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<i>Los vivos</i>, un ave frágil que flota en la habitación

<i>Los vivos</i>, un ave frágil que flota en la habitación

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
19
.
10
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

A lo largo de 10 años, una serie de fragmentos sobre la ruptura amorosa, las desapariciones y el espacio límbico habitaron la mente de Emiliano Monge, quien relata cómo se materializó su novela <i>Los vivos</i> (2024).

¿Somos las analogías de los animales? Es la premisa de Lucía, una de las protagonistas de Los vivos (Penguin Random House, 2024), quien muestra los rituales que podemos compartir con ellos: cuando alguien desaparece de nuestras vidas, llenamos el vacío con sus objetos. Mi madre adoraba una jarra de barro con un adorno de media luna. Siempre que sus hijos la visitábamos, se apuraba a servirnos un vaso de agua fresca. Nos miraba como si aún fuéramos unos niños que regresan de jugar en la calle. Hoy, que mamá ya no está en nuestras vidas, esa jarra ocupa la mesa central en la casa de mis abuelos —ahora hogar de mi hermano menor—. Las fotos de mamá, sus frases, sus miedos hoy habitan otro espacio y significado: “Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya”, Lucía afirma con voz de oráculo.

“El proceso de crear la voz y el tono de los personajes es muy difícil de hablar, porque la gente te escucha y dice: ‘ay, este pinche loco’ o dicen ‘ay, qué mamón, eso no puede pasar’. Pero pasa, o sea, pasa en la medida de que cuando uno empieza a escribir un proyecto, el mundo del que estás escribiendo es una burbujita, y esa burbujita va creciendo, va creciendo, va creciendo; se va hinchando, se va hinchando, se va hinchando”, menciona Emiliano Monge, en charla con Gatopardo. “Ocupa un espacio igual a la realidad, y empieza a pasar tiempo aquí y tiempo allá. Pasas tiempo en los dos espacios, en los dos universos. Tienes que aprender a escuchar ese otro universo como aprendiste a escuchar en este, y aprender a hablar con los demás como aprendiste a hablar en este. Esos personajes sí acceden a una individualidad y a una forma de ser, una forma de pensar”.

Si bien otros escritores como Augusto Monterroso con su libro La oveja negra y demás fábulas (1969) o el Bestiario (1938) de Juan José Arreola exploran los claroscuros y el temperamento humano mediante las características animales; Monge se aleja del terreno de la fábula y los plantea como observadores de un mundo donde no acabamos por comprender el dolor del otro.

“Soy muy amigo de Antonio Ortuño, otro escritor de mi generación al que admiro y quiero mucho”, recuerda Monge, “y mientras él leía el primer manuscrito de este libro, hace mucho tiempo, me decía que le recordaba mucho de la prosa lo de las ranas: lo de que solamente ven el movimiento y que son ciegas cuando el mundo está en calma. Y eso fue lo primero que apareció, se metió en la novela. Hablando con él, dije esto tiene que estar en la novela. Y eso desató todo lo de los animales”.

Cada autor tiene su propia definición sobre el proceso narrativo; para algunos se ganará la pelea por decisión, otros lo mirarán como un complejo rompecabezas, algunos más como una espiral o con una estructura de cebolla. Sin duda, me quedo con la definición de Monge: “Siento que somos pulpos los escritores. Hay un cerebro central, pero cada tentáculo tiene su propio cerebro. Y cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando. En ese proceso se transforman los libros”.

Los desaparecidos

Vestigia e Hincapié, protagonistas centrales de la novela, son guiados por intuiciones que poco a poco les revelan sus destinos en un espacio de tiempo detenido. Lo planteado por Monge no es un lugar de tránsito. Aunque puede apuntar a la tradición fantasmal rulfiana, se halla más en los derroteros límbicos de José Revueltas. No es casualidad que una de las epígrafes en Los vivos provenga de la novela El luto humano (1943).

El autor considera que en esta novela la ausencia del pasado era fundamental y durante muchos años exploró un sitio adecuado para hablar del tema, uno que surgió con Las tierras arrasadas (Penguin Random House, 2015): “Llevo más de una década buscando una forma de hablar de algo. No es porque crea que estaba innovando y que encontré la forma en la que se debe hacer, para nada. Pero sí es la que yo necesitaba para poder hablar. Me tardé mucho. Y en ese proceso, en esa década, pasaron mil cosas. Realicé muchas, conversé con muchos familiares y amigos y parejas de desaparecidos. Es muy notorio”.

"Cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando", Emiliano Monge.

De esta premisa surge la percepción que en algún punto del espacio-tiempo propuesto por Monge, de algún modo todos somos las ausencias que nos ocurren o como lo dice Lucía en la novela: “No imagina que, además de la que es, es el fantasma de un ser anterior”. La intención de Monge es clara al poner frente al lector el reflejo de una sociedad marcada por la Guerra Sucia, pasando por Felipe Calderón y su guerra contra el narco, hasta los 43 normalistas de Ayotzinapa.

“Un error que cometen las personas que entrevistan a familiares de desaparecidos, de manera muy natural, es preguntar: ‘¿cuál era su color favorito?’, y la respuesta siempre es ‘cuál es su color favorito’; ‘¿cuántos años tenía?’, y no, ‘tiene tantos años’. Es decir, aún no pasó. Espérate, esto no acabó. Entonces yo quería que en la novela no hubiera pasado, que desapareciera el pasado y que fuera presente. El hueco, la ausencia que deja la desaparición es todo en esta novela. Es el lugar de la novela. Es un instante que es presente total, presente puro”, asegura el escritor.

"Pensar que hubiera otra vida detrás de esta, y que la nuestra fuera de hecho el espacio tranquilizador en el que los de aquella se recuperan", fragmento de Los vivos, de Emiliano Monge. Foto: Mariano Augusto Mangas.

Animales frágiles

Emiliano Monge enfatiza al tiempo detenido para mostrar la permanencia de las costumbres, aunque también se hallen vinculadas a cuestiones futuras. De algún modo, cada escritor cuenta con un plan o una idea general sobre la novela que durante el trayecto de la escritura se transforma.

Las experiencias narrativas vienen acompañadas por lo musical, al menos para mí. Entre los primeros libros que llamaron mi atención durante la adolescencia, está Ciudades desiertas (1982), de José Agustín, que fue acompañada por el Dark Side of the Moon (1973) como ruido de fondo. En ese entonces me sentí impactado por un tren y de inmediato surgió el deseo de volver a explorar las capas que pasaron desapercibidas en esa primera sesión psicomúsiconarrativaespacial.

Una sensación parecida a ese particular eco narrativo fluye en Los vivos. Esta novela fue ideada, en un principio, como un proyecto titánico que con el pasar de los años se volvió una pieza ligera en su estructura, con brevísimos capítulos, casi fragmentos de ensoñación; aunque cargados de ritmo y frases que revolotean en la habitación cuando se cierra el libro.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, comenta el escritor. “Cuando me senté a escribir, por fin convencido de que ya la tenía, sabía que iba a ser mi novela más larga, una de mil y cacho páginas”.

Como suele ocurrirle a la mayoría de escritores hay piezas que navegan entre pensamientos, anotaciones en servilletas o posits que se esconden debajo del escritorio durante años. Esos fragmentos a la deriva chocaban contra el acantilado hasta que un día, en una conferencia, tomaron forma en el imaginario de Monge.

“Yo estaba de público y se estaba hablando de cualquier cosa, de verdad, nada en absoluto que tuviera relación con esto. Yo había entrado en la conferencia pensando en esto, considerando la imposibilidad de escribirla [la novela]. Y alguien en la conferencia dijo ‘los vivos’ y a mí me pegó así como pinche cachetadón y explotó”.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, Emiliano Monge.

Al principio de la carrera de un escritor, las capas dentro de una historia pueden llegar a convertirla en un bastión amurallado que requiere de muchas pausas, como ocurre con Las tierras arrasadas, cuyo abordaje exige calma, tiempo y espacios donde la mente esté receptiva.

Por otra parte, Los vivos pertenece al grupo de novelas donde los pies se aligeran para brincar de una palabra a otra, de una frase a una idea completa. En esta obra el centro se halla en lo simbólico y lo poético. A ratos evoca al escritor Erri De Luca con El peso de la mariposa o por momentos al tono de Stanisław Lem.

“Hay libros que pudiste haber leído hace 10 años y se quedaron vibrando. Cuando aparece en tu escritura el hueco en el que se puede filtrar, se filtra de manera casi sola”, considera. “A Stanislaw me lo leí enterito, en su momento, así que seguramente se habrá filtrado. No sé, es que hay muchas cosas. Me gusta pensar que estoy abierto a dejar que se filtren textos clásicos, tanto como textos de ruptura, tanto como vanguardias, tanto como mis contemporáneos. Leo mucho, a mis contemporáneos también. Hay una dimensión de la literatura que se escribe en plural. Cada uno tiene sus libros y son individuales, pero no es casual que de pronto haya temas a los que lleguen tres o cuatro escritores al mismo tiempo”.

Siempre existe la tentación de volver a obras acabadas y pulir detalles en el marco de una reedición o traducción. Sin embargo, Monge prefiere dejar en paz a sus libros una vez que salen de la imprenta. Con Los vivos cierra un proceso que ata un montón de hilitos y lo deja con una sensación de extraña tranquilidad.

“Cuando estaba trabajando, lo que me repetía a mí mismo, todo el tiempo, es que ese texto, resultado de todo este trabajo, tenía que ser un animalito muy frágil. Como el cadáver de un pajarito: unos huesitos muy sencillos”, menciona el escritor. “En ese sentido, la prosa es muy como esquelética. Está desprovista de un montón de cosas, de capas. Normalmente trabajo como hacían los pintores del Renacimiento, que pintaban el esqueleto; luego, el sistema vascular, la musculatura, etcétera. Es esta cosa como esquelética, como frágil, de un libro asediado por el silencio. Todo lo que se dice está muy asediado por el silencio”.

También te puede interesar leer: "La Guerra Sucia que hirió a todos, incluso a algunos perpetradores".

Con la novela Los vivos, Emiliano Monge despoja su narrativa de cualquier artificio y ofrece una visión poética de las desapariciones. Foto: Mariano Augusto Mangas.

La idea del lector y el lenguaje

Los vivos le rinde tributo al lenguaje y nos recuerda que mientras tomemos un libro del aparador, mantendremos a la narrativa con vitalidad: de no ser por la complicidad del lector, las palabras también quedarían en el olvido.

En el capítulo seis del apartado “El niño y Vestigia” se debe transitar con detenimiento. Monge arroja líneas poéticas que flotan en la habitación. Un viento desértico que evoca a la prosa de Jesús Gardea se adueña de las páginas:

El niño imagina entonces lo que Vestigia también hace en cuanto ha entrado a esa zanja, ese como ombligo de tierra que, entonces, por fin, deja de quejarse: primero se pone en cuclillas, después se deja caer hacia la izquierda y así es como se queda.

No volverá, Vestigia, a moverse: ni en el agujero en el que está desvaneciéndose ni en la imaginación del Niño, que, agotado, sacude la cabeza.

