El 12 de noviembre de 1971, cuando la sonda Mariner 9 estaba por alcanzar la órbita de Marte, hubo fiesta en los laboratorios de propulsión de la nasa, en el Instituto de Tecnología de California, en Pasadena. En las imágenes de esa celebración se puede ver a varias leyendas: el periodista Walter Sullivan, el planetólogo Bruce Murray, el cosmólogo Carl Sagan y los escritores de ciencia ficción Ray Bradbury y Arthur C. Clarke. Bradbury se muestra conmovido por el homenaje a Crónicas marcianas (1950) que implicaba la invitación, pues su colección de cuentos fue una inspiración determinante para muchos estudiosos del espacio que aquel día verían hecha realidad una parte de ese sueño sideral: la Mariner 9 sería la primera sonda de la historia en orbitar otro planeta.
Después de hacer bromas acerca de cómo los niños de la época ya le reclamaban que su representación del planeta rojo no fuera científicamente correcta, se dispone a presentar un poema suyo, uno que resumía sus “sentimientos acerca de por qué amo los viajes espaciales, por qué escribo ciencia ficción y por qué estoy intrigado con lo que está sucediendo este fin de semana en Marte”. El autor, con el candor que lo hacía tan popular, recita los versos que revelan asombro y alegría: “Oh, Thomas, ¿será que algún día una Raza se alzará / atravesando el Vacío, el Universo, todo? / Y midiéndolo en fuego de cohetes, / ¿al fin estirará el índice de Adán, / como en el techo Sixtino, / y vendrá desde el otro lado la mano de Dios / a regalarle el día eterno? / Trabajo por ello. / Hombre Pequeño, sueño Grande. Lanzo mis cohetes, / entre ceja y ceja, / con la esperanza de que una pulgada de Voluntad valga lo que una libra / de años”. [1]
En noviembre de 2021, cinco décadas después, Perseverance (uno de los robots que explora la superficie de Marte) “tuitea” una foto con muestras de las rocas que acaba de tomar mientras aquí abajo, en la Tierra, la gente reunida dentro y fuera de la COP26, preocupada por la falta de medidas serias ante la crisis climática, sostiene pancartas que rezan un nuevo lema: “No hay Plan(eta) B”. Y es que, entre más conocemos las condiciones físicas de los cuerpos celestes que nuestra tecnología puede alcanzar, más nos percatamos de lo mucho que nos falta para ser los viajeros que imaginaron Bradbury y sus predecesores: desarrollar las condiciones apropiadas para la vida humana en Marte, incluida la tan anhelada terraformación como una estrategia para tener un planeta “de respaldo”, nos llevaría mucho más tiempo de lo que Elon Musk alardea.[2]
¿Cuánto tiempo sería eso? Según la imaginación disciplinada de Kim Stanley Robinson, el autor de ciencia ficción que más ha escrito sobre Marte en el cambio de siglo, nos tomaría miles de años, contrario a lo que plantea en su Trilogía marciana. Los últimos avances revelan que “[…] la presencia de percloratos en el suelo, venenosos para los humanos, y la relativa falta de nitrógeno en Marte son nuevos hallazgos que realmente complican la idea de habitar el planeta y terraformarlo. Éstos no son factores decisivos, pero son obstáculos importantes. Sin embargo, aunque sea más lenta, la terraformación de Marte sigue siendo un gran objetivo a largo plazo, uno que implica alrededor de diez mil años. Lo que significa que tenemos que estabilizar la relación con nuestro propio planeta para que suceda algo interesante en Marte”.[3]
Las visiones de Bradbury y Robinson, marcianos honorarios, nos dicen mucho sobre la relación que la humanidad ha tenido con el planeta rojo en el último siglo. Ray Bradbury se describía a sí mismo como un autor de fantasía, a pesar de haber configurado la idea que varias comunidades lectoras tienen de la ciencia ficción. La suma de ideas y sentimientos de aquel poema leído en la nasa fueron el centro de los anhelos más profundos de una buena parte del género escrito en los siglos xix y xx. La idea de alcanzar las estrellas era una mística permisible, racional y secular para el nuevo ser humano que buscaba, ante todo, el progreso. Kim Stanley Robinson nació, curiosamente, en el mismo lugar que Bradbury: Waukegan, Illinois, quizá mientras aquél escribía Fahrenheit 451. Pero, a diferencia de su predecesor, Robinson