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El abogado del capo

El abogado del capo

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El traidor es uno de los trabajos periodísticos más ambiciosos de la periodista mexicana Anabel Hernández. Su historia se remonta a 2011 cuando la contactó uno de los abogados de Vicente Zambada Niebla, mejor conocido como Vicentillo, quien enfrentaba un juicio en una corte de Chicago. Este es un adelanto del libro publicado por Grijalbo.

Era un frío y convulsivo mes de enero de 2011 cuando él me buscó. Hacía un mes había publicado Los señores del narco, que al poco tiempo de salir a la venta ya iba en su tercera reimpresión. El libro estaba causando polémica e incomodidad en el gobierno, en los círculos empresariales y en los mismos carteles de la droga. Incluso su protagonista, Joaquín el Chapo Guzmán, lo había leído, según me diría años después su compañera sentimental Emma Coronel.

El retrato que hice del Chapo era un pretexto para narrar lo que había detrás de la impunidad de los integrantes del Cartel de Sinaloa, en particular, y detrás de la llamada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón, en general. Desde el primer capítulo, “Un pobre diablo”, quise perfilar la dimensión del capo y el mito. Todos le achacaban ser el narcotraficante más poderoso de todos los tiempos. La mente siniestra detrás de la violencia. El fantasma imposible de atrapar porque se desvanecía en cada intento. Pero yo encontré a otro personaje. Sí, un narcotraficante importante, con ingenio, creatividad, audaz, pero sin la inteligencia o el temperamento que se requería para ser el “jefe de jefes” durante el último siglo de narcotráfico en México.

El libro de Los señores del narco fue el resultado de cinco años de investigación periodística independiente, sin prejuicios. Cientos de asesinatos se iban acumulando año con año hasta volverse miles en todo el país, lo cual era terrible. Pero quería ir más allá, saber qué era lo que permitía que eso sucediera, cuál era la historia de esa descomposición y quiénes eran los responsables. Cuando investigué la historia del Chapo, cuando hablé con las personas que lo conocían, con integrantes de otros carteles, con gente de áreas de inteligencia de los gobiernos estadounidense y mexicano, me pareció que era un personaje inflado con el propósito de que las autoridades disfrazaran la corrupción que había detrás de su falta de voluntad para arrestar al que se supone era el fugitivo número uno.

Nunca quise escribir una historia de narcos, como tampoco quiero hacerlo ahora. Por medio de este viaje, que muchas veces implicó llegar hasta el infierno, la intención era compartir la ventana por la que pude asomarme, para conocer y documentar la complicidad que existía desde hacía décadas entre funcionarios públicos, políticos, empresarios, fuerzas del orden y carteles de la droga, e ir más allá de los retratos pintorescos que parecen hablar sólo de casos aislados.

Aunque las críticas a Los señores del narco iban bien, las cosas para mí se estaban tornando muy complicadas. Recién se publicaron los primeros adelantos de mi libro, se exacerbaron los ánimos del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y los de su equipo más cercano, colaboradores corruptos a los que mencioné como parte de los servidores públicos que estaban al servicio del Cartel de Sinaloa desde el sexenio de Vicente Fox.

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Felipe Calderón tampoco estaba contento. Documenté que su llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006, luego de haber llegado a la presidencia con el tufo de fraude electoral, era una farsa. Todos los documentos internos del gobierno a los que tuve acceso, los informantes de los diversos carteles y de instituciones oficiales lo confirmaban.

A fines de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme. Esa advertencia fue precedida por varios atentados contra mi familia, fuentes de información, contra mí, contra mi casa. Un infierno. Hace pocos meses un funcionario del gobierno americano me dijo que ellos habían confirmado que García Luna y su gente habían hecho un complot para matarme.

En noviembre de 2017 se entregó a la justicia americana un alto mando policiaco, Iván Reyes Arzate, quien fungió como enlace de inteligencia entre las agencias estadounidenses y la Policía Federal durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto. Formaba parte del equipo de García Luna desde la Agencia Federal de Investigaciones (2001-2007), luego lo siguió a la Secretaría de Seguridad Pública, donde llegó al nivel de director general de la División de Drogas de la Policía Federal; ahí se quedó incrustado hasta 2017, como muchos otros miembros del equipo corrupto. En noviembre de 2018 fue sentenciado culpable en la Corte del Distrito Norte de Illinois porque “abusó de su posición de confianza y conspiró con una organización internacional de narcotráfico de alto nivel para su propio beneficio, al hacerlo, violó un deber para con la sociedad de los Estados Unidos, México y con los agentes de la DEA para los que trabajaba”. En la audiencia en la cual se determinó su culpabilidad, declaró que además de él, Genaro García Luna y otros mandos recibían de manera rutinaria sobornos del Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva: millones de dólares que se repartían entre todos. La caída de Reyes Arzate fue apenas el comienzo.

Ése era el contexto cuando aquel día de enero de 2011 me informaron que el abogado Fernando Gaxiola, representante de un narcotraficante, quería contactarme y reunirse conmigo. Él me había buscado por medio de un programa de radio donde se había transmitido una de mis entrevistas sobre Los señores del narco. El abogado advirtió que el encuentro no podía ser en México, porque ahí yo llamaba mucho la atención, y propuso que se llevara a cabo en Chicago, en un lugar discreto. En México yo vivía con escoltas las 24 horas, lo cual hacía muy difícil continuar mi trabajo de periodista. Yo no los quería, pero tampoco podía vivir sin ellos. Eran tiempos particularmente adversos. No mencionaré sus nombres, pero me consta, por lo que vivimos juntos, que muchos de ellos realmente protegieron mi vida y la de mi familia, y les estaré agradecida por siempre.

En esas circunstancias, tuve que reinventarme, y una parte del proceso fue viajar a Chicago y acudir a esa cita. Si con el plan de asesinarme querían cerrarme la puerta para seguir con mis investigaciones, yo debía abrir una ventana.

La hermosa ciudad atravesada por el río Chicago, otrora dominio del gánster italoamericano Al Capone, se convirtió en la sede de una silenciosa historia que cambiaría para siempre el rumbo de los carteles de la droga en México. Y estuve ahí, en primera fila, como testigo .

Mi primer encuentro con el abogado Fernando Gaxiola fue a ciegas, en un restaurante cercano al Aeropuerto Internacional O’Hare, el 25 de febrero de 2011. El lugar era de cortes finos de carne, y como es típico de estos sitios en Estados Unidos, todo estaba a media luz. No conocía al abogado, así que no tenía idea de su aspecto físico. Lo esperé unos minutos en el lugar sin saber si ya estaba ahí, si me estaban espiando. Cuando él llegó me reconoció.

El abogado me contó que al menos desde 1998 el Cartel de Sinaloa tenía contacto directo con la DEA: daba información a cambio de protección.

Gaxiola medía como 1.75 de estatura, era de complexión media, tez blanca y rondaba los 60 años de edad. Tenía la apariencia de un americano, pero su español estaba impregnado del acento sinaloense. Fue amable, sonriente. Me llamó la atención que de modo insistente se llevaba la mano a un costado del estómago, debajo del saco. Las repetidas veces que lo hizo me pusieron un poco nerviosa.

Comenzamos a conversar. Dijo que era abogado de Vicente Zambada Niebla, hijo de Ismael Zambada García, alias el Mayo, a quien yo había mencionado en Los señores del narco como el poder detrás del trono en el Cartel de Sinaloa. Vicentillo, como lo llama el gobierno americano en la acusación criminal abierta en su contra, había sido detenido en la Ciudad de México el 18 de marzo de 2009, al ejecutarse una orden de aprehensión con fines de extradición a Estados Unidos, a donde lo enviaron en febrero de 2010. En ese momento se estaban haciendo los preparativos en la Corte del Distrito Norte de Illinois para iniciar su juicio.

Gaxiola me dijo que me buscaba a petición de su cliente, quien estaba recluido en el Metropolitan Correctional Center (MCC) de Chicago. Según dijo, Vicentillo escuchó una de mis entrevistas radiofónicas; escuchar la radio era uno de los pocos entretenimientos a los que tenía acceso en las medidas de máxima seguridad en las que estaba recluido.

El abogado mencionó que tenía un despacho en Tucson, Arizona, pero que era originario de Sinaloa, lo cual concordaba con el acento. Intentaba concentrarme en lo que me decía, pero realmente estaba inquieta por el tic de meterse la mano bajo el saco mientras hablaba. Por un instante pensé que el encuentro era una trampa.

“Me acaban de extirpar un tumor”, dijo cuando percibió mi inquietud y se levantó la camisa para dejar ver un vendaje. Le habían detectado cáncer y entendí que ésa había sido la primera cirugía. También yo tenía sobre mí una amenaza de muerte, aunque de otra índole.

Narró una historia increíble. Y vaya que había escuchado muchas historias extremas durante la investigación de Los señores del narco. El abogado me contó que, desde hacía años, al menos desde 1998, los miembros de la cúpula del Cartel de Sinaloa como el Mayo, el Chapo, Vicente Zambada Niebla y otros, tenían contacto directo con la DEA. Le daban información que la agencia usaba en operativos coordinados con el gobierno de México, principalmente la Marina, para arrestar a líderes y lugartenientes de los carteles enemigos. A cambio, la DEA les daba protección.

Muchas de las detenciones o los asesinatos de los cabecillas más notorios se habían dado en esas circunstancias: por ejemplo, Francisco Arellano Félix, integrante del Cartel de Tijuana, detenido en 2006, o Arturo Beltrán Leyva, líder del Cartel de los Beltrán Leyva, asesinado en 2009 durante un enfrentamiento con la Marina. Entre muchos otros.

Gaxiola había leído con interés mi libro, cuyo argumento principal era la complicidad del Cartel de Sinaloa con altos funcionarios del gobierno de México y algunas instituciones que durante años les han dado protección. “Usted tiene razón, pero las cosas son aún más graves, más complejas, van más allá”, me dijo.

En mi libro yo había hablado del caso Irán-Contra y cómo el gobierno americano, con tal de tener recursos para financiar a la Contra nicaragüense, que buscaba derrocar al gobierno de izquierda que estaba naciendo, había tolerado que la cia hiciera acuerdos a fines de los setenta y principios de los ochenta con los carteles colombianos y con las organizaciones mexicanas: en particular el Cartel de Medellín, encabezado por Pablo Escobar Gaviria, y el Cartel de Guadalajara, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo. El intercambio consistía en permitir que su droga llegara a Estados Unidos a cambio de que una parte de las ganancias llegaran a la Contra.

Apenas en diciembre de 2010 había estallado el escándalo de la operación Rápido y Furioso, realizada por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (atf), en la que el gobierno americano permitió la venta de armas a México para supuestamente descubrir las redes del tráfico de armamento, pero con eso ocasionó que más de 2 mil armas entraran ilegalmente en México y llegaran a las manos de los carteles de la droga. Principalmente al Cartel de Sinaloa.

El 15 de febrero de 2011 acababan de asesinar en una carretera de San Luis Potosí al agente estadounidense del ice Jaime Zapata, con un arma que había llegado a México a través de Rápido y Furioso. El caso estaba al rojo vivo.

Si era verdad lo que Gaxiola me decía, la historia sobre la relación del gobierno de Estados Unidos con el Cartel de Sinaloa —que según los propios americanos es el grupo de traficantes de drogas más importante del mundo— era un tema de interés público y por lo tanto de interés periodístico. Yo quería conocer el caso hasta el fondo.

Gaxiola me reveló esa misma noche en el restaurante que Vicentillo se había reunido con la DEA horas antes de su detención en 2009, en el hotel María Isabel Sheraton de la Ciudad de México, ubicado a un costado de la embajada de Estados Unidos. El encuentro era parte de los acuerdos entre el Cartel de Sinaloa y diversas agencias americanas.

Nos despedimos. Tenía que regresar de inmediato a México. Le dije que si tenía pruebas documentales de los acuerdos, o acciones judiciales, yo publicaría la historia y seguiría el caso hasta el final. No era de las periodistas que buscaba el escándalo de un día y luego otro, era una corredora de fondo, no de velocidad.

El 4 de marzo de 2011 fue la presentación de Los señores del narco en el galerón que entonces ocupaba el restaurante Mi Tierra, en el barrio La Villita, corazón de la comunidad mexicana en Chicago, haciendo alusión a la Villa de Guadalupe de la Ciudad de México. Ahí estuvo presente Gaxiola, y en esos días ocurrió el segundo de muchos otros encuentros que tuvimos durante cinco años consecutivos.

Recuerdo la primera audiencia del juicio de Vicentillo a la que asistí. Fue el 30 de marzo de 2011, en la sala número 2141 de la torre ubicada en Dearborn Street 219, en el centro de Chicago, donde está la sede de la Corte del Distrito Norte de Illinois. No había periodistas, la sala estaba semidesierta, sólo estaban algunos familiares de Vicentillo, el equipo de la fiscalía, agentes de la DEA y otros oficiales.

Ahí vi por primera vez a Vicentillo con el overol naranja, de ésos que usan los presos de alta peligrosidad. Por entonces él tenía 36 años, pero se veía muy demacrado. El uniforme le quedaba grandísimo, e incluso le daba un aire ridículo. Quizá por eso en su autorretrato se pintó como payaso, vestido con el uniforme carcelario, un gorro naranja, maquillaje en el rostro y una reluciente nariz roja, el cual es la ilustración que ocupa la portada de este libro.

Cuando vi ese meticuloso dibujo de Vicentillo me quedé impactada. El realismo impreso es una metáfora y una parodia del mundo en el que había nacido él. Príncipe y esclavo. Príncipe y payaso. Condenado, sin salida. Cuando dio el primer respiro de su existencia, su padre ya era el líder del Cartel de Sinaloa. Debajo de ese color rosado y blanco en el rostro, de la redonda bola como nariz y los labios negros, se veía el rostro de su padre, el Mayo, de quien heredó los rasgos.

A finales de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme.

Gaxiola siempre mostró preocupación de que alguien se enterara de nuestros encuentros y nos viera en público en Estados Unidos, siempre decía que todos me conocían. Él prefería reunirnos en los lugares más discretos posibles, en el metro de Chicago o en cafeterías anónimas. Una ocasión en que intentaba disuadirlo de esa idea estábamos en un café ubicado en la emblemática avenida Magnificent Mile, cuando algunos de los mexicanos que trabajaban en el sitio me pidieron tomarse una fotografía. “¿Ves lo que pasa?”, me dijo. Nuestras reuniones dejaron de ser en Chicago y comenzamos a vernos en distintos puntos de la Ciudad de México.

El abogado compartió conmigo documentos y hechos, sobre los cuales publiqué algunos reportajes que de una u otra manera tuvieron impacto en el juicio de Vicentillo y en las negociaciones con el gobierno de Estados Unidos. El hijo del Mayo quería hacer valer en su defensa el argumento de “autoridad pública”, señalando que, por medio de los acuerdos entre la DEA, el FBI y el ice con el Cartel de Sinaloa, estaba implícito un permiso para traficar, por lo cual no podían juzgarlo. Por supuesto, la fiscalía no aceptó ese argumento, no lo aceptaría jamás. En cambio, llegaron a otro convenio: Vicentillo se hizo testigo colaborador, es decir, reveló información sobre miembros del Cartel de Sinaloa que el gobierno de Estados Unidos usaría para iniciar procesos criminales y detenciones.

Mi primer artículo sobre el tema se publicó en marzo de 2011, “Más rápido y más furioso”. Ahí expuse los escritos que la defensa presentó ante la corte, donde se afirmaba que miembros del Cartel de Sinaloa habían llegado a acuerdos con autoridades americanas en los que ellos tendrían inmunidad a cambio de dar información de las organizaciones criminales enemigas. A este reportaje le siguieron muchos.

Sin embargo, la mayor parte de los datos y los documentos que Gaxiola me proporcionó en los encuentros, acumulados durante años, no los publiqué. Era información muy delicada que ponía en riesgo a Gaxiola, a su cliente y al proceso jurídico que estaba llevando. Se trataba de narraciones de Vicentillo que correspondían a su diario, escritos realizados por él y sus abogados durante las negociaciones para colaborar con el gobierno americano, en los que fue reconstruyendo su historia y la historia del Cartel de Sinaloa durante los últimos 20 años, y que comenzaba desde que los Arellano Félix intentaron asesinarlo por primera vez.

Había hojas sueltas, algunas escritas a mano de su puño y letra. Otros papeles estaban transcritos a máquina, traducidos al inglés, como parte del trabajo de Vicentillo con sus abogados de defensa. Y había un escrito muy amplio, de 30 páginas, el cual es una de las primeras declaraciones formales que hizo el 12 de julio de 2012:

Esta declaración es un preciso y verdadero resumen de lo mejor que recuerdo. Sin embargo, este resumen contenido en esta declaración representa sólo una pequeña parte de mi conocimiento de los temas contenidos aquí. Esta declaración no describe todo lo que conozco acerca de la gente y eventos que describo y también poseo información adicional de otra gente y otros eventos que no están descritos .

Desde que he estado cooperando con el gobierno de Estados Unidos, el gobierno me ha dado ayuda para reubicar a ciertos miembros de mi familia de México en Estados Unidos. Sé que mi familia estaría en un gran peligro de ser asesinados si cierta gente de la que he hablado hoy se entera de que yo estoy colaborando. Hasta donde yo sé, nadie de los que he hablado hoy sabe dónde vive mi familia y que estoy bajo custodia protectora.

Por medio de esos escritos de Vicentillo se revelaban los secretos del Cartel de Sinaloa y algunos de su padre. No era una historia que llegaba sólo a la epidermis, sino que, como bisturí, entraba, cortaba y diseccionaba cada parte de la anatomía de la que es considerada la organización de tráfico de drogas más importante del mundo, con presencia en prácticamente 70% del planeta. Vicentillo hablaba de quiénes eran en ese momento los socios más importantes de su padre, o los competidores. Sicarios, lugartenientes, cómo movían la droga, cómo sobornaban a todo el gobierno de México.

Hay dos frases escritas muy significativas: “El 99% de la pgr son corruptos, no hay siquiera uno que no tome dinero”; así como una que le escuchó decir a su padre: “Trabajamos para el gobierno, nos traen a la carrera y aparte trabajando para ellos”. Esas frases me resuenan constantemente, más cuando se ven operativos como el del arresto de Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo, ocurrido en octubre de 2019, quien tiene cargos criminales en Estados Unidos. Lo tenían ya detenido y lo dejaron ir con la justificación de que sus huestes habían superado al Estado. A través de los escritos de Vicentillo se entiende que eso no fue un accidente o casualidad.

A la par, las narraciones del hijo del Mayo dejaban ver su inteligencia, su tristeza y a veces su ironía mordaz. Su anhelo de ser libre, su conflicto interno de pertenecer al cartel y a la vez repudiarlo. De amar a su padre y querer estar cerca y al mismo tiempo darse cuenta de que cada día se transformaba en un criminal como él. El Mayo decidió convertirse en narcotraficante, mientras que Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas, más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes, el llamado Señor de los Cielos.

Gaxiola me puso una condición para compartir conmigo esa información, y la respeté como respeto mis acuerdos con otras fuentes de información. Aún más porque entendí la magnitud de la historia para él y para Vicentillo. Me pidió que no publicara nada de los documentos escritos por Vicentillo sobre el funcionamiento del cartel y sus integrantes, y toda la información que estaba soltando al gobierno americano, hasta que él hubiera muerto. El abogado vivía con la certeza de que el cáncer al final lo vencería. Mientras que yo aún tenía la posibilidad de salvar mi vida.

Durante los cinco años en que tuvimos comunicación, Gaxiola frecuentó al Mayo y al Chapo, a este último lo vio hasta febrero de 2014, cuando lo aprehendieron en Mazatlán. Mucha de la información que me dio provenía directamente de las conversaciones con ellos. También se la daba a Vicentillo, quien a su vez la transmitía al gobierno de Estados Unidos.