Emiliano Monge nos sitúa en un presente al que sería muy difícil asomarse en los términos de lo concreto, pero que la literatura nos permite visualizar. Pasado, presente, y un halo de silencio en torno a la ausencia: “Intenté que el lenguaje lo lama, por lo menos se le acerque, se le aproxime. Tratar de que veamos con el lenguaje, que escuchemos con el lenguaje, de que el lenguaje sea los otros sentidos con los que no podemos acceder a eso que no está. No lo podemos ver, no lo podemos oír, no lo podemos tocar, pero el lenguaje nos permite intentarlo”.

En ese sentido, Monge me cuenta la anécdota de una conferencia a la que asistió en Ecuador, donde se presentaron el poeta peruano Mario Montalbetti, y el venezolano Ígor Barreto. A Montalbetti le preguntaron si cuando él escribía pensaba en el lector o si se comparaba con otros escritores.

“Fue muy bonito lo que respondió, porque en la primera parte de la respuesta yo dije ‘pinche mamón, se está pasando de lanza’. Pero luego entendí a qué se refería. Decía: ‘Yo cuando escribo me comparo con Shakespeare, me comparo con César Vallejo, pienso en César Vallejo. No me comparo, no pienso en César Vallejo, pienso en Shakespeare’. ¿Y decía por qué? Porque esa idea de lector que tenemos los escritores no es el lector, es el lenguaje. Entonces, claro, yo pienso en ellos porque pienso en el lenguaje. Pienso que me gustaría que me leyera César Vallejo porque le estoy escribiendo al lenguaje, no a César Vallejo”, comenta Monge. “Entonces, ese es el lector que uno puede pensar. Y eso es lo único que me importa de verdad: cómo cojo esas palabras, me las meto en la boca y las uso. No si a un libro le va bien, si a un libro le va mal, si un libro es importante. No, no, no. Yo estoy escribiendo el lenguaje y es lo único que me interesa”.



Retornos

“El café sabe horrible” bien podría ser la frase de uno de los personajes construidos por Emiliano Monge para su novela Los vivos, justo cuando llega el momento del inevitable quiebre entre la pareja de protagonistas. Sin embargo, es el propio Monge que tras varias sesiones de preguntas con distintos reporteros mexicanos se hartó de esa bebida y prefirió un poco de té.

Mientras reviso los últimos detalles de nuestra conversación, me invaden los recuerdos de distintos rompimientos amorosos y una de las etapas más dolorosas entre personas que se tuvieron cariño, amor o un poco de ternura. Sin duda es la del duelo dentro de la relación: cuando las charlas pasan de la emoción al enrarecimiento y los pretextos para sostener la distancia son el preludio a la despedida. Monge explora justo ese punto muerto entre Vestigia e Hincapié, quienes tras un accidente pierden al bebé que esperaban.

“Es un libro que contiene varias historias de amor y de pérdida. Y entre eso, entre la pérdida y el amor, entre la ausencia y la presencia, entre la desaparición y la aparición, suceden los retornos y regresos”, asegura Monge. “Es un libro que trata de ver en donde no podemos ver y quizá es ahí donde se engarza algo, algo que es bastante innombrable, que solo se puede sugerir. Es también un libro sobre la imposibilidad de la literatura, de tocar ciertas cosas, de reconocer sus propios límites, pero también de ese punto en el que la literatura y la realidad pueden retornar a las historias personales y los testimonios, el testimonio de cada uno de nosotros”.

Cerca del punto final, aún trato de descifrar frases e imágenes que Emiliano Monge sopló frente a mí, como una bocanada de tabaco que provoca una bruma, muy parecida a la de los escenarios lynchianos donde toca al espectador descifrar las claves. Le doy un sorbo a mi café. Y sí, ¡qué malo está el café! Aunque vuelvo a esa sensación de haber descubierto en Los vivos un cardumen de peces dorados.

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¿Somos una metáfora de las costumbres que tienen los animales?, se pregunta Emiliano Monge en su novela Los vivos. Foto: Mariano Augusto Mangas.
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A lo largo de 10 años, una serie de fragmentos sobre la ruptura amorosa, las desapariciones y el espacio límbico habitaron la mente de Emiliano Monge, quien relata cómo se materializó su novela <i>Los vivos</i> (2024).

¿Somos las analogías de los animales? Es la premisa de Lucía, una de las protagonistas de Los vivos (Penguin Random House, 2024), quien muestra los rituales que podemos compartir con ellos: cuando alguien desaparece de nuestras vidas, llenamos el vacío con sus objetos. Mi madre adoraba una jarra de barro con un adorno de media luna. Siempre que sus hijos la visitábamos, se apuraba a servirnos un vaso de agua fresca. Nos miraba como si aún fuéramos unos niños que regresan de jugar en la calle. Hoy, que mamá ya no está en nuestras vidas, esa jarra ocupa la mesa central en la casa de mis abuelos —ahora hogar de mi hermano menor—. Las fotos de mamá, sus frases, sus miedos hoy habitan otro espacio y significado: “Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya”, Lucía afirma con voz de oráculo.

“El proceso de crear la voz y el tono de los personajes es muy difícil de hablar, porque la gente te escucha y dice: ‘ay, este pinche loco’ o dicen ‘ay, qué mamón, eso no puede pasar’. Pero pasa, o sea, pasa en la medida de que cuando uno empieza a escribir un proyecto, el mundo del que estás escribiendo es una burbujita, y esa burbujita va creciendo, va creciendo, va creciendo; se va hinchando, se va hinchando, se va hinchando”, menciona Emiliano Monge, en charla con Gatopardo. “Ocupa un espacio igual a la realidad, y empieza a pasar tiempo aquí y tiempo allá. Pasas tiempo en los dos espacios, en los dos universos. Tienes que aprender a escuchar ese otro universo como aprendiste a escuchar en este, y aprender a hablar con los demás como aprendiste a hablar en este. Esos personajes sí acceden a una individualidad y a una forma de ser, una forma de pensar”.

Si bien otros escritores como Augusto Monterroso con su libro La oveja negra y demás fábulas (1969) o el Bestiario (1938) de Juan José Arreola exploran los claroscuros y el temperamento humano mediante las características animales; Monge se aleja del terreno de la fábula y los plantea como observadores de un mundo donde no acabamos por comprender el dolor del otro.

“Soy muy amigo de Antonio Ortuño, otro escritor de mi generación al que admiro y quiero mucho”, recuerda Monge, “y mientras él leía el primer manuscrito de este libro, hace mucho tiempo, me decía que le recordaba mucho de la prosa lo de las ranas: lo de que solamente ven el movimiento y que son ciegas cuando el mundo está en calma. Y eso fue lo primero que apareció, se metió en la novela. Hablando con él, dije esto tiene que estar en la novela. Y eso desató todo lo de los animales”.

Cada autor tiene su propia definición sobre el proceso narrativo; para algunos se ganará la pelea por decisión, otros lo mirarán como un complejo rompecabezas, algunos más como una espiral o con una estructura de cebolla. Sin duda, me quedo con la definición de Monge: “Siento que somos pulpos los escritores. Hay un cerebro central, pero cada tentáculo tiene su propio cerebro. Y cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando. En ese proceso se transforman los libros”.

Los desaparecidos

Vestigia e Hincapié, protagonistas centrales de la novela, son guiados por intuiciones que poco a poco les revelan sus destinos en un espacio de tiempo detenido. Lo planteado por Monge no es un lugar de tránsito. Aunque puede apuntar a la tradición fantasmal rulfiana, se halla más en los derroteros límbicos de José Revueltas. No es casualidad que una de las epígrafes en Los vivos provenga de la novela El luto humano (1943).

El autor considera que en esta novela la ausencia del pasado era fundamental y durante muchos años exploró un sitio adecuado para hablar del tema, uno que surgió con Las tierras arrasadas (Penguin Random House, 2015): “Llevo más de una década buscando una forma de hablar de algo. No es porque crea que estaba innovando y que encontré la forma en la que se debe hacer, para nada. Pero sí es la que yo necesitaba para poder hablar. Me tardé mucho. Y en ese proceso, en esa década, pasaron mil cosas. Realicé muchas, conversé con muchos familiares y amigos y parejas de desaparecidos. Es muy notorio”.

"Cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando", Emiliano Monge.

De esta premisa surge la percepción que en algún punto del espacio-tiempo propuesto por Monge, de algún modo todos somos las ausencias que nos ocurren o como lo dice Lucía en la novela: “No imagina que, además de la que es, es el fantasma de un ser anterior”. La intención de Monge es clara al poner frente al lector el reflejo de una sociedad marcada por la Guerra Sucia, pasando por Felipe Calderón y su guerra contra el narco, hasta los 43 normalistas de Ayotzinapa.

“Un error que cometen las personas que entrevistan a familiares de desaparecidos, de manera muy natural, es preguntar: ‘¿cuál era su color favorito?’, y la respuesta siempre es ‘cuál es su color favorito’; ‘¿cuántos años tenía?’, y no, ‘tiene tantos años’. Es decir, aún no pasó. Espérate, esto no acabó. Entonces yo quería que en la novela no hubiera pasado, que desapareciera el pasado y que fuera presente. El hueco, la ausencia que deja la desaparición es todo en esta novela. Es el lugar de la novela. Es un instante que es presente total, presente puro”, asegura el escritor.

"Pensar que hubiera otra vida detrás de esta, y que la nuestra fuera de hecho el espacio tranquilizador en el que los de aquella se recuperan", fragmento de Los vivos, de Emiliano Monge. Foto: Mariano Augusto Mangas.

Animales frágiles

Emiliano Monge enfatiza al tiempo detenido para mostrar la permanencia de las costumbres, aunque también se hallen vinculadas a cuestiones futuras. De algún modo, cada escritor cuenta con un plan o una idea general sobre la novela que durante el trayecto de la escritura se transforma.

Las experiencias narrativas vienen acompañadas por lo musical, al menos para mí. Entre los primeros libros que llamaron mi atención durante la adolescencia, está Ciudades desiertas (1982), de José Agustín, que fue acompañada por el Dark Side of the Moon (1973) como ruido de fondo. En ese entonces me sentí impactado por un tren y de inmediato surgió el deseo de volver a explorar las capas que pasaron desapercibidas en esa primera sesión psicomúsiconarrativaespacial.

Una sensación parecida a ese particular eco narrativo fluye en Los vivos. Esta novela fue ideada, en un principio, como un proyecto titánico que con el pasar de los años se volvió una pieza ligera en su estructura, con brevísimos capítulos, casi fragmentos de ensoñación; aunque cargados de ritmo y frases que revolotean en la habitación cuando se cierra el libro.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, comenta el escritor. “Cuando me senté a escribir, por fin convencido de que ya la tenía, sabía que iba a ser mi novela más larga, una de mil y cacho páginas”.

Como suele ocurrirle a la mayoría de escritores hay piezas que navegan entre pensamientos, anotaciones en servilletas o posits que se esconden debajo del escritorio durante años. Esos fragmentos a la deriva chocaban contra el acantilado hasta que un día, en una conferencia, tomaron forma en el imaginario de Monge.

“Yo estaba de público y se estaba hablando de cualquier cosa, de verdad, nada en absoluto que tuviera relación con esto. Yo había entrado en la conferencia pensando en esto, considerando la imposibilidad de escribirla [la novela]. Y alguien en la conferencia dijo ‘los vivos’ y a mí me pegó así como pinche cachetadón y explotó”.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, Emiliano Monge.

