Litio: el oro blando de la puna argentina
Fernando Krapp
Fotografía de Javier Corbalán
La explotación de este mineral augura fuentes de energía infinitas. En la última década, empresas mineras de diversas nacionalidades han aterrizado en la puna argentina, donde hay quienes sostienen que generan empleos y nuevas oportunidades, y quienes levantan voces de alarma ante la posible degradación de los salares, parte ancestral de este paisaje. Una visita al punto neurálgico del triángulo del litio.
A finales del año 2023, y durante los meses de enero y febrero de 2024, viajé por la puna en distintos medios de transporte. Ubicada al noroeste de la República Argentina, su paisaje es el de una depresión en altura enclavada en la cordillera central de los Andes. Formada por tres provincias, Catamarca, Salta y Jujuy, lo que registran los ojos parece sacado de una de esas postales que cada tanto llegan desde Marte. Bajo la tierra, en el agua que se agita debajo de sus salares, se esconde el tesoro moderno que puede cambiar el mundo tal como lo conocemos, el oro del siglo XXI, el litio.
Atravesé desiertos, salares y montañas. Me subí a autobuses, a camiones que transportan a habitantes locales, alquilé autos en mal estado, subí a 4 000 metros de altura en un Fiat 500. Hasta hice dedo —autostop— en varios parajes, adonde no llega el transporte público. Viajé con una inquietud: ¿qué está pasando con el litio? La región de la puna argentina, junto con el desierto de Atacama en Chile y el altiplano boliviano, conforman lo que se conoce como el “triángulo del litio”. En estos tres países se encuentra 65% de las reservas de este mineral blando. Argentina tiene 20.5%. Según un artículo firmado por Delfina Torres Cabreros, publicado en elDiarioAR en julio de 2022, Argentina tenía 38 proyectos para extraer litio de sus salares, pero solamente dos se encontraban en actividad, uno en el salar de Olaroz, en la provincia de Jujuy, y el otro en Catamarca, en el salar del Hombre Muerto. Dos años después, son cinco las empresas que están extrayendo litio para su comercialización.
“Yo creo que viene un boom de litio en la Argentina, que hoy es el cuarto productor a nivel mundial. Es probable que en los próximos cinco años salte al segundo lugar, que hoy ocupa Chile”, dijo Nadav Rajzman, exdirector nacional de Promoción y Economía Minera y asesor del Ministerio de Desarrollo Productivo, citado por Torres Cabreros en su nota. Desde finales de 2020 hubo 13 anuncios de inversión en proyectos vinculados a litio en el país, por más de 4 000 millones de dólares, y la expansión no ha dejado de crecer. A mediados de abril de 2024, el presidente Javier Milei se sacó una foto junto al empresario Elon Musk, los dos con pulgares arriba, circundados por la fastuosidad arquitectónica de la gigafábrica de Tesla en la ciudad de Austin, Texas, Estados Unidos. Milei le aseguró al dueño de SpaceX, Starlink y la red social X que no habrá trabas burocráticas ni estatales para la libre explotación de este mineral estratégico que le permitiría ampliar sus horizontes tecnológicos, crear más computadoras y celulares, y hasta una nave para enviar a Marte. Así como John D. Rockefeller construyó su imperio gracias al petróleo, la imaginación de Musk se alimenta con descargas eléctricas almacenadas en el litio.
Durante años, la puna argentina fue un lugar fuera del tiempo, un depositario de hechizos, ficciones y sincretismos religiosos. Los incas lo consideraron un espacio sagrado hacia donde viajaron, desde Cusco, Perú, para rendir tributo en altura a sus dioses. Con la llegada de los españoles, este lugar anclado en las nubes recibió el mote de terra incognita, un paraje al que pocos se animaron. Los científicos y curiosos del siglo XIX abrieron caminos y se admiraron de sus paisajes inhóspitos. Con los años, el desarrollo del turismo convirtió este sitio en una postal, una imagen for export para los celulares y los fondos de pantalla, donde las personas del lugar, los pobladores originarios, no son más que un detalle pintoresco.
Ahora, y durante los últimos nueve años, la puna se ha convertido en un lugar en disputa donde las empresas mineras de diversas nacionalidades, como China, Australia, Estados Unidos, Corea y Japón, aterrizan en el territorio como si estuvieran descendiendo en otro planeta, solo que en ese otro planeta hay personas que habitan desde hace cientos de años.
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En 2018, el periodista argentino Ernesto Picco viajó al salar del Hombre Muerto, a 85 kilómetros de Antofagasta de la Sierra, en la puna catamarqueña, para hacer una crónica corta. En aquel año, la explotación del litio no había ganado presencia en los medios de comunicación y el foco mediático estaba puesto en La Alumbrera, una mina a cielo abierto, en la provincia de Catamarca, que había despertado conflictos con las comunidades originarias por el impacto ambiental y la contaminación de las cuencas de agua dulce. La Alumbrera abrió en 1991, luego de que el gobernador peronista Ramón Saadi firmara un contrato que habilitaba la llegada de capitales suizos y canadienses para extraer oro y cobre, y a los estadounidenses para la potencial búsqueda de litio. Picco descubrió un mundo: el interés por el litio se expandía a las dos provincias vecinas, Salta y Jujuy, y a los países limítrofes. La noticia del hallazgo del metal blando había corrido entre empresas australianas, estadounidenses y chinas como en la época de la fiebre del oro.