se define como un autor de ciencia ficción dura: desde sus primeros libros se propuso construir escenarios para sus historias que fueran verosímiles científica y tecnológicamente según la información disponible en el momento de su escritura. Su Trilogía marciana (escrita de 1992 a 1996, con un complemento que se publicó en 1999, Los marcianos) es una especulación ingeniosa acerca del desarrollo y evolución de la presencia humana en el cuarto planeta del sistema solar, desde cómo se podrían modificar plantas y animales para hacer habitable el entorno hasta las posibles disputas económicas, políticas y sociales de las empresas metanacionales que pretenden evitar la independencia de los trabajadores marcianos. Heredero de la complejidad de la que su maestra Ursula K. Le Guin dotaba a sus novelas, la obra de Robinson está llena de claroscuros, pero se inscribe en la tradición utópica reactivada por la misma Le Guin en 1974 con Los desposeídos.
Tanto Bradbury como Robinson se interesaron en imaginar de qué modo trasladaríamos nuestros traumas y errores a esa tabula rasa que ofrece el horizonte marciano. Sus advertencias sobre nuestra recurrente violencia y ambición por el poder, además de la pervivencia de nuestra curiosidad y cooperación, les ganaron sus respectivos honores: allá arriba hay una zona de aterrizaje llamada Bradbury y la bandera más o menos oficial del planeta ha ondeado con los colores rojo, verde y azul en honor a los títulos de cada libro de la Trilogía marciana. Pero sólo Robinson, atado por la promesa hard de mantener la verosimilitud de sus historias como norma, se ha negado a continuar el camino hacia las estrellas. Robinson comenzó a escribir novelas cli-fi, que se centran en especular sobre los efectos del cambio climático en el planeta Tierra hasta que, después de hacerse célebre entre los lectores amantes de la ciencia ficción más apegada al discurso científico, pasó de imaginar cómo podría ser posible un asentamiento humano en el planeta rojo a explorar, en Aurora (2015), el modo en que todo eso, justamente, no sería posible ni deseable, con un espíritu muy distinto al de las obras clásicas del género donde generaciones de personas sacrifican su vida viajando durante eones en una nave, en busca de nuestro próximo hogar. En 2016 declaró: “El proyecto principal de la civilización es crear una forma de vida sostenible aquí en la Tierra. Ése es el primer paso necesario; cualquier otra cosa depende de que tengamos éxito, por lo que explorar el espacio es menos importante ahora”.[4]
Para un autor de ciencia ficción de su cepa, tomar esta postura suena casi a herejía, pues el cohete, el traje de astronauta y el planeta misterioso son los tropos que suelen evocar las palabras “ciencia ficción”. La generación de los autores que hicieron célebre la imaginería de los viajes al espacio en la cultura popular reflejaba el optimismo con respecto a la tecnología característico de aquella época, un nuevo prometeísmo que generó movimientos filosóficos como el cosmismo ruso de principios del siglo xx, cuyos objetivos eran el perfeccionamiento de la naturaleza a través de la tecnología, la inmortalidad y la interplanetariedad humana. Nuestra especie sería capaz de llevar la revolución a todos los confines del universo cuando aprendiéramos a vivir en libertad y cooperación en la Tierra. Este relato heroico del viaje al espacio aún está presente en una de las películas de ciencia ficción más populares de los últimos tiempos, Interstellar (Christopher Nolan, 2014). Enfrentado a la negativa de las autoridades de seguir invirtiendo en viajes espaciales, porque todos los recursos en ese futuro no tan distante se emplean en combatir la infertilidad terrestre y la extinción humana, el protagonista declara, sufrido: “Solíamos mirar hacia el cielo y maravillarnos de nuestro lugar entre las estrellas. Ahora miramos hacia abajo y nos preocupamos por nuestro lugar en la Tierra”. Sin embargo, la iniciativa privada hace posible el viaje interestelar, lo que permite la sublimación de ese deseo humano. La valiosa información que los astronautas obtienen de la misión no contribuye a desarrollar un modo de permanecer en la Tierra, sino a dejarla atrás.
