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Atardecer frente al mar en el parador, un emblema del pueblo de José Ignacio, muy cerca de su faro y a unos 30 kilómetros de Punta del Este.
Desde 2001, La Huella se ha convertido en una parada gastronómica obligada en el este uruguayo.
En José Ignacio, un lugar con la esencia de un típico pueblito de pescadores, en el inicio de la costa atlántica, muy al oriente del Río de la Plata, lejos de Buenos Aires y muy cerca de la costa brasilera, está, a pie de playa, La Huella, un parador creado por tres deslumbrados amigos.
La Huella es un punto energético, un fueguito que está prendido todo el año. Desde hace dos décadas nos reúne entonces aquí el calor. Aún es invierno, aunque ya le queda poco a la temporada más introspectiva del año. Si bien podrías definir nuestro invierno como moderado, el viento y la humedad incrementan la sensación. Varía bastante cada año, en algunos nos tocan muchos días nublados, nunca viendo el sol. Quienes vivimos aquí nos metemos para adentro, nos guardamos, ahí comenzamos el viajecito de la revisión del ser. Y a veces nos toca intenso, claro. Los espacios que nos inviten a salir en busca de encuentros y calidez son importantes.
Al entrar a La Huella siento un resguardo del viento que, directo de la Antártida, viene a cachetearme. La primera sensación adentro es de alivio. Las luces cálidas, los sonidos discretos, un lugar prendido y suave. Las miradas son amables, pequeñas sonrisas del personal del lugar y de algunos comensales saludan nuestra llegada y nos dan la bienvenida a nuestra mesa.
Te recomendamo leer: El castillo intocable de la provincia de Buenos Aires
Nos ubicamos al centro del salón, a un lado tenemos una “quematuti”, que es una antigua estufa de campo en la que, como dice su nombre, se quema de todo para dar calor y cocinar y, por supuesto, calentar agua para el mate, que es lo que debe hacer cada uruguayo durante todo el día, toda la vida. Al otro lado, y a pocos metros, tenemos el fuego de la parrilla. Allí veo en delicia unos pescados y algunas verduras en su proceso de cocción más tradicional.
El calor nos llega por todos lados. Entonces me pido un traguito. Veo uno que dice tener bitter cannábico y syrup de lavanda, así que voy con ese gin, se llama Violeta María, no pregunté por qué. Me imagino que violeta por la lavanda, ¿y María?
Mientras tomo el trago, me pongo a “vichar” a quienes están acá en la vuelta. Cada mesa está en la suya. Así que regreso a lo mío y me pido varias entradas para poder indagar en diferentes sabores.
Antes que nada, llegaron unas aceitunas, muy buena señal para esta persona. Y también unos bastoncitos de kale con queso que hicieron de sinopsis para el concierto gastronómico que estoy por degustar. Por cierto, suena “Bosshannover” de Mo’Horizons.
Llega el primer tiempo a la mesa: te llamaré Sopa Caricia de Abuela. Entidad cítrica. Ya entré en un modo ternura. Crocante, ¿será maní? Aparece cierta acidez y algo que, leve, pica. Bajo la guardia para lo que venga después… meloncito. Todo esto en una calidez divina, temperatura sin soplido, lista para llegar directo al centro de este cuerpo que se eleva.
Pruebo el coliflor, se siente levemente crocante por fuera y nubecito por dentro. Así como las que vimos en el cielo hoy a la tarde. Grandes y esponjosas.
A mi mesa llegó Manuel, antes lo veía con frecuencia en un café en Montevideo. Me contó que ahora da servicio aquí y que también está dedicado a la jardinería. Todo me lo dijo en un tono más bronceado, se lo ve bien. Me quedé pensando en la dedicación vinculada a la jardinería, la noción del tiempo en relación con las plantas y la tranquilidad que transmite, como cada persona aquí. Pensamientos sobre sincronías en las labores.
Ahora ya me estoy tomando un vinito. Frutal, suavecito, proviene de Garzón, un pueblito de acá de la zona reconocido por la llegada de referentes internacionales en gastronomía y arte. El vino es necesario en todo banquete.
Está claro que la pesca fresca y artesanal es la oportunidad de este lugar. Llega a mi mesa el pescado Lisa, una suave porción marinada con pomelo. Exquisita, otro momento cítrico muy bienvenido.
