Los oráculos del bótox
Olivia Zerón Tena
Fotografía de Fred Ramos
¿Bótox o no bótox? Es una pregunta usual de una mujer de 45 años frente al espejo. Pero la piel, con sus líneas de expresión, con sus señales de triunfo (perseverante) o de fracaso (previsible), no puede ser lo único que está en cuestión.
Una carrera imposible contra el tiempo
Para llegar a la clínica, atravieso caminando un parque fresco, oloroso a pino y aún húmedo por las lluvias de anoche. Toco el timbre, volteo a ver mis botas. Espero que no estén muy enlodadas. Imagino que entro y voy dejando huellas sobre el piso blanco, inmaculado de la recepción. Antes de que el portero me abra, doy un paso atrás para mirar la fachada; pienso en la cantidad de veces que pasé enfrente de ella camino a casa, mientras me preguntaba qué tanto sucedería ahí dentro. Ahora lo sé —tratamientos para problemas de acné, caída de cabello, dermatitis, revisión de lunares y manchas, rejuvenecimiento facial, aplicación de bótox y rellenos faciales y una larga lista de procedimientos más complejos que se hacen con aparatología—, aunque aún no en carne (y, acaso, piel) propia.
La doctora Gisela Montoya me recibe sonriente, en su impecable uniforme médico color azul. El pelo liso, café oscuro, cae sobre los hombros, y su rostro tiene un aspecto limpio, con un maquillaje en tonos naturales, brillo labial y un discreto delineado tipo cat eye. Luce justo como el día en que la conocí, aquel en el que fui a consultarle sobre una mancha en la pierna que me apareció hace años, para acabar explicando frente a ella y su joven doctora asistente que de un tiempo para acá a menudo percibía mi cara cansada; que se me habían marcado particularmente las líneas a ambos lados de la boca, herencia de la familia materna —“surcos nasogenianos”, aunque entonces aún no conocía su nombre—. Fue el día, en fin, en el que me esforcé en transmitirle, con la mayor claridad posible, que no buscaba verme más joven, sino solo “un poco más fresca”, sin desaparecer las líneas de expresión que forman parte de mí. No estaba decidida todavía, subrayé. Solo quería conocer “qué opciones hay”.
En esta segunda visita, la doctora Montoya me lleva a una sala de espera despejada y silenciosa. Sugiere que conversemos aquí y no arriba, donde se aplican los tratamientos, porque ponen música y podría molestarnos. Son las 10 de la mañana. Tenemos una hora para conversar antes de que empiecen a llegar sus pacientes. Le espera un largo día; a mí, un imprevisible recorrido, y no estoy segura de que se trate solo de mi rostro.
“Gracias. Solo estoy mirando”
Conviene regresar, encapsular lo que sentí la primera vez que intenté explicarme en la clínica de la doctora Montoya. Escuchar mis propias palabras era imaginarme cruzando una cuerda floja de anhelos, culpas y resistencias; una contradicción difícil de transitar. Me sentía rara y hasta un poco superficial por ir a una consulta, y dedicar tiempo y dinero a estas cosas. Pero esa especie de vergüenza (lo entendí luego) era en buena medida ante mí misma, por “rendirme” y admitir con apertura que no me daba igual lo que me estaba pasando físicamente.
Quizá lo que esperaba de mí misma era ser capaz de abrazar cada arruga de mi rostro. Eso sería lo lógico, dado que soy una mujer que se supone que entiende que la belleza es un mito; que identifica los cánones impuestos y la industria millonaria que se alimenta de nuestras inseguridades; que se da cuenta de que la sociedad enjuicia de forma distinta a hombres y mujeres que se aproximan a la edad madura.
En Espejito, espejito. La tiranía de la belleza, Maura Gancitano afirma que “el deseo de ser bella y la fijación en las imperfecciones del cuerpo suelen considerarse debilidades femeninas. Deberías aprender a ignorar lo que te dicen, porque, si te afecta y te condiciona, no eres lo bastante fuerte. Deberías liberarte de la necesidad de aprobación y de culpar de tu malestar a las presiones externas”. Y menciona una doble culpa que cae sobre nosotras: la de no ser lo bastante bellas, pero tampoco lo bastante fuertes. Deberíamos, deberíamos, siempre deberíamos…
Con todo, hice la cita en la clínica. Es más: cruzar esa puerta me supo a liberación, y ese triunfo no dependía de si terminaba “haciéndome” algo o no. Simplemente me dio la gana abrirla. Una ventaja de esta edad es no deberle explicaciones a nadie.
No ignoro que, en vez de una puerta, pueden ser tres. Una, la que se abre a la falta de ética profesional, la charlatanería y los riesgos para la salud; otra, la de una especie de secta médica que busca atraparte para que te sometas a todo, inviertas tu dinero y no pares, y la última, la que te presenta nada más que la posibilidad de una experiencia más de vida, que aporte “algo” a tu conocimiento personal. Sin minimizar las otras, me interesa la tercera opción.
“Tú puedes decidir respecto de tu propio cuerpo, y claro que puedes tomar malas decisiones, decir: ‘Lo probé, no me gustó’, y listo. Hay que encontrar como mujeres nuestro lugar en el mundo y que no esté dictado por otros sujetos”. Esta manera de cortar por lo sano mis dilemas me la proporciona la persona, quizá, menos pensada: Hortensia Moreno, académica del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México (CIEG UNAM) y directora de la revista Debate Feminista. “Es un juego que no tiene una solución o una receta”, recalca. Un juego interesante de entender.
Lo reparable y lo costeable
Isabel llega temprano a mi casa. Tenemos muchos planes para este sábado de principios de verano. Abrimos unas cervezas e improvisamos algo de comer en la cocina mientras nos ponemos al día de nuestras vidas. Es periodista y escritora, y desde que coincidimos hace unos años en un proyecto no nos hemos soltado. Somos la prueba de que es falso eso que dicen de que llega una edad en la que ya no haces nuevas amigas. Isabel y yo somos a prueba de balas.
Tengo fresca mi primera visita a la clínica de la doctora Montoya, y le confío a Isa lo fuerte que fue escuchar mi “diagnóstico de rejuvenecimiento”, que no es otra cosa que una lista, desde un punto de vista médico-estético, de todo lo que ya está “mal” o empieza a estarlo a causa del paso del tiempo, y que habría que pensar en corregir e invertir en ello, en plan ahora o nunca. “Es que si lo piensas —le digo—, en el fondo lo que está mal es envejecer y que se note. Entonces, hacer todo para pretender que no está pasando parece una batalla perdida”. ¿Existe un punto intermedio que no implique la ilusión de que es posible desafiar al tiempo?