—Empecé a viajar los fines de semana —dice Picco en un bar del Microcentro de la ciudad de Buenos Aires—. Primero por Catamarca, luego por las otras provincias. Descubrí que en cada provincia era distinta la situación entre las empresas, el Estado y las comunidades originarias.
Y es que a partir de una reforma constitucional aprobada en 1994, cada provincia, dice Picco, tiene su propia forma de legislar y de permitir la explotación de la tierra, de sus recursos naturales.
Uno de los primeros intentos de explotación de litio se dio en el salar de Uyuni, en Bolivia. En 1985, el presidente boliviano Víctor Paz Estenssoro firmó un contrato con una empresa fundada en Minnesota, Estados Unidos, llamada Lithium Corporation of America (Lithco), que estudiaba las posibilidades del litio desde la época de Roosevelt y el desarrollo de la bomba atómica. En el contrato, Paz Estenssoro prácticamente entregaba el salar a manos extranjeras, lo que produjo un fuerte levantamiento popular que duró varios días. Al presidente no le quedó otra que dar marcha atrás y puso restricciones a las empresas, que decidieron buscar nuevos horizontes. Varios años después, en 2008, el recurso mineral fue nacionalizado por el presidente Evo Morales y su administración se puso a cargo del Ministerio de Hidrocarburos y Energías de Bolivia.
El litio fue descubierto en 1817 por un sueco llamado Johan August Arfwedson, quien le puso su nombre por el griego lithos, que significa “roca”. Lo interesante del litio es que es un metal, como el oro o la plata, pero no es pesado. Puede flotar en gasolina y es tan blando que se puede cortar con un cuchillo.
Las empresas extranjeras descubrieron que en la Argentina había menos restricciones. A diferencia de Chile y de Bolivia, en Argentina existe la llamada “tríada jurídica de la minería”. A la mencionada reforma constitucional de 1994 se sumó una modificación legal en 1997, mediante la cual se otorgaron facultades a las empresas que pretendieran explorar los yacimientos, con la posibilidad de otorgarles pertenencias en perpetuidad.
En uno de sus viajes por esos paisajes inabarcables, rodeado de cerros de 6 000 metros de altura, Picco conoció a Alfredo Morales, un cacique de la comunidad originaria de Antofagasta de la Sierra, en la provincia de Catamarca. Morales le contó a Picco que durante años aparecieron extranjeros que estaban explorando la zona. Algunos eran científicos que buscaban unas formaciones que se dan en las salmueras, llamadas estromatolitos, cuya estructura molecular puede dar una clave sobre el origen de la vida en el universo. También emergieron otros que querían comparar las similitudes entre la puna catamarqueña y las imágenes obtenidas del planeta Marte. Hasta que, a mediados de 2012, llegó Lithco (años después se llamaría Livent). La intención era la de explotar el litio en el llamado salar del Hombre Muerto.
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Al poco tiempo, la comunidad de Antofagasta de la Sierra empezó a tener problemas. Notaron un desabastecimiento de agua en las casas; las ofertas laborales prometidas por las empresas no eran tan ciertas, ya que, de las 289 personas contratadas, apenas 29 eran de la zona, y había, según le contó Morales a Picco, discusiones sobre si la empresa debía pagar o no un canon a la provincia por el uso de los volúmenes de agua. Cinco años después se inauguró un gasoducto que conectó el salar del Hombre Muerto con el de Pocitos, en la provincia de Salta, a 145 kilómetros de distancia, para abastecer, cuenta Picco, un consumo de 90 000 metros cúbicos de gas por día para actividades industriales. Mientras tanto, en la comunidad usaban gas en garrafas. Morales se juntó con la comunidad de Antofagasta de la Sierra para reclamar una participación en las decisiones judiciales y administrativas relacionadas con la tierra y el uso de los recursos, de acuerdo con el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, vigente en la Argentina desde el año 2000.
En 2022, Picco publicó el libro Crónicas del litio. Sudamérica en disputa por el futuro de la energía global (Ediciones Futurock), un viaje preciso y minucioso por el triángulo del litio, el norte de Argentina y de Chile, y el altiplano boliviano. Crónica urgente, mezcla de diario de viajes, relevamiento de datos y tour de force por un territorio hostil, el libro se convirtió rápidamente en un referente para entender y contextualizar qué está pasando en la región. En sus páginas, Picco se ubica como narrador y observador, se cuida de no dar respuestas ni mostrar su postura sobre las potencialidades económicas del litio, aunque su ojo está puesto siempre en los reclamos de las comunidades y las consecuencias que el extractivismo ha tenido y sigue teniendo en el medio ambiente.