Al principio de la carrera de un escritor, las capas dentro de una historia pueden llegar a convertirla en un bastión amurallado que requiere de muchas pausas, como ocurre con Las tierras arrasadas, cuyo abordaje exige calma, tiempo y espacios donde la mente esté receptiva.

Por otra parte, Los vivos pertenece al grupo de novelas donde los pies se aligeran para brincar de una palabra a otra, de una frase a una idea completa. En esta obra el centro se halla en lo simbólico y lo poético. A ratos evoca al escritor Erri De Luca con El peso de la mariposa o por momentos al tono de Stanisław Lem.

“Hay libros que pudiste haber leído hace 10 años y se quedaron vibrando. Cuando aparece en tu escritura el hueco en el que se puede filtrar, se filtra de manera casi sola”, considera. “A Stanislaw me lo leí enterito, en su momento, así que seguramente se habrá filtrado. No sé, es que hay muchas cosas. Me gusta pensar que estoy abierto a dejar que se filtren textos clásicos, tanto como textos de ruptura, tanto como vanguardias, tanto como mis contemporáneos. Leo mucho, a mis contemporáneos también. Hay una dimensión de la literatura que se escribe en plural. Cada uno tiene sus libros y son individuales, pero no es casual que de pronto haya temas a los que lleguen tres o cuatro escritores al mismo tiempo”.

Siempre existe la tentación de volver a obras acabadas y pulir detalles en el marco de una reedición o traducción. Sin embargo, Monge prefiere dejar en paz a sus libros una vez que salen de la imprenta. Con Los vivos cierra un proceso que ata un montón de hilitos y lo deja con una sensación de extraña tranquilidad.

“Cuando estaba trabajando, lo que me repetía a mí mismo, todo el tiempo, es que ese texto, resultado de todo este trabajo, tenía que ser un animalito muy frágil. Como el cadáver de un pajarito: unos huesitos muy sencillos”, menciona el escritor. “En ese sentido, la prosa es muy como esquelética. Está desprovista de un montón de cosas, de capas. Normalmente trabajo como hacían los pintores del Renacimiento, que pintaban el esqueleto; luego, el sistema vascular, la musculatura, etcétera. Es esta cosa como esquelética, como frágil, de un libro asediado por el silencio. Todo lo que se dice está muy asediado por el silencio”.

También te puede interesar leer: "La Guerra Sucia que hirió a todos, incluso a algunos perpetradores".

Con la novela Los vivos, Emiliano Monge despoja su narrativa de cualquier artificio y ofrece una visión poética de las desapariciones. Foto: Mariano Augusto Mangas.

La idea del lector y el lenguaje

Los vivos le rinde tributo al lenguaje y nos recuerda que mientras tomemos un libro del aparador, mantendremos a la narrativa con vitalidad: de no ser por la complicidad del lector, las palabras también quedarían en el olvido.

En el capítulo seis del apartado “El niño y Vestigia” se debe transitar con detenimiento. Monge arroja líneas poéticas que flotan en la habitación. Un viento desértico que evoca a la prosa de Jesús Gardea se adueña de las páginas:

El niño imagina entonces lo que Vestigia también hace en cuanto ha entrado a esa zanja, ese como ombligo de tierra que, entonces, por fin, deja de quejarse: primero se pone en cuclillas, después se deja caer hacia la izquierda y así es como se queda.

No volverá, Vestigia, a moverse: ni en el agujero en el que está desvaneciéndose ni en la imaginación del Niño, que, agotado, sacude la cabeza.

Emiliano Monge nos sitúa en un presente al que sería muy difícil asomarse en los términos de lo concreto, pero que la literatura nos permite visualizar. Pasado, presente, y un halo de silencio en torno a la ausencia: “Intenté que el lenguaje lo lama, por lo menos se le acerque, se le aproxime. Tratar de que veamos con el lenguaje, que escuchemos con el lenguaje, de que el lenguaje sea los otros sentidos con los que no podemos acceder a eso que no está. No lo podemos ver, no lo podemos oír, no lo podemos tocar, pero el lenguaje nos permite intentarlo”.

En ese sentido, Monge me cuenta la anécdota de una conferencia a la que asistió en Ecuador, donde se presentaron el poeta peruano Mario Montalbetti, y el venezolano Ígor Barreto. A Montalbetti le preguntaron si cuando él escribía pensaba en el lector o si se comparaba con otros escritores.

“Fue muy bonito lo que respondió, porque en la primera parte de la respuesta yo dije ‘pinche mamón, se está pasando de lanza’. Pero luego entendí a qué se refería. Decía: ‘Yo cuando escribo me comparo con Shakespeare, me comparo con César Vallejo, pienso en César Vallejo. No me comparo, no pienso en César Vallejo, pienso en Shakespeare’. ¿Y decía por qué? Porque esa idea de lector que tenemos los escritores no es el lector, es el lenguaje. Entonces, claro, yo pienso en ellos porque pienso en el lenguaje. Pienso que me gustaría que me leyera César Vallejo porque le estoy escribiendo al lenguaje, no a César Vallejo”, comenta Monge. “Entonces, ese es el lector que uno puede pensar. Y eso es lo único que me importa de verdad: cómo cojo esas palabras, me las meto en la boca y las uso. No si a un libro le va bien, si a un libro le va mal, si un libro es importante. No, no, no. Yo estoy escribiendo el lenguaje y es lo único que me interesa”.



Retornos

“El café sabe horrible” bien podría ser la frase de uno de los personajes construidos por Emiliano Monge para su novela Los vivos, justo cuando llega el momento del inevitable quiebre entre la pareja de protagonistas. Sin embargo, es el propio Monge que tras varias sesiones de preguntas con distintos reporteros mexicanos se hartó de esa bebida y prefirió un poco de té.

Mientras reviso los últimos detalles de nuestra conversación, me invaden los recuerdos de distintos rompimientos amorosos y una de las etapas más dolorosas entre personas que se tuvieron cariño, amor o un poco de ternura. Sin duda es la del duelo dentro de la relación: cuando las charlas pasan de la emoción al enrarecimiento y los pretextos para sostener la distancia son el preludio a la despedida. Monge explora justo ese punto muerto entre Vestigia e Hincapié, quienes tras un accidente pierden al bebé que esperaban.

“Es un libro que contiene varias historias de amor y de pérdida. Y entre eso, entre la pérdida y el amor, entre la ausencia y la presencia, entre la desaparición y la aparición, suceden los retornos y regresos”, asegura Monge. “Es un libro que trata de ver en donde no podemos ver y quizá es ahí donde se engarza algo, algo que es bastante innombrable, que solo se puede sugerir. Es también un libro sobre la imposibilidad de la literatura, de tocar ciertas cosas, de reconocer sus propios límites, pero también de ese punto en el que la literatura y la realidad pueden retornar a las historias personales y los testimonios, el testimonio de cada uno de nosotros”.

Cerca del punto final, aún trato de descifrar frases e imágenes que Emiliano Monge sopló frente a mí, como una bocanada de tabaco que provoca una bruma, muy parecida a la de los escenarios lynchianos donde toca al espectador descifrar las claves. Le doy un sorbo a mi café. Y sí, ¡qué malo está el café! Aunque vuelvo a esa sensación de haber descubierto en Los vivos un cardumen de peces dorados.

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<i>Los vivos</i>, un ave frágil que flota en la habitación

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A lo largo de 10 años, una serie de fragmentos sobre la ruptura amorosa, las desapariciones y el espacio límbico habitaron la mente de Emiliano Monge, quien relata cómo se materializó su novela <i>Los vivos</i> (2024).

¿Somos las analogías de los animales? Es la premisa de Lucía, una de las protagonistas de Los vivos (Penguin Random House, 2024), quien muestra los rituales que podemos compartir con ellos: cuando alguien desaparece de nuestras vidas, llenamos el vacío con sus objetos. Mi madre adoraba una jarra de barro con un adorno de media luna. Siempre que sus hijos la visitábamos, se apuraba a servirnos un vaso de agua fresca. Nos miraba como si aún fuéramos unos niños que regresan de jugar en la calle. Hoy, que mamá ya no está en nuestras vidas, esa jarra ocupa la mesa central en la casa de mis abuelos —ahora hogar de mi hermano menor—. Las fotos de mamá, sus frases, sus miedos hoy habitan otro espacio y significado: “Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya”, Lucía afirma con voz de oráculo.

“El proceso de crear la voz y el tono de los personajes es muy difícil de hablar, porque la gente te escucha y dice: ‘ay, este pinche loco’ o dicen ‘ay, qué mamón, eso no puede pasar’. Pero pasa, o sea, pasa en la medida de que cuando uno empieza a escribir un proyecto, el mundo del que estás escribiendo es una burbujita, y esa burbujita va creciendo, va creciendo, va creciendo; se va hinchando, se va hinchando, se va hinchando”, menciona Emiliano Monge, en charla con Gatopardo. “Ocupa un espacio igual a la realidad, y empieza a pasar tiempo aquí y tiempo allá. Pasas tiempo en los dos espacios, en los dos universos. Tienes que aprender a escuchar ese otro universo como aprendiste a escuchar en este, y aprender a hablar con los demás como aprendiste a hablar en este. Esos personajes sí acceden a una individualidad y a una forma de ser, una forma de pensar”.

Si bien otros escritores como Augusto Monterroso con su libro La oveja negra y demás fábulas (1969) o el Bestiario (1938) de Juan José Arreola exploran los claroscuros y el temperamento humano mediante las características animales; Monge se aleja del terreno de la fábula y los plantea como observadores de un mundo donde no acabamos por comprender el dolor del otro.

“Soy muy amigo de Antonio Ortuño, otro escritor de mi generación al que admiro y quiero mucho”, recuerda Monge, “y mientras él leía el primer manuscrito de este libro, hace mucho tiempo, me decía que le recordaba mucho de la prosa lo de las ranas: lo de que solamente ven el movimiento y que son ciegas cuando el mundo está en calma. Y eso fue lo primero que apareció, se metió en la novela. Hablando con él, dije esto tiene que estar en la novela. Y eso desató todo lo de los animales”.

Cada autor tiene su propia definición sobre el proceso narrativo; para algunos se ganará la pelea por decisión, otros lo mirarán como un complejo rompecabezas, algunos más como una espiral o con una estructura de cebolla. Sin duda, me quedo con la definición de Monge: “Siento que somos pulpos los escritores. Hay un cerebro central, pero cada tentáculo tiene su propio cerebro. Y cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando. En ese proceso se transforman los libros”.

Los desaparecidos

Vestigia e Hincapié, protagonistas centrales de la novela, son guiados por intuiciones que poco a poco les revelan sus destinos en un espacio de tiempo detenido. Lo planteado por Monge no es un lugar de tránsito. Aunque puede apuntar a la tradición fantasmal rulfiana, se halla más en los derroteros límbicos de José Revueltas. No es casualidad que una de las epígrafes en Los vivos provenga de la novela El luto humano (1943).

