Anabela Carlón, la mujer-viento del pueblo yaqui
Paty Godoy
Fotografía de Ilse Cabanillas
Un intento por asir, fijar —aunque sea momentáneamente— y comprender a una activista y defensora de la nación yaqui que ha sabido convertir en fortaleza la mezcla más diversa de influencias.
Era otoño de 2009 y la nación yaqui se encontraba inmersa en un proceso de negociación para recuperar algo que, por enésima ocasión, le habían arrebatado. Se trataba de los restos óseos de una decena de guerreros y algunos materiales y artefactos de guerra que fueron robados 107 años atrás, en la matanza de la sierra de Mazatán, uno de los capítulos más oscuros y menos conocidos de la llamada guerra del yaqui, esa que durante décadas —a finales del siglo XIX y principios del XX— enfrentó a este infatigable pueblo indígena con el Gobierno mexicano. Conviene detallar la escena.
En medio de una llanura árida, justo en el centro del desértico estado de Sonora, se alza esta serranía de 1 000 metros de altura, un botoncito verde dominado por robles y rodeado de acantilados y cuya cima está cortada por varias cañadas. En ese subrepticio cordón montañoso, ubicado a 90 kilómetros de Hermosillo, varias familias yaquis que huían de las haciendas donde laboraban sufrieron una emboscada por parte del Ejército federal porfirista. Era verano de 1902 y el resultado, leído desde el presente, sigue estremeciendo: 124 yaquis asesinados, entre ellos 26 mujeres y 20 niños, y 234 personas tomadas como prisioneras, según los pocos registros históricos que existen.
Poco tiempo después, una decena de cráneos y algunos otros huesos humanos, sombreros, colchas, armas y una cuna hecha con carrizo fueron sustraídos del lugar de la masacre, y llegaron al Museo Americano de Historia Natural en Nueva York. El ladrón está perfectamente identificado: un antropólogo físico estadounidense llamado Aleš Hrdlička.
Volvamos al otoño de 2009. Transcurría una de las reuniones para organizar la logística de la repatriación de las osamentas y artefactos de la memoria de aquel doble crimen. En ella participaban representantes yaquis de Sonora y Arizona. Los primeros, porque su territorio sería el destino final de las reliquias; los segundos, porque por sus reservas de Guadalupe y Pascua cruzarían en su camino desde Nueva York; pero alguien más estaba siendo protagonista: una joven abogada de nombre Anabela Carlón Flores.
Entonces tenía 33 años, y ya Anabela era una reconocida defensora del territorio y activista de los derechos humanos. En esa reunión fungió como una de las interlocutoras de la comunidad yoeme —como se autodenomina el pueblo yaqui— de Sonora. En esas conversaciones estuvo presente José Luis Moctezuma, investigador del INAH en Sonora, quien, junto con la antropóloga Raquel Padilla, fue pieza clave en este proceso de retorno. Moctezuma recuerda que el papel tan activo de Anabela levantó suspicacias: “Una mujer yaqui que venía de Pascua comentó molesta que Anabela no debería inmiscuirse en esas cuestiones, que las mujeres no tenían por qué tener un papel que no les correspondía”.
En efecto, el orgullo del pueblo yaqui lleva aparejado el tradicionalismo por parte de varios de sus miembros. El activismo de Anabela, su participación en asuntos y espacios “reservados para hombres”, se enfrenta inevitablemente a la crítica. Y aunque Moctezuma aclara también que la abogada lleva una vida bastante apegada a las reglas del mundo yoeme (“participa en la ritualidad, tiene un cargo en la Iglesia, está casada y desempeña labores domésticas como lavar ropa o cocinar”). Aquí tenemos una primera vía de entrada para conocer a esta mujer que no se ajusta a los moldes, a varios moldes.
Anabela es una funambulista que se desliza con destreza por el alambre que conecta la vida y las tradiciones del universo yaqui con el mundo occidental. Ese difícil equilibro le ha permitido hasta ahora caminar sin caerse entre esos dos espacios, el interior (de la comunidad) y el exterior.
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“¡A mí no me gustaría ser gobernador!”, lanza Anabela Carlón.
Estamos en Vícam, una da las poblaciones actuales más relevantes de los yaqui, al sur de Hermosillo, a unos 80 kilómetros de Guaymas. La activista y líder comunitaria no se anda con complicaciones filosóficas cuando expone su nulo interés en ostentar uno de los máximos cargos del gobierno tradicional civil yaqui, que dura un año y es ocupado solo por varones.
