Entre el 31 de octubre y el 12 de noviembre de 2021 se realizó la vigesimosexta Conferencia de las Partes (COP, por sus siglas en inglés) de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Glasgow, Escocia. Su nombre, “Conferencia de las Partes”, no le hace honor al histórico propósito del encuentro: enfrentar la destrucción inminente del régimen climático en el que se ha desarrollado la especie humana desde sus orígenes. La frase “cambio climático” tampoco transmite la magnitud, rapidez ni potencial catastrófico del fenómeno en cuestión: un colapso ecológico planetario, que implica no sólo la alteración del clima sino también la acidificación de los océanos, el deshielo de los polos (con el consecuente hundimiento de las costas) y la sexta extinción masiva de especies en la historia de la Tierra. Las “Partes” son 197 países tan distintos como las diminutas naciones insulares de Barbados y Tuvalu, cuya existencia está directamente amenazada por el aumento del nivel del mar, y China y Estados Unidos, responsables de casi la mitad de las emisiones de CO2 del mundo: en China, donde se fabrican mercancías de exportación global, se emite 30% y en Estados Unidos, donde vive buena parte de la población más rica y consumista, 15%. El criterio socioeconómico es mucho más influyente que el geopolítico al hablar de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), pues el 16% más rico es responsable del 38% de todas las emisiones, mientras que la mitad menos adinerada emite menos del 50% del carbono.[1]
En vista de estas enormes disparidades, la COP debería enfocarse en exigirles a esos países y élites que disminuyan sus emisiones drásticamente. Sin embargo, el Pacto Climático de Glasgow, el documento insignia de esta cop, no habla explícitamente de Estados Unidos, China, Europa ni las minorías pudientes del globo, sino de países “desarrollados” y “en desarrollo”, del “multilateralismo”, la “humanidad”, los “pueblos indígenas” y las “comunidades locales”. Al no señalar ni confrontar a los agentes principales de la carbonización atmosférica, la diplomacia climática de la COP funciona más como un evento de ecoblanqueamiento internacional que como una verdadera asamblea de estados comprometidos con evitar la catástrofe del ambiente.
2. Relevo generacional
¿Cómo se podría hacer más eficaces estas conferencias climáticas? Quizá a través de un relevo generacional en sus participantes. La secretaria ejecutiva de la Convención, por ejemplo, es la excanciller mexicana Patricia Espinosa, que en su discurso de inauguración se refirió al cambio climático como “el asunto más crítico que enfrentan esta generación y aquéllas por venir”. No quiero ser grosero con mi compatriota, pero la verdad es que ella y yo no pertenecemos a la misma generación (ella podría ser mi madre y, si lo fuera, tal vez me habría invitado a Glasgow y me habría codeado con personalidades de otras generaciones como el nonagenario David Attenborough o la centennial Greta Thunberg). Al hablar de “esta generación” quizá Espinosa se refería específicamente a la suya, la que tiene más de sesenta años y que ostenta el liderazgo político y económico de la mayoría de las instituciones mundiales (desde emporios capitalistas como BlackRock, gobernado por un sujeto de 69 años, hasta reinos petroleros como Arabia Saudita, cuyo rey tiene 85, igual que el director de la Comisión Federal de Electricidad en México). Al día siguiente de la inauguración de la COP, Boris Johnson se refirió explícitamente en su discurso al monopolio generacional de la conferencia: “Mis colegas líderes, no quiero ser muy sutil en este punto: mientras nosotros hablamos sobre lo que vamos a hacer en 2050 o 2060, no creo que a las multitudes de jóvenes allá afuera ni a los miles de millones que nos observan alrededor del mundo (la mitad de la población tiene menos de treinta años) se les escape que la edad promedio de este cónclave de cardenales es sesenta años”.[2]
Ese “cónclave” de sexagenarios parece discutir la crisis climática como si estuviéramos en 1992 y no en 2022. En aquel año apenas se estaba creando la Convención Marco de la ONU sobre este crucial asunto y ya se emitían más de veinte mil millones de toneladas de CO2 (gigatoneladas o Gt) anuales. La Tierra sólo es capaz de absorber unas 12.8 Gt al año, por lo que, en ese momento, hacía falta reducir las emisiones a la mitad para alcanzar la anhelada neutralidad de carbono y limitar el calentamiento planetario a poco más de 1 ºC. Ahora se emiten más de treinta y estamos encaminados hacia un calentamiento cercano a los 3 °C, por lo que el reto es mucho mayor. La Convención se estableció con el fin de lograr la “prevención de la interferencia humana ‘peligrosa’ en el sistema climático”. En 1992 ya íbamos tarde: la atmósfera contenía 356 partículas por millón (ppm) de CO2, lo cual ya era suficiente para interferir peligrosamente con el sistema climático que, en más de ochocientos mil años, nunca había superado las 300 ppm. Para 2019 se habían rebasado las 400 ppm, algo inaudito en millones de años.
