A los 23 años me diagnosticaron una colitis microscópica y autoinmune de tipo linfocítica. Fueron meses de endoscopías, colonoscopías y una manometría esofágica, donde me observaron por dentro y sacaron muestritas del intestino. Después de un largo peregrinar, finalmente un doctor encontró la respuesta a nuestras primeras preguntas: qué tenía y por qué me inflamaba a lo largo del día con dolores de cabeza persistentes, picazón en la espalda y episodios de fatiga. La respuesta fue una colitis linfocítica, un tipo de enfermedad microscópica del intestino grueso cuya causa aún no se conoce. Se cree que es autoinmune. Con las primeras respuestas, vinieron otras preguntas como cuál sería la cura a este padecimiento, y no, no la tiene.
Florence Nightingale es considerada la fundadora de la enfermería moderna por su trabajo cuidando enfermos durante la Guerra de Crimea en 1854. Fue una pionera en los cuidados generales de los heridos y buscar soluciones hospitalarias a una situación sin precedentes. Como ella, las enfermeras atendiendo pacientes con Covid-19 trabajan en un contexto lleno de incertidumbre, con ingresos constantes de enfermos graves y escasez de recursos.
En el XIX, la enfermería se componía exclusivamente de mujeres. Si bien es cierto que ahora hay cada vez más hombres enfermeros, sigue siendo una profesión dominada por las mujeres. Y al igual que para Nightingale, el trabajo de enfermería asociado al género femenino —por sus características de cuidado, administración silenciosa, aseo y atención al bienestar global del paciente—, sigue teniendo un fuerte componente de infravaloración.
Desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificó la propagación del SARS-CoV2 como pandemia, el 11 de marzo, se le ha comparado hasta el cansancio con los efectos de una guerra.
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“No hay un protocolo”, me explica Carla Melissa Padilla, de 27 años, enfermera del hospital de Nutrición, sobre esos primeros días de la pandemia del coronavirus. “No hay nada escrito que te diga que así se tiene que hacer. Más bien ver qué funciona o qué no.” Cuando recibieron a los primeros pacientes contagiados con SARS-CoV2, el 16 de marzo, Padilla estaba asignada al cuarto piso de hospitalización en Nutrición. Nadie sabía cómo iba a funcionar el hospital tras la reconversión que sufrió para atender a los pacientes con Covid-19.
En la casa donde crecí, mi mamá era la que administraba el gasto del hogar. Ella sabía cuánto se les pagaba cada mes a las personas que hacían alguna labor de mantenimiento como el aseo, la jardinería o la limpieza de los vidrios. Era suyo el inventario de ingredientes de cocina y la información donde se guardaba cada cosa. El trabajo remunerado y no remunerado que realizan millones de mujeres alrededor del mundo incluye administrar los espacios de vivienda y trabajo para que operen sin contratiempos. El caso de las enfermeras no es la excepción.
Padilla habla de previsión y abastecimiento de recursos. Las enfermeras, en equipo, se preguntan qué van a necesitar y se encargan de que siempre haya soluciones, material de curación, equipo de protección disponible y medicamentos. Saben que las respuestas no se las va a traer nadie y buscan resolver por su cuenta. Esta búsqueda de soluciones va desde lo individual, como cuando vieron “en Instagram que unas enfermeras empezaron a utilizar unas esponjitas para la piel abajo del goggle” para que no se les hicieran cortadas, o “dos chonguitos para que el cubre bocas se vaya hasta allá y no esté molestando las orejas”, hasta lo más institucional. Padilla y sus compañeras probaron dejar las puertas de los cuartos abiertas para entrar rápido, y después las cerraron para contener la propagación del virus; dejar las batas adentro y luego afuera; o una de ellas quedarse del otro lado de la puerta y recibir el material contaminado.
«En una guerra, el enemigo tiene agencia e intencionalidad; se propone atacar como medio para alcanzar un fin. Un virus no puede tener esa carga moral porque no decide matar, simplemente existe y hace lo que biológicamente está programado para hacer.»
“Nos acercábamos y preguntábamos qué hacía falta. ‘Te traigo el carrito’ o ‘me puedes meter una sábana’ y se la pasábamos.” Las enfermeras trabajan en equipo. “Nos dábamos mini clases: ‘acuérdense que ahorita no se pueden aspirar secreciones en piso’. O si ves que a los pacientes les cuesta trabajo respirar, hay que decirle al doctor para que vaya planeando bajarlo a terapia intensiva’.” Anticipan.