—Mi investigación llega hasta el 2022. En dos años el tema ha crecido mucho. Hay proyectos de exploración en la provincia de La Rioja.
—¿Pudiste entrar a las mineras?
—Por supuesto que no. Entré sin aviso con una camioneta y nos sacaron. Lo que ves adentro es de ciencia ficción. Son ciudades clavadas en el medio del desierto. Ahora estoy haciendo un documental y volví al salar del Hombre Muerto en Catamarca. Y tampoco pudimos entrar. Y eso que los que hacen el documental son extranjeros. Es muy difícil que te permitan pasar. Hay demasiada confidencialidad.
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A pocos metros del casco histórico de Salta capital, Ricardo Alonso está sentado junto a un ventanal. Es un hombre robusto, calvo, de ojos grandes. Esta pareciera ser su segunda oficina: el café del hotel más antiguo y popular de la ciudad. Alonso es una verdadera celebridad local. La gente lo saluda desde la vereda, un periodista de renombre se acerca a hablarle, un diputado le da la mano y le pregunta cómo está de salud.
Dueño de una biblioteca con más de 25 000 ejemplares, Alonso escribe una columna semanal en el diario El Tribuno. Publicó 65 libros de temas diversos, aunque todos atravesados por la geología y el paisaje. Fue diputado durante el mandato del presidente peronista Carlos Saúl Menem y ministro de Minería de la provincia. Es geólogo y profesor emérito de la Universidad Nacional de Salta, donde imparte tres materias. Entre sus tantas publicaciones hay una que se titula Litio. El metal de los salares andinos. Recoge varios ensayos en relación con el litio y sus posibilidades económicas y productivas en la zona.
—Se ha dicho cualquier cosa sobre el litio. Gente que nunca ha pisado una mina o no ha estado en la puna. Yo la conozco como la palma de mi mano. Llevo trabajando en la zona desde enero de 1979.
Cuando le pregunto por el origen del litio en la Argentina, alza sus hombros anchos. Él, dice, fue uno de los primeros en explorar el litio en la región. Explica: las características geológicas de la puna son excepcionales, y solo se comparan con las del Gran Cañón del Colorado, en Estados Unidos, y una zona de Turquía conocida como Anatolia. Lo que dice estimula la imaginación. Luego del movimiento tectónico de las placas hace millones de años, se formó una enorme depresión a 4 000 metros de altura, rodeada por montañas y volcanes. La describe como un cajón en altura, enorme, formado en su interior por sierras y depresiones, salares y desiertos.
—El paisaje de la puna se define por dos elementos: volcanes y salares.
En 1984, en el Congreso Geológico Argentino, Alonso y su equipo publicaron un artículo que fue pionero en el estudio del litio. Retoma la línea de trabajo de ingenieros como Rolando Poppi y Antonio Igarzábal, quienes habían estudiado la salmuera de los salares salteños.
—¿Cuáles son las condiciones geológicas para que aparezca el litio?
—Son muchos los factores, y están relacionados con el movimiento de la tectónica de placas —dice Alonso—. El clima árido, las aguas saladas que hay debajo de las montañas y la intensa actividad volcánica en la zona permitieron la aparición de este metal. Argentina tiene otros salares en su territorio, pero no se ha encontrado litio como en los salares que hay en la puna.
Los salares que contienen este metal se formaron en el período cuaternario, es decir, en los dos últimos millones de años, aunque muchos están empotrados en salares más viejos, de cinco a siete millones de años de antigüedad. Alonso se remonta en el tiempo. El litio fue descubierto en 1817 por un sueco llamado Johan August Arfwedson, quien le puso su nombre por el griego lithos, que significa “roca”. Lo interesante del litio, dice Alonso, es que es un metal, como el oro o la plata, pero no es pesado. Puede flotar en gasolina y es tan blando que se puede cortar con un cuchillo.
—El átomo de litio tiene un núcleo con tres protones, tres neutrones, y está rodeado por una nube donde se mueven tres electrones —dice, sin dejar de asombrarse, como si el descubrimiento hubiera acontecido días atrás—. Es uno de los primeros elementos químicos en formarse en los procesos de la nucleosíntesis estelar. Y lo increíble es que está considerado como uno de los tres elementos que se formaron durante el big bang o “singularidad de Gamow”, la gran explosión que dio lugar al universo como lo conocemos ahora.
Suena el celular. Alonso tiene problemas para manipularlo. Se lo lleva al oído y conversa con su hijo. Le comenta que está haciendo una nota con un periodista de Buenos Aires. En menos de 20 años el teléfono celular ha revolucionado nuestra vida doméstica. Ha cambiado no solamente la forma de comunicarnos a distancia, sino también de consumir, escuchar música, mirar películas, pagar impuestos, crear contenidos y leer diarios o revistas. Alonso deja el celular sobre la mesa. En su interior hay una batería que contiene un poco menos de dos gramos de litio: dos gramos de polvo de big bang.
