Desde hace un tiempo, se ha vuelto común escuchar sobre una “ola antiintelectual”, en la que científicos, académicos, artistas y líderes de opinión son víctimas de persecución judicial u hostigamiento por parte de regímenes y mandatarios tan disímiles como Trump y Maduro, Erdogan y Modi (el primero, presidente de Turquía; el segundo, primer ministro de la India), López Obrador u Orbán (el primer ministro de Hungría). Aunque podamos tener la tentación de tildarlos de “populistas antiintelectuales” por igual, la verdad es que al hacerlo terminaríamos imaginando una caricatura atractiva, pero que no explicaría mucho sobre la relación de dichos regímenes con estos gremios.
Viktor Orbán fue uno de los líderes más visibles de los movimientos de 1989 contra el comunismo en Hungría, y cofundó en 1988 el partido Fidesz (Unión Cívica Húngara) que, en sus orígenes, era de tendencia liberal de izquierda. Su rápido ascenso dentro de la política lo llevó a ser electo portavoz de Fidesz en el parlamento, luego presidente del partido y, finalmente, primer ministro en 1998. Aunque perdió las elecciones de 2002 ante el partido socialista (MSZP) debido a una filtración de audios en 2006, en la que el primer ministro Ferenc Gyurcsány reconoce haber mentido durante año y medio sobre la situación económica del país, lo que desembocó en violentas protestas con cientos de heridos.
El descrédito socialista permitió que en 2010 la coalición de Fidesz y el antiguo partido católico KDNP (ahora convertido en satélite del primero) obtuvieran más de dos tercios del parlamento, lo que les permitía cambiar por sí mismos las leyes y la Constitución. Así, la nueva Constitución de 2012, cuya votación fue boicoteada por la oposición, estableció los valores cristianos y tradicionales como la base de la sociedad húngara y centralizó el poder en el ejecutivo. Orbán y Fidesz-KDNP volvieron a ganar dos tercios del parlamento en 2014 y 2018, por una parte, gracias a su retórica nacionalista, polarizante y proclive a identificar enemigos externos (reales o imaginarios) y, por otra parte, a causa de la debilidad de la oposición, fragmentada entre los socialistas, la extrema derecha representada por Jobbik, y partidos liberales y verdes muy marginales. Cada nuevo gobierno de Orbán ha estado marcado por un creciente autoritarismo y, en especial, a partir de 2015, por una postura radical antiinmigrante. Todo en nombre de la defensa de una Hungría cristiana y monoétnica.
Hay que reconocer que Orbán ha sido honesto: siempre habló explícitamente de su objetivo de defender la soberanía y los valores tradicionales y católicos de la “verdadera” Hungría ante las fuerzas extranjerizantes, en específico, de aquellas que se atreviesen a promover, aunque fuera de manera indirecta, valores como el laicismo, la libertad de prensa, la tolerancia, la multiculturalidad, entre otros. A ellas Orbán contrapone su visión de Hungría como una “democracia iliberal”: con valores distintos a los imperantes en el resto de Europa, una democracia en la que, por ejemplo, la homogeneidad étnica y religiosa del país debe preservarse a toda costa.
Semejante proyecto requiere la demonización de enemigos internos y externos: liberales, comunistas, musulmanes, eurócratas y un largo etcétera. No sólo eso, además, necesita una visión utópica, de largo alcance, que dé sentido al discurso. Por ende, el control de la vida académica, científica y cultural ha sido parte esencial del proyecto orbanista, incluso mucho antes de que captara la atención internacional debido a su enfrentamiento con las instituciones fundadas y sostenidas por György Schwartz (mejor conocido como George Soros) y, particularmente, con la Universidad Centroeuropea (CEU) que, fundada en 1991, mudó su campus principal a Budapest en 1995.
Durante años la CEU se mantuvo como la universidad húngara mejor posicionada internacionalmente, de la cual egresó una larga serie de distinguidos personajes, incluyendo un presidente (Giorgi Margvelashvili, de Georgia), un gran número de ministros, parlamentarios, europarlamentarios y otros personajes públicos (como el portavoz del gobierno de Orbán, Zoltán Kovács, doctor en Historia por la CEU), además de académicos, periodistas, miembros de organismos internacionales y activistas. Por cierto, Orbán también conoció a Soros y obtuvo una beca suya para estudiar en Oxford durante sus años de agitación anticomunista. A la vez, la CEU tenía una orientación política clara: la defensa de la “sociedad abierta” popperiana, basada en la libertad individual, en la necesidad de racionalizar la política y examinar críticamente todas las instituciones humanas y en ser metodológicamente escéptico de cualquier proyecto que afirme tener la verdad y hablar en nombre de toda una colectividad, sea un credo, una clase o una nación.