Te recomendamos leer el ensayo: «Únete a los pesimistas«.
Isa es mayor que yo por cuatro años. Mi relato le parece fascinante porque nunca ha pisado un consultorio como el de la doctora Montoya. Con esos pómulos bien formados, la mandíbula marcada, nariz fina y recta, sonrisa que ilumina, más el pelazo de anuncio de champú, creo que nunca la he tenido enfrente sin decirle lo bonita que está. Pero con toda su cara guapa, le digo que estoy segura de que, si la llevara a la clínica, le dirían que necesita bótox —como se le conoce popularmente a la toxina botulínica que se inyecta para inmovilizar ciertos músculos— con el fin de eliminar las “patas de gallo” que se le marcan cuando ríe y que le quedan fenomenales.
Vamos a la sala y nos ponemos cómodas en el sillón. Le cuento a Isa lo que finalmente me recomendó la doctora, tras llegar a nuestro piso de entendimiento común: atender solo lo principal —¿lo deseable?, lo costeable—, no todo lo “reparable”. “Me propuso dos alternativas de tratamientos que yo no sabía que existían; aunque funcionan por separado, me aseguró que, si se hacían en conjunto, era el éxito total y absoluto —y le explico, sin intentar usar términos médicos—: Es una máquina que manda estímulos a las capas profundas de la piel y provoca la reactivación de cosas cuya producción, con la edad, se desactiva. Hace esa chamba y, luego, como complemento, viene la inyección de un ‘bioestimulante’, que también provoca que tu hueso ‘despierte’ y se ponga a producir colágeno”.
Isa sentencia: “Parece una batalla campal contra tu hueso”. Y sí. Tanto avance en el desarrollo de la tecnología, tanto tratamiento con precios increíblemente caros… Me empieza a dar vértigo. En mi receta, que también indica lociones, ampolletas y vitaminas para el pelo, está escrito:
REJUVENECIMIENTO:
TERCIO MEDIO E INFERIOR: BIOESTIMULANTE E. 2 JERINGAS. $18 500 PESOS. ULTRA LIFT TRONIC: PRODUCCIÓN ALTA DE COLÁGENO, TENSADO FACIAL, LIFTING FACIAL, DISMINUCIÓN DE BOLSAS EN MEJILLAS Y MARIONETAS. 1 SESIÓN EN CARA COMPLETA, PAPADA Y CUELLO. EFECTO MÁXIMO 3 MESES. $25 500 PESOS.
Bien, muchas gracias. Si decido someterme a un procedimiento, tendría que buscar otra opción.
“Lo que yo no quiero —le digo a Isa— es hacerme algo y que me digan: ‘¿Qué te hiciste, güey, te veo los pómulos hinchados’, o ‘tenías una arruguita ahí que ya no está, ¿qué te pasó?’, o ‘¿estás bien?, es que no alcanzo a ver si estás contenta, triste o enojada porque no tienes expresión facial, no leo tus sentimientos a través de tu rostro, tu cara ya no me comunica nada’ —mi amiga se dobla de la risa—. Lo único que quiero —resumo— es que me digan algo como: ‘Oye, te ves bien, estás durmiendo mejor, ¿verdad?’”.
Así de fácil, difícil, absurdo y, de paso, carísimo.
Parece que, de momento, seguiré con mi yoga facial y los automasajes que los médicos estéticos desestiman tanto, porque aseguran que no dan resultados. Gisela Montoya, en todo caso, no contraindica su práctica: al menos no son nocivos, y relajan. Su opinión profesional viene aparejada de la descripción de “el caminito” que las mujeres solemos andar antes de llegar a una clínica como la suya. “Primero es lo que me recomendó la tía, lo que me recomendó la abuela o la mamá, la crema milagrosa, y a veces hasta me la traen para que la vea. Después: ‘Doctora, me hago faciales con una cosmetóloga y con eso espero que mejore el surco, espero que mejoren las arrugas’. Más tarde: ‘Vi en Instagram, en redes sociales, que la radiofrecuencia, que la luz pulsada, que el masaje con jade, que el yoga facial…’. Y ya luego de todo eso vienen con nosotros. Ese es el camino más bonito. También está el de las complicaciones, cuando las cosas salen mal: la cosmetóloga les puso el bótox, el filler, les hizo la rinomodelación”.
Recuerdo junto con Isabel nuestro propio camino. La primera vez, alrededor de los 30 años, cuando nos compramos una crema antiarrugas en el súper. Aquella versión de que una crema famosa para las cicatrices también servía para prevenir y combatir las líneas de expresión. “Es la crema, pero luego es el suero, el agua micelar, el tónico y el tratamiento de la mañana, que es diferente al de la noche, y súmale ahora si, además, te haces con las maquinitas. ¡Es un dineral!”, dice mi amiga. Lo que describimos, más bien, es una autopista frenética a la dimensión desconocida.
Las edades de una línea
El doctor Jonathan Coronado atiende en la Ciudad de México y en Hermosillo, Sonora, su ciudad de origen. Cuando va al terruño, al noroeste del país, la agenda se le llena en un santiamén. “Se me acaba de desocupar un espacio mañana a las cinco la tarde, es el único espacio libre que me queda, por si alguien lo quiere”, avisa, sonriente y tranquilo, en una historia en Instagram, mientras camina por la calle en medio del calor desértico. En su siguiente historia aparece desayunando huevos con machaca, frijoles y queso fresco.
“No te hagas una armonización facial sin antes saber esto —comienza diciendo en uno de sus videos—. Primero hay que mejorar la calidad de la piel, combatir esa flacidez que tenemos en el rostro produciendo más colágeno, más elastina, más ácido hialurónico natural”.
Llego a su consultorio en Polanco por recomendación de una amiga, que tiene unas tías en Hermosillo que son fieles a él desde hace tiempo. Me recibe en la puerta. Es joven, alto, con bíceps y pectorales trabajados, y de trato suave y cercano. Nos sentamos y me explica que esta primera consulta es de valoración, por lo que me hará unas fotos y tocará mi cara para conocer mis datos de envejecimiento.
“Cada cierto tiempo —me explica—, regularmente cada 10 años, nuestro cuerpo presenta ciertos datos de la edad que yo puedo adivinar, por así decirlo: la edad facial. Vamos a empezar la valoración con los tercios, el tercio superior, el tercio medio y el tercio inferior; así se divide la carita. Pero primero hay que hacer tu expediente. Tienes 45 años, ¿verdad?”, pregunta.