Además, hicieron cambios a la manera en la que el hospital trabajaba de manera habitual. Antes de la pandemia, cada una llevaba un reloj para checar la frecuencia de la respiración de los enfermos. Ahora no pueden usarlo, por el riesgo a contagiarse, y buscan estrategias alternativas. Pidieron relojes al hospital y solicitaron a los pacientes que compraran sus propios saturómetros. Nutrición terminó remodelando dos pisos enteros del hospital para instalar sistemas de monitoreo de signos vitales en tiempo real y que se pueden consultar desde las oficinas centrales, disminuyendo la exposición al virus.
A finales de marzo, ya se había llenado el cuarto piso donde Padilla trabajaba. Las 10 habitaciones aisladas con baño propio pronto resultaron insuficientes para la cantidad de enfermos con Covid-19. Así que trasladaron pacientes a otros pisos donde cuentan hasta con cuatro camas por habitación, y a tres de ellos los enviaron directo a la unidad de terapia intensiva, en la planta baja, un área que cuenta con 14 camas.
Fue a inicios de abril, cuando consultó sus horarios y Padilla se enteró de que la habían cambiado a terapia intensiva, y además al turno nocturno. “Lo primero que dije sí fue de ‘worales, me bajaron a terapia intensiva’ y sí tuve miedo”. Pero pronto se le quitó, asegura.
Fue en el verano de 2019, cuando terminó la especialidad que dura un año para enfermeras de terapia intensiva. “Eres intensivista,” se dijo a sí misma, “vas a servir mejor ahí abajo.”
Padilla echa de menos cuando atendía enfermos con los que podía platicar. Desde abril, la enfermera solo cuida a pacientes intubados y sedados
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Cuando le pregunto a Padilla cuál es la labor de una enfermera, responde que “cuidar y satisfacer las necesidades de otra persona como si ella misma las pudiera cumplir”. Un buen ejemplo de este cuidado es lo que hace cuando toca pronar a un paciente en terapia intensiva; es decir, voltearlo boca abajo para que pueda respirar mejor. Antes de la pandemia, rara vez pronaban en Nutrición. Excepcionalmente sucedía en diciembre, por la influenza estacional, pero nada más. Para realizar esta acción, lo primero que hace es rasurar toda la parte frontal del paciente: sus pies, todas las piernas, el abdomen completo; quita el vello del pecho y, si son hombres, retira el bigote y la barba. Después usa unas toallitas pequeñas que crean una cámara protectora en la piel. Las colocan en la nariz, sobre los cachetes, en la frente y barbilla; cubre las orejas, las coloca sobre el pecho, en el abdomen y las piernas. En ese momento saca los hidrocoloides, una palabra rimbombante para unas esponjitas delgadas que previenen la creación de úlceras en la piel.
“Los recortamos a la forma de cada persona”, me explica la enfermera, “vamos midiendo cuánto es de cachete, cuál es la forma, cómo es la nariz, la frente; el tamaño del tórax, de las piernas y lo empezamos a recortar a la medida.” Después los fijan con cinta Micropore y sobre ésta anotan la fecha de la curación para cambiarla a los siete días. Cuando se desechan los cachitos de esta esponjita recortada, queda una colección única de rompecabezas en los botes de basura del hospital que, de armarse, representarían la forma aproximada de cada paciente.
Entonces sí es momento de voltear al enfermo. Mientras dos enfermeras y un camillero ponen el cuerpo de ladito, y el médico a cargo le detiene la cabeza con el tubo de ventilación, Padilla cambia rápidamente las sábanas de la cama para que quede limpia y bien tendida. Cuando terminan la maniobra, usa unas almohaditas en forma de salchicha para acomodar al paciente. Le deja un brazo extendido y el otro flexionado, y la cabeza de lado.
«Cuando la muerte por enfermedades epidémicas aumentaba a finales del siglo XIX y principios del XX, y la medicina no encontraba respuestas para detener su propagación, la enfermería salvó a cientos de vidas al enfocar sus esfuerzos en la higiene, la buena alimentación y el descanso.»
Cuando termina toda la parte de cuidados clínicos, empiezan los personales. “No importa si es hombre o mujer”, dice Padilla. “Nosotros bañamos todo, cabeza, pelo. A las mujeres las peinamos.” En terapia intensiva se puede ver a todas las mujeres pacientes con trencitas en el pelo. “Les lavamos la boca. Les lavamos los ojitos, porque se les hacen lagañas. Aseamos completamente: axilas, genitales. Y les ponemos desodorante.”
