El agujero negro de los desperdicios en Ciudad de México
Dalila Sarabia
Fotografía de Juan Pablo Ampudia
En la Central de Abasto donde laboran poco más de 90 mil trabajadores, se produce la mayor cantidad de desperdicio de alimentos de toda la capital mexicana: 561 toneladas. Por eso, aquí todos los días decenas de personas en la pobreza llegan a buscar en los basureros algún alimento que llevar a su mesa.
1.
Con capacidad para almacenar 120 mil toneladas de alimentos, en 327 hectáreas de terreno, la Central de Abasto nunca duerme: es uno de los mercados más grandes del mundo o, al menos, el estómago de la Ciudad de México, pues de ahí provienen los insumos que alimentan a 80% de sus habitantes. Se ubica al oriente, en Iztapalapa, y aunque no se trata de un lugar céntrico, miles de personas acuden a este sitio porque sus precios y calidad difícilmente pueden compararse con los de otros mercados sobre ruedas o recauderías de barrio.
Caminarlo es adentrarse a un laberinto en el que no hay tiempo para detenerse. Entre el bullicio de quienes afirman tener el mejor precio, mientras ofrecen algún trozo de piña o sandía, unas guayabas o hasta un pedazo de coco con chile y limón, y entre los chiflidos de los casi 13,800 carretilleros que pasan siempre con urgencia llevando y trayendo bolsas, costales, cajas de frutas u hortalizas es difícil percatarse de que no entra la luz natural a este megamercado. Son miles de focos y lámparas de luz artificial las encargadas de iluminar pasillos y locales; bajo éstos, cientos de personas cargan bolsas de tela, plástico o manta en donde vacían sus compras. Aquí no hay un segundo de silencio, todos gritan y anuncian lo mejor de lo mejor.
De frente, en los locales, está la mercancía acomodada. Pero si se observa con mayor detenimiento, en la profundidad se mira otra cortina que al levantarse da directamente a la zona de carga y descarga de alimentos. Ahí es adonde llegan los camiones abarrotados, descargan toneladas que se reparten a cada local de la zona y queda lo que no se vendió. Aunque este espacio de tráileres y basureros pocos visitantes lo conocen, todos los días suele encontrarse a gente que busca en los basureros alimentos que llevar a su mesa.
Juana lleva a cuestas dos cubetas, una en cada mano. Unos plátanos completamente negros de un lado; en la otra cubeta se asoman champiñones y jitomates. Aunque la mascarilla de flores cubre su nariz y boca, parece que siempre está sonriendo. Sus ojos oscuros miran fijamente los basureros en busca de frutas y verduras que pueda recolectar y llevar a casa. Cada tercer día, esta mujer de cincuenta y pocos años acude aquí junto con su esposo para recoger –de entre los desperdicios– lo que desechan los vendedores y que, para ellos, habitantes de la colonia Degollado, significa su única posibilidad de tener algo para comer.
—Tengo más de 11 años aquí con mi esposo recolectando para sobrevivir. Lo que nos sobra lo vendemos —dice la mujer, una mañana de octubre de 2020.
Juana es una mujer chaparrita, lleva una pequeña bolsa de colores blanco y azul cruzada en su cuerpo, que mantiene asegurada con un mecate que se amarra a su cintura, así no le estorba cuando recolecta y, también, para evitar que se la roben. Sólo trae para el pasaje, 10 pesos, y nada más.
—Somos de muy bajos recursos. Mi esposo está incapacitado, pero no tiene ningún apoyo, entonces lo poco o mucho lo carga él y lo demás, yo. Tengo el pie quebrado y también las manos, pero así vamos luchando. Me caí y ya no quedé bien —dice mostrando sus manos extendidas hacia arriba.