Luego me pide ir al área de fotografía, a un lado. “¿Te quedas seria, por favor? Ahora levanta las cejas”. Toma las imágenes con luz directa y en primerísimo primer plano. Me explica que hay arrugas que sus pacientes tienen muy ubicadas, pero también muchas otras que no notan. “¡Con estas fotos nos puedes extorsionar, oye!”, bromeo, y se me sale una risotada medio forzada. Guardo silencio y llega a mí una idea rara: estoy cayendo y llegando a un territorio incierto, como en Alicia en el país de las maravillas. Aquí nada es normal. Las fotos se toman no para que salgas bien, sino lo peor posible, y me acuerdo de las ramas de la aritmética, según le cuenta la Tortuga Falsa a Alicia: ambición, distracción, “feificación” y escarnio. Coronado me saca pronto del delirio: “Una paciente de mucha confianza me dijo: ‘Doctor, es que prefiero que me amenacen con una foto sin ropa que con una de las tuyas”. En efecto, mi chiste no tuvo nada de original.
También te podría interesar el reportaje: «Emi, la historia de una joven científica transicionando en Mérida«.
Volvemos al escritorio y empieza el análisis con mi foto en mano: la peor de todas las que me hayan tomado jamás, ni la de la licencia de conducir le gana. Tomo aire, aquí vamos. “Mira, para empezar, tenemos las arrugas estas de la frente, que no las tienes tan marcadas todavía, se quitan al 100 con bótox, se borran por completo, no necesitarías nada extra. Están provocadas por tu expresión”. El doctor me habla de unas líneas que yo, efectivamente, ignoraba que tenía, pero con ellas tengo margen de decisión: pueden tratarse con “mucho, poco o regular” bótox.
Mi entrecejo es punto y aparte. “Esa arruga sí está muy marcada, ahí sí te tengo que poner la cantidad suficiente porque, si no, no hay resultado. Las otras son minirrayitas, ¿te das cuenta? —las señala con la punta de su pluma, como dibujando una llovizna—, pero en el entrecejo ya se te está queriendo hacer una cicatriz —la pluma hace un movimiento vertical, casi doloroso—. Se te ve, aunque no hagas movimiento”.
Vamos ahora con el tercio medio de mi cara: desde las ojeras hasta la comisura de los labios. “Aquí es donde viene la ciencia, porque el bótox, como quiera que sea, en cualquier esquina te lo ponen —me advierte Coronado—. Aquí presentas dos datos de envejecimiento ya [propios] de los 40 años —la punta de la pluma apunta abajo de mis ojos, como dibujando una canoa—. […] Esto de aquí se parte a la mitad y se hace otra línea y, si te fijas, aquí ya tienes ‘gordito’”. Es el ligamento cigomático, que se empieza a hacer flácido y se cuelga, aprendo.
Además de bótox para el entrecejo y la frente, su recomendación es ponerme un tratamiento con hidroxiapatita de calcio, llamada también gel de calcio o de hueso, que me ayudaría a generar más colágeno y a levantar lo que se está cayendo. Me suena conocido: es uno de los procedimientos que prescribió la doctora Montoya: bioestimulación —de fibroblastos, específicamente—. Y no, eso no lo hacen en cualquier esquina.
Hacia el final de la consulta, Coronado me muestra en su teléfono fotos de “antes y después” de sus pacientes. La experiencia me recuerda la de ir pasando perfiles en una app de citas; ambas son igual de incómodas. Los cambios que se aprecian en los rostros, en la mayoría de los casos, son sutiles pero determinantes: en las fotos de después, las personas tienen un mejor semblante y además sonríen, como si les hubieran inyectado felicidad. Se detiene en una mujer a la que le hizo bioestimulación. “Mira, este es un caso parecido al tuyo. Te lo aseguro, desde que sales de aquí notarás un cambio. Un día vas a estar hinchada y un poco rojita, pero luego no se te va a notar que te hiciste algo, nadie te va a decir: ‘¡Ay, te pusiste pómulo!’. Y te dura 18 meses”. Se me sale otra vez la risotada forzada de antes.
Seguimos pasando fotos y, cuando aparece el rostro de una mujer de más o menos 60 años, que se ve bastante bien, sin nada exagerado, le digo que así querría yo: mejorar, pero solo un poco. ¿Y qué piden las más jóvenes? “Vienen desde los 20 años y así, pero ellas vienen por labios, vienen a modificar caritas. Tengo unas que vienen porque, por ejemplo, van a salir en un video musical y quieren tener la cara de todas, igualitas”. Me cuenta de una chica muy joven, “influencer de compras y muchas cosas más”, que un día se arrepintió de los procedimientos estéticos que se había hecho. “Y esta niña se quitó todos los fillers [rellenos] que tenía, se puso un medicamento para degradarlos y quitárselos, y salió diciendo: ‘¡No se pongan estas cosas, está muy mal!’”.
La joven hizo campaña en contra del negocio al que se dedica el doctor Coronado, pero eso no fue lo que activó su reproche: “O sea, si tienes 22, 23 años, ¿por qué vas a tener el pómulo gigante? ¿Por qué vas a tener 10 jeringas de ácido hialurónico metidas en la cara? ¡Transformaste tu rostro! Obviamente, pasa de moda, ¿y qué va a pasar con tu cara? ¡A esa edad no eres candidata [a procedimientos], no necesitas hacerte eso! Mira, ni siquiera a ti te dije que te pusieras rellenos, nunca lo mencioné, y eso que tienes 45. Te puedes poner labios, si quieres; levántate la punta de la nariz si te dan ganas, pero ponerte de 10 a 20 jeringas en la cara…”.
¿Es tan distinta esta generación de la mía, cuando éramos jovencitas? Hago memoria y recuerdo que a mis amigas y a mí en la secundaria nos gustaba arreglarnos juntas antes de aquellas primeras salidas. Muchas veces nos maquillábamos y peinábamos igual, con nuestros flecos, coletas altas despeinadas y melenas salvajes, y nos vestíamos muy parecido. Claro, a mediados de los noventa también había una estética de moda, como en toda época. Paradójicamente, por esos días queríamos vernos más grandes, pero no había muchas más opciones más allá del maquillaje y la secadora de pelo. Para ocasiones especiales, la mamá de mi mejor amiga nos alaciaba el pelo con una plancha de ropa. Recuerdo también que algunas chicas más audaces se ponían a veces pestañas y llegaban a usar un corrector nasal —herencia de la época de nuestras madres— para respingar la nariz.
