Desde el rock, la psicodelia y el existencialismo, José Agustín formó lectores. Su escritura subversiva, humorística y desenfadada le habló a una generación en la que quisieron encasillarlo, pero pudo más su ingenio y se separó de “la Onda”. Juan Villoro, Julián Herbert, Angélica María y Roberto Sneider desentrañan la personalidad de un escritor que, siempre pendular, rompió con la literatura tradicional de su época para encumbrarse como un clásico.
Escoltado por la banda, un José Agustín en sus cincuenta años se adentra al Chopo. La cámara lo tiene en primer plano y detrás un chavo les pinta dedo a los televidentes, otro encoge los dedos como caracol, uno más saca la lengua y un último muestra la señal de amor y paz que se había puesto de moda por los opositores a la Guerra de Vietnam. El peregrinaje avanza por la calle Aldama, de la colonia Buenavista, la misma en la que cada sábado, desde el 4 de octubre de 1980, serpentea el tolderío contracultural más importante de América Latina. En las paredes, cientos de papeles pegados con engrudo anuncian una gran tocada con los jefes del rock urbano, Haragán y Liran’ Roll. Rock Neza 94, dicen los carteles. En el tianguis se encuentra de todo: libros, amuletos, pósters, instrumentos, playeras, chelas, estupefacientes. Y sobre todo música, que es también una droga. Los chavos escarban en las pilas de discos hasta encontrar lo más nuevo del rock, esos que solo se consiguen en el gabacho; los vinilos más raros y clavados del black metal o esa edición especial de Pink Floyd que de alguna manera logró cruzar el charco.
Y en el corazón del Chopo, ante una cámara que lo va entrevistando mientras camina, pero más hacia sus fieles, el profeta habla: “Aquí tenemos todas las grandes manifestaciones de rechazo al estatus, a la sociedad en su forma más cuadrada y más opresiva y más deplorable —dice José Agustín como preámbulo de una disertación sobre las manifestaciones contraculturales—. Y de ellas, el rock es el fenómeno por excelencia”.
Los primeros acordes y requintos literarios en México fueron los de José Agustín, quien se convirtió en ídolo de la contracultura para más de una generación y hasta se le adjudicó la creación de una corriente literaria denominada “la Onda”, que encasilló su obra en literatura para jóvenes. Pero siempre rebelde —sin causa, como se definía—, se desprendió de ella tantas veces como pudo. “Para numerosos lectores, José Agustín representó el descubrimiento de la literatura, porque novelas como La tumba y De perfil apelaban a la mirada adolescente. Muchos jóvenes nos sentimos retratados por esas obras y, por primera vez, incluidos en el mundo de la representación literaria”, explica el escritor Juan Villoro a Gatopardo.
Con una obra de más de cuarenta títulos, demostró que al escribir desde perspectivas místicas, religiosas, filosóficas, eróticas y del autoconocimiento, y con un lenguaje humorístico, desenfadado y coloquial, no solo rompía con las formas normativas en la literatura del México de los años sesenta y setenta, sino que la reinventaba; ya no solo se hablaba de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Garro, Alfonso Reyes y Juan Rulfo, sino de un joven mexicano que firmaba sin apellidos. Siempre experimental y con la idea de capturar la esencia de lo que sucedía en el país más allá de establecer un documento sociológico, le entró al teatro, al cine, a la televisión, las novelas, cuentos y esos textos des-generados que pueden ser ensayos, autobiografías o lo que el lector quiera y que le representaron reconocimientos como el Premio de Narrativa Colima, el Premio Mazatlán de Literatura o el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.
Pero más allá de los premios, el escritor formó lectores. José Agustín el escritor, el director, el guionista y dramaturgo y melómano. El enfant terrible —como también se le nombró en la crítica—, que escribió en la cárcel y se exilió en Cuautla, Morelos, hasta su muerte, falleció este 16 de enero, luego de afecciones de salud durante los últimos años. Fue subversivo desde que redactó a los dieciséis años su primera novela, La tumba, hasta que trascendió a ser un clásico. “Una cosa muy subversiva del pensamiento de José Agustín, que está inherente en su obra temprana, será la idea de lo transgeneracional y lo intergeneracional”, recuerda el escritor Julián Herbert.
El origen de José Agustín
Por pura casualidad, José Agustín Ramírez nació en Guadalajara, Jalisco. Explicaba en vida que su padre era piloto aviador militar, y de ahí el accidente geográfico. Nació el 19 de agosto de 1944 en Jalisco y no en Guerrero, donde pasó toda la infancia y asentó una identidad tan arraigada que en las biografías de sus libros aparece como acapulqueño. Este niño, que llevaba por nombre el de su tío materno, dejó de sentirse normal cuando entre juegos y deportes descubrió la lectura. Tenía nueve años al llegar de la costa de Acapulco a la colonia Narvarte de la Ciudad de México, en auge económico y en crecimiento por aquellos años. Sus hermanos y amigos, como el escritor Gerardo de la Torre, lo familiarizaron con los libros. En el Colegio Cristóbal Colón, una institución de renombre para miembros de la clase media alta, José Agustín destacaba por su conducta y cumplimiento, pero también por su creatividad. Descubrió que el dibujo se le facilitaba y los relatos le brotaban. Escribió historietas hasta que las imágenes empezaron a desaparecer. Lo que quedó, en quinto de primaria, fue lo que el mismo autor calificó como su primera novela: El robo. “Una tontería”, diría el escritor a la periodista Silvia Lemus casi sesenta años después, no sin aclarar que eventualmente la adaptaría al teatro.
Para su corta edad, el guerrerense tenía referentes literarios de gran peso. Inició con los textos griegos de La Ilíada, La Odisea, La Eneida. Dado que en el taller de teatro no le asignaban papeles para representar, a sus once años se inició en la dramaturgia. A los doce ya tenía Lolita, de Vladimir Nabokov, como libro favorito, y a los quince estudiaba cinematografía en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Y repasaba, además, a Jean-Paul Sartre, Søren Kierkegaard, Martin Heidegger y Albert Camus, como recordaría José Agustín en su autobiografía El rock de la cárcel (1983). “Me parece muy característico que un chavo de quince tuviera estas referencias”, dice Julián Herbert, gran amigo y estudioso del escritor, desde que se adentró en sus obras a los veintidós años.
Pero además de buenos referentes, José Agustín tenía un enorme maestro. La tumba, novela escrita por el acapulqueño a los dieciséis y publicada en 1964, se dio dentro de un taller literario dirigido por el escritor y editor Juan José Arreola. Frente a noveles narradores como Gustavo Sainz y Federico Campbell, quienes también eran parte de la clase, el autor de Palindroma alababa el talento de su joven aprendiz, pero también frente al grupo se encargaba de refutarle cada palabra. El Premio Xavier Villaurrutia 1963 por La feria hacía correcciones de sintaxis, morfología y estructuración. Ordenó los relatos de su estudiante y replanteó el cuento “Tedio” para convertirlo en la novela La tumba. Al texto le dio forma y al estudiante, vocación. Arreola fue el primero en decir que José Agustín era un escritor.
Los primeros años y el cine
Cuando José Agustín era adolescente, en México el ideal revolucionario aún influía en la agenda nacional. No llegaban a cincuenta los años desde la dictadura porfiriana y la serie de guerras y guerrillas que reconfiguraron la clase y los partidos políticos. El PRI prometía progreso a través de gobiernos democráticos e identidad nacional, pero la desigualdad se disfrazaba con las instituciones, y hasta la cultura, generalmente contestataria, se arropaba en el velo de la mexicanidad. Había solemnidad también en la literatura mexicana. Parte de la identidad nacional tenía como referente el poema “Piedra del sol” y un escritor como Octavio Paz, considerado progresista, se alineaba al gobierno bajo el camuflaje del intercambio cultural. Se decía que las voces se acallaban, por ejemplo, con un nombramiento como embajador en la India.
En ese contexto apareció José Agustín, cuya primera novela, La tumba, hablaba del tedio de ser un joven de la clase media alta de los años sesenta. Gabriel Guía, el protagonista de la novela o alter ego del escritor, desdoblaba la incertidumbre de la identidad y la pertenencia durante el limbo juvenil. Con ironía, el personaje cuestionaba su privilegio, pero también lo disfrutaba; mandaba a todos al carajo, pero se lamentaba; caía en la cama con su tía y por la mañana se odiaba terriblemente; tras echarse unos whiskies y hacerle de galán frente a la hija de un extranjero, se replanteaba la idea de estar vivo. En sus páginas, José Agustín hablaba de un Círculo Literario Moderno o Círculo Cuaternario Incierto o Círculo Litorate Moderno. Su juego de palabras mostraba su sagacidad, frescura y rebeldía, y de paso retrataba aquel taller literario dirigido por Juan José Arreola. Respetaba a su mentor, por supuesto, pero también, de cierto modo, daba un paso a un lado. Era la primera vez que, con ese desparpajo, un escritor mexicano se desmarcaba con tal franqueza de la alcurnia literaria.
La experimentación planteada en esas páginas se desprendía de la escritura convencional y se reflejaba en las palabras inventadas por el autor, en sus referencias a Heidegger y Nietzsche, en la licencia de escribir a discreción en inglés, alemán y francés, y sonar las óperas Carmina Burana y Lohengrin. Como resultado, por un lado, el escritor se ganaba la ponzoña de detractores y adversarios, y por otro, formaba lectores. “José Agustín demostró que la literatura involucra la mirada juvenil y esto hizo que muchos descubrieran en sus páginas no solamente el gusto por su obra, sino el gusto por la lectura misma. A partir de José Agustín leímos a muchos otros autores; en principio, a quienes estaban cercanos a él, autores de la contracultura como Jack Kerouac o J. D. Salinger”, recuerda Juan Villoro, quien cita a José Agustín como su detonante literario.
En De perfil (1966), su siguiente novela, publicada apenas dos años después, José Agustín retomaba la juventud y el desasosiego implícito. Compartía las andanzas de un joven que, en primera persona, contaba su rutina en la colonia Narvarte, los problemas maritales de sus padres, el amor-odio por su mejor amigo. Desde la cotidianidad, los cigarros, el jaibol y los tugurios, el autor proponía el tema del autoconocimiento y el lugar que ocupamos en el mundo. “Al leer en una circunstancia idéntica a la del protagonista, es decir, en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, en un barrio de la clase media de la Ciudad de México, entendí por primera vez y para siempre que la literatura no solo era una expresión artística que podía apelar a circunstancias muy profundas del ser humano, sino que sorprendentemente me incluía a mí”, dice Villoro sobre el libro que marcó su destino y lo impulsó a escribir.
“Hasta ese momento yo no había sospechado que mi destino pudiera ser literario; simplemente me parecía una circunstancia confusa, indescifrable, que me llenaba de nervios. José Agustín me reveló que, si se narraba con gracia, inteligencia y sentido del humor, una vida tan aparentemente gris como la mía podía ser apasionante”.
Mientras José Agustín celebraba en su literatura conceptos como el de “rebelde sin causa” —referencia que había sacado de su amor por el cine y las películas de James Dean— y establecía el rock como afrenta a lo normativo, de manera pendular se permitía entrar en la cultura pop y hasta llevar su ideología a ese mundo, al punto de que el cineasta Carlos Velo y la productora Angélica Ortiz quisieron llevar De perfil a la pantalla grande con la actriz Angélica María como intérprete de la roquera Queta Johnson. “Cuando leímos De perfil nos enamoramos del libro, pero su adaptación no se pudo hacer en ese momento por la censura en México. Los libros que escribió eran sensacionales y los queríamos hacer todos en cine, pero no pudimos. Teníamos un argumento de Fernando Galiana, muy divertido y muy mono, que adaptó José Agustín, y así se hizo Cinco de chocolate y uno de fresa [1968] —evoca Angélica María en charla con Gatopardo—. Rehicimos otro argumento. Originalmente iba a ser ¿Quién tiene mis enchiladas?, pero la censura [Dirección de Cinematografía] no nos dejó poner ese título y se llamó Alguien nos quiere matar. Lo dirigió Carlos Velo, pero ese fue el momento en el que nos dimos cuenta de que quien escribe los argumentos es quien debe dirigir sus películas. Entonces mi madre, que siempre fue descubridora de jóvenes y los apoyaba, le dio a José Agustín Ya sé quién eres (te he estado observando), y la oportunidad de que dirigiera su primera película”, recuerda.
La obra temprana de José Agustín no solo se colocó dentro de los libros más vendidos para finales de los sesenta, sino que presagiaban lo que su literatura representaría: la defensa de los otros y la celebración de la disidencia. En adelante, José Agustín ahondaría en temas místicos, espirituales y contraculturales. Experimentaría con drogas y lo expondría en sus libros, pero, antes, la música. “El rock fue un instrumento de rebeldía e incisión cultural, pero también un impulso en la obra temprana de José Agustín y algo que nunca abandonó. El rock va más allá de la experiencia social y subversiva; tiene que ver con una cosa que sabes que viene de las tripas. José Agustín siempre ha preguntado qué está pasando con el rock. Mientras yo escucho a los Rolling Stones de los sesenta y pienso que es la música de mis tiempos, él escucha el punk del 2015 y lo ve como la música de sus tiempos. Esa es otra subversión: romper la barrera de lo generacional”, considera Julián Herbert.
Una contracultura literaria
Un chavo se mete a la toma. Trae el mohicano alto, partido en dos, y el resto del cráneo rapado. Por medalla de guerra, un parche: G.B.H. Punk puro y duro, del inglés. Le busca la mano al escritor que se adentró al Chopo.
—Hola, José Agustín.
—¿Qué pasó?
—Fan, ¿eh?
—Órale.
—Cámara.
En ese video noventero, el melómano escritor continúa su recorrido por el tianguis cultural y lo sigue la banda. “El rock es lo mejor. El death metal”, le dice uno de los chavos durante su peregrinaje. Otro chico le llega de frente con una cámara fotográfica. Clic. “La contracultura permite un respiradero muy grande e importante, sobre todo para la gente joven. Le permite tener una manera de expresarse, pintar su raya con el gobierno y tener la oportunidad de relacionarse con gente afín”, dice José Agustín en calidad de estrella de rock o antihéroe.
El escritor perteneció a una generación socialmente activa. En los años cincuenta vio las primeras manifestaciones de desobediencia juvenil. Eran tiempos de los “rebeldes sin causa”, etiqueta que, aclararía en otra entrevista, se debía a una mala traducción de cause, con la que se apuntaba más a un “motivo” y no al término legal de “sentencia”, como debía ser. También atestiguó el nacimiento del rock mexicano y la represión en el país de los hippies durante los sesenta. Influenciados por los movimientos estudiantiles y obreros en Europa, las manifestaciones por el asesinato de Martin Luther King en Estados Unidos y el rechazo a la Guerra de Vietnam, México vivía también su despertar sociopolítico. El mundo se había vuelto excesivamente materialista y los sueños de vida de los jóvenes resultaban endebles, según el autor. Y frente a la ausencia de causa, la creación de mitos propios.
“La contracultura unificó a nivel planetario los deseos y los discursos de los jóvenes que hasta entonces habían sido una categoría biológica y se transformaron en una categoría cultural. En ese sentido, José Agustín fue el gran evangelista de la contracultura y cumplió un papel equivalente al que los Rolling Stones estaban cumpliendo en Inglaterra y Estados Unidos. Por supuesto que su alcance mediático fue inferior, pero el contenido de su discurso y el impacto que tuvo en quienes lo leímos provechosamente fue equivalente al que hicieron los grandes músicos de rock”, considera Juan Villoro.
México tenía casi dos décadas de represión juvenil. Cuando nació el rock mexicano, la policía frenaba cualquier tipo de reunión y criminalizaba a los jóvenes por su apariencia. “En los años sesenta, con el advenimiento de los hippies, la contracultura adquirió un rango realmente espeso, denso, fuerte. Se volvió un fenómeno mucho más importante socialmente y, por lo mismo, más reprimido”, diría José Agustín en su reportaje dentro del Chopo, rescatado en YouTube bajo el título de Visitaciones. Chorros de gente iban a dar a la cárcel por la greña, por sus hábitos, por su manera de ser, de vestir”.
Ni militante ni estudiante, en 1968, cuando estaba cerca de cumplir veinticuatro años, José Agustín se “reventó un ‘espich’ visceral” con mentada de madre colectiva contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Les tenía miedo a los chingadazos, confiesa en su libro El rock de la cárcel. Sabía el escritor que la represión estaba a tope y había pájaros en el alambre. La policía detenía arbitrariamente a los estudiantes, y quienes exigían una reivindicación en el sistema de educación pública eran acusados de querer derrocar al gobierno y establecer un régimen comunista. No le entró de lleno, pero aun desde una cierta distancia acuerpó al movimiento estudiantil. Ensayaba sobre el rock, el misticismo, el autoconocimiento y la psicodelia mientras, de vez en cuando, asistía al Comité de Artistas e Intelectuales en Ciudad Universitaria. El 13 de septiembre de 1968, cuando le tocó presentarse en el ciclo Los Narradores ante el Público —y medirse ahora sí con la misma vara que Rosario Castellanos, Carlos Fuentes y Amparo Dávila—, les preguntó a los asistentes qué hacían en el auditorio si la vida estaba fuera, y los hizo unirse a la manifestación. “Ese tipo de gestos llegué a verlos a nivel cotidiano —dice el escritor Julián Herbert a Gatopardo—, la rebeldía de José Agustín está conectada con cierta perspectiva de lo místico muy poco tomada en serio”.
En ese contexto, su experimentación literaria se nutría de la experimentación física. Sexo, drogas y rocanrol: la trinidad del rebelde sin causa. Le hizo al peyote, a la mariguana, a los hongos alucinógenos y otras drogas psicodélicas. “La literatura de José Agustín es un campo de experimentación muy rico, que va de la meditación al misticismo, de las preocupaciones filosóficas a la visita de los paraísos artificiales de la droga. Las drogas son un componente adicional que tiene que ver con muchos de sus personajes, de acuerdo con lo que se experimentaba en esa época, pero se trataba entonces de abrir las puertas de una utopía”, dice Villoro. Desde la óptica de la apertura del pensamiento, José Agustín abogó por la despenalización y legalización de los estimulantes. Desde la psicodelia, lo mágico y el esoterismo, el autor visitaba en sus textos sus propias tribulaciones, y lo hacía además desde el desenfado del lenguaje y desde el interés de las condiciones vernáculas, como el habla popular y el ingenio de los jóvenes mexicanos. “‘¿Qué onda?’, ‘¿qué hongo?’, todas esas cosas son de José Agustín. Cualquiera que lea sus libros y haya visto las películas se da cuenta de que fue él quien implantó esa forma de hablar. Hablamos diario con modismos que inventó José Agustín”, celebra Angélica María.
Pero si la represión a los jóvenes era absolutamente normal, si los adolescentes eran mal vistos por su búsqueda de identidad, pertenencia y su forma de hablar y expresarse, resultaba lógico que la línea bajara hasta los representantes culturales más tradicionales y se rechazara todo lo que no estuviera alineado.
La escritora y crítica literaria Margo Glantz escribiría Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, libro en el que se establecía “la Onda” como concepto y corriente literaria y que colocaba a José Agustín como su principal representante, junto con Gustavo Sainz (Gazapo, 1965). El texto, que tomó fuerza en el país y hasta permeó a los lectores en Estados Unidos, establecía que la literatura de la época se dividía en dos ramas: la respetable y otra que se afincaba en un lenguaje coloquial mezclado con intelectualismos.