La primera COP habría tenido que celebrarse una generación antes, a principios de los años sesenta. Era el momento perfecto. En noviembre de 1959 se celebró el centenario de la industria petrolera estadounidense con el simposio “La energía y el hombre”, que organizó el Instituto Americano del Petróleo y la Universidad de Columbia. El físico nuclear Edward Teller habló sobre el futuro de la energía ante más de trescientos ejecutivos petroleros, políticos, académicos y periodistas. Teller les explicó que el dióxido de carbono tenía un efecto invernadero en la atmósfera y que el aumento de la temperatura derretiría los hielos polares e inundaría ciudades costeras como Nueva York. “Pienso”, les dijo en 1959, “que esta contaminación química es más grave de lo que la mayoría de la gente tiende a creer”.[3] Por ello, recomendaba a los líderes reunidos en esa ocasión comenzar a buscar fuentes de energía alternativa a los combustibles fósiles.
Ninguno quiso escucharlo: la industria petrolera invirtió mucho dinero en asegurarse de que nadie lo hiciera. En 1959 el presidente de Estados Unidos era Dwight Eisenhower, un militar nacido en el siglo xix que al llegar al poder aprobó un golpe de Estado en Irán para boicotear la nacionalización de la industria petrolera de ese país. Apenas en 1988, año en que el climatólogo James Hansen testificó ante el Congreso estadounidense sobre el papel de las emisiones de GEI en el calentamiento global, el tema empezó a discutirse más ampliamente y no fue hasta 2016 que se firmó el Acuerdo de París, el primer tratado jurídicamente vinculante para reducir dichas emisiones.
En vista de este gran retraso en la acción climática internacional, es urgente buscar un relevo en el liderazgo político, uno que deje de promover acciones que serían estupendas sólo si estuviéramos en 1992.
3. Treinta años hacia el futuro
En 2020 el novelista estadounidense Kim Stanley Robinson publicó El Ministerio del Futuro, una obra de cli-fi (ficción climática) cuyo título alude a una institución imaginaria de la ONU, fundada en 2024, que tiene la misión de representar los intereses de los seres vivos del porvenir. Una de las protagonistas es la directora de este ministerio, Mary Murphy, quien defiende a las personas del futuro convenciendo a los banqueros centrales del mundo de crear una moneda de carbono con la que se pague a quienes capturen o se abstengan de emitir CO2.
El capítulo 94 de la novela transcurre en la COP58, que tendrá lugar (si es que las Partes se siguen reuniendo alrededor de una vez al año hasta entonces) en 2053. Si la COP26 tendría que haber sucedido hace treinta años, entonces la COP imaginada por el autor tendría que estar a punto de celebrarse y puede servirnos como un modelo literario para evaluar posibles cursos de acción.
En el futuro imaginario de la COP58 se produce mucha energía limpia y se emite menos CO2 a la atmósfera que en cualquier año previo a 1887. La “civilización del mundo” ya no consume más recursos de los que la biosfera puede reemplazar de forma natural cada año gracias, en buena parte, a la moneda de carbono y al proyecto de preservar la mitad de la Tierra para la vida silvestre (idea inspirada en el libro Media Tierra de E. O. Wilson). La desigualdad económica medida con el índice Gini también ha disminuido sustancialmente debido a los movimientos de justicia salarial, la fiscalización progresiva, el trabajo garantizado y el “ingreso universal necesario” (algo parecido a la renta básica universal). Parte crucial de estos avances se debe a la milagrosa eficiencia de empresas públicas que se administran con algoritmos virtuosos y Big Data.