La idea de una “sociedad abierta” estaba destinada a chocar con la visión tradicional, nacionalista y ultraconservadora de Orbán y –hay que decirlo– de una importante porción de la sociedad de Hungría. Ya desde 2009 el World Values Survey advertía, por ejemplo, que casi 40% de los húngaros entrevistados no quería tener a un homosexual como vecino y el 24% opinaba lo mismo sobre los inmigrantes. El uso de la crisis migratoria de 2015 por parte de Orbán, presentándola en términos de “invasión” y como una amenaza a la supervivencia de la nación húngara, no ha hecho más que agravar el parroquialismo: para 2016 el 78% de los entrevistados se oponía a que un migrante llegase a su vecindario.
En este panorama, muy pronto la CEU se encontró en el centro de una campaña de hostigamiento, en la que participaron la prensa, múltiples grupos políticos y las instituciones mismas del Estado. Culminó en 2017 con una reforma a la ley de educación que supuestamente sería de alcance general, pero cuyo objetivo real era impedir la operación de la CEU en el país. Uno de los requisitos que se impusieron para que cualquier universidad extranjera continuara ofreciendo grados académicos en Hungría era la firma de un acuerdo entre gobiernos nacionales sobre el reconocimiento de dichos grados y carreras. Era imposible de cumplir para la CEU, ya que estaba registrada en Nueva York y, en Estados Unidos, son los gobiernos estatales, y no el gobierno federal, los que acreditan a las universidades. Orbán lo sabía muy bien, también sabía que el acuerdo, a pesar de todas las universidades que hay en Hungría, sólo afectaba a la CEU. La dedicatoria era tan evidente que de inmediato se le conoció como “Lex CEU”. La resolución de la Corte Europea de Justicia, emitida en octubre de 2020, estableció su ilegalidad, pero la CEU, para entonces, ya había tenido que mudarse a Viena. Orbán había ganado… otra vez.
Con todo, mucho antes del enfrentamiento con la CEU, Orbán ya tenía claro que su proyecto implicaba, necesariamente, el control de las instituciones académicas y artísticas de Hungría. Apenas tomó posesión en 2010, comenzó una purga en distintas instituciones que acabó en que varios miembros de la Academia de Ciencias (incluida la filósofa mundialmente famosa Agnes Heller) acusados judicialmente por “apropiación indebida de fondos”. Que dichos procesos fueran anulados más tarde no impide que, hoy por hoy, el caso nos suene extrañamente familiar en México.
Lo anterior, sin embargo, es simple punitivismo… y Orbán aspiraba a más. No se trataba sólo de acallar la crítica en el ámbito intelectual, sino de obtener su apoyo activo para la agenda de transformación de Hungría. Así, en 2012, las artes húngaras fueron puestas bajo la dirección de una academia dirigida por un aliado de Orbán, György Fekete, quien marcó como objetivos de la nueva política cultural el fortalecimiento de la identidad y la religión nacionales; o bien, como dijo György Szegő al ser designado nuevo director del Palacio de las Artes, uno de los museos de arte moderno más importantes de Europa Central: la misión del arte “no es criticar, sino simplemente deleitar”. En particular, la religión no debía criticarse “porque no hay necesidad de incrementar las tensiones entre credos”. En suma, el propósito de la política cultural debía ser recuperar lo tradicional y propio de la Hungría auténtica y, por ende, extranjerismos como las “artes mixtas”, las instalaciones audiovisuales y manifestaciones contemporáneas similares quedaron vedadas.
Una receta parecida, pero más estricta, se aplicó a las universidades: tampoco se trataba únicamente de acallar a los críticos, sino de convertir a la academia en parte integral del movimiento. En 2016 a una de las universidades públicas húngaras de mayor renombre nacional e internacional, la Corvinus, le fue impuesto como rector, de un día al otro, un ideólogo de Fidesz, András Laczi, famoso, entre otras cosas, por afirmar que los liberales modernos no eran más que “comunistas educados”. Algo similar sucedió en 2020 con la Universidad de Teatro y Artes Fílmicas (SZFE): un nuevo Consejo de Administración, nombrado en tiempo récord y sin consultar a los miembros de la universidad, estableció que se buscaría el regreso a los temas históricos y “nacional-cristianos”; por si quedaba alguna duda de la seriedad de ello, se nombró a un exmilitar especializado en armas de infantería, el Dr. Gábor Szarka, como presidente del consejo. Los estudiantes reaccionaron cerrando la universidad durante casi un año.