Te podría interesar: Grecia: leer en movimiento, una crónica de Juan Villoro
Pienso que la creación de la experiencia que se vive en La Huella también se basa en este paisaje tranquilo y las personas que lo habitan. Me imagino a unos pocos kilómetros de aquí a alguien sembrando tomates. Su siembra representa un acto de fe que se dispone frente al tiempo y al clima. Creer en la cosecha que vendrá es lo que hace posible al fruto. Entonces, esa creación, que combina la voluntad de quien cosecha y la generosidad de la naturaleza llegan a esta cocina. El tomate es imaginado como ingrediente de un plato y seleccionado como parte de una composición de sabores profundos y sutiles. Un acto creativo que elogia todo a todos los involucrados en el proceso y a mí como comensal.
Se te aparece en el plato en el momento justo un sabor inesperado y deseado. Una chaucha: Brisa agradable cuando el sol no da tregua. El rojo de la profunda remolacha en los chipirones me enciende la vista. Los chipirones, frescos, perfectos al masticarlos, se me acomodan a la mordida, distinguidos.
La música va subiendo y nos relajamos aún más con la llegada de los postres. Las voces suben levemente el tono. Los comensales distendidos conversan de mesa a mesa. Cantamos “Feliz cumpleaños” y eso nos da la excusa también para aplaudir.
Me puse dulcero, claro. Ahora la pavlova se rompe, se quiebra, como lo inevitable. Tiene frutas y curd de limón. Acidez y dulzura. Viajé a la infancia en el chasquido de un leño de la estufa. Maracuyá, una maravilla exótica.
También recomendamos: La cocina sutil de Elena Reygadas
La estrategia de pedir dos postres y compartirlos siempre sale bien: intenso el choco del mousse, no hay harina. Rico con el final del sorbo de vino. Quinoto de los cielos, cuánto sol juntaste para después llegar a mi centro, antes flor, seducción al viento de una naranja en tamaño diminuto.
La experiencia está por terminar, Manuel me invita de una grapa local, un potente destilado de uva. Una especie de aguardiente del sur que le da cierre a esta ceremonia que me llevó por una ruta profunda, ordenada, sin sobresaltos y con gratas sorpresas. Llena de los sabores que merodean la zona, apta al paisaje y a la sonrisa fácil y discreta de sus personas.
Entendí, que este lugar se trata de una celebración local. En La Huella se alaba el paisaje, se honra los sabores, se defiende con elegancia el reinado de la tranquilidad, se mantiene el fuego protector y se manifiestan con total soltura los talentos locales. Pienso en la combinación de sabores como una suerte, muy buena suerte, de melodía especial que, intuitiva, va directo al pecho. Es un cariño pasar por aquí. Me voy en gratitud.
Tras bambalinas…
En Vanessa, la chef, está la niña que se creció en estas playas con la información de la cocina. Sostiene a su equipo unido. Lo mantiene a flote ante cualquier tormenta imprevista. ¡Una orquesta oceánica tras bambalinas!
Del otro lado llegan los platos como notas musicales. La celebración de los sabores locales, de este paisaje. El sustento para un día de frío acompañado del fuego intenso de la estufa como abrazo; afuera, el viento del sur atlántico que sopla constante.
Hay una docilidad local en Vanessa, la mirada tierna, curiosa, discreta en su potencia, amable y fuerte.
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Desde 2001, La Huella se ha convertido en una parada gastronómica obligada en el este uruguayo.
En José Ignacio, un lugar con la esencia de un típico pueblito de pescadores, en el inicio de la costa atlántica, muy al oriente del Río de la Plata, lejos de Buenos Aires y muy cerca de la costa brasilera, está, a pie de playa, La Huella, un parador creado por tres deslumbrados amigos.
La Huella es un punto energético, un fueguito que está prendido todo el año. Desde hace dos décadas nos reúne entonces aquí el calor. Aún es invierno, aunque ya le queda poco a la temporada más introspectiva del año. Si bien podrías definir nuestro invierno como moderado, el viento y la humedad incrementan la sensación. Varía bastante cada año, en algunos nos tocan muchos días nublados, nunca viendo el sol. Quienes vivimos aquí nos metemos para adentro, nos guardamos, ahí comenzamos el viajecito de la revisión del ser. Y a veces nos toca intenso, claro. Los espacios que nos inviten a salir en busca de encuentros y calidez son importantes.
Al entrar a La Huella siento un resguardo del viento que, directo de la Antártida, viene a cachetearme. La primera sensación adentro es de alivio. Las luces cálidas, los sonidos discretos, un lugar prendido y suave. Las miradas son amables, pequeñas sonrisas del personal del lugar y de algunos comensales saludan nuestra llegada y nos dan la bienvenida a nuestra mesa.
Te recomendamo leer: El castillo intocable de la provincia de Buenos Aires
Nos ubicamos al centro del salón, a un lado tenemos una “quematuti”, que es una antigua estufa de campo en la que, como dice su nombre, se quema de todo para dar calor y cocinar y, por supuesto, calentar agua para el mate, que es lo que debe hacer cada uruguayo durante todo el día, toda la vida. Al otro lado, y a pocos metros, tenemos el fuego de la parrilla. Allí veo en delicia unos pescados y algunas verduras en su proceso de cocción más tradicional.