El litio es un metal liviano que se ha convertido en un recurso estratégico frente al cambio climático. Ante la contaminación ambiental por el uso de los combustibles fósiles, el litio aparece como una alternativa viable, dice Alonso. Para que un auto funcione, se necesita la combustión de elementos fósiles, es decir, la nafta o el diésel. Esa combustión libera una gran cantidad de gas carbónico (CO₂), un gas contaminante. El litio reemplazaría el uso de los combustibles fósiles porque la batería de litio almacenaría toda la electricidad que necesita un auto para funcionar. A eso se lo conoce como “electromovilidad”. En el futuro imaginado por los ingenieros automotores y químicos, un auto no tendría que cargar nafta. Le bastaría con enchufarse a un tomacorriente como cualquier teléfono celular, en períodos de 12 horas de carga.
Las baterías también son usadas para almacenamiento de energía termosolar o eólica: una casa a la cual no llegue el tendido eléctrico por estar en un sitio remoto puede almacenar energía solar o generada por molinos de viento en esas baterías. En un informe de la Universidad de Chile, el doctor en Física Gonzalo Gutiérrez señala que es “imperativo cambiar y hacer una transformación energética desde combustibles fósiles a energías renovables no convencionales. En esta la principal es la fotovoltaica, y la eólica, las dos generan energía eléctrica. El gran problema de la energía eléctrica es cómo almacenarla, y allí es donde entran las baterías de litio”.
No habría computadoras, celulares, relojes inteligentes o electrodomésticos como lavadoras de ropa o de vajillas que pudieran funcionar sin una batería de litio. La vida, tal como la conocemos, se apagaría por completo.
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Antes de llegar a Salinas Grandes, en la provincia de Jujuy, hay una parada de colectivos abandonada que se perfila ante un paisaje imponente. Está grafiteada con una frase que dice: “LITIO PARA HOY, HAMBRE PARA MAÑANA”. Luego, a mano izquierda, antes de llegar al pueblo de Susques, está la entrada para conocer el salar, uno de los centros turísticos más visitados de la Argentina. Mientras que distintas empresas, Ganfeng, de origen chino, y Lithium Americas, de Canadá, exploran los salares cercanos, como el de Susques y el de Olaroz, Salinas Grandes aún no ha sido explotado y se mantiene abierto para el turismo. Hay autos, camionetas 4×4 y combis con turistas que vienen de distintos lugares del mundo para hacer un recorrido de una hora y media, sacarse una foto, conocer la forma artesanal de cosechar sal y volver al pueblo más cercano, llamado Purmamarca.
En la puerta de entrada hay estacionamientos cubiertos por techos de paja, bancos de sal enclavados a la tierra y algunos locales que venden artesanías. Un hombre con sombrero y las mejillas abultadas por mascar hojas de coca organiza la entrada y salida de los autos. Indica dónde hay que sacar la entrada, una casita de techo bajo en cuyo interior reina la oscuridad. Quienes se encargan del recorrido por el salar provienen de una comunidad aborigen de San Miguel de los Colorados, perteneciente al departamento de Tumbaya. Son más o menos unas 80 familias censadas, que viven en distintos parajes cercanos al salar, y cuyos miembros trabajan como artesanos o guías de turismo dependientes del gobierno municipal, como Omar, que maneja una camioneta a pocos metros delante de mi auto alquilado.
Omar detiene la camioneta en un lugar permitido. El sol de las cuatro de la tarde rebota contra el blanco de la sal. Tiene las manos marcadas por el trabajo con el pico y la pala, botas de goma. Dice que en verano, la temporada de lluvias, hay una fina capa de agua sobre los 11 000 kilómetros cuadrados de sal donde se refleja la bóveda celeste, y crea una ilusión de continuidad, como si no hubiera separación entre el cielo y la tierra y estuviéramos flotando. En la temporada de otoño, en cambio, los antiguos salineros secaban panes de sal al sol, que luego usaban para comercializar o llevar de una comunidad a la otra. Un grupo de cinco brasileños saca fotos. Omar flexiona las rodillas y se acomoda los anteojos negros. A sus pies hay largas piletas de agua, de un metro de ancho. Acá, dice, se pica la sal, se forman los panes rectangulares secados al sol.