No se enreda, pero sí que aclara y, de paso, se muestra: “Ser gobernador es difícil, no eres dueño de tu cuerpo ni de tu esencia; estás al servicio de la comunidad, no vas a los bailes, no puedes tomar ni divertirte porque eres una persona que en ese momento representas a tu pueblo. Y a mí, por ejemplo, me gusta salir mucho”.
Le pregunto entonces por la creencia bastante extendida en el mundo de los yoris —como nombran a las personas blancas, no indígenas— de que el poder yaqui está depositado solo en los hombres. Me dice tajante que no es así. “En el exterior se piensa que las mujeres no tenemos ningún poder por el hecho de que no somos gobernadoras; pero no, las mujeres jugamos un papel muy importante no solo en la preservación de la tradición, la cultura y la lengua, sino también en la toma de decisiones de nuestra comunidad”, expresa con la voz imperturbable que la caracteriza.
El puesto de gobernador es temporal —me explica— mientras que muchos de los cargos que tienen las mujeres son vitalicios. Por ejemplo, Anabela es una tenanche desde que tenía 9 años. Se trata de una responsabilidad dentro de la liturgia del catolicismo yaqui: es quien se encarga de “cuidar y trasladar los santos y de cargar los nichos”. Forma parte del grupo de los principales, que es otra manera de decir que tiene mucho prestigio. “Es de por vida, y aunque es un cargo muy pequeño, tengo voz y derecho de expresar mi opinión dentro de la guardia tradicional”, añade la abogada.
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Anabela creció en una familia en la que se hablaba con mucha frecuencia de la defensa del territorio yaqui. En la cuna, quizá, comienza a modelarse su conciencia rebelde e inconforme —la segunda vía para llegar a conocerla—. “Desde chica esas ideas ya estaban dentro de mi cabeza y mi corazón, y más tarde entendí que esa [la defensa del territorio] sería mi tarea y mi obligación, si quería ayudar a que nuestra cultura continuara”, reflexiona.
De niña se empeñaba en entender lo que pasaba a su alrededor y a veces se acercaba a la ramada de Loma de Bácum —la sede tradicional de reunión y de deliberación de las autoridades yaquis, en Sonora— para enterarse de cómo se organizaban y de cómo se discutía.
A principios de la década de los noventa, Anabela tenía 16 años y estudiaba la preparatoria. Por aquellos días, las autoridades tradicionales yaquis tomaron las instalaciones de una sucursal de Banrural. Protestaban por unos supuestos malos manejos. Los activistas visitaron el colegio de Anabela, salón por salón, pidiendo apoyo al estudiantado. Sin pensarlo mucho, ella, junto con un grupo de compañeros, abandonó la clase, en contra de la voluntad de los profesores. “Algunos querían pintearse la clase y dijeron ‘sí, sí, sí’, pero hubo otros que dijimos ‘hay que ir a apoyar’, y se alborotó toda la prepa y nos salimos. Ningún maestro pudo detenernos”. Esa fue la primera vez que se involucró en un movimiento de defensa de la nación yaqui.
Fue en esa etapa, en plena adolescencia, cuando se le empezaron a acumular las incomodidades en el cuerpo. Aunque todavía no podía poner nombre a las emociones complejas, sabía que hay cosas a su alrededor que le producían extrañeza. Recuerda, por ejemplo, que en los periódicos locales leía publicaciones “estigmatizantes” sobre los yaquis, que la hacían sentirse mal: “Era algo feo y me lastimaba, porque lo que yo veía y vivía a mi alrededor no correspondía [con] lo que ahí se decía”, sostiene.
La forma en la que históricamente los medios de comunicación han narrado el devenir yaqui es, por decir lo menos, cuestionable. La historiadora y antropóloga Raquel Padilla Ramos (1967-2019), quien en vida fue la mayor especialista en la cultura yoeme, escribió que “este rechazo de la sociedad sonorense hacia la nación yaqui es una construcción histórico-social que fue instaurada por la nación [mexicana] y perpetuada por los medios de comunicación desde finales del siglo XIX”.
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Sin embargo, todo ese peso histórico que comenzó a sentir Anabela lo transformó en un motor. Un día, al asistir a una reunión en la que las autoridades tradicionales expresaron que la comunidad necesitaba jóvenes profesionistas que ayudaran a fortalecer la cultura y la defensa del territorio —agrónomos, lingüistas, médicos, abogados, economistas…—, ella dio un paso al frente. Se propuso como voluntaria para salir a estudiar una carrera universitaria. En esa época era necesario salir de territorio yaqui y trasladarse a la capital estatal, Hermosillo, donde está la sede principal de la Universidad de Sonora (Unison), a 230 kilómetros de distancia de su hogar. Así que viajó con un grupo de jóvenes yaqui. Ella, por cierto, quería estudiar agronomía, pero al ver que muchos de sus compañeros elegían esa carrera, optó por la licenciatura en derecho.