Otro autor señero del género, Philip K. Dick, consideraba este anhelo de exploración una característica intrínsecamente humana: “Era fundamental que enviáramos un hombre a la luna; la exploración es natural para el hombre, es virtualmente un instinto. Es, al menos, una fuerza tan poderosa que no se puede negar”.[5] Carl Sagan, que hizo su parte como autor sci-fi con la novela Contacto (1985), también dio algunas razones para sostener esa afirmación: “Revestimos a los lugares lejanos de cierto romanticismo. El atractivo, sospecho, ha sido elaborado meticulosamente por selección natural como un elemento esencial de nuestra supervivencia a largo plazo”.[6]
Resulta perverso que este discurso esté siendo cooptado precisamente por el corporativismo, una de las entidades que más advertencias distópicas ha generado en la ciencia ficción, para proyectar una idea de futuro que replique en el espacio sus modos de hacer en la Tierra. Pero lo cierto es que, tanto en la realidad como en la ficción, el discurso con el que se ha construido la exploración espacial desde el norte global siempre ha tenido algunos problemas. Además de resolver los obstáculos tecnológicos para posibilitar las ciudades espaciales que imaginaba Carl Sagan, habría que detenernos, sólo para empezar, en la manera en que el lenguaje que se utiliza en la proyección de ese futuro entre las estrellas anticipa, de hecho, un retroceso a los peores momentos de la historia humana: “El lenguaje que usamos enmarca automáticamente cómo imaginamos las cosas de las que hablamos. Entonces, con la exploración espacial, tenemos que considerar cómo estamos usando ese lenguaje y qué conlleva en la historia de la exploración en la Tierra. Incluso si palabras como ‘colonización’ tienen un contexto diferente fuera del mundo, en un lugar como Marte, no está bien usar esas narrativas, porque borran la historia de la colonización aquí en nuestro propio planeta. Se da un efecto dual en el que se enmarca nuestro futuro y, en cierto sentido, se edita el pasado”, declaró en una entrevista con National Geographic la astrónoma Lucianne Walkowicz, jefa de Astrobiología en la Biblioteca del Congreso, quien estudia la ética de la exploración en Marte.[7]
Del mismo modo, Michael Ralph, profesor de antropología en la Universidad de Nueva York, observa que “es fascinante que un término como ‘colonizar’ pueda verse en términos neutrales cuando no puede existir sin violencia y despojo […]. No se puede establecer una jerarquía política sin violencia. Cada proyecto colonial implica administrar poblaciones, subyugar a la gente, extraer recursos”.[8]
Sería conveniente detenernos un momento a pensar si ese supuesto “anhelo humano” no está, en la mente de los millonarios, más ligado a su propia supervivencia, como sospechaba Carl Sagan, que a la sana e insaciable curiosidad por conocer el mundo que nos produjo. Como apuntó el académico Gary Westfall, “las sociedades supervivientes de cazadores-recolectores que observamos hoy en día, de hecho, suelen establecer un campamento base como su hogar, al que regresan todos los días después de buscar comida. Se mueven sólo cuando hay un problema: no hay suficiente comida en el área, hay cambios desastrosos en el clima o ante la presencia de depredadores peligrosos o vecinos hostiles. Y cuando se mueven, tienden a permanecer en la misma área. Las grandes migraciones a regiones distantes son la excepción, no la regla, tanto en la prehistoria humana como en la historia humana”.[9]