El autor considera que en esta novela la ausencia del pasado era fundamental y durante muchos años exploró un sitio adecuado para hablar del tema, uno que surgió con Las tierras arrasadas (Penguin Random House, 2015): “Llevo más de una década buscando una forma de hablar de algo. No es porque crea que estaba innovando y que encontré la forma en la que se debe hacer, para nada. Pero sí es la que yo necesitaba para poder hablar. Me tardé mucho. Y en ese proceso, en esa década, pasaron mil cosas. Realicé muchas, conversé con muchos familiares y amigos y parejas de desaparecidos. Es muy notorio”.

"Cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando", Emiliano Monge.

De esta premisa surge la percepción que en algún punto del espacio-tiempo propuesto por Monge, de algún modo todos somos las ausencias que nos ocurren o como lo dice Lucía en la novela: “No imagina que, además de la que es, es el fantasma de un ser anterior”. La intención de Monge es clara al poner frente al lector el reflejo de una sociedad marcada por la Guerra Sucia, pasando por Felipe Calderón y su guerra contra el narco, hasta los 43 normalistas de Ayotzinapa.

“Un error que cometen las personas que entrevistan a familiares de desaparecidos, de manera muy natural, es preguntar: ‘¿cuál era su color favorito?’, y la respuesta siempre es ‘cuál es su color favorito’; ‘¿cuántos años tenía?’, y no, ‘tiene tantos años’. Es decir, aún no pasó. Espérate, esto no acabó. Entonces yo quería que en la novela no hubiera pasado, que desapareciera el pasado y que fuera presente. El hueco, la ausencia que deja la desaparición es todo en esta novela. Es el lugar de la novela. Es un instante que es presente total, presente puro”, asegura el escritor.

"Pensar que hubiera otra vida detrás de esta, y que la nuestra fuera de hecho el espacio tranquilizador en el que los de aquella se recuperan", fragmento de Los vivos, de Emiliano Monge. Foto: Mariano Augusto Mangas.

Animales frágiles

Emiliano Monge enfatiza al tiempo detenido para mostrar la permanencia de las costumbres, aunque también se hallen vinculadas a cuestiones futuras. De algún modo, cada escritor cuenta con un plan o una idea general sobre la novela que durante el trayecto de la escritura se transforma.

Las experiencias narrativas vienen acompañadas por lo musical, al menos para mí. Entre los primeros libros que llamaron mi atención durante la adolescencia, está Ciudades desiertas (1982), de José Agustín, que fue acompañada por el Dark Side of the Moon (1973) como ruido de fondo. En ese entonces me sentí impactado por un tren y de inmediato surgió el deseo de volver a explorar las capas que pasaron desapercibidas en esa primera sesión psicomúsiconarrativaespacial.

Una sensación parecida a ese particular eco narrativo fluye en Los vivos. Esta novela fue ideada, en un principio, como un proyecto titánico que con el pasar de los años se volvió una pieza ligera en su estructura, con brevísimos capítulos, casi fragmentos de ensoñación; aunque cargados de ritmo y frases que revolotean en la habitación cuando se cierra el libro.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, comenta el escritor. “Cuando me senté a escribir, por fin convencido de que ya la tenía, sabía que iba a ser mi novela más larga, una de mil y cacho páginas”.

Como suele ocurrirle a la mayoría de escritores hay piezas que navegan entre pensamientos, anotaciones en servilletas o posits que se esconden debajo del escritorio durante años. Esos fragmentos a la deriva chocaban contra el acantilado hasta que un día, en una conferencia, tomaron forma en el imaginario de Monge.

“Yo estaba de público y se estaba hablando de cualquier cosa, de verdad, nada en absoluto que tuviera relación con esto. Yo había entrado en la conferencia pensando en esto, considerando la imposibilidad de escribirla [la novela]. Y alguien en la conferencia dijo ‘los vivos’ y a mí me pegó así como pinche cachetadón y explotó”.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, Emiliano Monge.

Al principio de la carrera de un escritor, las capas dentro de una historia pueden llegar a convertirla en un bastión amurallado que requiere de muchas pausas, como ocurre con Las tierras arrasadas, cuyo abordaje exige calma, tiempo y espacios donde la mente esté receptiva.

Por otra parte, Los vivos pertenece al grupo de novelas donde los pies se aligeran para brincar de una palabra a otra, de una frase a una idea completa. En esta obra el centro se halla en lo simbólico y lo poético. A ratos evoca al escritor Erri De Luca con El peso de la mariposa o por momentos al tono de Stanisław Lem.

“Hay libros que pudiste haber leído hace 10 años y se quedaron vibrando. Cuando aparece en tu escritura el hueco en el que se puede filtrar, se filtra de manera casi sola”, considera. “A Stanislaw me lo leí enterito, en su momento, así que seguramente se habrá filtrado. No sé, es que hay muchas cosas. Me gusta pensar que estoy abierto a dejar que se filtren textos clásicos, tanto como textos de ruptura, tanto como vanguardias, tanto como mis contemporáneos. Leo mucho, a mis contemporáneos también. Hay una dimensión de la literatura que se escribe en plural. Cada uno tiene sus libros y son individuales, pero no es casual que de pronto haya temas a los que lleguen tres o cuatro escritores al mismo tiempo”.

Siempre existe la tentación de volver a obras acabadas y pulir detalles en el marco de una reedición o traducción. Sin embargo, Monge prefiere dejar en paz a sus libros una vez que salen de la imprenta. Con Los vivos cierra un proceso que ata un montón de hilitos y lo deja con una sensación de extraña tranquilidad.

“Cuando estaba trabajando, lo que me repetía a mí mismo, todo el tiempo, es que ese texto, resultado de todo este trabajo, tenía que ser un animalito muy frágil. Como el cadáver de un pajarito: unos huesitos muy sencillos”, menciona el escritor. “En ese sentido, la prosa es muy como esquelética. Está desprovista de un montón de cosas, de capas. Normalmente trabajo como hacían los pintores del Renacimiento, que pintaban el esqueleto; luego, el sistema vascular, la musculatura, etcétera. Es esta cosa como esquelética, como frágil, de un libro asediado por el silencio. Todo lo que se dice está muy asediado por el silencio”.

También te puede interesar leer: "La Guerra Sucia que hirió a todos, incluso a algunos perpetradores".

Con la novela Los vivos, Emiliano Monge despoja su narrativa de cualquier artificio y ofrece una visión poética de las desapariciones. Foto: Mariano Augusto Mangas.

La idea del lector y el lenguaje

Los vivos le rinde tributo al lenguaje y nos recuerda que mientras tomemos un libro del aparador, mantendremos a la narrativa con vitalidad: de no ser por la complicidad del lector, las palabras también quedarían en el olvido.

En el capítulo seis del apartado “El niño y Vestigia” se debe transitar con detenimiento. Monge arroja líneas poéticas que flotan en la habitación. Un viento desértico que evoca a la prosa de Jesús Gardea se adueña de las páginas:

El niño imagina entonces lo que Vestigia también hace en cuanto ha entrado a esa zanja, ese como ombligo de tierra que, entonces, por fin, deja de quejarse: primero se pone en cuclillas, después se deja caer hacia la izquierda y así es como se queda.

No volverá, Vestigia, a moverse: ni en el agujero en el que está desvaneciéndose ni en la imaginación del Niño, que, agotado, sacude la cabeza.

Emiliano Monge nos sitúa en un presente al que sería muy difícil asomarse en los términos de lo concreto, pero que la literatura nos permite visualizar. Pasado, presente, y un halo de silencio en torno a la ausencia: “Intenté que el lenguaje lo lama, por lo menos se le acerque, se le aproxime. Tratar de que veamos con el lenguaje, que escuchemos con el lenguaje, de que el lenguaje sea los otros sentidos con los que no podemos acceder a eso que no está. No lo podemos ver, no lo podemos oír, no lo podemos tocar, pero el lenguaje nos permite intentarlo”.

En ese sentido, Monge me cuenta la anécdota de una conferencia a la que asistió en Ecuador, donde se presentaron el poeta peruano Mario Montalbetti, y el venezolano Ígor Barreto. A Montalbetti le preguntaron si cuando él escribía pensaba en el lector o si se comparaba con otros escritores.

“Fue muy bonito lo que respondió, porque en la primera parte de la respuesta yo dije ‘pinche mamón, se está pasando de lanza’. Pero luego entendí a qué se refería. Decía: ‘Yo cuando escribo me comparo con Shakespeare, me comparo con César Vallejo, pienso en César Vallejo. No me comparo, no pienso en César Vallejo, pienso en Shakespeare’. ¿Y decía por qué? Porque esa idea de lector que tenemos los escritores no es el lector, es el lenguaje. Entonces, claro, yo pienso en ellos porque pienso en el lenguaje. Pienso que me gustaría que me leyera César Vallejo porque le estoy escribiendo al lenguaje, no a César Vallejo”, comenta Monge. “Entonces, ese es el lector que uno puede pensar. Y eso es lo único que me importa de verdad: cómo cojo esas palabras, me las meto en la boca y las uso. No si a un libro le va bien, si a un libro le va mal, si un libro es importante. No, no, no. Yo estoy escribiendo el lenguaje y es lo único que me interesa”.



Retornos

“El café sabe horrible” bien podría ser la frase de uno de los personajes construidos por Emiliano Monge para su novela Los vivos, justo cuando llega el momento del inevitable quiebre entre la pareja de protagonistas. Sin embargo, es el propio Monge que tras varias sesiones de preguntas con distintos reporteros mexicanos se hartó de esa bebida y prefirió un poco de té.

Mientras reviso los últimos detalles de nuestra conversación, me invaden los recuerdos de distintos rompimientos amorosos y una de las etapas más dolorosas entre personas que se tuvieron cariño, amor o un poco de ternura. Sin duda es la del duelo dentro de la relación: cuando las charlas pasan de la emoción al enrarecimiento y los pretextos para sostener la distancia son el preludio a la despedida. Monge explora justo ese punto muerto entre Vestigia e Hincapié, quienes tras un accidente pierden al bebé que esperaban.

“Es un libro que contiene varias historias de amor y de pérdida. Y entre eso, entre la pérdida y el amor, entre la ausencia y la presencia, entre la desaparición y la aparición, suceden los retornos y regresos”, asegura Monge. “Es un libro que trata de ver en donde no podemos ver y quizá es ahí donde se engarza algo, algo que es bastante innombrable, que solo se puede sugerir. Es también un libro sobre la imposibilidad de la literatura, de tocar ciertas cosas, de reconocer sus propios límites, pero también de ese punto en el que la literatura y la realidad pueden retornar a las historias personales y los testimonios, el testimonio de cada uno de nosotros”.

Cerca del punto final, aún trato de descifrar frases e imágenes que Emiliano Monge sopló frente a mí, como una bocanada de tabaco que provoca una bruma, muy parecida a la de los escenarios lynchianos donde toca al espectador descifrar las claves. Le doy un sorbo a mi café. Y sí, ¡qué malo está el café! Aunque vuelvo a esa sensación de haber descubierto en Los vivos un cardumen de peces dorados.

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<i>Los vivos</i>, un ave frágil que flota en la habitación

<i>Los vivos</i>, un ave frágil que flota en la habitación

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Ilustración de
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¿Somos una metáfora de las costumbres que tienen los animales?, se pregunta Emiliano Monge en su novela Los vivos. Foto: Mariano Augusto Mangas.
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Tiempo de Lectura: 00 min

A lo largo de 10 años, una serie de fragmentos sobre la ruptura amorosa, las desapariciones y el espacio límbico habitaron la mente de Emiliano Monge, quien relata cómo se materializó su novela <i>Los vivos</i> (2024).