“Nos presentaron a esa generación como si fuera un bloque. Creo que sí comparten territorios, pero también tienen diferencias significativas. Parménides García Saldaña, por ejemplo, no tenía la tremenda cultura literaria de José Agustín y, en contraparte, la experimentación de Gustavo Sainz está mucho más vinculada con la literatura experimental, pero no tan abierta a la literatura popular, como la de José Agustín, y sobre todo al pop entendido en el sentido conceptual”, reflexiona Herbert. Para José Agustín, y muchos otros autores, el texto resultaba reduccionista y encasillaba la obra en la categoría de literatura juvenil. Glantz creía que esta corriente retrataba a chicos con ropajes extraños que inventaban lenguajes de iniciados, pero no ahondaba en el subtexto. “Las experiencias de las drogas y la apertura existencial de la Era de Acuario también formaron parte de su repertorio —explica Villoro—, pero resulta reductor considerar que fue exclusivamente un autor de ‘la Onda’. Él mismo se rebeló una y otra vez contra esta denominación puesto que se trataba de una etiqueta que lo limitaba al ámbito de lo juvenil. La obra de José Agustín se desarrolló por muchos caminos: tiene preocupaciones místicas, religiosas, filosóficas, un erotismo latente en muchos momentos, y es un urdidor de tramas absolutamente sensacionales”.
Lo dicho por Villoro es explícito en Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973). La novela tiene como protagonista a Rafael, un lector de tarot hundido en la mediocridad que, con el pretexto de hacer una interpretación de cartas que funcione como enmienda de su alma, viaja a un Acapulco “jipiteca” y encuentra una espiral de conciencia y autoconocimiento a través de sustancias, música y placer.
En un conjunto de casitas de Cuernavaca, José Agustín y un amigo se atizaron un toque. Y lo que son las cosas, en una de las cabañas conjuntas se hospedaban cinco traficantes de droga. La mañana del 14 de diciembre de 1970, Arturo “el Negro” Durazo —policía que encabezaría la desaparecida Dirección General de Policía y Tránsito y a quien se le vinculaba con casos de corrupción, tortura y desaparición— llegó a la cabeza de un grupo de escuadrón que se llevó preso al escritor. Durante siete meses, estuvo encerrado en la crujía H del Palacio de Lecumberri, la cárcel más representativa de la Ciudad de México, en la que se encerraba a cualquier disidente capturado por las “Brigadas Blancas”, ente gubernamental encubierto que reprimía manifestaciones. Ahí, José Agustín compartió pasillos con los estudiantes reprimidos y presos políticos de 1968, incluido José Revueltas, con quien trabajó codo con codo. En las bolsas de papel en las que les entregaban los alimentos, comenzó a escribir la novela Se está haciendo tarde (final en laguna).
Convertirse en un clásico
“José Agustín cuestionó la dinámica anti-rock del país, pero también tiene unos de los pasajes más autocríticos. Por ejemplo, habla de las drogas de poder con muchísima distancia y del uso de los ácidos y la psicodelia en los ochenta, pero menciona que nunca puso en un altar a la psicodelia y por eso esta nunca lo decepcionó”, dice Julián Herbert. Los textos posteriores a los psicodélicos, Se está haciendo tarde (final en laguna) y El rey se acerca a su templo (1975), dieron fe del espectro tan amplio de José Agustín y mostraban a un autor en total madurez.
Sus textos han sido catalogados como conceptos y sus historias se leen en muchísimas capas que también abordaban las inseguridades y la existencia. Roberto Sneider, director de la cinta Me estás matando, Susana, pone un ejemplo. En su adaptación de Ciudades desiertas (1984), protagonizada por Gael García, el cineasta de 61 años quería hablar de la idiosincrasia mexicana encontrada en un país como Estados Unidos, por el recuerdo de haber cursado la preparatoria en el gringo. Pero al revisitar el libro se topó con un recuerdo. De chavo descubrió que el relato de Eligio (Eligio de la Chingada) —un hombre que persigue a su pareja hasta Estados Unidos para encontrar que la residencia literaria de la chica es más bien un escape de él— lo atravesaba de muchas formas. “Todavía no sé bien por qué me identifiqué tanto con este personaje y sus celos desmedidos, si a mis dieciocho años, probablemente, no había vivido mucho. Y, sin embargo, me sumergió en su viaje y sus emociones. Cuando leí el libro pensé que esa sería una muy buena película por hacer y se me quedó la semillita. La vi, la oí, la olí”, recuerda Sneider en charla con Gatopardo.
Otro ejemplo de su madurez es la creación de Cerca del fuego (2007). José Agustín decía que tenía un bloqueo creativo, writer’s block, y se limitaba a escribir relatos sueltos sin saber que estas piezas conformarían la novela. Como no avanzaba, y luego de hacer un ritual místico en su propia cocina para limpiar su máquina de escribir, arrancó con Ciudades desiertas (1984). La metáfora era bellísima: Susana, la esposa que se le escapa a Eligio, no era más que la novela que no se dejaba agarrar. Con eso se limpió la malaria y, años después, Cerca del fuego saldría a la luz como el mejor libro de su carrera, en palabras del mismo autor. En sus páginas se presentaba a un hombre que olvida los últimos seis años de su vida y que debe escarbar en lo más profundo de sí. “Tiene esa cosa maximalista, es un escritor muy prolífico. Ha sido y fue físicamente muy resistente, y eso influye porque, incluso en la época en la que él pensaba que no podía escribir, escribía cosas sueltas. Él decía que no estaba escribiendo nada, pero lo que estaba haciendo era Cerca del fuego, solo que él no lo tenía completamente claro”, dice Herbert.
Mucho más allá de la facilidad que José Agustín tenía para navegar varios géneros literarios dentro de un mismo texto y concluir sus más grandes ambiciones, parecía que la escritura misma de pronto le resultaba insuficiente para explorarse a sí mismo y su entorno. La madurez alcanzó al autor no solo en su obra, sino en su vida personal. Cansado de la frivolidad citadina, buscó el autoexilio en Cuautla. Llegó a la casa que construyó con su padre y en la que plantó el árbol de mango machete que le dio sombra hasta su partida. Consagrado autor, había incendiado con declaraciones todo a lo que se le podía prender fuego, y ahora prefería estar con su familia: Margarita, su esposa; Andrés, Jesús y Agustín, sus hijos; sus perros, sus discos y sus libros. Las secciones de budismo o cualquier otra religión y la latinoamericana, el bloque de lomos negros de Carl Gustav Jung, el altar de la literatura mexicana. “Pepe Revueltas, la revueltiza del cuadrante. Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Vicente Leñero —contaría José Agustín hace nueve años a Canal Once—, Rosario ‘Chayo’ Castellanos; Luis Carrión, viejo cuate…, otro que se murió. Ya nos estamos quedando pocos de la vieja… de la ruquísima guardia”. En esa casa lo alcanzó el destino de convertirse en un clásico.
“Existe esta idea de despreciar todo lo que está en la tradición, y como José Agustín de algún modo ya es un clásico mexicano, ‘hay que ponerlo en el sector de los consagrados y patearlo’. Son parte de los comentarios que he visto”, lamenta Herbert.
Para el 16 de enero de 2024, cuando murió, José Agustín llevaba casi una década de haber soltado la pluma. Se alejó de lo público después de caer al foso del Teatro de la Ciudad de Puebla, desde casi dos metros de altura, durante una firma de libros en 2009. El escritor fue diagnosticado con fracturas en cráneo y costillas y estuvo en terapia intensiva durante veinte días. Después, apenas tuvo un par de apariciones públicas, como la de abril de 2023, cuando presentó la reedición de su obra en la editorial Debolsillo, y solo de vez en cuando se podía saber de él. Pero los años no borraron nada. Quedaron sus mitos, leyendas, sus cuentos, novelas, películas, obras y ensayos que hablaban desde la idiosincrasia.
Volvemos al video de YouTube. La chica tiene unos lentes grandes, como los del escritor adentrado en el Chopo. Es de las últimas en saludarlo o de las primeras en despedirlo, y confiesa ante la cámara: “Lo admiro mucho. Yo escribo y más o menos por ahí van mis tendencias. Lo que le admiro es que es vigente hasta estos días. De pronto agarro un libro y parece que estuviera narrando mi vida”.
Por hablarle a una generación quisieron encasillarlo, pero no contaron con que la rebeldía también desobedece a las épocas. El roquero, el maese, el rey que llegó a su templo. El escritor que rompió con la literatura mexicana de su tiempo y desde ahí formó millones de lectores para la posteridad. Para cuando se secó la tinta, José Agustín había ya escrito en piedra que su rebeldía tiene una causa.
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José Agustín. Fotografía de Rogelio Cuellar.
Desde el rock, la psicodelia y el existencialismo, José Agustín formó lectores. Su escritura subversiva, humorística y desenfadada le habló a una generación en la que quisieron encasillarlo, pero pudo más su ingenio y se separó de “la Onda”. Juan Villoro, Julián Herbert, Angélica María y Roberto Sneider desentrañan la personalidad de un escritor que, siempre pendular, rompió con la literatura tradicional de su época para encumbrarse como un clásico.
Escoltado por la banda, un José Agustín en sus cincuenta años se adentra al Chopo. La cámara lo tiene en primer plano y detrás un chavo les pinta dedo a los televidentes, otro encoge los dedos como caracol, uno más saca la lengua y un último muestra la señal de amor y paz que se había puesto de moda por los opositores a la Guerra de Vietnam. El peregrinaje avanza por la calle Aldama, de la colonia Buenavista, la misma en la que cada sábado, desde el 4 de octubre de 1980, serpentea el tolderío contracultural más importante de América Latina. En las paredes, cientos de papeles pegados con engrudo anuncian una gran tocada con los jefes del rock urbano, Haragán y Liran’ Roll. Rock Neza 94, dicen los carteles. En el tianguis se encuentra de todo: libros, amuletos, pósters, instrumentos, playeras, chelas, estupefacientes. Y sobre todo música, que es también una droga. Los chavos escarban en las pilas de discos hasta encontrar lo más nuevo del rock, esos que solo se consiguen en el gabacho; los vinilos más raros y clavados del black metal o esa edición especial de Pink Floyd que de alguna manera logró cruzar el charco.
Y en el corazón del Chopo, ante una cámara que lo va entrevistando mientras camina, pero más hacia sus fieles, el profeta habla: “Aquí tenemos todas las grandes manifestaciones de rechazo al estatus, a la sociedad en su forma más cuadrada y más opresiva y más deplorable —dice José Agustín como preámbulo de una disertación sobre las manifestaciones contraculturales—. Y de ellas, el rock es el fenómeno por excelencia”.
Los primeros acordes y requintos literarios en México fueron los de José Agustín, quien se convirtió en ídolo de la contracultura para más de una generación y hasta se le adjudicó la creación de una corriente literaria denominada “la Onda”, que encasilló su obra en literatura para jóvenes. Pero siempre rebelde —sin causa, como se definía—, se desprendió de ella tantas veces como pudo. “Para numerosos lectores, José Agustín representó el descubrimiento de la literatura, porque novelas como La tumba y De perfil apelaban a la mirada adolescente. Muchos jóvenes nos sentimos retratados por esas obras y, por primera vez, incluidos en el mundo de la representación literaria”, explica el escritor Juan Villoro a Gatopardo.
Con una obra de más de cuarenta títulos, demostró que al escribir desde perspectivas místicas, religiosas, filosóficas, eróticas y del autoconocimiento, y con un lenguaje humorístico, desenfadado y coloquial, no solo rompía con las formas normativas en la literatura del México de los años sesenta y setenta, sino que la reinventaba; ya no solo se hablaba de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Garro, Alfonso Reyes y Juan Rulfo, sino de un joven mexicano que firmaba sin apellidos. Siempre experimental y con la idea de capturar la esencia de lo que sucedía en el país más allá de establecer un documento sociológico, le entró al teatro, al cine, a la televisión, las novelas, cuentos y esos textos des-generados que pueden ser ensayos, autobiografías o lo que el lector quiera y que le representaron reconocimientos como el Premio de Narrativa Colima, el Premio Mazatlán de Literatura o el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.
Pero más allá de los premios, el escritor formó lectores. José Agustín el escritor, el director, el guionista y dramaturgo y melómano. El enfant terrible —como también se le nombró en la crítica—, que escribió en la cárcel y se exilió en Cuautla, Morelos, hasta su muerte, falleció este 16 de enero, luego de afecciones de salud durante los últimos años. Fue subversivo desde que redactó a los dieciséis años su primera novela, La tumba, hasta que trascendió a ser un clásico. “Una cosa muy subversiva del pensamiento de José Agustín, que está inherente en su obra temprana, será la idea de lo transgeneracional y lo intergeneracional”, recuerda el escritor Julián Herbert.
El origen de José Agustín
Por pura casualidad, José Agustín Ramírez nació en Guadalajara, Jalisco. Explicaba en vida que su padre era piloto aviador militar, y de ahí el accidente geográfico. Nació el 19 de agosto de 1944 en Jalisco y no en Guerrero, donde pasó toda la infancia y asentó una identidad tan arraigada que en las biografías de sus libros aparece como acapulqueño. Este niño, que llevaba por nombre el de su tío materno, dejó de sentirse normal cuando entre juegos y deportes descubrió la lectura. Tenía nueve años al llegar de la costa de Acapulco a la colonia Narvarte de la Ciudad de México, en auge económico y en crecimiento por aquellos años. Sus hermanos y amigos, como el escritor Gerardo de la Torre, lo familiarizaron con los libros. En el Colegio Cristóbal Colón, una institución de renombre para miembros de la clase media alta, José Agustín destacaba por su conducta y cumplimiento, pero también por su creatividad. Descubrió que el dibujo se le facilitaba y los relatos le brotaban. Escribió historietas hasta que las imágenes empezaron a desaparecer. Lo que quedó, en quinto de primaria, fue lo que el mismo autor calificó como su primera novela: El robo. “Una tontería”, diría el escritor a la periodista Silvia Lemus casi sesenta años después, no sin aclarar que eventualmente la adaptaría al teatro.
Para su corta edad, el guerrerense tenía referentes literarios de gran peso. Inició con los textos griegos de La Ilíada, La Odisea, La Eneida. Dado que en el taller de teatro no le asignaban papeles para representar, a sus once años se inició en la dramaturgia. A los doce ya tenía Lolita, de Vladimir Nabokov, como libro favorito, y a los quince estudiaba cinematografía en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Y repasaba, además, a Jean-Paul Sartre, Søren Kierkegaard, Martin Heidegger y Albert Camus, como recordaría José Agustín en su autobiografía El rock de la cárcel (1983). “Me parece muy característico que un chavo de quince tuviera estas referencias”, dice Julián Herbert, gran amigo y estudioso del escritor, desde que se adentró en sus obras a los veintidós años.
Pero además de buenos referentes, José Agustín tenía un enorme maestro. La tumba, novela escrita por el acapulqueño a los dieciséis y publicada en 1964, se dio dentro de un taller literario dirigido por el escritor y editor Juan José Arreola. Frente a noveles narradores como Gustavo Sainz y Federico Campbell, quienes también eran parte de la clase, el autor de Palindroma alababa el talento de su joven aprendiz, pero también frente al grupo se encargaba de refutarle cada palabra. El Premio Xavier Villaurrutia 1963 por La feria hacía correcciones de sintaxis, morfología y estructuración. Ordenó los relatos de su estudiante y replanteó el cuento “Tedio” para convertirlo en la novela La tumba. Al texto le dio forma y al estudiante, vocación. Arreola fue el primero en decir que José Agustín era un escritor.
Los primeros años y el cine
Cuando José Agustín era adolescente, en México el ideal revolucionario aún influía en la agenda nacional. No llegaban a cincuenta los años desde la dictadura porfiriana y la serie de guerras y guerrillas que reconfiguraron la clase y los partidos políticos. El PRI prometía progreso a través de gobiernos democráticos e identidad nacional, pero la desigualdad se disfrazaba con las instituciones, y hasta la cultura, generalmente contestataria, se arropaba en el velo de la mexicanidad. Había solemnidad también en la literatura mexicana. Parte de la identidad nacional tenía como referente el poema “Piedra del sol” y un escritor como Octavio Paz, considerado progresista, se alineaba al gobierno bajo el camuflaje del intercambio cultural. Se decía que las voces se acallaban, por ejemplo, con un nombramiento como embajador en la India.
En ese contexto apareció José Agustín, cuya primera novela, La tumba, hablaba del tedio de ser un joven de la clase media alta de los años sesenta. Gabriel Guía, el protagonista de la novela o alter ego del escritor, desdoblaba la incertidumbre de la identidad y la pertenencia durante el limbo juvenil. Con ironía, el personaje cuestionaba su privilegio, pero también lo disfrutaba; mandaba a todos al carajo, pero se lamentaba; caía en la cama con su tía y por la mañana se odiaba terriblemente; tras echarse unos whiskies y hacerle de galán frente a la hija de un extranjero, se replanteaba la idea de estar vivo. En sus páginas, José Agustín hablaba de un Círculo Literario Moderno o Círculo Cuaternario Incierto o Círculo Litorate Moderno. Su juego de palabras mostraba su sagacidad, frescura y rebeldía, y de paso retrataba aquel taller literario dirigido por Juan José Arreola. Respetaba a su mentor, por supuesto, pero también, de cierto modo, daba un paso a un lado. Era la primera vez que, con ese desparpajo, un escritor mexicano se desmarcaba con tal franqueza de la alcurnia literaria.
La experimentación planteada en esas páginas se desprendía de la escritura convencional y se reflejaba en las palabras inventadas por el autor, en sus referencias a Heidegger y Nietzsche, en la licencia de escribir a discreción en inglés, alemán y francés, y sonar las óperas Carmina Burana y Lohengrin. Como resultado, por un lado, el escritor se ganaba la ponzoña de detractores y adversarios, y por otro, formaba lectores. “José Agustín demostró que la literatura involucra la mirada juvenil y esto hizo que muchos descubrieran en sus páginas no solamente el gusto por su obra, sino el gusto por la lectura misma. A partir de José Agustín leímos a muchos otros autores; en principio, a quienes estaban cercanos a él, autores de la contracultura como Jack Kerouac o J. D. Salinger”, recuerda Juan Villoro, quien cita a José Agustín como su detonante literario.
En De perfil (1966), su siguiente novela, publicada apenas dos años después, José Agustín retomaba la juventud y el desasosiego implícito. Compartía las andanzas de un joven que, en primera persona, contaba su rutina en la colonia Narvarte, los problemas maritales de sus padres, el amor-odio por su mejor amigo. Desde la cotidianidad, los cigarros, el jaibol y los tugurios, el autor proponía el tema del autoconocimiento y el lugar que ocupamos en el mundo. “Al leer en una circunstancia idéntica a la del protagonista, es decir, en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, en un barrio de la clase media de la Ciudad de México, entendí por primera vez y para siempre que la literatura no solo era una expresión artística que podía apelar a circunstancias muy profundas del ser humano, sino que sorprendentemente me incluía a mí”, dice Villoro sobre el libro que marcó su destino y lo impulsó a escribir.
“Hasta ese momento yo no había sospechado que mi destino pudiera ser literario; simplemente me parecía una circunstancia confusa, indescifrable, que me llenaba de nervios. José Agustín me reveló que, si se narraba con gracia, inteligencia y sentido del humor, una vida tan aparentemente gris como la mía podía ser apasionante”.
Mientras José Agustín celebraba en su literatura conceptos como el de “rebelde sin causa” —referencia que había sacado de su amor por el cine y las películas de James Dean— y establecía el rock como afrenta a lo normativo, de manera pendular se permitía entrar en la cultura pop y hasta llevar su ideología a ese mundo, al punto de que el cineasta Carlos Velo y la productora Angélica Ortiz quisieron llevar De perfil a la pantalla grande con la actriz Angélica María como intérprete de la roquera Queta Johnson. “Cuando leímos De perfil nos enamoramos del libro, pero su adaptación no se pudo hacer en ese momento por la censura en México. Los libros que escribió eran sensacionales y los queríamos hacer todos en cine, pero no pudimos. Teníamos un argumento de Fernando Galiana, muy divertido y muy mono, que adaptó José Agustín, y así se hizo Cinco de chocolate y uno de fresa [1968] —evoca Angélica María en charla con Gatopardo—. Rehicimos otro argumento. Originalmente iba a ser ¿Quién tiene mis enchiladas?, pero la censura [Dirección de Cinematografía] no nos dejó poner ese título y se llamó Alguien nos quiere matar. Lo dirigió Carlos Velo, pero ese fue el momento en el que nos dimos cuenta de que quien escribe los argumentos es quien debe dirigir sus películas. Entonces mi madre, que siempre fue descubridora de jóvenes y los apoyaba, le dio a José Agustín Ya sé quién eres (te he estado observando), y la oportunidad de que dirigiera su primera película”, recuerda.
