No items found.
No items found.
No items found.
La persecución en Guatemala de la década de los ochenta provocó el desplazamiento de cientos de familias que hallaron refugio y echaron raíces en una región de Campeche, en México.
El brutal conflicto armado guatemalteco tocó fondo entre 1981 y 1982, cuando la política estatal de tierra arrasada literalmente borró del mapa a cientos de aldeas campesinas (mayormente compuestas por indígenas mayas). Como resultado, miles se escondieron en las selvas y las montañas, intentando huir de la represión estatal que pretendía eliminar las bases de apoyo a las guerrillas. Ante esta situación, cerca de 50 000 guatemaltecos cruzaron a México donde se refugiaron en campamentos temporales durante años.
A finales de la década de los noventa, ya con los Acuerdos de Paz firmados, gran parte de los migrantes regresaron a Guatemala. Sin embargo, miles optaron por la residencia permanente en México, al ser una tierra que les salvó la vida.
Santo Domingo Kesté, Campeche, es uno de estos campamentos de refugiados formalizado en 1999 como una comunidad mexicana; hoy cuenta con casi 5 000 habitantes, todos con la ciudadanía mexicana. A 40 años del arribo, su origen guatemalteco les implica vivir complejos procesos de identidad que dotan a la comunidad de particularidades únicas entre las poblaciones vecinas.
En 2004 llegué a Guatemala como observador internacional con Brigadas Internacionales de Paz, una organización de derechos humanos que trabaja en países de conflicto y posconflicto. Quedé tan impactado por los procesos y dificultades que se vivían por la búsqueda de memoria y justicia en Guatemala, que decidí quedarme. La información es escasa acerca de lo sucedido y los procesos que se viven en el día a día, por ello documenté a fondo ayudado por la cámara fotográfica. Casi dos décadas después, sigo en Guatemala.
A pesar de los años de residencia en ese país, nunca había escuchado de la existencia de las comunidades de refugiados en el sur de México ni de aquellos que evitaron retornar después de la guerra, sino durante una conversación casual con un abogado en derechos humanos criado en una de estas comunidades. Él recordó las dificultades que vivieron en México, los traumas de sobrevivir a las masacres, así como los rechazos de las comunidades mexicanas adyacentes, y de los fuertes procesos de adaptación a un clima totalmente diferente.
Gracias a un estímulo del Sistema Nacional de Creadores de Arte del gobierno mexicano, me dispuse a trabajar en Campeche con el fin de conocer y documentar la realidad de Santo Domingo Kesté, de la cual me intrigó en particular el tema de identidad. Al ser hijo de padre mexicano y madre estadounidense he tenido conflictos de identidad tanto internos como externos: la gente siempre intentó categorizarme, integrarme o excluirme, dependiendo de su percepción sobre mi familia, mi físico y mi historia de vida.
Al entrar a la comunidad, donde trabajé entre 2022 y lo que va de 2024, lo primero que llamó mi atención fueron las porterías del campo de futbol que estaban pintadas con los colores de la bandera de Guatemala. También existen locales nombrados como sitios de aquel país: Ferretería Soloma o Zapatería Mayalan. Después de gestionar con las autoridades, se me permitió montar en el parque central una exposición de fotografías sobre los procesos de posguerra en Guatemala; lo anterior con el fin de estimular pláticas sobre la memoria histórica, lo vivido y la situación actual. “Ya sufrí mucho yo allá… ya no quiero saber nada de Guatemala”, me contó Santiaga Jerónimo Martínez, de 56 años. Para algunos son recuerdos difíciles de relatar, aunque otros habitantes se sintieron animados a compartir sus historias.
“El traje nos identifica a nosotros que somos de Guatemala, que nacimos en Guatemala. Y no quiero perder eso, no quiero que mis hijos olviden de dónde son ellos, de dónde vinieron, de dónde eran sus raíces”, me contó Rosa González. “Por eso es que les dije a ellos que usaran el vestuario de allá, aunque aquí hay mucho calor y no se puede utilizar muy bien. Pero ahí lo tengo guardado, y cuando hace un poco de frío en diciembre, pues ya nos lo ponemos”.
Durante mis visitas, anunciaba en un servicio de altavoz comunitario que estaría en el parque central un par de horas sacando fotografías gratuitas a personas que me mostraran artículos guardados durante el periodo de refugio. Muchas mujeres se acercaron con sus trajes tradicionales, la mayoría de regiones frías del altiplano guatemalteco. Varios de estos huipiles son considerados tesoros familiares y pasan de generación en generación.