Los días que van a la Central a buscar alimentos deben salir de casa a las 5:30 horas. Antes de tomar algún transporte que los lleve al mercado más grande del país, caminan un par de kilómetros para llegar al punto donde pasa un autobús RTP que les cobra dos pesos por persona. La ruta de regreso es la misma. Usa un par de botines de plástico para meterse, con más seguridad, a los contenedores de basura de la Central. Ella siempre es la que debe hacerlo porque a su esposo le es casi imposible agacharse, pues, cuenta Juana, se lastimó la espalda un día que cargó mal unos bultos de cemento.
Estos contenedores a los que se mete no son botes ni basureros como los que se observan en las calles; más bien parecen cajas de tráileres colocadas a nivel de piso. Unas son para los desperdicios orgánicos y otras para los inorgánicos. Basta echar una mirada a éstos para advertir la variedad de desperdicios: piñas o papayas muy maduras por igual que aún podrían consumirse o jitomates que más bien parecen puré y que son arrojados sobre ellas. Esto, por supuesto, no es un impedimento para quienes acuden a pepenar a los basureros, quizá con un trozo de plástico o periódico, para luego limpiar los productos y guardarlos en bolsas, morrales o cubetas, como la señora Juana. Son alimentos que se van acumulando hasta el día siguiente, por lo que la presencia de moscas y el olor fétido van incrementando con las horas.
Con mucha cautela Juana se mete ahí. Para evitar hundirse entre los desechos se sostiene de las paredes. No usa guantes, sólo se agacha y colecta jitomates (uno de los productos que más se desperdicia) y cebollas, que abraza a su cuerpo y después deposita en las cubetas. Ni ella ni su esposo cuentan con un ingreso fijo y tienen a su cargo un adolescente que estudia el bachillerato, por lo que, comparte Juana, lo que les sobra de lo que recaudan en los contenedores se lo venden a sus vecinos y el dinero que ganan es lo que ocupan en los pasajes y para darle algunos pesos al “niño”. Ésta es su rutina desde hace más de una década; sin embargo, con la pandemia las cosas se han complicado para ellos: la Central se consideró uno de los focos de mayor riesgo al contagio de la Covid-19 al concurrir aquí medio millón de personas. Aun así, nunca dejó de venir.
—Yo le digo a mi viejo: «¡vámonos!, Dios nos socorre y si ya nos tocó, pues nos tocó, si no, sólo Dios lo sabe».
Juana y su esposo son parte de las decenas de personas que diariamente acuden a los basureros para buscar entre los desperdicios frutas y verduras que llevan a casa para su consumo o que, en camionetas de redilas, venden en algunas de las colonias más pobres de la ciudad.
—Luego los comerciantes que ya nos conocen me dicen: “Ándele, doña, llévese esto, está bueno” y nos lo llevamos. Ellos pierden, pero para nosotros es un apoyo. Unos pierden y otros ganamos.
2.
La pérdida y el desperdicio de alimentos son dos realidades que golpean en todos los niveles. La pérdida está relacionada con todo el proceso que implica la producción, la cosecha, el acopio y el transporte de los alimentos; en tanto, se habla de desperdicio cuando en los mercados, supermercados, tiendas minoristas y en los hogares se tiran los alimentos a la basura porque ya están echados a perder o, simplemente, porque ya no son agradables a la vista dado su propio proceso de maduración. “Son dos datos que generalmente se unen y, cuando hablamos de pérdidas y de desperdicio, hablamos de un 40% de lo que se produce [en México]. Es una cosa bárbara”, alerta Lina Pohl Alfaro, representante de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés).
A nivel mundial, la pérdida de alimentos significa alrededor del 14%. Es un tema alarmante. En México, ésta alcanza unos 20 millones de toneladas anuales, mientras que sólo en la Central de Abasto se desperdician diario unas 561 toneladas de alimentos. “Con lo que se desperdicia en la Central de Abasto se puede alimentar a toda la población de la Ciudad de México que sufre carencia alimentaria [y que se estima] serían 1.2 millones de personas”, sostiene.