La obra temprana de José Agustín no solo se colocó dentro de los libros más vendidos para finales de los sesenta, sino que presagiaban lo que su literatura representaría: la defensa de los otros y la celebración de la disidencia. En adelante, José Agustín ahondaría en temas místicos, espirituales y contraculturales. Experimentaría con drogas y lo expondría en sus libros, pero, antes, la música. “El rock fue un instrumento de rebeldía e incisión cultural, pero también un impulso en la obra temprana de José Agustín y algo que nunca abandonó. El rock va más allá de la experiencia social y subversiva; tiene que ver con una cosa que sabes que viene de las tripas. José Agustín siempre ha preguntado qué está pasando con el rock. Mientras yo escucho a los Rolling Stones de los sesenta y pienso que es la música de mis tiempos, él escucha el punk del 2015 y lo ve como la música de sus tiempos. Esa es otra subversión: romper la barrera de lo generacional”, considera Julián Herbert.
Una contracultura literaria
Un chavo se mete a la toma. Trae el mohicano alto, partido en dos, y el resto del cráneo rapado. Por medalla de guerra, un parche: G.B.H. Punk puro y duro, del inglés. Le busca la mano al escritor que se adentró al Chopo.
—Hola, José Agustín.
—¿Qué pasó?
—Fan, ¿eh?
—Órale.
—Cámara.
En ese video noventero, el melómano escritor continúa su recorrido por el tianguis cultural y lo sigue la banda. “El rock es lo mejor. El death metal”, le dice uno de los chavos durante su peregrinaje. Otro chico le llega de frente con una cámara fotográfica. Clic. “La contracultura permite un respiradero muy grande e importante, sobre todo para la gente joven. Le permite tener una manera de expresarse, pintar su raya con el gobierno y tener la oportunidad de relacionarse con gente afín”, dice José Agustín en calidad de estrella de rock o antihéroe.
El escritor perteneció a una generación socialmente activa. En los años cincuenta vio las primeras manifestaciones de desobediencia juvenil. Eran tiempos de los “rebeldes sin causa”, etiqueta que, aclararía en otra entrevista, se debía a una mala traducción de cause, con la que se apuntaba más a un “motivo” y no al término legal de “sentencia”, como debía ser. También atestiguó el nacimiento del rock mexicano y la represión en el país de los hippies durante los sesenta. Influenciados por los movimientos estudiantiles y obreros en Europa, las manifestaciones por el asesinato de Martin Luther King en Estados Unidos y el rechazo a la Guerra de Vietnam, México vivía también su despertar sociopolítico. El mundo se había vuelto excesivamente materialista y los sueños de vida de los jóvenes resultaban endebles, según el autor. Y frente a la ausencia de causa, la creación de mitos propios.
“La contracultura unificó a nivel planetario los deseos y los discursos de los jóvenes que hasta entonces habían sido una categoría biológica y se transformaron en una categoría cultural. En ese sentido, José Agustín fue el gran evangelista de la contracultura y cumplió un papel equivalente al que los Rolling Stones estaban cumpliendo en Inglaterra y Estados Unidos. Por supuesto que su alcance mediático fue inferior, pero el contenido de su discurso y el impacto que tuvo en quienes lo leímos provechosamente fue equivalente al que hicieron los grandes músicos de rock”, considera Juan Villoro.
México tenía casi dos décadas de represión juvenil. Cuando nació el rock mexicano, la policía frenaba cualquier tipo de reunión y criminalizaba a los jóvenes por su apariencia. “En los años sesenta, con el advenimiento de los hippies, la contracultura adquirió un rango realmente espeso, denso, fuerte. Se volvió un fenómeno mucho más importante socialmente y, por lo mismo, más reprimido”, diría José Agustín en su reportaje dentro del Chopo, rescatado en YouTube bajo el título de Visitaciones. Chorros de gente iban a dar a la cárcel por la greña, por sus hábitos, por su manera de ser, de vestir”.
Ni militante ni estudiante, en 1968, cuando estaba cerca de cumplir veinticuatro años, José Agustín se “reventó un ‘espich’ visceral” con mentada de madre colectiva contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Les tenía miedo a los chingadazos, confiesa en su libro El rock de la cárcel. Sabía el escritor que la represión estaba a tope y había pájaros en el alambre. La policía detenía arbitrariamente a los estudiantes, y quienes exigían una reivindicación en el sistema de educación pública eran acusados de querer derrocar al gobierno y establecer un régimen comunista. No le entró de lleno, pero aun desde una cierta distancia acuerpó al movimiento estudiantil. Ensayaba sobre el rock, el misticismo, el autoconocimiento y la psicodelia mientras, de vez en cuando, asistía al Comité de Artistas e Intelectuales en Ciudad Universitaria. El 13 de septiembre de 1968, cuando le tocó presentarse en el ciclo Los Narradores ante el Público —y medirse ahora sí con la misma vara que Rosario Castellanos, Carlos Fuentes y Amparo Dávila—, les preguntó a los asistentes qué hacían en el auditorio si la vida estaba fuera, y los hizo unirse a la manifestación. “Ese tipo de gestos llegué a verlos a nivel cotidiano —dice el escritor Julián Herbert a Gatopardo—, la rebeldía de José Agustín está conectada con cierta perspectiva de lo místico muy poco tomada en serio”.
En ese contexto, su experimentación literaria se nutría de la experimentación física. Sexo, drogas y rocanrol: la trinidad del rebelde sin causa. Le hizo al peyote, a la mariguana, a los hongos alucinógenos y otras drogas psicodélicas. “La literatura de José Agustín es un campo de experimentación muy rico, que va de la meditación al misticismo, de las preocupaciones filosóficas a la visita de los paraísos artificiales de la droga. Las drogas son un componente adicional que tiene que ver con muchos de sus personajes, de acuerdo con lo que se experimentaba en esa época, pero se trataba entonces de abrir las puertas de una utopía”, dice Villoro. Desde la óptica de la apertura del pensamiento, José Agustín abogó por la despenalización y legalización de los estimulantes. Desde la psicodelia, lo mágico y el esoterismo, el autor visitaba en sus textos sus propias tribulaciones, y lo hacía además desde el desenfado del lenguaje y desde el interés de las condiciones vernáculas, como el habla popular y el ingenio de los jóvenes mexicanos. “‘¿Qué onda?’, ‘¿qué hongo?’, todas esas cosas son de José Agustín. Cualquiera que lea sus libros y haya visto las películas se da cuenta de que fue él quien implantó esa forma de hablar. Hablamos diario con modismos que inventó José Agustín”, celebra Angélica María.
Pero si la represión a los jóvenes era absolutamente normal, si los adolescentes eran mal vistos por su búsqueda de identidad, pertenencia y su forma de hablar y expresarse, resultaba lógico que la línea bajara hasta los representantes culturales más tradicionales y se rechazara todo lo que no estuviera alineado.
La escritora y crítica literaria Margo Glantz escribiría Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, libro en el que se establecía “la Onda” como concepto y corriente literaria y que colocaba a José Agustín como su principal representante, junto con Gustavo Sainz (Gazapo, 1965). El texto, que tomó fuerza en el país y hasta permeó a los lectores en Estados Unidos, establecía que la literatura de la época se dividía en dos ramas: la respetable y otra que se afincaba en un lenguaje coloquial mezclado con intelectualismos.
“Nos presentaron a esa generación como si fuera un bloque. Creo que sí comparten territorios, pero también tienen diferencias significativas. Parménides García Saldaña, por ejemplo, no tenía la tremenda cultura literaria de José Agustín y, en contraparte, la experimentación de Gustavo Sainz está mucho más vinculada con la literatura experimental, pero no tan abierta a la literatura popular, como la de José Agustín, y sobre todo al pop entendido en el sentido conceptual”, reflexiona Herbert. Para José Agustín, y muchos otros autores, el texto resultaba reduccionista y encasillaba la obra en la categoría de literatura juvenil. Glantz creía que esta corriente retrataba a chicos con ropajes extraños que inventaban lenguajes de iniciados, pero no ahondaba en el subtexto. “Las experiencias de las drogas y la apertura existencial de la Era de Acuario también formaron parte de su repertorio —explica Villoro—, pero resulta reductor considerar que fue exclusivamente un autor de ‘la Onda’. Él mismo se rebeló una y otra vez contra esta denominación puesto que se trataba de una etiqueta que lo limitaba al ámbito de lo juvenil. La obra de José Agustín se desarrolló por muchos caminos: tiene preocupaciones místicas, religiosas, filosóficas, un erotismo latente en muchos momentos, y es un urdidor de tramas absolutamente sensacionales”.
Lo dicho por Villoro es explícito en Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973). La novela tiene como protagonista a Rafael, un lector de tarot hundido en la mediocridad que, con el pretexto de hacer una interpretación de cartas que funcione como enmienda de su alma, viaja a un Acapulco “jipiteca” y encuentra una espiral de conciencia y autoconocimiento a través de sustancias, música y placer.
En un conjunto de casitas de Cuernavaca, José Agustín y un amigo se atizaron un toque. Y lo que son las cosas, en una de las cabañas conjuntas se hospedaban cinco traficantes de droga. La mañana del 14 de diciembre de 1970, Arturo “el Negro” Durazo —policía que encabezaría la desaparecida Dirección General de Policía y Tránsito y a quien se le vinculaba con casos de corrupción, tortura y desaparición— llegó a la cabeza de un grupo de escuadrón que se llevó preso al escritor. Durante siete meses, estuvo encerrado en la crujía H del Palacio de Lecumberri, la cárcel más representativa de la Ciudad de México, en la que se encerraba a cualquier disidente capturado por las “Brigadas Blancas”, ente gubernamental encubierto que reprimía manifestaciones. Ahí, José Agustín compartió pasillos con los estudiantes reprimidos y presos políticos de 1968, incluido José Revueltas, con quien trabajó codo con codo. En las bolsas de papel en las que les entregaban los alimentos, comenzó a escribir la novela Se está haciendo tarde (final en laguna).
Convertirse en un clásico
“José Agustín cuestionó la dinámica anti-rock del país, pero también tiene unos de los pasajes más autocríticos. Por ejemplo, habla de las drogas de poder con muchísima distancia y del uso de los ácidos y la psicodelia en los ochenta, pero menciona que nunca puso en un altar a la psicodelia y por eso esta nunca lo decepcionó”, dice Julián Herbert. Los textos posteriores a los psicodélicos, Se está haciendo tarde (final en laguna) y El rey se acerca a su templo (1975), dieron fe del espectro tan amplio de José Agustín y mostraban a un autor en total madurez.
Sus textos han sido catalogados como conceptos y sus historias se leen en muchísimas capas que también abordaban las inseguridades y la existencia. Roberto Sneider, director de la cinta Me estás matando, Susana, pone un ejemplo. En su adaptación de Ciudades desiertas (1984), protagonizada por Gael García, el cineasta de 61 años quería hablar de la idiosincrasia mexicana encontrada en un país como Estados Unidos, por el recuerdo de haber cursado la preparatoria en el gringo. Pero al revisitar el libro se topó con un recuerdo. De chavo descubrió que el relato de Eligio (Eligio de la Chingada) —un hombre que persigue a su pareja hasta Estados Unidos para encontrar que la residencia literaria de la chica es más bien un escape de él— lo atravesaba de muchas formas. “Todavía no sé bien por qué me identifiqué tanto con este personaje y sus celos desmedidos, si a mis dieciocho años, probablemente, no había vivido mucho. Y, sin embargo, me sumergió en su viaje y sus emociones. Cuando leí el libro pensé que esa sería una muy buena película por hacer y se me quedó la semillita. La vi, la oí, la olí”, recuerda Sneider en charla con Gatopardo.
Otro ejemplo de su madurez es la creación de Cerca del fuego (2007). José Agustín decía que tenía un bloqueo creativo, writer’s block, y se limitaba a escribir relatos sueltos sin saber que estas piezas conformarían la novela. Como no avanzaba, y luego de hacer un ritual místico en su propia cocina para limpiar su máquina de escribir, arrancó con Ciudades desiertas (1984). La metáfora era bellísima: Susana, la esposa que se le escapa a Eligio, no era más que la novela que no se dejaba agarrar. Con eso se limpió la malaria y, años después, Cerca del fuego saldría a la luz como el mejor libro de su carrera, en palabras del mismo autor. En sus páginas se presentaba a un hombre que olvida los últimos seis años de su vida y que debe escarbar en lo más profundo de sí. “Tiene esa cosa maximalista, es un escritor muy prolífico. Ha sido y fue físicamente muy resistente, y eso influye porque, incluso en la época en la que él pensaba que no podía escribir, escribía cosas sueltas. Él decía que no estaba escribiendo nada, pero lo que estaba haciendo era Cerca del fuego, solo que él no lo tenía completamente claro”, dice Herbert.
Mucho más allá de la facilidad que José Agustín tenía para navegar varios géneros literarios dentro de un mismo texto y concluir sus más grandes ambiciones, parecía que la escritura misma de pronto le resultaba insuficiente para explorarse a sí mismo y su entorno. La madurez alcanzó al autor no solo en su obra, sino en su vida personal. Cansado de la frivolidad citadina, buscó el autoexilio en Cuautla. Llegó a la casa que construyó con su padre y en la que plantó el árbol de mango machete que le dio sombra hasta su partida. Consagrado autor, había incendiado con declaraciones todo a lo que se le podía prender fuego, y ahora prefería estar con su familia: Margarita, su esposa; Andrés, Jesús y Agustín, sus hijos; sus perros, sus discos y sus libros. Las secciones de budismo o cualquier otra religión y la latinoamericana, el bloque de lomos negros de Carl Gustav Jung, el altar de la literatura mexicana. “Pepe Revueltas, la revueltiza del cuadrante. Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Vicente Leñero —contaría José Agustín hace nueve años a Canal Once—, Rosario ‘Chayo’ Castellanos; Luis Carrión, viejo cuate…, otro que se murió. Ya nos estamos quedando pocos de la vieja… de la ruquísima guardia”. En esa casa lo alcanzó el destino de convertirse en un clásico.
“Existe esta idea de despreciar todo lo que está en la tradición, y como José Agustín de algún modo ya es un clásico mexicano, ‘hay que ponerlo en el sector de los consagrados y patearlo’. Son parte de los comentarios que he visto”, lamenta Herbert.
Para el 16 de enero de 2024, cuando murió, José Agustín llevaba casi una década de haber soltado la pluma. Se alejó de lo público después de caer al foso del Teatro de la Ciudad de Puebla, desde casi dos metros de altura, durante una firma de libros en 2009. El escritor fue diagnosticado con fracturas en cráneo y costillas y estuvo en terapia intensiva durante veinte días. Después, apenas tuvo un par de apariciones públicas, como la de abril de 2023, cuando presentó la reedición de su obra en la editorial Debolsillo, y solo de vez en cuando se podía saber de él. Pero los años no borraron nada. Quedaron sus mitos, leyendas, sus cuentos, novelas, películas, obras y ensayos que hablaban desde la idiosincrasia.
Volvemos al video de YouTube. La chica tiene unos lentes grandes, como los del escritor adentrado en el Chopo. Es de las últimas en saludarlo o de las primeras en despedirlo, y confiesa ante la cámara: “Lo admiro mucho. Yo escribo y más o menos por ahí van mis tendencias. Lo que le admiro es que es vigente hasta estos días. De pronto agarro un libro y parece que estuviera narrando mi vida”.
Por hablarle a una generación quisieron encasillarlo, pero no contaron con que la rebeldía también desobedece a las épocas. El roquero, el maese, el rey que llegó a su templo. El escritor que rompió con la literatura mexicana de su tiempo y desde ahí formó millones de lectores para la posteridad. Para cuando se secó la tinta, José Agustín había ya escrito en piedra que su rebeldía tiene una causa.
Desde el rock, la psicodelia y el existencialismo, José Agustín formó lectores. Su escritura subversiva, humorística y desenfadada le habló a una generación en la que quisieron encasillarlo, pero pudo más su ingenio y se separó de “la Onda”. Juan Villoro, Julián Herbert, Angélica María y Roberto Sneider desentrañan la personalidad de un escritor que, siempre pendular, rompió con la literatura tradicional de su época para encumbrarse como un clásico.
Escoltado por la banda, un José Agustín en sus cincuenta años se adentra al Chopo. La cámara lo tiene en primer plano y detrás un chavo les pinta dedo a los televidentes, otro encoge los dedos como caracol, uno más saca la lengua y un último muestra la señal de amor y paz que se había puesto de moda por los opositores a la Guerra de Vietnam. El peregrinaje avanza por la calle Aldama, de la colonia Buenavista, la misma en la que cada sábado, desde el 4 de octubre de 1980, serpentea el tolderío contracultural más importante de América Latina. En las paredes, cientos de papeles pegados con engrudo anuncian una gran tocada con los jefes del rock urbano, Haragán y Liran’ Roll. Rock Neza 94, dicen los carteles. En el tianguis se encuentra de todo: libros, amuletos, pósters, instrumentos, playeras, chelas, estupefacientes. Y sobre todo música, que es también una droga. Los chavos escarban en las pilas de discos hasta encontrar lo más nuevo del rock, esos que solo se consiguen en el gabacho; los vinilos más raros y clavados del black metal o esa edición especial de Pink Floyd que de alguna manera logró cruzar el charco.
Y en el corazón del Chopo, ante una cámara que lo va entrevistando mientras camina, pero más hacia sus fieles, el profeta habla: “Aquí tenemos todas las grandes manifestaciones de rechazo al estatus, a la sociedad en su forma más cuadrada y más opresiva y más deplorable —dice José Agustín como preámbulo de una disertación sobre las manifestaciones contraculturales—. Y de ellas, el rock es el fenómeno por excelencia”.
Los primeros acordes y requintos literarios en México fueron los de José Agustín, quien se convirtió en ídolo de la contracultura para más de una generación y hasta se le adjudicó la creación de una corriente literaria denominada “la Onda”, que encasilló su obra en literatura para jóvenes. Pero siempre rebelde —sin causa, como se definía—, se desprendió de ella tantas veces como pudo. “Para numerosos lectores, José Agustín representó el descubrimiento de la literatura, porque novelas como La tumba y De perfil apelaban a la mirada adolescente. Muchos jóvenes nos sentimos retratados por esas obras y, por primera vez, incluidos en el mundo de la representación literaria”, explica el escritor Juan Villoro a Gatopardo.
Con una obra de más de cuarenta títulos, demostró que al escribir desde perspectivas místicas, religiosas, filosóficas, eróticas y del autoconocimiento, y con un lenguaje humorístico, desenfadado y coloquial, no solo rompía con las formas normativas en la literatura del México de los años sesenta y setenta, sino que la reinventaba; ya no solo se hablaba de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Garro, Alfonso Reyes y Juan Rulfo, sino de un joven mexicano que firmaba sin apellidos. Siempre experimental y con la idea de capturar la esencia de lo que sucedía en el país más allá de establecer un documento sociológico, le entró al teatro, al cine, a la televisión, las novelas, cuentos y esos textos des-generados que pueden ser ensayos, autobiografías o lo que el lector quiera y que le representaron reconocimientos como el Premio de Narrativa Colima, el Premio Mazatlán de Literatura o el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.