En aquellos años, cuando se llegaba a propagar información en los medios sobre una supuesta recaptura de Guzmán Loera, le llamaba al abogado. Todas las veces que él me dijo con certeza que el Chapo seguía en libertad, nunca se equivocó: “A menos que tenga el don de la ubicuidad y haya podido estar conmigo y en otro lugar al mismo tiempo...”, bromeaba.

Los atentados contra mí y contra mi familia me obligaron a salir de México en 2014. Me fui a la Universidad de California en Berkeley, donde estuve dos años como fellow en el Programa de Periodismo de Investigación. Ahí comencé la investigación sobre los 43 estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

Mi último encuentro con Fernando Gaxiola fue el 20 de mayo de 2015. Estaba absorta justo por el trabajo sobre la desaparición de los normalistas. El caso había indignado mucho a Gaxiola porque en el fondo él tenía alma de idealista, de izquierda. Creía en la justicia, en la lucha social. También estoy convencida de que creía en el poder de la verdad. La verdad al servicio de los demás. Me llamó varias veces durante ese año, me pidió que fuera a verlo lo antes posible porque le quedaba poco tiempo de vida. Quería terminar de contarme, quería terminar de darme documentos, escritos.

El Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes.

En ese último encuentro hablamos durante varias horas, tomé apuntes. Me pidió que diera a conocer la historia porque estaba convencido de que así la gente podría entender qué es el Cartel de Sinaloa en realidad, de qué materia está hecho, de dónde emana su poder. Así la gente podría entender que muchas historias que dicen los gobiernos americano y mexicano son falacias. Su familia no tenía ningún conocimiento del contenido de nuestras reuniones

Cumplí. He esperado todo este tiempo. Sacrifiqué la inmediatez de la noticia presurosa, sensacionalista, por la profundidad que da la investigación y el paso del tiempo, para compartir este relato que espero que aporte a un entendimiento mucho más grande de la dimensión del Cartel de Sinaloa y las consecuencias masivas que ha tenido para México y el mundo.

Quiero llevar de la mano a quien lea este libro a ese mundo que conocí desde la primera fila, de manera silenciosa, solitaria, para que saque sus propias conclusiones de lo que representa el Cartel de Sinaloa, tal vez como un símbolo brutal del mundo en el que vivimos.

Mientras esperé el tiempo oportuno para publicar la historia, algunos de los criminales mencionados por Vicentillo en sus notas fueron detenidos, no fui un obstáculo para que se hicieran las investigaciones. Otros siguen libres.

Esperé incluso a que se llevara a cabo el juicio contra Joaquín Guzmán Loera en Nueva York. Sus abogados me contactaron, pidieron reunirse conmigo porque sabían que tenía información sobre Vicentillo, no sé cómo, quizás el Chapo se los dijo, pues él participó en varias de las reuniones de Gaxiola con el Mayo. El encuentro no se llevó a cabo.

También esperé a que el 30 de mayo de 2019 le dictaran sentencia a Vicentillo. En vez de la cadena perpetua recetada en Nueva York a su compadre Chapo, a él le dieron 14 años, y muy probablemente por el tiempo que ya había estado en prisión, suma de beneficios por buena conducta y otras consideraciones, ya esté en libertad.

A fines de noviembre de 2015 recibí la noticia de que Fernando Gaxiola había muerto, y fui a su funeral. No era sólo una fuente de información, sino que se había convertido en un amigo. Lamenté su muerte. Supe que el hijo del Mayo llamó por teléfono para dar condolencias a la familia. Y por la relación que entendí que se había creado entre ellos, pienso que también para él fue una pérdida sensible.

En mayo de 2019 me encontré con el abogado penalista Stephen G. Ralls en su oficina de Tucson. Él es representante legal de Jesús Beltrán, coacusado de Vicente Zambada Niebla en la Corte Federal del Distrito Norte de Illinois, y fue abogado de Sandra Ávila Beltrán en su proceso en Estados Unidos, entre muchos otros clientes de ese perfil.

Ralls fue amigo y colega de Fernando Gaxiola durante décadas. Así que quise hablar con él para entender mejor el legado de Fernando. Estudiaron juntosleyes en 1979 en la Universidad de Arizona en Tucson. Se hicieron muy amigos, sus familias convivieron por muchos años, y también sus hijos entablaron amistad. Ralls me dijo que Fernando era un hombre con ideas socialistas, defendía en su despacho a muchas personas sin recursos que estaban en riesgo de deportación, era principalmente un abogado civil.

“Fernando era una persona inteligente, hablaba muy claro, no decía una cosa y luego cambiaba de opinión. Era muy directo en su forma de hablar. Hablaba mucho, pero siempre que hablaba lo hacía diciendo la verdad. Apoyaba a grupos de chicanos, por vocación ayudaba a la gente más necesitada. A Fernando le gustaba ayudar a la gente, ése era su carácter. Nunca, que yo sepa, ha sido señalado por alguna irregularidad, fue una persona muy recta, nunca se le acusó de malas prácticas”.

Ralls me platicó que la última vez que lo vio fue en la Corte Superior. “He tenido una buena vida, no he tenido ninguna razón para pensar que no ha sido una buena vida, pero no me queda mucho tiempo, no hay remedio para mí”, le habría dicho Gaxiola.

“El trabajo de Fernando como abogado fue clave en el grupo de defensa [de Vicentillo] y en el acuerdo al que llegaron con la fiscalía. Pasó muchas horas trabajando en el caso”. Esto es lo que me contó Ralls. No sé lo que podrán decir otros de Fernando Gaxiola, yo sé que conocí a un hombre que asumió el riesgo de compartir conmigo esta historia que de ninguna otra manera hubiera podido conocer. Y que era su deseo que se hiciera pública porquela sociedad tiene derecho a saber.

La historia que presento en el libro es el relato contado por el propio Vicente Zambada Niebla a través de sus escritos. Su voz es mayoritariamente literal, sólo hice algunas correcciones a su sintaxis y en el orden narrativo para ajustar la secuencia en una línea temporal. El relato del capo júnior está enriquecido con el testimonio que me dio Gaxiola en nuestras conversaciones. Él habló directamente con Vicentillo y el Mayo durante cinco años. Son sus voces quienes conducen principalmente la narración. En un tercer plano está mi voz, con el propósito de dar contexto a lo señalado por ellos dos, y para sumar los resultados de la investigación que hice de forma paralela durante los últimos nueve años con el propósito de confirmar o ampliar la información.

A través de esas voces se devela el rostro y perfil del verdadero jefe de las drogas en México en el último medio siglo, el verdadero rey del narcotráfico que nunca ha pisado la cárcel. El hombre de 70 años que desde su trono ha visto caer amigos, enemigos, proveedores, socios, competidores, familiares, empleados del gobierno y hasta sus propios hijos, sin que eso haya hecho alguna mella en su poder: Ismael Zambada García, el Mayo.

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El traidor es uno de los trabajos periodísticos más ambiciosos de la periodista mexicana Anabel Hernández. Su historia se remonta a 2011 cuando la contactó uno de los abogados de Vicente Zambada Niebla, mejor conocido como Vicentillo, quien enfrentaba un juicio en una corte de Chicago. Este es un adelanto del libro publicado por Grijalbo.

Era un frío y convulsivo mes de enero de 2011 cuando él me buscó. Hacía un mes había publicado Los señores del narco, que al poco tiempo de salir a la venta ya iba en su tercera reimpresión. El libro estaba causando polémica e incomodidad en el gobierno, en los círculos empresariales y en los mismos carteles de la droga. Incluso su protagonista, Joaquín el Chapo Guzmán, lo había leído, según me diría años después su compañera sentimental Emma Coronel.

El retrato que hice del Chapo era un pretexto para narrar lo que había detrás de la impunidad de los integrantes del Cartel de Sinaloa, en particular, y detrás de la llamada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón, en general. Desde el primer capítulo, “Un pobre diablo”, quise perfilar la dimensión del capo y el mito. Todos le achacaban ser el narcotraficante más poderoso de todos los tiempos. La mente siniestra detrás de la violencia. El fantasma imposible de atrapar porque se desvanecía en cada intento. Pero yo encontré a otro personaje. Sí, un narcotraficante importante, con ingenio, creatividad, audaz, pero sin la inteligencia o el temperamento que se requería para ser el “jefe de jefes” durante el último siglo de narcotráfico en México.

El libro de Los señores del narco fue el resultado de cinco años de investigación periodística independiente, sin prejuicios. Cientos de asesinatos se iban acumulando año con año hasta volverse miles en todo el país, lo cual era terrible. Pero quería ir más allá, saber qué era lo que permitía que eso sucediera, cuál era la historia de esa descomposición y quiénes eran los responsables. Cuando investigué la historia del Chapo, cuando hablé con las personas que lo conocían, con integrantes de otros carteles, con gente de áreas de inteligencia de los gobiernos estadounidense y mexicano, me pareció que era un personaje inflado con el propósito de que las autoridades disfrazaran la corrupción que había detrás de su falta de voluntad para arrestar al que se supone era el fugitivo número uno.

Nunca quise escribir una historia de narcos, como tampoco quiero hacerlo ahora. Por medio de este viaje, que muchas veces implicó llegar hasta el infierno, la intención era compartir la ventana por la que pude asomarme, para conocer y documentar la complicidad que existía desde hacía décadas entre funcionarios públicos, políticos, empresarios, fuerzas del orden y carteles de la droga, e ir más allá de los retratos pintorescos que parecen hablar sólo de casos aislados.

Aunque las críticas a Los señores del narco iban bien, las cosas para mí se estaban tornando muy complicadas. Recién se publicaron los primeros adelantos de mi libro, se exacerbaron los ánimos del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y los de su equipo más cercano, colaboradores corruptos a los que mencioné como parte de los servidores públicos que estaban al servicio del Cartel de Sinaloa desde el sexenio de Vicente Fox.

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Felipe Calderón tampoco estaba contento. Documenté que su llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006, luego de haber llegado a la presidencia con el tufo de fraude electoral, era una farsa. Todos los documentos internos del gobierno a los que tuve acceso, los informantes de los diversos carteles y de instituciones oficiales lo confirmaban.

A fines de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme. Esa advertencia fue precedida por varios atentados contra mi familia, fuentes de información, contra mí, contra mi casa. Un infierno. Hace pocos meses un funcionario del gobierno americano me dijo que ellos habían confirmado que García Luna y su gente habían hecho un complot para matarme.

En noviembre de 2017 se entregó a la justicia americana un alto mando policiaco, Iván Reyes Arzate, quien fungió como enlace de inteligencia entre las agencias estadounidenses y la Policía Federal durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto. Formaba parte del equipo de García Luna desde la Agencia Federal de Investigaciones (2001-2007), luego lo siguió a la Secretaría de Seguridad Pública, donde llegó al nivel de director general de la División de Drogas de la Policía Federal; ahí se quedó incrustado hasta 2017, como muchos otros miembros del equipo corrupto. En noviembre de 2018 fue sentenciado culpable en la Corte del Distrito Norte de Illinois porque “abusó de su posición de confianza y conspiró con una organización internacional de narcotráfico de alto nivel para su propio beneficio, al hacerlo, violó un deber para con la sociedad de los Estados Unidos, México y con los agentes de la DEA para los que trabajaba”. En la audiencia en la cual se determinó su culpabilidad, declaró que además de él, Genaro García Luna y otros mandos recibían de manera rutinaria sobornos del Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva: millones de dólares que se repartían entre todos. La caída de Reyes Arzate fue apenas el comienzo.

Ése era el contexto cuando aquel día de enero de 2011 me informaron que el abogado Fernando Gaxiola, representante de un narcotraficante, quería contactarme y reunirse conmigo. Él me había buscado por medio de un programa de radio donde se había transmitido una de mis entrevistas sobre Los señores del narco. El abogado advirtió que el encuentro no podía ser en México, porque ahí yo llamaba mucho la atención, y propuso que se llevara a cabo en Chicago, en un lugar discreto. En México yo vivía con escoltas las 24 horas, lo cual hacía muy difícil continuar mi trabajo de periodista. Yo no los quería, pero tampoco podía vivir sin ellos. Eran tiempos particularmente adversos. No mencionaré sus nombres, pero me consta, por lo que vivimos juntos, que muchos de ellos realmente protegieron mi vida y la de mi familia, y les estaré agradecida por siempre.

En esas circunstancias, tuve que reinventarme, y una parte del proceso fue viajar a Chicago y acudir a esa cita. Si con el plan de asesinarme querían cerrarme la puerta para seguir con mis investigaciones, yo debía abrir una ventana.

La hermosa ciudad atravesada por el río Chicago, otrora dominio del gánster italoamericano Al Capone, se convirtió en la sede de una silenciosa historia que cambiaría para siempre el rumbo de los carteles de la droga en México. Y estuve ahí, en primera fila, como testigo .

Mi primer encuentro con el abogado Fernando Gaxiola fue a ciegas, en un restaurante cercano al Aeropuerto Internacional O’Hare, el 25 de febrero de 2011. El lugar era de cortes finos de carne, y como es típico de estos sitios en Estados Unidos, todo estaba a media luz. No conocía al abogado, así que no tenía idea de su aspecto físico. Lo esperé unos minutos en el lugar sin saber si ya estaba ahí, si me estaban espiando. Cuando él llegó me reconoció.

El abogado me contó que al menos desde 1998 el Cartel de Sinaloa tenía contacto directo con la DEA: daba información a cambio de protección.

Gaxiola medía como 1.75 de estatura, era de complexión media, tez blanca y rondaba los 60 años de edad. Tenía la apariencia de un americano, pero su español estaba impregnado del acento sinaloense. Fue amable, sonriente. Me llamó la atención que de modo insistente se llevaba la mano a un costado del estómago, debajo del saco. Las repetidas veces que lo hizo me pusieron un poco nerviosa.

Comenzamos a conversar. Dijo que era abogado de Vicente Zambada Niebla, hijo de Ismael Zambada García, alias el Mayo, a quien yo había mencionado en Los señores del narco como el poder detrás del trono en el Cartel de Sinaloa. Vicentillo, como lo llama el gobierno americano en la acusación criminal abierta en su contra, había sido detenido en la Ciudad de México el 18 de marzo de 2009, al ejecutarse una orden de aprehensión con fines de extradición a Estados Unidos, a donde lo enviaron en febrero de 2010. En ese momento se estaban haciendo los preparativos en la Corte del Distrito Norte de Illinois para iniciar su juicio.

Gaxiola me dijo que me buscaba a petición de su cliente, quien estaba recluido en el Metropolitan Correctional Center (MCC) de Chicago. Según dijo, Vicentillo escuchó una de mis entrevistas radiofónicas; escuchar la radio era uno de los pocos entretenimientos a los que tenía acceso en las medidas de máxima seguridad en las que estaba recluido.

El abogado mencionó que tenía un despacho en Tucson, Arizona, pero que era originario de Sinaloa, lo cual concordaba con el acento. Intentaba concentrarme en lo que me decía, pero realmente estaba inquieta por el tic de meterse la mano bajo el saco mientras hablaba. Por un instante pensé que el encuentro era una trampa.

“Me acaban de extirpar un tumor”, dijo cuando percibió mi inquietud y se levantó la camisa para dejar ver un vendaje. Le habían detectado cáncer y entendí que ésa había sido la primera cirugía. También yo tenía sobre mí una amenaza de muerte, aunque de otra índole.

Narró una historia increíble. Y vaya que había escuchado muchas historias extremas durante la investigación de Los señores del narco. El abogado me contó que, desde hacía años, al menos desde 1998, los miembros de la cúpula del Cartel de Sinaloa como el Mayo, el Chapo, Vicente Zambada Niebla y otros, tenían contacto directo con la DEA. Le daban información que la agencia usaba en operativos coordinados con el gobierno de México, principalmente la Marina, para arrestar a líderes y lugartenientes de los carteles enemigos. A cambio, la DEA les daba protección.

Muchas de las detenciones o los asesinatos de los cabecillas más notorios se habían dado en esas circunstancias: por ejemplo, Francisco Arellano Félix, integrante del Cartel de Tijuana, detenido en 2006, o Arturo Beltrán Leyva, líder del Cartel de los Beltrán Leyva, asesinado en 2009 durante un enfrentamiento con la Marina. Entre muchos otros.

Gaxiola había leído con interés mi libro, cuyo argumento principal era la complicidad del Cartel de Sinaloa con altos funcionarios del gobierno de México y algunas instituciones que durante años les han dado protección. “Usted tiene razón, pero las cosas son aún más graves, más complejas, van más allá”, me dijo.

En mi libro yo había hablado del caso Irán-Contra y cómo el gobierno americano, con tal de tener recursos para financiar a la Contra nicaragüense, que buscaba derrocar al gobierno de izquierda que estaba naciendo, había tolerado que la cia hiciera acuerdos a fines de los setenta y principios de los ochenta con los carteles colombianos y con las organizaciones mexicanas: en particular el Cartel de Medellín, encabezado por Pablo Escobar Gaviria, y el Cartel de Guadalajara, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo. El intercambio consistía en permitir que su droga llegara a Estados Unidos a cambio de que una parte de las ganancias llegaran a la Contra.

Apenas en diciembre de 2010 había estallado el escándalo de la operación Rápido y Furioso, realizada por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (atf), en la que el gobierno americano permitió la venta de armas a México para supuestamente descubrir las redes del tráfico de armamento, pero con eso ocasionó que más de 2 mil armas entraran ilegalmente en México y llegaran a las manos de los carteles de la droga. Principalmente al Cartel de Sinaloa.

El 15 de febrero de 2011 acababan de asesinar en una carretera de San Luis Potosí al agente estadounidense del ice Jaime Zapata, con un arma que había llegado a México a través de Rápido y Furioso. El caso estaba al rojo vivo.

Si era verdad lo que Gaxiola me decía, la historia sobre la relación del gobierno de Estados Unidos con el Cartel de Sinaloa —que según los propios americanos es el grupo de traficantes de drogas más importante del mundo— era un tema de interés público y por lo tanto de interés periodístico. Yo quería conocer el caso hasta el fondo.

Gaxiola me reveló esa misma noche en el restaurante que Vicentillo se había reunido con la DEA horas antes de su detención en 2009, en el hotel María Isabel Sheraton de la Ciudad de México, ubicado a un costado de la embajada de Estados Unidos. El encuentro era parte de los acuerdos entre el Cartel de Sinaloa y diversas agencias americanas.

Nos despedimos. Tenía que regresar de inmediato a México. Le dije que si tenía pruebas documentales de los acuerdos, o acciones judiciales, yo publicaría la historia y seguiría el caso hasta el final. No era de las periodistas que buscaba el escándalo de un día y luego otro, era una corredora de fondo, no de velocidad.

El 4 de marzo de 2011 fue la presentación de Los señores del narco en el galerón que entonces ocupaba el restaurante Mi Tierra, en el barrio La Villita, corazón de la comunidad mexicana en Chicago, haciendo alusión a la Villa de Guadalupe de la Ciudad de México. Ahí estuvo presente Gaxiola, y en esos días ocurrió el segundo de muchos otros encuentros que tuvimos durante cinco años consecutivos.

Recuerdo la primera audiencia del juicio de Vicentillo a la que asistí. Fue el 30 de marzo de 2011, en la sala número 2141 de la torre ubicada en Dearborn Street 219, en el centro de Chicago, donde está la sede de la Corte del Distrito Norte de Illinois. No había periodistas, la sala estaba semidesierta, sólo estaban algunos familiares de Vicentillo, el equipo de la fiscalía, agentes de la DEA y otros oficiales.

Ahí vi por primera vez a Vicentillo con el overol naranja, de ésos que usan los presos de alta peligrosidad. Por entonces él tenía 36 años, pero se veía muy demacrado. El uniforme le quedaba grandísimo, e incluso le daba un aire ridículo. Quizá por eso en su autorretrato se pintó como payaso, vestido con el uniforme carcelario, un gorro naranja, maquillaje en el rostro y una reluciente nariz roja, el cual es la ilustración que ocupa la portada de este libro.