El calor nos llega por todos lados. Entonces me pido un traguito. Veo uno que dice tener bitter cannábico y syrup de lavanda, así que voy con ese gin, se llama Violeta María, no pregunté por qué. Me imagino que violeta por la lavanda, ¿y María?
Mientras tomo el trago, me pongo a “vichar” a quienes están acá en la vuelta. Cada mesa está en la suya. Así que regreso a lo mío y me pido varias entradas para poder indagar en diferentes sabores.
Antes que nada, llegaron unas aceitunas, muy buena señal para esta persona. Y también unos bastoncitos de kale con queso que hicieron de sinopsis para el concierto gastronómico que estoy por degustar. Por cierto, suena “Bosshannover” de Mo’Horizons.
Llega el primer tiempo a la mesa: te llamaré Sopa Caricia de Abuela. Entidad cítrica. Ya entré en un modo ternura. Crocante, ¿será maní? Aparece cierta acidez y algo que, leve, pica. Bajo la guardia para lo que venga después… meloncito. Todo esto en una calidez divina, temperatura sin soplido, lista para llegar directo al centro de este cuerpo que se eleva.
Pruebo el coliflor, se siente levemente crocante por fuera y nubecito por dentro. Así como las que vimos en el cielo hoy a la tarde. Grandes y esponjosas.
A mi mesa llegó Manuel, antes lo veía con frecuencia en un café en Montevideo. Me contó que ahora da servicio aquí y que también está dedicado a la jardinería. Todo me lo dijo en un tono más bronceado, se lo ve bien. Me quedé pensando en la dedicación vinculada a la jardinería, la noción del tiempo en relación con las plantas y la tranquilidad que transmite, como cada persona aquí. Pensamientos sobre sincronías en las labores.
Ahora ya me estoy tomando un vinito. Frutal, suavecito, proviene de Garzón, un pueblito de acá de la zona reconocido por la llegada de referentes internacionales en gastronomía y arte. El vino es necesario en todo banquete.
Está claro que la pesca fresca y artesanal es la oportunidad de este lugar. Llega a mi mesa el pescado Lisa, una suave porción marinada con pomelo. Exquisita, otro momento cítrico muy bienvenido.
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Pienso que la creación de la experiencia que se vive en La Huella también se basa en este paisaje tranquilo y las personas que lo habitan. Me imagino a unos pocos kilómetros de aquí a alguien sembrando tomates. Su siembra representa un acto de fe que se dispone frente al tiempo y al clima. Creer en la cosecha que vendrá es lo que hace posible al fruto. Entonces, esa creación, que combina la voluntad de quien cosecha y la generosidad de la naturaleza llegan a esta cocina. El tomate es imaginado como ingrediente de un plato y seleccionado como parte de una composición de sabores profundos y sutiles. Un acto creativo que elogia todo a todos los involucrados en el proceso y a mí como comensal.
Se te aparece en el plato en el momento justo un sabor inesperado y deseado. Una chaucha: Brisa agradable cuando el sol no da tregua. El rojo de la profunda remolacha en los chipirones me enciende la vista. Los chipirones, frescos, perfectos al masticarlos, se me acomodan a la mordida, distinguidos.
La música va subiendo y nos relajamos aún más con la llegada de los postres. Las voces suben levemente el tono. Los comensales distendidos conversan de mesa a mesa. Cantamos “Feliz cumpleaños” y eso nos da la excusa también para aplaudir.
Me puse dulcero, claro. Ahora la pavlova se rompe, se quiebra, como lo inevitable. Tiene frutas y curd de limón. Acidez y dulzura. Viajé a la infancia en el chasquido de un leño de la estufa. Maracuyá, una maravilla exótica.
También recomendamos: La cocina sutil de Elena Reygadas
La estrategia de pedir dos postres y compartirlos siempre sale bien: intenso el choco del mousse, no hay harina. Rico con el final del sorbo de vino. Quinoto de los cielos, cuánto sol juntaste para después llegar a mi centro, antes flor, seducción al viento de una naranja en tamaño diminuto.
La experiencia está por terminar, Manuel me invita de una grapa local, un potente destilado de uva. Una especie de aguardiente del sur que le da cierre a esta ceremonia que me llevó por una ruta profunda, ordenada, sin sobresaltos y con gratas sorpresas. Llena de los sabores que merodean la zona, apta al paisaje y a la sonrisa fácil y discreta de sus personas.