Los recursos del planeta Tierra, saqueado por las grandes corporaciones, no son suficientes para sostener el ritmo al que se llenan sus arcas. El “Plan (eta) B” que Jeff Bezos e Elon Musk proponen es para ellos mismos y para la élite que pueda pagarse los doscientos mil dólares que costará el boleto al parque de diversiones marciano con el que SpaceX pretende extender sus negocios terrestres. “Mars-a-Lago”, le llama Keith A. Spencer a este siniestro panorama, quien ha escrito varias críticas en torno a las estrategias de Musk: “Imagínate renunciar a vivir años de tu vida para ser ama de llaves en el hotel Mars-a-Lago, con las comunicaciones, el agua, los alimentos, el uso de energía, incluso el oxígeno estrictamente administrados por tu empleador y sin un gobierno al que presentar una queja formal si tu jefe te corta el salario, te acosa, te corta el oxígeno. ¿A dónde acudirían los empleados de Mars-a-Lago si se violaran sus derechos? Oh, espera, ¿este planeta se gestiona de forma privada? No tienes derechos”.[10]
La ciencia ficción ya ha escrito bastantes advertencias respecto a escenarios como éste. Quizá por eso autores como Kim Stanley Robinson, Jeff VanderMeer o N. K. Jemisin están más preocupados por observar posibles escenarios a los que nos enfrentaríamos a partir de la crisis climática, desde los más apegados a la realidad hasta los más fantasiosos. “Esta situación no puede durar mucho tiempo, quizás años, pero no décadas. El futuro es radicalmente incognoscible: podría contener cualquier cosa, desde una era de prosperidad pacífica hasta un terrible evento de extinción masiva. La enorme amplitud de posibilidades es desorientadora e incluso paralizante. Pero una cosa se puede decir con certeza: lo que no puede suceder, no sucederá. Dado que la situación actual es insostenible, es seguro que las cosas cambiarán”, escribió Robinson para The Guardian en 2018, cuando aún no publicaba su última novela, El Ministerio del Futuro (2020), una historia que comienza con una escena pertubadora: una ola de calor en la ciudad de Uttar Pradesh, en la India, provoca la muerte de más de millones de personas. Este traumático evento, en el que la gente roba los aparatos de aire acondicionado a punta de pistola y las familias tratan de refrescarse en un río cuyas aguas están a mayor temperatura que la del cuerpo humano, provoca que el único sobreviviente se convierta en un ecoterrorista con el que no resulta muy difícil empatizar. Andrea Chapela, en su cuento “Anillos de Borromeo”, plantea un escenario similar: una mujer, imposibilitada para viajar a otro continente debido a las restricciones en los vuelos internacionales, recuerda la amistad que la espera al otro lado del mundo mientras transcurre un toque de queda por la temperatura en el exterior.[11]
En otra de las escenas más impactantes de El Ministerio del Futuro, Frank, el sobreviviente, secuestra a Mary Murphy, la encargada del ministerio. Este organismo mundial —aunque dirigido e integrado por científicos— es, finalmente, una burocracia no ha conseguido evitar las catástrofes pese a adoptar medidas revolucionarias como “pagar” a los gobiernos que emitan menos carbono o implementar medidas similares a las propuestas de E. O. Wilson en Media Tierra (2017), donde sugiere deshabitar esa proporción del planeta para dejar que se rehabilite a sí mismo (una idea que ha sido criticada por sus posibilidades ecofascistas). “Si su organización representa a las personas que nacerán después de nosotros, bueno, ¡eso es una carga pesada! ¡Es una verdadera responsabilidad! ¡Tienes que pensar como ellos! Tienes que hacer lo que harían ellos si estuvieran aquí”, le reclama Frank a Mary. “No creo que tolerarían el asesinato”, responde ella, tratando de apaciguarlo: “¡Por supuesto que lo harían!”, responde él.
Pese a pintar un escenario tan catastrófico, Robinson sigue considerándolo una visión más positiva del futuro que las distopías declaradas: “En este momento de la historia mundial […] tengo que poner la vara bastante baja para la ‘utopía’. Si esquivamos un evento de extinción masiva en este siglo, eso es una escritura utópica. Es lo mejor que podemos esperar en el lugar donde estamos ahora”.