Nunca se sintió convencida de la carrera, pero la cursó de principio a fin. “Nada tenía sentido ni era congruente, ¿esto realmente existe?”, se preguntaba con ironía mientras se adentraba en el conocimiento de sistema jurídico mexicano y sus leyes. Pensaba que “todo se veía muy bien en el papel”, pero sabía que en los hechos nada se cumplía.
Decepcionada, Anabela cosechó intereses y encontró entusiasmo lejos de la Facultad de Derecho. En 1994, conoció a la lingüista Zarina Estrada, profesora del Departamento de Letras y Lingüística de la Unison, quien entonces coordinaba el desarrollo de un diccionario yaqui-español, y buscaba a una mujer hablante de yaqui que colaborara con la publicación. Anabela se convirtió en su asistente, y durante los tres años que duró el proyecto recibió una pequeña beca.
“Era una muchacha decidida, de mucho ímpetu y mucha vitalidad”, cuenta la profesora desde su cubículo universitario. Por ese tiempo Anabela andaba encabezando gestiones ante el Gobierno estatal para lograr concretar la casa del estudiante yaqui en Hermosillo. De vez en cuando Anabela usaba la computadora del cubículo para redactar las cartas que entregaba a las autoridades. “Llegué a ver parte de las cosas que escribía para esa gestión, y me di cuenta de que tenía mucha capacidad expresiva y argumentativa […] Anabela —subraya la profesora—, además de tener una dote natural en el manejo retórico de la lengua, es convincente, es una líder”.
En realidad, unos meses antes de que comenzaran a colaborar, Estrada ya había conocido a Anabela de oídas. “Un conserje de esta escuela me dijo ‘verá, por aquí pasa una muchacha que se ve muy bonita con su vestido y su rebozo’”. Y es que Anabela nunca ha renunciado a usar la vestimenta tradicional yaqui, ni siquiera en esos años universitarios, en los que vivió situaciones incómodas que rayaban en la discriminación: murmullos a sus espaldas o cuestionamientos referentes a su vestimenta.
La antropóloga Carolina Romero, quien en esa época era funcionaria de la Unison, también tiene una imagen grabada de aquella joven estudiante. “Siempre iba vestida de yaqui, y a mí eso me sorprendió y me despertó curiosidad, pero sobre todo admiración. Pensé ‘¡qué valiente!’, porque el racismo es algo que aquí está muy latente, y más en esas épocas”. Romero se acercó a Anabela y con el tiempo forjaron una sólida amistad.
“Anabela porta con mucha dignidad y altivez su vestimenta”, dice el investigador del INAH en Sonora, José Luis Moctezuma. “Como muchas otras mujeres yaquis, se empodera a través de la vestimenta para mostrar hacia adentro, pero sobre todo hacia fuera que es una mujer yaqui y que tienen muy clara su identidad”, añade.
Moctezuma se ha dedicado desde hace 40 años al estudio de los pueblos indígenas del norte de México, con especial énfasis en los yaquis de Sonora. Él también conoció a Anabela cuando era una joven universitaria. Colaboraron en diversos proyectos de investigación y se hicieron buenos amigos.
Entre sus estudios de investigación está, justamente, el de la vestimenta tradicional femenina yaqui, que en realidad —describe Moctezuma— comenzó a usarse apenas en 1985. Eso quiere decir que la forma en la que visten hoy las mujeres yaquis como Anabela no se originó en la historia ancestral de su pueblo; es un “préstamo” que tiene sus orígenes en el huipil maya que las mujeres yaqui trajeron a su territorio cuando volvieron del exilio en Yucatán y en otros estados del sureste mexicano. Esta vestimenta, que se caracteriza por llevar bordados con flores de colores, fue poco a poco, y con algunas resistencias, ganando espacio hasta ser considerada el vestido tradicional yaqui.
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Anabela es del color de la tierra. Su cabello es castaño y larguísimo, le llega hasta la cintura, y hoy lo lleva atado con un broche tipo mariposa. Su cara es redonda y sus ojos grandes y achinados. Tiene una mirada quieta y una voz, además de imperturbable, apacible, sin estridencias.
