y en gran parte del resto del mundo —que debería de serlo de forma oficial (se estima que es la mayor fuente de ganancias en el mercado ilegal)— hasta plantear un enfoque regulado en que los anuncios de mariguana estarían prohibidos, la distribución restringida a puntos de venta gubernamentales y las ganancias se gravarían a una tasa elevada de impuestos.
La legalización podría incluso ser de menor prioridad si, como recién señaló un editorial del periódico digital salvadoreño www.elfaro.net, los gobiernos se concentraran primero en soluciones mucho menos controvertidas y más económicas:
«Los partidos políticos, infiltrados por el narcotráfico, siguen captando dinero sin necesidad de declarar su origen, porque aún no hay aprobación ni de la ley de financiamiento de campañas ni de la ley de partidos políticos. Tampoco hay una reforma fiscal integral que permita a los estados obtener suficientes recursos para financiar una policía mejor pagada, con mejores equipos y mayores controles; más y mejores prisiones…».
Y el autor podría haber añadido un sistema de justicia que funcione, puesto que en México, por poner apenas un ejemplo, sólo dos de cada diez homicidios llegan a los tribunales, y menos de la mitad de los recluidos en las cárceles ha recibido sentencia.
No se llegó a conclusiones radicales en la Cumbre de Cartagena, que terminó cuando Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de Argentina, salía airada de una reunión que no llegó a redactar una declaración sobre el derecho de su país a las Malvinas. Con sólo Estados Unidos y Canadá en contra, los demás países presentes por fin votaron unánimemente a favor de la participación de Cuba en la cumbre de 2015. El anfitrión, Santos, se echó una cascarita de futbol contra el presidente boliviano Evo Morales (a quien se puede ver en YouTube en un juego similar con sus opositores políticos, asestándole un rodillazo en las partes nobles a un jugador desprevenido).
Obama guardó un prudente silencio durante la mayor parte de la reunión, a juzgar por los elogios subsecuentes a su «habilidad para escuchar». Y, puesto que no lograron una declaración unánime respecto a las drogas, los presidentes recomendaron que la oea —reconocido cementerio de iniciativas de gran alcance de cualquier tipo— estudie el problema.
Sin embargo, sí pasó algo importante en Cartagena. Se rompió un tabú, se entabló una conversación, y el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, pareció indicar con palabras cuidadosamente escogidas que, en efecto, sería muy buena idea reestructurar de forma radical la legislación de las drogas. Más que nada, quedó la fuerte sensación de que la guerra contra las drogas, que no está cerca de terminar, se ha vuelto tan destructiva que ya no se puede defender. No será un final sencillo; los traficantes, contrabandistas y sicarios desempleados son un peligro, y los mecanismos de legalización no son sencillos y sí son riesgosos.
En cuanto a los adictos en la esquina de cualquier calle de Bogotá, Sevilla, Nueva York o Cracovia, «erizos» y temblorosos mientras aparece la siguiente dosis, no existe solución a la vista para ellos, con o sin descriminalización, regulación o legalización total. Pero se podría pensar en una política con la cual, por ejemplo, 6% del presupuesto nacional que en la actualidad gasta Colombia en operativos antidroga, antiguerrilla y antiviolencia, pudiera más bien destinarse a contribuir a la estabilidad familiar, por medio de escuelas y capacitación laboral, centros de bienestar familiar y parques públicos, programas de entrega voluntaria de armas, policía de barrio amable y calles bien iluminadas. Son políticas que podrían mantener a los niños a salvo y lejos de las calles, donde ellos no encuentran placer o escape excepto por el sueño tóxico de las drogas. Siempre habrá alcohólicos, fumadores y drogadictos, pero una sociedad que cuida el bienestar de su población seguramente producirá menos de ellos. \\
Traducción de Clara Marín.
Publicado originalmente en The New York Review of Books.