Otros me mostraron fotos o una sierra traída desde Guatemala y usada para cortar árboles en los campamentos de Chiapas; incluso apareció una máquina de coser escondida durante el escape. Me mostraron varias piedras para moler maíz, similares a los molcajetes, llevadas a cuestas entre el follaje selvático, para poder hacer las tortillas durante su ruta a México.
Trabajé el proyecto con una cámara análoga: una antigua Rolleicord fabricada a principios de los años cincuenta y que sufría algunas fallas técnicas. También utilicé varios rollos caducados, instrumentos todos que me permitieron tomar mi tiempo, pensar mucho más las imágenes y poder platicar más a fondo con la gente. Un factor muy importante en un contexto muy diferente al que estoy acostumbrado debido a que no hay un evento o situación que requiera la presencia de un fotógrafo. Aquellas imperfecciones de la cámara y rollos le dieron a las imágenes una perspectiva de tiempo acompañada por un sentimiento de nostalgia.
En casos de migración masiva es normal que las siguientes generaciones eventualmente asimilen las condiciones del país receptor. A pesar de ello, Santo Domingo Kesté y sus comunidades hermanas retienen una fuerte identidad guatemalteca. Ana María Chipel, una joven de 30 años, lo explica claramente: “Me reconozco como guatemalteca, como mexicana, como campechana, y como maya k’iche’”.
Proyecto realizado con apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).
Rosa González Ventura de 54 años es originaria de Chiniqué, Guatemala. Ella vivía en Santa María Tzejá y llegó a México debido al conflicto armado interno.
La persecución en Guatemala de la década de los ochenta provocó el desplazamiento de cientos de familias que hallaron refugio y echaron raíces en una región de Campeche, en México.
El brutal conflicto armado guatemalteco tocó fondo entre 1981 y 1982, cuando la política estatal de tierra arrasada literalmente borró del mapa a cientos de aldeas campesinas (mayormente compuestas por indígenas mayas). Como resultado, miles se escondieron en las selvas y las montañas, intentando huir de la represión estatal que pretendía eliminar las bases de apoyo a las guerrillas. Ante esta situación, cerca de 50 000 guatemaltecos cruzaron a México donde se refugiaron en campamentos temporales durante años.
A finales de la década de los noventa, ya con los Acuerdos de Paz firmados, gran parte de los migrantes regresaron a Guatemala. Sin embargo, miles optaron por la residencia permanente en México, al ser una tierra que les salvó la vida.
Santo Domingo Kesté, Campeche, es uno de estos campamentos de refugiados formalizado en 1999 como una comunidad mexicana; hoy cuenta con casi 5 000 habitantes, todos con la ciudadanía mexicana. A 40 años del arribo, su origen guatemalteco les implica vivir complejos procesos de identidad que dotan a la comunidad de particularidades únicas entre las poblaciones vecinas.
En 2004 llegué a Guatemala como observador internacional con Brigadas Internacionales de Paz, una organización de derechos humanos que trabaja en países de conflicto y posconflicto. Quedé tan impactado por los procesos y dificultades que se vivían por la búsqueda de memoria y justicia en Guatemala, que decidí quedarme. La información es escasa acerca de lo sucedido y los procesos que se viven en el día a día, por ello documenté a fondo ayudado por la cámara fotográfica. Casi dos décadas después, sigo en Guatemala.
A pesar de los años de residencia en ese país, nunca había escuchado de la existencia de las comunidades de refugiados en el sur de México ni de aquellos que evitaron retornar después de la guerra, sino durante una conversación casual con un abogado en derechos humanos criado en una de estas comunidades. Él recordó las dificultades que vivieron en México, los traumas de sobrevivir a las masacres, así como los rechazos de las comunidades mexicanas adyacentes, y de los fuertes procesos de adaptación a un clima totalmente diferente.
Gracias a un estímulo del Sistema Nacional de Creadores de Arte del gobierno mexicano, me dispuse a trabajar en Campeche con el fin de conocer y documentar la realidad de Santo Domingo Kesté, de la cual me intrigó en particular el tema de identidad. Al ser hijo de padre mexicano y madre estadounidense he tenido conflictos de identidad tanto internos como externos: la gente siempre intentó categorizarme, integrarme o excluirme, dependiendo de su percepción sobre mi familia, mi físico y mi historia de vida.