Cuando la veo por primera vez me siento cautivada, como aquel conserje universitario. No solo es su ropa tradicional lo que llama la atención, sino la forma de vestirla, con orgullo y “altivez”, justo como dijo Moctezuma. Lleva puesta una blusa color naranja con flores amarillas bordadas en la parte superior, que hacen juego con una falda también bordada con flores, y sobre ella una faldilla color crema de tela ligera y transparente. De los hombros le cuelga un rebozo amarillo.
La cita es en la sede de Jamut Boo’o, una organización de mujeres yaquis de la que Anabela forma parte, y que fue fundada en 2005 por su tía Casilda Flores, una mujer muy conocida y reconocida en su comunidad, que falleció en 2019. De ella —me dice Anabela— aprendió a no echarse para atrás. “Siempre tenía mucha energía, no se cansaba, no se rajaba”, resume.
Casilda fue como su madre. Cuando Anabela tenía 9 años, su mamá, Aurelia Flores, no sobrevivió al parto de su hermana menor. La bebé nació, pero a los nueve meses también murió. Ella y su hermano se quedaron al cuidado de su abuela Felipa y sus tías, entre ellas Casilda.
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De su madre los recuerdos son vagos. En su memoria está, por ejemplo, que a los 8 años le daba responsabilidades en su casa, como barrer, lavar ropa o acarrear agua de un pozo. Nunca se acostumbró a decirle mamá. A quien sí llamó así fue a su abuela, quien murió en 2006.
Anabela comparte su origen yaqui con el mayo. El apellido Carlón, me explica José Luis Moctezuma, especializado en lingüística, proviene del júpare, una comunidad mayo perteneciente a Huatabampo, al sur de Sonora, de donde es originario su papá, Antonio Carlón. “He adoptado la identidad yaqui porque es el medio en el que crecí. He vivido en su contexto, en su lucha, en su lengua, en todo, pero también me considero mayo”, me dice Anabela.
La sede de Jamut Boo’o es un edificio de colores chillantes que se encuentra justo al costado de la carretera internacional que nos trajo hasta aquí: 230 kilómetros, de norte a sur, desde Hermosillo. Aquí Anabela realiza sus labores como investigadora del Indigenous People Rights Internacional (IPRI), una organización con la que colabora desde 2021, y que se dedica a proteger a personas defensoras de los derechos de los pueblos indígenas alrededor del mundo.
Este inmueble es también el centro de operaciones de una cooperativa dedicada a cocinar alimentos por encargo. Junto con su socia y amiga, Eusebia Flores, prepara dulce de pitaya, pinole de maíz o de trigo, y ahora, después de haber tomado un curso de repostería, también hacen pan y pasteles para fiestas.
Su oficina es la única habitación de todo el edificio que tiene aire acondicionado. Nos sentamos a conversar en un sillón. El rumor de los coches que transitan a toda velocidad por la carretera rumbo a Ciudad Obregón se cuela en nuestra conversación. Intento concentrarme y anoto en mi libreta algunas cosas: es 8 de mayo de 2024, temperatura 35 grados, este año Anabela va a cumplir 48 años. También escribo que por estos días la activista anda preocupada por algunas cuestiones de salud relacionadas con la presión arterial, y que por prescripción médica ha tenido que dejar de comer ciertos alimentos como harinas y algunas carnes. Actualmente vive en Compuertas, una pequeña localidad a unos 15 kilómetros de Vícam, con su esposo Isabel Lugo, y una tía de él.
¿Quién es Anabela Carlón?, le pregunto. “Soy abogada, líder comunitaria yaqui y activista de la conservación biocultural”, resume de un plumazo.
Tras 45 minutos, detenemos la conversación y esperamos a que baje un poco el sol para salir a hacerle algunas fotografías. Le pedimos que elija algún espacio cercano del entorno natural que tenga un significado especial para ella. No lo piensa mucho y dice que su lugar favorito es la Sierra del Bacatete, el espacio más venerado del pueblo yaqui, y su mayor símbolo de resistencia, ya que fue el refugio de muchos yaquis cuando huían de las tropas porfiristas. Sin embargo, la distancia y los permisos necesarios para acceder a esa parte del territorio yaqui hacen que hoy sea imposible ir.
En 2008 Anabela fue pieza clave para que en esa mítica serranía se emprendiera un proyecto de monitoreo del jaguar. Hasta ese momento no existían datos contundentes que probaran la existencia de este felino en ese territorio. Con la asesoría de un grupo de biólogos de la organización civil Naturalia y la participación comunitaria, se instalaron diversas cámaras-trampa para recolectar información.
“Anabela fue una gestora muy importante [ante] los gobernadores yaquis para que se dieran los permisos”, me cuenta el antropólogo Ricardo María Garibay, quien en ese entonces fungía como director de Atención a Pueblos Indígenas de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat).