Entendí, que este lugar se trata de una celebración local. En La Huella se alaba el paisaje, se honra los sabores, se defiende con elegancia el reinado de la tranquilidad, se mantiene el fuego protector y se manifiestan con total soltura los talentos locales. Pienso en la combinación de sabores como una suerte, muy buena suerte, de melodía especial que, intuitiva, va directo al pecho. Es un cariño pasar por aquí. Me voy en gratitud.
Tras bambalinas…
En Vanessa, la chef, está la niña que se creció en estas playas con la información de la cocina. Sostiene a su equipo unido. Lo mantiene a flote ante cualquier tormenta imprevista. ¡Una orquesta oceánica tras bambalinas!
Del otro lado llegan los platos como notas musicales. La celebración de los sabores locales, de este paisaje. El sustento para un día de frío acompañado del fuego intenso de la estufa como abrazo; afuera, el viento del sur atlántico que sopla constante.
Hay una docilidad local en Vanessa, la mirada tierna, curiosa, discreta en su potencia, amable y fuerte.
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Atardecer frente al mar en el parador, un emblema del pueblo de José Ignacio, muy cerca de su faro y a unos 30 kilómetros de Punta del Este.
Desde 2001, La Huella se ha convertido en una parada gastronómica obligada en el este uruguayo.
En José Ignacio, un lugar con la esencia de un típico pueblito de pescadores, en el inicio de la costa atlántica, muy al oriente del Río de la Plata, lejos de Buenos Aires y muy cerca de la costa brasilera, está, a pie de playa, La Huella, un parador creado por tres deslumbrados amigos.
La Huella es un punto energético, un fueguito que está prendido todo el año. Desde hace dos décadas nos reúne entonces aquí el calor. Aún es invierno, aunque ya le queda poco a la temporada más introspectiva del año. Si bien podrías definir nuestro invierno como moderado, el viento y la humedad incrementan la sensación. Varía bastante cada año, en algunos nos tocan muchos días nublados, nunca viendo el sol. Quienes vivimos aquí nos metemos para adentro, nos guardamos, ahí comenzamos el viajecito de la revisión del ser. Y a veces nos toca intenso, claro. Los espacios que nos inviten a salir en busca de encuentros y calidez son importantes.
Al entrar a La Huella siento un resguardo del viento que, directo de la Antártida, viene a cachetearme. La primera sensación adentro es de alivio. Las luces cálidas, los sonidos discretos, un lugar prendido y suave. Las miradas son amables, pequeñas sonrisas del personal del lugar y de algunos comensales saludan nuestra llegada y nos dan la bienvenida a nuestra mesa.
Te recomendamo leer: El castillo intocable de la provincia de Buenos Aires
Nos ubicamos al centro del salón, a un lado tenemos una “quematuti”, que es una antigua estufa de campo en la que, como dice su nombre, se quema de todo para dar calor y cocinar y, por supuesto, calentar agua para el mate, que es lo que debe hacer cada uruguayo durante todo el día, toda la vida. Al otro lado, y a pocos metros, tenemos el fuego de la parrilla. Allí veo en delicia unos pescados y algunas verduras en su proceso de cocción más tradicional.
El calor nos llega por todos lados. Entonces me pido un traguito. Veo uno que dice tener bitter cannábico y syrup de lavanda, así que voy con ese gin, se llama Violeta María, no pregunté por qué. Me imagino que violeta por la lavanda, ¿y María?
Mientras tomo el trago, me pongo a “vichar” a quienes están acá en la vuelta. Cada mesa está en la suya. Así que regreso a lo mío y me pido varias entradas para poder indagar en diferentes sabores.
Antes que nada, llegaron unas aceitunas, muy buena señal para esta persona. Y también unos bastoncitos de kale con queso que hicieron de sinopsis para el concierto gastronómico que estoy por degustar. Por cierto, suena “Bosshannover” de Mo’Horizons.
Llega el primer tiempo a la mesa: te llamaré Sopa Caricia de Abuela. Entidad cítrica. Ya entré en un modo ternura. Crocante, ¿será maní? Aparece cierta acidez y algo que, leve, pica. Bajo la guardia para lo que venga después… meloncito. Todo esto en una calidez divina, temperatura sin soplido, lista para llegar directo al centro de este cuerpo que se eleva.
Pruebo el coliflor, se siente levemente crocante por fuera y nubecito por dentro. Así como las que vimos en el cielo hoy a la tarde. Grandes y esponjosas.
A mi mesa llegó Manuel, antes lo veía con frecuencia en un café en Montevideo. Me contó que ahora da servicio aquí y que también está dedicado a la jardinería. Todo me lo dijo en un tono más bronceado, se lo ve bien. Me quedé pensando en la dedicación vinculada a la jardinería, la noción del tiempo en relación con las plantas y la tranquilidad que transmite, como cada persona aquí. Pensamientos sobre sincronías en las labores.