En la capital, de acuerdo con el Informe de Pobreza y Evaluación 2020 del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 832 mil personas se encuentran en estado de inseguridad alimentaria moderada y 385 mil en inseguridad alimentaria extrema. Es decir, un total de 1,217,000 capitalinos —13.2% de la población de la Ciudad de México— cuenta con deficiencias en el aporte de nutrientes, que causan la desnutrición. En esta situación se encuentran Juana y su esposo, que acuden a pepenar a los basureros de la Central.
Las razones por las que los alimentos se pierden y desperdician son variadas. En la producción, tiene que ver con prácticas no sostenibles a nivel técnico, social y ambiental, pero también en cómo se produce, cómo se almacena y cómo se distribuye, porque generalmente faltan redes de frío que aseguren las condiciones de la producción. Además de que muchos productores se quedan con sus cosechas sin venderse porque no tienen forma de llevarlas al mercado, ya sea porque no cuentan con la mano de obra para cosechar, o bien, porque no tienen los vehículos apropiados —con redes de frío— que les permitan que la mercancía llegue a su destino en buenas condiciones. Incluso, las condiciones climáticas son factores que abonan a esta pérdida.
En tanto, el desperdicio está mayormente relacionado con la cultura que los consumidores han ido adquiriendo y que privilegia la idea de que todos los productos deben cumplir con normas estéticas como el color, la forma y el tamaño. “Todo lo que no es una verdura, fruta o producto bonitos, digamos, no sirve”, dice Pohl Alfaro. Si bien es cierto no se trata de un problema exclusivo de México, la realidad es que, en comparación con Europa, en América Latina y el Caribe (ALC) se desperdician más alimentos y esto se puede explicar —en un primer momento— por los hábitos de consumo de la región.
En la Ciudad de México, dadas las dinámicas laborales y sociales, las personas acuden al supermercado una vez a la semana o cada quince días; en esa visita compran productos que estiman que consumirán durante los próximos días, por lo que llevan, por ejemplo, dos kilos de manzanas, dos pencas de plátano, dos lechugas. Datos compartidos por la FAO México apuntan, sin embargo, a que una tercera parte de lo adquirido terminará en la basura porque se echará a perder dentro o fuera del refrigerador o porque estéticamente ya no se verá bien, porque está magullado o cambió su color. Anualmente, los desechos de alimentos en ALC ascienden a 150 mil millones de dólares. De acuerdo con el Banco Mundial, si México lograra contener la pérdida de alimentos podría generar ingresos superiores a los 400 mil millones de pesos anuales.
En el artículo 4 de la Ley para la Donación Altruista de Alimentos de la capital se lee que “queda prohibido el desperdicio de alimentos aptos para el consumo humano cuando éstos sean susceptibles de donación altruista”. Se trata de la única normatividad vigente con que se cuenta; sin embargo, es letra muerta porque no contempla multas o sanciones y, aunque apuesta por una cultura del no desperdicio, desde el Gobierno de la Ciudad de México no hay alguna campaña específica que la refuerce. La problemática es tan grande pero, a la vez, tan invisibilizada por las autoridades, que no se tienen datos precisos de cuál es el volumen de despilfarro de alimentos y cuánto ha variado, para bien o para mal, en los últimos años. “Es un tema central para resolver y es a partir de la crisis de la pandemia de la Covid-19 que esto se vuelve más relevante. Si antes era inaceptable, ahora es francamente una barbaridad”, sentencia Pohl Alfaro.
Para Carlos Labastida, coordinador del Programa Universitario de Alimentos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), esta problemática continuará hasta que no se hagan legislaciones integrales y coordinadas entre los diferentes niveles de gobierno. Para Labastida, la pérdida y el desperdicio se ha agravado porque en los últimos 50 años se han diseñado distintos programas —por ejemplo, Prospera, que apoya a familias que viven en situación de pobreza para mejorar sus capacidades de alimentación, salud y educación a través de la entrega de recursos económicos— pero que no consideran políticas públicas satélite que les permitan establecer el estimado del desecho de alimentos y sus razones, para con ello emprender acciones que ayuden a erradicarlo. “Lo que debería ser y que, lamentablemente, no tenemos es una política alimentaria y nutricional nacional que sea integral y coordinada”, señala.