Pero más allá de los premios, el escritor formó lectores. José Agustín el escritor, el director, el guionista y dramaturgo y melómano. El enfant terrible —como también se le nombró en la crítica—, que escribió en la cárcel y se exilió en Cuautla, Morelos, hasta su muerte, falleció este 16 de enero, luego de afecciones de salud durante los últimos años. Fue subversivo desde que redactó a los dieciséis años su primera novela, La tumba, hasta que trascendió a ser un clásico. “Una cosa muy subversiva del pensamiento de José Agustín, que está inherente en su obra temprana, será la idea de lo transgeneracional y lo intergeneracional”, recuerda el escritor Julián Herbert.
El origen de José Agustín
Por pura casualidad, José Agustín Ramírez nació en Guadalajara, Jalisco. Explicaba en vida que su padre era piloto aviador militar, y de ahí el accidente geográfico. Nació el 19 de agosto de 1944 en Jalisco y no en Guerrero, donde pasó toda la infancia y asentó una identidad tan arraigada que en las biografías de sus libros aparece como acapulqueño. Este niño, que llevaba por nombre el de su tío materno, dejó de sentirse normal cuando entre juegos y deportes descubrió la lectura. Tenía nueve años al llegar de la costa de Acapulco a la colonia Narvarte de la Ciudad de México, en auge económico y en crecimiento por aquellos años. Sus hermanos y amigos, como el escritor Gerardo de la Torre, lo familiarizaron con los libros. En el Colegio Cristóbal Colón, una institución de renombre para miembros de la clase media alta, José Agustín destacaba por su conducta y cumplimiento, pero también por su creatividad. Descubrió que el dibujo se le facilitaba y los relatos le brotaban. Escribió historietas hasta que las imágenes empezaron a desaparecer. Lo que quedó, en quinto de primaria, fue lo que el mismo autor calificó como su primera novela: El robo. “Una tontería”, diría el escritor a la periodista Silvia Lemus casi sesenta años después, no sin aclarar que eventualmente la adaptaría al teatro.
Para su corta edad, el guerrerense tenía referentes literarios de gran peso. Inició con los textos griegos de La Ilíada, La Odisea, La Eneida. Dado que en el taller de teatro no le asignaban papeles para representar, a sus once años se inició en la dramaturgia. A los doce ya tenía Lolita, de Vladimir Nabokov, como libro favorito, y a los quince estudiaba cinematografía en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Y repasaba, además, a Jean-Paul Sartre, Søren Kierkegaard, Martin Heidegger y Albert Camus, como recordaría José Agustín en su autobiografía El rock de la cárcel (1983). “Me parece muy característico que un chavo de quince tuviera estas referencias”, dice Julián Herbert, gran amigo y estudioso del escritor, desde que se adentró en sus obras a los veintidós años.
Pero además de buenos referentes, José Agustín tenía un enorme maestro. La tumba, novela escrita por el acapulqueño a los dieciséis y publicada en 1964, se dio dentro de un taller literario dirigido por el escritor y editor Juan José Arreola. Frente a noveles narradores como Gustavo Sainz y Federico Campbell, quienes también eran parte de la clase, el autor de Palindroma alababa el talento de su joven aprendiz, pero también frente al grupo se encargaba de refutarle cada palabra. El Premio Xavier Villaurrutia 1963 por La feria hacía correcciones de sintaxis, morfología y estructuración. Ordenó los relatos de su estudiante y replanteó el cuento “Tedio” para convertirlo en la novela La tumba. Al texto le dio forma y al estudiante, vocación. Arreola fue el primero en decir que José Agustín era un escritor.
Los primeros años y el cine
Cuando José Agustín era adolescente, en México el ideal revolucionario aún influía en la agenda nacional. No llegaban a cincuenta los años desde la dictadura porfiriana y la serie de guerras y guerrillas que reconfiguraron la clase y los partidos políticos. El PRI prometía progreso a través de gobiernos democráticos e identidad nacional, pero la desigualdad se disfrazaba con las instituciones, y hasta la cultura, generalmente contestataria, se arropaba en el velo de la mexicanidad. Había solemnidad también en la literatura mexicana. Parte de la identidad nacional tenía como referente el poema “Piedra del sol” y un escritor como Octavio Paz, considerado progresista, se alineaba al gobierno bajo el camuflaje del intercambio cultural. Se decía que las voces se acallaban, por ejemplo, con un nombramiento como embajador en la India.
En ese contexto apareció José Agustín, cuya primera novela, La tumba, hablaba del tedio de ser un joven de la clase media alta de los años sesenta. Gabriel Guía, el protagonista de la novela o alter ego del escritor, desdoblaba la incertidumbre de la identidad y la pertenencia durante el limbo juvenil. Con ironía, el personaje cuestionaba su privilegio, pero también lo disfrutaba; mandaba a todos al carajo, pero se lamentaba; caía en la cama con su tía y por la mañana se odiaba terriblemente; tras echarse unos whiskies y hacerle de galán frente a la hija de un extranjero, se replanteaba la idea de estar vivo. En sus páginas, José Agustín hablaba de un Círculo Literario Moderno o Círculo Cuaternario Incierto o Círculo Litorate Moderno. Su juego de palabras mostraba su sagacidad, frescura y rebeldía, y de paso retrataba aquel taller literario dirigido por Juan José Arreola. Respetaba a su mentor, por supuesto, pero también, de cierto modo, daba un paso a un lado. Era la primera vez que, con ese desparpajo, un escritor mexicano se desmarcaba con tal franqueza de la alcurnia literaria.
La experimentación planteada en esas páginas se desprendía de la escritura convencional y se reflejaba en las palabras inventadas por el autor, en sus referencias a Heidegger y Nietzsche, en la licencia de escribir a discreción en inglés, alemán y francés, y sonar las óperas Carmina Burana y Lohengrin. Como resultado, por un lado, el escritor se ganaba la ponzoña de detractores y adversarios, y por otro, formaba lectores. “José Agustín demostró que la literatura involucra la mirada juvenil y esto hizo que muchos descubrieran en sus páginas no solamente el gusto por su obra, sino el gusto por la lectura misma. A partir de José Agustín leímos a muchos otros autores; en principio, a quienes estaban cercanos a él, autores de la contracultura como Jack Kerouac o J. D. Salinger”, recuerda Juan Villoro, quien cita a José Agustín como su detonante literario.
En De perfil (1966), su siguiente novela, publicada apenas dos años después, José Agustín retomaba la juventud y el desasosiego implícito. Compartía las andanzas de un joven que, en primera persona, contaba su rutina en la colonia Narvarte, los problemas maritales de sus padres, el amor-odio por su mejor amigo. Desde la cotidianidad, los cigarros, el jaibol y los tugurios, el autor proponía el tema del autoconocimiento y el lugar que ocupamos en el mundo. “Al leer en una circunstancia idéntica a la del protagonista, es decir, en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, en un barrio de la clase media de la Ciudad de México, entendí por primera vez y para siempre que la literatura no solo era una expresión artística que podía apelar a circunstancias muy profundas del ser humano, sino que sorprendentemente me incluía a mí”, dice Villoro sobre el libro que marcó su destino y lo impulsó a escribir.
“Hasta ese momento yo no había sospechado que mi destino pudiera ser literario; simplemente me parecía una circunstancia confusa, indescifrable, que me llenaba de nervios. José Agustín me reveló que, si se narraba con gracia, inteligencia y sentido del humor, una vida tan aparentemente gris como la mía podía ser apasionante”.
Mientras José Agustín celebraba en su literatura conceptos como el de “rebelde sin causa” —referencia que había sacado de su amor por el cine y las películas de James Dean— y establecía el rock como afrenta a lo normativo, de manera pendular se permitía entrar en la cultura pop y hasta llevar su ideología a ese mundo, al punto de que el cineasta Carlos Velo y la productora Angélica Ortiz quisieron llevar De perfil a la pantalla grande con la actriz Angélica María como intérprete de la roquera Queta Johnson. “Cuando leímos De perfil nos enamoramos del libro, pero su adaptación no se pudo hacer en ese momento por la censura en México. Los libros que escribió eran sensacionales y los queríamos hacer todos en cine, pero no pudimos. Teníamos un argumento de Fernando Galiana, muy divertido y muy mono, que adaptó José Agustín, y así se hizo Cinco de chocolate y uno de fresa [1968] —evoca Angélica María en charla con Gatopardo—. Rehicimos otro argumento. Originalmente iba a ser ¿Quién tiene mis enchiladas?, pero la censura [Dirección de Cinematografía] no nos dejó poner ese título y se llamó Alguien nos quiere matar. Lo dirigió Carlos Velo, pero ese fue el momento en el que nos dimos cuenta de que quien escribe los argumentos es quien debe dirigir sus películas. Entonces mi madre, que siempre fue descubridora de jóvenes y los apoyaba, le dio a José Agustín Ya sé quién eres (te he estado observando), y la oportunidad de que dirigiera su primera película”, recuerda.
La obra temprana de José Agustín no solo se colocó dentro de los libros más vendidos para finales de los sesenta, sino que presagiaban lo que su literatura representaría: la defensa de los otros y la celebración de la disidencia. En adelante, José Agustín ahondaría en temas místicos, espirituales y contraculturales. Experimentaría con drogas y lo expondría en sus libros, pero, antes, la música. “El rock fue un instrumento de rebeldía e incisión cultural, pero también un impulso en la obra temprana de José Agustín y algo que nunca abandonó. El rock va más allá de la experiencia social y subversiva; tiene que ver con una cosa que sabes que viene de las tripas. José Agustín siempre ha preguntado qué está pasando con el rock. Mientras yo escucho a los Rolling Stones de los sesenta y pienso que es la música de mis tiempos, él escucha el punk del 2015 y lo ve como la música de sus tiempos. Esa es otra subversión: romper la barrera de lo generacional”, considera Julián Herbert.
Una contracultura literaria
Un chavo se mete a la toma. Trae el mohicano alto, partido en dos, y el resto del cráneo rapado. Por medalla de guerra, un parche: G.B.H. Punk puro y duro, del inglés. Le busca la mano al escritor que se adentró al Chopo.
—Hola, José Agustín.
—¿Qué pasó?
—Fan, ¿eh?
—Órale.
—Cámara.
En ese video noventero, el melómano escritor continúa su recorrido por el tianguis cultural y lo sigue la banda. “El rock es lo mejor. El death metal”, le dice uno de los chavos durante su peregrinaje. Otro chico le llega de frente con una cámara fotográfica. Clic. “La contracultura permite un respiradero muy grande e importante, sobre todo para la gente joven. Le permite tener una manera de expresarse, pintar su raya con el gobierno y tener la oportunidad de relacionarse con gente afín”, dice José Agustín en calidad de estrella de rock o antihéroe.
El escritor perteneció a una generación socialmente activa. En los años cincuenta vio las primeras manifestaciones de desobediencia juvenil. Eran tiempos de los “rebeldes sin causa”, etiqueta que, aclararía en otra entrevista, se debía a una mala traducción de cause, con la que se apuntaba más a un “motivo” y no al término legal de “sentencia”, como debía ser. También atestiguó el nacimiento del rock mexicano y la represión en el país de los hippies durante los sesenta. Influenciados por los movimientos estudiantiles y obreros en Europa, las manifestaciones por el asesinato de Martin Luther King en Estados Unidos y el rechazo a la Guerra de Vietnam, México vivía también su despertar sociopolítico. El mundo se había vuelto excesivamente materialista y los sueños de vida de los jóvenes resultaban endebles, según el autor. Y frente a la ausencia de causa, la creación de mitos propios.
“La contracultura unificó a nivel planetario los deseos y los discursos de los jóvenes que hasta entonces habían sido una categoría biológica y se transformaron en una categoría cultural. En ese sentido, José Agustín fue el gran evangelista de la contracultura y cumplió un papel equivalente al que los Rolling Stones estaban cumpliendo en Inglaterra y Estados Unidos. Por supuesto que su alcance mediático fue inferior, pero el contenido de su discurso y el impacto que tuvo en quienes lo leímos provechosamente fue equivalente al que hicieron los grandes músicos de rock”, considera Juan Villoro.
México tenía casi dos décadas de represión juvenil. Cuando nació el rock mexicano, la policía frenaba cualquier tipo de reunión y criminalizaba a los jóvenes por su apariencia. “En los años sesenta, con el advenimiento de los hippies, la contracultura adquirió un rango realmente espeso, denso, fuerte. Se volvió un fenómeno mucho más importante socialmente y, por lo mismo, más reprimido”, diría José Agustín en su reportaje dentro del Chopo, rescatado en YouTube bajo el título de Visitaciones. Chorros de gente iban a dar a la cárcel por la greña, por sus hábitos, por su manera de ser, de vestir”.
Ni militante ni estudiante, en 1968, cuando estaba cerca de cumplir veinticuatro años, José Agustín se “reventó un ‘espich’ visceral” con mentada de madre colectiva contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Les tenía miedo a los chingadazos, confiesa en su libro El rock de la cárcel. Sabía el escritor que la represión estaba a tope y había pájaros en el alambre. La policía detenía arbitrariamente a los estudiantes, y quienes exigían una reivindicación en el sistema de educación pública eran acusados de querer derrocar al gobierno y establecer un régimen comunista. No le entró de lleno, pero aun desde una cierta distancia acuerpó al movimiento estudiantil. Ensayaba sobre el rock, el misticismo, el autoconocimiento y la psicodelia mientras, de vez en cuando, asistía al Comité de Artistas e Intelectuales en Ciudad Universitaria. El 13 de septiembre de 1968, cuando le tocó presentarse en el ciclo Los Narradores ante el Público —y medirse ahora sí con la misma vara que Rosario Castellanos, Carlos Fuentes y Amparo Dávila—, les preguntó a los asistentes qué hacían en el auditorio si la vida estaba fuera, y los hizo unirse a la manifestación. “Ese tipo de gestos llegué a verlos a nivel cotidiano —dice el escritor Julián Herbert a Gatopardo—, la rebeldía de José Agustín está conectada con cierta perspectiva de lo místico muy poco tomada en serio”.
En ese contexto, su experimentación literaria se nutría de la experimentación física. Sexo, drogas y rocanrol: la trinidad del rebelde sin causa. Le hizo al peyote, a la mariguana, a los hongos alucinógenos y otras drogas psicodélicas. “La literatura de José Agustín es un campo de experimentación muy rico, que va de la meditación al misticismo, de las preocupaciones filosóficas a la visita de los paraísos artificiales de la droga. Las drogas son un componente adicional que tiene que ver con muchos de sus personajes, de acuerdo con lo que se experimentaba en esa época, pero se trataba entonces de abrir las puertas de una utopía”, dice Villoro. Desde la óptica de la apertura del pensamiento, José Agustín abogó por la despenalización y legalización de los estimulantes. Desde la psicodelia, lo mágico y el esoterismo, el autor visitaba en sus textos sus propias tribulaciones, y lo hacía además desde el desenfado del lenguaje y desde el interés de las condiciones vernáculas, como el habla popular y el ingenio de los jóvenes mexicanos. “‘¿Qué onda?’, ‘¿qué hongo?’, todas esas cosas son de José Agustín. Cualquiera que lea sus libros y haya visto las películas se da cuenta de que fue él quien implantó esa forma de hablar. Hablamos diario con modismos que inventó José Agustín”, celebra Angélica María.
Pero si la represión a los jóvenes era absolutamente normal, si los adolescentes eran mal vistos por su búsqueda de identidad, pertenencia y su forma de hablar y expresarse, resultaba lógico que la línea bajara hasta los representantes culturales más tradicionales y se rechazara todo lo que no estuviera alineado.
La escritora y crítica literaria Margo Glantz escribiría Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, libro en el que se establecía “la Onda” como concepto y corriente literaria y que colocaba a José Agustín como su principal representante, junto con Gustavo Sainz (Gazapo, 1965). El texto, que tomó fuerza en el país y hasta permeó a los lectores en Estados Unidos, establecía que la literatura de la época se dividía en dos ramas: la respetable y otra que se afincaba en un lenguaje coloquial mezclado con intelectualismos.
“Nos presentaron a esa generación como si fuera un bloque. Creo que sí comparten territorios, pero también tienen diferencias significativas. Parménides García Saldaña, por ejemplo, no tenía la tremenda cultura literaria de José Agustín y, en contraparte, la experimentación de Gustavo Sainz está mucho más vinculada con la literatura experimental, pero no tan abierta a la literatura popular, como la de José Agustín, y sobre todo al pop entendido en el sentido conceptual”, reflexiona Herbert. Para José Agustín, y muchos otros autores, el texto resultaba reduccionista y encasillaba la obra en la categoría de literatura juvenil. Glantz creía que esta corriente retrataba a chicos con ropajes extraños que inventaban lenguajes de iniciados, pero no ahondaba en el subtexto. “Las experiencias de las drogas y la apertura existencial de la Era de Acuario también formaron parte de su repertorio —explica Villoro—, pero resulta reductor considerar que fue exclusivamente un autor de ‘la Onda’. Él mismo se rebeló una y otra vez contra esta denominación puesto que se trataba de una etiqueta que lo limitaba al ámbito de lo juvenil. La obra de José Agustín se desarrolló por muchos caminos: tiene preocupaciones místicas, religiosas, filosóficas, un erotismo latente en muchos momentos, y es un urdidor de tramas absolutamente sensacionales”.
Lo dicho por Villoro es explícito en Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973). La novela tiene como protagonista a Rafael, un lector de tarot hundido en la mediocridad que, con el pretexto de hacer una interpretación de cartas que funcione como enmienda de su alma, viaja a un Acapulco “jipiteca” y encuentra una espiral de conciencia y autoconocimiento a través de sustancias, música y placer.
En un conjunto de casitas de Cuernavaca, José Agustín y un amigo se atizaron un toque. Y lo que son las cosas, en una de las cabañas conjuntas se hospedaban cinco traficantes de droga. La mañana del 14 de diciembre de 1970, Arturo “el Negro” Durazo —policía que encabezaría la desaparecida Dirección General de Policía y Tránsito y a quien se le vinculaba con casos de corrupción, tortura y desaparición— llegó a la cabeza de un grupo de escuadrón que se llevó preso al escritor. Durante siete meses, estuvo encerrado en la crujía H del Palacio de Lecumberri, la cárcel más representativa de la Ciudad de México, en la que se encerraba a cualquier disidente capturado por las “Brigadas Blancas”, ente gubernamental encubierto que reprimía manifestaciones. Ahí, José Agustín compartió pasillos con los estudiantes reprimidos y presos políticos de 1968, incluido José Revueltas, con quien trabajó codo con codo. En las bolsas de papel en las que les entregaban los alimentos, comenzó a escribir la novela Se está haciendo tarde (final en laguna).
Convertirse en un clásico
“José Agustín cuestionó la dinámica anti-rock del país, pero también tiene unos de los pasajes más autocríticos. Por ejemplo, habla de las drogas de poder con muchísima distancia y del uso de los ácidos y la psicodelia en los ochenta, pero menciona que nunca puso en un altar a la psicodelia y por eso esta nunca lo decepcionó”, dice Julián Herbert. Los textos posteriores a los psicodélicos, Se está haciendo tarde (final en laguna) y El rey se acerca a su templo (1975), dieron fe del espectro tan amplio de José Agustín y mostraban a un autor en total madurez.
Sus textos han sido catalogados como conceptos y sus historias se leen en muchísimas capas que también abordaban las inseguridades y la existencia. Roberto Sneider, director de la cinta Me estás matando, Susana, pone un ejemplo. En su adaptación de Ciudades desiertas (1984), protagonizada por Gael García, el cineasta de 61 años quería hablar de la idiosincrasia mexicana encontrada en un país como Estados Unidos, por el recuerdo de haber cursado la preparatoria en el gringo. Pero al revisitar el libro se topó con un recuerdo. De chavo descubrió que el relato de Eligio (Eligio de la Chingada) —un hombre que persigue a su pareja hasta Estados Unidos para encontrar que la residencia literaria de la chica es más bien un escape de él— lo atravesaba de muchas formas. “Todavía no sé bien por qué me identifiqué tanto con este personaje y sus celos desmedidos, si a mis dieciocho años, probablemente, no había vivido mucho. Y, sin embargo, me sumergió en su viaje y sus emociones. Cuando leí el libro pensé que esa sería una muy buena película por hacer y se me quedó la semillita. La vi, la oí, la olí”, recuerda Sneider en charla con Gatopardo.