¿Somos las analogías de los animales? Es la premisa de Lucía, una de las protagonistas de Los vivos (Penguin Random House, 2024), quien muestra los rituales que podemos compartir con ellos: cuando alguien desaparece de nuestras vidas, llenamos el vacío con sus objetos. Mi madre adoraba una jarra de barro con un adorno de media luna. Siempre que sus hijos la visitábamos, se apuraba a servirnos un vaso de agua fresca. Nos miraba como si aún fuéramos unos niños que regresan de jugar en la calle. Hoy, que mamá ya no está en nuestras vidas, esa jarra ocupa la mesa central en la casa de mis abuelos —ahora hogar de mi hermano menor—. Las fotos de mamá, sus frases, sus miedos hoy habitan otro espacio y significado: “Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya”, Lucía afirma con voz de oráculo.

“El proceso de crear la voz y el tono de los personajes es muy difícil de hablar, porque la gente te escucha y dice: ‘ay, este pinche loco’ o dicen ‘ay, qué mamón, eso no puede pasar’. Pero pasa, o sea, pasa en la medida de que cuando uno empieza a escribir un proyecto, el mundo del que estás escribiendo es una burbujita, y esa burbujita va creciendo, va creciendo, va creciendo; se va hinchando, se va hinchando, se va hinchando”, menciona Emiliano Monge, en charla con Gatopardo. “Ocupa un espacio igual a la realidad, y empieza a pasar tiempo aquí y tiempo allá. Pasas tiempo en los dos espacios, en los dos universos. Tienes que aprender a escuchar ese otro universo como aprendiste a escuchar en este, y aprender a hablar con los demás como aprendiste a hablar en este. Esos personajes sí acceden a una individualidad y a una forma de ser, una forma de pensar”.

Si bien otros escritores como Augusto Monterroso con su libro La oveja negra y demás fábulas (1969) o el Bestiario (1938) de Juan José Arreola exploran los claroscuros y el temperamento humano mediante las características animales; Monge se aleja del terreno de la fábula y los plantea como observadores de un mundo donde no acabamos por comprender el dolor del otro.

“Soy muy amigo de Antonio Ortuño, otro escritor de mi generación al que admiro y quiero mucho”, recuerda Monge, “y mientras él leía el primer manuscrito de este libro, hace mucho tiempo, me decía que le recordaba mucho de la prosa lo de las ranas: lo de que solamente ven el movimiento y que son ciegas cuando el mundo está en calma. Y eso fue lo primero que apareció, se metió en la novela. Hablando con él, dije esto tiene que estar en la novela. Y eso desató todo lo de los animales”.

Cada autor tiene su propia definición sobre el proceso narrativo; para algunos se ganará la pelea por decisión, otros lo mirarán como un complejo rompecabezas, algunos más como una espiral o con una estructura de cebolla. Sin duda, me quedo con la definición de Monge: “Siento que somos pulpos los escritores. Hay un cerebro central, pero cada tentáculo tiene su propio cerebro. Y cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando. En ese proceso se transforman los libros”.

Los desaparecidos

Vestigia e Hincapié, protagonistas centrales de la novela, son guiados por intuiciones que poco a poco les revelan sus destinos en un espacio de tiempo detenido. Lo planteado por Monge no es un lugar de tránsito. Aunque puede apuntar a la tradición fantasmal rulfiana, se halla más en los derroteros límbicos de José Revueltas. No es casualidad que una de las epígrafes en Los vivos provenga de la novela El luto humano (1943).

El autor considera que en esta novela la ausencia del pasado era fundamental y durante muchos años exploró un sitio adecuado para hablar del tema, uno que surgió con Las tierras arrasadas (Penguin Random House, 2015): “Llevo más de una década buscando una forma de hablar de algo. No es porque crea que estaba innovando y que encontré la forma en la que se debe hacer, para nada. Pero sí es la que yo necesitaba para poder hablar. Me tardé mucho. Y en ese proceso, en esa década, pasaron mil cosas. Realicé muchas, conversé con muchos familiares y amigos y parejas de desaparecidos. Es muy notorio”.

"Cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando", Emiliano Monge.

De esta premisa surge la percepción que en algún punto del espacio-tiempo propuesto por Monge, de algún modo todos somos las ausencias que nos ocurren o como lo dice Lucía en la novela: “No imagina que, además de la que es, es el fantasma de un ser anterior”. La intención de Monge es clara al poner frente al lector el reflejo de una sociedad marcada por la Guerra Sucia, pasando por Felipe Calderón y su guerra contra el narco, hasta los 43 normalistas de Ayotzinapa.

“Un error que cometen las personas que entrevistan a familiares de desaparecidos, de manera muy natural, es preguntar: ‘¿cuál era su color favorito?’, y la respuesta siempre es ‘cuál es su color favorito’; ‘¿cuántos años tenía?’, y no, ‘tiene tantos años’. Es decir, aún no pasó. Espérate, esto no acabó. Entonces yo quería que en la novela no hubiera pasado, que desapareciera el pasado y que fuera presente. El hueco, la ausencia que deja la desaparición es todo en esta novela. Es el lugar de la novela. Es un instante que es presente total, presente puro”, asegura el escritor.

"Pensar que hubiera otra vida detrás de esta, y que la nuestra fuera de hecho el espacio tranquilizador en el que los de aquella se recuperan", fragmento de Los vivos, de Emiliano Monge. Foto: Mariano Augusto Mangas.

Animales frágiles

Emiliano Monge enfatiza al tiempo detenido para mostrar la permanencia de las costumbres, aunque también se hallen vinculadas a cuestiones futuras. De algún modo, cada escritor cuenta con un plan o una idea general sobre la novela que durante el trayecto de la escritura se transforma.

Las experiencias narrativas vienen acompañadas por lo musical, al menos para mí. Entre los primeros libros que llamaron mi atención durante la adolescencia, está Ciudades desiertas (1982), de José Agustín, que fue acompañada por el Dark Side of the Moon (1973) como ruido de fondo. En ese entonces me sentí impactado por un tren y de inmediato surgió el deseo de volver a explorar las capas que pasaron desapercibidas en esa primera sesión psicomúsiconarrativaespacial.

Una sensación parecida a ese particular eco narrativo fluye en Los vivos. Esta novela fue ideada, en un principio, como un proyecto titánico que con el pasar de los años se volvió una pieza ligera en su estructura, con brevísimos capítulos, casi fragmentos de ensoñación; aunque cargados de ritmo y frases que revolotean en la habitación cuando se cierra el libro.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, comenta el escritor. “Cuando me senté a escribir, por fin convencido de que ya la tenía, sabía que iba a ser mi novela más larga, una de mil y cacho páginas”.

Como suele ocurrirle a la mayoría de escritores hay piezas que navegan entre pensamientos, anotaciones en servilletas o posits que se esconden debajo del escritorio durante años. Esos fragmentos a la deriva chocaban contra el acantilado hasta que un día, en una conferencia, tomaron forma en el imaginario de Monge.

“Yo estaba de público y se estaba hablando de cualquier cosa, de verdad, nada en absoluto que tuviera relación con esto. Yo había entrado en la conferencia pensando en esto, considerando la imposibilidad de escribirla [la novela]. Y alguien en la conferencia dijo ‘los vivos’ y a mí me pegó así como pinche cachetadón y explotó”.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, Emiliano Monge.

Al principio de la carrera de un escritor, las capas dentro de una historia pueden llegar a convertirla en un bastión amurallado que requiere de muchas pausas, como ocurre con Las tierras arrasadas, cuyo abordaje exige calma, tiempo y espacios donde la mente esté receptiva.

Por otra parte, Los vivos pertenece al grupo de novelas donde los pies se aligeran para brincar de una palabra a otra, de una frase a una idea completa. En esta obra el centro se halla en lo simbólico y lo poético. A ratos evoca al escritor Erri De Luca con El peso de la mariposa o por momentos al tono de Stanisław Lem.

“Hay libros que pudiste haber leído hace 10 años y se quedaron vibrando. Cuando aparece en tu escritura el hueco en el que se puede filtrar, se filtra de manera casi sola”, considera. “A Stanislaw me lo leí enterito, en su momento, así que seguramente se habrá filtrado. No sé, es que hay muchas cosas. Me gusta pensar que estoy abierto a dejar que se filtren textos clásicos, tanto como textos de ruptura, tanto como vanguardias, tanto como mis contemporáneos. Leo mucho, a mis contemporáneos también. Hay una dimensión de la literatura que se escribe en plural. Cada uno tiene sus libros y son individuales, pero no es casual que de pronto haya temas a los que lleguen tres o cuatro escritores al mismo tiempo”.

Siempre existe la tentación de volver a obras acabadas y pulir detalles en el marco de una reedición o traducción. Sin embargo, Monge prefiere dejar en paz a sus libros una vez que salen de la imprenta. Con Los vivos cierra un proceso que ata un montón de hilitos y lo deja con una sensación de extraña tranquilidad.

“Cuando estaba trabajando, lo que me repetía a mí mismo, todo el tiempo, es que ese texto, resultado de todo este trabajo, tenía que ser un animalito muy frágil. Como el cadáver de un pajarito: unos huesitos muy sencillos”, menciona el escritor. “En ese sentido, la prosa es muy como esquelética. Está desprovista de un montón de cosas, de capas. Normalmente trabajo como hacían los pintores del Renacimiento, que pintaban el esqueleto; luego, el sistema vascular, la musculatura, etcétera. Es esta cosa como esquelética, como frágil, de un libro asediado por el silencio. Todo lo que se dice está muy asediado por el silencio”.

También te puede interesar leer: "La Guerra Sucia que hirió a todos, incluso a algunos perpetradores".

Con la novela Los vivos, Emiliano Monge despoja su narrativa de cualquier artificio y ofrece una visión poética de las desapariciones. Foto: Mariano Augusto Mangas.

La idea del lector y el lenguaje

Los vivos le rinde tributo al lenguaje y nos recuerda que mientras tomemos un libro del aparador, mantendremos a la narrativa con vitalidad: de no ser por la complicidad del lector, las palabras también quedarían en el olvido.

En el capítulo seis del apartado “El niño y Vestigia” se debe transitar con detenimiento. Monge arroja líneas poéticas que flotan en la habitación. Un viento desértico que evoca a la prosa de Jesús Gardea se adueña de las páginas:

El niño imagina entonces lo que Vestigia también hace en cuanto ha entrado a esa zanja, ese como ombligo de tierra que, entonces, por fin, deja de quejarse: primero se pone en cuclillas, después se deja caer hacia la izquierda y así es como se queda.

No volverá, Vestigia, a moverse: ni en el agujero en el que está desvaneciéndose ni en la imaginación del Niño, que, agotado, sacude la cabeza.