A la abogada le entusiasmaba tanto este trabajo, que muchas veces sentía que era como un juego. “Pensaba ‘estoy caminando mi sierra, cuidando mi territorio y además ganando dinero’. A veces me sentía culpable de hacer algo que me gustaba tanto, parecía que andaba de vacaciones o jugando”, recuerda y suelta una carcajada.
Durante el proyecto, que duró cinco años, se identificaron tres ejemplares de jaguares, y también otras especies como ocelotes, pumas y gatos monteses. “La conservación —confiesa— la utilizamos como pretexto; lo que queríamos era que más gente estuviera consciente de que nuestro territorio está sano: el jaguar es un depredador que muestra la salud de un ecosistema”.
Todo marchaba con relativa tranquilidad, hasta que en 2010 la delincuencia organizada comenzó a hacer de las suyas en la región. A pesar de eso, siguieron adelante con el trabajo, hasta que empezaron a pasar “cosas raras” con la camioneta que usaban para el monitoreo. Una vez se le salió una llanta mientras transitaba a baja velocidad y, al tiempo, se le desbieló el motor. “Así es como se dejó de monitorear —lamenta Anabela—, y no fue porque quisiéramos, sino porque empezaban a pasar este tipo de cosas”. El proyecto se detuvo en 2013.
Cuando el sol nos da una pequeña tregua, salimos para tomar las fotos. Anabela nos conduce a la zona baja del río Yaqui. Desde hace más de dos décadas por aquí no corre ni una gota de agua, pero se mantiene intacta la huella del cauce antiguo. El paisaje, un tanto solitario, está dominado por mezquites, palo verdes y campos de cultivo de trigo. La paleta de colores es de verdes y ocres.
El río Yaqui no solo es uno de los más importantes y caudaloso del noroeste de México; es también la principal fuente de abastecimiento de agua para riego y consumo de toda esta región. Para el pueblo yaqui es aún más que eso. Es, como consignaron las investigadoras Raquel Padilla y Esperanza Donjuan, parte de la etnicidad yoeme junto con los ocho pueblos y la sierra del Bacatete. Por eso, a lo largo de los siglos, “los yaquis han hablado de él casi como antonomasia del territorio”.
En efecto, para los yaquis el río es una evocación tangible de su identidad. Por eso, a lo largo de la historia han defendido inquebrantablemente este afluente frente a las elites económicas y políticas de la región. La última vez en 2010, cuando el Gobierno de Sonora inició la construcción del acueducto Independencia, que buscaba trasvasar agua del alto río Yaqui a la ciudad de Hermosillo.
En la cosmovisión yoeme, el betweania (el mundo del río) es principio y fin, origen y destino. Es principio —explican los especialistas de la cultura yaqui— porque nació de la nada con la ayuda de un mítico sapo que entabló negociaciones con “el que ordena la lluvia”; y es final porque en la mitología el paso a la muerte es simbolizado por el cruce del río Yaqui en una vieja canoa.
En el río se genera la vida yaqui y ahí culmina. Eso Anabela lo sabe muy bien, y quizá por eso nos trajo hasta acá.
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De niña le gustaba perderse en la naturaleza. Su escondite favorito era una brea (árbol de la familia de las fabáceas) “muy grande y frondoso” a la que se trepaba para escapar “del quehacer o los mandados”. Podía pasar horas ahí arriba, pensando y escuchando gritos con su nombre: “¡Anabelaaaaa!”. Ella no contestaba, era su particular juego de las escondidas. “De seguro me buscarán en el suelo, pero no creo que acá arriba”, pensaba. Otras veces, subida a ese mismo árbol, imaginaba que era un gran caballo que volaba.
Su infancia transcurrió en Loma de Bácum, una de las ocho poblaciones yaqui, ubicados al sur del estado de Sonora. Creció en una familia yaqui tradicional, rodeada de sus abuelos maternos, su bisabuela, su mamá, papá y hermano y varios tíos.
Su casa quedaba a las orillas del pueblo, y por las tardes, cuando salía de la escuela, se lanzaba al monte, con su hermano Marco Antonio y unos primos. “Nunca me gustó jugar a las muñecas, se me hacía un juego demasiado aburrido. Yo siempre quería estar en el monte”, cuenta con orgullo. Ahí pasaba largas horas, jugando a las escondidas, trepando a los mezquites, persiguiendo chicharras y lagartijas. Su sueño era intentar hablar con los animales. “Me acuerdo de que queríamos que nos hablaran, teníamos un deseo muy grande de poder entenderlos”, dice.
