La calle cambia porque es de todos, dice una de las grafiteras que intervino un muro en avenida Oceanía, al oriente de la Ciudad de México. En ese muro y a través del grafiti, jóvenes y veteranas, más de cien artistas latinoamericanas crearon un lugar para encontrarse, conocer su obra y reconocerse.
Todos los días paso por ahí en mi camino a casa. A veces en auto, a veces en metro, pero cuando lo veo sé que ya voy a llegar. Ahí está, en avenida Oceanía: pasando el cascarón de lo que era el Hysteria —legendario club gay— y junto a un templo protestante, como un signo de los tiempos está el muro lleno de grafiti: autorretratos, monstruos de caricatura, dos jaguares jugando frente a frente, dibujos sacados del manga, lleno de color, rosas, morados, toda la gama de los azules.
Por una intuición —un prejuicio— sabía que era una pared reservada para grafiteras. No sé, las escenas sensuales e irreverentes, los juegos con figuras femeninas, un aire de hembra.
Novecientos metros de muro, divididos en tres bloques, entre dos estaciones del metro, la Romero Rubio y la Flores Magón, al oriente de la Ciudad de México. Un espacio enorme en avenida Oceanía en el que caben las pintas de más de cien artistas, según me explica Nía Fase, la organizadora del festival de arte urbano “Juntas hacemos más”, celebrado a fines de abril del año pasado. Porque las pintas del muro son producto de ese encuentro anual de artistas, todas mujeres, que se hacen de la calle durante un par de días. El muro, su hoja en blanco, con la libertad de llenarlo con lo que les diera la gana.
—La invitación fue a noventa participantes, pero al final fueron ciento diez porque llegaban más chicas que querían pintar que no participaron en la convocatoria y no quisimos dejar a nadie fuera porque todavía había espacio—explica Fase en entrevista telefónica.
El festival reunió a muchas artistas urbanas, no solo grafiteras, también raperas (durante el festival hubo open mic y fue tan afortunado que en la edición de 2023 ya hay una convocatoria abierta para hiphoperas), además de diseñadoras de ropa que intervienen piezas existentes para convertirlas en obra propia.
El arte urbano no siempre es cómodo, aunque poco a poco se ha ido asimilando al mercado del arte; hoy en día es cool y sofisticado tener murales hechos por artistas urbanos en restaurantes, clubes e interiores de casas de colonias caras. Pero el grafiti tiene todavía una esencia ilegal y vandálica, que incordia, es respondón. Aún hay grafiteros a los que se les considera delincuentes de poca monta que afean las paredes y le faltan al respeto a la propiedad, sea pública o privada. No es raro que los artistas callejeros sean increpados por los viandantes que los ven en plena faena. Mahenta, una de las artistas urbanas entrevistadas para este texto, cuenta que los pintores se arriesgan a un delito administrativo que incluye arresto y multas, o incluso a que los atropellen deliberadamente los automovilistas. La Ley de Cultura Cívica de la Ciudad de México, en su artículo 29, sanciona el grafiti como una infracción contra el entorno urbano. Aunque ha habido evolución en la perspectiva oficial: en la ciudad también existe una Unidad de Grafiti que depende de la Secretaría de Seguridad Ciudadana; se encarga de extender permisos para hacer grafiti. Pero muchos artistas urbanos prefieren todavía la trasgresión, se asumen como verdaderos stunts de riesgos que se suben a las bardas más altas, rapelean por fachadas imposibles, se escurren en la madrugada para dejar su huella: “Aquí estoy, estuve y estaré. Aunque no quieras, me recordarás”.
Si bien es cierto que el festival “Juntas hacemos más” se trata de grafiti legal e incluso es apoyado por las autoridades de la alcaldía Venustiano Carranza, surge la pregunta de cómo la gente se lo tomó cuando se hacía el cuello de botella en el arroyo vehicular de avenida Oceanía, una arteria principal que conecta el oriente de la Ciudad de México con su zona central. La avenida Oceanía es amplísima, pero no se presta para el peatón: quien la camine se verá en peligro de ser arrollado; quienes la transitamos usualmente lo hacemos en auto o en el metro (en paralelo corre la línea B). Según se le recorra, avenida Oceanía pasa por todo el ecosistema del oriente capitalino: en un segmento bordea colonias obreras como la Romero Rubio o el Peñón de los Baños; si se le sigue hacia el norte llega a vecindarios más suburbanos como San Juan y Bosques de Aragón. Ahí está el gran centro comercial en el que Ikea, la marca sueca de muebles de diseño, decidió instalar su primera sucursal en México. En avenida Oceanía también está el deportivo del mismo nombre, uno de los más grandes parques públicos del oriente de la capital. Es, pues, una arteria que funciona como microhistoria de la zona: de lo proletario a los sueños aspiracionales de la clase media. La avenida Oceanía es una frontera entre lo urbano y lo conurbado, un borde, un encuentro.