Según cuenta Ernesto Picco en su libro, en el año 2010, las 33 comunidades agrupadas de distintos departamentos de la provincia de Jujuy denunciaron el movimiento de personas extrañas en las inmediaciones de la comunidad de Santa Ana de la Puna. Allí encontraron perforaciones que se estaban haciendo sin ningún tipo de aviso. Al poco tiempo, un grupo de hombres pidió hablar con los representantes de la cooperativa de mineros de Salinas Grandes. Estos hombres tenían la intención de comprar tierras del salar, donde las comunidades venían trabajando de manera artesanal desde los años ochenta. Pronto, las comunidades se organizaron y descubrieron que los hombres de estas empresas habían aparecido en otras comunidades. Elevaron formalmente una denuncia al gobierno, pero no tuvieron ninguna respuesta. Fue por internet que descubrieron que sus tierras, las tierras de sus antepasados y las de los antepasados de sus antepasados estaban siendo vendidas a capitales extranjeros sin su permiso. Lo que se les estaba negando era el derecho a vivir en su propia tierra.
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Analía Brizuela no quiso sentarse en un café. Prefirió que la charla transcurriese en la plaza central de Salta, a las seis de la tarde. Alta, pelo oscuro y entrecano, con vestido largo y zapatillas, está sentada en un banco frente al Museo de Arqueología de Alta Montaña, donde se exhiben las momias incas conocidas como los “niños del Llullaillaco”.
—El impacto que tiene la minería en un lugar no solamente es ambiental, es antes que nada social. Tiene consecuencias en un montón de otras cosas. Ni hablar de la gente que vive en el lugar —dice—. Pero aun así, mucha gente está de acuerdo con la minería.
La Mesa Nacional sobre la Minería Abierta a la Comunidad es un espacio donde participan la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y las provincias de Salta, Catamarca y, recientemente, La Rioja, donde también se encontró litio. Participan más de 400 personas y se debaten de manera pública temas como impacto ambiental, productividad de la minería y normativas para la actividad. Cada año se hace un informe sobre las reuniones. En 2023 se estableció que siete de cada 10 salteños creen que la minería es una actividad positiva para el desarrollo industrial y económico de la zona. Brizuela estaría entre las tres personas que creen lo contrario.
Durante cinco años, Brizuela siguió la problemática del litio en la zona. Como el libro de Ernesto Picco, las notas de Brizuela, publicadas en el suplemento Salta/12, del diario Página/12, son los primeros intentos periodísticos por registrar y sistematizar el avance vertiginoso y el desarrollo de las mineras en las provincias de Salta, Jujuy y Catamarca.
—Se nota porque está lleno de chinos, coreanos caminando por las calles. Alquilan oficinas en los barrios del centro. Acá —señala del otro lado de la calle— hay dos oficinas. Cerca del monumento a Güemes hay dos más. Algunas tienen participación china total, y otras son una mezcla de chinas, canadienses y coreanas. Tenés banderas de todos los colores.
Los proyectos son de diversas nacionalidades. Está Lithium Americas, de Canadá, en el salar Pastos Grandes; en el salar del Rincón se instaló la inglesa Rio Tinto Group; en el salar de Pozuelos opera Ganfeng, de origen chino, mientras que en Sal de los Ángeles, de donde también extraen potasio, la planta fue desarrollada por Revotech Asia Limited y Tibet Summit Resources, las dos de origen chino. El resto de los proyectos está en exploración avanzada y se estima que para los próximos tres años van a abrir plantas de comercialización. Y el control, según Brizuela, es muy bajo. Abren sus oficinas en el centro de Salta, contratan a un geólogo y técnicos en minería, exploran la zona y determinan dónde hay litio.
—Las empresas mineras apenas tributan un 3%, y esto es a boca de mina, tal y como es extraído el metal de la tierra.
—¿Cuánta aprobación hay por parte de las comunidades originarias?
—Eso depende. En Tolar Grande, Olacapato, el salar de Pocitos, las comunidades de Salta, creen en esta teoría del derrame, en que la actividad minera genera una economía regional. Que dan trabajo no solo a los mineros que van a sacar litio de los salares, sino también a los servicios de catering.
Según Brizuela, la economía regional crea una pequeña burguesía dentro de la comunidad originaria. La energía que el litio acumula se expande hacia la comida que consumen los mineros, a los alojamientos de quienes brindan servicios de larga distancia, a los hoteles que los empresarios necesitan. El litio crea un campo energético que es celebrado y bendecido en las peregrinaciones por las vírgenes y en las celebraciones de la Pachamama.