Otro ejemplo de su madurez es la creación de Cerca del fuego (2007). José Agustín decía que tenía un bloqueo creativo, writer’s block, y se limitaba a escribir relatos sueltos sin saber que estas piezas conformarían la novela. Como no avanzaba, y luego de hacer un ritual místico en su propia cocina para limpiar su máquina de escribir, arrancó con Ciudades desiertas (1984). La metáfora era bellísima: Susana, la esposa que se le escapa a Eligio, no era más que la novela que no se dejaba agarrar. Con eso se limpió la malaria y, años después, Cerca del fuego saldría a la luz como el mejor libro de su carrera, en palabras del mismo autor. En sus páginas se presentaba a un hombre que olvida los últimos seis años de su vida y que debe escarbar en lo más profundo de sí. “Tiene esa cosa maximalista, es un escritor muy prolífico. Ha sido y fue físicamente muy resistente, y eso influye porque, incluso en la época en la que él pensaba que no podía escribir, escribía cosas sueltas. Él decía que no estaba escribiendo nada, pero lo que estaba haciendo era Cerca del fuego, solo que él no lo tenía completamente claro”, dice Herbert.
Mucho más allá de la facilidad que José Agustín tenía para navegar varios géneros literarios dentro de un mismo texto y concluir sus más grandes ambiciones, parecía que la escritura misma de pronto le resultaba insuficiente para explorarse a sí mismo y su entorno. La madurez alcanzó al autor no solo en su obra, sino en su vida personal. Cansado de la frivolidad citadina, buscó el autoexilio en Cuautla. Llegó a la casa que construyó con su padre y en la que plantó el árbol de mango machete que le dio sombra hasta su partida. Consagrado autor, había incendiado con declaraciones todo a lo que se le podía prender fuego, y ahora prefería estar con su familia: Margarita, su esposa; Andrés, Jesús y Agustín, sus hijos; sus perros, sus discos y sus libros. Las secciones de budismo o cualquier otra religión y la latinoamericana, el bloque de lomos negros de Carl Gustav Jung, el altar de la literatura mexicana. “Pepe Revueltas, la revueltiza del cuadrante. Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Vicente Leñero —contaría José Agustín hace nueve años a Canal Once—, Rosario ‘Chayo’ Castellanos; Luis Carrión, viejo cuate…, otro que se murió. Ya nos estamos quedando pocos de la vieja… de la ruquísima guardia”. En esa casa lo alcanzó el destino de convertirse en un clásico.
“Existe esta idea de despreciar todo lo que está en la tradición, y como José Agustín de algún modo ya es un clásico mexicano, ‘hay que ponerlo en el sector de los consagrados y patearlo’. Son parte de los comentarios que he visto”, lamenta Herbert.
Para el 16 de enero de 2024, cuando murió, José Agustín llevaba casi una década de haber soltado la pluma. Se alejó de lo público después de caer al foso del Teatro de la Ciudad de Puebla, desde casi dos metros de altura, durante una firma de libros en 2009. El escritor fue diagnosticado con fracturas en cráneo y costillas y estuvo en terapia intensiva durante veinte días. Después, apenas tuvo un par de apariciones públicas, como la de abril de 2023, cuando presentó la reedición de su obra en la editorial Debolsillo, y solo de vez en cuando se podía saber de él. Pero los años no borraron nada. Quedaron sus mitos, leyendas, sus cuentos, novelas, películas, obras y ensayos que hablaban desde la idiosincrasia.
Volvemos al video de YouTube. La chica tiene unos lentes grandes, como los del escritor adentrado en el Chopo. Es de las últimas en saludarlo o de las primeras en despedirlo, y confiesa ante la cámara: “Lo admiro mucho. Yo escribo y más o menos por ahí van mis tendencias. Lo que le admiro es que es vigente hasta estos días. De pronto agarro un libro y parece que estuviera narrando mi vida”.
Por hablarle a una generación quisieron encasillarlo, pero no contaron con que la rebeldía también desobedece a las épocas. El roquero, el maese, el rey que llegó a su templo. El escritor que rompió con la literatura mexicana de su tiempo y desde ahí formó millones de lectores para la posteridad. Para cuando se secó la tinta, José Agustín había ya escrito en piedra que su rebeldía tiene una causa.
José Agustín. Fotografía de Rogelio Cuellar.
Desde el rock, la psicodelia y el existencialismo, José Agustín formó lectores. Su escritura subversiva, humorística y desenfadada le habló a una generación en la que quisieron encasillarlo, pero pudo más su ingenio y se separó de “la Onda”. Juan Villoro, Julián Herbert, Angélica María y Roberto Sneider desentrañan la personalidad de un escritor que, siempre pendular, rompió con la literatura tradicional de su época para encumbrarse como un clásico.
Escoltado por la banda, un José Agustín en sus cincuenta años se adentra al Chopo. La cámara lo tiene en primer plano y detrás un chavo les pinta dedo a los televidentes, otro encoge los dedos como caracol, uno más saca la lengua y un último muestra la señal de amor y paz que se había puesto de moda por los opositores a la Guerra de Vietnam. El peregrinaje avanza por la calle Aldama, de la colonia Buenavista, la misma en la que cada sábado, desde el 4 de octubre de 1980, serpentea el tolderío contracultural más importante de América Latina. En las paredes, cientos de papeles pegados con engrudo anuncian una gran tocada con los jefes del rock urbano, Haragán y Liran’ Roll. Rock Neza 94, dicen los carteles. En el tianguis se encuentra de todo: libros, amuletos, pósters, instrumentos, playeras, chelas, estupefacientes. Y sobre todo música, que es también una droga. Los chavos escarban en las pilas de discos hasta encontrar lo más nuevo del rock, esos que solo se consiguen en el gabacho; los vinilos más raros y clavados del black metal o esa edición especial de Pink Floyd que de alguna manera logró cruzar el charco.
Y en el corazón del Chopo, ante una cámara que lo va entrevistando mientras camina, pero más hacia sus fieles, el profeta habla: “Aquí tenemos todas las grandes manifestaciones de rechazo al estatus, a la sociedad en su forma más cuadrada y más opresiva y más deplorable —dice José Agustín como preámbulo de una disertación sobre las manifestaciones contraculturales—. Y de ellas, el rock es el fenómeno por excelencia”.
Los primeros acordes y requintos literarios en México fueron los de José Agustín, quien se convirtió en ídolo de la contracultura para más de una generación y hasta se le adjudicó la creación de una corriente literaria denominada “la Onda”, que encasilló su obra en literatura para jóvenes. Pero siempre rebelde —sin causa, como se definía—, se desprendió de ella tantas veces como pudo. “Para numerosos lectores, José Agustín representó el descubrimiento de la literatura, porque novelas como La tumba y De perfil apelaban a la mirada adolescente. Muchos jóvenes nos sentimos retratados por esas obras y, por primera vez, incluidos en el mundo de la representación literaria”, explica el escritor Juan Villoro a Gatopardo.
Con una obra de más de cuarenta títulos, demostró que al escribir desde perspectivas místicas, religiosas, filosóficas, eróticas y del autoconocimiento, y con un lenguaje humorístico, desenfadado y coloquial, no solo rompía con las formas normativas en la literatura del México de los años sesenta y setenta, sino que la reinventaba; ya no solo se hablaba de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Garro, Alfonso Reyes y Juan Rulfo, sino de un joven mexicano que firmaba sin apellidos. Siempre experimental y con la idea de capturar la esencia de lo que sucedía en el país más allá de establecer un documento sociológico, le entró al teatro, al cine, a la televisión, las novelas, cuentos y esos textos des-generados que pueden ser ensayos, autobiografías o lo que el lector quiera y que le representaron reconocimientos como el Premio de Narrativa Colima, el Premio Mazatlán de Literatura o el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.
Pero más allá de los premios, el escritor formó lectores. José Agustín el escritor, el director, el guionista y dramaturgo y melómano. El enfant terrible —como también se le nombró en la crítica—, que escribió en la cárcel y se exilió en Cuautla, Morelos, hasta su muerte, falleció este 16 de enero, luego de afecciones de salud durante los últimos años. Fue subversivo desde que redactó a los dieciséis años su primera novela, La tumba, hasta que trascendió a ser un clásico. “Una cosa muy subversiva del pensamiento de José Agustín, que está inherente en su obra temprana, será la idea de lo transgeneracional y lo intergeneracional”, recuerda el escritor Julián Herbert.
El origen de José Agustín
Por pura casualidad, José Agustín Ramírez nació en Guadalajara, Jalisco. Explicaba en vida que su padre era piloto aviador militar, y de ahí el accidente geográfico. Nació el 19 de agosto de 1944 en Jalisco y no en Guerrero, donde pasó toda la infancia y asentó una identidad tan arraigada que en las biografías de sus libros aparece como acapulqueño. Este niño, que llevaba por nombre el de su tío materno, dejó de sentirse normal cuando entre juegos y deportes descubrió la lectura. Tenía nueve años al llegar de la costa de Acapulco a la colonia Narvarte de la Ciudad de México, en auge económico y en crecimiento por aquellos años. Sus hermanos y amigos, como el escritor Gerardo de la Torre, lo familiarizaron con los libros. En el Colegio Cristóbal Colón, una institución de renombre para miembros de la clase media alta, José Agustín destacaba por su conducta y cumplimiento, pero también por su creatividad. Descubrió que el dibujo se le facilitaba y los relatos le brotaban. Escribió historietas hasta que las imágenes empezaron a desaparecer. Lo que quedó, en quinto de primaria, fue lo que el mismo autor calificó como su primera novela: El robo. “Una tontería”, diría el escritor a la periodista Silvia Lemus casi sesenta años después, no sin aclarar que eventualmente la adaptaría al teatro.
Para su corta edad, el guerrerense tenía referentes literarios de gran peso. Inició con los textos griegos de La Ilíada, La Odisea, La Eneida. Dado que en el taller de teatro no le asignaban papeles para representar, a sus once años se inició en la dramaturgia. A los doce ya tenía Lolita, de Vladimir Nabokov, como libro favorito, y a los quince estudiaba cinematografía en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Y repasaba, además, a Jean-Paul Sartre, Søren Kierkegaard, Martin Heidegger y Albert Camus, como recordaría José Agustín en su autobiografía El rock de la cárcel (1983). “Me parece muy característico que un chavo de quince tuviera estas referencias”, dice Julián Herbert, gran amigo y estudioso del escritor, desde que se adentró en sus obras a los veintidós años.
Pero además de buenos referentes, José Agustín tenía un enorme maestro. La tumba, novela escrita por el acapulqueño a los dieciséis y publicada en 1964, se dio dentro de un taller literario dirigido por el escritor y editor Juan José Arreola. Frente a noveles narradores como Gustavo Sainz y Federico Campbell, quienes también eran parte de la clase, el autor de Palindroma alababa el talento de su joven aprendiz, pero también frente al grupo se encargaba de refutarle cada palabra. El Premio Xavier Villaurrutia 1963 por La feria hacía correcciones de sintaxis, morfología y estructuración. Ordenó los relatos de su estudiante y replanteó el cuento “Tedio” para convertirlo en la novela La tumba. Al texto le dio forma y al estudiante, vocación. Arreola fue el primero en decir que José Agustín era un escritor.
Los primeros años y el cine
Cuando José Agustín era adolescente, en México el ideal revolucionario aún influía en la agenda nacional. No llegaban a cincuenta los años desde la dictadura porfiriana y la serie de guerras y guerrillas que reconfiguraron la clase y los partidos políticos. El PRI prometía progreso a través de gobiernos democráticos e identidad nacional, pero la desigualdad se disfrazaba con las instituciones, y hasta la cultura, generalmente contestataria, se arropaba en el velo de la mexicanidad. Había solemnidad también en la literatura mexicana. Parte de la identidad nacional tenía como referente el poema “Piedra del sol” y un escritor como Octavio Paz, considerado progresista, se alineaba al gobierno bajo el camuflaje del intercambio cultural. Se decía que las voces se acallaban, por ejemplo, con un nombramiento como embajador en la India.
En ese contexto apareció José Agustín, cuya primera novela, La tumba, hablaba del tedio de ser un joven de la clase media alta de los años sesenta. Gabriel Guía, el protagonista de la novela o alter ego del escritor, desdoblaba la incertidumbre de la identidad y la pertenencia durante el limbo juvenil. Con ironía, el personaje cuestionaba su privilegio, pero también lo disfrutaba; mandaba a todos al carajo, pero se lamentaba; caía en la cama con su tía y por la mañana se odiaba terriblemente; tras echarse unos whiskies y hacerle de galán frente a la hija de un extranjero, se replanteaba la idea de estar vivo. En sus páginas, José Agustín hablaba de un Círculo Literario Moderno o Círculo Cuaternario Incierto o Círculo Litorate Moderno. Su juego de palabras mostraba su sagacidad, frescura y rebeldía, y de paso retrataba aquel taller literario dirigido por Juan José Arreola. Respetaba a su mentor, por supuesto, pero también, de cierto modo, daba un paso a un lado. Era la primera vez que, con ese desparpajo, un escritor mexicano se desmarcaba con tal franqueza de la alcurnia literaria.
La experimentación planteada en esas páginas se desprendía de la escritura convencional y se reflejaba en las palabras inventadas por el autor, en sus referencias a Heidegger y Nietzsche, en la licencia de escribir a discreción en inglés, alemán y francés, y sonar las óperas Carmina Burana y Lohengrin. Como resultado, por un lado, el escritor se ganaba la ponzoña de detractores y adversarios, y por otro, formaba lectores. “José Agustín demostró que la literatura involucra la mirada juvenil y esto hizo que muchos descubrieran en sus páginas no solamente el gusto por su obra, sino el gusto por la lectura misma. A partir de José Agustín leímos a muchos otros autores; en principio, a quienes estaban cercanos a él, autores de la contracultura como Jack Kerouac o J. D. Salinger”, recuerda Juan Villoro, quien cita a José Agustín como su detonante literario.
En De perfil (1966), su siguiente novela, publicada apenas dos años después, José Agustín retomaba la juventud y el desasosiego implícito. Compartía las andanzas de un joven que, en primera persona, contaba su rutina en la colonia Narvarte, los problemas maritales de sus padres, el amor-odio por su mejor amigo. Desde la cotidianidad, los cigarros, el jaibol y los tugurios, el autor proponía el tema del autoconocimiento y el lugar que ocupamos en el mundo. “Al leer en una circunstancia idéntica a la del protagonista, es decir, en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, en un barrio de la clase media de la Ciudad de México, entendí por primera vez y para siempre que la literatura no solo era una expresión artística que podía apelar a circunstancias muy profundas del ser humano, sino que sorprendentemente me incluía a mí”, dice Villoro sobre el libro que marcó su destino y lo impulsó a escribir.
“Hasta ese momento yo no había sospechado que mi destino pudiera ser literario; simplemente me parecía una circunstancia confusa, indescifrable, que me llenaba de nervios. José Agustín me reveló que, si se narraba con gracia, inteligencia y sentido del humor, una vida tan aparentemente gris como la mía podía ser apasionante”.
Mientras José Agustín celebraba en su literatura conceptos como el de “rebelde sin causa” —referencia que había sacado de su amor por el cine y las películas de James Dean— y establecía el rock como afrenta a lo normativo, de manera pendular se permitía entrar en la cultura pop y hasta llevar su ideología a ese mundo, al punto de que el cineasta Carlos Velo y la productora Angélica Ortiz quisieron llevar De perfil a la pantalla grande con la actriz Angélica María como intérprete de la roquera Queta Johnson. “Cuando leímos De perfil nos enamoramos del libro, pero su adaptación no se pudo hacer en ese momento por la censura en México. Los libros que escribió eran sensacionales y los queríamos hacer todos en cine, pero no pudimos. Teníamos un argumento de Fernando Galiana, muy divertido y muy mono, que adaptó José Agustín, y así se hizo Cinco de chocolate y uno de fresa [1968] —evoca Angélica María en charla con Gatopardo—. Rehicimos otro argumento. Originalmente iba a ser ¿Quién tiene mis enchiladas?, pero la censura [Dirección de Cinematografía] no nos dejó poner ese título y se llamó Alguien nos quiere matar. Lo dirigió Carlos Velo, pero ese fue el momento en el que nos dimos cuenta de que quien escribe los argumentos es quien debe dirigir sus películas. Entonces mi madre, que siempre fue descubridora de jóvenes y los apoyaba, le dio a José Agustín Ya sé quién eres (te he estado observando), y la oportunidad de que dirigiera su primera película”, recuerda.
La obra temprana de José Agustín no solo se colocó dentro de los libros más vendidos para finales de los sesenta, sino que presagiaban lo que su literatura representaría: la defensa de los otros y la celebración de la disidencia. En adelante, José Agustín ahondaría en temas místicos, espirituales y contraculturales. Experimentaría con drogas y lo expondría en sus libros, pero, antes, la música. “El rock fue un instrumento de rebeldía e incisión cultural, pero también un impulso en la obra temprana de José Agustín y algo que nunca abandonó. El rock va más allá de la experiencia social y subversiva; tiene que ver con una cosa que sabes que viene de las tripas. José Agustín siempre ha preguntado qué está pasando con el rock. Mientras yo escucho a los Rolling Stones de los sesenta y pienso que es la música de mis tiempos, él escucha el punk del 2015 y lo ve como la música de sus tiempos. Esa es otra subversión: romper la barrera de lo generacional”, considera Julián Herbert.
Una contracultura literaria
Un chavo se mete a la toma. Trae el mohicano alto, partido en dos, y el resto del cráneo rapado. Por medalla de guerra, un parche: G.B.H. Punk puro y duro, del inglés. Le busca la mano al escritor que se adentró al Chopo.
—Hola, José Agustín.
—¿Qué pasó?
—Fan, ¿eh?
—Órale.
—Cámara.
En ese video noventero, el melómano escritor continúa su recorrido por el tianguis cultural y lo sigue la banda. “El rock es lo mejor. El death metal”, le dice uno de los chavos durante su peregrinaje. Otro chico le llega de frente con una cámara fotográfica. Clic. “La contracultura permite un respiradero muy grande e importante, sobre todo para la gente joven. Le permite tener una manera de expresarse, pintar su raya con el gobierno y tener la oportunidad de relacionarse con gente afín”, dice José Agustín en calidad de estrella de rock o antihéroe.
El escritor perteneció a una generación socialmente activa. En los años cincuenta vio las primeras manifestaciones de desobediencia juvenil. Eran tiempos de los “rebeldes sin causa”, etiqueta que, aclararía en otra entrevista, se debía a una mala traducción de cause, con la que se apuntaba más a un “motivo” y no al término legal de “sentencia”, como debía ser. También atestiguó el nacimiento del rock mexicano y la represión en el país de los hippies durante los sesenta. Influenciados por los movimientos estudiantiles y obreros en Europa, las manifestaciones por el asesinato de Martin Luther King en Estados Unidos y el rechazo a la Guerra de Vietnam, México vivía también su despertar sociopolítico. El mundo se había vuelto excesivamente materialista y los sueños de vida de los jóvenes resultaban endebles, según el autor. Y frente a la ausencia de causa, la creación de mitos propios.
“La contracultura unificó a nivel planetario los deseos y los discursos de los jóvenes que hasta entonces habían sido una categoría biológica y se transformaron en una categoría cultural. En ese sentido, José Agustín fue el gran evangelista de la contracultura y cumplió un papel equivalente al que los Rolling Stones estaban cumpliendo en Inglaterra y Estados Unidos. Por supuesto que su alcance mediático fue inferior, pero el contenido de su discurso y el impacto que tuvo en quienes lo leímos provechosamente fue equivalente al que hicieron los grandes músicos de rock”, considera Juan Villoro.