Los “secretos” de belleza siempre han existido, pero en mis tiempos adolescentes no había redes sociales. Mi generación no tiene fotos de cada salida y cada look juvenil: gozamos todavía de anonimato digital a una edad de mucha vulnerabilidad. Eso no lo cambiaría si pudiera echar el tiempo atrás. Le digo al doctor que el caso de la influencer me parece un buen ejemplo de la presión que hay hoy sobre las jóvenes para cumplir con ciertos estándares de belleza, y cómo eso se magnifica por las redes. Él pone las cosas en perspectiva: “A fin de cuentas, si lo hacen por gusto y se sienten muy bien, pues va, pero cuando lo hacen por la cuestión social o porque tu productor te lo dice… Ahí tienes a Ariana Grande”.
Y sí: el año pasado fue muy comentada la confesión de la cantante y fundadora de una marca de productos de belleza, quien hoy tiene 31 años. Narró cómo desde muy pequeña estuvo expuesta a muchas opiniones sobre su aspecto, que la llevaron a hacerse retoques estéticos a partir de los 17 años: mucho relleno de labios, además de bótox. Dijo que dejó de hacerlo en 2018 porque tenía ganas de ver sus “bien merecidas líneas de llanto y de sonrisa”.
“No te hagas nada que no quieras hacerte tú”, me dice el doctor Coronado, Jon, a modo de despedida. Me cae bien. Quiero que me lleve por huevos con machaca a Hermosillo.
Conste que Naomi Watts empezó
Maite comparte en un grupo de WhatsApp de amigas muy cercanas de la universidad un video de Instagram que detona un largo debate. En la descripción dice: “Naomi [Watts] comenzó su carrera en Hollywood cuando tenía 30 años y entró en la menopausia cuando tenía 40, en medio del miedo a llevar la letra escarlata de la vergüenza. Ella habla sobre la menopausia y aboga por el apoyo físico y emocional que las mujeres necesitan. ¡A la mierda esto, hablemos de ello!”.
El video es un fragmento de una mesa redonda organizada por The Hollywood Reporter, de junio de 2024. En la conversación, además de Naomi Watts, participan las actrices Nicole Kidman, Jodie Foster, Sofía Vergara, Jennifer Aniston, Anna Sawai y Brie Larson. Todas visten de blanco y conversan de forma desenfadada sobre sus experiencias como mujeres en la industria del cine y la televisión.
Watts recuerda que, cuando por fin empezó a conseguir papeles en Hollywood, le advirtieron que todo eso se iba a terminar a los 40 años, y que, por ello, debía trabajar muy duro. Por desgracia, dice la actriz, cuando tenía 36 le dijeron que estaba cerca de la menopausia. “Y entonces entré en un pánico frenético, mucha vergüenza y miedo, y, afortunadamente, por lo que sea, me estoy saltando muchas cosas, pude tener hijos, pero luego entré en la menopausia”. Tenía poco más de 40 años. Pensaba que la sola mención de la palabra bastaría para marcarla como una mujer redundante y acabada; que debía permanecer en los márgenes, porque ya no era sexy. “Luego pensé que esto no tiene sentido. Somos la mitad de la población en el mundo, y vamos a entrar en la menopausia en algún momento u otro. ¿Por qué no deberíamos hablar de ello?”.
El fragmento fue publicado desde la cuenta de Stripes, la marca de salud y belleza para mujeres maduras que Watts fundó a finales de 2022, lo que coincidió con la serie de Netflix Vigilante, en la que la actriz interpreta a una mujer entrada en los 50, y aparece en pantalla mostrando las arrugas propias de esa edad (lo cual, increíblemente, fue muy comentado en su momento, como el hecho de ver el rostro de Kate Winslet con sus líneas de expresión reales en Mare of Easttown).
Las reacciones en el grupo comienzan así:
JULIA.— Pobre, ver así la menopausia. Está cagadísimo cómo están todas “botoxeadas”.
OLIVIA.— Muy cabrón, menos Naomi y Jodie.
JULIA.— Un poco menos, sí.
Y luego:
JULIA.— No le creí nada.
OLIVIA.— ¿No?, ¿por? Yo sí.
JULIA.— Pero ¿por qué dejas de ser sexy por dejar de menstruar? Está hablando de envejecer, más bien…
OLIVIA.— Es una idea, una creencia social.
JULIA.— Y todas llenas de bótox…
OLIVIA.— No es que ella lo crea en lo individual; habla de no quedar fuera.
JULIA.— Yo soy probótox.
Más adelante:
JULIA.— Siento que es demasiado gringa la angustia social por ser menopáusica, y hay un aprovechamiento comercial. Ejemplo: Naomi Watts, que solo sigue enfatizando un estereotipo de belleza.
MAITE.— He leído mucho y, sí, quizá sea un pedo más gringo, pero más allá de la parte física, creo que no se discute mucho eso de “dejar de ser joven” en una cultura que solo se enfoca en el valor de ser joven. Y mucho menos hay una discusión en otras áreas que no sea sobre la parte física.
CLAUDIA.— Yo sí vivo cagada de cumplir 50, de sentir que soy vieja y perder el sex appeal, me da pavor perder el deseo y oigo cada tanto que es el final.
A la mañana siguiente:
LORE.— De entrada, ser sexy por obligación todavía en la mediana edad me parece que no es algo que quiero.
JULIA.— Exacto.
LORE.— Es un mercadazo el de la “meno”.
LISA.— A la vez, popularizarlo así sirve para la visibilidad.
JULIA.— Naomi también tiene su Stripes o algo así se llama, dizque para la “meno”, pero es puro replicar a la mujer objeto ante la mirada del hombre.
LISA.— Pienso que tal vez sentirse sexy es parte de o consecuencia de sentirse bien.
Y entonces:
OLIVIA.— Es que no es por obligación. Yo quiero seguir gozando mi sexualidad y sentirme sexy en la mediana edad. Siento que generacionalmente nos empezamos a rebelar a que nos digan que, a cierta edad, o porque ya te llegó o ya se acerca la menopausia, ya estás fuera del mundo del deseo. Eso nos afecta, y vamos en una carrera contra el tiempo muy angustiante. Y sí, el tema es el patriarcado y la mirada masculina. También pienso que cada quien su bótox y lo que se quiera hacer… #PincheRollazo.