Ahora ya me estoy tomando un vinito. Frutal, suavecito, proviene de Garzón, un pueblito de acá de la zona reconocido por la llegada de referentes internacionales en gastronomía y arte. El vino es necesario en todo banquete.
Está claro que la pesca fresca y artesanal es la oportunidad de este lugar. Llega a mi mesa el pescado Lisa, una suave porción marinada con pomelo. Exquisita, otro momento cítrico muy bienvenido.
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Pienso que la creación de la experiencia que se vive en La Huella también se basa en este paisaje tranquilo y las personas que lo habitan. Me imagino a unos pocos kilómetros de aquí a alguien sembrando tomates. Su siembra representa un acto de fe que se dispone frente al tiempo y al clima. Creer en la cosecha que vendrá es lo que hace posible al fruto. Entonces, esa creación, que combina la voluntad de quien cosecha y la generosidad de la naturaleza llegan a esta cocina. El tomate es imaginado como ingrediente de un plato y seleccionado como parte de una composición de sabores profundos y sutiles. Un acto creativo que elogia todo a todos los involucrados en el proceso y a mí como comensal.
Se te aparece en el plato en el momento justo un sabor inesperado y deseado. Una chaucha: Brisa agradable cuando el sol no da tregua. El rojo de la profunda remolacha en los chipirones me enciende la vista. Los chipirones, frescos, perfectos al masticarlos, se me acomodan a la mordida, distinguidos.
La música va subiendo y nos relajamos aún más con la llegada de los postres. Las voces suben levemente el tono. Los comensales distendidos conversan de mesa a mesa. Cantamos “Feliz cumpleaños” y eso nos da la excusa también para aplaudir.
Me puse dulcero, claro. Ahora la pavlova se rompe, se quiebra, como lo inevitable. Tiene frutas y curd de limón. Acidez y dulzura. Viajé a la infancia en el chasquido de un leño de la estufa. Maracuyá, una maravilla exótica.
También recomendamos: La cocina sutil de Elena Reygadas
La estrategia de pedir dos postres y compartirlos siempre sale bien: intenso el choco del mousse, no hay harina. Rico con el final del sorbo de vino. Quinoto de los cielos, cuánto sol juntaste para después llegar a mi centro, antes flor, seducción al viento de una naranja en tamaño diminuto.
La experiencia está por terminar, Manuel me invita de una grapa local, un potente destilado de uva. Una especie de aguardiente del sur que le da cierre a esta ceremonia que me llevó por una ruta profunda, ordenada, sin sobresaltos y con gratas sorpresas. Llena de los sabores que merodean la zona, apta al paisaje y a la sonrisa fácil y discreta de sus personas.
Entendí, que este lugar se trata de una celebración local. En La Huella se alaba el paisaje, se honra los sabores, se defiende con elegancia el reinado de la tranquilidad, se mantiene el fuego protector y se manifiestan con total soltura los talentos locales. Pienso en la combinación de sabores como una suerte, muy buena suerte, de melodía especial que, intuitiva, va directo al pecho. Es un cariño pasar por aquí. Me voy en gratitud.
Tras bambalinas…
En Vanessa, la chef, está la niña que se creció en estas playas con la información de la cocina. Sostiene a su equipo unido. Lo mantiene a flote ante cualquier tormenta imprevista. ¡Una orquesta oceánica tras bambalinas!
Del otro lado llegan los platos como notas musicales. La celebración de los sabores locales, de este paisaje. El sustento para un día de frío acompañado del fuego intenso de la estufa como abrazo; afuera, el viento del sur atlántico que sopla constante.
Hay una docilidad local en Vanessa, la mirada tierna, curiosa, discreta en su potencia, amable y fuerte.
{{ linea }}
Desde 2001, La Huella se ha convertido en una parada gastronómica obligada en el este uruguayo.
En José Ignacio, un lugar con la esencia de un típico pueblito de pescadores, en el inicio de la costa atlántica, muy al oriente del Río de la Plata, lejos de Buenos Aires y muy cerca de la costa brasilera, está, a pie de playa, La Huella, un parador creado por tres deslumbrados amigos.
La Huella es un punto energético, un fueguito que está prendido todo el año. Desde hace dos décadas nos reúne entonces aquí el calor. Aún es invierno, aunque ya le queda poco a la temporada más introspectiva del año. Si bien podrías definir nuestro invierno como moderado, el viento y la humedad incrementan la sensación. Varía bastante cada año, en algunos nos tocan muchos días nublados, nunca viendo el sol. Quienes vivimos aquí nos metemos para adentro, nos guardamos, ahí comenzamos el viajecito de la revisión del ser. Y a veces nos toca intenso, claro. Los espacios que nos inviten a salir en busca de encuentros y calidez son importantes.