—No, la gente pasaba y desde los carros nos gritaba “qué buen pedo”, “se rifan”, nos tomaban fotos. La comunidad lo tomó bien —explica Fase, quien también ha participado en la escena ilegal, como la gran mayoría de los grafiteros, pero ahora le interesa acercar el arte urbano al público general y crear espacios libres para el grafiti hecho por mujeres. El festival arma un espacio seguro para pintar y se presta para el encuentro intergeneracional, desde grafiteras que llevan más de dos décadas en la escena (como la propia Fase, una veterana que lleva veintiún años trabajando) hasta jóvenes que tuvieron su primera pinta en el festival.
—Lo impresionante del “Juntas hacemos más” —dice Mahenta, grafitera mexicana con dieciocho años de experiencia— es que liga a artistas iniciadoras del grafiti en México de hace veinte, veinticinco años, como Mona, Nalah, News, Natsu, con chicas que no tienen tanto tiempo pero que son muy movidas aunque lleven tres o cinco años pintando.
En 2022 fue la primera edición de “Juntas hacemos más”. Todo se organizó en mes y medio, de manera apresurada, aunque la convocatoria, me explica Nía, se lanzó en enero. “Conozco a varias de las chicas que se mantienen activas, pero también desconozco a muchas, entonces para eso es la convocatoria, para conocernos entre nosotras”. Una forma de pase de lista, de alzar la mano y decir que en el arte urbano, un mundo que durante décadas fue en esencia masculino —ese arrojarse como aventurero, como vándalo—, también hay mujeres que se lanzan a la pinta urbana.
Rastrear artistas urbanas parece labor de quien está en el ajo (los hay que saben quién pintó qué, a qué crew pertenece cada diseño, sobre todo aquellos que saben interpretar las pistas que deja cada creador en su pinta, esos iniciados que se mantienen en la sombra porque prefieren una identidad soterrada). Pero gracias a las redes sociales encontrarlas fue más fácil. Instagram es el hábitat natural para los nuevos grafiteros. El propio Banksy, el grafitero más conocido de nuestra generación, reivindica sus piezas como legítimas cuando las publica en Instagram. Las artistas del festival dejaron su tag, su firma en avenida Oceanía, seguida de su nombre de usuario en esa red social.
Entrevistar a las artistas fue como desgranar maíz: una vez que encontraba a una, llegaban las demás. Lo que significa que el objetivo principal con el que Nía Fase organizó el festival se cumplió: la artistas se conocieron entre sí y comenzaron a seguirse y compartir en redes sociales. Al principio son solo tags, nombres en la pared: Mahenta, Canfield, Romina, La de los mamarrachos. Darles voz y cuerpo se consigue en el momento en el que se entra a sus instagrams.
En el muro de “Juntas hacemos más” hay artistas que vienen de diversos países de Latinoamérica. Como Linda Ochoa, cuyo tag o nombre de guerra es La de los mamarrachos, una grafitera de Bogotá que pertenece a la generación más joven de artistas urbanas, las nacidas en la primera década del siglo XXI. Hace pequeños y sonrientes “monstricos” de caricatura, esos son sus “mamarrachos”, aunque dice que todos somos monstruitos, todos somos mamarrachos potenciales. Su estilo es el doodle, influido por artistas como el español Pez Barcelona o el belga Vexx. Uno de sus temas favoritos es la salud menstrual, pero su obra no necesariamente está cargada de un significado político. “En realidad me gusta experimentar, lo del muro en México fue de experimentar, sin hacer nada específico”.
Aunque Linda reconoce que el grafiti es en esencia ilegal y con un trasfondo contestatario, respeta iniciativas como esta porque “crean comunidad, es un trabajo totalmente comunitario, son murales que se respetan”. Como artista le interesa participar en festivales porque “dan portafolio y sirve para tu hoja de vida”.
Todas las artistas entrevistadas para este reportaje coinciden en esto: el grafiti ilegal tiene un papel importante en la comunidad, pero el grafiti permitido tiene una dimensión propia que se respeta. Nía Fase: “La naturaleza del grafiti es lo efímero, con el grafiti legal pasa lo mismo que con el ilegal, está ahí para que viva en la calle y se interprete. Todos los que ‘hacemos calle’ sabemos que, legal o ilegal, nuestra pinta va a desaparecer con el tiempo, lo van a intervenir”. Mahenta coincide: “El arte de calle no está hecho para permanecer, es siempre efímero. Creo que esta naturaleza sirve como un ejercicio de desprendimiento y al final reconoces que así es la calle, y así es para todos, la calle cambia porque les pertenece a todos”.
Su única permanencia es la de las fotos, la de las redes sociales. Desaparecer es la vejez a la que aspira el grafiti.