MAITE.— Coincido 100%. Yo sí quiero ser sexy, verme y sentirme bien. Nunca me he puesto bótox, pero me bajonea verme las arrugas y mis primeras canas. Eso me ha ayudado a poner más atención ajusto a eso que dice Olivia: un modelo patriarcal y masculino de la belleza. Sí me da gusto que se abra la discusión, aunque sea por mercadotecnia.
Y más:
JULIA.— Yo insisto en que la “meno” es una cosa y la resistencia a envejecer, otra. ¿Cómo vas a gozar de tu sexualidad si te sientes fatal? No logro vincular un tema de salud que ha sido poco estudiado con una vergüenza/ansiedad de envejecer. Yo me pongo bótox desde los 40 en la frente y ya no puedo cuando se me pasa el efecto.
LORE.— Mi pregunta es: ¿por qué ser sexy se equipara a deseo sexual? Si una decide no ser sexy hacia afuera, no significa que renuncies a tu sexualidad. Justo ahí es donde me causa problemas este discurso de buscar habitar cuerpos jóvenes por siempre.
MAITE.— Yo creo que viene junto con pegado, por la presión social.
LORE.— Gran parte del problema es que no hay espacio para las diferentes opiniones en estos temas. Si dices: “Yo no me pongo bótox”, se escucha como “Nadie debería ponerse bótox”.
(Continuó, y continuará.)
Cartógrafas de lo desconocido
Le pido a Roberta Flores, psicóloga con formación en terapia narrativa, quien además ha sido docente e investigadora en la UNAM enfocada en estudios de género, políticas públicas y feminismos, que me responda como si yo fuera su consultante y le contara que me estoy empezando a plantear la cuestión de hacerme algo estético en la cara.
“El acompañamiento desde este lugar sería a partir de preguntas. Vamos a preguntarnos para qué, ¿no? O sea, qué quieres lograr y qué cosas están depositadas en eso. OK, te vas a ver más joven, pero ¿qué está depositado ahí?, ¿tu felicidad, encontrar pareja, algo laboral? […] Me parece importante ubicarlo, porque todo eso que dije no está en el bótox. Si lo quieres hacer, hazlo. Pero no necesariamente te va a dar todo eso que estás imaginando”, me dice.
¿Un procedimiento estético puede contribuir a que una mujer alcance alguna de sus metas? No tengo respuestas, pero no puedo evitar pensar en cómo, por ejemplo, mover de lugar los muebles de la casa o poner unas flores sobre la mesa ayuda a mejorar el ánimo. No resuelve los desafíos de la vida, pero sí aporta algo desde la parte escenográfica, por decir. Usar tu vestido favorito puede darte seguridad en una cita importante de cualquier tipo, y un nuevo corte de pelo puede ser una herramienta para acompañar un cambio. Algo así debe pasar, en ciertos casos, cuando te haces un procedimiento facial: eres la misma, pero hay novedad, te atreviste, ¿por qué no?
Sigue Flores: “Otra cosa que yo exploraría sería de dónde viene: ¿cómo se fue construyendo ese deseo? Y entonces te diría: ‘Vamos a poner sobre la mesa todo, y con eso ya tú decides’ —hace una pausa. Ella no puede evitar poner otra cosa sobre la mesa—: Yo no puedo separar esto de la ‘dictadura del cuerpo’ y de cómo se construye la subjetividad, cuando desde tan pequeñita siempre tienes que corregirte. Siempre algo se tiene que corregir en tu cuerpo, nuestro primer territorio. Y tampoco podemos separarlo de una industria… Pero no por eso me pondría en el papel de ‘ninguna mujer debe hacerlo’. Se tiene que explorar el tema desde el deseo, pero este deseo está constituido socialmente”.
Si en verdad fuera yo su consultante, pondría tantas cosas sobre la mesa que caerían al suelo y tendría que ponerme a recogerlas. ¿Pienso demasiado las cosas? Por ahora no entraré en disertaciones: vine al consultorio de Flores porque me interesa conocer un proyecto que coordina; un trabajo, junto con otras mujeres, por medio del cual explora ciertos temas que nos atraviesan a partir de los 40. “Un espacio que te permite ‘espejearte’”, describe la psicóloga.
El tema lo propone ella, y luego lo somete a consenso. Las reuniones se llaman Cartografías Femeninas. Nombre bien fundado: Flores apunta que en esta etapa de nuestras vidas hay una carencia o una pérdida de coordenadas.
“En terapia narrativa hablamos mucho de la ‘migración de identidad’, que es así, tal cual: estás en un lugar y hay un espacio de tránsito para llegar a otro. Con la identidad sucede lo mismo, estás en un sitio, en un espacio identitario y, de pronto, por cosas de la vida, tienes que emigrar. Y la migración [es en sí] un espacio liminal: no eres ni de aquí ni de allá, y eso genera mucho miedo, inseguridad e incertidumbre”, me explica Flores.
Terminamos la charla discutiendo divertidas sobre la conveniencia de abrazar o no el término “señora”: “Estamos ahí todas tratando de entender en qué momento nos alcanzó eso de ‘señora de las cuatro décadas y pisadas de fuego al andar’”. La próxima sesión de Cartografías Femeninas será dentro de unas semanas en el Bosque de Chapultepec. Me apunto para participar.
Inversiones a futuro
Para la doctora Gisela Montoya, la medicina estética es un tema de autocuidado, de actuar a tiempo para no lamentar en un futuro lo que no hiciste hoy. También concede que es un tema de privilegio: “No cualquiera puede pagar una consulta y, deja eso: pagar un tratamiento de 15 000 o hasta 50 000 pesos, y hay que partir de ahí”.
Quizá es más que un privilegio. Tengo fresco lo que Susan Sontag escribió en 1975, que aquí recupero de la traducción que publicó El País a inicios de este año: “La belleza es una forma de ascensión social interminable, especialmente ardua por el hecho de que, en nuestra sociedad, los requisitos que confieren acceso a la aristocracia de la belleza cambian constantemente”.
La dermatóloga Montoya es esposa y madre de dos hijos. Su cuenta de Instagram transmite determinación, disciplina y consejos: “Hagan ejercicio, trátense bonito, coman saludable, […] trabajen por sus sueños, no bajen sus estándares, sanen lo que les duele, aplíquense protector solar, inviertan en su salud y en su piel. Sobre todo, no se abandonen”. Tiene 37 años y ella misma lleva más de la mitad de su vida aplicándose bótox. “Si tú empiezas con la prevención, ponle más hacia los 25 como yo, o a los 30, obviamente te vas a mantener muy bien y va a ser más espaciada la inversión”, me explica.