Cuando vi ese meticuloso dibujo de Vicentillo me quedé impactada. El realismo impreso es una metáfora y una parodia del mundo en el que había nacido él. Príncipe y esclavo. Príncipe y payaso. Condenado, sin salida. Cuando dio el primer respiro de su existencia, su padre ya era el líder del Cartel de Sinaloa. Debajo de ese color rosado y blanco en el rostro, de la redonda bola como nariz y los labios negros, se veía el rostro de su padre, el Mayo, de quien heredó los rasgos.

A finales de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme.

Gaxiola siempre mostró preocupación de que alguien se enterara de nuestros encuentros y nos viera en público en Estados Unidos, siempre decía que todos me conocían. Él prefería reunirnos en los lugares más discretos posibles, en el metro de Chicago o en cafeterías anónimas. Una ocasión en que intentaba disuadirlo de esa idea estábamos en un café ubicado en la emblemática avenida Magnificent Mile, cuando algunos de los mexicanos que trabajaban en el sitio me pidieron tomarse una fotografía. “¿Ves lo que pasa?”, me dijo. Nuestras reuniones dejaron de ser en Chicago y comenzamos a vernos en distintos puntos de la Ciudad de México.

El abogado compartió conmigo documentos y hechos, sobre los cuales publiqué algunos reportajes que de una u otra manera tuvieron impacto en el juicio de Vicentillo y en las negociaciones con el gobierno de Estados Unidos. El hijo del Mayo quería hacer valer en su defensa el argumento de “autoridad pública”, señalando que, por medio de los acuerdos entre la DEA, el FBI y el ice con el Cartel de Sinaloa, estaba implícito un permiso para traficar, por lo cual no podían juzgarlo. Por supuesto, la fiscalía no aceptó ese argumento, no lo aceptaría jamás. En cambio, llegaron a otro convenio: Vicentillo se hizo testigo colaborador, es decir, reveló información sobre miembros del Cartel de Sinaloa que el gobierno de Estados Unidos usaría para iniciar procesos criminales y detenciones.

Mi primer artículo sobre el tema se publicó en marzo de 2011, “Más rápido y más furioso”. Ahí expuse los escritos que la defensa presentó ante la corte, donde se afirmaba que miembros del Cartel de Sinaloa habían llegado a acuerdos con autoridades americanas en los que ellos tendrían inmunidad a cambio de dar información de las organizaciones criminales enemigas. A este reportaje le siguieron muchos.

Sin embargo, la mayor parte de los datos y los documentos que Gaxiola me proporcionó en los encuentros, acumulados durante años, no los publiqué. Era información muy delicada que ponía en riesgo a Gaxiola, a su cliente y al proceso jurídico que estaba llevando. Se trataba de narraciones de Vicentillo que correspondían a su diario, escritos realizados por él y sus abogados durante las negociaciones para colaborar con el gobierno americano, en los que fue reconstruyendo su historia y la historia del Cartel de Sinaloa durante los últimos 20 años, y que comenzaba desde que los Arellano Félix intentaron asesinarlo por primera vez.

Había hojas sueltas, algunas escritas a mano de su puño y letra. Otros papeles estaban transcritos a máquina, traducidos al inglés, como parte del trabajo de Vicentillo con sus abogados de defensa. Y había un escrito muy amplio, de 30 páginas, el cual es una de las primeras declaraciones formales que hizo el 12 de julio de 2012:

Esta declaración es un preciso y verdadero resumen de lo mejor que recuerdo. Sin embargo, este resumen contenido en esta declaración representa sólo una pequeña parte de mi conocimiento de los temas contenidos aquí. Esta declaración no describe todo lo que conozco acerca de la gente y eventos que describo y también poseo información adicional de otra gente y otros eventos que no están descritos .

Desde que he estado cooperando con el gobierno de Estados Unidos, el gobierno me ha dado ayuda para reubicar a ciertos miembros de mi familia de México en Estados Unidos. Sé que mi familia estaría en un gran peligro de ser asesinados si cierta gente de la que he hablado hoy se entera de que yo estoy colaborando. Hasta donde yo sé, nadie de los que he hablado hoy sabe dónde vive mi familia y que estoy bajo custodia protectora.

Por medio de esos escritos de Vicentillo se revelaban los secretos del Cartel de Sinaloa y algunos de su padre. No era una historia que llegaba sólo a la epidermis, sino que, como bisturí, entraba, cortaba y diseccionaba cada parte de la anatomía de la que es considerada la organización de tráfico de drogas más importante del mundo, con presencia en prácticamente 70% del planeta. Vicentillo hablaba de quiénes eran en ese momento los socios más importantes de su padre, o los competidores. Sicarios, lugartenientes, cómo movían la droga, cómo sobornaban a todo el gobierno de México.

Hay dos frases escritas muy significativas: “El 99% de la pgr son corruptos, no hay siquiera uno que no tome dinero”; así como una que le escuchó decir a su padre: “Trabajamos para el gobierno, nos traen a la carrera y aparte trabajando para ellos”. Esas frases me resuenan constantemente, más cuando se ven operativos como el del arresto de Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo, ocurrido en octubre de 2019, quien tiene cargos criminales en Estados Unidos. Lo tenían ya detenido y lo dejaron ir con la justificación de que sus huestes habían superado al Estado. A través de los escritos de Vicentillo se entiende que eso no fue un accidente o casualidad.

A la par, las narraciones del hijo del Mayo dejaban ver su inteligencia, su tristeza y a veces su ironía mordaz. Su anhelo de ser libre, su conflicto interno de pertenecer al cartel y a la vez repudiarlo. De amar a su padre y querer estar cerca y al mismo tiempo darse cuenta de que cada día se transformaba en un criminal como él. El Mayo decidió convertirse en narcotraficante, mientras que Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas, más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes, el llamado Señor de los Cielos.

Gaxiola me puso una condición para compartir conmigo esa información, y la respeté como respeto mis acuerdos con otras fuentes de información. Aún más porque entendí la magnitud de la historia para él y para Vicentillo. Me pidió que no publicara nada de los documentos escritos por Vicentillo sobre el funcionamiento del cartel y sus integrantes, y toda la información que estaba soltando al gobierno americano, hasta que él hubiera muerto. El abogado vivía con la certeza de que el cáncer al final lo vencería. Mientras que yo aún tenía la posibilidad de salvar mi vida.

Durante los cinco años en que tuvimos comunicación, Gaxiola frecuentó al Mayo y al Chapo, a este último lo vio hasta febrero de 2014, cuando lo aprehendieron en Mazatlán. Mucha de la información que me dio provenía directamente de las conversaciones con ellos. También se la daba a Vicentillo, quien a su vez la transmitía al gobierno de Estados Unidos.

En aquellos años, cuando se llegaba a propagar información en los medios sobre una supuesta recaptura de Guzmán Loera, le llamaba al abogado. Todas las veces que él me dijo con certeza que el Chapo seguía en libertad, nunca se equivocó: “A menos que tenga el don de la ubicuidad y haya podido estar conmigo y en otro lugar al mismo tiempo...”, bromeaba.

Los atentados contra mí y contra mi familia me obligaron a salir de México en 2014. Me fui a la Universidad de California en Berkeley, donde estuve dos años como fellow en el Programa de Periodismo de Investigación. Ahí comencé la investigación sobre los 43 estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

Mi último encuentro con Fernando Gaxiola fue el 20 de mayo de 2015. Estaba absorta justo por el trabajo sobre la desaparición de los normalistas. El caso había indignado mucho a Gaxiola porque en el fondo él tenía alma de idealista, de izquierda. Creía en la justicia, en la lucha social. También estoy convencida de que creía en el poder de la verdad. La verdad al servicio de los demás. Me llamó varias veces durante ese año, me pidió que fuera a verlo lo antes posible porque le quedaba poco tiempo de vida. Quería terminar de contarme, quería terminar de darme documentos, escritos.

El Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes.

En ese último encuentro hablamos durante varias horas, tomé apuntes. Me pidió que diera a conocer la historia porque estaba convencido de que así la gente podría entender qué es el Cartel de Sinaloa en realidad, de qué materia está hecho, de dónde emana su poder. Así la gente podría entender que muchas historias que dicen los gobiernos americano y mexicano son falacias. Su familia no tenía ningún conocimiento del contenido de nuestras reuniones

Cumplí. He esperado todo este tiempo. Sacrifiqué la inmediatez de la noticia presurosa, sensacionalista, por la profundidad que da la investigación y el paso del tiempo, para compartir este relato que espero que aporte a un entendimiento mucho más grande de la dimensión del Cartel de Sinaloa y las consecuencias masivas que ha tenido para México y el mundo.

Quiero llevar de la mano a quien lea este libro a ese mundo que conocí desde la primera fila, de manera silenciosa, solitaria, para que saque sus propias conclusiones de lo que representa el Cartel de Sinaloa, tal vez como un símbolo brutal del mundo en el que vivimos.

Mientras esperé el tiempo oportuno para publicar la historia, algunos de los criminales mencionados por Vicentillo en sus notas fueron detenidos, no fui un obstáculo para que se hicieran las investigaciones. Otros siguen libres.

Esperé incluso a que se llevara a cabo el juicio contra Joaquín Guzmán Loera en Nueva York. Sus abogados me contactaron, pidieron reunirse conmigo porque sabían que tenía información sobre Vicentillo, no sé cómo, quizás el Chapo se los dijo, pues él participó en varias de las reuniones de Gaxiola con el Mayo. El encuentro no se llevó a cabo.

También esperé a que el 30 de mayo de 2019 le dictaran sentencia a Vicentillo. En vez de la cadena perpetua recetada en Nueva York a su compadre Chapo, a él le dieron 14 años, y muy probablemente por el tiempo que ya había estado en prisión, suma de beneficios por buena conducta y otras consideraciones, ya esté en libertad.

A fines de noviembre de 2015 recibí la noticia de que Fernando Gaxiola había muerto, y fui a su funeral. No era sólo una fuente de información, sino que se había convertido en un amigo. Lamenté su muerte. Supe que el hijo del Mayo llamó por teléfono para dar condolencias a la familia. Y por la relación que entendí que se había creado entre ellos, pienso que también para él fue una pérdida sensible.

En mayo de 2019 me encontré con el abogado penalista Stephen G. Ralls en su oficina de Tucson. Él es representante legal de Jesús Beltrán, coacusado de Vicente Zambada Niebla en la Corte Federal del Distrito Norte de Illinois, y fue abogado de Sandra Ávila Beltrán en su proceso en Estados Unidos, entre muchos otros clientes de ese perfil.

Ralls fue amigo y colega de Fernando Gaxiola durante décadas. Así que quise hablar con él para entender mejor el legado de Fernando. Estudiaron juntosleyes en 1979 en la Universidad de Arizona en Tucson. Se hicieron muy amigos, sus familias convivieron por muchos años, y también sus hijos entablaron amistad. Ralls me dijo que Fernando era un hombre con ideas socialistas, defendía en su despacho a muchas personas sin recursos que estaban en riesgo de deportación, era principalmente un abogado civil.

“Fernando era una persona inteligente, hablaba muy claro, no decía una cosa y luego cambiaba de opinión. Era muy directo en su forma de hablar. Hablaba mucho, pero siempre que hablaba lo hacía diciendo la verdad. Apoyaba a grupos de chicanos, por vocación ayudaba a la gente más necesitada. A Fernando le gustaba ayudar a la gente, ése era su carácter. Nunca, que yo sepa, ha sido señalado por alguna irregularidad, fue una persona muy recta, nunca se le acusó de malas prácticas”.

Ralls me platicó que la última vez que lo vio fue en la Corte Superior. “He tenido una buena vida, no he tenido ninguna razón para pensar que no ha sido una buena vida, pero no me queda mucho tiempo, no hay remedio para mí”, le habría dicho Gaxiola.

“El trabajo de Fernando como abogado fue clave en el grupo de defensa [de Vicentillo] y en el acuerdo al que llegaron con la fiscalía. Pasó muchas horas trabajando en el caso”. Esto es lo que me contó Ralls. No sé lo que podrán decir otros de Fernando Gaxiola, yo sé que conocí a un hombre que asumió el riesgo de compartir conmigo esta historia que de ninguna otra manera hubiera podido conocer. Y que era su deseo que se hiciera pública porquela sociedad tiene derecho a saber.

La historia que presento en el libro es el relato contado por el propio Vicente Zambada Niebla a través de sus escritos. Su voz es mayoritariamente literal, sólo hice algunas correcciones a su sintaxis y en el orden narrativo para ajustar la secuencia en una línea temporal. El relato del capo júnior está enriquecido con el testimonio que me dio Gaxiola en nuestras conversaciones. Él habló directamente con Vicentillo y el Mayo durante cinco años. Son sus voces quienes conducen principalmente la narración. En un tercer plano está mi voz, con el propósito de dar contexto a lo señalado por ellos dos, y para sumar los resultados de la investigación que hice de forma paralela durante los últimos nueve años con el propósito de confirmar o ampliar la información.

A través de esas voces se devela el rostro y perfil del verdadero jefe de las drogas en México en el último medio siglo, el verdadero rey del narcotráfico que nunca ha pisado la cárcel. El hombre de 70 años que desde su trono ha visto caer amigos, enemigos, proveedores, socios, competidores, familiares, empleados del gobierno y hasta sus propios hijos, sin que eso haya hecho alguna mella en su poder: Ismael Zambada García, el Mayo.

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El abogado del capo

El abogado del capo

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El traidor es uno de los trabajos periodísticos más ambiciosos de la periodista mexicana Anabel Hernández. Su historia se remonta a 2011 cuando la contactó uno de los abogados de Vicente Zambada Niebla, mejor conocido como Vicentillo, quien enfrentaba un juicio en una corte de Chicago. Este es un adelanto del libro publicado por Grijalbo.

Era un frío y convulsivo mes de enero de 2011 cuando él me buscó. Hacía un mes había publicado Los señores del narco, que al poco tiempo de salir a la venta ya iba en su tercera reimpresión. El libro estaba causando polémica e incomodidad en el gobierno, en los círculos empresariales y en los mismos carteles de la droga. Incluso su protagonista, Joaquín el Chapo Guzmán, lo había leído, según me diría años después su compañera sentimental Emma Coronel.

El retrato que hice del Chapo era un pretexto para narrar lo que había detrás de la impunidad de los integrantes del Cartel de Sinaloa, en particular, y detrás de la llamada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón, en general. Desde el primer capítulo, “Un pobre diablo”, quise perfilar la dimensión del capo y el mito. Todos le achacaban ser el narcotraficante más poderoso de todos los tiempos. La mente siniestra detrás de la violencia. El fantasma imposible de atrapar porque se desvanecía en cada intento. Pero yo encontré a otro personaje. Sí, un narcotraficante importante, con ingenio, creatividad, audaz, pero sin la inteligencia o el temperamento que se requería para ser el “jefe de jefes” durante el último siglo de narcotráfico en México.

El libro de Los señores del narco fue el resultado de cinco años de investigación periodística independiente, sin prejuicios. Cientos de asesinatos se iban acumulando año con año hasta volverse miles en todo el país, lo cual era terrible. Pero quería ir más allá, saber qué era lo que permitía que eso sucediera, cuál era la historia de esa descomposición y quiénes eran los responsables. Cuando investigué la historia del Chapo, cuando hablé con las personas que lo conocían, con integrantes de otros carteles, con gente de áreas de inteligencia de los gobiernos estadounidense y mexicano, me pareció que era un personaje inflado con el propósito de que las autoridades disfrazaran la corrupción que había detrás de su falta de voluntad para arrestar al que se supone era el fugitivo número uno.

Nunca quise escribir una historia de narcos, como tampoco quiero hacerlo ahora. Por medio de este viaje, que muchas veces implicó llegar hasta el infierno, la intención era compartir la ventana por la que pude asomarme, para conocer y documentar la complicidad que existía desde hacía décadas entre funcionarios públicos, políticos, empresarios, fuerzas del orden y carteles de la droga, e ir más allá de los retratos pintorescos que parecen hablar sólo de casos aislados.

Aunque las críticas a Los señores del narco iban bien, las cosas para mí se estaban tornando muy complicadas. Recién se publicaron los primeros adelantos de mi libro, se exacerbaron los ánimos del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y los de su equipo más cercano, colaboradores corruptos a los que mencioné como parte de los servidores públicos que estaban al servicio del Cartel de Sinaloa desde el sexenio de Vicente Fox.

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Felipe Calderón tampoco estaba contento. Documenté que su llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006, luego de haber llegado a la presidencia con el tufo de fraude electoral, era una farsa. Todos los documentos internos del gobierno a los que tuve acceso, los informantes de los diversos carteles y de instituciones oficiales lo confirmaban.

A fines de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme. Esa advertencia fue precedida por varios atentados contra mi familia, fuentes de información, contra mí, contra mi casa. Un infierno. Hace pocos meses un funcionario del gobierno americano me dijo que ellos habían confirmado que García Luna y su gente habían hecho un complot para matarme.

En noviembre de 2017 se entregó a la justicia americana un alto mando policiaco, Iván Reyes Arzate, quien fungió como enlace de inteligencia entre las agencias estadounidenses y la Policía Federal durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto. Formaba parte del equipo de García Luna desde la Agencia Federal de Investigaciones (2001-2007), luego lo siguió a la Secretaría de Seguridad Pública, donde llegó al nivel de director general de la División de Drogas de la Policía Federal; ahí se quedó incrustado hasta 2017, como muchos otros miembros del equipo corrupto. En noviembre de 2018 fue sentenciado culpable en la Corte del Distrito Norte de Illinois porque “abusó de su posición de confianza y conspiró con una organización internacional de narcotráfico de alto nivel para su propio beneficio, al hacerlo, violó un deber para con la sociedad de los Estados Unidos, México y con los agentes de la DEA para los que trabajaba”. En la audiencia en la cual se determinó su culpabilidad, declaró que además de él, Genaro García Luna y otros mandos recibían de manera rutinaria sobornos del Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva: millones de dólares que se repartían entre todos. La caída de Reyes Arzate fue apenas el comienzo.

Ése era el contexto cuando aquel día de enero de 2011 me informaron que el abogado Fernando Gaxiola, representante de un narcotraficante, quería contactarme y reunirse conmigo. Él me había buscado por medio de un programa de radio donde se había transmitido una de mis entrevistas sobre Los señores del narco. El abogado advirtió que el encuentro no podía ser en México, porque ahí yo llamaba mucho la atención, y propuso que se llevara a cabo en Chicago, en un lugar discreto. En México yo vivía con escoltas las 24 horas, lo cual hacía muy difícil continuar mi trabajo de periodista. Yo no los quería, pero tampoco podía vivir sin ellos. Eran tiempos particularmente adversos. No mencionaré sus nombres, pero me consta, por lo que vivimos juntos, que muchos de ellos realmente protegieron mi vida y la de mi familia, y les estaré agradecida por siempre.

En esas circunstancias, tuve que reinventarme, y una parte del proceso fue viajar a Chicago y acudir a esa cita. Si con el plan de asesinarme querían cerrarme la puerta para seguir con mis investigaciones, yo debía abrir una ventana.

La hermosa ciudad atravesada por el río Chicago, otrora dominio del gánster italoamericano Al Capone, se convirtió en la sede de una silenciosa historia que cambiaría para siempre el rumbo de los carteles de la droga en México. Y estuve ahí, en primera fila, como testigo .

Mi primer encuentro con el abogado Fernando Gaxiola fue a ciegas, en un restaurante cercano al Aeropuerto Internacional O’Hare, el 25 de febrero de 2011. El lugar era de cortes finos de carne, y como es típico de estos sitios en Estados Unidos, todo estaba a media luz. No conocía al abogado, así que no tenía idea de su aspecto físico. Lo esperé unos minutos en el lugar sin saber si ya estaba ahí, si me estaban espiando. Cuando él llegó me reconoció.

El abogado me contó que al menos desde 1998 el Cartel de Sinaloa tenía contacto directo con la DEA: daba información a cambio de protección.