Al entrar a la comunidad, donde trabajé entre 2022 y lo que va de 2024, lo primero que llamó mi atención fueron las porterías del campo de futbol que estaban pintadas con los colores de la bandera de Guatemala. También existen locales nombrados como sitios de aquel país: Ferretería Soloma o Zapatería Mayalan. Después de gestionar con las autoridades, se me permitió montar en el parque central una exposición de fotografías sobre los procesos de posguerra en Guatemala; lo anterior con el fin de estimular pláticas sobre la memoria histórica, lo vivido y la situación actual. “Ya sufrí mucho yo allá… ya no quiero saber nada de Guatemala”, me contó Santiaga Jerónimo Martínez, de 56 años. Para algunos son recuerdos difíciles de relatar, aunque otros habitantes se sintieron animados a compartir sus historias.
“El traje nos identifica a nosotros que somos de Guatemala, que nacimos en Guatemala. Y no quiero perder eso, no quiero que mis hijos olviden de dónde son ellos, de dónde vinieron, de dónde eran sus raíces”, me contó Rosa González. “Por eso es que les dije a ellos que usaran el vestuario de allá, aunque aquí hay mucho calor y no se puede utilizar muy bien. Pero ahí lo tengo guardado, y cuando hace un poco de frío en diciembre, pues ya nos lo ponemos”.
Durante mis visitas, anunciaba en un servicio de altavoz comunitario que estaría en el parque central un par de horas sacando fotografías gratuitas a personas que me mostraran artículos guardados durante el periodo de refugio. Muchas mujeres se acercaron con sus trajes tradicionales, la mayoría de regiones frías del altiplano guatemalteco. Varios de estos huipiles son considerados tesoros familiares y pasan de generación en generación.
Otros me mostraron fotos o una sierra traída desde Guatemala y usada para cortar árboles en los campamentos de Chiapas; incluso apareció una máquina de coser escondida durante el escape. Me mostraron varias piedras para moler maíz, similares a los molcajetes, llevadas a cuestas entre el follaje selvático, para poder hacer las tortillas durante su ruta a México.
Trabajé el proyecto con una cámara análoga: una antigua Rolleicord fabricada a principios de los años cincuenta y que sufría algunas fallas técnicas. También utilicé varios rollos caducados, instrumentos todos que me permitieron tomar mi tiempo, pensar mucho más las imágenes y poder platicar más a fondo con la gente. Un factor muy importante en un contexto muy diferente al que estoy acostumbrado debido a que no hay un evento o situación que requiera la presencia de un fotógrafo. Aquellas imperfecciones de la cámara y rollos le dieron a las imágenes una perspectiva de tiempo acompañada por un sentimiento de nostalgia.
En casos de migración masiva es normal que las siguientes generaciones eventualmente asimilen las condiciones del país receptor. A pesar de ello, Santo Domingo Kesté y sus comunidades hermanas retienen una fuerte identidad guatemalteca. Ana María Chipel, una joven de 30 años, lo explica claramente: “Me reconozco como guatemalteca, como mexicana, como campechana, y como maya k’iche’”.
Proyecto realizado con apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).
La persecución en Guatemala de la década de los ochenta provocó el desplazamiento de cientos de familias que hallaron refugio y echaron raíces en una región de Campeche, en México.
El brutal conflicto armado guatemalteco tocó fondo entre 1981 y 1982, cuando la política estatal de tierra arrasada literalmente borró del mapa a cientos de aldeas campesinas (mayormente compuestas por indígenas mayas). Como resultado, miles se escondieron en las selvas y las montañas, intentando huir de la represión estatal que pretendía eliminar las bases de apoyo a las guerrillas. Ante esta situación, cerca de 50 000 guatemaltecos cruzaron a México donde se refugiaron en campamentos temporales durante años.
A finales de la década de los noventa, ya con los Acuerdos de Paz firmados, gran parte de los migrantes regresaron a Guatemala. Sin embargo, miles optaron por la residencia permanente en México, al ser una tierra que les salvó la vida.
Santo Domingo Kesté, Campeche, es uno de estos campamentos de refugiados formalizado en 1999 como una comunidad mexicana; hoy cuenta con casi 5 000 habitantes, todos con la ciudadanía mexicana. A 40 años del arribo, su origen guatemalteco les implica vivir complejos procesos de identidad que dotan a la comunidad de particularidades únicas entre las poblaciones vecinas.