Emiliano Monge nos sitúa en un presente al que sería muy difícil asomarse en los términos de lo concreto, pero que la literatura nos permite visualizar. Pasado, presente, y un halo de silencio en torno a la ausencia: “Intenté que el lenguaje lo lama, por lo menos se le acerque, se le aproxime. Tratar de que veamos con el lenguaje, que escuchemos con el lenguaje, de que el lenguaje sea los otros sentidos con los que no podemos acceder a eso que no está. No lo podemos ver, no lo podemos oír, no lo podemos tocar, pero el lenguaje nos permite intentarlo”.

En ese sentido, Monge me cuenta la anécdota de una conferencia a la que asistió en Ecuador, donde se presentaron el poeta peruano Mario Montalbetti, y el venezolano Ígor Barreto. A Montalbetti le preguntaron si cuando él escribía pensaba en el lector o si se comparaba con otros escritores.

“Fue muy bonito lo que respondió, porque en la primera parte de la respuesta yo dije ‘pinche mamón, se está pasando de lanza’. Pero luego entendí a qué se refería. Decía: ‘Yo cuando escribo me comparo con Shakespeare, me comparo con César Vallejo, pienso en César Vallejo. No me comparo, no pienso en César Vallejo, pienso en Shakespeare’. ¿Y decía por qué? Porque esa idea de lector que tenemos los escritores no es el lector, es el lenguaje. Entonces, claro, yo pienso en ellos porque pienso en el lenguaje. Pienso que me gustaría que me leyera César Vallejo porque le estoy escribiendo al lenguaje, no a César Vallejo”, comenta Monge. “Entonces, ese es el lector que uno puede pensar. Y eso es lo único que me importa de verdad: cómo cojo esas palabras, me las meto en la boca y las uso. No si a un libro le va bien, si a un libro le va mal, si un libro es importante. No, no, no. Yo estoy escribiendo el lenguaje y es lo único que me interesa”.



Retornos

“El café sabe horrible” bien podría ser la frase de uno de los personajes construidos por Emiliano Monge para su novela Los vivos, justo cuando llega el momento del inevitable quiebre entre la pareja de protagonistas. Sin embargo, es el propio Monge que tras varias sesiones de preguntas con distintos reporteros mexicanos se hartó de esa bebida y prefirió un poco de té.

Mientras reviso los últimos detalles de nuestra conversación, me invaden los recuerdos de distintos rompimientos amorosos y una de las etapas más dolorosas entre personas que se tuvieron cariño, amor o un poco de ternura. Sin duda es la del duelo dentro de la relación: cuando las charlas pasan de la emoción al enrarecimiento y los pretextos para sostener la distancia son el preludio a la despedida. Monge explora justo ese punto muerto entre Vestigia e Hincapié, quienes tras un accidente pierden al bebé que esperaban.

“Es un libro que contiene varias historias de amor y de pérdida. Y entre eso, entre la pérdida y el amor, entre la ausencia y la presencia, entre la desaparición y la aparición, suceden los retornos y regresos”, asegura Monge. “Es un libro que trata de ver en donde no podemos ver y quizá es ahí donde se engarza algo, algo que es bastante innombrable, que solo se puede sugerir. Es también un libro sobre la imposibilidad de la literatura, de tocar ciertas cosas, de reconocer sus propios límites, pero también de ese punto en el que la literatura y la realidad pueden retornar a las historias personales y los testimonios, el testimonio de cada uno de nosotros”.

Cerca del punto final, aún trato de descifrar frases e imágenes que Emiliano Monge sopló frente a mí, como una bocanada de tabaco que provoca una bruma, muy parecida a la de los escenarios lynchianos donde toca al espectador descifrar las claves. Le doy un sorbo a mi café. Y sí, ¡qué malo está el café! Aunque vuelvo a esa sensación de haber descubierto en Los vivos un cardumen de peces dorados.

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A lo largo de 10 años, una serie de fragmentos sobre la ruptura amorosa, las desapariciones y el espacio límbico habitaron la mente de Emiliano Monge, quien relata cómo se materializó su novela <i>Los vivos</i> (2024).

¿Somos las analogías de los animales? Es la premisa de Lucía, una de las protagonistas de Los vivos (Penguin Random House, 2024), quien muestra los rituales que podemos compartir con ellos: cuando alguien desaparece de nuestras vidas, llenamos el vacío con sus objetos. Mi madre adoraba una jarra de barro con un adorno de media luna. Siempre que sus hijos la visitábamos, se apuraba a servirnos un vaso de agua fresca. Nos miraba como si aún fuéramos unos niños que regresan de jugar en la calle. Hoy, que mamá ya no está en nuestras vidas, esa jarra ocupa la mesa central en la casa de mis abuelos —ahora hogar de mi hermano menor—. Las fotos de mamá, sus frases, sus miedos hoy habitan otro espacio y significado: “Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya”, Lucía afirma con voz de oráculo.

“El proceso de crear la voz y el tono de los personajes es muy difícil de hablar, porque la gente te escucha y dice: ‘ay, este pinche loco’ o dicen ‘ay, qué mamón, eso no puede pasar’. Pero pasa, o sea, pasa en la medida de que cuando uno empieza a escribir un proyecto, el mundo del que estás escribiendo es una burbujita, y esa burbujita va creciendo, va creciendo, va creciendo; se va hinchando, se va hinchando, se va hinchando”, menciona Emiliano Monge, en charla con Gatopardo. “Ocupa un espacio igual a la realidad, y empieza a pasar tiempo aquí y tiempo allá. Pasas tiempo en los dos espacios, en los dos universos. Tienes que aprender a escuchar ese otro universo como aprendiste a escuchar en este, y aprender a hablar con los demás como aprendiste a hablar en este. Esos personajes sí acceden a una individualidad y a una forma de ser, una forma de pensar”.

Si bien otros escritores como Augusto Monterroso con su libro La oveja negra y demás fábulas (1969) o el Bestiario (1938) de Juan José Arreola exploran los claroscuros y el temperamento humano mediante las características animales; Monge se aleja del terreno de la fábula y los plantea como observadores de un mundo donde no acabamos por comprender el dolor del otro.

“Soy muy amigo de Antonio Ortuño, otro escritor de mi generación al que admiro y quiero mucho”, recuerda Monge, “y mientras él leía el primer manuscrito de este libro, hace mucho tiempo, me decía que le recordaba mucho de la prosa lo de las ranas: lo de que solamente ven el movimiento y que son ciegas cuando el mundo está en calma. Y eso fue lo primero que apareció, se metió en la novela. Hablando con él, dije esto tiene que estar en la novela. Y eso desató todo lo de los animales”.

Cada autor tiene su propia definición sobre el proceso narrativo; para algunos se ganará la pelea por decisión, otros lo mirarán como un complejo rompecabezas, algunos más como una espiral o con una estructura de cebolla. Sin duda, me quedo con la definición de Monge: “Siento que somos pulpos los escritores. Hay un cerebro central, pero cada tentáculo tiene su propio cerebro. Y cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando. En ese proceso se transforman los libros”.

Los desaparecidos

Vestigia e Hincapié, protagonistas centrales de la novela, son guiados por intuiciones que poco a poco les revelan sus destinos en un espacio de tiempo detenido. Lo planteado por Monge no es un lugar de tránsito. Aunque puede apuntar a la tradición fantasmal rulfiana, se halla más en los derroteros límbicos de José Revueltas. No es casualidad que una de las epígrafes en Los vivos provenga de la novela El luto humano (1943).

El autor considera que en esta novela la ausencia del pasado era fundamental y durante muchos años exploró un sitio adecuado para hablar del tema, uno que surgió con Las tierras arrasadas (Penguin Random House, 2015): “Llevo más de una década buscando una forma de hablar de algo. No es porque crea que estaba innovando y que encontré la forma en la que se debe hacer, para nada. Pero sí es la que yo necesitaba para poder hablar. Me tardé mucho. Y en ese proceso, en esa década, pasaron mil cosas. Realicé muchas, conversé con muchos familiares y amigos y parejas de desaparecidos. Es muy notorio”.

"Cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando", Emiliano Monge.

De esta premisa surge la percepción que en algún punto del espacio-tiempo propuesto por Monge, de algún modo todos somos las ausencias que nos ocurren o como lo dice Lucía en la novela: “No imagina que, además de la que es, es el fantasma de un ser anterior”. La intención de Monge es clara al poner frente al lector el reflejo de una sociedad marcada por la Guerra Sucia, pasando por Felipe Calderón y su guerra contra el narco, hasta los 43 normalistas de Ayotzinapa.

“Un error que cometen las personas que entrevistan a familiares de desaparecidos, de manera muy natural, es preguntar: ‘¿cuál era su color favorito?’, y la respuesta siempre es ‘cuál es su color favorito’; ‘¿cuántos años tenía?’, y no, ‘tiene tantos años’. Es decir, aún no pasó. Espérate, esto no acabó. Entonces yo quería que en la novela no hubiera pasado, que desapareciera el pasado y que fuera presente. El hueco, la ausencia que deja la desaparición es todo en esta novela. Es el lugar de la novela. Es un instante que es presente total, presente puro”, asegura el escritor.

"Pensar que hubiera otra vida detrás de esta, y que la nuestra fuera de hecho el espacio tranquilizador en el que los de aquella se recuperan", fragmento de Los vivos, de Emiliano Monge. Foto: Mariano Augusto Mangas.

Animales frágiles

Emiliano Monge enfatiza al tiempo detenido para mostrar la permanencia de las costumbres, aunque también se hallen vinculadas a cuestiones futuras. De algún modo, cada escritor cuenta con un plan o una idea general sobre la novela que durante el trayecto de la escritura se transforma.

Las experiencias narrativas vienen acompañadas por lo musical, al menos para mí. Entre los primeros libros que llamaron mi atención durante la adolescencia, está Ciudades desiertas (1982), de José Agustín, que fue acompañada por el Dark Side of the Moon (1973) como ruido de fondo. En ese entonces me sentí impactado por un tren y de inmediato surgió el deseo de volver a explorar las capas que pasaron desapercibidas en esa primera sesión psicomúsiconarrativaespacial.

Una sensación parecida a ese particular eco narrativo fluye en Los vivos. Esta novela fue ideada, en un principio, como un proyecto titánico que con el pasar de los años se volvió una pieza ligera en su estructura, con brevísimos capítulos, casi fragmentos de ensoñación; aunque cargados de ritmo y frases que revolotean en la habitación cuando se cierra el libro.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, comenta el escritor. “Cuando me senté a escribir, por fin convencido de que ya la tenía, sabía que iba a ser mi novela más larga, una de mil y cacho páginas”.

Como suele ocurrirle a la mayoría de escritores hay piezas que navegan entre pensamientos, anotaciones en servilletas o posits que se esconden debajo del escritorio durante años. Esos fragmentos a la deriva chocaban contra el acantilado hasta que un día, en una conferencia, tomaron forma en el imaginario de Monge.

“Yo estaba de público y se estaba hablando de cualquier cosa, de verdad, nada en absoluto que tuviera relación con esto. Yo había entrado en la conferencia pensando en esto, considerando la imposibilidad de escribirla [la novela]. Y alguien en la conferencia dijo ‘los vivos’ y a mí me pegó así como pinche cachetadón y explotó”.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, Emiliano Monge.

Al principio de la carrera de un escritor, las capas dentro de una historia pueden llegar a convertirla en un bastión amurallado que requiere de muchas pausas, como ocurre con Las tierras arrasadas, cuyo abordaje exige calma, tiempo y espacios donde la mente esté receptiva.