Al entrar a La Huella siento un resguardo del viento que, directo de la Antártida, viene a cachetearme. La primera sensación adentro es de alivio. Las luces cálidas, los sonidos discretos, un lugar prendido y suave. Las miradas son amables, pequeñas sonrisas del personal del lugar y de algunos comensales saludan nuestra llegada y nos dan la bienvenida a nuestra mesa.
Te recomendamo leer: El castillo intocable de la provincia de Buenos Aires
Nos ubicamos al centro del salón, a un lado tenemos una “quematuti”, que es una antigua estufa de campo en la que, como dice su nombre, se quema de todo para dar calor y cocinar y, por supuesto, calentar agua para el mate, que es lo que debe hacer cada uruguayo durante todo el día, toda la vida. Al otro lado, y a pocos metros, tenemos el fuego de la parrilla. Allí veo en delicia unos pescados y algunas verduras en su proceso de cocción más tradicional.
El calor nos llega por todos lados. Entonces me pido un traguito. Veo uno que dice tener bitter cannábico y syrup de lavanda, así que voy con ese gin, se llama Violeta María, no pregunté por qué. Me imagino que violeta por la lavanda, ¿y María?
Mientras tomo el trago, me pongo a “vichar” a quienes están acá en la vuelta. Cada mesa está en la suya. Así que regreso a lo mío y me pido varias entradas para poder indagar en diferentes sabores.
Antes que nada, llegaron unas aceitunas, muy buena señal para esta persona. Y también unos bastoncitos de kale con queso que hicieron de sinopsis para el concierto gastronómico que estoy por degustar. Por cierto, suena “Bosshannover” de Mo’Horizons.
Llega el primer tiempo a la mesa: te llamaré Sopa Caricia de Abuela. Entidad cítrica. Ya entré en un modo ternura. Crocante, ¿será maní? Aparece cierta acidez y algo que, leve, pica. Bajo la guardia para lo que venga después… meloncito. Todo esto en una calidez divina, temperatura sin soplido, lista para llegar directo al centro de este cuerpo que se eleva.
Pruebo el coliflor, se siente levemente crocante por fuera y nubecito por dentro. Así como las que vimos en el cielo hoy a la tarde. Grandes y esponjosas.
A mi mesa llegó Manuel, antes lo veía con frecuencia en un café en Montevideo. Me contó que ahora da servicio aquí y que también está dedicado a la jardinería. Todo me lo dijo en un tono más bronceado, se lo ve bien. Me quedé pensando en la dedicación vinculada a la jardinería, la noción del tiempo en relación con las plantas y la tranquilidad que transmite, como cada persona aquí. Pensamientos sobre sincronías en las labores.
Ahora ya me estoy tomando un vinito. Frutal, suavecito, proviene de Garzón, un pueblito de acá de la zona reconocido por la llegada de referentes internacionales en gastronomía y arte. El vino es necesario en todo banquete.
Está claro que la pesca fresca y artesanal es la oportunidad de este lugar. Llega a mi mesa el pescado Lisa, una suave porción marinada con pomelo. Exquisita, otro momento cítrico muy bienvenido.
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Pienso que la creación de la experiencia que se vive en La Huella también se basa en este paisaje tranquilo y las personas que lo habitan. Me imagino a unos pocos kilómetros de aquí a alguien sembrando tomates. Su siembra representa un acto de fe que se dispone frente al tiempo y al clima. Creer en la cosecha que vendrá es lo que hace posible al fruto. Entonces, esa creación, que combina la voluntad de quien cosecha y la generosidad de la naturaleza llegan a esta cocina. El tomate es imaginado como ingrediente de un plato y seleccionado como parte de una composición de sabores profundos y sutiles. Un acto creativo que elogia todo a todos los involucrados en el proceso y a mí como comensal.
Se te aparece en el plato en el momento justo un sabor inesperado y deseado. Una chaucha: Brisa agradable cuando el sol no da tregua. El rojo de la profunda remolacha en los chipirones me enciende la vista. Los chipirones, frescos, perfectos al masticarlos, se me acomodan a la mordida, distinguidos.
La música va subiendo y nos relajamos aún más con la llegada de los postres. Las voces suben levemente el tono. Los comensales distendidos conversan de mesa a mesa. Cantamos “Feliz cumpleaños” y eso nos da la excusa también para aplaudir.
