Tiempo de lectura: 9 minutosUna parte del mercado editorial mexicano tiene un hábito sexenal: a pocos meses del final de una presidencia, aparecen compilaciones de artículos académicos, en tono divulgativo, sobre las políticas que no implementó el país, pero que deberían regir al próximo gobierno, pues se adivina una segunda, tercera, cuarta oportunidad ante su llegada; cuando el siguiente sexenio cumple apenas un año, se vuelven a publicar compilaciones –también académicas– sobre lo que ha salido mal en tan poco tiempo; luego se repiten estas publicaciones a la mitad y al cierre del gobierno en turno, y el ciclo editorial recomienza. Nos parecen sumamente valiosas las aportaciones de los investigadores y académicos de México, pero echamos de menos los ensayos que no obedecen al tiempo sexenal y que no sólo escriben los especialistas en tal o cual área de política pública.
Con esto en mente, decidimos reunir una serie de ensayos personales escritos por distintxs autores: la única instrucción fue lidiar con la decepción que provocan la política nacional y los grandes problemas –como el cambio climático, la violencia, la desigualdad– que parecemos incapaces de solucionar. Esta serie prioriza el tono íntimo y la consciencia de cada autora, autore y autor; queremos que las conversaciones que suceden entre amigos y en confianza sean parte de la discusión pública. Caben, por supuesto, quienes no comparten la desilusión, quienes la critican y se preocupan por otros fiascos. Si publicamos esta serie es porque creemos que es necesario reflexionar, en compañía de los demás, sobre todas las impotencias, angustias y decepciones que nos carcomen en estos tiempos.
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El advenimiento del apocalipsis es un tema recurrente. Cada tanto los humanos piensan que el fin del mundo está cerca; sucedía en la Europa medieval, también cada cincuenta y dos años en la gran México Tenochtitlán, cuando encendían el fuego nuevo sin el que no podía seguir su marcha el universo. Un día triunfará la noche, de eso no cabe duda, pero los seres humanos no estaremos presentes cuando, dentro de mucho tiempo, se enfríe todo, lejos, disperso en el espacio que parece no tener límites. Sucumbiremos antes, quizá gracias al calentamiento global, a los desastres climáticos que ya presenciamos y que serán más recios: bosques en llamas, huracanes iracundos, sequías desoladoras, fríos, calores extremos. Deberíamos actuar, los humanos, los mexicanos. Pero manda el crecimiento económico arrasador. La impotencia ante la catástrofe desalienta. Y, es cierto, la vida está llena de fracasos; en buena medida “madurar” es aprender a lidiar con la frustración, convertir las pataletas del niño en una sombra que nos acompaña hasta la tumba. Oscuridad que nos duele y deprime cada tanto, unos días más que otros, pero que sabemos manejar.
Sin embargo, hay anhelos derrotados que conducen a desengaños más dolorosos. Son aquellos en los que hemos puesto el corazón, ejes de nuestra vida, del relato propio. Los fracasos amorosos y los profesionales desuelan; otros marcan no sólo la vida de las personas sino la de una sociedad. La generación del 98 es famosa por ello: se esfumó el imperio español y, cuando volvieron la cara a su realidad, hallaron pobreza y barbarie: algunas veces las sociedades descubren que no son lo que piensan, eso sin duda conduce al desamparo. Y en eso estamos muchos mexicanos de la segunda década del siglo XXI: apesadumbrados por una triste y dolorosa decepción.
La historia se puede resumir así: ante los malos resultados de los gobiernos del PAN, y el triste regreso del PRI de Peña (corruptos hasta la médula), nos volcamos a las urnas, muchos con la nariz tapada, para llevar a la victoria electoral a la autoproclamada cuarta transformación, cada cual con sus expectativas. Muchos siguen esperanzados en que el gobierno actual llevará a nuestro país a la anhelada justicia social, a combatir el cambio climático, a reducir la violencia, me intriga su tesón, porque la realidad es contundente. Otros deambulamos desencantados. Y si bien estoy rodeado de personas, unas más que otras, decepcionadas con el devenir de la transformación, aquí termino con el plural, porque no quiero hablar en nombre de nadie más; debe de resultar vivificante ser la voz del pueblo o el pájaro de las cuatrocientas voces, pero yo apenas puedo con la mía.
Llevo tiempo pensando los motivos de la desesperanza que me causa el gobierno de López Obrador. Y es que, en abstracto, concuerdo con muchos de sus postulados: claro que hay que combatir la desigualdad, la corrupción, las mafias enquistadas en instituciones públicas, el saqueo de los recursos naturales. Pero, mientras digo esto último, imagino llamas sobre refinerías, fuegos perennes sobre plantas de CFE, donde arde grosero combustóleo. Entonces siento rabia por la forma en la que el gobierno del presidente López Obrador enfrenta la lucha contra el calentamiento global: apocado, de forma cobarde. Habría de liderar a Latinoamérica hacia la nueva forma de generar energías. Pero en su pleito (por buenas razones, pero mal fundamentado) contra las generadoras privadas de energía eólica y solar, carga de paso contra las propias formas de generar energía. Con su proceder pareciera decir: obtendremos soberanía energética aunque se acabe el mundo. Y, claro, la pregunta es obvia, ¿para qué nos sirve la soberanía sin mundo? Sin futuro, señor presidente, no hay justicia posible.