Por otra parte, Los vivos pertenece al grupo de novelas donde los pies se aligeran para brincar de una palabra a otra, de una frase a una idea completa. En esta obra el centro se halla en lo simbólico y lo poético. A ratos evoca al escritor Erri De Luca con El peso de la mariposa o por momentos al tono de Stanisław Lem.

“Hay libros que pudiste haber leído hace 10 años y se quedaron vibrando. Cuando aparece en tu escritura el hueco en el que se puede filtrar, se filtra de manera casi sola”, considera. “A Stanislaw me lo leí enterito, en su momento, así que seguramente se habrá filtrado. No sé, es que hay muchas cosas. Me gusta pensar que estoy abierto a dejar que se filtren textos clásicos, tanto como textos de ruptura, tanto como vanguardias, tanto como mis contemporáneos. Leo mucho, a mis contemporáneos también. Hay una dimensión de la literatura que se escribe en plural. Cada uno tiene sus libros y son individuales, pero no es casual que de pronto haya temas a los que lleguen tres o cuatro escritores al mismo tiempo”.

Siempre existe la tentación de volver a obras acabadas y pulir detalles en el marco de una reedición o traducción. Sin embargo, Monge prefiere dejar en paz a sus libros una vez que salen de la imprenta. Con Los vivos cierra un proceso que ata un montón de hilitos y lo deja con una sensación de extraña tranquilidad.

“Cuando estaba trabajando, lo que me repetía a mí mismo, todo el tiempo, es que ese texto, resultado de todo este trabajo, tenía que ser un animalito muy frágil. Como el cadáver de un pajarito: unos huesitos muy sencillos”, menciona el escritor. “En ese sentido, la prosa es muy como esquelética. Está desprovista de un montón de cosas, de capas. Normalmente trabajo como hacían los pintores del Renacimiento, que pintaban el esqueleto; luego, el sistema vascular, la musculatura, etcétera. Es esta cosa como esquelética, como frágil, de un libro asediado por el silencio. Todo lo que se dice está muy asediado por el silencio”.

También te puede interesar leer: "La Guerra Sucia que hirió a todos, incluso a algunos perpetradores".

Con la novela Los vivos, Emiliano Monge despoja su narrativa de cualquier artificio y ofrece una visión poética de las desapariciones. Foto: Mariano Augusto Mangas.

La idea del lector y el lenguaje

Los vivos le rinde tributo al lenguaje y nos recuerda que mientras tomemos un libro del aparador, mantendremos a la narrativa con vitalidad: de no ser por la complicidad del lector, las palabras también quedarían en el olvido.

En el capítulo seis del apartado “El niño y Vestigia” se debe transitar con detenimiento. Monge arroja líneas poéticas que flotan en la habitación. Un viento desértico que evoca a la prosa de Jesús Gardea se adueña de las páginas:

El niño imagina entonces lo que Vestigia también hace en cuanto ha entrado a esa zanja, ese como ombligo de tierra que, entonces, por fin, deja de quejarse: primero se pone en cuclillas, después se deja caer hacia la izquierda y así es como se queda.

No volverá, Vestigia, a moverse: ni en el agujero en el que está desvaneciéndose ni en la imaginación del Niño, que, agotado, sacude la cabeza.

Emiliano Monge nos sitúa en un presente al que sería muy difícil asomarse en los términos de lo concreto, pero que la literatura nos permite visualizar. Pasado, presente, y un halo de silencio en torno a la ausencia: “Intenté que el lenguaje lo lama, por lo menos se le acerque, se le aproxime. Tratar de que veamos con el lenguaje, que escuchemos con el lenguaje, de que el lenguaje sea los otros sentidos con los que no podemos acceder a eso que no está. No lo podemos ver, no lo podemos oír, no lo podemos tocar, pero el lenguaje nos permite intentarlo”.

En ese sentido, Monge me cuenta la anécdota de una conferencia a la que asistió en Ecuador, donde se presentaron el poeta peruano Mario Montalbetti, y el venezolano Ígor Barreto. A Montalbetti le preguntaron si cuando él escribía pensaba en el lector o si se comparaba con otros escritores.

“Fue muy bonito lo que respondió, porque en la primera parte de la respuesta yo dije ‘pinche mamón, se está pasando de lanza’. Pero luego entendí a qué se refería. Decía: ‘Yo cuando escribo me comparo con Shakespeare, me comparo con César Vallejo, pienso en César Vallejo. No me comparo, no pienso en César Vallejo, pienso en Shakespeare’. ¿Y decía por qué? Porque esa idea de lector que tenemos los escritores no es el lector, es el lenguaje. Entonces, claro, yo pienso en ellos porque pienso en el lenguaje. Pienso que me gustaría que me leyera César Vallejo porque le estoy escribiendo al lenguaje, no a César Vallejo”, comenta Monge. “Entonces, ese es el lector que uno puede pensar. Y eso es lo único que me importa de verdad: cómo cojo esas palabras, me las meto en la boca y las uso. No si a un libro le va bien, si a un libro le va mal, si un libro es importante. No, no, no. Yo estoy escribiendo el lenguaje y es lo único que me interesa”.



Retornos

“El café sabe horrible” bien podría ser la frase de uno de los personajes construidos por Emiliano Monge para su novela Los vivos, justo cuando llega el momento del inevitable quiebre entre la pareja de protagonistas. Sin embargo, es el propio Monge que tras varias sesiones de preguntas con distintos reporteros mexicanos se hartó de esa bebida y prefirió un poco de té.

Mientras reviso los últimos detalles de nuestra conversación, me invaden los recuerdos de distintos rompimientos amorosos y una de las etapas más dolorosas entre personas que se tuvieron cariño, amor o un poco de ternura. Sin duda es la del duelo dentro de la relación: cuando las charlas pasan de la emoción al enrarecimiento y los pretextos para sostener la distancia son el preludio a la despedida. Monge explora justo ese punto muerto entre Vestigia e Hincapié, quienes tras un accidente pierden al bebé que esperaban.

“Es un libro que contiene varias historias de amor y de pérdida. Y entre eso, entre la pérdida y el amor, entre la ausencia y la presencia, entre la desaparición y la aparición, suceden los retornos y regresos”, asegura Monge. “Es un libro que trata de ver en donde no podemos ver y quizá es ahí donde se engarza algo, algo que es bastante innombrable, que solo se puede sugerir. Es también un libro sobre la imposibilidad de la literatura, de tocar ciertas cosas, de reconocer sus propios límites, pero también de ese punto en el que la literatura y la realidad pueden retornar a las historias personales y los testimonios, el testimonio de cada uno de nosotros”.

Cerca del punto final, aún trato de descifrar frases e imágenes que Emiliano Monge sopló frente a mí, como una bocanada de tabaco que provoca una bruma, muy parecida a la de los escenarios lynchianos donde toca al espectador descifrar las claves. Le doy un sorbo a mi café. Y sí, ¡qué malo está el café! Aunque vuelvo a esa sensación de haber descubierto en Los vivos un cardumen de peces dorados.

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¿Somos una metáfora de las costumbres que tienen los animales?, se pregunta Emiliano Monge en su novela Los vivos. Foto: Mariano Augusto Mangas.

<i>Los vivos</i>, un ave frágil que flota en la habitación

<i>Los vivos</i>, un ave frágil que flota en la habitación

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Tiempo de Lectura: 00 min

A lo largo de 10 años, una serie de fragmentos sobre la ruptura amorosa, las desapariciones y el espacio límbico habitaron la mente de Emiliano Monge, quien relata cómo se materializó su novela <i>Los vivos</i> (2024).

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

¿Somos las analogías de los animales? Es la premisa de Lucía, una de las protagonistas de Los vivos (Penguin Random House, 2024), quien muestra los rituales que podemos compartir con ellos: cuando alguien desaparece de nuestras vidas, llenamos el vacío con sus objetos. Mi madre adoraba una jarra de barro con un adorno de media luna. Siempre que sus hijos la visitábamos, se apuraba a servirnos un vaso de agua fresca. Nos miraba como si aún fuéramos unos niños que regresan de jugar en la calle. Hoy, que mamá ya no está en nuestras vidas, esa jarra ocupa la mesa central en la casa de mis abuelos —ahora hogar de mi hermano menor—. Las fotos de mamá, sus frases, sus miedos hoy habitan otro espacio y significado: “Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya”, Lucía afirma con voz de oráculo.

“El proceso de crear la voz y el tono de los personajes es muy difícil de hablar, porque la gente te escucha y dice: ‘ay, este pinche loco’ o dicen ‘ay, qué mamón, eso no puede pasar’. Pero pasa, o sea, pasa en la medida de que cuando uno empieza a escribir un proyecto, el mundo del que estás escribiendo es una burbujita, y esa burbujita va creciendo, va creciendo, va creciendo; se va hinchando, se va hinchando, se va hinchando”, menciona Emiliano Monge, en charla con Gatopardo. “Ocupa un espacio igual a la realidad, y empieza a pasar tiempo aquí y tiempo allá. Pasas tiempo en los dos espacios, en los dos universos. Tienes que aprender a escuchar ese otro universo como aprendiste a escuchar en este, y aprender a hablar con los demás como aprendiste a hablar en este. Esos personajes sí acceden a una individualidad y a una forma de ser, una forma de pensar”.

Si bien otros escritores como Augusto Monterroso con su libro La oveja negra y demás fábulas (1969) o el Bestiario (1938) de Juan José Arreola exploran los claroscuros y el temperamento humano mediante las características animales; Monge se aleja del terreno de la fábula y los plantea como observadores de un mundo donde no acabamos por comprender el dolor del otro.

“Soy muy amigo de Antonio Ortuño, otro escritor de mi generación al que admiro y quiero mucho”, recuerda Monge, “y mientras él leía el primer manuscrito de este libro, hace mucho tiempo, me decía que le recordaba mucho de la prosa lo de las ranas: lo de que solamente ven el movimiento y que son ciegas cuando el mundo está en calma. Y eso fue lo primero que apareció, se metió en la novela. Hablando con él, dije esto tiene que estar en la novela. Y eso desató todo lo de los animales”.

Cada autor tiene su propia definición sobre el proceso narrativo; para algunos se ganará la pelea por decisión, otros lo mirarán como un complejo rompecabezas, algunos más como una espiral o con una estructura de cebolla. Sin duda, me quedo con la definición de Monge: “Siento que somos pulpos los escritores. Hay un cerebro central, pero cada tentáculo tiene su propio cerebro. Y cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando. En ese proceso se transforman los libros”.

Los desaparecidos

Vestigia e Hincapié, protagonistas centrales de la novela, son guiados por intuiciones que poco a poco les revelan sus destinos en un espacio de tiempo detenido. Lo planteado por Monge no es un lugar de tránsito. Aunque puede apuntar a la tradición fantasmal rulfiana, se halla más en los derroteros límbicos de José Revueltas. No es casualidad que una de las epígrafes en Los vivos provenga de la novela El luto humano (1943).