La moneda de carbón, implementada por la Coalición Climática de Bancos Centrales, ha logrado dominar a las empresas petroleras y mineras para que dejen sus activos fósiles sin quemar. “Lo que el éxito de la moneda de carbono significaba era que una enorme cantidad de dinero ahora se destinaba a la restauración silvestre, la agricultura regenerativa, la reforestación, a lechos de biocarbón y algas, la captura directa del aire, el almacenamiento [de carbono] y todos los demás esfuerzos descritos en otras partes del recinto [el novelista se refiere a la sala donde se lleva a cabo la COP58].”
A pesar de las catástrofes climáticas que narra la novela, el panorama global del 2053 parece casi una utopía. El autor nos dice que este escenario cuesta “una enorme cantidad de dinero”, pero no comete la vulgar indiscreción de decirnos cuánto. ¿Cuánta riqueza habría que movilizar para que empezara a disminuir la cantidad de carbono en la atmósfera? Nos podemos dar una idea con el cálculo del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), según el cual se requieren entre 1.6 y 3.8 trillones (millones de millones) de dólares al año para evitar que el calentamiento global supere los 1.5 °C.[4] Esto significa que, por lo menos, se necesita triplicar la inversión destinada a la transición energética y la preservación ambiental, pues actualmente no supera los seiscientos mil millones de dólares anuales, mientras que el gasto militar anual en el mundo ronda los dos trillones de dólares.
Movilizar esta cantidad de dinero requiere un gran compromiso de los estados más poderosos del mundo, tal como el que tienen con sus aparatos militares. Dado que se trata de prevenir un trastorno planetario sin precedentes históricos, la inversión no parece descabellada. Sin embargo, no se habló de nada semejante en la COP26. Apenas se consiguió refrendar el objetivo de que los países “desarrollados” transfieran cien mil millones de dólares anuales a los países “en desarrollo” para que puedan adaptarse al cambio climático. Esta falta de resultados contundentes ha hecho que el activismo climático esté perdiendo la confianza en la capacidad de la ONU para hacer algo ante esta crisis.
4. Bla, bla, bla: el hartazgo juvenil
Greta Thunberg nació en 2003 en Estocolmo, Suecia, y comenzó su huelga escolar por el clima en 2018, a los quince años de edad. La precocidad de su activismo y el de muchas otras jóvenes ambientalistas es congruente con el retraso y la impotencia de las generaciones precedentes a la hora de enfrentar este problema.
En 2019 Thunberg cruzó el océano Atlántico en velero para asistir a la COP25 que tendría lugar en Chile a fines de año. Debido a la crisis política en ese país —el famoso “estallido” en el que miles se manifestaron en contra de la desigualdad—, la Conferencia cambió de sede a España y Thunberg tuvo que emprender el viaje de regreso rumbo a la península Ibérica. En aquella ocasión Thunberg dio un discurso ante los organizadores de la Conferencia. Citó el reporte del IPCC 2018 para recordarles que sólo quedaban 420 Gt de presupuesto de carbono para tener una probabilidad de 67% de limitar el calentamiento global a menos de 1.5 °C. Habló de justicia climática y les recordó que tan sólo cien empresas trasnacionales eran responsables de 71% de las emisiones de carbono y que el 10% más rico de la Tierra produce cerca de la mitad de las emisiones mundiales. “¿Cómo reaccionan a estos números sin sentir al menos cierto nivel de pánico?”, les preguntó con civilidad.