Gaxiola medía como 1.75 de estatura, era de complexión media, tez blanca y rondaba los 60 años de edad. Tenía la apariencia de un americano, pero su español estaba impregnado del acento sinaloense. Fue amable, sonriente. Me llamó la atención que de modo insistente se llevaba la mano a un costado del estómago, debajo del saco. Las repetidas veces que lo hizo me pusieron un poco nerviosa.

Comenzamos a conversar. Dijo que era abogado de Vicente Zambada Niebla, hijo de Ismael Zambada García, alias el Mayo, a quien yo había mencionado en Los señores del narco como el poder detrás del trono en el Cartel de Sinaloa. Vicentillo, como lo llama el gobierno americano en la acusación criminal abierta en su contra, había sido detenido en la Ciudad de México el 18 de marzo de 2009, al ejecutarse una orden de aprehensión con fines de extradición a Estados Unidos, a donde lo enviaron en febrero de 2010. En ese momento se estaban haciendo los preparativos en la Corte del Distrito Norte de Illinois para iniciar su juicio.

Gaxiola me dijo que me buscaba a petición de su cliente, quien estaba recluido en el Metropolitan Correctional Center (MCC) de Chicago. Según dijo, Vicentillo escuchó una de mis entrevistas radiofónicas; escuchar la radio era uno de los pocos entretenimientos a los que tenía acceso en las medidas de máxima seguridad en las que estaba recluido.

El abogado mencionó que tenía un despacho en Tucson, Arizona, pero que era originario de Sinaloa, lo cual concordaba con el acento. Intentaba concentrarme en lo que me decía, pero realmente estaba inquieta por el tic de meterse la mano bajo el saco mientras hablaba. Por un instante pensé que el encuentro era una trampa.

“Me acaban de extirpar un tumor”, dijo cuando percibió mi inquietud y se levantó la camisa para dejar ver un vendaje. Le habían detectado cáncer y entendí que ésa había sido la primera cirugía. También yo tenía sobre mí una amenaza de muerte, aunque de otra índole.

Narró una historia increíble. Y vaya que había escuchado muchas historias extremas durante la investigación de Los señores del narco. El abogado me contó que, desde hacía años, al menos desde 1998, los miembros de la cúpula del Cartel de Sinaloa como el Mayo, el Chapo, Vicente Zambada Niebla y otros, tenían contacto directo con la DEA. Le daban información que la agencia usaba en operativos coordinados con el gobierno de México, principalmente la Marina, para arrestar a líderes y lugartenientes de los carteles enemigos. A cambio, la DEA les daba protección.

Muchas de las detenciones o los asesinatos de los cabecillas más notorios se habían dado en esas circunstancias: por ejemplo, Francisco Arellano Félix, integrante del Cartel de Tijuana, detenido en 2006, o Arturo Beltrán Leyva, líder del Cartel de los Beltrán Leyva, asesinado en 2009 durante un enfrentamiento con la Marina. Entre muchos otros.

Gaxiola había leído con interés mi libro, cuyo argumento principal era la complicidad del Cartel de Sinaloa con altos funcionarios del gobierno de México y algunas instituciones que durante años les han dado protección. “Usted tiene razón, pero las cosas son aún más graves, más complejas, van más allá”, me dijo.

En mi libro yo había hablado del caso Irán-Contra y cómo el gobierno americano, con tal de tener recursos para financiar a la Contra nicaragüense, que buscaba derrocar al gobierno de izquierda que estaba naciendo, había tolerado que la cia hiciera acuerdos a fines de los setenta y principios de los ochenta con los carteles colombianos y con las organizaciones mexicanas: en particular el Cartel de Medellín, encabezado por Pablo Escobar Gaviria, y el Cartel de Guadalajara, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo. El intercambio consistía en permitir que su droga llegara a Estados Unidos a cambio de que una parte de las ganancias llegaran a la Contra.

Apenas en diciembre de 2010 había estallado el escándalo de la operación Rápido y Furioso, realizada por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (atf), en la que el gobierno americano permitió la venta de armas a México para supuestamente descubrir las redes del tráfico de armamento, pero con eso ocasionó que más de 2 mil armas entraran ilegalmente en México y llegaran a las manos de los carteles de la droga. Principalmente al Cartel de Sinaloa.

El 15 de febrero de 2011 acababan de asesinar en una carretera de San Luis Potosí al agente estadounidense del ice Jaime Zapata, con un arma que había llegado a México a través de Rápido y Furioso. El caso estaba al rojo vivo.

Si era verdad lo que Gaxiola me decía, la historia sobre la relación del gobierno de Estados Unidos con el Cartel de Sinaloa —que según los propios americanos es el grupo de traficantes de drogas más importante del mundo— era un tema de interés público y por lo tanto de interés periodístico. Yo quería conocer el caso hasta el fondo.

Gaxiola me reveló esa misma noche en el restaurante que Vicentillo se había reunido con la DEA horas antes de su detención en 2009, en el hotel María Isabel Sheraton de la Ciudad de México, ubicado a un costado de la embajada de Estados Unidos. El encuentro era parte de los acuerdos entre el Cartel de Sinaloa y diversas agencias americanas.

Nos despedimos. Tenía que regresar de inmediato a México. Le dije que si tenía pruebas documentales de los acuerdos, o acciones judiciales, yo publicaría la historia y seguiría el caso hasta el final. No era de las periodistas que buscaba el escándalo de un día y luego otro, era una corredora de fondo, no de velocidad.

El 4 de marzo de 2011 fue la presentación de Los señores del narco en el galerón que entonces ocupaba el restaurante Mi Tierra, en el barrio La Villita, corazón de la comunidad mexicana en Chicago, haciendo alusión a la Villa de Guadalupe de la Ciudad de México. Ahí estuvo presente Gaxiola, y en esos días ocurrió el segundo de muchos otros encuentros que tuvimos durante cinco años consecutivos.

Recuerdo la primera audiencia del juicio de Vicentillo a la que asistí. Fue el 30 de marzo de 2011, en la sala número 2141 de la torre ubicada en Dearborn Street 219, en el centro de Chicago, donde está la sede de la Corte del Distrito Norte de Illinois. No había periodistas, la sala estaba semidesierta, sólo estaban algunos familiares de Vicentillo, el equipo de la fiscalía, agentes de la DEA y otros oficiales.

Ahí vi por primera vez a Vicentillo con el overol naranja, de ésos que usan los presos de alta peligrosidad. Por entonces él tenía 36 años, pero se veía muy demacrado. El uniforme le quedaba grandísimo, e incluso le daba un aire ridículo. Quizá por eso en su autorretrato se pintó como payaso, vestido con el uniforme carcelario, un gorro naranja, maquillaje en el rostro y una reluciente nariz roja, el cual es la ilustración que ocupa la portada de este libro.

Cuando vi ese meticuloso dibujo de Vicentillo me quedé impactada. El realismo impreso es una metáfora y una parodia del mundo en el que había nacido él. Príncipe y esclavo. Príncipe y payaso. Condenado, sin salida. Cuando dio el primer respiro de su existencia, su padre ya era el líder del Cartel de Sinaloa. Debajo de ese color rosado y blanco en el rostro, de la redonda bola como nariz y los labios negros, se veía el rostro de su padre, el Mayo, de quien heredó los rasgos.

A finales de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme.

Gaxiola siempre mostró preocupación de que alguien se enterara de nuestros encuentros y nos viera en público en Estados Unidos, siempre decía que todos me conocían. Él prefería reunirnos en los lugares más discretos posibles, en el metro de Chicago o en cafeterías anónimas. Una ocasión en que intentaba disuadirlo de esa idea estábamos en un café ubicado en la emblemática avenida Magnificent Mile, cuando algunos de los mexicanos que trabajaban en el sitio me pidieron tomarse una fotografía. “¿Ves lo que pasa?”, me dijo. Nuestras reuniones dejaron de ser en Chicago y comenzamos a vernos en distintos puntos de la Ciudad de México.

El abogado compartió conmigo documentos y hechos, sobre los cuales publiqué algunos reportajes que de una u otra manera tuvieron impacto en el juicio de Vicentillo y en las negociaciones con el gobierno de Estados Unidos. El hijo del Mayo quería hacer valer en su defensa el argumento de “autoridad pública”, señalando que, por medio de los acuerdos entre la DEA, el FBI y el ice con el Cartel de Sinaloa, estaba implícito un permiso para traficar, por lo cual no podían juzgarlo. Por supuesto, la fiscalía no aceptó ese argumento, no lo aceptaría jamás. En cambio, llegaron a otro convenio: Vicentillo se hizo testigo colaborador, es decir, reveló información sobre miembros del Cartel de Sinaloa que el gobierno de Estados Unidos usaría para iniciar procesos criminales y detenciones.

Mi primer artículo sobre el tema se publicó en marzo de 2011, “Más rápido y más furioso”. Ahí expuse los escritos que la defensa presentó ante la corte, donde se afirmaba que miembros del Cartel de Sinaloa habían llegado a acuerdos con autoridades americanas en los que ellos tendrían inmunidad a cambio de dar información de las organizaciones criminales enemigas. A este reportaje le siguieron muchos.

Sin embargo, la mayor parte de los datos y los documentos que Gaxiola me proporcionó en los encuentros, acumulados durante años, no los publiqué. Era información muy delicada que ponía en riesgo a Gaxiola, a su cliente y al proceso jurídico que estaba llevando. Se trataba de narraciones de Vicentillo que correspondían a su diario, escritos realizados por él y sus abogados durante las negociaciones para colaborar con el gobierno americano, en los que fue reconstruyendo su historia y la historia del Cartel de Sinaloa durante los últimos 20 años, y que comenzaba desde que los Arellano Félix intentaron asesinarlo por primera vez.

Había hojas sueltas, algunas escritas a mano de su puño y letra. Otros papeles estaban transcritos a máquina, traducidos al inglés, como parte del trabajo de Vicentillo con sus abogados de defensa. Y había un escrito muy amplio, de 30 páginas, el cual es una de las primeras declaraciones formales que hizo el 12 de julio de 2012:

Esta declaración es un preciso y verdadero resumen de lo mejor que recuerdo. Sin embargo, este resumen contenido en esta declaración representa sólo una pequeña parte de mi conocimiento de los temas contenidos aquí. Esta declaración no describe todo lo que conozco acerca de la gente y eventos que describo y también poseo información adicional de otra gente y otros eventos que no están descritos .

Desde que he estado cooperando con el gobierno de Estados Unidos, el gobierno me ha dado ayuda para reubicar a ciertos miembros de mi familia de México en Estados Unidos. Sé que mi familia estaría en un gran peligro de ser asesinados si cierta gente de la que he hablado hoy se entera de que yo estoy colaborando. Hasta donde yo sé, nadie de los que he hablado hoy sabe dónde vive mi familia y que estoy bajo custodia protectora.

Por medio de esos escritos de Vicentillo se revelaban los secretos del Cartel de Sinaloa y algunos de su padre. No era una historia que llegaba sólo a la epidermis, sino que, como bisturí, entraba, cortaba y diseccionaba cada parte de la anatomía de la que es considerada la organización de tráfico de drogas más importante del mundo, con presencia en prácticamente 70% del planeta. Vicentillo hablaba de quiénes eran en ese momento los socios más importantes de su padre, o los competidores. Sicarios, lugartenientes, cómo movían la droga, cómo sobornaban a todo el gobierno de México.

Hay dos frases escritas muy significativas: “El 99% de la pgr son corruptos, no hay siquiera uno que no tome dinero”; así como una que le escuchó decir a su padre: “Trabajamos para el gobierno, nos traen a la carrera y aparte trabajando para ellos”. Esas frases me resuenan constantemente, más cuando se ven operativos como el del arresto de Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo, ocurrido en octubre de 2019, quien tiene cargos criminales en Estados Unidos. Lo tenían ya detenido y lo dejaron ir con la justificación de que sus huestes habían superado al Estado. A través de los escritos de Vicentillo se entiende que eso no fue un accidente o casualidad.

A la par, las narraciones del hijo del Mayo dejaban ver su inteligencia, su tristeza y a veces su ironía mordaz. Su anhelo de ser libre, su conflicto interno de pertenecer al cartel y a la vez repudiarlo. De amar a su padre y querer estar cerca y al mismo tiempo darse cuenta de que cada día se transformaba en un criminal como él. El Mayo decidió convertirse en narcotraficante, mientras que Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas, más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes, el llamado Señor de los Cielos.

Gaxiola me puso una condición para compartir conmigo esa información, y la respeté como respeto mis acuerdos con otras fuentes de información. Aún más porque entendí la magnitud de la historia para él y para Vicentillo. Me pidió que no publicara nada de los documentos escritos por Vicentillo sobre el funcionamiento del cartel y sus integrantes, y toda la información que estaba soltando al gobierno americano, hasta que él hubiera muerto. El abogado vivía con la certeza de que el cáncer al final lo vencería. Mientras que yo aún tenía la posibilidad de salvar mi vida.

Durante los cinco años en que tuvimos comunicación, Gaxiola frecuentó al Mayo y al Chapo, a este último lo vio hasta febrero de 2014, cuando lo aprehendieron en Mazatlán. Mucha de la información que me dio provenía directamente de las conversaciones con ellos. También se la daba a Vicentillo, quien a su vez la transmitía al gobierno de Estados Unidos.

En aquellos años, cuando se llegaba a propagar información en los medios sobre una supuesta recaptura de Guzmán Loera, le llamaba al abogado. Todas las veces que él me dijo con certeza que el Chapo seguía en libertad, nunca se equivocó: “A menos que tenga el don de la ubicuidad y haya podido estar conmigo y en otro lugar al mismo tiempo...”, bromeaba.

Los atentados contra mí y contra mi familia me obligaron a salir de México en 2014. Me fui a la Universidad de California en Berkeley, donde estuve dos años como fellow en el Programa de Periodismo de Investigación. Ahí comencé la investigación sobre los 43 estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

Mi último encuentro con Fernando Gaxiola fue el 20 de mayo de 2015. Estaba absorta justo por el trabajo sobre la desaparición de los normalistas. El caso había indignado mucho a Gaxiola porque en el fondo él tenía alma de idealista, de izquierda. Creía en la justicia, en la lucha social. También estoy convencida de que creía en el poder de la verdad. La verdad al servicio de los demás. Me llamó varias veces durante ese año, me pidió que fuera a verlo lo antes posible porque le quedaba poco tiempo de vida. Quería terminar de contarme, quería terminar de darme documentos, escritos.

El Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes.

En ese último encuentro hablamos durante varias horas, tomé apuntes. Me pidió que diera a conocer la historia porque estaba convencido de que así la gente podría entender qué es el Cartel de Sinaloa en realidad, de qué materia está hecho, de dónde emana su poder. Así la gente podría entender que muchas historias que dicen los gobiernos americano y mexicano son falacias. Su familia no tenía ningún conocimiento del contenido de nuestras reuniones

Cumplí. He esperado todo este tiempo. Sacrifiqué la inmediatez de la noticia presurosa, sensacionalista, por la profundidad que da la investigación y el paso del tiempo, para compartir este relato que espero que aporte a un entendimiento mucho más grande de la dimensión del Cartel de Sinaloa y las consecuencias masivas que ha tenido para México y el mundo.

Quiero llevar de la mano a quien lea este libro a ese mundo que conocí desde la primera fila, de manera silenciosa, solitaria, para que saque sus propias conclusiones de lo que representa el Cartel de Sinaloa, tal vez como un símbolo brutal del mundo en el que vivimos.

Mientras esperé el tiempo oportuno para publicar la historia, algunos de los criminales mencionados por Vicentillo en sus notas fueron detenidos, no fui un obstáculo para que se hicieran las investigaciones. Otros siguen libres.

Esperé incluso a que se llevara a cabo el juicio contra Joaquín Guzmán Loera en Nueva York. Sus abogados me contactaron, pidieron reunirse conmigo porque sabían que tenía información sobre Vicentillo, no sé cómo, quizás el Chapo se los dijo, pues él participó en varias de las reuniones de Gaxiola con el Mayo. El encuentro no se llevó a cabo.

También esperé a que el 30 de mayo de 2019 le dictaran sentencia a Vicentillo. En vez de la cadena perpetua recetada en Nueva York a su compadre Chapo, a él le dieron 14 años, y muy probablemente por el tiempo que ya había estado en prisión, suma de beneficios por buena conducta y otras consideraciones, ya esté en libertad.

A fines de noviembre de 2015 recibí la noticia de que Fernando Gaxiola había muerto, y fui a su funeral. No era sólo una fuente de información, sino que se había convertido en un amigo. Lamenté su muerte. Supe que el hijo del Mayo llamó por teléfono para dar condolencias a la familia. Y por la relación que entendí que se había creado entre ellos, pienso que también para él fue una pérdida sensible.

En mayo de 2019 me encontré con el abogado penalista Stephen G. Ralls en su oficina de Tucson. Él es representante legal de Jesús Beltrán, coacusado de Vicente Zambada Niebla en la Corte Federal del Distrito Norte de Illinois, y fue abogado de Sandra Ávila Beltrán en su proceso en Estados Unidos, entre muchos otros clientes de ese perfil.

Ralls fue amigo y colega de Fernando Gaxiola durante décadas. Así que quise hablar con él para entender mejor el legado de Fernando. Estudiaron juntosleyes en 1979 en la Universidad de Arizona en Tucson. Se hicieron muy amigos, sus familias convivieron por muchos años, y también sus hijos entablaron amistad. Ralls me dijo que Fernando era un hombre con ideas socialistas, defendía en su despacho a muchas personas sin recursos que estaban en riesgo de deportación, era principalmente un abogado civil.

“Fernando era una persona inteligente, hablaba muy claro, no decía una cosa y luego cambiaba de opinión. Era muy directo en su forma de hablar. Hablaba mucho, pero siempre que hablaba lo hacía diciendo la verdad. Apoyaba a grupos de chicanos, por vocación ayudaba a la gente más necesitada. A Fernando le gustaba ayudar a la gente, ése era su carácter. Nunca, que yo sepa, ha sido señalado por alguna irregularidad, fue una persona muy recta, nunca se le acusó de malas prácticas”.

Ralls me platicó que la última vez que lo vio fue en la Corte Superior. “He tenido una buena vida, no he tenido ninguna razón para pensar que no ha sido una buena vida, pero no me queda mucho tiempo, no hay remedio para mí”, le habría dicho Gaxiola.

“El trabajo de Fernando como abogado fue clave en el grupo de defensa [de Vicentillo] y en el acuerdo al que llegaron con la fiscalía. Pasó muchas horas trabajando en el caso”. Esto es lo que me contó Ralls. No sé lo que podrán decir otros de Fernando Gaxiola, yo sé que conocí a un hombre que asumió el riesgo de compartir conmigo esta historia que de ninguna otra manera hubiera podido conocer. Y que era su deseo que se hiciera pública porquela sociedad tiene derecho a saber.

La historia que presento en el libro es el relato contado por el propio Vicente Zambada Niebla a través de sus escritos. Su voz es mayoritariamente literal, sólo hice algunas correcciones a su sintaxis y en el orden narrativo para ajustar la secuencia en una línea temporal. El relato del capo júnior está enriquecido con el testimonio que me dio Gaxiola en nuestras conversaciones. Él habló directamente con Vicentillo y el Mayo durante cinco años. Son sus voces quienes conducen principalmente la narración. En un tercer plano está mi voz, con el propósito de dar contexto a lo señalado por ellos dos, y para sumar los resultados de la investigación que hice de forma paralela durante los últimos nueve años con el propósito de confirmar o ampliar la información.

A través de esas voces se devela el rostro y perfil del verdadero jefe de las drogas en México en el último medio siglo, el verdadero rey del narcotráfico que nunca ha pisado la cárcel. El hombre de 70 años que desde su trono ha visto caer amigos, enemigos, proveedores, socios, competidores, familiares, empleados del gobierno y hasta sus propios hijos, sin que eso haya hecho alguna mella en su poder: Ismael Zambada García, el Mayo.