México tenía casi dos décadas de represión juvenil. Cuando nació el rock mexicano, la policía frenaba cualquier tipo de reunión y criminalizaba a los jóvenes por su apariencia. “En los años sesenta, con el advenimiento de los hippies, la contracultura adquirió un rango realmente espeso, denso, fuerte. Se volvió un fenómeno mucho más importante socialmente y, por lo mismo, más reprimido”, diría José Agustín en su reportaje dentro del Chopo, rescatado en YouTube bajo el título de Visitaciones. Chorros de gente iban a dar a la cárcel por la greña, por sus hábitos, por su manera de ser, de vestir”.
Ni militante ni estudiante, en 1968, cuando estaba cerca de cumplir veinticuatro años, José Agustín se “reventó un ‘espich’ visceral” con mentada de madre colectiva contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Les tenía miedo a los chingadazos, confiesa en su libro El rock de la cárcel. Sabía el escritor que la represión estaba a tope y había pájaros en el alambre. La policía detenía arbitrariamente a los estudiantes, y quienes exigían una reivindicación en el sistema de educación pública eran acusados de querer derrocar al gobierno y establecer un régimen comunista. No le entró de lleno, pero aun desde una cierta distancia acuerpó al movimiento estudiantil. Ensayaba sobre el rock, el misticismo, el autoconocimiento y la psicodelia mientras, de vez en cuando, asistía al Comité de Artistas e Intelectuales en Ciudad Universitaria. El 13 de septiembre de 1968, cuando le tocó presentarse en el ciclo Los Narradores ante el Público —y medirse ahora sí con la misma vara que Rosario Castellanos, Carlos Fuentes y Amparo Dávila—, les preguntó a los asistentes qué hacían en el auditorio si la vida estaba fuera, y los hizo unirse a la manifestación. “Ese tipo de gestos llegué a verlos a nivel cotidiano —dice el escritor Julián Herbert a Gatopardo—, la rebeldía de José Agustín está conectada con cierta perspectiva de lo místico muy poco tomada en serio”.
En ese contexto, su experimentación literaria se nutría de la experimentación física. Sexo, drogas y rocanrol: la trinidad del rebelde sin causa. Le hizo al peyote, a la mariguana, a los hongos alucinógenos y otras drogas psicodélicas. “La literatura de José Agustín es un campo de experimentación muy rico, que va de la meditación al misticismo, de las preocupaciones filosóficas a la visita de los paraísos artificiales de la droga. Las drogas son un componente adicional que tiene que ver con muchos de sus personajes, de acuerdo con lo que se experimentaba en esa época, pero se trataba entonces de abrir las puertas de una utopía”, dice Villoro. Desde la óptica de la apertura del pensamiento, José Agustín abogó por la despenalización y legalización de los estimulantes. Desde la psicodelia, lo mágico y el esoterismo, el autor visitaba en sus textos sus propias tribulaciones, y lo hacía además desde el desenfado del lenguaje y desde el interés de las condiciones vernáculas, como el habla popular y el ingenio de los jóvenes mexicanos. “‘¿Qué onda?’, ‘¿qué hongo?’, todas esas cosas son de José Agustín. Cualquiera que lea sus libros y haya visto las películas se da cuenta de que fue él quien implantó esa forma de hablar. Hablamos diario con modismos que inventó José Agustín”, celebra Angélica María.
Pero si la represión a los jóvenes era absolutamente normal, si los adolescentes eran mal vistos por su búsqueda de identidad, pertenencia y su forma de hablar y expresarse, resultaba lógico que la línea bajara hasta los representantes culturales más tradicionales y se rechazara todo lo que no estuviera alineado.
La escritora y crítica literaria Margo Glantz escribiría Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, libro en el que se establecía “la Onda” como concepto y corriente literaria y que colocaba a José Agustín como su principal representante, junto con Gustavo Sainz (Gazapo, 1965). El texto, que tomó fuerza en el país y hasta permeó a los lectores en Estados Unidos, establecía que la literatura de la época se dividía en dos ramas: la respetable y otra que se afincaba en un lenguaje coloquial mezclado con intelectualismos.
“Nos presentaron a esa generación como si fuera un bloque. Creo que sí comparten territorios, pero también tienen diferencias significativas. Parménides García Saldaña, por ejemplo, no tenía la tremenda cultura literaria de José Agustín y, en contraparte, la experimentación de Gustavo Sainz está mucho más vinculada con la literatura experimental, pero no tan abierta a la literatura popular, como la de José Agustín, y sobre todo al pop entendido en el sentido conceptual”, reflexiona Herbert. Para José Agustín, y muchos otros autores, el texto resultaba reduccionista y encasillaba la obra en la categoría de literatura juvenil. Glantz creía que esta corriente retrataba a chicos con ropajes extraños que inventaban lenguajes de iniciados, pero no ahondaba en el subtexto. “Las experiencias de las drogas y la apertura existencial de la Era de Acuario también formaron parte de su repertorio —explica Villoro—, pero resulta reductor considerar que fue exclusivamente un autor de ‘la Onda’. Él mismo se rebeló una y otra vez contra esta denominación puesto que se trataba de una etiqueta que lo limitaba al ámbito de lo juvenil. La obra de José Agustín se desarrolló por muchos caminos: tiene preocupaciones místicas, religiosas, filosóficas, un erotismo latente en muchos momentos, y es un urdidor de tramas absolutamente sensacionales”.
Lo dicho por Villoro es explícito en Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973). La novela tiene como protagonista a Rafael, un lector de tarot hundido en la mediocridad que, con el pretexto de hacer una interpretación de cartas que funcione como enmienda de su alma, viaja a un Acapulco “jipiteca” y encuentra una espiral de conciencia y autoconocimiento a través de sustancias, música y placer.
En un conjunto de casitas de Cuernavaca, José Agustín y un amigo se atizaron un toque. Y lo que son las cosas, en una de las cabañas conjuntas se hospedaban cinco traficantes de droga. La mañana del 14 de diciembre de 1970, Arturo “el Negro” Durazo —policía que encabezaría la desaparecida Dirección General de Policía y Tránsito y a quien se le vinculaba con casos de corrupción, tortura y desaparición— llegó a la cabeza de un grupo de escuadrón que se llevó preso al escritor. Durante siete meses, estuvo encerrado en la crujía H del Palacio de Lecumberri, la cárcel más representativa de la Ciudad de México, en la que se encerraba a cualquier disidente capturado por las “Brigadas Blancas”, ente gubernamental encubierto que reprimía manifestaciones. Ahí, José Agustín compartió pasillos con los estudiantes reprimidos y presos políticos de 1968, incluido José Revueltas, con quien trabajó codo con codo. En las bolsas de papel en las que les entregaban los alimentos, comenzó a escribir la novela Se está haciendo tarde (final en laguna).
Convertirse en un clásico
“José Agustín cuestionó la dinámica anti-rock del país, pero también tiene unos de los pasajes más autocríticos. Por ejemplo, habla de las drogas de poder con muchísima distancia y del uso de los ácidos y la psicodelia en los ochenta, pero menciona que nunca puso en un altar a la psicodelia y por eso esta nunca lo decepcionó”, dice Julián Herbert. Los textos posteriores a los psicodélicos, Se está haciendo tarde (final en laguna) y El rey se acerca a su templo (1975), dieron fe del espectro tan amplio de José Agustín y mostraban a un autor en total madurez.
Sus textos han sido catalogados como conceptos y sus historias se leen en muchísimas capas que también abordaban las inseguridades y la existencia. Roberto Sneider, director de la cinta Me estás matando, Susana, pone un ejemplo. En su adaptación de Ciudades desiertas (1984), protagonizada por Gael García, el cineasta de 61 años quería hablar de la idiosincrasia mexicana encontrada en un país como Estados Unidos, por el recuerdo de haber cursado la preparatoria en el gringo. Pero al revisitar el libro se topó con un recuerdo. De chavo descubrió que el relato de Eligio (Eligio de la Chingada) —un hombre que persigue a su pareja hasta Estados Unidos para encontrar que la residencia literaria de la chica es más bien un escape de él— lo atravesaba de muchas formas. “Todavía no sé bien por qué me identifiqué tanto con este personaje y sus celos desmedidos, si a mis dieciocho años, probablemente, no había vivido mucho. Y, sin embargo, me sumergió en su viaje y sus emociones. Cuando leí el libro pensé que esa sería una muy buena película por hacer y se me quedó la semillita. La vi, la oí, la olí”, recuerda Sneider en charla con Gatopardo.
Otro ejemplo de su madurez es la creación de Cerca del fuego (2007). José Agustín decía que tenía un bloqueo creativo, writer’s block, y se limitaba a escribir relatos sueltos sin saber que estas piezas conformarían la novela. Como no avanzaba, y luego de hacer un ritual místico en su propia cocina para limpiar su máquina de escribir, arrancó con Ciudades desiertas (1984). La metáfora era bellísima: Susana, la esposa que se le escapa a Eligio, no era más que la novela que no se dejaba agarrar. Con eso se limpió la malaria y, años después, Cerca del fuego saldría a la luz como el mejor libro de su carrera, en palabras del mismo autor. En sus páginas se presentaba a un hombre que olvida los últimos seis años de su vida y que debe escarbar en lo más profundo de sí. “Tiene esa cosa maximalista, es un escritor muy prolífico. Ha sido y fue físicamente muy resistente, y eso influye porque, incluso en la época en la que él pensaba que no podía escribir, escribía cosas sueltas. Él decía que no estaba escribiendo nada, pero lo que estaba haciendo era Cerca del fuego, solo que él no lo tenía completamente claro”, dice Herbert.
Mucho más allá de la facilidad que José Agustín tenía para navegar varios géneros literarios dentro de un mismo texto y concluir sus más grandes ambiciones, parecía que la escritura misma de pronto le resultaba insuficiente para explorarse a sí mismo y su entorno. La madurez alcanzó al autor no solo en su obra, sino en su vida personal. Cansado de la frivolidad citadina, buscó el autoexilio en Cuautla. Llegó a la casa que construyó con su padre y en la que plantó el árbol de mango machete que le dio sombra hasta su partida. Consagrado autor, había incendiado con declaraciones todo a lo que se le podía prender fuego, y ahora prefería estar con su familia: Margarita, su esposa; Andrés, Jesús y Agustín, sus hijos; sus perros, sus discos y sus libros. Las secciones de budismo o cualquier otra religión y la latinoamericana, el bloque de lomos negros de Carl Gustav Jung, el altar de la literatura mexicana. “Pepe Revueltas, la revueltiza del cuadrante. Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Vicente Leñero —contaría José Agustín hace nueve años a Canal Once—, Rosario ‘Chayo’ Castellanos; Luis Carrión, viejo cuate…, otro que se murió. Ya nos estamos quedando pocos de la vieja… de la ruquísima guardia”. En esa casa lo alcanzó el destino de convertirse en un clásico.
“Existe esta idea de despreciar todo lo que está en la tradición, y como José Agustín de algún modo ya es un clásico mexicano, ‘hay que ponerlo en el sector de los consagrados y patearlo’. Son parte de los comentarios que he visto”, lamenta Herbert.
Para el 16 de enero de 2024, cuando murió, José Agustín llevaba casi una década de haber soltado la pluma. Se alejó de lo público después de caer al foso del Teatro de la Ciudad de Puebla, desde casi dos metros de altura, durante una firma de libros en 2009. El escritor fue diagnosticado con fracturas en cráneo y costillas y estuvo en terapia intensiva durante veinte días. Después, apenas tuvo un par de apariciones públicas, como la de abril de 2023, cuando presentó la reedición de su obra en la editorial Debolsillo, y solo de vez en cuando se podía saber de él. Pero los años no borraron nada. Quedaron sus mitos, leyendas, sus cuentos, novelas, películas, obras y ensayos que hablaban desde la idiosincrasia.
Volvemos al video de YouTube. La chica tiene unos lentes grandes, como los del escritor adentrado en el Chopo. Es de las últimas en saludarlo o de las primeras en despedirlo, y confiesa ante la cámara: “Lo admiro mucho. Yo escribo y más o menos por ahí van mis tendencias. Lo que le admiro es que es vigente hasta estos días. De pronto agarro un libro y parece que estuviera narrando mi vida”.
Por hablarle a una generación quisieron encasillarlo, pero no contaron con que la rebeldía también desobedece a las épocas. El roquero, el maese, el rey que llegó a su templo. El escritor que rompió con la literatura mexicana de su tiempo y desde ahí formó millones de lectores para la posteridad. Para cuando se secó la tinta, José Agustín había ya escrito en piedra que su rebeldía tiene una causa.
Desde el rock, la psicodelia y el existencialismo, José Agustín formó lectores. Su escritura subversiva, humorística y desenfadada le habló a una generación en la que quisieron encasillarlo, pero pudo más su ingenio y se separó de “la Onda”. Juan Villoro, Julián Herbert, Angélica María y Roberto Sneider desentrañan la personalidad de un escritor que, siempre pendular, rompió con la literatura tradicional de su época para encumbrarse como un clásico.
Escoltado por la banda, un José Agustín en sus cincuenta años se adentra al Chopo. La cámara lo tiene en primer plano y detrás un chavo les pinta dedo a los televidentes, otro encoge los dedos como caracol, uno más saca la lengua y un último muestra la señal de amor y paz que se había puesto de moda por los opositores a la Guerra de Vietnam. El peregrinaje avanza por la calle Aldama, de la colonia Buenavista, la misma en la que cada sábado, desde el 4 de octubre de 1980, serpentea el tolderío contracultural más importante de América Latina. En las paredes, cientos de papeles pegados con engrudo anuncian una gran tocada con los jefes del rock urbano, Haragán y Liran’ Roll. Rock Neza 94, dicen los carteles. En el tianguis se encuentra de todo: libros, amuletos, pósters, instrumentos, playeras, chelas, estupefacientes. Y sobre todo música, que es también una droga. Los chavos escarban en las pilas de discos hasta encontrar lo más nuevo del rock, esos que solo se consiguen en el gabacho; los vinilos más raros y clavados del black metal o esa edición especial de Pink Floyd que de alguna manera logró cruzar el charco.
Y en el corazón del Chopo, ante una cámara que lo va entrevistando mientras camina, pero más hacia sus fieles, el profeta habla: “Aquí tenemos todas las grandes manifestaciones de rechazo al estatus, a la sociedad en su forma más cuadrada y más opresiva y más deplorable —dice José Agustín como preámbulo de una disertación sobre las manifestaciones contraculturales—. Y de ellas, el rock es el fenómeno por excelencia”.
Los primeros acordes y requintos literarios en México fueron los de José Agustín, quien se convirtió en ídolo de la contracultura para más de una generación y hasta se le adjudicó la creación de una corriente literaria denominada “la Onda”, que encasilló su obra en literatura para jóvenes. Pero siempre rebelde —sin causa, como se definía—, se desprendió de ella tantas veces como pudo. “Para numerosos lectores, José Agustín representó el descubrimiento de la literatura, porque novelas como La tumba y De perfil apelaban a la mirada adolescente. Muchos jóvenes nos sentimos retratados por esas obras y, por primera vez, incluidos en el mundo de la representación literaria”, explica el escritor Juan Villoro a Gatopardo.
Con una obra de más de cuarenta títulos, demostró que al escribir desde perspectivas místicas, religiosas, filosóficas, eróticas y del autoconocimiento, y con un lenguaje humorístico, desenfadado y coloquial, no solo rompía con las formas normativas en la literatura del México de los años sesenta y setenta, sino que la reinventaba; ya no solo se hablaba de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Garro, Alfonso Reyes y Juan Rulfo, sino de un joven mexicano que firmaba sin apellidos. Siempre experimental y con la idea de capturar la esencia de lo que sucedía en el país más allá de establecer un documento sociológico, le entró al teatro, al cine, a la televisión, las novelas, cuentos y esos textos des-generados que pueden ser ensayos, autobiografías o lo que el lector quiera y que le representaron reconocimientos como el Premio de Narrativa Colima, el Premio Mazatlán de Literatura o el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.
Pero más allá de los premios, el escritor formó lectores. José Agustín el escritor, el director, el guionista y dramaturgo y melómano. El enfant terrible —como también se le nombró en la crítica—, que escribió en la cárcel y se exilió en Cuautla, Morelos, hasta su muerte, falleció este 16 de enero, luego de afecciones de salud durante los últimos años. Fue subversivo desde que redactó a los dieciséis años su primera novela, La tumba, hasta que trascendió a ser un clásico. “Una cosa muy subversiva del pensamiento de José Agustín, que está inherente en su obra temprana, será la idea de lo transgeneracional y lo intergeneracional”, recuerda el escritor Julián Herbert.
El origen de José Agustín
Por pura casualidad, José Agustín Ramírez nació en Guadalajara, Jalisco. Explicaba en vida que su padre era piloto aviador militar, y de ahí el accidente geográfico. Nació el 19 de agosto de 1944 en Jalisco y no en Guerrero, donde pasó toda la infancia y asentó una identidad tan arraigada que en las biografías de sus libros aparece como acapulqueño. Este niño, que llevaba por nombre el de su tío materno, dejó de sentirse normal cuando entre juegos y deportes descubrió la lectura. Tenía nueve años al llegar de la costa de Acapulco a la colonia Narvarte de la Ciudad de México, en auge económico y en crecimiento por aquellos años. Sus hermanos y amigos, como el escritor Gerardo de la Torre, lo familiarizaron con los libros. En el Colegio Cristóbal Colón, una institución de renombre para miembros de la clase media alta, José Agustín destacaba por su conducta y cumplimiento, pero también por su creatividad. Descubrió que el dibujo se le facilitaba y los relatos le brotaban. Escribió historietas hasta que las imágenes empezaron a desaparecer. Lo que quedó, en quinto de primaria, fue lo que el mismo autor calificó como su primera novela: El robo. “Una tontería”, diría el escritor a la periodista Silvia Lemus casi sesenta años después, no sin aclarar que eventualmente la adaptaría al teatro.
Para su corta edad, el guerrerense tenía referentes literarios de gran peso. Inició con los textos griegos de La Ilíada, La Odisea, La Eneida. Dado que en el taller de teatro no le asignaban papeles para representar, a sus once años se inició en la dramaturgia. A los doce ya tenía Lolita, de Vladimir Nabokov, como libro favorito, y a los quince estudiaba cinematografía en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Y repasaba, además, a Jean-Paul Sartre, Søren Kierkegaard, Martin Heidegger y Albert Camus, como recordaría José Agustín en su autobiografía El rock de la cárcel (1983). “Me parece muy característico que un chavo de quince tuviera estas referencias”, dice Julián Herbert, gran amigo y estudioso del escritor, desde que se adentró en sus obras a los veintidós años.
Pero además de buenos referentes, José Agustín tenía un enorme maestro. La tumba, novela escrita por el acapulqueño a los dieciséis y publicada en 1964, se dio dentro de un taller literario dirigido por el escritor y editor Juan José Arreola. Frente a noveles narradores como Gustavo Sainz y Federico Campbell, quienes también eran parte de la clase, el autor de Palindroma alababa el talento de su joven aprendiz, pero también frente al grupo se encargaba de refutarle cada palabra. El Premio Xavier Villaurrutia 1963 por La feria hacía correcciones de sintaxis, morfología y estructuración. Ordenó los relatos de su estudiante y replanteó el cuento “Tedio” para convertirlo en la novela La tumba. Al texto le dio forma y al estudiante, vocación. Arreola fue el primero en decir que José Agustín era un escritor.