Gracias a su bisabuela Dolores, Anabela comprendió que los animales, como el resto de la naturaleza, tienen su propio lenguaje y que si se esforzaba podía aprenderlo. “Ella nos contaba que antes todo mundo se entendía, o sea, entre animales, plantas y todas las cosas. No había esa división de que tú eres humano y tu animal”, describe.
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Era costumbre que por las noches su bisabuela les relatara leyendas sobre el origen de su pueblo. La historia del árbol parlante es la que más atesora. En ella, un mezquite comparte una profecía con sus ancestros, los surem, pequeños seres que remiten a la más lejana ancestralidad yaqui. Les advierte de la llegada del cristianismo y de todo lo que ocurriría con los que no lo abrazaran. El árbol les plantea una disyuntiva: quedarse, esperar y adherirse a esa nueva verdad, o lanzarse al monte y convertirse en parte de él. Fue así como sus ancestros se transformaron en arboles e insectos; otros se sumergieron en el mar o debajo de la tierra, el resto se convirtió en estrellas.
“A partir de ese mito nos decían ‘no les hagas daño a los animales, porque son nuestros parientes’ y eso fue lo que se me quedó. Tenemos que respetar a la naturaleza, no somos los únicos, somos parte de ella y nuestros ancestros están ahí”, relata.
Anabela se sabe afortunada; no todas las personas yaqui tiene la suerte de recibir, mediante los relatos orales, los conocimientos ancestrales: “Yo tuve la dicha de tener abuelos que me contaban esas historias y que fortalecieron mi vínculo con esta tierra”.
Con el paso del tiempo, ese vínculo se hizo más fuerte y Anabela aprendió a descifrar el lenguaje de la naturaleza, tal como le había advertido su bisabuela. No es magia; se trata más bien de ejercitar la observación, como si fuera un músculo. Y con la práctica se comienza a adquirir esa sensibilidad. “Tienes que observar a la misma naturaleza, y si lo haces diariamente vas notando sus cambios. Por ejemplo, cuando la lluvia viene de ese lado es que habrá sequía, o si los palo fierros [árboles también llamados olneya] florecen mucho es que habrá mucha lluvia, o si no hubo mucha flor no habrá tanta…”, ejemplifica.
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En las comunidades indígenas es bastante común que exista una permanente disputan entre dos conocimientos: los originarios y aquellos provenientes de la cultura occidental. Cuando Anabela cursaba la preparatoria tuvo un choque con su abuela Felipa. En la escuela le estaban hablando de la teoría de la evolución. Una tarde al volver de clases Anabela enfrentó a su abuela; la cuestionó sobre todo lo que le había contado acerca del origen de los yaquis. “Le dije que eso no era cierto, que la ciencia decía tal cosa… Entonces ella me dijo: ‘¡Ah!, ¿crees más en otra cultura que en la tuya?’ Y ahí me puse a pensar que, si alguien dijo aquello, pues acá alguien también dijo esto”. Anabela cortó por lo sano: tomó la decisión de que a partir de ahí creería en lo que su familia le había dicho: “No me importa si me tachan de loca —pensó—, pero yo voy a creer lo que ellos me han dicho porque si aquello es posible [lo que le enseñaban en las aulas], esto también es posible, y tengo derecho a creerlo”.
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Cuando sonó su teléfono, Anabela dormía. Eran las cuatro de la madrugada. Medio inconsciente, contestó y la persona al otro lado del teléfono le dijo que llamaba para darle una noticia desde Ginebra, Suiza: que había ganado la beca a la que se había postulado unos meses atrás. Ella pensó que alguien le estaba gastando un broma.
Anabela fue en 2005 una de las cinco jóvenes indígenas —de entre 236 personas que se postularon del mundo entero— que fueron seleccionadas para participar en el programa de becas dirigido por la Sección sobre las Poblaciones Indígenas y las Minorías de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU. Un programa que consistía en una estancia de cinco meses en Ginebra para conocer el sistema de las Naciones Unidas y los derechos humanos.
“Cuando apliqué para la beca lo hice sin ninguna esperanza. Dije: ‘Voy a aplicar nomás para no quedar mal con la persona que me mandó la convocatoria’”. Esa persona fue la antropóloga Carolina Romero. Cuando se acercaba el deadline, Romero se dio cuenta de que Anabela aún no había reunido los papeles y sospechó que había algún motivo por el que no quería participar. Entonces una de sus colaboradoras le ayudó a Anabela a reunir la información y mandarla.