Quizá la señal más clara de la importancia que la academia –la “correcta”, esto es– tiene para el régimen está en las áreas de estudio e investigación. En 2018, argumentando que eran una influencia maligna para la familia, la vida y los valores tradicionales húngaros, el gobierno abolió oficialmente los Estudios de Género en el país. Las protestas de grupos civiles, feministas, opositores y de la propia Unión Europea sirvieron de muy poco. Anteriormente, el Ministerio de Educación ya había ordenado la creación de una “maestría en Estudios Familiares” en la única universidad pública que ofrecía un posgrado en género (la Eötvös Loránd) como un contraataque ideológico. Además, en 2020 y 2021 Orbán tomó dos medidas que hicieron evidente el rol trascendental que para su proyecto tiene la intelligentsia: invitó a la prestigiosa Universidad de Fudan de China a construir su primer campus europeo en Budapest (generó tal oposición que Orbán, inusitadamente, parece estar reconsiderando el proyecto) y refundó instituciones, como el Matthias Corvinus Collegium, dotándolas de inmensos fondos públicos con el objetivo explícito de “fomentar el patriotismo” entre las futuras generaciones de líderes.
¿Es válida la comparación de lo que sucede en Hungría con el México actual? Sólo hasta cierto punto. Por una parte, la innegable popularidad de López Obrador no se compara con los apabullantes números que Orbán puede presumir desde 2010, traducidos en tres legislaturas consecutivas con una supermayoría de dos tercios en un congreso unicameral, lo que le permite cambiar la Constitución a su antojo. En contraste, Morena y sus aliados contaron entre 2018 y 2021 con la mayoría absoluta en ambas Cámaras, pero no era suficiente para lograr reformas constitucionales y necesitaba negociar con la oposición. Después de las elecciones de 2021, en las que conservó la mayoría pero también perdió congresistas y aliados, las reformas de gran calado parecen aún más difíciles. AMLO tampoco tiene el control que Orbán disfruta respecto a agendas, temas e instituciones académicas y culturales, sectores que en nuestro país son mucho más numerosos, diversos y difíciles de dominar que en Hungría. Asimismo, la autonomía de muchas universidades públicas federales y estatales en México no puede borrarse de un plumazo, a la Orban, aunque un miembro de Morena ya expresó sus deseos al respecto. El senador Armando Guadiana, el mes pasado, solicitó una investigación de los recursos de la UNAM por parte de la Unidad de Inteligencia Financiera y de la Auditoría Superior de la Federación, así como de otras instituciones académicas, autónomas y no autónomas.
Por otra parte, sí hay similitudes en la forma en que desde el poder se descalifica a los intelectuales y académicos “disidentes”, en cómo se cobija prolijamente a otros –los leales– o en el intento de controlar la crítica, aunque sea con medios tan efectivos, aunque burdos, como la precariedad laboral (léase la eliminación de las Cátedras Conacyt), el retiro y control de recursos económicos (léase los fideicomisos) o el manejo sorprendente, por arbitrario, de fondos, becas y criterios de incorporación al SNI… (Vaya, ¿qué país no estaría orgulloso de tener a tal eminencia como fiscal general?). Por supuesto, en caso necesario, también puede haber persecución institucional, CEU style: por ejemplo, al separar al dirigente de un Centro Público de Investigación Conacyt por “pérdida de confianza” –una expresión que no podría ser más elocuente sobre el papel que se le reserva al académico en el nuevo régimen.
La verdad es que, lejos de ser antiintelectual en sí mismo, para este tipo de pensamiento (que podemos llamar populista, nacionalista, patriótico, “prosoberanía científica” o con nombres similares) tanto la actividad académica como las prácticas artísticas son importantísimas, casi esenciales, pero sólo si se hacen a partir de una agenda política de refundación, ante la cual no puede haber punto medio. Quienes, pudiendo hacerlo, no contribuyan a dicho esfuerzo (o peor: lo obstaculicen con sus críticas) no serán atacados tanto por su intelecto, creatividad u obras, sino por ser “desarraigados”, “cosmopolitas”, “neoliberales”, “traidores”, “vendepatrias”, “desconectados del pueblo” o el epíteto que corresponda. En realidad, lo que molesta a cierto tipo de liderazgos políticos no es el pensamiento, el estudio y la creatividad, sino que éstos se ejerzan de forma libre e independiente.
Henio Hoyo es especialista en nacionalismos, doctor en Ciencias Sociales y Políticas por el Instituto Universitario Europeo, maestro en Estudios de Nacionalismos por la Universidad Centroeuropea (CEU).