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El abogado del capo

El abogado del capo

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El traidor es uno de los trabajos periodísticos más ambiciosos de la periodista mexicana Anabel Hernández. Su historia se remonta a 2011 cuando la contactó uno de los abogados de Vicente Zambada Niebla, mejor conocido como Vicentillo, quien enfrentaba un juicio en una corte de Chicago. Este es un adelanto del libro publicado por Grijalbo.

Era un frío y convulsivo mes de enero de 2011 cuando él me buscó. Hacía un mes había publicado Los señores del narco, que al poco tiempo de salir a la venta ya iba en su tercera reimpresión. El libro estaba causando polémica e incomodidad en el gobierno, en los círculos empresariales y en los mismos carteles de la droga. Incluso su protagonista, Joaquín el Chapo Guzmán, lo había leído, según me diría años después su compañera sentimental Emma Coronel.

El retrato que hice del Chapo era un pretexto para narrar lo que había detrás de la impunidad de los integrantes del Cartel de Sinaloa, en particular, y detrás de la llamada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón, en general. Desde el primer capítulo, “Un pobre diablo”, quise perfilar la dimensión del capo y el mito. Todos le achacaban ser el narcotraficante más poderoso de todos los tiempos. La mente siniestra detrás de la violencia. El fantasma imposible de atrapar porque se desvanecía en cada intento. Pero yo encontré a otro personaje. Sí, un narcotraficante importante, con ingenio, creatividad, audaz, pero sin la inteligencia o el temperamento que se requería para ser el “jefe de jefes” durante el último siglo de narcotráfico en México.

El libro de Los señores del narco fue el resultado de cinco años de investigación periodística independiente, sin prejuicios. Cientos de asesinatos se iban acumulando año con año hasta volverse miles en todo el país, lo cual era terrible. Pero quería ir más allá, saber qué era lo que permitía que eso sucediera, cuál era la historia de esa descomposición y quiénes eran los responsables. Cuando investigué la historia del Chapo, cuando hablé con las personas que lo conocían, con integrantes de otros carteles, con gente de áreas de inteligencia de los gobiernos estadounidense y mexicano, me pareció que era un personaje inflado con el propósito de que las autoridades disfrazaran la corrupción que había detrás de su falta de voluntad para arrestar al que se supone era el fugitivo número uno.

Nunca quise escribir una historia de narcos, como tampoco quiero hacerlo ahora. Por medio de este viaje, que muchas veces implicó llegar hasta el infierno, la intención era compartir la ventana por la que pude asomarme, para conocer y documentar la complicidad que existía desde hacía décadas entre funcionarios públicos, políticos, empresarios, fuerzas del orden y carteles de la droga, e ir más allá de los retratos pintorescos que parecen hablar sólo de casos aislados.

Aunque las críticas a Los señores del narco iban bien, las cosas para mí se estaban tornando muy complicadas. Recién se publicaron los primeros adelantos de mi libro, se exacerbaron los ánimos del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y los de su equipo más cercano, colaboradores corruptos a los que mencioné como parte de los servidores públicos que estaban al servicio del Cartel de Sinaloa desde el sexenio de Vicente Fox.

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Felipe Calderón tampoco estaba contento. Documenté que su llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006, luego de haber llegado a la presidencia con el tufo de fraude electoral, era una farsa. Todos los documentos internos del gobierno a los que tuve acceso, los informantes de los diversos carteles y de instituciones oficiales lo confirmaban.

A fines de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme. Esa advertencia fue precedida por varios atentados contra mi familia, fuentes de información, contra mí, contra mi casa. Un infierno. Hace pocos meses un funcionario del gobierno americano me dijo que ellos habían confirmado que García Luna y su gente habían hecho un complot para matarme.

En noviembre de 2017 se entregó a la justicia americana un alto mando policiaco, Iván Reyes Arzate, quien fungió como enlace de inteligencia entre las agencias estadounidenses y la Policía Federal durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto. Formaba parte del equipo de García Luna desde la Agencia Federal de Investigaciones (2001-2007), luego lo siguió a la Secretaría de Seguridad Pública, donde llegó al nivel de director general de la División de Drogas de la Policía Federal; ahí se quedó incrustado hasta 2017, como muchos otros miembros del equipo corrupto. En noviembre de 2018 fue sentenciado culpable en la Corte del Distrito Norte de Illinois porque “abusó de su posición de confianza y conspiró con una organización internacional de narcotráfico de alto nivel para su propio beneficio, al hacerlo, violó un deber para con la sociedad de los Estados Unidos, México y con los agentes de la DEA para los que trabajaba”. En la audiencia en la cual se determinó su culpabilidad, declaró que además de él, Genaro García Luna y otros mandos recibían de manera rutinaria sobornos del Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva: millones de dólares que se repartían entre todos. La caída de Reyes Arzate fue apenas el comienzo.

Ése era el contexto cuando aquel día de enero de 2011 me informaron que el abogado Fernando Gaxiola, representante de un narcotraficante, quería contactarme y reunirse conmigo. Él me había buscado por medio de un programa de radio donde se había transmitido una de mis entrevistas sobre Los señores del narco. El abogado advirtió que el encuentro no podía ser en México, porque ahí yo llamaba mucho la atención, y propuso que se llevara a cabo en Chicago, en un lugar discreto. En México yo vivía con escoltas las 24 horas, lo cual hacía muy difícil continuar mi trabajo de periodista. Yo no los quería, pero tampoco podía vivir sin ellos. Eran tiempos particularmente adversos. No mencionaré sus nombres, pero me consta, por lo que vivimos juntos, que muchos de ellos realmente protegieron mi vida y la de mi familia, y les estaré agradecida por siempre.

En esas circunstancias, tuve que reinventarme, y una parte del proceso fue viajar a Chicago y acudir a esa cita. Si con el plan de asesinarme querían cerrarme la puerta para seguir con mis investigaciones, yo debía abrir una ventana.

La hermosa ciudad atravesada por el río Chicago, otrora dominio del gánster italoamericano Al Capone, se convirtió en la sede de una silenciosa historia que cambiaría para siempre el rumbo de los carteles de la droga en México. Y estuve ahí, en primera fila, como testigo .

Mi primer encuentro con el abogado Fernando Gaxiola fue a ciegas, en un restaurante cercano al Aeropuerto Internacional O’Hare, el 25 de febrero de 2011. El lugar era de cortes finos de carne, y como es típico de estos sitios en Estados Unidos, todo estaba a media luz. No conocía al abogado, así que no tenía idea de su aspecto físico. Lo esperé unos minutos en el lugar sin saber si ya estaba ahí, si me estaban espiando. Cuando él llegó me reconoció.

El abogado me contó que al menos desde 1998 el Cartel de Sinaloa tenía contacto directo con la DEA: daba información a cambio de protección.

Gaxiola medía como 1.75 de estatura, era de complexión media, tez blanca y rondaba los 60 años de edad. Tenía la apariencia de un americano, pero su español estaba impregnado del acento sinaloense. Fue amable, sonriente. Me llamó la atención que de modo insistente se llevaba la mano a un costado del estómago, debajo del saco. Las repetidas veces que lo hizo me pusieron un poco nerviosa.

Comenzamos a conversar. Dijo que era abogado de Vicente Zambada Niebla, hijo de Ismael Zambada García, alias el Mayo, a quien yo había mencionado en Los señores del narco como el poder detrás del trono en el Cartel de Sinaloa. Vicentillo, como lo llama el gobierno americano en la acusación criminal abierta en su contra, había sido detenido en la Ciudad de México el 18 de marzo de 2009, al ejecutarse una orden de aprehensión con fines de extradición a Estados Unidos, a donde lo enviaron en febrero de 2010. En ese momento se estaban haciendo los preparativos en la Corte del Distrito Norte de Illinois para iniciar su juicio.

Gaxiola me dijo que me buscaba a petición de su cliente, quien estaba recluido en el Metropolitan Correctional Center (MCC) de Chicago. Según dijo, Vicentillo escuchó una de mis entrevistas radiofónicas; escuchar la radio era uno de los pocos entretenimientos a los que tenía acceso en las medidas de máxima seguridad en las que estaba recluido.

El abogado mencionó que tenía un despacho en Tucson, Arizona, pero que era originario de Sinaloa, lo cual concordaba con el acento. Intentaba concentrarme en lo que me decía, pero realmente estaba inquieta por el tic de meterse la mano bajo el saco mientras hablaba. Por un instante pensé que el encuentro era una trampa.

“Me acaban de extirpar un tumor”, dijo cuando percibió mi inquietud y se levantó la camisa para dejar ver un vendaje. Le habían detectado cáncer y entendí que ésa había sido la primera cirugía. También yo tenía sobre mí una amenaza de muerte, aunque de otra índole.

Narró una historia increíble. Y vaya que había escuchado muchas historias extremas durante la investigación de Los señores del narco. El abogado me contó que, desde hacía años, al menos desde 1998, los miembros de la cúpula del Cartel de Sinaloa como el Mayo, el Chapo, Vicente Zambada Niebla y otros, tenían contacto directo con la DEA. Le daban información que la agencia usaba en operativos coordinados con el gobierno de México, principalmente la Marina, para arrestar a líderes y lugartenientes de los carteles enemigos. A cambio, la DEA les daba protección.

Muchas de las detenciones o los asesinatos de los cabecillas más notorios se habían dado en esas circunstancias: por ejemplo, Francisco Arellano Félix, integrante del Cartel de Tijuana, detenido en 2006, o Arturo Beltrán Leyva, líder del Cartel de los Beltrán Leyva, asesinado en 2009 durante un enfrentamiento con la Marina. Entre muchos otros.

Gaxiola había leído con interés mi libro, cuyo argumento principal era la complicidad del Cartel de Sinaloa con altos funcionarios del gobierno de México y algunas instituciones que durante años les han dado protección. “Usted tiene razón, pero las cosas son aún más graves, más complejas, van más allá”, me dijo.

En mi libro yo había hablado del caso Irán-Contra y cómo el gobierno americano, con tal de tener recursos para financiar a la Contra nicaragüense, que buscaba derrocar al gobierno de izquierda que estaba naciendo, había tolerado que la cia hiciera acuerdos a fines de los setenta y principios de los ochenta con los carteles colombianos y con las organizaciones mexicanas: en particular el Cartel de Medellín, encabezado por Pablo Escobar Gaviria, y el Cartel de Guadalajara, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo. El intercambio consistía en permitir que su droga llegara a Estados Unidos a cambio de que una parte de las ganancias llegaran a la Contra.

Apenas en diciembre de 2010 había estallado el escándalo de la operación Rápido y Furioso, realizada por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (atf), en la que el gobierno americano permitió la venta de armas a México para supuestamente descubrir las redes del tráfico de armamento, pero con eso ocasionó que más de 2 mil armas entraran ilegalmente en México y llegaran a las manos de los carteles de la droga. Principalmente al Cartel de Sinaloa.

El 15 de febrero de 2011 acababan de asesinar en una carretera de San Luis Potosí al agente estadounidense del ice Jaime Zapata, con un arma que había llegado a México a través de Rápido y Furioso. El caso estaba al rojo vivo.

Si era verdad lo que Gaxiola me decía, la historia sobre la relación del gobierno de Estados Unidos con el Cartel de Sinaloa —que según los propios americanos es el grupo de traficantes de drogas más importante del mundo— era un tema de interés público y por lo tanto de interés periodístico. Yo quería conocer el caso hasta el fondo.

Gaxiola me reveló esa misma noche en el restaurante que Vicentillo se había reunido con la DEA horas antes de su detención en 2009, en el hotel María Isabel Sheraton de la Ciudad de México, ubicado a un costado de la embajada de Estados Unidos. El encuentro era parte de los acuerdos entre el Cartel de Sinaloa y diversas agencias americanas.

Nos despedimos. Tenía que regresar de inmediato a México. Le dije que si tenía pruebas documentales de los acuerdos, o acciones judiciales, yo publicaría la historia y seguiría el caso hasta el final. No era de las periodistas que buscaba el escándalo de un día y luego otro, era una corredora de fondo, no de velocidad.

El 4 de marzo de 2011 fue la presentación de Los señores del narco en el galerón que entonces ocupaba el restaurante Mi Tierra, en el barrio La Villita, corazón de la comunidad mexicana en Chicago, haciendo alusión a la Villa de Guadalupe de la Ciudad de México. Ahí estuvo presente Gaxiola, y en esos días ocurrió el segundo de muchos otros encuentros que tuvimos durante cinco años consecutivos.

Recuerdo la primera audiencia del juicio de Vicentillo a la que asistí. Fue el 30 de marzo de 2011, en la sala número 2141 de la torre ubicada en Dearborn Street 219, en el centro de Chicago, donde está la sede de la Corte del Distrito Norte de Illinois. No había periodistas, la sala estaba semidesierta, sólo estaban algunos familiares de Vicentillo, el equipo de la fiscalía, agentes de la DEA y otros oficiales.

Ahí vi por primera vez a Vicentillo con el overol naranja, de ésos que usan los presos de alta peligrosidad. Por entonces él tenía 36 años, pero se veía muy demacrado. El uniforme le quedaba grandísimo, e incluso le daba un aire ridículo. Quizá por eso en su autorretrato se pintó como payaso, vestido con el uniforme carcelario, un gorro naranja, maquillaje en el rostro y una reluciente nariz roja, el cual es la ilustración que ocupa la portada de este libro.

Cuando vi ese meticuloso dibujo de Vicentillo me quedé impactada. El realismo impreso es una metáfora y una parodia del mundo en el que había nacido él. Príncipe y esclavo. Príncipe y payaso. Condenado, sin salida. Cuando dio el primer respiro de su existencia, su padre ya era el líder del Cartel de Sinaloa. Debajo de ese color rosado y blanco en el rostro, de la redonda bola como nariz y los labios negros, se veía el rostro de su padre, el Mayo, de quien heredó los rasgos.

A finales de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme.

Gaxiola siempre mostró preocupación de que alguien se enterara de nuestros encuentros y nos viera en público en Estados Unidos, siempre decía que todos me conocían. Él prefería reunirnos en los lugares más discretos posibles, en el metro de Chicago o en cafeterías anónimas. Una ocasión en que intentaba disuadirlo de esa idea estábamos en un café ubicado en la emblemática avenida Magnificent Mile, cuando algunos de los mexicanos que trabajaban en el sitio me pidieron tomarse una fotografía. “¿Ves lo que pasa?”, me dijo. Nuestras reuniones dejaron de ser en Chicago y comenzamos a vernos en distintos puntos de la Ciudad de México.

El abogado compartió conmigo documentos y hechos, sobre los cuales publiqué algunos reportajes que de una u otra manera tuvieron impacto en el juicio de Vicentillo y en las negociaciones con el gobierno de Estados Unidos. El hijo del Mayo quería hacer valer en su defensa el argumento de “autoridad pública”, señalando que, por medio de los acuerdos entre la DEA, el FBI y el ice con el Cartel de Sinaloa, estaba implícito un permiso para traficar, por lo cual no podían juzgarlo. Por supuesto, la fiscalía no aceptó ese argumento, no lo aceptaría jamás. En cambio, llegaron a otro convenio: Vicentillo se hizo testigo colaborador, es decir, reveló información sobre miembros del Cartel de Sinaloa que el gobierno de Estados Unidos usaría para iniciar procesos criminales y detenciones.

Mi primer artículo sobre el tema se publicó en marzo de 2011, “Más rápido y más furioso”. Ahí expuse los escritos que la defensa presentó ante la corte, donde se afirmaba que miembros del Cartel de Sinaloa habían llegado a acuerdos con autoridades americanas en los que ellos tendrían inmunidad a cambio de dar información de las organizaciones criminales enemigas. A este reportaje le siguieron muchos.

Sin embargo, la mayor parte de los datos y los documentos que Gaxiola me proporcionó en los encuentros, acumulados durante años, no los publiqué. Era información muy delicada que ponía en riesgo a Gaxiola, a su cliente y al proceso jurídico que estaba llevando. Se trataba de narraciones de Vicentillo que correspondían a su diario, escritos realizados por él y sus abogados durante las negociaciones para colaborar con el gobierno americano, en los que fue reconstruyendo su historia y la historia del Cartel de Sinaloa durante los últimos 20 años, y que comenzaba desde que los Arellano Félix intentaron asesinarlo por primera vez.

Había hojas sueltas, algunas escritas a mano de su puño y letra. Otros papeles estaban transcritos a máquina, traducidos al inglés, como parte del trabajo de Vicentillo con sus abogados de defensa. Y había un escrito muy amplio, de 30 páginas, el cual es una de las primeras declaraciones formales que hizo el 12 de julio de 2012:

Esta declaración es un preciso y verdadero resumen de lo mejor que recuerdo. Sin embargo, este resumen contenido en esta declaración representa sólo una pequeña parte de mi conocimiento de los temas contenidos aquí. Esta declaración no describe todo lo que conozco acerca de la gente y eventos que describo y también poseo información adicional de otra gente y otros eventos que no están descritos .

Desde que he estado cooperando con el gobierno de Estados Unidos, el gobierno me ha dado ayuda para reubicar a ciertos miembros de mi familia de México en Estados Unidos. Sé que mi familia estaría en un gran peligro de ser asesinados si cierta gente de la que he hablado hoy se entera de que yo estoy colaborando. Hasta donde yo sé, nadie de los que he hablado hoy sabe dónde vive mi familia y que estoy bajo custodia protectora.

Por medio de esos escritos de Vicentillo se revelaban los secretos del Cartel de Sinaloa y algunos de su padre. No era una historia que llegaba sólo a la epidermis, sino que, como bisturí, entraba, cortaba y diseccionaba cada parte de la anatomía de la que es considerada la organización de tráfico de drogas más importante del mundo, con presencia en prácticamente 70% del planeta. Vicentillo hablaba de quiénes eran en ese momento los socios más importantes de su padre, o los competidores. Sicarios, lugartenientes, cómo movían la droga, cómo sobornaban a todo el gobierno de México.

Hay dos frases escritas muy significativas: “El 99% de la pgr son corruptos, no hay siquiera uno que no tome dinero”; así como una que le escuchó decir a su padre: “Trabajamos para el gobierno, nos traen a la carrera y aparte trabajando para ellos”. Esas frases me resuenan constantemente, más cuando se ven operativos como el del arresto de Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo, ocurrido en octubre de 2019, quien tiene cargos criminales en Estados Unidos. Lo tenían ya detenido y lo dejaron ir con la justificación de que sus huestes habían superado al Estado. A través de los escritos de Vicentillo se entiende que eso no fue un accidente o casualidad.

A la par, las narraciones del hijo del Mayo dejaban ver su inteligencia, su tristeza y a veces su ironía mordaz. Su anhelo de ser libre, su conflicto interno de pertenecer al cartel y a la vez repudiarlo. De amar a su padre y querer estar cerca y al mismo tiempo darse cuenta de que cada día se transformaba en un criminal como él. El Mayo decidió convertirse en narcotraficante, mientras que Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas, más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes, el llamado Señor de los Cielos.

Gaxiola me puso una condición para compartir conmigo esa información, y la respeté como respeto mis acuerdos con otras fuentes de información. Aún más porque entendí la magnitud de la historia para él y para Vicentillo. Me pidió que no publicara nada de los documentos escritos por Vicentillo sobre el funcionamiento del cartel y sus integrantes, y toda la información que estaba soltando al gobierno americano, hasta que él hubiera muerto. El abogado vivía con la certeza de que el cáncer al final lo vencería. Mientras que yo aún tenía la posibilidad de salvar mi vida.

Durante los cinco años en que tuvimos comunicación, Gaxiola frecuentó al Mayo y al Chapo, a este último lo vio hasta febrero de 2014, cuando lo aprehendieron en Mazatlán. Mucha de la información que me dio provenía directamente de las conversaciones con ellos. También se la daba a Vicentillo, quien a su vez la transmitía al gobierno de Estados Unidos.

En aquellos años, cuando se llegaba a propagar información en los medios sobre una supuesta recaptura de Guzmán Loera, le llamaba al abogado. Todas las veces que él me dijo con certeza que el Chapo seguía en libertad, nunca se equivocó: “A menos que tenga el don de la ubicuidad y haya podido estar conmigo y en otro lugar al mismo tiempo...”, bromeaba.