El autor considera que en esta novela la ausencia del pasado era fundamental y durante muchos años exploró un sitio adecuado para hablar del tema, uno que surgió con Las tierras arrasadas (Penguin Random House, 2015): “Llevo más de una década buscando una forma de hablar de algo. No es porque crea que estaba innovando y que encontré la forma en la que se debe hacer, para nada. Pero sí es la que yo necesitaba para poder hablar. Me tardé mucho. Y en ese proceso, en esa década, pasaron mil cosas. Realicé muchas, conversé con muchos familiares y amigos y parejas de desaparecidos. Es muy notorio”.

"Cada libro es un tentáculo, una manera de tocar el mundo, de explorar un mundo diferente. Entonces tienes que saber reconocer cuando ya se gestó el cerebro, ese tentáculo, y lo que ese cerebro también va pensando", Emiliano Monge.

De esta premisa surge la percepción que en algún punto del espacio-tiempo propuesto por Monge, de algún modo todos somos las ausencias que nos ocurren o como lo dice Lucía en la novela: “No imagina que, además de la que es, es el fantasma de un ser anterior”. La intención de Monge es clara al poner frente al lector el reflejo de una sociedad marcada por la Guerra Sucia, pasando por Felipe Calderón y su guerra contra el narco, hasta los 43 normalistas de Ayotzinapa.

“Un error que cometen las personas que entrevistan a familiares de desaparecidos, de manera muy natural, es preguntar: ‘¿cuál era su color favorito?’, y la respuesta siempre es ‘cuál es su color favorito’; ‘¿cuántos años tenía?’, y no, ‘tiene tantos años’. Es decir, aún no pasó. Espérate, esto no acabó. Entonces yo quería que en la novela no hubiera pasado, que desapareciera el pasado y que fuera presente. El hueco, la ausencia que deja la desaparición es todo en esta novela. Es el lugar de la novela. Es un instante que es presente total, presente puro”, asegura el escritor.

"Pensar que hubiera otra vida detrás de esta, y que la nuestra fuera de hecho el espacio tranquilizador en el que los de aquella se recuperan", fragmento de Los vivos, de Emiliano Monge. Foto: Mariano Augusto Mangas.

Animales frágiles

Emiliano Monge enfatiza al tiempo detenido para mostrar la permanencia de las costumbres, aunque también se hallen vinculadas a cuestiones futuras. De algún modo, cada escritor cuenta con un plan o una idea general sobre la novela que durante el trayecto de la escritura se transforma.

Las experiencias narrativas vienen acompañadas por lo musical, al menos para mí. Entre los primeros libros que llamaron mi atención durante la adolescencia, está Ciudades desiertas (1982), de José Agustín, que fue acompañada por el Dark Side of the Moon (1973) como ruido de fondo. En ese entonces me sentí impactado por un tren y de inmediato surgió el deseo de volver a explorar las capas que pasaron desapercibidas en esa primera sesión psicomúsiconarrativaespacial.

Una sensación parecida a ese particular eco narrativo fluye en Los vivos. Esta novela fue ideada, en un principio, como un proyecto titánico que con el pasar de los años se volvió una pieza ligera en su estructura, con brevísimos capítulos, casi fragmentos de ensoñación; aunque cargados de ritmo y frases que revolotean en la habitación cuando se cierra el libro.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, comenta el escritor. “Cuando me senté a escribir, por fin convencido de que ya la tenía, sabía que iba a ser mi novela más larga, una de mil y cacho páginas”.

Como suele ocurrirle a la mayoría de escritores hay piezas que navegan entre pensamientos, anotaciones en servilletas o posits que se esconden debajo del escritorio durante años. Esos fragmentos a la deriva chocaban contra el acantilado hasta que un día, en una conferencia, tomaron forma en el imaginario de Monge.

“Yo estaba de público y se estaba hablando de cualquier cosa, de verdad, nada en absoluto que tuviera relación con esto. Yo había entrado en la conferencia pensando en esto, considerando la imposibilidad de escribirla [la novela]. Y alguien en la conferencia dijo ‘los vivos’ y a mí me pegó así como pinche cachetadón y explotó”.

“Fueron tantos años de darle vueltas y vueltas y vueltas a Los vivos que consideré la posibilidad de hacer o no hacer la novela”, Emiliano Monge.

Al principio de la carrera de un escritor, las capas dentro de una historia pueden llegar a convertirla en un bastión amurallado que requiere de muchas pausas, como ocurre con Las tierras arrasadas, cuyo abordaje exige calma, tiempo y espacios donde la mente esté receptiva.

Por otra parte, Los vivos pertenece al grupo de novelas donde los pies se aligeran para brincar de una palabra a otra, de una frase a una idea completa. En esta obra el centro se halla en lo simbólico y lo poético. A ratos evoca al escritor Erri De Luca con El peso de la mariposa o por momentos al tono de Stanisław Lem.

“Hay libros que pudiste haber leído hace 10 años y se quedaron vibrando. Cuando aparece en tu escritura el hueco en el que se puede filtrar, se filtra de manera casi sola”, considera. “A Stanislaw me lo leí enterito, en su momento, así que seguramente se habrá filtrado. No sé, es que hay muchas cosas. Me gusta pensar que estoy abierto a dejar que se filtren textos clásicos, tanto como textos de ruptura, tanto como vanguardias, tanto como mis contemporáneos. Leo mucho, a mis contemporáneos también. Hay una dimensión de la literatura que se escribe en plural. Cada uno tiene sus libros y son individuales, pero no es casual que de pronto haya temas a los que lleguen tres o cuatro escritores al mismo tiempo”.

Siempre existe la tentación de volver a obras acabadas y pulir detalles en el marco de una reedición o traducción. Sin embargo, Monge prefiere dejar en paz a sus libros una vez que salen de la imprenta. Con Los vivos cierra un proceso que ata un montón de hilitos y lo deja con una sensación de extraña tranquilidad.

“Cuando estaba trabajando, lo que me repetía a mí mismo, todo el tiempo, es que ese texto, resultado de todo este trabajo, tenía que ser un animalito muy frágil. Como el cadáver de un pajarito: unos huesitos muy sencillos”, menciona el escritor. “En ese sentido, la prosa es muy como esquelética. Está desprovista de un montón de cosas, de capas. Normalmente trabajo como hacían los pintores del Renacimiento, que pintaban el esqueleto; luego, el sistema vascular, la musculatura, etcétera. Es esta cosa como esquelética, como frágil, de un libro asediado por el silencio. Todo lo que se dice está muy asediado por el silencio”.

También te puede interesar leer: "La Guerra Sucia que hirió a todos, incluso a algunos perpetradores".

Con la novela Los vivos, Emiliano Monge despoja su narrativa de cualquier artificio y ofrece una visión poética de las desapariciones. Foto: Mariano Augusto Mangas.

La idea del lector y el lenguaje

Los vivos le rinde tributo al lenguaje y nos recuerda que mientras tomemos un libro del aparador, mantendremos a la narrativa con vitalidad: de no ser por la complicidad del lector, las palabras también quedarían en el olvido.

En el capítulo seis del apartado “El niño y Vestigia” se debe transitar con detenimiento. Monge arroja líneas poéticas que flotan en la habitación. Un viento desértico que evoca a la prosa de Jesús Gardea se adueña de las páginas:

El niño imagina entonces lo que Vestigia también hace en cuanto ha entrado a esa zanja, ese como ombligo de tierra que, entonces, por fin, deja de quejarse: primero se pone en cuclillas, después se deja caer hacia la izquierda y así es como se queda.

No volverá, Vestigia, a moverse: ni en el agujero en el que está desvaneciéndose ni en la imaginación del Niño, que, agotado, sacude la cabeza.

Emiliano Monge nos sitúa en un presente al que sería muy difícil asomarse en los términos de lo concreto, pero que la literatura nos permite visualizar. Pasado, presente, y un halo de silencio en torno a la ausencia: “Intenté que el lenguaje lo lama, por lo menos se le acerque, se le aproxime. Tratar de que veamos con el lenguaje, que escuchemos con el lenguaje, de que el lenguaje sea los otros sentidos con los que no podemos acceder a eso que no está. No lo podemos ver, no lo podemos oír, no lo podemos tocar, pero el lenguaje nos permite intentarlo”.

En ese sentido, Monge me cuenta la anécdota de una conferencia a la que asistió en Ecuador, donde se presentaron el poeta peruano Mario Montalbetti, y el venezolano Ígor Barreto. A Montalbetti le preguntaron si cuando él escribía pensaba en el lector o si se comparaba con otros escritores.

“Fue muy bonito lo que respondió, porque en la primera parte de la respuesta yo dije ‘pinche mamón, se está pasando de lanza’. Pero luego entendí a qué se refería. Decía: ‘Yo cuando escribo me comparo con Shakespeare, me comparo con César Vallejo, pienso en César Vallejo. No me comparo, no pienso en César Vallejo, pienso en Shakespeare’. ¿Y decía por qué? Porque esa idea de lector que tenemos los escritores no es el lector, es el lenguaje. Entonces, claro, yo pienso en ellos porque pienso en el lenguaje. Pienso que me gustaría que me leyera César Vallejo porque le estoy escribiendo al lenguaje, no a César Vallejo”, comenta Monge. “Entonces, ese es el lector que uno puede pensar. Y eso es lo único que me importa de verdad: cómo cojo esas palabras, me las meto en la boca y las uso. No si a un libro le va bien, si a un libro le va mal, si un libro es importante. No, no, no. Yo estoy escribiendo el lenguaje y es lo único que me interesa”.



Retornos

“El café sabe horrible” bien podría ser la frase de uno de los personajes construidos por Emiliano Monge para su novela Los vivos, justo cuando llega el momento del inevitable quiebre entre la pareja de protagonistas. Sin embargo, es el propio Monge que tras varias sesiones de preguntas con distintos reporteros mexicanos se hartó de esa bebida y prefirió un poco de té.

Mientras reviso los últimos detalles de nuestra conversación, me invaden los recuerdos de distintos rompimientos amorosos y una de las etapas más dolorosas entre personas que se tuvieron cariño, amor o un poco de ternura. Sin duda es la del duelo dentro de la relación: cuando las charlas pasan de la emoción al enrarecimiento y los pretextos para sostener la distancia son el preludio a la despedida. Monge explora justo ese punto muerto entre Vestigia e Hincapié, quienes tras un accidente pierden al bebé que esperaban.

“Es un libro que contiene varias historias de amor y de pérdida. Y entre eso, entre la pérdida y el amor, entre la ausencia y la presencia, entre la desaparición y la aparición, suceden los retornos y regresos”, asegura Monge. “Es un libro que trata de ver en donde no podemos ver y quizá es ahí donde se engarza algo, algo que es bastante innombrable, que solo se puede sugerir. Es también un libro sobre la imposibilidad de la literatura, de tocar ciertas cosas, de reconocer sus propios límites, pero también de ese punto en el que la literatura y la realidad pueden retornar a las historias personales y los testimonios, el testimonio de cada uno de nosotros”.

Cerca del punto final, aún trato de descifrar frases e imágenes que Emiliano Monge sopló frente a mí, como una bocanada de tabaco que provoca una bruma, muy parecida a la de los escenarios lynchianos donde toca al espectador descifrar las claves. Le doy un sorbo a mi café. Y sí, ¡qué malo está el café! Aunque vuelvo a esa sensación de haber descubierto en Los vivos un cardumen de peces dorados.

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