En 2004 llegué a Guatemala como observador internacional con Brigadas Internacionales de Paz, una organización de derechos humanos que trabaja en países de conflicto y posconflicto. Quedé tan impactado por los procesos y dificultades que se vivían por la búsqueda de memoria y justicia en Guatemala, que decidí quedarme. La información es escasa acerca de lo sucedido y los procesos que se viven en el día a día, por ello documenté a fondo ayudado por la cámara fotográfica. Casi dos décadas después, sigo en Guatemala.
A pesar de los años de residencia en ese país, nunca había escuchado de la existencia de las comunidades de refugiados en el sur de México ni de aquellos que evitaron retornar después de la guerra, sino durante una conversación casual con un abogado en derechos humanos criado en una de estas comunidades. Él recordó las dificultades que vivieron en México, los traumas de sobrevivir a las masacres, así como los rechazos de las comunidades mexicanas adyacentes, y de los fuertes procesos de adaptación a un clima totalmente diferente.
Gracias a un estímulo del Sistema Nacional de Creadores de Arte del gobierno mexicano, me dispuse a trabajar en Campeche con el fin de conocer y documentar la realidad de Santo Domingo Kesté, de la cual me intrigó en particular el tema de identidad. Al ser hijo de padre mexicano y madre estadounidense he tenido conflictos de identidad tanto internos como externos: la gente siempre intentó categorizarme, integrarme o excluirme, dependiendo de su percepción sobre mi familia, mi físico y mi historia de vida.
Al entrar a la comunidad, donde trabajé entre 2022 y lo que va de 2024, lo primero que llamó mi atención fueron las porterías del campo de futbol que estaban pintadas con los colores de la bandera de Guatemala. También existen locales nombrados como sitios de aquel país: Ferretería Soloma o Zapatería Mayalan. Después de gestionar con las autoridades, se me permitió montar en el parque central una exposición de fotografías sobre los procesos de posguerra en Guatemala; lo anterior con el fin de estimular pláticas sobre la memoria histórica, lo vivido y la situación actual. “Ya sufrí mucho yo allá… ya no quiero saber nada de Guatemala”, me contó Santiaga Jerónimo Martínez, de 56 años. Para algunos son recuerdos difíciles de relatar, aunque otros habitantes se sintieron animados a compartir sus historias.
“El traje nos identifica a nosotros que somos de Guatemala, que nacimos en Guatemala. Y no quiero perder eso, no quiero que mis hijos olviden de dónde son ellos, de dónde vinieron, de dónde eran sus raíces”, me contó Rosa González. “Por eso es que les dije a ellos que usaran el vestuario de allá, aunque aquí hay mucho calor y no se puede utilizar muy bien. Pero ahí lo tengo guardado, y cuando hace un poco de frío en diciembre, pues ya nos lo ponemos”.
Durante mis visitas, anunciaba en un servicio de altavoz comunitario que estaría en el parque central un par de horas sacando fotografías gratuitas a personas que me mostraran artículos guardados durante el periodo de refugio. Muchas mujeres se acercaron con sus trajes tradicionales, la mayoría de regiones frías del altiplano guatemalteco. Varios de estos huipiles son considerados tesoros familiares y pasan de generación en generación.
Otros me mostraron fotos o una sierra traída desde Guatemala y usada para cortar árboles en los campamentos de Chiapas; incluso apareció una máquina de coser escondida durante el escape. Me mostraron varias piedras para moler maíz, similares a los molcajetes, llevadas a cuestas entre el follaje selvático, para poder hacer las tortillas durante su ruta a México.
Trabajé el proyecto con una cámara análoga: una antigua Rolleicord fabricada a principios de los años cincuenta y que sufría algunas fallas técnicas. También utilicé varios rollos caducados, instrumentos todos que me permitieron tomar mi tiempo, pensar mucho más las imágenes y poder platicar más a fondo con la gente. Un factor muy importante en un contexto muy diferente al que estoy acostumbrado debido a que no hay un evento o situación que requiera la presencia de un fotógrafo. Aquellas imperfecciones de la cámara y rollos le dieron a las imágenes una perspectiva de tiempo acompañada por un sentimiento de nostalgia.
En casos de migración masiva es normal que las siguientes generaciones eventualmente asimilen las condiciones del país receptor. A pesar de ello, Santo Domingo Kesté y sus comunidades hermanas retienen una fuerte identidad guatemalteca. Ana María Chipel, una joven de 30 años, lo explica claramente: “Me reconozco como guatemalteca, como mexicana, como campechana, y como maya k’iche’”.
Proyecto realizado con apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).