Estos conceptos no solo me ayudan a entender mejor su perspectiva profesional, también me llevan a pensar en mí a los 25 años, y en lo despreocupada que estaba respecto de las arrugas que aparecerían en el futuro. Tampoco recuerdo a mis amigas hablando de eso. ¿Si pudiera ir atrás en el tiempo cambiaría esa actitud por la promesa de un mejor cutis? Definitivamente no, y me inquieta de nuevo imaginar a jovencitas que en sus 20 prefieren perder expresividad con tal de no envejecer. Es la lógica del “bótox preventivo”.
Hay matices, claro. “Si tú no te quieres poner bótox antes de los 30 años, puedes empezar con puro protector solar, pero no una vez al día, hay que estarlo reaplicando, buenos protectores de amplia cobertura y la cantidad adecuada de dos dedos —me explica Montoya—. Ya después de los 30, tú tienes que considerar usar bótox […]. Aunque no es una regla, hay que valorar al paciente. Es muy raro que llegue alguien de 40 y se vea espectacular”.
En todo caso, a la doctora la piel le parece fascinante: “Es chismosa, si a ti te sale algo yo puedo saber si tienes un problema interno”. Su mirada experta puede saber también que a mi rostro le está sucediendo todo esto: “Hay una reabsorción de hueso, el hueso se va haciendo para atrás, los músculos van perdiendo su tonicidad, se van elongando y los ligamentos también. Los cojinetes grasos se empiezan a consumir”.
Así es el proceso de envejecimiento. Y añade, implacable: “Hay una baja en la producción de colágeno. A partir de los 25 años ya no se produce igual. La suma de todos estos factores es igual a flacidez: la piel se siente colgada; si el hueso se hace para atrás y dejas de producir colágeno, todo se cae”. Imaginar que la piel de mi cara se está desprendiendo de los huesos me hace pensar en una calavera, y a mí las calaveras solo me gustan en los altares de Día de Muertos. Con todo lo amable que es Montoya, no resulta fácil escuchar su diagnóstico. Se lo digo. De su lado también es duro, sobre todo si las diagnosticadas son mujeres en sus 60. “Vemos paciente menopáusica, paciente jubilada, con los hijos que ya se fueron —describe la especialista—. Llega y me dice: ‘Doctora, ya crie a mis hijos, ya pagué escuelas, ya trabajé, y ahora vengo a tratarme, a hacer todo lo que no hice para mí antes’. Para mí es un golpe […]. Le puedo ayudar, sí, pero ya no le voy a mejorar tanto la calidad de la piel y va a gastar más. Las veo cansadas, las veo… —no termina la frase porque le dan ganas de llorar—. Eso pasa con mujeres independientes económicamente. Ahora imagínate las que no lo son”.
Dudas, más dudas: ¿por qué es tan desolador que una mujer llegue a los 60 con las arrugas intactas?, ¿cómo es que una mujer de esa edad, solo por llevar la vida al descubierto, resulta inadecuada y hasta triste para ciertas miradas?, ¿por qué se le reprocha no haberse preocupado antes de preservar a toda costa y por el mayor tiempo posible la belleza de la juventud? Algo no cuadra.
El relato toma cuerpo
Me cuesta dar con la ubicación exacta de la sesión. Parece mentira, pero nunca he estado en el Audiorama de Chapultepec. Es una mañana de sábado soleada pero fresca a la sombra de los árboles. Roberta Flores me avisó que el tema que abordaremos será “el cuerpo”.
Invité a Lisa y Claudia a participar. Cuando al fin doy con el grupo, las veo ahí, sentadas; ocupan su sitio en el círculo y reservan un espacio para mí. Como las tres somos nuevas, la dinámica empieza con una breve presentación de cada una. No sé por qué, pero siento nervios. Quizá temo ser vista como intrusa porque pedí permiso para grabar algunos fragmentos, aunque prometí discreción. O será mi timidez.
Los cuestionamientos que nos da Flores para detonar la charla colectiva son “¿qué dice tu cuerpo sobre el paso del tiempo?”, “¿cómo lo vives?” y “¿qué le reclamas?”. Lo primero que sale a flote, mucho antes que cualquier asunto estético, es la salud. Lisa relata que, por los efectos de un long covid (covid-19 prolongado), pasó muy rápido de estar en su peso y con energía a no reconocerse en su cuerpo y estar cansada constantemente. “Fue como no encontrarme dentro de mí, como perder la sensación de la voz interna”, dice.
Guadalupe coincide en que uno de los principales miedos a esta edad es “el paso del tiempo atravesado por la salud”, y plantea que esto se magnifica ante la posibilidad de faltar cuando hay alguien que depende de ti, en su caso, una hija. También comparte que, a estas alturas de la vida, está cansada de teorizar todo desde el feminismo y quiere relacionarse con gente más diversa.
Esta edad es estar en un “lamento” por haber dejado de hacer ejercicio y padecer ahora dolores en la espalda que no la dejan, revela Luisa. El malestar corporal le está quitando, además, un triunfo ganado a pulso contra ella misma. “‘Yo no necesito verme bonita porque las inteligentes no se pintan’ —solía pensar—. “Pero ahora que me siento tan mal, con dolor constante, vuelvo a esta onda de ‘no me quiero poner tal ropa porque no me siento cómoda’”.
Claudia arranca directo: “La primera vez que me pusieron una dieta tenía ocho años, y durante toda mi vida he luchado contra el sobrepeso”. Quizá por esa razón, aterrizar en los 40 representó para ella una liberación muy grande. “Dije: ‘¡Claro!, ahora sí es legal tener estrías y celulitis’. Y esta es la primera vez que hago una reflexión sobre el cuerpo y me doy cuenta de lo feliz y libre que me siento. Los 40 para mí fueron la temporada de más libertad sexual”. Sin embargo, admite, al aproximarse su cumpleaños 50 empezó a sentir que le quedaban 15 minutos para todo.
A esta edad, uno de los compromisos de Lourdes es dejar de practicar “la violencia de la comparación”, que por mucho tiempo la llevó incluso a odiarse. “¡Cuántas cosas dejé de hacer por no parecerme a alguien que sale en una revista!”, se lamenta.