Aunque Robinson se considera a sí mismo un socialdemócrata de izquierda, heredero de la anarquista Le Guin y el marxista Fredric Jameson, ha hecho varias concesiones con el futuro imaginado en su última novela para mostrar una transición viable entre el capitalismo tardío y lo que vendrá. Tanto él como quienes tienen fe en el apego a la ley, la democracia y un estado de derecho confían en las posibilidades de esa escritura utópica.
Pero cabría contemplar otras formas de utopía, unas que incluso Robinson, un autor más abierto a las diferencias, no considera en sus discursos de construcción del futuro. “El género de Latinoamérica es el realismo mágico”, ha comentado algunas veces,[12] congruente con su visión dura del género. Sin embargo, existe una ciencia ficción escrita desde el sur global, una que está perfectamente consciente de lo que implica la palabra “colonización”, que sabe muy bien que los tratados que se firman con pompa y circunstancia bien pueden romperse o no cumplirse impunemente; una que ha visto numerosos actos de violencia cometidos en nombre de la democracia, que viene del mismo lugar que las personas de pueblos originarios presentes en la COP26 para hacer fuertes críticas a las políticas tibias en torno a la crisis climática que acordaron dirigentes y empresarios. Hay una forma de escribir telúricamente que está poniendo su atención en las mismas cuestiones que Robinson, pero desde un lugar muy distinto y de una manera que, precisamente por no estar apegada a la realidad social ni científica, tiene la potencia de provocar una visión diferente del futuro.
El lugar donde aterrizó el Perseverance, el robot que tuitea sus hallazgos en el siglo xxi, fue llamado Octavia Butler, en honor a la autora afroamericana de ciencia ficción. ¿Será ésa una buena señal para los tiempos por venir?
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[1] “If only we had taller been”, Ray Bradbury. La traducción es de Jair Trejo: https://www.jairtrejo.com/blog/2012/06/si-tan-solo-fueramos-mas-altos.
[2] Nick Stockton, “Elon Musk announces his plan to colonize Mars and save humanity”, Wired, 27 de septiembre de 2016.
[3] Dave Haeselin, “Earth first, then Mars: an interview with Kim Stanley Robinson”, Public Books, 15 de junio de 2016.
[4] Ibid
[5] Gary Westfahl, “The case against space”, Science Fiction Studies, núm. 72, vol. 24, parte 2, julio de 1997.
[6] Ibid.
[7] Nadia Drake, “We need to change the way we talk about space exploration”, National Geographic, 9 de noviembre de 2018.
[8] Caroline Haskins, “The racist language of space exploration”, The Outline, 14 de agosto de 2018.
[9] Gary Westfahl, op. cit.
[10] Keith A. Spencer, “Against Mars-a-Lago: why SpaceX’s Mars colonization plan should terrify you”, Salon, 8 de octubre de 2017. (Énfasis en el original).
[11] Andrea Chapela, “Anillos de Borromeo”, Granta en español, 2021.
[12] Kim Stanley Robinson, “Learning from Le Guin”, conferencia dictada en la Long Now Foundation, 14 de febrero de 2020.
Gabriela Damián Miravete
(Ciudad de México, 1979). Es narradora, ensayista y especialista en ciencia ficción o literatura especulativa. Es reconocida por su gran trabajo de promoción y legitimación de los géneros fantásticos. Pertenece al colectivo interdisciplinario Cúmulo de Tesla, que desea fortalecer las relaciones entre el arte y la ciencia con el público. Ha publicado en las antologías de cuento Así se acaba el mundo (SM México, 2012), Los viajeros: 25 años de ciencia ficción mexicana (SM, México, 2010), Three messages and a warning (Small Beer Press, Texas, 2012, finalista del World Fantasy Award). En 2018 ganó el Premio James Tiptree Jr. por su cuento “Soñarán en el jardín”.
Anuar Patjane
(México, 1981). Antropólogo social, fotógrafo y buceador. Segundo lugar en 2016 del World Press Photo en la categoría Naturaleza por su trabajo con las ballenas jorobadas y primer lugar del concurso de fotografía National Geographic Traveler en 2015.