Rosa González Ventura de 54 años es originaria de Chiniqué, Guatemala. Ella vivía en Santa María Tzejá y llegó a México debido al conflicto armado interno.
La persecución en Guatemala de la década de los ochenta provocó el desplazamiento de cientos de familias que hallaron refugio y echaron raíces en una región de Campeche, en México.
El brutal conflicto armado guatemalteco tocó fondo entre 1981 y 1982, cuando la política estatal de tierra arrasada literalmente borró del mapa a cientos de aldeas campesinas (mayormente compuestas por indígenas mayas). Como resultado, miles se escondieron en las selvas y las montañas, intentando huir de la represión estatal que pretendía eliminar las bases de apoyo a las guerrillas. Ante esta situación, cerca de 50 000 guatemaltecos cruzaron a México donde se refugiaron en campamentos temporales durante años.
A finales de la década de los noventa, ya con los Acuerdos de Paz firmados, gran parte de los migrantes regresaron a Guatemala. Sin embargo, miles optaron por la residencia permanente en México, al ser una tierra que les salvó la vida.
Santo Domingo Kesté, Campeche, es uno de estos campamentos de refugiados formalizado en 1999 como una comunidad mexicana; hoy cuenta con casi 5 000 habitantes, todos con la ciudadanía mexicana. A 40 años del arribo, su origen guatemalteco les implica vivir complejos procesos de identidad que dotan a la comunidad de particularidades únicas entre las poblaciones vecinas.
En 2004 llegué a Guatemala como observador internacional con Brigadas Internacionales de Paz, una organización de derechos humanos que trabaja en países de conflicto y posconflicto. Quedé tan impactado por los procesos y dificultades que se vivían por la búsqueda de memoria y justicia en Guatemala, que decidí quedarme. La información es escasa acerca de lo sucedido y los procesos que se viven en el día a día, por ello documenté a fondo ayudado por la cámara fotográfica. Casi dos décadas después, sigo en Guatemala.
A pesar de los años de residencia en ese país, nunca había escuchado de la existencia de las comunidades de refugiados en el sur de México ni de aquellos que evitaron retornar después de la guerra, sino durante una conversación casual con un abogado en derechos humanos criado en una de estas comunidades. Él recordó las dificultades que vivieron en México, los traumas de sobrevivir a las masacres, así como los rechazos de las comunidades mexicanas adyacentes, y de los fuertes procesos de adaptación a un clima totalmente diferente.
Gracias a un estímulo del Sistema Nacional de Creadores de Arte del gobierno mexicano, me dispuse a trabajar en Campeche con el fin de conocer y documentar la realidad de Santo Domingo Kesté, de la cual me intrigó en particular el tema de identidad. Al ser hijo de padre mexicano y madre estadounidense he tenido conflictos de identidad tanto internos como externos: la gente siempre intentó categorizarme, integrarme o excluirme, dependiendo de su percepción sobre mi familia, mi físico y mi historia de vida.
Al entrar a la comunidad, donde trabajé entre 2022 y lo que va de 2024, lo primero que llamó mi atención fueron las porterías del campo de futbol que estaban pintadas con los colores de la bandera de Guatemala. También existen locales nombrados como sitios de aquel país: Ferretería Soloma o Zapatería Mayalan. Después de gestionar con las autoridades, se me permitió montar en el parque central una exposición de fotografías sobre los procesos de posguerra en Guatemala; lo anterior con el fin de estimular pláticas sobre la memoria histórica, lo vivido y la situación actual. “Ya sufrí mucho yo allá… ya no quiero saber nada de Guatemala”, me contó Santiaga Jerónimo Martínez, de 56 años. Para algunos son recuerdos difíciles de relatar, aunque otros habitantes se sintieron animados a compartir sus historias.
“El traje nos identifica a nosotros que somos de Guatemala, que nacimos en Guatemala. Y no quiero perder eso, no quiero que mis hijos olviden de dónde son ellos, de dónde vinieron, de dónde eran sus raíces”, me contó Rosa González. “Por eso es que les dije a ellos que usaran el vestuario de allá, aunque aquí hay mucho calor y no se puede utilizar muy bien. Pero ahí lo tengo guardado, y cuando hace un poco de frío en diciembre, pues ya nos lo ponemos”.
Durante mis visitas, anunciaba en un servicio de altavoz comunitario que estaría en el parque central un par de horas sacando fotografías gratuitas a personas que me mostraran artículos guardados durante el periodo de refugio. Muchas mujeres se acercaron con sus trajes tradicionales, la mayoría de regiones frías del altiplano guatemalteco. Varios de estos huipiles son considerados tesoros familiares y pasan de generación en generación.