Los atentados contra mí y contra mi familia me obligaron a salir de México en 2014. Me fui a la Universidad de California en Berkeley, donde estuve dos años como fellow en el Programa de Periodismo de Investigación. Ahí comencé la investigación sobre los 43 estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

Mi último encuentro con Fernando Gaxiola fue el 20 de mayo de 2015. Estaba absorta justo por el trabajo sobre la desaparición de los normalistas. El caso había indignado mucho a Gaxiola porque en el fondo él tenía alma de idealista, de izquierda. Creía en la justicia, en la lucha social. También estoy convencida de que creía en el poder de la verdad. La verdad al servicio de los demás. Me llamó varias veces durante ese año, me pidió que fuera a verlo lo antes posible porque le quedaba poco tiempo de vida. Quería terminar de contarme, quería terminar de darme documentos, escritos.

El Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes.

En ese último encuentro hablamos durante varias horas, tomé apuntes. Me pidió que diera a conocer la historia porque estaba convencido de que así la gente podría entender qué es el Cartel de Sinaloa en realidad, de qué materia está hecho, de dónde emana su poder. Así la gente podría entender que muchas historias que dicen los gobiernos americano y mexicano son falacias. Su familia no tenía ningún conocimiento del contenido de nuestras reuniones

Cumplí. He esperado todo este tiempo. Sacrifiqué la inmediatez de la noticia presurosa, sensacionalista, por la profundidad que da la investigación y el paso del tiempo, para compartir este relato que espero que aporte a un entendimiento mucho más grande de la dimensión del Cartel de Sinaloa y las consecuencias masivas que ha tenido para México y el mundo.

Quiero llevar de la mano a quien lea este libro a ese mundo que conocí desde la primera fila, de manera silenciosa, solitaria, para que saque sus propias conclusiones de lo que representa el Cartel de Sinaloa, tal vez como un símbolo brutal del mundo en el que vivimos.

Mientras esperé el tiempo oportuno para publicar la historia, algunos de los criminales mencionados por Vicentillo en sus notas fueron detenidos, no fui un obstáculo para que se hicieran las investigaciones. Otros siguen libres.

Esperé incluso a que se llevara a cabo el juicio contra Joaquín Guzmán Loera en Nueva York. Sus abogados me contactaron, pidieron reunirse conmigo porque sabían que tenía información sobre Vicentillo, no sé cómo, quizás el Chapo se los dijo, pues él participó en varias de las reuniones de Gaxiola con el Mayo. El encuentro no se llevó a cabo.

También esperé a que el 30 de mayo de 2019 le dictaran sentencia a Vicentillo. En vez de la cadena perpetua recetada en Nueva York a su compadre Chapo, a él le dieron 14 años, y muy probablemente por el tiempo que ya había estado en prisión, suma de beneficios por buena conducta y otras consideraciones, ya esté en libertad.

A fines de noviembre de 2015 recibí la noticia de que Fernando Gaxiola había muerto, y fui a su funeral. No era sólo una fuente de información, sino que se había convertido en un amigo. Lamenté su muerte. Supe que el hijo del Mayo llamó por teléfono para dar condolencias a la familia. Y por la relación que entendí que se había creado entre ellos, pienso que también para él fue una pérdida sensible.

En mayo de 2019 me encontré con el abogado penalista Stephen G. Ralls en su oficina de Tucson. Él es representante legal de Jesús Beltrán, coacusado de Vicente Zambada Niebla en la Corte Federal del Distrito Norte de Illinois, y fue abogado de Sandra Ávila Beltrán en su proceso en Estados Unidos, entre muchos otros clientes de ese perfil.

Ralls fue amigo y colega de Fernando Gaxiola durante décadas. Así que quise hablar con él para entender mejor el legado de Fernando. Estudiaron juntosleyes en 1979 en la Universidad de Arizona en Tucson. Se hicieron muy amigos, sus familias convivieron por muchos años, y también sus hijos entablaron amistad. Ralls me dijo que Fernando era un hombre con ideas socialistas, defendía en su despacho a muchas personas sin recursos que estaban en riesgo de deportación, era principalmente un abogado civil.

“Fernando era una persona inteligente, hablaba muy claro, no decía una cosa y luego cambiaba de opinión. Era muy directo en su forma de hablar. Hablaba mucho, pero siempre que hablaba lo hacía diciendo la verdad. Apoyaba a grupos de chicanos, por vocación ayudaba a la gente más necesitada. A Fernando le gustaba ayudar a la gente, ése era su carácter. Nunca, que yo sepa, ha sido señalado por alguna irregularidad, fue una persona muy recta, nunca se le acusó de malas prácticas”.

Ralls me platicó que la última vez que lo vio fue en la Corte Superior. “He tenido una buena vida, no he tenido ninguna razón para pensar que no ha sido una buena vida, pero no me queda mucho tiempo, no hay remedio para mí”, le habría dicho Gaxiola.

“El trabajo de Fernando como abogado fue clave en el grupo de defensa [de Vicentillo] y en el acuerdo al que llegaron con la fiscalía. Pasó muchas horas trabajando en el caso”. Esto es lo que me contó Ralls. No sé lo que podrán decir otros de Fernando Gaxiola, yo sé que conocí a un hombre que asumió el riesgo de compartir conmigo esta historia que de ninguna otra manera hubiera podido conocer. Y que era su deseo que se hiciera pública porquela sociedad tiene derecho a saber.

La historia que presento en el libro es el relato contado por el propio Vicente Zambada Niebla a través de sus escritos. Su voz es mayoritariamente literal, sólo hice algunas correcciones a su sintaxis y en el orden narrativo para ajustar la secuencia en una línea temporal. El relato del capo júnior está enriquecido con el testimonio que me dio Gaxiola en nuestras conversaciones. Él habló directamente con Vicentillo y el Mayo durante cinco años. Son sus voces quienes conducen principalmente la narración. En un tercer plano está mi voz, con el propósito de dar contexto a lo señalado por ellos dos, y para sumar los resultados de la investigación que hice de forma paralela durante los últimos nueve años con el propósito de confirmar o ampliar la información.

A través de esas voces se devela el rostro y perfil del verdadero jefe de las drogas en México en el último medio siglo, el verdadero rey del narcotráfico que nunca ha pisado la cárcel. El hombre de 70 años que desde su trono ha visto caer amigos, enemigos, proveedores, socios, competidores, familiares, empleados del gobierno y hasta sus propios hijos, sin que eso haya hecho alguna mella en su poder: Ismael Zambada García, el Mayo.

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El abogado del capo

El abogado del capo

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2020
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El traidor es uno de los trabajos periodísticos más ambiciosos de la periodista mexicana Anabel Hernández. Su historia se remonta a 2011 cuando la contactó uno de los abogados de Vicente Zambada Niebla, mejor conocido como Vicentillo, quien enfrentaba un juicio en una corte de Chicago. Este es un adelanto del libro publicado por Grijalbo.

Era un frío y convulsivo mes de enero de 2011 cuando él me buscó. Hacía un mes había publicado Los señores del narco, que al poco tiempo de salir a la venta ya iba en su tercera reimpresión. El libro estaba causando polémica e incomodidad en el gobierno, en los círculos empresariales y en los mismos carteles de la droga. Incluso su protagonista, Joaquín el Chapo Guzmán, lo había leído, según me diría años después su compañera sentimental Emma Coronel.

El retrato que hice del Chapo era un pretexto para narrar lo que había detrás de la impunidad de los integrantes del Cartel de Sinaloa, en particular, y detrás de la llamada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón, en general. Desde el primer capítulo, “Un pobre diablo”, quise perfilar la dimensión del capo y el mito. Todos le achacaban ser el narcotraficante más poderoso de todos los tiempos. La mente siniestra detrás de la violencia. El fantasma imposible de atrapar porque se desvanecía en cada intento. Pero yo encontré a otro personaje. Sí, un narcotraficante importante, con ingenio, creatividad, audaz, pero sin la inteligencia o el temperamento que se requería para ser el “jefe de jefes” durante el último siglo de narcotráfico en México.

El libro de Los señores del narco fue el resultado de cinco años de investigación periodística independiente, sin prejuicios. Cientos de asesinatos se iban acumulando año con año hasta volverse miles en todo el país, lo cual era terrible. Pero quería ir más allá, saber qué era lo que permitía que eso sucediera, cuál era la historia de esa descomposición y quiénes eran los responsables. Cuando investigué la historia del Chapo, cuando hablé con las personas que lo conocían, con integrantes de otros carteles, con gente de áreas de inteligencia de los gobiernos estadounidense y mexicano, me pareció que era un personaje inflado con el propósito de que las autoridades disfrazaran la corrupción que había detrás de su falta de voluntad para arrestar al que se supone era el fugitivo número uno.

Nunca quise escribir una historia de narcos, como tampoco quiero hacerlo ahora. Por medio de este viaje, que muchas veces implicó llegar hasta el infierno, la intención era compartir la ventana por la que pude asomarme, para conocer y documentar la complicidad que existía desde hacía décadas entre funcionarios públicos, políticos, empresarios, fuerzas del orden y carteles de la droga, e ir más allá de los retratos pintorescos que parecen hablar sólo de casos aislados.

Aunque las críticas a Los señores del narco iban bien, las cosas para mí se estaban tornando muy complicadas. Recién se publicaron los primeros adelantos de mi libro, se exacerbaron los ánimos del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y los de su equipo más cercano, colaboradores corruptos a los que mencioné como parte de los servidores públicos que estaban al servicio del Cartel de Sinaloa desde el sexenio de Vicente Fox.

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Felipe Calderón tampoco estaba contento. Documenté que su llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006, luego de haber llegado a la presidencia con el tufo de fraude electoral, era una farsa. Todos los documentos internos del gobierno a los que tuve acceso, los informantes de los diversos carteles y de instituciones oficiales lo confirmaban.

A fines de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme. Esa advertencia fue precedida por varios atentados contra mi familia, fuentes de información, contra mí, contra mi casa. Un infierno. Hace pocos meses un funcionario del gobierno americano me dijo que ellos habían confirmado que García Luna y su gente habían hecho un complot para matarme.

En noviembre de 2017 se entregó a la justicia americana un alto mando policiaco, Iván Reyes Arzate, quien fungió como enlace de inteligencia entre las agencias estadounidenses y la Policía Federal durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto. Formaba parte del equipo de García Luna desde la Agencia Federal de Investigaciones (2001-2007), luego lo siguió a la Secretaría de Seguridad Pública, donde llegó al nivel de director general de la División de Drogas de la Policía Federal; ahí se quedó incrustado hasta 2017, como muchos otros miembros del equipo corrupto. En noviembre de 2018 fue sentenciado culpable en la Corte del Distrito Norte de Illinois porque “abusó de su posición de confianza y conspiró con una organización internacional de narcotráfico de alto nivel para su propio beneficio, al hacerlo, violó un deber para con la sociedad de los Estados Unidos, México y con los agentes de la DEA para los que trabajaba”. En la audiencia en la cual se determinó su culpabilidad, declaró que además de él, Genaro García Luna y otros mandos recibían de manera rutinaria sobornos del Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva: millones de dólares que se repartían entre todos. La caída de Reyes Arzate fue apenas el comienzo.

Ése era el contexto cuando aquel día de enero de 2011 me informaron que el abogado Fernando Gaxiola, representante de un narcotraficante, quería contactarme y reunirse conmigo. Él me había buscado por medio de un programa de radio donde se había transmitido una de mis entrevistas sobre Los señores del narco. El abogado advirtió que el encuentro no podía ser en México, porque ahí yo llamaba mucho la atención, y propuso que se llevara a cabo en Chicago, en un lugar discreto. En México yo vivía con escoltas las 24 horas, lo cual hacía muy difícil continuar mi trabajo de periodista. Yo no los quería, pero tampoco podía vivir sin ellos. Eran tiempos particularmente adversos. No mencionaré sus nombres, pero me consta, por lo que vivimos juntos, que muchos de ellos realmente protegieron mi vida y la de mi familia, y les estaré agradecida por siempre.

En esas circunstancias, tuve que reinventarme, y una parte del proceso fue viajar a Chicago y acudir a esa cita. Si con el plan de asesinarme querían cerrarme la puerta para seguir con mis investigaciones, yo debía abrir una ventana.

La hermosa ciudad atravesada por el río Chicago, otrora dominio del gánster italoamericano Al Capone, se convirtió en la sede de una silenciosa historia que cambiaría para siempre el rumbo de los carteles de la droga en México. Y estuve ahí, en primera fila, como testigo .

Mi primer encuentro con el abogado Fernando Gaxiola fue a ciegas, en un restaurante cercano al Aeropuerto Internacional O’Hare, el 25 de febrero de 2011. El lugar era de cortes finos de carne, y como es típico de estos sitios en Estados Unidos, todo estaba a media luz. No conocía al abogado, así que no tenía idea de su aspecto físico. Lo esperé unos minutos en el lugar sin saber si ya estaba ahí, si me estaban espiando. Cuando él llegó me reconoció.

El abogado me contó que al menos desde 1998 el Cartel de Sinaloa tenía contacto directo con la DEA: daba información a cambio de protección.

Gaxiola medía como 1.75 de estatura, era de complexión media, tez blanca y rondaba los 60 años de edad. Tenía la apariencia de un americano, pero su español estaba impregnado del acento sinaloense. Fue amable, sonriente. Me llamó la atención que de modo insistente se llevaba la mano a un costado del estómago, debajo del saco. Las repetidas veces que lo hizo me pusieron un poco nerviosa.

Comenzamos a conversar. Dijo que era abogado de Vicente Zambada Niebla, hijo de Ismael Zambada García, alias el Mayo, a quien yo había mencionado en Los señores del narco como el poder detrás del trono en el Cartel de Sinaloa. Vicentillo, como lo llama el gobierno americano en la acusación criminal abierta en su contra, había sido detenido en la Ciudad de México el 18 de marzo de 2009, al ejecutarse una orden de aprehensión con fines de extradición a Estados Unidos, a donde lo enviaron en febrero de 2010. En ese momento se estaban haciendo los preparativos en la Corte del Distrito Norte de Illinois para iniciar su juicio.

Gaxiola me dijo que me buscaba a petición de su cliente, quien estaba recluido en el Metropolitan Correctional Center (MCC) de Chicago. Según dijo, Vicentillo escuchó una de mis entrevistas radiofónicas; escuchar la radio era uno de los pocos entretenimientos a los que tenía acceso en las medidas de máxima seguridad en las que estaba recluido.

El abogado mencionó que tenía un despacho en Tucson, Arizona, pero que era originario de Sinaloa, lo cual concordaba con el acento. Intentaba concentrarme en lo que me decía, pero realmente estaba inquieta por el tic de meterse la mano bajo el saco mientras hablaba. Por un instante pensé que el encuentro era una trampa.

“Me acaban de extirpar un tumor”, dijo cuando percibió mi inquietud y se levantó la camisa para dejar ver un vendaje. Le habían detectado cáncer y entendí que ésa había sido la primera cirugía. También yo tenía sobre mí una amenaza de muerte, aunque de otra índole.

Narró una historia increíble. Y vaya que había escuchado muchas historias extremas durante la investigación de Los señores del narco. El abogado me contó que, desde hacía años, al menos desde 1998, los miembros de la cúpula del Cartel de Sinaloa como el Mayo, el Chapo, Vicente Zambada Niebla y otros, tenían contacto directo con la DEA. Le daban información que la agencia usaba en operativos coordinados con el gobierno de México, principalmente la Marina, para arrestar a líderes y lugartenientes de los carteles enemigos. A cambio, la DEA les daba protección.

Muchas de las detenciones o los asesinatos de los cabecillas más notorios se habían dado en esas circunstancias: por ejemplo, Francisco Arellano Félix, integrante del Cartel de Tijuana, detenido en 2006, o Arturo Beltrán Leyva, líder del Cartel de los Beltrán Leyva, asesinado en 2009 durante un enfrentamiento con la Marina. Entre muchos otros.

Gaxiola había leído con interés mi libro, cuyo argumento principal era la complicidad del Cartel de Sinaloa con altos funcionarios del gobierno de México y algunas instituciones que durante años les han dado protección. “Usted tiene razón, pero las cosas son aún más graves, más complejas, van más allá”, me dijo.

En mi libro yo había hablado del caso Irán-Contra y cómo el gobierno americano, con tal de tener recursos para financiar a la Contra nicaragüense, que buscaba derrocar al gobierno de izquierda que estaba naciendo, había tolerado que la cia hiciera acuerdos a fines de los setenta y principios de los ochenta con los carteles colombianos y con las organizaciones mexicanas: en particular el Cartel de Medellín, encabezado por Pablo Escobar Gaviria, y el Cartel de Guadalajara, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo. El intercambio consistía en permitir que su droga llegara a Estados Unidos a cambio de que una parte de las ganancias llegaran a la Contra.

Apenas en diciembre de 2010 había estallado el escándalo de la operación Rápido y Furioso, realizada por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (atf), en la que el gobierno americano permitió la venta de armas a México para supuestamente descubrir las redes del tráfico de armamento, pero con eso ocasionó que más de 2 mil armas entraran ilegalmente en México y llegaran a las manos de los carteles de la droga. Principalmente al Cartel de Sinaloa.

El 15 de febrero de 2011 acababan de asesinar en una carretera de San Luis Potosí al agente estadounidense del ice Jaime Zapata, con un arma que había llegado a México a través de Rápido y Furioso. El caso estaba al rojo vivo.

Si era verdad lo que Gaxiola me decía, la historia sobre la relación del gobierno de Estados Unidos con el Cartel de Sinaloa —que según los propios americanos es el grupo de traficantes de drogas más importante del mundo— era un tema de interés público y por lo tanto de interés periodístico. Yo quería conocer el caso hasta el fondo.

Gaxiola me reveló esa misma noche en el restaurante que Vicentillo se había reunido con la DEA horas antes de su detención en 2009, en el hotel María Isabel Sheraton de la Ciudad de México, ubicado a un costado de la embajada de Estados Unidos. El encuentro era parte de los acuerdos entre el Cartel de Sinaloa y diversas agencias americanas.

Nos despedimos. Tenía que regresar de inmediato a México. Le dije que si tenía pruebas documentales de los acuerdos, o acciones judiciales, yo publicaría la historia y seguiría el caso hasta el final. No era de las periodistas que buscaba el escándalo de un día y luego otro, era una corredora de fondo, no de velocidad.

El 4 de marzo de 2011 fue la presentación de Los señores del narco en el galerón que entonces ocupaba el restaurante Mi Tierra, en el barrio La Villita, corazón de la comunidad mexicana en Chicago, haciendo alusión a la Villa de Guadalupe de la Ciudad de México. Ahí estuvo presente Gaxiola, y en esos días ocurrió el segundo de muchos otros encuentros que tuvimos durante cinco años consecutivos.

Recuerdo la primera audiencia del juicio de Vicentillo a la que asistí. Fue el 30 de marzo de 2011, en la sala número 2141 de la torre ubicada en Dearborn Street 219, en el centro de Chicago, donde está la sede de la Corte del Distrito Norte de Illinois. No había periodistas, la sala estaba semidesierta, sólo estaban algunos familiares de Vicentillo, el equipo de la fiscalía, agentes de la DEA y otros oficiales.

Ahí vi por primera vez a Vicentillo con el overol naranja, de ésos que usan los presos de alta peligrosidad. Por entonces él tenía 36 años, pero se veía muy demacrado. El uniforme le quedaba grandísimo, e incluso le daba un aire ridículo. Quizá por eso en su autorretrato se pintó como payaso, vestido con el uniforme carcelario, un gorro naranja, maquillaje en el rostro y una reluciente nariz roja, el cual es la ilustración que ocupa la portada de este libro.