Me puse dulcero, claro. Ahora la pavlova se rompe, se quiebra, como lo inevitable. Tiene frutas y curd de limón. Acidez y dulzura. Viajé a la infancia en el chasquido de un leño de la estufa. Maracuyá, una maravilla exótica.
También recomendamos: La cocina sutil de Elena Reygadas
La estrategia de pedir dos postres y compartirlos siempre sale bien: intenso el choco del mousse, no hay harina. Rico con el final del sorbo de vino. Quinoto de los cielos, cuánto sol juntaste para después llegar a mi centro, antes flor, seducción al viento de una naranja en tamaño diminuto.
La experiencia está por terminar, Manuel me invita de una grapa local, un potente destilado de uva. Una especie de aguardiente del sur que le da cierre a esta ceremonia que me llevó por una ruta profunda, ordenada, sin sobresaltos y con gratas sorpresas. Llena de los sabores que merodean la zona, apta al paisaje y a la sonrisa fácil y discreta de sus personas.
Entendí, que este lugar se trata de una celebración local. En La Huella se alaba el paisaje, se honra los sabores, se defiende con elegancia el reinado de la tranquilidad, se mantiene el fuego protector y se manifiestan con total soltura los talentos locales. Pienso en la combinación de sabores como una suerte, muy buena suerte, de melodía especial que, intuitiva, va directo al pecho. Es un cariño pasar por aquí. Me voy en gratitud.
Tras bambalinas…
En Vanessa, la chef, está la niña que se creció en estas playas con la información de la cocina. Sostiene a su equipo unido. Lo mantiene a flote ante cualquier tormenta imprevista. ¡Una orquesta oceánica tras bambalinas!
Del otro lado llegan los platos como notas musicales. La celebración de los sabores locales, de este paisaje. El sustento para un día de frío acompañado del fuego intenso de la estufa como abrazo; afuera, el viento del sur atlántico que sopla constante.
Hay una docilidad local en Vanessa, la mirada tierna, curiosa, discreta en su potencia, amable y fuerte.
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Atardecer frente al mar en el parador, un emblema del pueblo de José Ignacio, muy cerca de su faro y a unos 30 kilómetros de Punta del Este.
En José Ignacio, un lugar con la esencia de un típico pueblito de pescadores, en el inicio de la costa atlántica, muy al oriente del Río de la Plata, lejos de Buenos Aires y muy cerca de la costa brasilera, está, a pie de playa, La Huella, un parador creado por tres deslumbrados amigos.
La Huella es un punto energético, un fueguito que está prendido todo el año. Desde hace dos décadas nos reúne entonces aquí el calor. Aún es invierno, aunque ya le queda poco a la temporada más introspectiva del año. Si bien podrías definir nuestro invierno como moderado, el viento y la humedad incrementan la sensación. Varía bastante cada año, en algunos nos tocan muchos días nublados, nunca viendo el sol. Quienes vivimos aquí nos metemos para adentro, nos guardamos, ahí comenzamos el viajecito de la revisión del ser. Y a veces nos toca intenso, claro. Los espacios que nos inviten a salir en busca de encuentros y calidez son importantes.
Al entrar a La Huella siento un resguardo del viento que, directo de la Antártida, viene a cachetearme. La primera sensación adentro es de alivio. Las luces cálidas, los sonidos discretos, un lugar prendido y suave. Las miradas son amables, pequeñas sonrisas del personal del lugar y de algunos comensales saludan nuestra llegada y nos dan la bienvenida a nuestra mesa.
Te recomendamo leer: El castillo intocable de la provincia de Buenos Aires
Nos ubicamos al centro del salón, a un lado tenemos una “quematuti”, que es una antigua estufa de campo en la que, como dice su nombre, se quema de todo para dar calor y cocinar y, por supuesto, calentar agua para el mate, que es lo que debe hacer cada uruguayo durante todo el día, toda la vida. Al otro lado, y a pocos metros, tenemos el fuego de la parrilla. Allí veo en delicia unos pescados y algunas verduras en su proceso de cocción más tradicional.
El calor nos llega por todos lados. Entonces me pido un traguito. Veo uno que dice tener bitter cannábico y syrup de lavanda, así que voy con ese gin, se llama Violeta María, no pregunté por qué. Me imagino que violeta por la lavanda, ¿y María?
Mientras tomo el trago, me pongo a “vichar” a quienes están acá en la vuelta. Cada mesa está en la suya. Así que regreso a lo mío y me pido varias entradas para poder indagar en diferentes sabores.
Antes que nada, llegaron unas aceitunas, muy buena señal para esta persona. Y también unos bastoncitos de kale con queso que hicieron de sinopsis para el concierto gastronómico que estoy por degustar. Por cierto, suena “Bosshannover” de Mo’Horizons.