Otros me mostraron fotos o una sierra traída desde Guatemala y usada para cortar árboles en los campamentos de Chiapas; incluso apareció una máquina de coser escondida durante el escape. Me mostraron varias piedras para moler maíz, similares a los molcajetes, llevadas a cuestas entre el follaje selvático, para poder hacer las tortillas durante su ruta a México.
Trabajé el proyecto con una cámara análoga: una antigua Rolleicord fabricada a principios de los años cincuenta y que sufría algunas fallas técnicas. También utilicé varios rollos caducados, instrumentos todos que me permitieron tomar mi tiempo, pensar mucho más las imágenes y poder platicar más a fondo con la gente. Un factor muy importante en un contexto muy diferente al que estoy acostumbrado debido a que no hay un evento o situación que requiera la presencia de un fotógrafo. Aquellas imperfecciones de la cámara y rollos le dieron a las imágenes una perspectiva de tiempo acompañada por un sentimiento de nostalgia.
En casos de migración masiva es normal que las siguientes generaciones eventualmente asimilen las condiciones del país receptor. A pesar de ello, Santo Domingo Kesté y sus comunidades hermanas retienen una fuerte identidad guatemalteca. Ana María Chipel, una joven de 30 años, lo explica claramente: “Me reconozco como guatemalteca, como mexicana, como campechana, y como maya k’iche’”.
Proyecto realizado con apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).
La persecución en Guatemala de la década de los ochenta provocó el desplazamiento de cientos de familias que hallaron refugio y echaron raíces en una región de Campeche, en México.
El brutal conflicto armado guatemalteco tocó fondo entre 1981 y 1982, cuando la política estatal de tierra arrasada literalmente borró del mapa a cientos de aldeas campesinas (mayormente compuestas por indígenas mayas). Como resultado, miles se escondieron en las selvas y las montañas, intentando huir de la represión estatal que pretendía eliminar las bases de apoyo a las guerrillas. Ante esta situación, cerca de 50 000 guatemaltecos cruzaron a México donde se refugiaron en campamentos temporales durante años.
A finales de la década de los noventa, ya con los Acuerdos de Paz firmados, gran parte de los migrantes regresaron a Guatemala. Sin embargo, miles optaron por la residencia permanente en México, al ser una tierra que les salvó la vida.
Santo Domingo Kesté, Campeche, es uno de estos campamentos de refugiados formalizado en 1999 como una comunidad mexicana; hoy cuenta con casi 5 000 habitantes, todos con la ciudadanía mexicana. A 40 años del arribo, su origen guatemalteco les implica vivir complejos procesos de identidad que dotan a la comunidad de particularidades únicas entre las poblaciones vecinas.
En 2004 llegué a Guatemala como observador internacional con Brigadas Internacionales de Paz, una organización de derechos humanos que trabaja en países de conflicto y posconflicto. Quedé tan impactado por los procesos y dificultades que se vivían por la búsqueda de memoria y justicia en Guatemala, que decidí quedarme. La información es escasa acerca de lo sucedido y los procesos que se viven en el día a día, por ello documenté a fondo ayudado por la cámara fotográfica. Casi dos décadas después, sigo en Guatemala.
A pesar de los años de residencia en ese país, nunca había escuchado de la existencia de las comunidades de refugiados en el sur de México ni de aquellos que evitaron retornar después de la guerra, sino durante una conversación casual con un abogado en derechos humanos criado en una de estas comunidades. Él recordó las dificultades que vivieron en México, los traumas de sobrevivir a las masacres, así como los rechazos de las comunidades mexicanas adyacentes, y de los fuertes procesos de adaptación a un clima totalmente diferente.
Gracias a un estímulo del Sistema Nacional de Creadores de Arte del gobierno mexicano, me dispuse a trabajar en Campeche con el fin de conocer y documentar la realidad de Santo Domingo Kesté, de la cual me intrigó en particular el tema de identidad. Al ser hijo de padre mexicano y madre estadounidense he tenido conflictos de identidad tanto internos como externos: la gente siempre intentó categorizarme, integrarme o excluirme, dependiendo de su percepción sobre mi familia, mi físico y mi historia de vida.