Cuando vi ese meticuloso dibujo de Vicentillo me quedé impactada. El realismo impreso es una metáfora y una parodia del mundo en el que había nacido él. Príncipe y esclavo. Príncipe y payaso. Condenado, sin salida. Cuando dio el primer respiro de su existencia, su padre ya era el líder del Cartel de Sinaloa. Debajo de ese color rosado y blanco en el rostro, de la redonda bola como nariz y los labios negros, se veía el rostro de su padre, el Mayo, de quien heredó los rasgos.

A finales de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme.

Gaxiola siempre mostró preocupación de que alguien se enterara de nuestros encuentros y nos viera en público en Estados Unidos, siempre decía que todos me conocían. Él prefería reunirnos en los lugares más discretos posibles, en el metro de Chicago o en cafeterías anónimas. Una ocasión en que intentaba disuadirlo de esa idea estábamos en un café ubicado en la emblemática avenida Magnificent Mile, cuando algunos de los mexicanos que trabajaban en el sitio me pidieron tomarse una fotografía. “¿Ves lo que pasa?”, me dijo. Nuestras reuniones dejaron de ser en Chicago y comenzamos a vernos en distintos puntos de la Ciudad de México.

El abogado compartió conmigo documentos y hechos, sobre los cuales publiqué algunos reportajes que de una u otra manera tuvieron impacto en el juicio de Vicentillo y en las negociaciones con el gobierno de Estados Unidos. El hijo del Mayo quería hacer valer en su defensa el argumento de “autoridad pública”, señalando que, por medio de los acuerdos entre la DEA, el FBI y el ice con el Cartel de Sinaloa, estaba implícito un permiso para traficar, por lo cual no podían juzgarlo. Por supuesto, la fiscalía no aceptó ese argumento, no lo aceptaría jamás. En cambio, llegaron a otro convenio: Vicentillo se hizo testigo colaborador, es decir, reveló información sobre miembros del Cartel de Sinaloa que el gobierno de Estados Unidos usaría para iniciar procesos criminales y detenciones.

Mi primer artículo sobre el tema se publicó en marzo de 2011, “Más rápido y más furioso”. Ahí expuse los escritos que la defensa presentó ante la corte, donde se afirmaba que miembros del Cartel de Sinaloa habían llegado a acuerdos con autoridades americanas en los que ellos tendrían inmunidad a cambio de dar información de las organizaciones criminales enemigas. A este reportaje le siguieron muchos.

Sin embargo, la mayor parte de los datos y los documentos que Gaxiola me proporcionó en los encuentros, acumulados durante años, no los publiqué. Era información muy delicada que ponía en riesgo a Gaxiola, a su cliente y al proceso jurídico que estaba llevando. Se trataba de narraciones de Vicentillo que correspondían a su diario, escritos realizados por él y sus abogados durante las negociaciones para colaborar con el gobierno americano, en los que fue reconstruyendo su historia y la historia del Cartel de Sinaloa durante los últimos 20 años, y que comenzaba desde que los Arellano Félix intentaron asesinarlo por primera vez.

Había hojas sueltas, algunas escritas a mano de su puño y letra. Otros papeles estaban transcritos a máquina, traducidos al inglés, como parte del trabajo de Vicentillo con sus abogados de defensa. Y había un escrito muy amplio, de 30 páginas, el cual es una de las primeras declaraciones formales que hizo el 12 de julio de 2012:

Esta declaración es un preciso y verdadero resumen de lo mejor que recuerdo. Sin embargo, este resumen contenido en esta declaración representa sólo una pequeña parte de mi conocimiento de los temas contenidos aquí. Esta declaración no describe todo lo que conozco acerca de la gente y eventos que describo y también poseo información adicional de otra gente y otros eventos que no están descritos .

Desde que he estado cooperando con el gobierno de Estados Unidos, el gobierno me ha dado ayuda para reubicar a ciertos miembros de mi familia de México en Estados Unidos. Sé que mi familia estaría en un gran peligro de ser asesinados si cierta gente de la que he hablado hoy se entera de que yo estoy colaborando. Hasta donde yo sé, nadie de los que he hablado hoy sabe dónde vive mi familia y que estoy bajo custodia protectora.

Por medio de esos escritos de Vicentillo se revelaban los secretos del Cartel de Sinaloa y algunos de su padre. No era una historia que llegaba sólo a la epidermis, sino que, como bisturí, entraba, cortaba y diseccionaba cada parte de la anatomía de la que es considerada la organización de tráfico de drogas más importante del mundo, con presencia en prácticamente 70% del planeta. Vicentillo hablaba de quiénes eran en ese momento los socios más importantes de su padre, o los competidores. Sicarios, lugartenientes, cómo movían la droga, cómo sobornaban a todo el gobierno de México.

Hay dos frases escritas muy significativas: “El 99% de la pgr son corruptos, no hay siquiera uno que no tome dinero”; así como una que le escuchó decir a su padre: “Trabajamos para el gobierno, nos traen a la carrera y aparte trabajando para ellos”. Esas frases me resuenan constantemente, más cuando se ven operativos como el del arresto de Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo, ocurrido en octubre de 2019, quien tiene cargos criminales en Estados Unidos. Lo tenían ya detenido y lo dejaron ir con la justificación de que sus huestes habían superado al Estado. A través de los escritos de Vicentillo se entiende que eso no fue un accidente o casualidad.

A la par, las narraciones del hijo del Mayo dejaban ver su inteligencia, su tristeza y a veces su ironía mordaz. Su anhelo de ser libre, su conflicto interno de pertenecer al cartel y a la vez repudiarlo. De amar a su padre y querer estar cerca y al mismo tiempo darse cuenta de que cada día se transformaba en un criminal como él. El Mayo decidió convertirse en narcotraficante, mientras que Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas, más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes, el llamado Señor de los Cielos.

Gaxiola me puso una condición para compartir conmigo esa información, y la respeté como respeto mis acuerdos con otras fuentes de información. Aún más porque entendí la magnitud de la historia para él y para Vicentillo. Me pidió que no publicara nada de los documentos escritos por Vicentillo sobre el funcionamiento del cartel y sus integrantes, y toda la información que estaba soltando al gobierno americano, hasta que él hubiera muerto. El abogado vivía con la certeza de que el cáncer al final lo vencería. Mientras que yo aún tenía la posibilidad de salvar mi vida.

Durante los cinco años en que tuvimos comunicación, Gaxiola frecuentó al Mayo y al Chapo, a este último lo vio hasta febrero de 2014, cuando lo aprehendieron en Mazatlán. Mucha de la información que me dio provenía directamente de las conversaciones con ellos. También se la daba a Vicentillo, quien a su vez la transmitía al gobierno de Estados Unidos.

En aquellos años, cuando se llegaba a propagar información en los medios sobre una supuesta recaptura de Guzmán Loera, le llamaba al abogado. Todas las veces que él me dijo con certeza que el Chapo seguía en libertad, nunca se equivocó: “A menos que tenga el don de la ubicuidad y haya podido estar conmigo y en otro lugar al mismo tiempo...”, bromeaba.

Los atentados contra mí y contra mi familia me obligaron a salir de México en 2014. Me fui a la Universidad de California en Berkeley, donde estuve dos años como fellow en el Programa de Periodismo de Investigación. Ahí comencé la investigación sobre los 43 estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

Mi último encuentro con Fernando Gaxiola fue el 20 de mayo de 2015. Estaba absorta justo por el trabajo sobre la desaparición de los normalistas. El caso había indignado mucho a Gaxiola porque en el fondo él tenía alma de idealista, de izquierda. Creía en la justicia, en la lucha social. También estoy convencida de que creía en el poder de la verdad. La verdad al servicio de los demás. Me llamó varias veces durante ese año, me pidió que fuera a verlo lo antes posible porque le quedaba poco tiempo de vida. Quería terminar de contarme, quería terminar de darme documentos, escritos.

El Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes.

En ese último encuentro hablamos durante varias horas, tomé apuntes. Me pidió que diera a conocer la historia porque estaba convencido de que así la gente podría entender qué es el Cartel de Sinaloa en realidad, de qué materia está hecho, de dónde emana su poder. Así la gente podría entender que muchas historias que dicen los gobiernos americano y mexicano son falacias. Su familia no tenía ningún conocimiento del contenido de nuestras reuniones

Cumplí. He esperado todo este tiempo. Sacrifiqué la inmediatez de la noticia presurosa, sensacionalista, por la profundidad que da la investigación y el paso del tiempo, para compartir este relato que espero que aporte a un entendimiento mucho más grande de la dimensión del Cartel de Sinaloa y las consecuencias masivas que ha tenido para México y el mundo.

Quiero llevar de la mano a quien lea este libro a ese mundo que conocí desde la primera fila, de manera silenciosa, solitaria, para que saque sus propias conclusiones de lo que representa el Cartel de Sinaloa, tal vez como un símbolo brutal del mundo en el que vivimos.

Mientras esperé el tiempo oportuno para publicar la historia, algunos de los criminales mencionados por Vicentillo en sus notas fueron detenidos, no fui un obstáculo para que se hicieran las investigaciones. Otros siguen libres.

Esperé incluso a que se llevara a cabo el juicio contra Joaquín Guzmán Loera en Nueva York. Sus abogados me contactaron, pidieron reunirse conmigo porque sabían que tenía información sobre Vicentillo, no sé cómo, quizás el Chapo se los dijo, pues él participó en varias de las reuniones de Gaxiola con el Mayo. El encuentro no se llevó a cabo.

También esperé a que el 30 de mayo de 2019 le dictaran sentencia a Vicentillo. En vez de la cadena perpetua recetada en Nueva York a su compadre Chapo, a él le dieron 14 años, y muy probablemente por el tiempo que ya había estado en prisión, suma de beneficios por buena conducta y otras consideraciones, ya esté en libertad.

A fines de noviembre de 2015 recibí la noticia de que Fernando Gaxiola había muerto, y fui a su funeral. No era sólo una fuente de información, sino que se había convertido en un amigo. Lamenté su muerte. Supe que el hijo del Mayo llamó por teléfono para dar condolencias a la familia. Y por la relación que entendí que se había creado entre ellos, pienso que también para él fue una pérdida sensible.

En mayo de 2019 me encontré con el abogado penalista Stephen G. Ralls en su oficina de Tucson. Él es representante legal de Jesús Beltrán, coacusado de Vicente Zambada Niebla en la Corte Federal del Distrito Norte de Illinois, y fue abogado de Sandra Ávila Beltrán en su proceso en Estados Unidos, entre muchos otros clientes de ese perfil.

Ralls fue amigo y colega de Fernando Gaxiola durante décadas. Así que quise hablar con él para entender mejor el legado de Fernando. Estudiaron juntosleyes en 1979 en la Universidad de Arizona en Tucson. Se hicieron muy amigos, sus familias convivieron por muchos años, y también sus hijos entablaron amistad. Ralls me dijo que Fernando era un hombre con ideas socialistas, defendía en su despacho a muchas personas sin recursos que estaban en riesgo de deportación, era principalmente un abogado civil.

“Fernando era una persona inteligente, hablaba muy claro, no decía una cosa y luego cambiaba de opinión. Era muy directo en su forma de hablar. Hablaba mucho, pero siempre que hablaba lo hacía diciendo la verdad. Apoyaba a grupos de chicanos, por vocación ayudaba a la gente más necesitada. A Fernando le gustaba ayudar a la gente, ése era su carácter. Nunca, que yo sepa, ha sido señalado por alguna irregularidad, fue una persona muy recta, nunca se le acusó de malas prácticas”.

Ralls me platicó que la última vez que lo vio fue en la Corte Superior. “He tenido una buena vida, no he tenido ninguna razón para pensar que no ha sido una buena vida, pero no me queda mucho tiempo, no hay remedio para mí”, le habría dicho Gaxiola.

“El trabajo de Fernando como abogado fue clave en el grupo de defensa [de Vicentillo] y en el acuerdo al que llegaron con la fiscalía. Pasó muchas horas trabajando en el caso”. Esto es lo que me contó Ralls. No sé lo que podrán decir otros de Fernando Gaxiola, yo sé que conocí a un hombre que asumió el riesgo de compartir conmigo esta historia que de ninguna otra manera hubiera podido conocer. Y que era su deseo que se hiciera pública porquela sociedad tiene derecho a saber.

La historia que presento en el libro es el relato contado por el propio Vicente Zambada Niebla a través de sus escritos. Su voz es mayoritariamente literal, sólo hice algunas correcciones a su sintaxis y en el orden narrativo para ajustar la secuencia en una línea temporal. El relato del capo júnior está enriquecido con el testimonio que me dio Gaxiola en nuestras conversaciones. Él habló directamente con Vicentillo y el Mayo durante cinco años. Son sus voces quienes conducen principalmente la narración. En un tercer plano está mi voz, con el propósito de dar contexto a lo señalado por ellos dos, y para sumar los resultados de la investigación que hice de forma paralela durante los últimos nueve años con el propósito de confirmar o ampliar la información.

A través de esas voces se devela el rostro y perfil del verdadero jefe de las drogas en México en el último medio siglo, el verdadero rey del narcotráfico que nunca ha pisado la cárcel. El hombre de 70 años que desde su trono ha visto caer amigos, enemigos, proveedores, socios, competidores, familiares, empleados del gobierno y hasta sus propios hijos, sin que eso haya hecho alguna mella en su poder: Ismael Zambada García, el Mayo.

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El abogado del capo

El abogado del capo

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El traidor es uno de los trabajos periodísticos más ambiciosos de la periodista mexicana Anabel Hernández. Su historia se remonta a 2011 cuando la contactó uno de los abogados de Vicente Zambada Niebla, mejor conocido como Vicentillo, quien enfrentaba un juicio en una corte de Chicago. Este es un adelanto del libro publicado por Grijalbo.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Era un frío y convulsivo mes de enero de 2011 cuando él me buscó. Hacía un mes había publicado Los señores del narco, que al poco tiempo de salir a la venta ya iba en su tercera reimpresión. El libro estaba causando polémica e incomodidad en el gobierno, en los círculos empresariales y en los mismos carteles de la droga. Incluso su protagonista, Joaquín el Chapo Guzmán, lo había leído, según me diría años después su compañera sentimental Emma Coronel.

El retrato que hice del Chapo era un pretexto para narrar lo que había detrás de la impunidad de los integrantes del Cartel de Sinaloa, en particular, y detrás de la llamada “guerra contra el narco” del presidente Felipe Calderón, en general. Desde el primer capítulo, “Un pobre diablo”, quise perfilar la dimensión del capo y el mito. Todos le achacaban ser el narcotraficante más poderoso de todos los tiempos. La mente siniestra detrás de la violencia. El fantasma imposible de atrapar porque se desvanecía en cada intento. Pero yo encontré a otro personaje. Sí, un narcotraficante importante, con ingenio, creatividad, audaz, pero sin la inteligencia o el temperamento que se requería para ser el “jefe de jefes” durante el último siglo de narcotráfico en México.

El libro de Los señores del narco fue el resultado de cinco años de investigación periodística independiente, sin prejuicios. Cientos de asesinatos se iban acumulando año con año hasta volverse miles en todo el país, lo cual era terrible. Pero quería ir más allá, saber qué era lo que permitía que eso sucediera, cuál era la historia de esa descomposición y quiénes eran los responsables. Cuando investigué la historia del Chapo, cuando hablé con las personas que lo conocían, con integrantes de otros carteles, con gente de áreas de inteligencia de los gobiernos estadounidense y mexicano, me pareció que era un personaje inflado con el propósito de que las autoridades disfrazaran la corrupción que había detrás de su falta de voluntad para arrestar al que se supone era el fugitivo número uno.

Nunca quise escribir una historia de narcos, como tampoco quiero hacerlo ahora. Por medio de este viaje, que muchas veces implicó llegar hasta el infierno, la intención era compartir la ventana por la que pude asomarme, para conocer y documentar la complicidad que existía desde hacía décadas entre funcionarios públicos, políticos, empresarios, fuerzas del orden y carteles de la droga, e ir más allá de los retratos pintorescos que parecen hablar sólo de casos aislados.

Aunque las críticas a Los señores del narco iban bien, las cosas para mí se estaban tornando muy complicadas. Recién se publicaron los primeros adelantos de mi libro, se exacerbaron los ánimos del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y los de su equipo más cercano, colaboradores corruptos a los que mencioné como parte de los servidores públicos que estaban al servicio del Cartel de Sinaloa desde el sexenio de Vicente Fox.

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Felipe Calderón tampoco estaba contento. Documenté que su llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada en 2006, luego de haber llegado a la presidencia con el tufo de fraude electoral, era una farsa. Todos los documentos internos del gobierno a los que tuve acceso, los informantes de los diversos carteles y de instituciones oficiales lo confirmaban.

A fines de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme. Esa advertencia fue precedida por varios atentados contra mi familia, fuentes de información, contra mí, contra mi casa. Un infierno. Hace pocos meses un funcionario del gobierno americano me dijo que ellos habían confirmado que García Luna y su gente habían hecho un complot para matarme.

En noviembre de 2017 se entregó a la justicia americana un alto mando policiaco, Iván Reyes Arzate, quien fungió como enlace de inteligencia entre las agencias estadounidenses y la Policía Federal durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto. Formaba parte del equipo de García Luna desde la Agencia Federal de Investigaciones (2001-2007), luego lo siguió a la Secretaría de Seguridad Pública, donde llegó al nivel de director general de la División de Drogas de la Policía Federal; ahí se quedó incrustado hasta 2017, como muchos otros miembros del equipo corrupto. En noviembre de 2018 fue sentenciado culpable en la Corte del Distrito Norte de Illinois porque “abusó de su posición de confianza y conspiró con una organización internacional de narcotráfico de alto nivel para su propio beneficio, al hacerlo, violó un deber para con la sociedad de los Estados Unidos, México y con los agentes de la DEA para los que trabajaba”. En la audiencia en la cual se determinó su culpabilidad, declaró que además de él, Genaro García Luna y otros mandos recibían de manera rutinaria sobornos del Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva: millones de dólares que se repartían entre todos. La caída de Reyes Arzate fue apenas el comienzo.

Ése era el contexto cuando aquel día de enero de 2011 me informaron que el abogado Fernando Gaxiola, representante de un narcotraficante, quería contactarme y reunirse conmigo. Él me había buscado por medio de un programa de radio donde se había transmitido una de mis entrevistas sobre Los señores del narco. El abogado advirtió que el encuentro no podía ser en México, porque ahí yo llamaba mucho la atención, y propuso que se llevara a cabo en Chicago, en un lugar discreto. En México yo vivía con escoltas las 24 horas, lo cual hacía muy difícil continuar mi trabajo de periodista. Yo no los quería, pero tampoco podía vivir sin ellos. Eran tiempos particularmente adversos. No mencionaré sus nombres, pero me consta, por lo que vivimos juntos, que muchos de ellos realmente protegieron mi vida y la de mi familia, y les estaré agradecida por siempre.

En esas circunstancias, tuve que reinventarme, y una parte del proceso fue viajar a Chicago y acudir a esa cita. Si con el plan de asesinarme querían cerrarme la puerta para seguir con mis investigaciones, yo debía abrir una ventana.

La hermosa ciudad atravesada por el río Chicago, otrora dominio del gánster italoamericano Al Capone, se convirtió en la sede de una silenciosa historia que cambiaría para siempre el rumbo de los carteles de la droga en México. Y estuve ahí, en primera fila, como testigo .

Mi primer encuentro con el abogado Fernando Gaxiola fue a ciegas, en un restaurante cercano al Aeropuerto Internacional O’Hare, el 25 de febrero de 2011. El lugar era de cortes finos de carne, y como es típico de estos sitios en Estados Unidos, todo estaba a media luz. No conocía al abogado, así que no tenía idea de su aspecto físico. Lo esperé unos minutos en el lugar sin saber si ya estaba ahí, si me estaban espiando. Cuando él llegó me reconoció.

El abogado me contó que al menos desde 1998 el Cartel de Sinaloa tenía contacto directo con la DEA: daba información a cambio de protección.

Gaxiola medía como 1.75 de estatura, era de complexión media, tez blanca y rondaba los 60 años de edad. Tenía la apariencia de un americano, pero su español estaba impregnado del acento sinaloense. Fue amable, sonriente. Me llamó la atención que de modo insistente se llevaba la mano a un costado del estómago, debajo del saco. Las repetidas veces que lo hizo me pusieron un poco nerviosa.