Los pacientes intubados reciben alimentos calculados para sus necesidades vía una sonda que va de la nariz directo al estómago. Después de cada alimento, las enfermeras cambian la sonda por una que esté limpia. Y aunque están sedados, los sistemas digestivos de los enfermos siguen funcionando. “Cuando evacuan, los limpiamos perfectamente. Vaciamos sus sondas para orinar. Y los hidratamos: ponemos cremita en todo el cuerpo.”
Padilla no sabe de dónde salieron las cremas y los rastrillos que usan. Asume que fueron donaciones, pero me cuenta que tienen una reserva de productos para peinar, rastrillos, Vaselina y cremas humectantes marca Nivea, Pantene, Gillete y Karashine.
Hablamos en seguida sobre el nivel de intimidad física que implica el cuidado que le dan a los pacientes. “A lo mejor algunos dicen ‘qué feo que tengas que hacer eso’, pero la verdad es precioso”, asegura con el semblante tranquilo y una expresión sincera. Describe su profesión como una llena de amor. “Es increíble poder darle alguna satisfacción a un paciente que dice ‘no me puedo cambiar porque no puedo pararme’ y decirle ‘yo te voy a limpiar y no te voy a juzgar ni voy a hacerte el fuchi’”.
Para el domingo 17 de mayo, la enfermedad Covid-19, ocasionada por el contagio del virus SARS-CoV2, ha afectado a más de ha afectado a más de 4 millones 800 mil personas en el mundo, y 314 mil 96 de esos han fallecido.
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A mediados de abril se abrieron 18 camas adicionales en el hospital de Nutrición para atender a los pacientes críticos, además de las 14 que ya contaba terapia intensiva. Toda la planta baja se convirtió en una unidad de cuidados críticos. Las enfermeras ofrecen atención uno a uno las 24 horas al día, los siete días a la semana.
Ellas vigilan a los pacientes en todo momento. Sus turnos se dividen en tres: el matutino (que dura cuatro horas), el diurno (otras cuatro horas) y el nocturno (que se divide en dos de seis horas cada uno). De esos, uno empieza a las 20:30 y el otro a las 2:00. “Nos volvimos nocturnas”, me dice Padilla cuando habla de la contingencia que, entre otras cosas, le ha puesto el día de cabeza. En cada turno, dependiendo del tamaño del cuarto, llegan a estar entre ocho y 14 enfermeras al mismo tiempo. Todas se preparan juntas en la antesala de la terapia intensiva para entrar. En grupo, se ayudan a ajustarse las batas, revisan que se hayan acomodado bien los goggles, se ponen la mascarilla, el gorrito, la careta, los guantes y las botas desechables sobre los zapatos. Al interior las esperan las del turno previo.
Una vez adentro, la enfermera que va de salida detalla el estado clínico del paciente a la que va entrando. Empiezan por el sistema neurológico (qué tan sedado está el paciente), pasan al ventilatorio (donde repasan qué tubo tiene y las medicinas que está recibiendo), siguen con el cardiológico, metabólico, urinario, hematológico (para monitorear la fiebre) y terminan con la piel (para cerciorarse que no tenga úlceras). Revisan los catéteres conectados al cuerpo a través de agujas y hacen curaciones, cambiándolos por otros nuevos si es necesario.
«Padilla habla de previsión y abastecimiento de recursos. Las enfermeras, en equipo, se preguntan qué van a necesitar y se encargan de que siempre haya soluciones, material de curación, equipo de protección disponible y medicamentos.»
Padilla vive en la colonia Cafetales, al sur de la Ciudad de México. Cuando no le toca ir al hospital, despierta a las 10:00, desayuna, hace yoga en su cuarto viendo videos de YouTube y se baña. No sale de su recámara hasta que sus papás, con quienes vive, hayan desalojado el comedor. Cuando ellos ya no están ahí, sale a comer y estudia toda la tarde. Desde que Nutrición se convirtió en un centro Covid a principios de marzo, ha tomado dos cursos en línea de ventilación mecánica, uno de la Asociación Americana de Enfermeras Críticas y otro de la Universidad de Harvard. Después de estudiar se relaja viendo Modern Family y jugando con Bono, su golden retriever. Finalmente regresa a su cuarto, para que sus papás puedan salir a cenar al comedor.
Antes de la contingencia, tomaba una combi en la que hacía una hora de trayecto, pero por el miedo a contagiarse, la posibilidad de contagiar a otros y a los ataques que han sufrido las enfermeras, dejó de usar el transporte público. Ahora su mamá suele llevarla al hospital; en coche el camino llega a ser de 15 minutos sin tráfico. Y cuando no la puede llevar, toma un Uber o DiDi.