3.
Basta ir a la Central de Abasto, a cualquiera de los 329 mercados públicos en distintos puntos de las 16 alcaldías, a los 1,570 tianguis sobre ruedas que se colocan en las calles y que son distintivos por sus lonas rosas o a las camionetas que se paran en algunas esquinas con ofertas de frutas y verduras a buenos precios. Cada espacio es único y satisface la principal necesidad de las personas: el alimento. En los mercados públicos no sólo se pueden comprar frutas y verduras, sino que además hay carnicerías, pollerías y pescaderías y también cocinas económicas, donde es posible comer sopa, guisado, agua de frutas y un pequeño postre por 50 o 60 pesos. Los tianguis son más una tradición de barrio a donde acuden las personas a comprar insumos para la semana, pero también se convierten en una reunión semanal en familia para cambiar la rutina del día a día y comer tacos y quesadillas acompañados con alguna agua fresca. También ahora en las calles circulan camionetas de redilas que, con un megáfono, van ofreciendo bolsas con fruta por 10 pesos. Manzanas, una penca de plátanos, uvas y hasta papayas y sandías enteras se venden a los transeúntes, para llevar a casa algún postre o para comer en el transporte público mientras llegan a sus hogares.
Entonces, ¿por qué 13% de la población vive con carencia alimentaria y tienen que recurrir a recolectar alimentos de los basureros de los mercados?
La respuesta sonará simple, pero de fondo habla también de la desigualdad que se vive en la capital del país. “No es que no se tenga qué comer, lo que pasa es que no se tienen los recursos económicos para comprar estos alimentos”, expone Carlos Labastida.
Un eslogan que se hizo famoso en el pasado y que buscaba explicar a la población la importancia de una dieta balanceada es: “Come frutas y verduras”. Esta propaganda tuvo mucha popularidad porque salía en comerciales de televisión y radio, tanto que hasta el día de hoy es una referencia popular y, aunque parece una frase muy simple, ¿cómo comer frutas y verduras, si no se cuenta con los recursos?
“La falta de acceso a ciertos alimentos es producto de la falta de empleo y de recursos para la compra de éstos. Difícilmente se puede pensar que en aquellos lugares donde hay muchos alimentos la gente tiene cubierto su consumo básico. Es importante desterrar el análisis simple de que los aparentes excesos de producción en algunas regiones deben utilizarse en otras que carecen de ellos, como una fórmula mágica”, señala Labastida. Atender la desigualdad y la falta de empleo requiere de otro tipo de acciones y políticas públicas. Es cierto que los comerciantes o las cadenas de supermercados podrían donar algunos de los productos que tienen destinados a desechar, pero esto tampoco sucede. En el caso de los supermercados —e incluso, los restaurantes—, éstos tiran a la basura aquellos alimentos que se les echaron a perder o que, aunque aún se podrían comer, ya no se logran vender.
4.
Mary, de 45 años, su esposo Felipe, de unos 50, y sus tres niños son una familia que vive en el municipio de Valle de Chalco, en el Estado de México, a una hora y media de camino de la Central de Abasto y que seis días a la semana viaja a la capital para poner su puesto de verduras en las colonias Narvarte y Presidentes.