Los primeros años y el cine
Cuando José Agustín era adolescente, en México el ideal revolucionario aún influía en la agenda nacional. No llegaban a cincuenta los años desde la dictadura porfiriana y la serie de guerras y guerrillas que reconfiguraron la clase y los partidos políticos. El PRI prometía progreso a través de gobiernos democráticos e identidad nacional, pero la desigualdad se disfrazaba con las instituciones, y hasta la cultura, generalmente contestataria, se arropaba en el velo de la mexicanidad. Había solemnidad también en la literatura mexicana. Parte de la identidad nacional tenía como referente el poema “Piedra del sol” y un escritor como Octavio Paz, considerado progresista, se alineaba al gobierno bajo el camuflaje del intercambio cultural. Se decía que las voces se acallaban, por ejemplo, con un nombramiento como embajador en la India.
En ese contexto apareció José Agustín, cuya primera novela, La tumba, hablaba del tedio de ser un joven de la clase media alta de los años sesenta. Gabriel Guía, el protagonista de la novela o alter ego del escritor, desdoblaba la incertidumbre de la identidad y la pertenencia durante el limbo juvenil. Con ironía, el personaje cuestionaba su privilegio, pero también lo disfrutaba; mandaba a todos al carajo, pero se lamentaba; caía en la cama con su tía y por la mañana se odiaba terriblemente; tras echarse unos whiskies y hacerle de galán frente a la hija de un extranjero, se replanteaba la idea de estar vivo. En sus páginas, José Agustín hablaba de un Círculo Literario Moderno o Círculo Cuaternario Incierto o Círculo Litorate Moderno. Su juego de palabras mostraba su sagacidad, frescura y rebeldía, y de paso retrataba aquel taller literario dirigido por Juan José Arreola. Respetaba a su mentor, por supuesto, pero también, de cierto modo, daba un paso a un lado. Era la primera vez que, con ese desparpajo, un escritor mexicano se desmarcaba con tal franqueza de la alcurnia literaria.
La experimentación planteada en esas páginas se desprendía de la escritura convencional y se reflejaba en las palabras inventadas por el autor, en sus referencias a Heidegger y Nietzsche, en la licencia de escribir a discreción en inglés, alemán y francés, y sonar las óperas Carmina Burana y Lohengrin. Como resultado, por un lado, el escritor se ganaba la ponzoña de detractores y adversarios, y por otro, formaba lectores. “José Agustín demostró que la literatura involucra la mirada juvenil y esto hizo que muchos descubrieran en sus páginas no solamente el gusto por su obra, sino el gusto por la lectura misma. A partir de José Agustín leímos a muchos otros autores; en principio, a quienes estaban cercanos a él, autores de la contracultura como Jack Kerouac o J. D. Salinger”, recuerda Juan Villoro, quien cita a José Agustín como su detonante literario.
En De perfil (1966), su siguiente novela, publicada apenas dos años después, José Agustín retomaba la juventud y el desasosiego implícito. Compartía las andanzas de un joven que, en primera persona, contaba su rutina en la colonia Narvarte, los problemas maritales de sus padres, el amor-odio por su mejor amigo. Desde la cotidianidad, los cigarros, el jaibol y los tugurios, el autor proponía el tema del autoconocimiento y el lugar que ocupamos en el mundo. “Al leer en una circunstancia idéntica a la del protagonista, es decir, en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, en un barrio de la clase media de la Ciudad de México, entendí por primera vez y para siempre que la literatura no solo era una expresión artística que podía apelar a circunstancias muy profundas del ser humano, sino que sorprendentemente me incluía a mí”, dice Villoro sobre el libro que marcó su destino y lo impulsó a escribir.
“Hasta ese momento yo no había sospechado que mi destino pudiera ser literario; simplemente me parecía una circunstancia confusa, indescifrable, que me llenaba de nervios. José Agustín me reveló que, si se narraba con gracia, inteligencia y sentido del humor, una vida tan aparentemente gris como la mía podía ser apasionante”.
Mientras José Agustín celebraba en su literatura conceptos como el de “rebelde sin causa” —referencia que había sacado de su amor por el cine y las películas de James Dean— y establecía el rock como afrenta a lo normativo, de manera pendular se permitía entrar en la cultura pop y hasta llevar su ideología a ese mundo, al punto de que el cineasta Carlos Velo y la productora Angélica Ortiz quisieron llevar De perfil a la pantalla grande con la actriz Angélica María como intérprete de la roquera Queta Johnson. “Cuando leímos De perfil nos enamoramos del libro, pero su adaptación no se pudo hacer en ese momento por la censura en México. Los libros que escribió eran sensacionales y los queríamos hacer todos en cine, pero no pudimos. Teníamos un argumento de Fernando Galiana, muy divertido y muy mono, que adaptó José Agustín, y así se hizo Cinco de chocolate y uno de fresa [1968] —evoca Angélica María en charla con Gatopardo—. Rehicimos otro argumento. Originalmente iba a ser ¿Quién tiene mis enchiladas?, pero la censura [Dirección de Cinematografía] no nos dejó poner ese título y se llamó Alguien nos quiere matar. Lo dirigió Carlos Velo, pero ese fue el momento en el que nos dimos cuenta de que quien escribe los argumentos es quien debe dirigir sus películas. Entonces mi madre, que siempre fue descubridora de jóvenes y los apoyaba, le dio a José Agustín Ya sé quién eres (te he estado observando), y la oportunidad de que dirigiera su primera película”, recuerda.
La obra temprana de José Agustín no solo se colocó dentro de los libros más vendidos para finales de los sesenta, sino que presagiaban lo que su literatura representaría: la defensa de los otros y la celebración de la disidencia. En adelante, José Agustín ahondaría en temas místicos, espirituales y contraculturales. Experimentaría con drogas y lo expondría en sus libros, pero, antes, la música. “El rock fue un instrumento de rebeldía e incisión cultural, pero también un impulso en la obra temprana de José Agustín y algo que nunca abandonó. El rock va más allá de la experiencia social y subversiva; tiene que ver con una cosa que sabes que viene de las tripas. José Agustín siempre ha preguntado qué está pasando con el rock. Mientras yo escucho a los Rolling Stones de los sesenta y pienso que es la música de mis tiempos, él escucha el punk del 2015 y lo ve como la música de sus tiempos. Esa es otra subversión: romper la barrera de lo generacional”, considera Julián Herbert.
Una contracultura literaria
Un chavo se mete a la toma. Trae el mohicano alto, partido en dos, y el resto del cráneo rapado. Por medalla de guerra, un parche: G.B.H. Punk puro y duro, del inglés. Le busca la mano al escritor que se adentró al Chopo.
—Hola, José Agustín.
—¿Qué pasó?
—Fan, ¿eh?
—Órale.
—Cámara.
En ese video noventero, el melómano escritor continúa su recorrido por el tianguis cultural y lo sigue la banda. “El rock es lo mejor. El death metal”, le dice uno de los chavos durante su peregrinaje. Otro chico le llega de frente con una cámara fotográfica. Clic. “La contracultura permite un respiradero muy grande e importante, sobre todo para la gente joven. Le permite tener una manera de expresarse, pintar su raya con el gobierno y tener la oportunidad de relacionarse con gente afín”, dice José Agustín en calidad de estrella de rock o antihéroe.
El escritor perteneció a una generación socialmente activa. En los años cincuenta vio las primeras manifestaciones de desobediencia juvenil. Eran tiempos de los “rebeldes sin causa”, etiqueta que, aclararía en otra entrevista, se debía a una mala traducción de cause, con la que se apuntaba más a un “motivo” y no al término legal de “sentencia”, como debía ser. También atestiguó el nacimiento del rock mexicano y la represión en el país de los hippies durante los sesenta. Influenciados por los movimientos estudiantiles y obreros en Europa, las manifestaciones por el asesinato de Martin Luther King en Estados Unidos y el rechazo a la Guerra de Vietnam, México vivía también su despertar sociopolítico. El mundo se había vuelto excesivamente materialista y los sueños de vida de los jóvenes resultaban endebles, según el autor. Y frente a la ausencia de causa, la creación de mitos propios.
“La contracultura unificó a nivel planetario los deseos y los discursos de los jóvenes que hasta entonces habían sido una categoría biológica y se transformaron en una categoría cultural. En ese sentido, José Agustín fue el gran evangelista de la contracultura y cumplió un papel equivalente al que los Rolling Stones estaban cumpliendo en Inglaterra y Estados Unidos. Por supuesto que su alcance mediático fue inferior, pero el contenido de su discurso y el impacto que tuvo en quienes lo leímos provechosamente fue equivalente al que hicieron los grandes músicos de rock”, considera Juan Villoro.
México tenía casi dos décadas de represión juvenil. Cuando nació el rock mexicano, la policía frenaba cualquier tipo de reunión y criminalizaba a los jóvenes por su apariencia. “En los años sesenta, con el advenimiento de los hippies, la contracultura adquirió un rango realmente espeso, denso, fuerte. Se volvió un fenómeno mucho más importante socialmente y, por lo mismo, más reprimido”, diría José Agustín en su reportaje dentro del Chopo, rescatado en YouTube bajo el título de Visitaciones. Chorros de gente iban a dar a la cárcel por la greña, por sus hábitos, por su manera de ser, de vestir”.
Ni militante ni estudiante, en 1968, cuando estaba cerca de cumplir veinticuatro años, José Agustín se “reventó un ‘espich’ visceral” con mentada de madre colectiva contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Les tenía miedo a los chingadazos, confiesa en su libro El rock de la cárcel. Sabía el escritor que la represión estaba a tope y había pájaros en el alambre. La policía detenía arbitrariamente a los estudiantes, y quienes exigían una reivindicación en el sistema de educación pública eran acusados de querer derrocar al gobierno y establecer un régimen comunista. No le entró de lleno, pero aun desde una cierta distancia acuerpó al movimiento estudiantil. Ensayaba sobre el rock, el misticismo, el autoconocimiento y la psicodelia mientras, de vez en cuando, asistía al Comité de Artistas e Intelectuales en Ciudad Universitaria. El 13 de septiembre de 1968, cuando le tocó presentarse en el ciclo Los Narradores ante el Público —y medirse ahora sí con la misma vara que Rosario Castellanos, Carlos Fuentes y Amparo Dávila—, les preguntó a los asistentes qué hacían en el auditorio si la vida estaba fuera, y los hizo unirse a la manifestación. “Ese tipo de gestos llegué a verlos a nivel cotidiano —dice el escritor Julián Herbert a Gatopardo—, la rebeldía de José Agustín está conectada con cierta perspectiva de lo místico muy poco tomada en serio”.
En ese contexto, su experimentación literaria se nutría de la experimentación física. Sexo, drogas y rocanrol: la trinidad del rebelde sin causa. Le hizo al peyote, a la mariguana, a los hongos alucinógenos y otras drogas psicodélicas. “La literatura de José Agustín es un campo de experimentación muy rico, que va de la meditación al misticismo, de las preocupaciones filosóficas a la visita de los paraísos artificiales de la droga. Las drogas son un componente adicional que tiene que ver con muchos de sus personajes, de acuerdo con lo que se experimentaba en esa época, pero se trataba entonces de abrir las puertas de una utopía”, dice Villoro. Desde la óptica de la apertura del pensamiento, José Agustín abogó por la despenalización y legalización de los estimulantes. Desde la psicodelia, lo mágico y el esoterismo, el autor visitaba en sus textos sus propias tribulaciones, y lo hacía además desde el desenfado del lenguaje y desde el interés de las condiciones vernáculas, como el habla popular y el ingenio de los jóvenes mexicanos. “‘¿Qué onda?’, ‘¿qué hongo?’, todas esas cosas son de José Agustín. Cualquiera que lea sus libros y haya visto las películas se da cuenta de que fue él quien implantó esa forma de hablar. Hablamos diario con modismos que inventó José Agustín”, celebra Angélica María.
Pero si la represión a los jóvenes era absolutamente normal, si los adolescentes eran mal vistos por su búsqueda de identidad, pertenencia y su forma de hablar y expresarse, resultaba lógico que la línea bajara hasta los representantes culturales más tradicionales y se rechazara todo lo que no estuviera alineado.
La escritora y crítica literaria Margo Glantz escribiría Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, libro en el que se establecía “la Onda” como concepto y corriente literaria y que colocaba a José Agustín como su principal representante, junto con Gustavo Sainz (Gazapo, 1965). El texto, que tomó fuerza en el país y hasta permeó a los lectores en Estados Unidos, establecía que la literatura de la época se dividía en dos ramas: la respetable y otra que se afincaba en un lenguaje coloquial mezclado con intelectualismos.
“Nos presentaron a esa generación como si fuera un bloque. Creo que sí comparten territorios, pero también tienen diferencias significativas. Parménides García Saldaña, por ejemplo, no tenía la tremenda cultura literaria de José Agustín y, en contraparte, la experimentación de Gustavo Sainz está mucho más vinculada con la literatura experimental, pero no tan abierta a la literatura popular, como la de José Agustín, y sobre todo al pop entendido en el sentido conceptual”, reflexiona Herbert. Para José Agustín, y muchos otros autores, el texto resultaba reduccionista y encasillaba la obra en la categoría de literatura juvenil. Glantz creía que esta corriente retrataba a chicos con ropajes extraños que inventaban lenguajes de iniciados, pero no ahondaba en el subtexto. “Las experiencias de las drogas y la apertura existencial de la Era de Acuario también formaron parte de su repertorio —explica Villoro—, pero resulta reductor considerar que fue exclusivamente un autor de ‘la Onda’. Él mismo se rebeló una y otra vez contra esta denominación puesto que se trataba de una etiqueta que lo limitaba al ámbito de lo juvenil. La obra de José Agustín se desarrolló por muchos caminos: tiene preocupaciones místicas, religiosas, filosóficas, un erotismo latente en muchos momentos, y es un urdidor de tramas absolutamente sensacionales”.
Lo dicho por Villoro es explícito en Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973). La novela tiene como protagonista a Rafael, un lector de tarot hundido en la mediocridad que, con el pretexto de hacer una interpretación de cartas que funcione como enmienda de su alma, viaja a un Acapulco “jipiteca” y encuentra una espiral de conciencia y autoconocimiento a través de sustancias, música y placer.
En un conjunto de casitas de Cuernavaca, José Agustín y un amigo se atizaron un toque. Y lo que son las cosas, en una de las cabañas conjuntas se hospedaban cinco traficantes de droga. La mañana del 14 de diciembre de 1970, Arturo “el Negro” Durazo —policía que encabezaría la desaparecida Dirección General de Policía y Tránsito y a quien se le vinculaba con casos de corrupción, tortura y desaparición— llegó a la cabeza de un grupo de escuadrón que se llevó preso al escritor. Durante siete meses, estuvo encerrado en la crujía H del Palacio de Lecumberri, la cárcel más representativa de la Ciudad de México, en la que se encerraba a cualquier disidente capturado por las “Brigadas Blancas”, ente gubernamental encubierto que reprimía manifestaciones. Ahí, José Agustín compartió pasillos con los estudiantes reprimidos y presos políticos de 1968, incluido José Revueltas, con quien trabajó codo con codo. En las bolsas de papel en las que les entregaban los alimentos, comenzó a escribir la novela Se está haciendo tarde (final en laguna).
Convertirse en un clásico
“José Agustín cuestionó la dinámica anti-rock del país, pero también tiene unos de los pasajes más autocríticos. Por ejemplo, habla de las drogas de poder con muchísima distancia y del uso de los ácidos y la psicodelia en los ochenta, pero menciona que nunca puso en un altar a la psicodelia y por eso esta nunca lo decepcionó”, dice Julián Herbert. Los textos posteriores a los psicodélicos, Se está haciendo tarde (final en laguna) y El rey se acerca a su templo (1975), dieron fe del espectro tan amplio de José Agustín y mostraban a un autor en total madurez.
Sus textos han sido catalogados como conceptos y sus historias se leen en muchísimas capas que también abordaban las inseguridades y la existencia. Roberto Sneider, director de la cinta Me estás matando, Susana, pone un ejemplo. En su adaptación de Ciudades desiertas (1984), protagonizada por Gael García, el cineasta de 61 años quería hablar de la idiosincrasia mexicana encontrada en un país como Estados Unidos, por el recuerdo de haber cursado la preparatoria en el gringo. Pero al revisitar el libro se topó con un recuerdo. De chavo descubrió que el relato de Eligio (Eligio de la Chingada) —un hombre que persigue a su pareja hasta Estados Unidos para encontrar que la residencia literaria de la chica es más bien un escape de él— lo atravesaba de muchas formas. “Todavía no sé bien por qué me identifiqué tanto con este personaje y sus celos desmedidos, si a mis dieciocho años, probablemente, no había vivido mucho. Y, sin embargo, me sumergió en su viaje y sus emociones. Cuando leí el libro pensé que esa sería una muy buena película por hacer y se me quedó la semillita. La vi, la oí, la olí”, recuerda Sneider en charla con Gatopardo.
Otro ejemplo de su madurez es la creación de Cerca del fuego (2007). José Agustín decía que tenía un bloqueo creativo, writer’s block, y se limitaba a escribir relatos sueltos sin saber que estas piezas conformarían la novela. Como no avanzaba, y luego de hacer un ritual místico en su propia cocina para limpiar su máquina de escribir, arrancó con Ciudades desiertas (1984). La metáfora era bellísima: Susana, la esposa que se le escapa a Eligio, no era más que la novela que no se dejaba agarrar. Con eso se limpió la malaria y, años después, Cerca del fuego saldría a la luz como el mejor libro de su carrera, en palabras del mismo autor. En sus páginas se presentaba a un hombre que olvida los últimos seis años de su vida y que debe escarbar en lo más profundo de sí. “Tiene esa cosa maximalista, es un escritor muy prolífico. Ha sido y fue físicamente muy resistente, y eso influye porque, incluso en la época en la que él pensaba que no podía escribir, escribía cosas sueltas. Él decía que no estaba escribiendo nada, pero lo que estaba haciendo era Cerca del fuego, solo que él no lo tenía completamente claro”, dice Herbert.
Mucho más allá de la facilidad que José Agustín tenía para navegar varios géneros literarios dentro de un mismo texto y concluir sus más grandes ambiciones, parecía que la escritura misma de pronto le resultaba insuficiente para explorarse a sí mismo y su entorno. La madurez alcanzó al autor no solo en su obra, sino en su vida personal. Cansado de la frivolidad citadina, buscó el autoexilio en Cuautla. Llegó a la casa que construyó con su padre y en la que plantó el árbol de mango machete que le dio sombra hasta su partida. Consagrado autor, había incendiado con declaraciones todo a lo que se le podía prender fuego, y ahora prefería estar con su familia: Margarita, su esposa; Andrés, Jesús y Agustín, sus hijos; sus perros, sus discos y sus libros. Las secciones de budismo o cualquier otra religión y la latinoamericana, el bloque de lomos negros de Carl Gustav Jung, el altar de la literatura mexicana. “Pepe Revueltas, la revueltiza del cuadrante. Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Vicente Leñero —contaría José Agustín hace nueve años a Canal Once—, Rosario ‘Chayo’ Castellanos; Luis Carrión, viejo cuate…, otro que se murió. Ya nos estamos quedando pocos de la vieja… de la ruquísima guardia”. En esa casa lo alcanzó el destino de convertirse en un clásico.
“Existe esta idea de despreciar todo lo que está en la tradición, y como José Agustín de algún modo ya es un clásico mexicano, ‘hay que ponerlo en el sector de los consagrados y patearlo’. Son parte de los comentarios que he visto”, lamenta Herbert.
Para el 16 de enero de 2024, cuando murió, José Agustín llevaba casi una década de haber soltado la pluma. Se alejó de lo público después de caer al foso del Teatro de la Ciudad de Puebla, desde casi dos metros de altura, durante una firma de libros en 2009. El escritor fue diagnosticado con fracturas en cráneo y costillas y estuvo en terapia intensiva durante veinte días. Después, apenas tuvo un par de apariciones públicas, como la de abril de 2023, cuando presentó la reedición de su obra en la editorial Debolsillo, y solo de vez en cuando se podía saber de él. Pero los años no borraron nada. Quedaron sus mitos, leyendas, sus cuentos, novelas, películas, obras y ensayos que hablaban desde la idiosincrasia.