Al entrar a la comunidad, donde trabajé entre 2022 y lo que va de 2024, lo primero que llamó mi atención fueron las porterías del campo de futbol que estaban pintadas con los colores de la bandera de Guatemala. También existen locales nombrados como sitios de aquel país: Ferretería Soloma o Zapatería Mayalan. Después de gestionar con las autoridades, se me permitió montar en el parque central una exposición de fotografías sobre los procesos de posguerra en Guatemala; lo anterior con el fin de estimular pláticas sobre la memoria histórica, lo vivido y la situación actual. “Ya sufrí mucho yo allá… ya no quiero saber nada de Guatemala”, me contó Santiaga Jerónimo Martínez, de 56 años. Para algunos son recuerdos difíciles de relatar, aunque otros habitantes se sintieron animados a compartir sus historias.
“El traje nos identifica a nosotros que somos de Guatemala, que nacimos en Guatemala. Y no quiero perder eso, no quiero que mis hijos olviden de dónde son ellos, de dónde vinieron, de dónde eran sus raíces”, me contó Rosa González. “Por eso es que les dije a ellos que usaran el vestuario de allá, aunque aquí hay mucho calor y no se puede utilizar muy bien. Pero ahí lo tengo guardado, y cuando hace un poco de frío en diciembre, pues ya nos lo ponemos”.
Durante mis visitas, anunciaba en un servicio de altavoz comunitario que estaría en el parque central un par de horas sacando fotografías gratuitas a personas que me mostraran artículos guardados durante el periodo de refugio. Muchas mujeres se acercaron con sus trajes tradicionales, la mayoría de regiones frías del altiplano guatemalteco. Varios de estos huipiles son considerados tesoros familiares y pasan de generación en generación.
Otros me mostraron fotos o una sierra traída desde Guatemala y usada para cortar árboles en los campamentos de Chiapas; incluso apareció una máquina de coser escondida durante el escape. Me mostraron varias piedras para moler maíz, similares a los molcajetes, llevadas a cuestas entre el follaje selvático, para poder hacer las tortillas durante su ruta a México.
Trabajé el proyecto con una cámara análoga: una antigua Rolleicord fabricada a principios de los años cincuenta y que sufría algunas fallas técnicas. También utilicé varios rollos caducados, instrumentos todos que me permitieron tomar mi tiempo, pensar mucho más las imágenes y poder platicar más a fondo con la gente. Un factor muy importante en un contexto muy diferente al que estoy acostumbrado debido a que no hay un evento o situación que requiera la presencia de un fotógrafo. Aquellas imperfecciones de la cámara y rollos le dieron a las imágenes una perspectiva de tiempo acompañada por un sentimiento de nostalgia.
En casos de migración masiva es normal que las siguientes generaciones eventualmente asimilen las condiciones del país receptor. A pesar de ello, Santo Domingo Kesté y sus comunidades hermanas retienen una fuerte identidad guatemalteca. Ana María Chipel, una joven de 30 años, lo explica claramente: “Me reconozco como guatemalteca, como mexicana, como campechana, y como maya k’iche’”.
Proyecto realizado con apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).
Rosa González Ventura de 54 años es originaria de Chiniqué, Guatemala. Ella vivía en Santa María Tzejá y llegó a México debido al conflicto armado interno.
La persecución en Guatemala de la década de los ochenta provocó el desplazamiento de cientos de familias que hallaron refugio y echaron raíces en una región de Campeche, en México.
El brutal conflicto armado guatemalteco tocó fondo entre 1981 y 1982, cuando la política estatal de tierra arrasada literalmente borró del mapa a cientos de aldeas campesinas (mayormente compuestas por indígenas mayas). Como resultado, miles se escondieron en las selvas y las montañas, intentando huir de la represión estatal que pretendía eliminar las bases de apoyo a las guerrillas. Ante esta situación, cerca de 50 000 guatemaltecos cruzaron a México donde se refugiaron en campamentos temporales durante años.
A finales de la década de los noventa, ya con los Acuerdos de Paz firmados, gran parte de los migrantes regresaron a Guatemala. Sin embargo, miles optaron por la residencia permanente en México, al ser una tierra que les salvó la vida.
Santo Domingo Kesté, Campeche, es uno de estos campamentos de refugiados formalizado en 1999 como una comunidad mexicana; hoy cuenta con casi 5 000 habitantes, todos con la ciudadanía mexicana. A 40 años del arribo, su origen guatemalteco les implica vivir complejos procesos de identidad que dotan a la comunidad de particularidades únicas entre las poblaciones vecinas.