Esto me lleva a un asunto que se encuentra más en las entrañas de mi decepción: no puedo congeniar con sus formas antidemocráticas (advierto de una vez que López Obrador no me parece un dictador bananero en potencia, como muchos sugieren). “Democracia” es un concepto amplio y que puede tener muchas definiciones. Me parece especialmente atinada la que apunta el filósofo y Premio Nobel de Economía, Amartya Sen: es gobierno por discusión. Y me dirán: “Nadie en la historia de México ha salido todos los días a explicar sus decisiones como hace López Obrador en las mañaneras”. Cierto, toma el micrófono todos los días, pero ese ejercicio cotidiano no pretende ser un lugar donde intercambiar argumentos. Lo utiliza para imponer los temas del debate nacional y, de paso, le quita espacio a otras voces, incluso de su propio movimiento (parece que en Morena disentir está mal visto, al menos en público, ¿quién sabe cómo serán sus debates de sobremesa?, ¿tomarán coñac?). La mañanera avasalla y aniquila la discusión. Lo hace de distintas formas: monopoliza la palabra, ofrece otros datos y no los muestra; denuesta, oculta, desinforma. Atacar a la prensa y a los críticos de su gobierno como lo hace, acusándolos a todos, sin distinción, de defender con mezquindad intereses siniestros, es una forma de acosar y silenciar. Y no olvidemos que cuando la realidad lo acorrala (con la violencia, la corrupción o errores de consecuencias fatales), López Obrador acusa a los gobiernos anteriores: ellos fueron peores. Puede ser cierto, pero que los demás hayan robado más, no vuelve correcto robar, eso lo sabemos todos. Y que la falacia le resulte útil para evadir cuestionamientos, no hace que acudir a trampas retóricas sea honesto.
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Me desasosiega su relación pública con Dios. El presidente puede creer lo que quiera, su vida espiritual es asunto suyo, faltaba más, pero usar símbolos religiosos como lo hace, atenta contra la laicidad de manera violenta. De todos sus lances, el del escapulario que dijo usar para protegerse de la covid, me puso en serio estado de alerta ante sus formas (el show del cubrebocas es otro tema que aquí no cabe, pero que es vergonzoso).
Una sociedad justa y democrática necesita instituciones: un sistema judicial imparcial y al alcance de todos, sistemas de educación y salud públicos de calidad y universales. Es bueno el esfuerzo por fortalecer tales pilares democráticos (no sé si saldrán fortalecidos después de estos seis años). Pero es alarmante el ataque continuo al INE, que cuenta los votos; al INAI, que transparenta la información; a las universidades, centros de investigación y académicos que, entre otras cosas, generan el conocimiento que necesitamos para hacer diagnósticos precisos de lo que va mal y debemos cambiar. Es cierto que muchas universidades están llenas de élites amañadas que se protegen entre sí. La UNAM, por ejemplo, tiene algunas prácticas autoritarias que debemos extirpar (hace poco escuché a un director decir que a él no lo convence eso de la horizontalidad, que le genera muchas dudas; presenciar las formas en que se ejerce la autoridad en el ámbito académico mexicano también es decepcionante). Es cierto que los salarios de los consejeros del INE son muy altos. Habría que desterrar las prácticas autoritarias y bajar los salarios, no minar las instituciones.
Me descorazonan la soberbia y la arbitrariedad. La primera es un vicio del carácter que, más allá del trato despreciativo que da el soberbio a los demás, interfiere con el debate público. Y es que el soberbio poderoso, altivo y engreído, magnifica sus ideas y desprecia las de los otros. Pero si algo requiere la discusión sobre el futuro común es la disposición a escuchar al que piensa distinto. El que desde el poder no escuchas voces disidentes ofende la búsqueda democrática del consenso. Si además siembra discordia, entonces destruye el espacio común donde podríamos debatir, y todo se vuelve una lucha descarnada por el poder. La segunda, la arbitrariedad, es un vicio de la discusión democrática: de lo público nada debería decidirse por capricho. Para que las decisiones sean legítimas requieren de justificación. ¿De verdad es tan difícil poner todos los datos sobre la mesa, explicar con detalle las cancelaciones, las reformas, las decisiones sobre lo que afecta el bien público? Sobran ejemplos de explicaciones parciales dadas por la cuarta transformación y también ejemplos de francas mentiras. Como decía antes, es sorprendente su incapacidad de fundamentar decisiones: parece que no les interesa la razón pública.