Padilla llevaba nueve meses trabajando en Nutrición, desde que terminó su especialidad, contratada por honorarios con un sueldo de 7 mil 895 pesos al mes; junto a otras 25 enfermeras en el hospital, 20 de ellas con mayor antigüedad y empleadas a través de una plaza de nómina. (Los afanadores de hospital, que están sindicalizados, ganan un sueldo de 14 mil pesos al mes.) Pero para hacerle frente a la cantidad de enfermos contagiados, y ante la necesidad apremiante del cuidado de estos, Nutrición ha contratado alrededor de 75 enfermeras temporales. Con la contingencia, el sueldo de Padilla aumentó a 20 mil pesos mensuales.
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Padilla llevaba nueve meses trabajando en Nutrición, desde que terminó su especialidad, contratada por honorarios con un sueldo de 7 mil 895 pesos al mes; junto a otras 25 enfermeras en el hospital, 20 de ellas con mayor antigüedad y empleadas a través de una plaza de nómina.
Otro aspecto de esta pandemia equiparable a una guerra es el hecho de que los enfermos de Covid-19 quedan completamente aislados de su familia al ingresar al hospital. “Lo único que tienen es a nosotros”, dice Carla Melissa Padilla.
Si los pacientes llegan despiertos a terapia intensiva, les hace plática rápida para saber más de ellos. Si llegan sedados, se entera de sus vidas por medio del historial médico. “Llegamos a conocerlos totalmente”. Saben si los pacientes están casados, solteros, si tienen hijos; cuál es su trabajo, edad, peso, fecha de nacimiento, cuándo ingresó, cuándo se intubó, qué alergias tiene; si su domicilio es propio, y en qué posición responde mejor. Por eso es tan triste para ellas cuando los pacientes empeoran o dejan de responder al tratamiento. “He llorado en terapia intensiva. Así te lo pongo. Vestida y todo.”
En una ocasión particular, había una paciente a la que llevaba cuidando durante casi dos semanas, una mujer de 65 años que tal vez que ya no sobrevivía el turno. Padilla sabía que la mujer tenía un esposo esperándola en casa, hijos y un hermano. “Y yo lo que hice fue agarrarle la mano y decirle: ‘señora, por favor échele ganas. Si de verdad puede, échele ganas. Aquí vamos a estar nosotros también echándole todas las ganas’”. La enfermera lloraba detrás de la mascarilla, empañando sus goggles. Esa paciente llevaba más de 25 días en terapia intensiva. Le dijo después: “Y si se tiene que ir, adelante. Nos queda claro que hicimos nosotros todo lo posible porque usted estuviera bien. Y usted también lo hizo y ya puede irse a descansar.” Murió cinco días después.
Otras veces, Padilla empieza a ver cambios en sus pacientes. Se da cuenta cuando la temperatura alcanza niveles que no habían tenido en días, “y nos la empezamos a oler”, dice. Se pregunta por qué está diferente, a veces ve que la presión arterial está más baja de lo normal y ve venir un choque cardiaco; o bien revisa los estudios de laboratorios y ve cambios, y empieza a prever un choque séptico.
Entre sus observaciones, la información de laboratorios y los signos vitales que toman cada hora, las enfermeras generan patrones y estudian tendencias. Entre eso y la intuición, pueden anticipar complicaciones clínicas. Suena artesanal, pero en realidad es pura estadística.
«La pandemia del coronavirus sería buen momento para que reconociéramos la importancia de la enfermería, no de manera paternalista como sucedió a nivel federal, sino genuina.»
“Te lo juro que es como una corazonada. También es ver mucho y conocer a los pacientes”, dice.
Todas las labores que las enfermeras realizan: el cuidado físico duro y desinteresado, la atención anímica y emocional, la observación detallada al bienestar global de la persona, la limpieza minuciosa de los cuerpos y el espacio, el trabajo en equipo, los relevos y el apoyo mutuo, la administración y planeación de los lugares de trabajo son actividades que comúnmente son realizadas por el género femenino.
No es que las mujeres seamos especialmente buenas en esto por naturaleza o genética, sino que hemos sido relegadas históricamente a los roles de cuidado y atención de las necesidades de los otros. Tal vez por lo mismo el trabajo de las enfermeras se entiende socialmente como uno de menor peso que el de los médicos. Y las profesiones son remuneradas proporcionalmente en consecuencia. Mientras ellas ganan casi ocho mil pesos, los médicos residentes, que son becarios, reciben entre 12 y 15 mil pesos al mes.