En 2004 llegué a Guatemala como observador internacional con Brigadas Internacionales de Paz, una organización de derechos humanos que trabaja en países de conflicto y posconflicto. Quedé tan impactado por los procesos y dificultades que se vivían por la búsqueda de memoria y justicia en Guatemala, que decidí quedarme. La información es escasa acerca de lo sucedido y los procesos que se viven en el día a día, por ello documenté a fondo ayudado por la cámara fotográfica. Casi dos décadas después, sigo en Guatemala.
A pesar de los años de residencia en ese país, nunca había escuchado de la existencia de las comunidades de refugiados en el sur de México ni de aquellos que evitaron retornar después de la guerra, sino durante una conversación casual con un abogado en derechos humanos criado en una de estas comunidades. Él recordó las dificultades que vivieron en México, los traumas de sobrevivir a las masacres, así como los rechazos de las comunidades mexicanas adyacentes, y de los fuertes procesos de adaptación a un clima totalmente diferente.
Gracias a un estímulo del Sistema Nacional de Creadores de Arte del gobierno mexicano, me dispuse a trabajar en Campeche con el fin de conocer y documentar la realidad de Santo Domingo Kesté, de la cual me intrigó en particular el tema de identidad. Al ser hijo de padre mexicano y madre estadounidense he tenido conflictos de identidad tanto internos como externos: la gente siempre intentó categorizarme, integrarme o excluirme, dependiendo de su percepción sobre mi familia, mi físico y mi historia de vida.
Al entrar a la comunidad, donde trabajé entre 2022 y lo que va de 2024, lo primero que llamó mi atención fueron las porterías del campo de futbol que estaban pintadas con los colores de la bandera de Guatemala. También existen locales nombrados como sitios de aquel país: Ferretería Soloma o Zapatería Mayalan. Después de gestionar con las autoridades, se me permitió montar en el parque central una exposición de fotografías sobre los procesos de posguerra en Guatemala; lo anterior con el fin de estimular pláticas sobre la memoria histórica, lo vivido y la situación actual. “Ya sufrí mucho yo allá… ya no quiero saber nada de Guatemala”, me contó Santiaga Jerónimo Martínez, de 56 años. Para algunos son recuerdos difíciles de relatar, aunque otros habitantes se sintieron animados a compartir sus historias.
“El traje nos identifica a nosotros que somos de Guatemala, que nacimos en Guatemala. Y no quiero perder eso, no quiero que mis hijos olviden de dónde son ellos, de dónde vinieron, de dónde eran sus raíces”, me contó Rosa González. “Por eso es que les dije a ellos que usaran el vestuario de allá, aunque aquí hay mucho calor y no se puede utilizar muy bien. Pero ahí lo tengo guardado, y cuando hace un poco de frío en diciembre, pues ya nos lo ponemos”.
Durante mis visitas, anunciaba en un servicio de altavoz comunitario que estaría en el parque central un par de horas sacando fotografías gratuitas a personas que me mostraran artículos guardados durante el periodo de refugio. Muchas mujeres se acercaron con sus trajes tradicionales, la mayoría de regiones frías del altiplano guatemalteco. Varios de estos huipiles son considerados tesoros familiares y pasan de generación en generación.
Otros me mostraron fotos o una sierra traída desde Guatemala y usada para cortar árboles en los campamentos de Chiapas; incluso apareció una máquina de coser escondida durante el escape. Me mostraron varias piedras para moler maíz, similares a los molcajetes, llevadas a cuestas entre el follaje selvático, para poder hacer las tortillas durante su ruta a México.
Trabajé el proyecto con una cámara análoga: una antigua Rolleicord fabricada a principios de los años cincuenta y que sufría algunas fallas técnicas. También utilicé varios rollos caducados, instrumentos todos que me permitieron tomar mi tiempo, pensar mucho más las imágenes y poder platicar más a fondo con la gente. Un factor muy importante en un contexto muy diferente al que estoy acostumbrado debido a que no hay un evento o situación que requiera la presencia de un fotógrafo. Aquellas imperfecciones de la cámara y rollos le dieron a las imágenes una perspectiva de tiempo acompañada por un sentimiento de nostalgia.
En casos de migración masiva es normal que las siguientes generaciones eventualmente asimilen las condiciones del país receptor. A pesar de ello, Santo Domingo Kesté y sus comunidades hermanas retienen una fuerte identidad guatemalteca. Ana María Chipel, una joven de 30 años, lo explica claramente: “Me reconozco como guatemalteca, como mexicana, como campechana, y como maya k’iche’”.
Proyecto realizado con apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).
No items found.