Cada mañana es igual que siempre: la familia sale de casa poco después de las cinco a bordo de una camioneta blanca con rumbo a la Central de Abasto para comprar la mercancía que venderán; a más tardar, a las 7:30 horas deben estar en el sitio donde se instala el tianguis, previniendo el tiempo para instalar el puesto y comenzar con la venta a las 8:30 horas. Desde ese momento y hasta las 17 horas se dedican a atender a los clientes. Entre que despachan a uno y otro, pesan y acomodan la mercancía, se dan tiempo, apenas unos segundos, para darle una mordida al tlacoyo o al taco que hayan pedido para comer. De vez en vez, cuando las bolsitas de nopales con siete piezas por 10 pesos se terminan, Mary, Felipe o Daniel —el hijo mayor— toman un cuchillo y una tablita que apoyan en su vientre y empiezan a limpiar más nopales para armar las bolsitas. Sus tres hijos también ayudan a atender. La más pequeña, Sandra, de 6 años, pasa buen tiempo de la jornada durmiendo abajo del puesto en una camita que le acondicionan con unas cajas de madera en las que transportan las frutas y verduras. Si uno se para frente al puesto de Mary puede observar que luce pulcro: jitomates brillantes, grandes cebollas, zanahorias, chayotes y pepinos frescos. Pero si uno da la vuelta y se ubica atrás del puesto, ahí donde Mary y su esposo pasan horas de pie atendiendo a los clientes, es posible observar cómo en el piso hay jitomates, cebollas, zanahorias, chayotes y pepinos tirados, algunos en el suelo y otros en cajas de cartón.
—Es lo que la gente ya no se lleva porque está un poquito mallugado, entonces pues ya lo apartamos para la basura —cuenta Mary.
—¿Ya no lo pueden vender, aunque sea más barato?
—No se lo llevan, la gente es bien especial: quieren que esté bonito, no aguado, por eso mejor lo tiramos.
Para las 18 horas, cuando ya quitaron todos los puestos, es posible observar decenas de montañitas de basura. Cada una corresponde a cada uno de los puestos que conforman el tianguis. Igual hay alimentos revueltos con cajas de madera, bolsas de plástico y cartón. Algunas personas, acuden con pequeñas bolsas a ver qué pueden rescatar de entre los desperdicios antes de que los trabajadores de limpieza tomen sus palas y viertan los desechos —sin separar orgánicos e inorgánicos— al camión de basura.
5.
—Lo que ya se pone feo lo vendo más barato, a veces, a la mitad de precio —cuenta Luis Alberto, un comerciante que suma 30 años vendiendo verduras en la Central.
Dice que su papá comenzó el negocio en el antiguo Barrio de la Merced, en el Centro Histórico, por ahí de los años sesenta. Con el crecimiento de la ciudad cada vez se hizo más difícil vender en ese tradicional mercado, porque el caos era lo que reinaba en las angostas calles. Las 44 hectáreas de La Merced ya eran insuficientes para la cantidad de personas que lo visitaban, por lo que a principios de los ochenta se inauguró la Central de Abasto y su papá decidió dejar su local para comenzar una nueva aventura. Hoy no hay un sólo día en que Luis Alberto no trabaje aquí.
—Y lo que ya no vende ¿lo tira o se regala? –pregunto.
—Lo tiramos, es la merma, la pérdida que sabemos que vamos a tener.
Al preguntarle si no sería mejor donarlo al banco de alimentos de la Central de Abasto, esquiva en un principio responder, pero al final se excusa diciendo que ya no pasan a recoger la mercancía que tienen lista para la basura.
—Si pasan preguntando, hay qué darles, nosotros les cooperamos, pero ya tiene tiempo que no vienen […]. Para darles las merma tengo que mandar un diablero y sale peor, porque es dinero y tiempo perdido —sostiene.
6.
“En la Central el desperdicio es muy grande, uno de los problemas más serios que tenemos. Creo que la posibilidad de dar de comer a la gente que lo necesita y tener ahí tirados todos los alimentos nos causa un problema social muy fuerte y una responsabilidad también”, acepta Marcela Villegas, coordinadora general de la Central de Abasto. Por eso, desde que asumió el cargo en agosto de 2020, ha impulsado distintos proyectos a fin de reducir el desperdicio. Uno de ellos fue “revivir” el banco de alimentos al que nombraron “Itacate”, una palabra que proviene del náhuatl, itacatl, que era una especie de morralito que usaban en los pueblos mesoamericanos para transportar su comida cuando salían lejos de sus hogares. Ahora, «itacate» es una palabra usada coloquialmente para referirse a la provisión que se lleva a un paseo o a las sobras de comida que quedan en una fiesta o reunión y que se dan a los invitados.