Sin embargo, la situación con las comunidades originarias en la provincia vecina, Jujuy, es distinta. El 22 de junio de 2023, las 33 comunidades de la puna se manifestaron pacíficamente en la ciudad de San Salvador en contra de la reforma a la Constitución provincial impulsada por el gobernador Gerardo Morales, sancionada en la madrugada del 16 de junio. Se modificaron dos artículos clave para el acceso de las comunidades originarias a su propia tierra. Del artículo 36, referido al derecho a la propiedad privada, se eliminó el siguiente párrafo: “El derecho a la propiedad privada no podrá ser efectuado en oposición a la función social o en detrimento de la salud, seguridad, libertad o dignidad humanas”. Y se agregó un texto que había sido redactado para la Constitución de 1986: “Las leyes procesales de la provincia deben incorporar mecanismos y vías rápidas y expeditivas que protejan la propiedad privada y restablezcan cualquier alteración en la posesión, uso y goce de los bienes a favor de su titular”. Las comunidades argumentan que nunca tuvieron un título de propiedad; que habitaron esas tierras del mismo modo que lo hicieron sus ancestros durante cientos de años. En términos legales, las tierras son tierras fiscales que pertenecen al Estado y, con ese cambio constitucional, Morales facilitó legalmente que una empresa comprara un terreno y desalojara a las comunidades. De forma complementaria, se modificó el artículo 50, con la inclusión de esta disposición: “El Estado promueve otras tierras aptas y suficientes para el desarrollo humano”. Según las comunidades, esto significa que el Estado, ante un caso de desalojo, puede simplemente mover a una comunidad a otro lugar, en vez de garantizar su derecho a la tierra. La manifestación fue reprimida de manera violenta por la policía.
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La distancia de la ciudad de Salta hasta la comunidad de Tolar Grande es de 363 kilómetros en dirección hacia la cordillera de los Andes Centrales. Se pasa de 2 780 metros de altura a 3 520. Desde diciembre de 2020, la empresa Servinorte ofrece un servicio de transporte para llegar a Tolar Grande, el último pueblo antes de llegar al salar de Arizaro y al de Llullaillaco, donde se han desarrollado, en los últimos cuatro años, más de siete proyectos mineros. El más grande es el Proyecto Mariana, en el salar de Llullaillaco, que pertenece a la empresa Ganfeng. Uno de los proyectos más grandes de toda la puna. El tiempo que Google Maps estima para el recorrido es de unas siete horas y media de curvas y contracurvas por la ruta provincial 27. El conductor del colectivo dice que no. Son más. Se tarda entre nueve o 10, a veces 12. Sube un hombre vestido con pantalón pinzado, camisa y sombrero. La cara flaca, la piel curtida por años de exposición al sol, rajada como la misma tierra de sal que pronto será una constante del paisaje. A su lado, una mujer de piernas anchas, espalda curva y pelo negro carga una enorme bolsa de plástico.
El colectivo calienta motores, suben más tripulantes. Una madre joven con su hijo. Un chico de unos 20 años que va a visitar a su familia a Olacapato. Un hombre de unos 40 años, pantalón de jean y pelo negro que quiere hablar con un amigo de Tolar para que lo lleve a trabajar a la mina que está en el salar de Arizaro. Entre todos ellos viaja Antolino. Está sentado en el anteúltimo asiento, contra la ventana. Tiene 30 años, la sonrisa fácil, dientes muy blancos y el pelo corto. Hombros caídos y manos marcadas por el tiempo y por la fuerza, vive a pocos kilómetros de San Antonio de los Cobres, una de las paradas intermedias entre Salta y Tolar Grande. Ahí, la ruta empieza a ser de ripio. Antolino cuenta que vive arriba, en el cerro. Tiene un museo dedicado a la cultura kolla, adonde lleva a algunos turistas para que conozcan cómo vivían los pobladores originarios.
—Era la casa de mis abuelos. Ellos vivían ahí, hacían todo. Tenían telares y sus llamas. La casa es de paredes de adobe y el techo era de paja.
Saca un celular, me muestra fotos de la casa: piso de tierra, paredes de tierra, vasijas hechas con tierra. El colectivo deja la ciudad de Salta. Por la ventana se ven campos de tabaco, un río. Las montañas están cubiertas por una densa vegetación hasta que, luego de una curva, aparecen los primeros cardones rodeados por rocas de diversos colores y un cielo inmenso manchado con algunas nubes. Antolino no mira el paisaje, o al menos no lo hace de la forma en la que lo hacen quienes no están habituados a semejante descontrol geológico ni admirados por el resultado milenario de masas tectónicas creadas en las profundidades.
—Mis abuelos andaban a mula, de un pueblo a otro.
Antolino tampoco mira el paisaje que se expande infinito por la ventana como lo hicieron los primeros exploradores que se aventuraron a la puna, una tierra perdida y olvidada durante los años de la colonia española.
—¿Siempre viviste en los Cobres?
—No, hubo un tiempo en el que trabajé en Antofagasta de la Sierra. Con el boro.
—¿Para las minas?
—Sí. Muchos años trabajé.
Cuando Antolino se enteró de que las mineras estaban buscando trabajadores, se armó una mochila chica, dejó a su hijo y se subió a una camioneta, junto a otros pobladores de San Antonio de los Cobres, que lo llevó hasta la puerta de una minera, en el salar del Hombre Muerto, en Antofagasta de la Sierra, provincia de Catamarca. Vivía ahí, en ese desierto blanco y quemante, en pequeñas habitaciones de madera con otros hombres, bombeando salmuera que se colocaba en grandes piletones para que se secara al sol. El trabajo era duro y la paga no era mala; era mejor que trabajar de cualquier cosa o que bajar a Salta para buscar un oficio aún peor.