Motivos de desconfianza, había. Anabela trabajaba en ese entonces en la Procuraduría de Asuntos Indígenas, hoy convertida en Comisión Estatal para el Desarrollo de los Pueblos y Comunidades Indígenas. Ahí vivió uno de los primeros golpes de realidad. “Antes de ir a Suiza estaba bien decepcionada del sistema”, recuerda. En la institución encargada de velar por los derechos de los pueblos indígenas había sorprendido varias veces a los mismos trabajadores hablar de ellos de forma discriminatoria, cuenta. El desánimo y la incredulidad solo desaparecieron cuando llegó a Ginebra y comenzaron los talleres y los cursos. Lo que estaba viviendo no era un sueño.
La de Naciones Unidas fue una de esas experiencias que marcan un antes y un después en una vida. A partir de ahí, dice Anabela, “todo se me empezó a iluminar”. De hecho, en Ginebra recuperó el entusiasmo que había perdido. Fue un despertar y quizá el comienzo de su vocación.
“Aprender sobre el sistema de Naciones Unidas y sobre derechos humanos me ayudó a volver a creer en ellos. A saber que realmente sí existen y que hay que trabajarlos desde lo local porque nadie los va a promover en nuestro nombre, y para promoverlos necesitamos primero conocerlos”, expone con firmeza. Los derechos humanos de los pueblos indígenas y sus mecanismos para hacerlos valer dejaron de ser una entelequia para ella: “Tuvimos la oportunidad de verlos, de escucharlos… puedo decir que de tocarlos”.
Desde entonces, Anabela Carlón ha asumido como una misión de vida el compromiso de defender los derechos humanos de su comunidad: “Por eso regresé, porque entendí que a mí me toca hacer mi parte en esta historia, desde mi tierra”.
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El 13 de diciembre de 2016, Anabela vivió su propio infierno. Eran cerca de las 7 de la tarde cuando ella y su esposo, Isabel Lugo, fueron secuestrados por un grupo armado y encapuchado en las cercanías de Loma de Bácum. Apenas pasó media hora y ella fue liberada, pero su pareja permaneció privada de la libertad nueve días.
Anabela siempre ha dicho que los autores del secuestro fueron elementos de la Policía Estatal, y que su objetivo era amedrentarla para que desistiera de la encendida lucha que por esos días estaba dando en contra de la construcción de un gasoducto de 835 kilómetros de longitud de la transnacional IEnova Sempra Energy, y que pretendía atravesar territorio yaqui.
La empresa nunca logró el consentimiento de la totalidad de los ocho pueblos, cuyas decisiones deben de tomarse de forma unánime, ya que el territorio es comunal. Basta con que haya un disenso para desestimar cualquier acuerdo. Fue así como Loma de Bacúm, el pueblo de Anabela, se convirtió en la principal piedra en el zapato para la empresa y el Gobierno, al no aceptar que la obra pasara por sus límites territoriales.
No herederás ni un grano de arena al extraño.
Tú, mi hermano, tienes el poder de la voz para defender la tierra.
Así comienza el juramento yaqui que los pobladores de Loma de Bácum aplicaron al pie de la letra. “Nosotros estamos defendiendo la tierra porque ese es el mandato que tienen los capitanes de no ceder ni un grano de arena y estamos en esa postura”, dijo la activista en una entrevista con un medio local el 23 de octubre de 2016, un par de días después de que ocurriera un enfrentamiento en su comunidad que dejó el saldo de un muerto, ocho heridos y 13 vehículos incendiados.
Anabela se lamenta: la parte del gasoducto que pasaba por Lomas de Bácum se construyó durante la semana del secuestro. Pero más adelante, en 2017, la comunidad terminó por desmantelar las tuberías.
César Cota, quien en aquel momento era vocero del pueblo yaqui de Loma de Guamúchil, y que defendía la construcción del gasoducto, llegó a decir en diversas entrevistas que Anabela Carlón se oponía a la obra “solo por capricho”. La acusó de mentir y de no querer entablar diálogo con el resto de los pueblos yaquis.
La presión sobre Anabela, desde diferentes frentes, fue sumamente intensa. Sin embargo, esa timidez, esos reflejos de calma y serenidad, son solo el disfraz de una mujer de espíritu combativo. Recuerda con pesar que para intimidar a los miembros del movimiento de resistencia que ella representaba se emprendió toda una campaña en su contra: circularon videos de estigmatización, en donde se les acusaba de estar coludidos con los narcos, y se repartieron panfletos en los que se les llamaba asesinos. “Aunque sí sentimos una amenaza, eso no nos hizo bajar la cabeza”, reconoce.