Comenzamos a conversar. Dijo que era abogado de Vicente Zambada Niebla, hijo de Ismael Zambada García, alias el Mayo, a quien yo había mencionado en Los señores del narco como el poder detrás del trono en el Cartel de Sinaloa. Vicentillo, como lo llama el gobierno americano en la acusación criminal abierta en su contra, había sido detenido en la Ciudad de México el 18 de marzo de 2009, al ejecutarse una orden de aprehensión con fines de extradición a Estados Unidos, a donde lo enviaron en febrero de 2010. En ese momento se estaban haciendo los preparativos en la Corte del Distrito Norte de Illinois para iniciar su juicio.

Gaxiola me dijo que me buscaba a petición de su cliente, quien estaba recluido en el Metropolitan Correctional Center (MCC) de Chicago. Según dijo, Vicentillo escuchó una de mis entrevistas radiofónicas; escuchar la radio era uno de los pocos entretenimientos a los que tenía acceso en las medidas de máxima seguridad en las que estaba recluido.

El abogado mencionó que tenía un despacho en Tucson, Arizona, pero que era originario de Sinaloa, lo cual concordaba con el acento. Intentaba concentrarme en lo que me decía, pero realmente estaba inquieta por el tic de meterse la mano bajo el saco mientras hablaba. Por un instante pensé que el encuentro era una trampa.

“Me acaban de extirpar un tumor”, dijo cuando percibió mi inquietud y se levantó la camisa para dejar ver un vendaje. Le habían detectado cáncer y entendí que ésa había sido la primera cirugía. También yo tenía sobre mí una amenaza de muerte, aunque de otra índole.

Narró una historia increíble. Y vaya que había escuchado muchas historias extremas durante la investigación de Los señores del narco. El abogado me contó que, desde hacía años, al menos desde 1998, los miembros de la cúpula del Cartel de Sinaloa como el Mayo, el Chapo, Vicente Zambada Niebla y otros, tenían contacto directo con la DEA. Le daban información que la agencia usaba en operativos coordinados con el gobierno de México, principalmente la Marina, para arrestar a líderes y lugartenientes de los carteles enemigos. A cambio, la DEA les daba protección.

Muchas de las detenciones o los asesinatos de los cabecillas más notorios se habían dado en esas circunstancias: por ejemplo, Francisco Arellano Félix, integrante del Cartel de Tijuana, detenido en 2006, o Arturo Beltrán Leyva, líder del Cartel de los Beltrán Leyva, asesinado en 2009 durante un enfrentamiento con la Marina. Entre muchos otros.

Gaxiola había leído con interés mi libro, cuyo argumento principal era la complicidad del Cartel de Sinaloa con altos funcionarios del gobierno de México y algunas instituciones que durante años les han dado protección. “Usted tiene razón, pero las cosas son aún más graves, más complejas, van más allá”, me dijo.

En mi libro yo había hablado del caso Irán-Contra y cómo el gobierno americano, con tal de tener recursos para financiar a la Contra nicaragüense, que buscaba derrocar al gobierno de izquierda que estaba naciendo, había tolerado que la cia hiciera acuerdos a fines de los setenta y principios de los ochenta con los carteles colombianos y con las organizaciones mexicanas: en particular el Cartel de Medellín, encabezado por Pablo Escobar Gaviria, y el Cartel de Guadalajara, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo. El intercambio consistía en permitir que su droga llegara a Estados Unidos a cambio de que una parte de las ganancias llegaran a la Contra.

Apenas en diciembre de 2010 había estallado el escándalo de la operación Rápido y Furioso, realizada por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (atf), en la que el gobierno americano permitió la venta de armas a México para supuestamente descubrir las redes del tráfico de armamento, pero con eso ocasionó que más de 2 mil armas entraran ilegalmente en México y llegaran a las manos de los carteles de la droga. Principalmente al Cartel de Sinaloa.

El 15 de febrero de 2011 acababan de asesinar en una carretera de San Luis Potosí al agente estadounidense del ice Jaime Zapata, con un arma que había llegado a México a través de Rápido y Furioso. El caso estaba al rojo vivo.

Si era verdad lo que Gaxiola me decía, la historia sobre la relación del gobierno de Estados Unidos con el Cartel de Sinaloa —que según los propios americanos es el grupo de traficantes de drogas más importante del mundo— era un tema de interés público y por lo tanto de interés periodístico. Yo quería conocer el caso hasta el fondo.

Gaxiola me reveló esa misma noche en el restaurante que Vicentillo se había reunido con la DEA horas antes de su detención en 2009, en el hotel María Isabel Sheraton de la Ciudad de México, ubicado a un costado de la embajada de Estados Unidos. El encuentro era parte de los acuerdos entre el Cartel de Sinaloa y diversas agencias americanas.

Nos despedimos. Tenía que regresar de inmediato a México. Le dije que si tenía pruebas documentales de los acuerdos, o acciones judiciales, yo publicaría la historia y seguiría el caso hasta el final. No era de las periodistas que buscaba el escándalo de un día y luego otro, era una corredora de fondo, no de velocidad.

El 4 de marzo de 2011 fue la presentación de Los señores del narco en el galerón que entonces ocupaba el restaurante Mi Tierra, en el barrio La Villita, corazón de la comunidad mexicana en Chicago, haciendo alusión a la Villa de Guadalupe de la Ciudad de México. Ahí estuvo presente Gaxiola, y en esos días ocurrió el segundo de muchos otros encuentros que tuvimos durante cinco años consecutivos.

Recuerdo la primera audiencia del juicio de Vicentillo a la que asistí. Fue el 30 de marzo de 2011, en la sala número 2141 de la torre ubicada en Dearborn Street 219, en el centro de Chicago, donde está la sede de la Corte del Distrito Norte de Illinois. No había periodistas, la sala estaba semidesierta, sólo estaban algunos familiares de Vicentillo, el equipo de la fiscalía, agentes de la DEA y otros oficiales.

Ahí vi por primera vez a Vicentillo con el overol naranja, de ésos que usan los presos de alta peligrosidad. Por entonces él tenía 36 años, pero se veía muy demacrado. El uniforme le quedaba grandísimo, e incluso le daba un aire ridículo. Quizá por eso en su autorretrato se pintó como payaso, vestido con el uniforme carcelario, un gorro naranja, maquillaje en el rostro y una reluciente nariz roja, el cual es la ilustración que ocupa la portada de este libro.

Cuando vi ese meticuloso dibujo de Vicentillo me quedé impactada. El realismo impreso es una metáfora y una parodia del mundo en el que había nacido él. Príncipe y esclavo. Príncipe y payaso. Condenado, sin salida. Cuando dio el primer respiro de su existencia, su padre ya era el líder del Cartel de Sinaloa. Debajo de ese color rosado y blanco en el rostro, de la redonda bola como nariz y los labios negros, se veía el rostro de su padre, el Mayo, de quien heredó los rasgos.

A finales de noviembre de 2010, una persona que trabajaba cerca del círculo del jefe policiaco me informó que había un plan para asesinarme.

Gaxiola siempre mostró preocupación de que alguien se enterara de nuestros encuentros y nos viera en público en Estados Unidos, siempre decía que todos me conocían. Él prefería reunirnos en los lugares más discretos posibles, en el metro de Chicago o en cafeterías anónimas. Una ocasión en que intentaba disuadirlo de esa idea estábamos en un café ubicado en la emblemática avenida Magnificent Mile, cuando algunos de los mexicanos que trabajaban en el sitio me pidieron tomarse una fotografía. “¿Ves lo que pasa?”, me dijo. Nuestras reuniones dejaron de ser en Chicago y comenzamos a vernos en distintos puntos de la Ciudad de México.

El abogado compartió conmigo documentos y hechos, sobre los cuales publiqué algunos reportajes que de una u otra manera tuvieron impacto en el juicio de Vicentillo y en las negociaciones con el gobierno de Estados Unidos. El hijo del Mayo quería hacer valer en su defensa el argumento de “autoridad pública”, señalando que, por medio de los acuerdos entre la DEA, el FBI y el ice con el Cartel de Sinaloa, estaba implícito un permiso para traficar, por lo cual no podían juzgarlo. Por supuesto, la fiscalía no aceptó ese argumento, no lo aceptaría jamás. En cambio, llegaron a otro convenio: Vicentillo se hizo testigo colaborador, es decir, reveló información sobre miembros del Cartel de Sinaloa que el gobierno de Estados Unidos usaría para iniciar procesos criminales y detenciones.

Mi primer artículo sobre el tema se publicó en marzo de 2011, “Más rápido y más furioso”. Ahí expuse los escritos que la defensa presentó ante la corte, donde se afirmaba que miembros del Cartel de Sinaloa habían llegado a acuerdos con autoridades americanas en los que ellos tendrían inmunidad a cambio de dar información de las organizaciones criminales enemigas. A este reportaje le siguieron muchos.

Sin embargo, la mayor parte de los datos y los documentos que Gaxiola me proporcionó en los encuentros, acumulados durante años, no los publiqué. Era información muy delicada que ponía en riesgo a Gaxiola, a su cliente y al proceso jurídico que estaba llevando. Se trataba de narraciones de Vicentillo que correspondían a su diario, escritos realizados por él y sus abogados durante las negociaciones para colaborar con el gobierno americano, en los que fue reconstruyendo su historia y la historia del Cartel de Sinaloa durante los últimos 20 años, y que comenzaba desde que los Arellano Félix intentaron asesinarlo por primera vez.

Había hojas sueltas, algunas escritas a mano de su puño y letra. Otros papeles estaban transcritos a máquina, traducidos al inglés, como parte del trabajo de Vicentillo con sus abogados de defensa. Y había un escrito muy amplio, de 30 páginas, el cual es una de las primeras declaraciones formales que hizo el 12 de julio de 2012:

Esta declaración es un preciso y verdadero resumen de lo mejor que recuerdo. Sin embargo, este resumen contenido en esta declaración representa sólo una pequeña parte de mi conocimiento de los temas contenidos aquí. Esta declaración no describe todo lo que conozco acerca de la gente y eventos que describo y también poseo información adicional de otra gente y otros eventos que no están descritos .

Desde que he estado cooperando con el gobierno de Estados Unidos, el gobierno me ha dado ayuda para reubicar a ciertos miembros de mi familia de México en Estados Unidos. Sé que mi familia estaría en un gran peligro de ser asesinados si cierta gente de la que he hablado hoy se entera de que yo estoy colaborando. Hasta donde yo sé, nadie de los que he hablado hoy sabe dónde vive mi familia y que estoy bajo custodia protectora.

Por medio de esos escritos de Vicentillo se revelaban los secretos del Cartel de Sinaloa y algunos de su padre. No era una historia que llegaba sólo a la epidermis, sino que, como bisturí, entraba, cortaba y diseccionaba cada parte de la anatomía de la que es considerada la organización de tráfico de drogas más importante del mundo, con presencia en prácticamente 70% del planeta. Vicentillo hablaba de quiénes eran en ese momento los socios más importantes de su padre, o los competidores. Sicarios, lugartenientes, cómo movían la droga, cómo sobornaban a todo el gobierno de México.

Hay dos frases escritas muy significativas: “El 99% de la pgr son corruptos, no hay siquiera uno que no tome dinero”; así como una que le escuchó decir a su padre: “Trabajamos para el gobierno, nos traen a la carrera y aparte trabajando para ellos”. Esas frases me resuenan constantemente, más cuando se ven operativos como el del arresto de Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo, ocurrido en octubre de 2019, quien tiene cargos criminales en Estados Unidos. Lo tenían ya detenido y lo dejaron ir con la justificación de que sus huestes habían superado al Estado. A través de los escritos de Vicentillo se entiende que eso no fue un accidente o casualidad.

A la par, las narraciones del hijo del Mayo dejaban ver su inteligencia, su tristeza y a veces su ironía mordaz. Su anhelo de ser libre, su conflicto interno de pertenecer al cartel y a la vez repudiarlo. De amar a su padre y querer estar cerca y al mismo tiempo darse cuenta de que cada día se transformaba en un criminal como él. El Mayo decidió convertirse en narcotraficante, mientras que Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas, más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes, el llamado Señor de los Cielos.

Gaxiola me puso una condición para compartir conmigo esa información, y la respeté como respeto mis acuerdos con otras fuentes de información. Aún más porque entendí la magnitud de la historia para él y para Vicentillo. Me pidió que no publicara nada de los documentos escritos por Vicentillo sobre el funcionamiento del cartel y sus integrantes, y toda la información que estaba soltando al gobierno americano, hasta que él hubiera muerto. El abogado vivía con la certeza de que el cáncer al final lo vencería. Mientras que yo aún tenía la posibilidad de salvar mi vida.

Durante los cinco años en que tuvimos comunicación, Gaxiola frecuentó al Mayo y al Chapo, a este último lo vio hasta febrero de 2014, cuando lo aprehendieron en Mazatlán. Mucha de la información que me dio provenía directamente de las conversaciones con ellos. También se la daba a Vicentillo, quien a su vez la transmitía al gobierno de Estados Unidos.

En aquellos años, cuando se llegaba a propagar información en los medios sobre una supuesta recaptura de Guzmán Loera, le llamaba al abogado. Todas las veces que él me dijo con certeza que el Chapo seguía en libertad, nunca se equivocó: “A menos que tenga el don de la ubicuidad y haya podido estar conmigo y en otro lugar al mismo tiempo...”, bromeaba.

Los atentados contra mí y contra mi familia me obligaron a salir de México en 2014. Me fui a la Universidad de California en Berkeley, donde estuve dos años como fellow en el Programa de Periodismo de Investigación. Ahí comencé la investigación sobre los 43 estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

Mi último encuentro con Fernando Gaxiola fue el 20 de mayo de 2015. Estaba absorta justo por el trabajo sobre la desaparición de los normalistas. El caso había indignado mucho a Gaxiola porque en el fondo él tenía alma de idealista, de izquierda. Creía en la justicia, en la lucha social. También estoy convencida de que creía en el poder de la verdad. La verdad al servicio de los demás. Me llamó varias veces durante ese año, me pidió que fuera a verlo lo antes posible porque le quedaba poco tiempo de vida. Quería terminar de contarme, quería terminar de darme documentos, escritos.

El Vicentillo nació cuando su padre ya era el rey de las drogas más poderoso que ningún otro, por encima del legendario Amado Carrillo Fuentes.

En ese último encuentro hablamos durante varias horas, tomé apuntes. Me pidió que diera a conocer la historia porque estaba convencido de que así la gente podría entender qué es el Cartel de Sinaloa en realidad, de qué materia está hecho, de dónde emana su poder. Así la gente podría entender que muchas historias que dicen los gobiernos americano y mexicano son falacias. Su familia no tenía ningún conocimiento del contenido de nuestras reuniones

Cumplí. He esperado todo este tiempo. Sacrifiqué la inmediatez de la noticia presurosa, sensacionalista, por la profundidad que da la investigación y el paso del tiempo, para compartir este relato que espero que aporte a un entendimiento mucho más grande de la dimensión del Cartel de Sinaloa y las consecuencias masivas que ha tenido para México y el mundo.

Quiero llevar de la mano a quien lea este libro a ese mundo que conocí desde la primera fila, de manera silenciosa, solitaria, para que saque sus propias conclusiones de lo que representa el Cartel de Sinaloa, tal vez como un símbolo brutal del mundo en el que vivimos.

Mientras esperé el tiempo oportuno para publicar la historia, algunos de los criminales mencionados por Vicentillo en sus notas fueron detenidos, no fui un obstáculo para que se hicieran las investigaciones. Otros siguen libres.

Esperé incluso a que se llevara a cabo el juicio contra Joaquín Guzmán Loera en Nueva York. Sus abogados me contactaron, pidieron reunirse conmigo porque sabían que tenía información sobre Vicentillo, no sé cómo, quizás el Chapo se los dijo, pues él participó en varias de las reuniones de Gaxiola con el Mayo. El encuentro no se llevó a cabo.

También esperé a que el 30 de mayo de 2019 le dictaran sentencia a Vicentillo. En vez de la cadena perpetua recetada en Nueva York a su compadre Chapo, a él le dieron 14 años, y muy probablemente por el tiempo que ya había estado en prisión, suma de beneficios por buena conducta y otras consideraciones, ya esté en libertad.

A fines de noviembre de 2015 recibí la noticia de que Fernando Gaxiola había muerto, y fui a su funeral. No era sólo una fuente de información, sino que se había convertido en un amigo. Lamenté su muerte. Supe que el hijo del Mayo llamó por teléfono para dar condolencias a la familia. Y por la relación que entendí que se había creado entre ellos, pienso que también para él fue una pérdida sensible.

En mayo de 2019 me encontré con el abogado penalista Stephen G. Ralls en su oficina de Tucson. Él es representante legal de Jesús Beltrán, coacusado de Vicente Zambada Niebla en la Corte Federal del Distrito Norte de Illinois, y fue abogado de Sandra Ávila Beltrán en su proceso en Estados Unidos, entre muchos otros clientes de ese perfil.

Ralls fue amigo y colega de Fernando Gaxiola durante décadas. Así que quise hablar con él para entender mejor el legado de Fernando. Estudiaron juntosleyes en 1979 en la Universidad de Arizona en Tucson. Se hicieron muy amigos, sus familias convivieron por muchos años, y también sus hijos entablaron amistad. Ralls me dijo que Fernando era un hombre con ideas socialistas, defendía en su despacho a muchas personas sin recursos que estaban en riesgo de deportación, era principalmente un abogado civil.

“Fernando era una persona inteligente, hablaba muy claro, no decía una cosa y luego cambiaba de opinión. Era muy directo en su forma de hablar. Hablaba mucho, pero siempre que hablaba lo hacía diciendo la verdad. Apoyaba a grupos de chicanos, por vocación ayudaba a la gente más necesitada. A Fernando le gustaba ayudar a la gente, ése era su carácter. Nunca, que yo sepa, ha sido señalado por alguna irregularidad, fue una persona muy recta, nunca se le acusó de malas prácticas”.

Ralls me platicó que la última vez que lo vio fue en la Corte Superior. “He tenido una buena vida, no he tenido ninguna razón para pensar que no ha sido una buena vida, pero no me queda mucho tiempo, no hay remedio para mí”, le habría dicho Gaxiola.

“El trabajo de Fernando como abogado fue clave en el grupo de defensa [de Vicentillo] y en el acuerdo al que llegaron con la fiscalía. Pasó muchas horas trabajando en el caso”. Esto es lo que me contó Ralls. No sé lo que podrán decir otros de Fernando Gaxiola, yo sé que conocí a un hombre que asumió el riesgo de compartir conmigo esta historia que de ninguna otra manera hubiera podido conocer. Y que era su deseo que se hiciera pública porquela sociedad tiene derecho a saber.

La historia que presento en el libro es el relato contado por el propio Vicente Zambada Niebla a través de sus escritos. Su voz es mayoritariamente literal, sólo hice algunas correcciones a su sintaxis y en el orden narrativo para ajustar la secuencia en una línea temporal. El relato del capo júnior está enriquecido con el testimonio que me dio Gaxiola en nuestras conversaciones. Él habló directamente con Vicentillo y el Mayo durante cinco años. Son sus voces quienes conducen principalmente la narración. En un tercer plano está mi voz, con el propósito de dar contexto a lo señalado por ellos dos, y para sumar los resultados de la investigación que hice de forma paralela durante los últimos nueve años con el propósito de confirmar o ampliar la información.

A través de esas voces se devela el rostro y perfil del verdadero jefe de las drogas en México en el último medio siglo, el verdadero rey del narcotráfico que nunca ha pisado la cárcel. El hombre de 70 años que desde su trono ha visto caer amigos, enemigos, proveedores, socios, competidores, familiares, empleados del gobierno y hasta sus propios hijos, sin que eso haya hecho alguna mella en su poder: Ismael Zambada García, el Mayo.

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