La actitud de Thunberg ha cambiado. En noviembre viajó a Glasgow, pero no entró a la Conferencia sino que se quedó en las calles y desde ahí le cantó a los “líderes” del mundo, al cónclave de sexagenarios que escuchaba a Boris Johnson, que se podían meter su “crisis climática” por el culo. Semanas antes, en el evento “pre-cop”, Youth4Climate, Thunberg denunció la vacuidad del discurso de los políticos sobre el cambio climático: “Build Back Better [el programa de Biden para estimular la economía estadounidense con criterios sustentables]: bla, bla, bla. Economía verde: bla, bla, bla. Cero neto para el 2050: bla, bla, bla”.[5]
En el sitio web de Gatopardo, Georgina Jiménez publicó un contundente artículo sobre las diferencias generacionales que hay en la experiencia de esta crisis planetaria: “Como muchas jóvenes, Sara está preocupada por los efectos del cambio climático. Eso la motivó a llevar una vida sin generar tanta basura e incluso se volvió vegetariana, aunque su padre es ganadero. Duda que otros miembros de su familia, sobre todo los más grandes, estén dispuestos a hacer lo mismo. ‘Ellos dicen: ‘No, pues, es que siempre ha sido así’. Supongo que no están dispuestos a dejar ciertas comodidades porque sí sería como un retroceso para ellos. Supongo que sienten que no les va a tocar’”.
Por desgracia ya nos está tocando. La multitud de incendios forestales alrededor del mundo, las olas de calor, los huracanes y tornados, el colapso de las poblaciones de animales silvestres: la crisis ya nos afecta y para enfrentarla adecuadamente es preciso compensar el retraso generacional que nos aqueja. Por eso creo que necesitamos adelantar el reloj treinta años, valernos de la ciencia ficción para entender hacia dónde vamos. Estamos en 2052. El carbono atmosférico ya ronda las 500 ppm, algo no visto en más de cincuenta millones de años.[6] El cero neto en las emisiones es absolutamente necesario para salvar la biosfera y las civilizaciones humanas. La huella anual de carbono debe ser menor a dos toneladas de CO2 por persona (en 2018 la de Estados Unidos fue de 15.7 y la de México de 3.7).
Para lograr esos objetivos necesitamos cambios mucho más radicales que los planteados hasta ahora en las conferencias climáticas de la ONU. Medidas como cancelar los subsidios a la explotación ambiental y establecer grandes fondos de apoyo a las naciones más afectadas por la crisis; abolir la minería de carbón, la minería digital de criptomonedas, la ganadería extensiva; crear un servicio ecosocial obligatorio para todos (como el servicio militar pero útil y pacífico); que en las ciudades no haya coches privados (además de mares sin yates privados y cielos sin aviones privados); implementar semanas laborales de tres días para reducir el consumo energético y redistribuir la carga de trabajo; yexpandir las reservas naturales hasta ocupar la mitad del planeta. Sólo así impediremos que nuestros mejores futuros posibles se queden atrapados en las novelas de ciencia ficción.
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[1] Información de Our world in data, citada en Hannah Ritchie, “Global inequalities in CO² emissions”, 16 de octubre de 2018.
[2] Discurso inaugural de Boris Johnson a los líderes mundiales durante la ceremonia de apertura de la cumbre, disponible en el sitio web del Gobierno del Reino Unido, 1 de noviembre de 2021.
[3] Benjamin Franta, “On its 100th birthday in 1959, Edward Teller warned the oil industry about global warming”, The Guardian, 1 de enero de 2018.
[4] Jocelyn Timperley, “The broken $100-billion promise of climate finance—and how to fix it”, Nature, 20 de octubre de 2021.
[5] Damian Carrington, “‘Blah, blah, blah’: Greta Thunberg lambasts leaders over climate crisis”, The Guardian, 28 de septiembre de 2021.
[6] Foster, G., Royer, D. y Lunt, D. “Future climate forcing potentially without precedent in the last 420 million years”, Nature Communications, 4 de abril de 2017.
Jorge Comensal
(Ciudad de México, 1987). Es narrador y ensayista. Su novela, Las mutaciones (Antílope, 2016) fue muy bien recibida por el gremio literario y la prestigiosa editorial Farrar, Straus and Giroux la publicó en inglés en 2019. También es autor del libro de ensayo Yonquis de las letras (La Huerta Grande Editorial, 2017). Fue editor de la Revista de la Universidad de México. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fonca. Realizó un posgrado en Filosofía de la Ciencia en la UNAM.
Anuar Patjane
(México, 1981). Antropólogo social, fotógrafo y buceador. Segundo lugar en 2016 del World Press Photo en la categoría Naturaleza por su trabajo con las ballenas jorobadas y primer lugar del concurso de fotografía National Geographic Traveler en 2015.