Las relaciones con los enfermos, incluso, difieren. Los médicos tutean a los pacientes; las enfermeras les hablan de usted. Comúnmente a los médicos se les llama por un apellido precedido por el prefijo Dr., mientras a las enfermeras se les habla por su nombre de pila, sin título. Baste con prender la televisión a la hora de la conferencia nacional para escuchar al Dr. López-Gatell presentando a la enfermera Fabiana.
En su momento, y con las limitantes de la época, se reconoció a Nightingale por sus múltiples aportaciones. Fue la primera mujer admitida en la Sociedad Real de Estadística. Fue la primera mujer en recibir la Orden del Mérito del Reino Unido y recibió las llaves de la ciudad de Londres. Publicó textos sobre enfermería, administración hospitalaria y ensayos feministas.
La pandemia del coronavirus sería buen momento para que reconociéramos la importancia de la enfermería, no de manera paternalista como sucedió a nivel federal, sino genuina. Sería buen momento para valorar el cuidado y planeación indispensables que brindan las enfermeras, especialmente cuando las figuras en las que normalmente confiamos para brindar certidumbre —como la ciencia y el liderazgo político— han quedado cortos.
Azucena Padilla es de las enfermeras atendiendo pacientes con Covid-19 en un contexto lleno de incertidumbre, con ingresos constantes de enfermos graves y escasez de recursos.
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Padilla echa de menos cuando atendía enfermos con los que podía platicar. Desde abril, la enfermera solo cuida a pacientes intubados y sedados. “Es triste no poder platicar con ellos”, me cuenta. Y después de un momento breve puntualiza: “bueno y es triste que no te respondan porque sí platicamos con ellos. Les decimos: ‘Hola, ¿cómo estás?, te voy a tomar tus signos vitales. Te voy a cambiar. Te voy a mover tantito el tubo. Una molestia, te voy a vaciar tu sonda. Sé que es molesto, pero es necesario. Voy a tomarte una glucosa. Voy a movilizarte la cabeza. Te vamos a poner este medicamento’”.
Al inicio de cada turno, Padilla se presenta con el paciente si es nuevo. Las enfermeras de terapia intensiva tienen a los mismos pacientes durante una semana, o semana y media, y después rotan. Me explica que es complicado cuidar personas sedadas, porque a diferencia de los de piso que pueden decirle qué les molesta o cómo se sienten, “con los pacientes intubados no sabemos nada: si le duele, si está preocupado, si tiene molestia, si ya se cansó de estar en una posición.”
Me llama la atención, platicando con ella, que habla de dolor físico, pero también de preocupación; de molestia y de incomodidad. El trabajo de las enfermeras incluye el cuidado clínico, pero lo trasciende. Mientras la medicina occidental se especializa cada vez más en elementos microscópicos del cuerpo humano, la enfermería se encarga de cuidar el equilibrio global de los enfermos. Cuando toman el juramento hipocrático, los médicos prometen utilizar tratamientos para ayudar a curar a los pacientes. La promesa de las enfermeras redactado por Nightingale, en cambio, habla de garantizar el bienestar de los que tienen por encargo cuidar.
La aportación de Nightingale a la salud de los enfermos fue gigantesca, especialmente en una época en que los hallazgos de la ciencia médica no tenían respuestas para enfermedades epidémicas letales. Se dice que las técnicas de la enfermera, como el cuidado de la alimentación, disminución de la fatiga de los soldados y drenado de heridas, ayudaron a incrementar la expectativa de vida por 20 años a principios del siglo XX.
Para el domingo 17 de mayo, la enfermedad Covid-19, ocasionada por el contagio del virus SARS-CoV2, ha afectado a más de 4 millones 800 mil personas en el mundo, y 314 mil 96 de esos han fallecido. Hay cosas que la medicina no puede resolver y una de ellas es la pandemia del coronavirus. Al menos no todavía. Los doctores del hospital de Nutrición, a quienes he entrevistado para esta serie de reportajes, se refieren a la Covid-19 con frustración e impotencia. “Nadie sabe nada”, “un virus letal sin cura”, “las muertes son súbitas e inexplicables”.
En Notas sobre enfermería: Qué es y qué no es, escrito por Nightingale en 1895, la enfermera argumentaba: “A menudo se piensa que la medicina es un proceso curativo. No es así”, y detalla que a pesar de que la medicina remueve obstrucciones del cuerpo, no cura. Solo la naturaleza puede hacerlo. “Y lo que la enfermería hace, en cualquier caso, es colocar al paciente en la mejor condición para que la naturaleza actúe sobre él.