Para Martha, pensar en su cuerpo es ir directamente a las huellas que dejaron en su abdomen cuatro cirugías: apendicitis cuando era niña, dos cesáreas —la segunda de emergencia y mal practicada, que le dejó un abultamiento que le desagrada— y, por último, la extracción de la matriz. Por eso, está por tomar la decisión de hacerse esa operación estética que tanto ha imaginado. “Lo que me harían es quitarme piel, quitarme las cicatrices, me van a estirar la panza y, de paso, me van a hacer cintura porque nunca he estado acinturada”.
La intervención de Martha abre el tema de los procedimientos estéticos. Guadalupe dice que se puso bótox en la frente el año pasado, pero en este ya no pudo porque “era bótox o colegiatura”. Y suelta: “Las exigencias estéticas nunca paran. Ahora nos restriegan en la cara que a los 60 tendrías que verte como Salma Hayek o Sofía Vergara. Por eso yo hablo de compasión; no he encontrado otra herramienta que me sirva”.
Roberta aporta una mirada sobre la contradicción, y cómo nos habita constantemente. “Hoy me veo fantástica, pero mañana no me gusta lo que veo en el espejo”. Mi amiga Claudia completa: “También es cómo vemos a las demás, ¿no?”, y cuenta cómo ella, desde el sobrepeso, solía pensar que “las flacas son felices porque nunca tienen que preocuparse de lo que comen ni de cómo se visten, porque cada mañana se levantan y se ponen lo que les da la gana, y todo se les ve bonito”. El tema ha tenido largo recorrido en nuestras charlas, así que me pasa el balón con habilidad. Explico entonces que para mí ha sido raro, digamos, recibir tantos cuestionamientos por estar hoy más delgada que antes. Y es que después de tener a mi hijo bajé de peso. Siempre he sido delgada, pero en realidad mi cuerpo cambió, y desde entonces no hay persona que me vea y no diga: “Oye, pero estás más flaca, ¿no?”. Me lo dicen tanto con sorpresa como en tono de alarma. Ante comentarios muy insistentes, he llegado a imaginar que estoy desapareciendo, o que al menos así me ven. Tanto que un día van a soplar sobre mí y voy a volar como una espora. Comparto todo esto en el grupo y me quedo pensando que, en el fondo, el paso del tiempo no es más que eso: un camino hacia el desvanecimiento. Por lo pronto, agradezco a mi cuerpo que siga fuerte y flexible.
Es el momento de Paola, que había estado en silencio hasta ahora: “Yo las escucho hablar de los procedimientos médicos… La verdad es que yo me hago de todo y no tengo ningún complejo. Ya me hice bótox, fillers, dermo, bla, bla, bla, liposucción de aquí hasta acá: de todo. Y no es que lo vaya diciendo. Entonces, no logro entender la duda de ‘me pongo o no me pongo’, pues para mí es solo una aguja, y se te va a los seis meses. No sé. No logro entender este conflicto sobre hacerte cosas que son superficiales, o tal vez yo soy la que estoy mal”. Todas reímos.
Algo se ha desatado. Lisa admite que se ha hecho cosas que no les ha dicho a algunas de sus amigas, “para evitarme la hueva de explicar”. Martha interrumpe para contar que ella, como bióloga, trabaja con toxina botulínica, pero no para uso estético, aunque un amigo suyo sí, y conoce a “tres de los mejores doctores que lo aplican sin dejarte chueca”. Nos ofrece sus contactos. De nuevo se desata la risa colectiva.
Para cerrar, Roberta nos pide sugerencias para elegir el título de la sesión que está por terminar. “Mujeres en construcción”, dice alguna. “El territorio que habitamos —apunta Martha, y añade—: Me gusta que no digamos ‘la aceptación de mi cuerpo’ porque, ¡ni madres!, no lo quiero aceptar todavía”.
“Lo que usted diga, señora”
Nora me invita, en martes, a una noche de vinilos y vino tinto en su casa. Es antropóloga, especialista en migración, y la mayor parte del tiempo vive fuera de la ciudad. Es una cita especial. Llego tarde y en bicicleta, bastante mojada porque los chaparrones veraniegos no han terminado. Sin embargo, ahora no me preocupa ensuciar el piso. Hablamos un poco sobre los discos que está poniendo, un sello especializado en funk, pero pronto aparece el tema recurrente en cada reunión con amigas: la edad.
Me cuenta cómo se le vinieron los años encima cuando sintió la mirada generacionalmente distante de sus alumnos en el instituto al que entró a trabajar hace poco. Le hablaban de usted, con un respeto excesivo, incómodo, y la forma en que le ofrecían ayuda ante algún problema técnico con la computadora o el proyector rayaba en la condescendencia.
El asunto es muy parecido al momento en que me empezaron a decir “señora”. En la tienda de la esquina, por ejemplo, solían referirse a mí como “señorita”, hasta que un día llegué a hacer la compra empujando una carriola y todo cambió; supe que no había vuelta atrás y que aquello estaba por extenderse a todos los ámbitos de la vida.
Pero hay otro tipo de “señora”. Uno dicho por cualquier razón, en espacios de toda clase, incluidos los libres de criaturas. No me pasa siempre, pero cada día me pasa más, lo cual ha provocado que mi diálogo con tal término se vaya modificando, y creo, sorprendentemente, que para bien. Así se lo digo a Nora: ciertos “señora” no solo no me molestan, sino que me halagan. Reflejan una mujer experimentada, que sabe lo que quiere y lo que no, y que, por tanto, tiene misterio y provoca curiosidad. Si percibo eso en una mujer o un hombre, lo asocio a la sensualidad y la belleza que se alimentan de la vida vivida, y no necesita esconder las huellas del paso del tiempo (o al menos, no del todo).
Ese es el traje de señora que quisiera ponerme en todo momento, pero no siempre está a la mano en el armario. También es el más conveniente, desde luego. Regreso a Susan Sontag (“Un argumento sobre la belleza”, Letras Libres, 2003): “O uno podía describir algo como interesante para evadir la banalidad de llamarlo bello”.
Estas ideas son muy defendibles, claro está, pero no eliminan el malestar de comenzar a ser llamada “señora”. La doctora Hortensia Moreno, del CIEG UNAM, me ayuda a entenderlo: el término tiene tres connotaciones sociales que resultan chocantes: la sexualidad, el estado civil y la edad. “Lo que ocurre es que un día sales al espacio público y, sin que nadie tenga más información sobre ti, te dicen ‘señora’”.