Eso se constata de inmediato viendo cualquier grafiti, inclusive los legales como los de “Juntas hacemos más”. Un día, de pronto, casi una mitad del muro fue cubierta con pintura blanca sobre la que se pusieron convocatorias a la marcha del 18 de marzo a la que invitó el presidente Andrés Manuel López Obrador.
—Nos lo respetaron casi once meses —dice Fase, quien sabe que la alcaldía decide qué hacer con sus espacios—. Si no era propaganda política, hubiera sido otra de cualquier tipo. Once meses es mucho más de lo que vive el arte urbano.
En el grafiti existe algo llamado “bombas”. Otra de las artistas, la uruguaya Romina Romanelli, lo explica: “Las bombitas son esas letras gordas y rápidas que pintan los grafiteros sobre paredes y sobre obras de otros artistas”. Una forma de intervención, pues.
Romanelli va de Uruguay a México de manera frecuente y tiene murales en ambos países, así como en la India y en otros sitios en los que liga el arte con el trabajo social. “Puede que con el arte no des de comer, pero muchas veces las comunidades también requieren de apoyo moral, de cariño, de estímulo… Hay lugares en los que hemos pintado en barrios peligrosos, pero la gente sabía que estábamos haciendo obra social y nos respetaba”.
Aunque Romanelli no se considera a sí misma grafitera (“es raro que use aerosol, yo empecé con pinceles, unos pincelitos que ya no tenían ni pelo... Me considero muralista”), sí respeta el arte callejero, aunque la experiencia uruguaya es diferente a la mexicana.
—En Uruguay no hay problema, se ve bien que pintes en la calle, en placitas, en espacios públicos. Eso viene mucho de la escena hiphop que se acompaña del arte callejero de la periferia, se busca hacer arte de integración social.
En México, acepta, es mucho más difícil pintar en lugares públicos: “hay más estigma, aunque también más fondo; acá, por ejemplo, pinté en preparatorias marginadas en el Estado de México y con el colectivo de familiares de desaparecidos Hasta encontrarlos. En México hay algo muy lindo que es la tradición muralista”. Pero, además, dice, en nuestro país es más fácil vivir del arte: aquí le pagan por los murales.
Cuando se enteró, gracias a su colega María Antonieta Canfield, del “Juntas hacemos más”, le encantó la idea. “En México conozco a veinte artistas hombres y a dos o tres artistas mujeres… Lo que he vivido allá es que hay mucho machismo, si estás colaborando con un hombre la gente piensa que él es el artista y tú nada más estás ayudando”. Hasta lo encuentra cómico o chocante.
Romina no concuerda con la idea de que el arte urbano sea, por necesidad, efímero. Le pregunto y hace una pausa: “Soy consciente de que cuando uno pinta en la calle es en un espacio vulnerable, pero a mí me han respetado bastantes los murales, no sé, para mí el arte urbano sí dura lo suficiente”.
Hay otras diferencias en las vivencias de las artistas. Mahenta opina que esto machista del grafiti en México, como todo, depende de cómo te haya ido en la rifa.
—Se cree que es muy machista, pero a mí no me tocó toparme con agresión, al contrario, fue de invitarme, de “hagamos esto juntos”. Pero es cierto que eran hombres los que invitaban, puros hombres. Cuando empecé, hace dieciocho años, yo creo que era un 95% de hombres en la calle, las chicas éramos de verdad muy pocas.
Pero la escena ha evolucionado. Ahora, con festivales como el que ocurrió en avenida Oceanía, a Mahenta le da gusto y sorpresa encontrarse con más pintoras urbanas, sobre todo las muy jóvenes: “Son muy movidas y hay tantas en todas partes. En mis tiempos un festival femenino se llenaba con mucho esfuerzo. Y en todos los países hay más y más. Tiene que ver con los tiempos, [con] cómo nos percibimos como mujeres de manera diferente, el posicionamiento es distinto ya como protagonistas”.
El fondo político es fundamental para Mahenta. “La calle es para dar un descanso visual de tanta publicidad de productos o políticos, yo creo que si estamos ahí tenemos que romper, transgredir lo que se ve día a día. Una voz”. ¿Contestataria? “Sí, contestataria. Yo digo siempre que a la gente le encantan los murales grandes, coloridos y bonitos con chicas y flores, está bien, pero tenemos que entender que para llegar a eso tuvimos que pasar por el tag, por lo ilegal… Si eso no hubiera sucedido antes, llegar a estos murales no hubiera sido posible”.
Legal o ilegal, político o puramente lúdico, mural de acrílico o pintas con aerosol a mano alzada, el grafiti se conserva como una declaración. Para las artistas latinoamericanas de “Juntas hacemos más”, la pared de novecientos metros sobre avenida Oceanía es un continente que se ha de llenar de criaturas improbables, de fantasías arrobadas, de feminismos, denuncia e ideas. Y, siempre, de compañía para los que pasamos a su vera.