El antropólogo Ricardo María Garibay, quien ha seguido de cerca desde hace 30 años la trayectoria de Anabela, considera que es justamente “su firmeza, su fuerza y su obstinación en la defensa de los derechos del pueblo yaqui lo que ha hecho que sea perseguida y que haya sido secuestrada”. Ella utiliza, continúa Garibay, todos sus conocimientos para defender aquello que considera justo. Es tan firme en sus convicciones que no es posible comprarla ni sobornarla, o incluso negociar con ella. Eso le ha hecho ganar enemistades y críticas, pero al mismo tiempo le ha dado prestigio y reconocimiento.
En esa misma línea, la lingüista y profesora Zarina Estrada considera que la voz de Anabela es tan importante que “cuando habla, habla fuerte y genera impacto […] de tan decidida en ocasiones puede llegar a confrontar o causar rechazo”.
Los años en los que se prolongó el conflicto del gasoducto fueron de extrema tensión. No sé si sea la distancia que da el tiempo, pero cuando Anabela rememora ese momento —secuestro incluido— es como si le hubiera pasado a otra persona. No hay en sus palabras un atisbo de miedo ni de flaqueza. Su amiga Eusebia Flores cuenta que tras el secuestro siempre “mostró confianza y firmeza”, y que nunca la vio con miedo. La profesora Estrada matiza dice que, a pesar de toda su fortaleza, después de esos hechos Anabela “tuvo que acudir a terapia para volverse a levantar”.
Eusebia, que es educadora comunitaria del Consejo Nacional de Fomento Educativo, es su amiga más cercana, y cuando andan juntas es común que las crean hermanas. Se conocieron en 2010 cuando ella era estudiante en la Universidad indígena de Bachajón, en Chilón, Chiapas, y Anabela fue su maestra de Ecología.
En 2011, Anabela invitó a Eusebia a formar parte de La Marabunta Filmadora, un colectivo indígena de realizadoras y facilitadoras de video participativo que fundó con el apoyo inicial de la organización InsightShare. Desde entonces, Eusebia no se ha separado de ella. “Desde que la conozco la he admirado mucho, es muy inteligente, me motiva su forma de trabajar y de tratar a la gente”, resume. Además del cariño y la admiración, Eusebia siente un fuerte compromiso: “Cuando estábamos iniciando esto del video, su tía Casilda Flores me pidió que nunca abandone a Anabela, que no la deje sola, que la acompañe siempre. Y cuando fallece la señora lo tomé como una promesa”. Una mujer fuerte cuya fortaleza no se ha forjado en soledad: he ahí otra vía, aunque no la última, para conocer a Anabela.
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En la entrada de Wikipedia dedicada a Anabela Carlón se lee que “también se le conoce como ʻJeka Aniaʼ, que significa ‘mujer de voz chiquita’ en yaqui”. En ello hay algo de verdadero y otra parte de falso.
A Anabela le hubiera gustado tener un nombre en lengua yaqui, pero como nació el día de San Abel, le pusieron Anabela. María Anabela Carlón Flores. Así que ella, ya adulta, decidió que Jeka Ania sería su nombre elegido. Pero el nombre nada tiene que ver con voces chiquitas.
Jeka Ania, traducido al español, es algo así como mundo del viento. “El viento es libertad: ¿cómo sujetas al viento? Es el derecho a ser, el no tener contenciones y decir lo que piensas. Esa es una figura que creo que satisface plenamente lo que ella es”, opina Zarina Estrada.
Y sí, Anabela Carlón es viento, inasible e indomable, pero al mismo tiempo mantiene sus raíces firmes. Tiene bien claro cuáles son sus mapas y territorios.
—¿Tienes algún sueño?, le pregunto.
—Mi sueño es que las mujeres tengan un poder extraordinario, bueno, ya lo tenemos, pero siento que a veces no lo utilizamos. Y por eso a mí me gustaría lograr sacar a diversas mujeres de su zona de confort para que se atrevan a hacer cambios en su vida diaria y así fortalecer a los yaquis.
PATY GODOY. (Sonora, 1982). Es periodista y documentalista con más de 20 años de experiencia en prensa, radio, tv y entorno digital. Por casi una década fue corresponsal mexicana en España. Le interesa explorar nuevos formatos de la narración audiovisual contemporánea, y se ha especializado en narrativas expandidas y multiplataforma. Dirigió el proyecto transmedia “Los desiertos de Sonora”. Actualmente es directora del Festival de periodismo y nuevas narrativas «Contar(nos)”, y es conductora del programa “La Linterna” de Radio Sonora.
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