El trabajo era agotador, de sol a sol. Apenas tenía un día libre, volvía a San Antonio de los Cobres para estar con sus abuelos y su hijo. Hasta que un día volvió a los Cobres y nunca más pisó un salar.
—Hago unos paseos. Vienen turistas, los voy a buscar a la plaza. Les muestro la casa de mis abuelos. Tengo unas llamas en el corral.
¿Volvería a trabajar en una mina? Su respuesta es contundente: no.
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La cuadrícula de Tolar Grande es de apenas cinco cuadras. La casa de Flavio Quipildor está en la cara norte del pueblo. Tiene varias habitaciones oscuras, las ventanas veladas por cortinas de colores. Arriba de un televisor hay un estante con varios trofeos de fútbol. Es una competencia que se organiza cada seis meses con equipos de distintos pueblos.
Quipildor está sentado en un sofá. Vive con su esposa y sus dos hijos. Tiene 36 años y hasta hace cuatro fue el cacique de la comunidad kolla de Tolar Grande. Fue uno de los que promovieron la red Lickan de turismo sustentable. Trabajaban con pequeñas empresas que atraían a turistas de todo el mundo. Ahora alojan a mineros o empresarios de la minería que necesitan quedarse por un tiempo en el pueblo antes de partir hacia los salares. Quipildor también fue guía de montaña y cuenta con varios ascensos al volcán Llullaillaco, la segunda montaña más alta de Sudamérica y el centro adoratorio más alto del mundo. Ahora trabaja en una mina.
—¿En cuál?
—En el salar de Llullaillaco.
Le pregunto si le gusta trabajar en la mina. Me dice que hay más plata para él y para su familia, y que los beneficios no son malos. Le pregunto si hay alguna resistencia por parte de las comunidades al avance de la minería. Me dice tajantemente:
—No.
Un mes atrás, cuando estuve en Jujuy, conversé con Jorge Tupac Sairi, un activista que organiza, con diversas agrupaciones originarias, grupos de acción local. Me invitó a una asamblea que se iba a hacer en el pueblo de Abra Pampa, al norte de Jujuy, frontera con Bolivia. Hasta allí fui. En una casilla de madera, al lado de la ruta 9, bajo un sol picante, había agrupaciones de distintos lugares de la provincia que trataban, entre otros temas, el avance de la Ley Ómnibus —promulgada por el presidente Javier Milei—, el problema del avance del litio y la desregulación de la actividad minera en las provincias. El miedo latente, me dijo Tupac Sairi, era perder el control sobre las tierras y la contaminación del agua.
—Estamos conectados con todas comunidades —me dijo Tupac Sairi luego de que cerrara la asamblea— y tenemos pruebas de que las mineras están contaminando. En Catamarca, por ejemplo, se secó un río entero. El río Trapiche no tiene más agua. Y eso es un problema enorme para nosotros y nuestra economía, que depende del agua.
Extraer el litio de la salmuera requiere grandes cantidades de agua dulce. Luego de perforar en los humedales de los salares con bombas para extraer la salmuera, esta se vierte en enormes piletones de agua dulce y descansa al sol para evaporar el líquido. Una vez evaporada el agua, el litio se separa de otros componentes químicos, como el magnesio y el sodio. El proceso requiere entre 400 y dos millones de litros de agua por cada kilo de litio que se extrae.
Cuando le pregunto a Quipildor, en Tolar Grande, si ellos están conectados con otros grupos o si se unen al reclamo, su respuesta es contundente:
—No. Cada uno puede hacer como guste. No todos eligen trabajar en las mineras. Y está bien.
El jueves 13 de marzo de 2024, la corte provincial de Catamarca falló a favor de una acción de amparo hecha por Ramón Guitian, quien representa el pedido de las comunidades originarias de la provincia, luego de una serie de denuncias por la contaminación del río Los Patos y la desaparición del río Trapiche en el salar del Hombre Muerto. El fallo siembra un antecedente a la actividad minera y les exige a las empresas mayores permisos para avanzar con la explotación y la comercialización del litio en la zona.
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La camioneta es modelo 2018. Es una Hilux que tiene varios viajes, casi 300 000 kilómetros, color gris plomo. Se encamina hacia el salar de Arizaro, en la provincia de Salta, a 75 kilómetros de Tolar Grande, donde se encuentra el enigmático Cono de Arita, una formación negra de lava y sal de 200 metros de altura rodeada por una enorme y prehistórica mancha blanca. El que maneja es Luciano Petri, un ingeniero químico que ha trabajado para varias mineras, a quien conocí en Salta capital. Coincidí con él en Tolar Grande. Fue él quien me dijo que, si quería ver cómo operaban las empresas mineras, al menos desde lejos, tenía que ir hasta el salar de Arizaro. Con él viajan dos inversionistas que hablan inglés. Son de origen canadiense. Han contratado a Petri para que los lleve al salar. No tienen permisos para entrar a las minas, pero no importa, quieren conocer el lugar y hacer un informe para una empresa cuyo nombre no pueden develar.