Que te llamen así implica la interpretación de que te estás alejando de tu edad fértil. “Fíjate: después de muchos años de feminismo —Moreno se asombra—, la capacidad de reproducir a la especie persiste como lo más importante de las mujeres […]. Algo que, además, a los hombres no les pasa, porque ellos, culturalmente, no son objetos, sino sujetos sexuales: signan su valor en otro espacio de la vida social, el del poder y la potencia”.
Ahí está: te hacen pasar de “señorita” a “señora” porque te quieren dejar fuera de la fiesta. O eso se siente. Quizá en ese momento empiezas a hacerte nuevas preguntas y a considerar que tendrás que tomar cartas en el asunto, desde revisar tu ropa, tu pelo, si te hace falta maquillaje o si ya te “urge” un tratamiento facial de cualquier tipo.
El hecho de que esté del todo normalizado que una mujer se pinte el pelo es una muestra de lo anterior (un hombre que se pinta el pelo corre el riesgo de burla social). “Yo te diría que hay otro indicador que me parece muy interesante —apunta Moreno—, y es que las mujeres somos reticentes a decir nuestra edad”.
Regreso con Nora. Nada de rollos de que la llamen “señora”: lo que en verdad la inquieta de tener 46 años es el panorama de perder movilidad. “Para mí, la preocupación sería cómo en la vejez te vas desprendiendo de la persona que fuiste, de tu cuerpo, de tu autonomía. Me caga verme la cara cansada, pero salgo a pasear a la perra y se me olvida”.
Algo fuera de su cuerpo la obligó a parar: el fallecimiento de su padre. La única vez que Nora fue al consultorio de un médico estético fue tras sufrir ese dolor. “Desde lo de mi papá se me quedó esta expresión de enojo en el entrecejo. Y dije: ‘Bueno, que me quite esa línea’”. Su hermana la llevó con su doctor, quien vio más allá de la arruga específica. Lo usual: le reveló la “verdad” sobre los signos de la edad y sobre la importancia de hacerse (e inyectarse) esto y lo otro. Mi amiga se fue del consultorio sin decidirse a nada y nunca volvió.
Se nos hace de madrugada. En el tocadiscos comienzan a sonar boleros antiguos, Nora sigue argumentando, cada vez más convencida, su punto inicial: “Eso del envejecimiento saludable no es natural, es una construcción social, tenemos un cuerpo biológico que se va abandonando. ¿Por qué la mercadotecnia te quiere hacer sentir mal porque te ves cansada?”.
No puedo sino coincidir con ella, pero hacerlo, le digo, no borra el hecho de que no es posible escapar por completo de la sociedad en la que vivimos. Antes de despedirnos, me pregunta si soy consciente de cómo atraigo las miradas “así como estoy” —subraya la frase—, y menciona la última vez que salimos juntas, meses atrás, a cenar y luego a un bar. “¿Lo notaste?”. Bromeo con que solo recuerdo a un borracho que tuve que quitarme de encima.
Principio de realidad
En este final de recorrido no sé si aún estoy a la entrada o en algún lugar por la mitad. Sospecho que Hortensia Moreno puede no darme la última certeza, pero sí perspectiva. Le pregunto sobre lo que motiva a una mujer a aproximarse a los tratamientos estéticos.
“Por un lado —me dice—, es prestarte al discurso del régimen que te está oprimiendo […]. Incluso las mujeres participamos en el régimen del patriarcado cuando aceptamos este tipo de cosas. Pero, por otro lado, yo creo que las mujeres tenemos derecho a hacer lo que se nos pegue la gana con nuestro cuerpo […]. No debemos tener un posicionamiento puritano”. Su respuesta evidencia la tensión que existe entre los mandatos sociales —incluidos los del feminismo— y el libre albedrío, pero también la división entre los juicios que se emiten hacia las mujeres —provenientes, algunos, de nosotras mismas— y que descalifican tanto a la que se le pasó la mano con el bótox como a la que “se dejó” y no se hizo nada. Es poco el margen que se deja para el entendimiento y el diálogo de un fenómeno tan complejo.
“¿Te das cuenta de que también hay un prejuicio en contra de la vanidad de las mujeres? —pregunta Hortensia—. Está la exigencia de que tienes que ser bonita, tienes que ser delgada, tienes que estar ‘buena’, y, a la vez, el señalamiento de que las mujeres son las vanidosas y superficiales. Es un doble discurso […]. Desarmar los mitos que se construyen alrededor de la apariencia no quiere decir renunciar a la apariencia; quiere decir administrarla a tu manera, desde tu punto de vista, desde tu lugar en el mundo y no desde la exigencia que viene del exterior”.
Navegar tantas preguntas y aún más contradicciones sin naufragar solo se logra en una barca con muchos remos y la tripulación indicada. Nunca en solitario. Y si se naufraga, es en compañía. De ello puedo dar fe. Hortensia Moreno lo llama “espacio de soporte” o “principio de realidad”. Yo lo llamo mis amigas.
OLIVIA ZERÓN. Periodista originaria de la Ciudad de México. Hace pódcasts y es conductora de radio y televisión. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo. Ha colaborado en Televisa, El Universal, El Financiero, Bloomberg, Radio Fórmula y la plataforma de pódcasts Así como Suena. Es narradora y coescritora de la versión en español del pódcast documental Después de Ayotzinapa. Le interesan temas de derechos humanos, feminismos, medio ambiente, política, literatura y cultura. Cursó un diplomado en Periodismo de Derechos Humanos en la Universidad Iberoamericana, y una especialidad en Energía, Cambio Climático y Políticas Públicas en Flacso. Actualmente conduce el programa Violeta y Oro en Radio UNAM
FRED RAMOS. Fotógrafo salvadoreño radicado en la Ciudad de México. Se convirtió en fotoperiodista en 2012, impulsado por su deseo de documentar la violencia, el abandono social y la migración que lo rodeaban. Trabajó como fotógrafo de plantilla para el periódico online El Faro, uno de los medios de noticias de investigación más importantes de América Latina. En 2014 ganó el primer premio en la categoría Vida diaria de World Press Photo, por su cobertura de los miles de desaparecidos en su país. Desde que se mudó a la Ciudad de México en 2020, ha cubierto migración, política y conflictos ambientales, entre una gran variedad de temas. Ha trabajado en todo el continente americano, desde Ecuador hasta Estados Unidos, y al mismo tiempo sigue visitando regularmente El Salvador para documentar el impacto actual de la guerra del presidente Nayib Bukele contra las pandillas.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.