Llega el primer tiempo a la mesa: te llamaré Sopa Caricia de Abuela. Entidad cítrica. Ya entré en un modo ternura. Crocante, ¿será maní? Aparece cierta acidez y algo que, leve, pica. Bajo la guardia para lo que venga después… meloncito. Todo esto en una calidez divina, temperatura sin soplido, lista para llegar directo al centro de este cuerpo que se eleva.
Pruebo el coliflor, se siente levemente crocante por fuera y nubecito por dentro. Así como las que vimos en el cielo hoy a la tarde. Grandes y esponjosas.
A mi mesa llegó Manuel, antes lo veía con frecuencia en un café en Montevideo. Me contó que ahora da servicio aquí y que también está dedicado a la jardinería. Todo me lo dijo en un tono más bronceado, se lo ve bien. Me quedé pensando en la dedicación vinculada a la jardinería, la noción del tiempo en relación con las plantas y la tranquilidad que transmite, como cada persona aquí. Pensamientos sobre sincronías en las labores.
Ahora ya me estoy tomando un vinito. Frutal, suavecito, proviene de Garzón, un pueblito de acá de la zona reconocido por la llegada de referentes internacionales en gastronomía y arte. El vino es necesario en todo banquete.
Está claro que la pesca fresca y artesanal es la oportunidad de este lugar. Llega a mi mesa el pescado Lisa, una suave porción marinada con pomelo. Exquisita, otro momento cítrico muy bienvenido.
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Pienso que la creación de la experiencia que se vive en La Huella también se basa en este paisaje tranquilo y las personas que lo habitan. Me imagino a unos pocos kilómetros de aquí a alguien sembrando tomates. Su siembra representa un acto de fe que se dispone frente al tiempo y al clima. Creer en la cosecha que vendrá es lo que hace posible al fruto. Entonces, esa creación, que combina la voluntad de quien cosecha y la generosidad de la naturaleza llegan a esta cocina. El tomate es imaginado como ingrediente de un plato y seleccionado como parte de una composición de sabores profundos y sutiles. Un acto creativo que elogia todo a todos los involucrados en el proceso y a mí como comensal.
Se te aparece en el plato en el momento justo un sabor inesperado y deseado. Una chaucha: Brisa agradable cuando el sol no da tregua. El rojo de la profunda remolacha en los chipirones me enciende la vista. Los chipirones, frescos, perfectos al masticarlos, se me acomodan a la mordida, distinguidos.
La música va subiendo y nos relajamos aún más con la llegada de los postres. Las voces suben levemente el tono. Los comensales distendidos conversan de mesa a mesa. Cantamos “Feliz cumpleaños” y eso nos da la excusa también para aplaudir.
Me puse dulcero, claro. Ahora la pavlova se rompe, se quiebra, como lo inevitable. Tiene frutas y curd de limón. Acidez y dulzura. Viajé a la infancia en el chasquido de un leño de la estufa. Maracuyá, una maravilla exótica.
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La estrategia de pedir dos postres y compartirlos siempre sale bien: intenso el choco del mousse, no hay harina. Rico con el final del sorbo de vino. Quinoto de los cielos, cuánto sol juntaste para después llegar a mi centro, antes flor, seducción al viento de una naranja en tamaño diminuto.
La experiencia está por terminar, Manuel me invita de una grapa local, un potente destilado de uva. Una especie de aguardiente del sur que le da cierre a esta ceremonia que me llevó por una ruta profunda, ordenada, sin sobresaltos y con gratas sorpresas. Llena de los sabores que merodean la zona, apta al paisaje y a la sonrisa fácil y discreta de sus personas.
Entendí, que este lugar se trata de una celebración local. En La Huella se alaba el paisaje, se honra los sabores, se defiende con elegancia el reinado de la tranquilidad, se mantiene el fuego protector y se manifiestan con total soltura los talentos locales. Pienso en la combinación de sabores como una suerte, muy buena suerte, de melodía especial que, intuitiva, va directo al pecho. Es un cariño pasar por aquí. Me voy en gratitud.
Tras bambalinas…
En Vanessa, la chef, está la niña que se creció en estas playas con la información de la cocina. Sostiene a su equipo unido. Lo mantiene a flote ante cualquier tormenta imprevista. ¡Una orquesta oceánica tras bambalinas!
Del otro lado llegan los platos como notas musicales. La celebración de los sabores locales, de este paisaje. El sustento para un día de frío acompañado del fuego intenso de la estufa como abrazo; afuera, el viento del sur atlántico que sopla constante.
Hay una docilidad local en Vanessa, la mirada tierna, curiosa, discreta en su potencia, amable y fuerte.
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