Itacate es un banco operado por la propia Central, que abrió sus puertas en febrero de 2020 y en donde reciben la mercancía que los comerciantes ya no vendieron y que, en una labor solidaria, entregan para no tirarlos a los basureros. Se trata de una bodega —con tres grandes refrigeradores— en la que se guardan donaciones de los comerciantes y que son entregadas a asociaciones u otras áreas del gobierno de la Ciudad de México para que sean aprovechadas en beneficio de quienes menos tienen. En los primeros nueve meses en operación, este banco de alimentos había logrado recaudar 270 toneladas y, aunque parecería una cifra menor comparadas con las 560 toneladas que diariamente se desperdician en la Central, poco a poco se busca generar conciencia entre los vendedores.
Itacate se diseñó para que lo recolectado se canalice a la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso), que a su vez lo traslada a sus tres cocinas industriales que, de lunes a viernes, preparan comida y reparten a sus 19 comedores públicos, 20 comedores emergentes y 10 «comemóviles» (tráileres acondicionados afuera de hospitales públicos que brindan comida gratuita a personas de escasos recursos). Este apoyo social, informó la Sibiso, durante la pandemia ha tenido un incremento en su demanda del 30%. Sin embargo, con la emergencia sanitaria, se dispuso una línea para que los comerciantes llamen y trabajadores de la Central puedan ir a recoger la donación. Y aunque en pleno confinamiento no se ha dejado de recibir alimentos, la mayoría de los comerciantes no se han sumado “por desconocimiento o por falta de solidaridad con los otros”, consideró Villegas.
7.
Mientras Juana y su esposo van cada tercer día a recolectar alimentos de los basureros porque no cuentan con el dinero para poder adquirirlos en algún mercado o recaudería, en millones de hogares se botan diario a la basura alimentos que se compraron de más.
Datos oficiales apuntan que en México el 30% de lo que se compra termina en la basura. Basta subrayar que esta acción no sólo tiene implicaciones sociales y económicas, sino que también trae consigo un importante impacto al medio ambiente. Sólo para darse una idea, cada año en ALC se utilizan 1,400 millones de hectáreas para producir alimentos que no son consumidos porque se pierden o desperdician. Es decir, una superficie mayor a la de Canadá y la India es cultivada pero toda su cosecha, en distintos momentos de la cadena de producción y comercialización, termina en la basura. Ahora bien, 30% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero son atribuibles al sistema alimentario, así que la pérdida y desperdicio es responsable del 8% de esas emisiones que provocan eventos climáticos extremos.
A lo largo de dos horas, Juana entra y sale de los contenedores donde buscaba alimentos. Mientras, su esposo se asoma a donde más personas llegan a pepenar para ver si alcanza algo bueno. Si no encuentra nada más que rescatar, será hora de dirigirse a otro andén de descarga, donde se ubican más contenedores. El reloj ya marca casi las 11:00 horas. Luego de varios años han aprendido a distinguir cuáles son los “mejores” andenes.
Antes de irse, Juana me cuenta que pudieron recolectar cebollas, jitomates, champiñones, papas, plátano, ciruela y plátano macho. Fue un buen día.
—Ya para una sopa de verdura tenemos, gracias a Dios—dice cuando ya tienen llenos las dos cubetas y el costal verde que llevaban.
Es momento de volver a casa. A paso lento, con un costal en una mano y una bolsa plástica en la otra, su esposo se adelanta para formarse en la parada a esperar a que pase el camión. Juana, con sus dos cubetas lo sigue, pero antes de alejarse más, vuelve sobre sus pasos y me dice:
—Levantar de la basura no es de vergüenza, es para sobrevivir. Los de las bodegas pierden, pero para nosotros lo es todo.
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