También me desuela la relación de la cuarta transformación con los movimientos feministas y con las madres y padres de desaparecidos. Este país tiene dos deudas centrales (entre otras muchas), una es con ese dolor. En vez de ponerlas del lado de los enemigos, López Obrador tendría que abrir todas las opciones para que México les fuera menos hostil a las mujeres (el asunto Salgado Macedonio es insultante). Esa deuda también es con el dolor de los migrantes pobres: el infame “los golpeamos para protegerlos” (no es cita) resulta de un cinismo inaceptable. ¿Que vivimos a la sombra de los gringos y no podemos dejar pasar centroamericanos? Pues que lo acepte la cuarta transformación con todas sus letras, en lugar de mentir. Lastima el discurso doble, la falsedad a la vista de todos.
La otra deuda es con la humillación que generó y sigue causando la conquista, y toda la desigualdad que heredó (no sólo económica. Basta con salir a la calle para ver que estamos rodeados de personas que aún piensan que hay ciudadanos de primera y de segunda, racistas puros y duros que se imaginan de casta superior: peninsular mexicano, contradictio in terminis). El nacimiento violento de esta sociedad es algo que habríamos de atajar de frente. En su carta al rey de España, que la Corona filtró a los medios, López Obrador dice lo siguiente: “Para la nación que represento es de fundamental importancia, Señor, invitar al Estado español a que sea partícipe de esta reconciliación histórica, tanto por su función principalísima en la formación de la nacionalidad mexicana como por la gran relevancia e intensidad de los vínculos políticos, culturales, sociales y económicos que hoy entrelazan a nuestros dos países. Me alienta el propósito de superar en forma definitiva los desencuentros, los rencores, las culpas y los reproches que la Historia ha colocado entre los pueblos de España y de México, sin ignorar ni omitir las ilegalidades y los crímenes que los provocaron”. Como vemos, más que exigir que se disculpe, López Obrador le pide a la Corona trazar una ruta de reconciliación que reconozca la violenta conquista y colonización de los pueblos de la América que hoy es México. ¿Por qué el énfasis en el perdón exigido?, ¿será que un enfrentamiento con la derecha española le da fuerza?, ¿será que lo subraya porque quiere que el Estado mexicano apenas ofrezca lo mismo a sus víctimas, teatral, sin cambiar las cosas? Lo cierto es que a México le urge enfrentar la fisura primigenia de su violento origen. Pienso que una comisión por la sanación o la reconciliación es buena alternativa (no puedo extenderme sobre esto, pero no es un invento mío, en países profundamente racistas como Sudáfrica y Estados Unidos se ha intentado establecer este tipo de comisiones, que van dirigidas a enfrentar las heridas y el dolor que han dejado los procesos históricos injustos. Podríamos inventar la nuestra, ni siquiera necesitamos copiarla). Pedirle perdón a los yaquis, a los mayas y a los chinos es buen gesto, pero nada más. Necesitamos, como él mismo dice en su carta, “superar en forma definitiva los desencuentros, los rencores, las culpas y los reproches” entre mexicanos y, sobre todo, lo mismo que le propone a España: “iniciar en nuestras relaciones una nueva etapa plenamente apegada a los principios que orientan en la actualidad a nuestros respectivos Estados”. Eso requerimos, una etapa plenamente apegada a los principios que orientan nuestra Constitución: igualdad de derechos, equidad para ejercerlos; educación contra las formas más perversas y persistentes de discriminación y racismo.
Si la cuarta transformación me decepciona, la oposición me desanima: sigue liderada por figuras avariciosas y cínicas; por machos violentos que aguardan, unos más tranquilos que otros, su oportunidad de retomar el poder perdido para ejercerlo como antes: de manera autoritaria y sin mirar el bien común, para llenarse los bolsillos del dinero y los bienes públicos. Asquea que no puedan deslindarse de todos los ladrones que cobijaron y es preocupante la incapacidad del gobierno actual de llevar a juicio a todos los vinculados con las tantas estafas que los medios han sacado a la luz durante la década pasada. La impunidad es perversa e injusta.
Por lo visto estos tres años, de la oposición al régimen no cabe esperar nada. Mis ojos no alcanzan a ver una alternativa al Movimiento de Regeneración Nacional. A veces parece que nos dirigimos, otra vez, a un sistema político de un solo partido. Pero los seres humanos pensamos distinto y el espectro político debería ofrecernos alternativas que representen nuestras formas de soñar el mundo. Lo contrario es silencio y no hay debate en silencio.
Termino, lo exige el espacio: la realidad en la que vivimos es injusta, triste y demoledora. Recuerdo cuando joven y ufano le eché en cara a mi padre lo que yo veía como el terrible fracaso de su generación, que estudió la universidad en los sesenta y quiso transformar el mundo, pero terminó entregándonos este planeta en crisis climática y con un sistema mundial injusto y violento. Pues hoy, a mitad del camino, ya huelo el fracaso de mi generación, que ha tenido sueños mucho más pequeños que los de nuestras madres (ellas sí transformaron el mundo). A mí no me queda más que aceptar que no veré la paz en estas tierras, y que moriré en un país sembrado de odio y carroña. He aquí mi desilusión.
… pero vivirán nuestros hijos y nuestros nietos. Habremos de sembrar los árboles que, esperamos, les darán sombra (y oxígeno). Quizá florezcan, quizá se los coma la vileza. Que por mí no fracasen sus frondosos anhelos.