Petri no parece un ingeniero convencional. Puede hablar de cómo se separa el litio del magnesio y citar al mismo tiempo a José Sbarra, escritor under porteño de la década de los ochenta. Dice que no es un químico, sino un alquimista. Pregunta si conozco al pensador y escritor Rodolfo Kusch.
—Tiene una frase muy linda: “El paisaje subvierte el sentido del ser”. Kusch hablaba de la cultura como acto, y para eso había que pensar en una comunidad vinculada con el suelo que la habita. No se puede disociar la vida de un habitante del lugar en donde habita.
—Mucha gente del lugar quiere a la minería.
—¿Te sorprende eso? —pregunta Petri.
—¿Se puede tener una minería bien gestionada?
—Yo creo que falta la cultura de poder aplicar lo que se desarrolla. Tiene que hermanarse con el paisaje y con un conocimiento integral y holístico. Porque si vos leés un informe, en papel, está bien, no tiene huecos y, si los tiene, se corrige, se estudia, se vuelve a pensar. Llevar a cabo un proyecto es un acto de comunicación. El ser humano hace de intermediario. Se piensa la ingeniería como una necesidad económica, pero es una necesidad humana.
El desierto de Arizaro se impone con su belleza brutal. El salar se expande, una mancha blanca y compacta, hasta las montañas que parecen una cortina de piedra. Tiene una superficie de 1 600 kilómetros cuadrados y está ubicado a una altura de 3 240 metros sobre el nivel del mar. Haari significa “cóndor”; ara, “sitio”: el sitio donde mora el cóndor. Proviene de la lengua kunza, hablada por una comunidad aborigen hoy extinta. Petri avanza a toda velocidad, las piedras golpean contra el chasis. Los canadienses sacan fotos. El camino sube por una cuesta. El salar, abajo, revela su esplendor de manera obscena.
—Allá, ¿las ves?
Se ven. Son varias casas. Unas largas piletas, manchas azules que reflejan el cielo. Allí el litio entra en proceso químico de evaporación, se despega de la salmuera y se envasa para ser transportado en camiones hasta el paso Socompa, que lleva hacia Chile. Son varias las empresas que hay sobre el salar de Arizaro. Lithium Chile tiene una concesión de 8 500 hectáreas. Grosso Group se encuentra en pleno desarrollo. Están también Eramet, de origen francés, y Grupo Hanaq. Los canadienses le piden a Petri detenerse para sacar unas fotos. Él estaciona la camioneta. Son las cuatro de la tarde y el sol quema. Los canadienses se sacan una foto, posan. Petri mira hacia abajo, hacia los piletones de una de las mineras.
—Dicen que están instalando hasta un aeropuerto privado.
—¿Cuánta gente vive acá?
—Más o menos entre 1 000 y 3 000 personas —dice Petri—. De noche lo ves bien. Las noches acá son insondables, oscuras. Son las noches más profundas y hermosas que vi en mi vida. Las montañas se ponen oscuras y las estrellas brillan como en una ciudad invertida. La intensidad de las estrellas en las noches de la puna no se da en otro lugar del mundo, la claridad que hay. Y eso nunca lo pensamos. La soberanía que tenemos sobre el cielo es la misma que tenemos sobre la tierra.
Los canadienses dejan la cámara y miran hacia las mineras. El viento les golpea la cara, la piel cubierta por bloqueador con FPS 50+.
—De noche, se prenden las luces y es realmente como una ciudad —dice Petri—. Y, por un momento, uno se anima a pensar que lo que ve es el futuro. Pero no.
Escucha el Semanario Gatopardo: ¿Tiene sentido una empresa estatal para explotar litio en México?
FERNANDO KRAPP. Buenos Aires, Argentina, 1983. Publicó el libro de relatos Bailando con los osos (17grises, 2013), y el libro de no ficción Una isla artificial. Crónicas sobre japoneses en Argentina (Tusquets, 2019). Dirigió dos películas: Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini (2013) y El volcán adorado (2017). Es colaborador, entre otros medios, de Gatopardo y del suplemento Radar, del diario argentino Página/12.
JAVIER CORBALÁN. Nació en Salta capital, Argentina. Estudió cine y se capacitó durante 15 años con grandes referentes del fotoperiodismo argentino, como Daniel García, Eduardo Longoni, Martín Acosta, Eduardo Gil, Gustavo De María, Antonio Valdez, y también a nivel internacional con André Cypriano. Trabajó durante 13 años como fotoperiodista en el diario El Tribuno, donde realizó coberturas como el rescate de los 33 mineros en Chile, la llegada del Papa Francisco y la Copa América 2011. Es corresponsal del diario La Nación desde 2018, y colaborador de las agencias DPA y AP.
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