Volvemos al video de YouTube. La chica tiene unos lentes grandes, como los del escritor adentrado en el Chopo. Es de las últimas en saludarlo o de las primeras en despedirlo, y confiesa ante la cámara: “Lo admiro mucho. Yo escribo y más o menos por ahí van mis tendencias. Lo que le admiro es que es vigente hasta estos días. De pronto agarro un libro y parece que estuviera narrando mi vida”.
Por hablarle a una generación quisieron encasillarlo, pero no contaron con que la rebeldía también desobedece a las épocas. El roquero, el maese, el rey que llegó a su templo. El escritor que rompió con la literatura mexicana de su tiempo y desde ahí formó millones de lectores para la posteridad. Para cuando se secó la tinta, José Agustín había ya escrito en piedra que su rebeldía tiene una causa.
José Agustín. Fotografía de Rogelio Cuellar.
Desde el rock, la psicodelia y el existencialismo, José Agustín formó lectores. Su escritura subversiva, humorística y desenfadada le habló a una generación en la que quisieron encasillarlo, pero pudo más su ingenio y se separó de “la Onda”. Juan Villoro, Julián Herbert, Angélica María y Roberto Sneider desentrañan la personalidad de un escritor que, siempre pendular, rompió con la literatura tradicional de su época para encumbrarse como un clásico.
Escoltado por la banda, un José Agustín en sus cincuenta años se adentra al Chopo. La cámara lo tiene en primer plano y detrás un chavo les pinta dedo a los televidentes, otro encoge los dedos como caracol, uno más saca la lengua y un último muestra la señal de amor y paz que se había puesto de moda por los opositores a la Guerra de Vietnam. El peregrinaje avanza por la calle Aldama, de la colonia Buenavista, la misma en la que cada sábado, desde el 4 de octubre de 1980, serpentea el tolderío contracultural más importante de América Latina. En las paredes, cientos de papeles pegados con engrudo anuncian una gran tocada con los jefes del rock urbano, Haragán y Liran’ Roll. Rock Neza 94, dicen los carteles. En el tianguis se encuentra de todo: libros, amuletos, pósters, instrumentos, playeras, chelas, estupefacientes. Y sobre todo música, que es también una droga. Los chavos escarban en las pilas de discos hasta encontrar lo más nuevo del rock, esos que solo se consiguen en el gabacho; los vinilos más raros y clavados del black metal o esa edición especial de Pink Floyd que de alguna manera logró cruzar el charco.
Y en el corazón del Chopo, ante una cámara que lo va entrevistando mientras camina, pero más hacia sus fieles, el profeta habla: “Aquí tenemos todas las grandes manifestaciones de rechazo al estatus, a la sociedad en su forma más cuadrada y más opresiva y más deplorable —dice José Agustín como preámbulo de una disertación sobre las manifestaciones contraculturales—. Y de ellas, el rock es el fenómeno por excelencia”.
Los primeros acordes y requintos literarios en México fueron los de José Agustín, quien se convirtió en ídolo de la contracultura para más de una generación y hasta se le adjudicó la creación de una corriente literaria denominada “la Onda”, que encasilló su obra en literatura para jóvenes. Pero siempre rebelde —sin causa, como se definía—, se desprendió de ella tantas veces como pudo. “Para numerosos lectores, José Agustín representó el descubrimiento de la literatura, porque novelas como La tumba y De perfil apelaban a la mirada adolescente. Muchos jóvenes nos sentimos retratados por esas obras y, por primera vez, incluidos en el mundo de la representación literaria”, explica el escritor Juan Villoro a Gatopardo.
Con una obra de más de cuarenta títulos, demostró que al escribir desde perspectivas místicas, religiosas, filosóficas, eróticas y del autoconocimiento, y con un lenguaje humorístico, desenfadado y coloquial, no solo rompía con las formas normativas en la literatura del México de los años sesenta y setenta, sino que la reinventaba; ya no solo se hablaba de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Garro, Alfonso Reyes y Juan Rulfo, sino de un joven mexicano que firmaba sin apellidos. Siempre experimental y con la idea de capturar la esencia de lo que sucedía en el país más allá de establecer un documento sociológico, le entró al teatro, al cine, a la televisión, las novelas, cuentos y esos textos des-generados que pueden ser ensayos, autobiografías o lo que el lector quiera y que le representaron reconocimientos como el Premio de Narrativa Colima, el Premio Mazatlán de Literatura o el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura.
Pero más allá de los premios, el escritor formó lectores. José Agustín el escritor, el director, el guionista y dramaturgo y melómano. El enfant terrible —como también se le nombró en la crítica—, que escribió en la cárcel y se exilió en Cuautla, Morelos, hasta su muerte, falleció este 16 de enero, luego de afecciones de salud durante los últimos años. Fue subversivo desde que redactó a los dieciséis años su primera novela, La tumba, hasta que trascendió a ser un clásico. “Una cosa muy subversiva del pensamiento de José Agustín, que está inherente en su obra temprana, será la idea de lo transgeneracional y lo intergeneracional”, recuerda el escritor Julián Herbert.
El origen de José Agustín
Por pura casualidad, José Agustín Ramírez nació en Guadalajara, Jalisco. Explicaba en vida que su padre era piloto aviador militar, y de ahí el accidente geográfico. Nació el 19 de agosto de 1944 en Jalisco y no en Guerrero, donde pasó toda la infancia y asentó una identidad tan arraigada que en las biografías de sus libros aparece como acapulqueño. Este niño, que llevaba por nombre el de su tío materno, dejó de sentirse normal cuando entre juegos y deportes descubrió la lectura. Tenía nueve años al llegar de la costa de Acapulco a la colonia Narvarte de la Ciudad de México, en auge económico y en crecimiento por aquellos años. Sus hermanos y amigos, como el escritor Gerardo de la Torre, lo familiarizaron con los libros. En el Colegio Cristóbal Colón, una institución de renombre para miembros de la clase media alta, José Agustín destacaba por su conducta y cumplimiento, pero también por su creatividad. Descubrió que el dibujo se le facilitaba y los relatos le brotaban. Escribió historietas hasta que las imágenes empezaron a desaparecer. Lo que quedó, en quinto de primaria, fue lo que el mismo autor calificó como su primera novela: El robo. “Una tontería”, diría el escritor a la periodista Silvia Lemus casi sesenta años después, no sin aclarar que eventualmente la adaptaría al teatro.
Para su corta edad, el guerrerense tenía referentes literarios de gran peso. Inició con los textos griegos de La Ilíada, La Odisea, La Eneida. Dado que en el taller de teatro no le asignaban papeles para representar, a sus once años se inició en la dramaturgia. A los doce ya tenía Lolita, de Vladimir Nabokov, como libro favorito, y a los quince estudiaba cinematografía en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Y repasaba, además, a Jean-Paul Sartre, Søren Kierkegaard, Martin Heidegger y Albert Camus, como recordaría José Agustín en su autobiografía El rock de la cárcel (1983). “Me parece muy característico que un chavo de quince tuviera estas referencias”, dice Julián Herbert, gran amigo y estudioso del escritor, desde que se adentró en sus obras a los veintidós años.
Pero además de buenos referentes, José Agustín tenía un enorme maestro. La tumba, novela escrita por el acapulqueño a los dieciséis y publicada en 1964, se dio dentro de un taller literario dirigido por el escritor y editor Juan José Arreola. Frente a noveles narradores como Gustavo Sainz y Federico Campbell, quienes también eran parte de la clase, el autor de Palindroma alababa el talento de su joven aprendiz, pero también frente al grupo se encargaba de refutarle cada palabra. El Premio Xavier Villaurrutia 1963 por La feria hacía correcciones de sintaxis, morfología y estructuración. Ordenó los relatos de su estudiante y replanteó el cuento “Tedio” para convertirlo en la novela La tumba. Al texto le dio forma y al estudiante, vocación. Arreola fue el primero en decir que José Agustín era un escritor.
Los primeros años y el cine
Cuando José Agustín era adolescente, en México el ideal revolucionario aún influía en la agenda nacional. No llegaban a cincuenta los años desde la dictadura porfiriana y la serie de guerras y guerrillas que reconfiguraron la clase y los partidos políticos. El PRI prometía progreso a través de gobiernos democráticos e identidad nacional, pero la desigualdad se disfrazaba con las instituciones, y hasta la cultura, generalmente contestataria, se arropaba en el velo de la mexicanidad. Había solemnidad también en la literatura mexicana. Parte de la identidad nacional tenía como referente el poema “Piedra del sol” y un escritor como Octavio Paz, considerado progresista, se alineaba al gobierno bajo el camuflaje del intercambio cultural. Se decía que las voces se acallaban, por ejemplo, con un nombramiento como embajador en la India.
En ese contexto apareció José Agustín, cuya primera novela, La tumba, hablaba del tedio de ser un joven de la clase media alta de los años sesenta. Gabriel Guía, el protagonista de la novela o alter ego del escritor, desdoblaba la incertidumbre de la identidad y la pertenencia durante el limbo juvenil. Con ironía, el personaje cuestionaba su privilegio, pero también lo disfrutaba; mandaba a todos al carajo, pero se lamentaba; caía en la cama con su tía y por la mañana se odiaba terriblemente; tras echarse unos whiskies y hacerle de galán frente a la hija de un extranjero, se replanteaba la idea de estar vivo. En sus páginas, José Agustín hablaba de un Círculo Literario Moderno o Círculo Cuaternario Incierto o Círculo Litorate Moderno. Su juego de palabras mostraba su sagacidad, frescura y rebeldía, y de paso retrataba aquel taller literario dirigido por Juan José Arreola. Respetaba a su mentor, por supuesto, pero también, de cierto modo, daba un paso a un lado. Era la primera vez que, con ese desparpajo, un escritor mexicano se desmarcaba con tal franqueza de la alcurnia literaria.
La experimentación planteada en esas páginas se desprendía de la escritura convencional y se reflejaba en las palabras inventadas por el autor, en sus referencias a Heidegger y Nietzsche, en la licencia de escribir a discreción en inglés, alemán y francés, y sonar las óperas Carmina Burana y Lohengrin. Como resultado, por un lado, el escritor se ganaba la ponzoña de detractores y adversarios, y por otro, formaba lectores. “José Agustín demostró que la literatura involucra la mirada juvenil y esto hizo que muchos descubrieran en sus páginas no solamente el gusto por su obra, sino el gusto por la lectura misma. A partir de José Agustín leímos a muchos otros autores; en principio, a quienes estaban cercanos a él, autores de la contracultura como Jack Kerouac o J. D. Salinger”, recuerda Juan Villoro, quien cita a José Agustín como su detonante literario.
En De perfil (1966), su siguiente novela, publicada apenas dos años después, José Agustín retomaba la juventud y el desasosiego implícito. Compartía las andanzas de un joven que, en primera persona, contaba su rutina en la colonia Narvarte, los problemas maritales de sus padres, el amor-odio por su mejor amigo. Desde la cotidianidad, los cigarros, el jaibol y los tugurios, el autor proponía el tema del autoconocimiento y el lugar que ocupamos en el mundo. “Al leer en una circunstancia idéntica a la del protagonista, es decir, en las vacaciones entre la secundaria y la preparatoria, en un barrio de la clase media de la Ciudad de México, entendí por primera vez y para siempre que la literatura no solo era una expresión artística que podía apelar a circunstancias muy profundas del ser humano, sino que sorprendentemente me incluía a mí”, dice Villoro sobre el libro que marcó su destino y lo impulsó a escribir.
“Hasta ese momento yo no había sospechado que mi destino pudiera ser literario; simplemente me parecía una circunstancia confusa, indescifrable, que me llenaba de nervios. José Agustín me reveló que, si se narraba con gracia, inteligencia y sentido del humor, una vida tan aparentemente gris como la mía podía ser apasionante”.
Mientras José Agustín celebraba en su literatura conceptos como el de “rebelde sin causa” —referencia que había sacado de su amor por el cine y las películas de James Dean— y establecía el rock como afrenta a lo normativo, de manera pendular se permitía entrar en la cultura pop y hasta llevar su ideología a ese mundo, al punto de que el cineasta Carlos Velo y la productora Angélica Ortiz quisieron llevar De perfil a la pantalla grande con la actriz Angélica María como intérprete de la roquera Queta Johnson. “Cuando leímos De perfil nos enamoramos del libro, pero su adaptación no se pudo hacer en ese momento por la censura en México. Los libros que escribió eran sensacionales y los queríamos hacer todos en cine, pero no pudimos. Teníamos un argumento de Fernando Galiana, muy divertido y muy mono, que adaptó José Agustín, y así se hizo Cinco de chocolate y uno de fresa [1968] —evoca Angélica María en charla con Gatopardo—. Rehicimos otro argumento. Originalmente iba a ser ¿Quién tiene mis enchiladas?, pero la censura [Dirección de Cinematografía] no nos dejó poner ese título y se llamó Alguien nos quiere matar. Lo dirigió Carlos Velo, pero ese fue el momento en el que nos dimos cuenta de que quien escribe los argumentos es quien debe dirigir sus películas. Entonces mi madre, que siempre fue descubridora de jóvenes y los apoyaba, le dio a José Agustín Ya sé quién eres (te he estado observando), y la oportunidad de que dirigiera su primera película”, recuerda.
La obra temprana de José Agustín no solo se colocó dentro de los libros más vendidos para finales de los sesenta, sino que presagiaban lo que su literatura representaría: la defensa de los otros y la celebración de la disidencia. En adelante, José Agustín ahondaría en temas místicos, espirituales y contraculturales. Experimentaría con drogas y lo expondría en sus libros, pero, antes, la música. “El rock fue un instrumento de rebeldía e incisión cultural, pero también un impulso en la obra temprana de José Agustín y algo que nunca abandonó. El rock va más allá de la experiencia social y subversiva; tiene que ver con una cosa que sabes que viene de las tripas. José Agustín siempre ha preguntado qué está pasando con el rock. Mientras yo escucho a los Rolling Stones de los sesenta y pienso que es la música de mis tiempos, él escucha el punk del 2015 y lo ve como la música de sus tiempos. Esa es otra subversión: romper la barrera de lo generacional”, considera Julián Herbert.
Una contracultura literaria
Un chavo se mete a la toma. Trae el mohicano alto, partido en dos, y el resto del cráneo rapado. Por medalla de guerra, un parche: G.B.H. Punk puro y duro, del inglés. Le busca la mano al escritor que se adentró al Chopo.
—Hola, José Agustín.
—¿Qué pasó?
—Fan, ¿eh?
—Órale.
—Cámara.
En ese video noventero, el melómano escritor continúa su recorrido por el tianguis cultural y lo sigue la banda. “El rock es lo mejor. El death metal”, le dice uno de los chavos durante su peregrinaje. Otro chico le llega de frente con una cámara fotográfica. Clic. “La contracultura permite un respiradero muy grande e importante, sobre todo para la gente joven. Le permite tener una manera de expresarse, pintar su raya con el gobierno y tener la oportunidad de relacionarse con gente afín”, dice José Agustín en calidad de estrella de rock o antihéroe.
El escritor perteneció a una generación socialmente activa. En los años cincuenta vio las primeras manifestaciones de desobediencia juvenil. Eran tiempos de los “rebeldes sin causa”, etiqueta que, aclararía en otra entrevista, se debía a una mala traducción de cause, con la que se apuntaba más a un “motivo” y no al término legal de “sentencia”, como debía ser. También atestiguó el nacimiento del rock mexicano y la represión en el país de los hippies durante los sesenta. Influenciados por los movimientos estudiantiles y obreros en Europa, las manifestaciones por el asesinato de Martin Luther King en Estados Unidos y el rechazo a la Guerra de Vietnam, México vivía también su despertar sociopolítico. El mundo se había vuelto excesivamente materialista y los sueños de vida de los jóvenes resultaban endebles, según el autor. Y frente a la ausencia de causa, la creación de mitos propios.
“La contracultura unificó a nivel planetario los deseos y los discursos de los jóvenes que hasta entonces habían sido una categoría biológica y se transformaron en una categoría cultural. En ese sentido, José Agustín fue el gran evangelista de la contracultura y cumplió un papel equivalente al que los Rolling Stones estaban cumpliendo en Inglaterra y Estados Unidos. Por supuesto que su alcance mediático fue inferior, pero el contenido de su discurso y el impacto que tuvo en quienes lo leímos provechosamente fue equivalente al que hicieron los grandes músicos de rock”, considera Juan Villoro.
México tenía casi dos décadas de represión juvenil. Cuando nació el rock mexicano, la policía frenaba cualquier tipo de reunión y criminalizaba a los jóvenes por su apariencia. “En los años sesenta, con el advenimiento de los hippies, la contracultura adquirió un rango realmente espeso, denso, fuerte. Se volvió un fenómeno mucho más importante socialmente y, por lo mismo, más reprimido”, diría José Agustín en su reportaje dentro del Chopo, rescatado en YouTube bajo el título de Visitaciones. Chorros de gente iban a dar a la cárcel por la greña, por sus hábitos, por su manera de ser, de vestir”.
Ni militante ni estudiante, en 1968, cuando estaba cerca de cumplir veinticuatro años, José Agustín se “reventó un ‘espich’ visceral” con mentada de madre colectiva contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Les tenía miedo a los chingadazos, confiesa en su libro El rock de la cárcel. Sabía el escritor que la represión estaba a tope y había pájaros en el alambre. La policía detenía arbitrariamente a los estudiantes, y quienes exigían una reivindicación en el sistema de educación pública eran acusados de querer derrocar al gobierno y establecer un régimen comunista. No le entró de lleno, pero aun desde una cierta distancia acuerpó al movimiento estudiantil. Ensayaba sobre el rock, el misticismo, el autoconocimiento y la psicodelia mientras, de vez en cuando, asistía al Comité de Artistas e Intelectuales en Ciudad Universitaria. El 13 de septiembre de 1968, cuando le tocó presentarse en el ciclo Los Narradores ante el Público —y medirse ahora sí con la misma vara que Rosario Castellanos, Carlos Fuentes y Amparo Dávila—, les preguntó a los asistentes qué hacían en el auditorio si la vida estaba fuera, y los hizo unirse a la manifestación. “Ese tipo de gestos llegué a verlos a nivel cotidiano —dice el escritor Julián Herbert a Gatopardo—, la rebeldía de José Agustín está conectada con cierta perspectiva de lo místico muy poco tomada en serio”.
En ese contexto, su experimentación literaria se nutría de la experimentación física. Sexo, drogas y rocanrol: la trinidad del rebelde sin causa. Le hizo al peyote, a la mariguana, a los hongos alucinógenos y otras drogas psicodélicas. “La literatura de José Agustín es un campo de experimentación muy rico, que va de la meditación al misticismo, de las preocupaciones filosóficas a la visita de los paraísos artificiales de la droga. Las drogas son un componente adicional que tiene que ver con muchos de sus personajes, de acuerdo con lo que se experimentaba en esa época, pero se trataba entonces de abrir las puertas de una utopía”, dice Villoro. Desde la óptica de la apertura del pensamiento, José Agustín abogó por la despenalización y legalización de los estimulantes. Desde la psicodelia, lo mágico y el esoterismo, el autor visitaba en sus textos sus propias tribulaciones, y lo hacía además desde el desenfado del lenguaje y desde el interés de las condiciones vernáculas, como el habla popular y el ingenio de los jóvenes mexicanos. “‘¿Qué onda?’, ‘¿qué hongo?’, todas esas cosas son de José Agustín. Cualquiera que lea sus libros y haya visto las películas se da cuenta de que fue él quien implantó esa forma de hablar. Hablamos diario con modismos que inventó José Agustín”, celebra Angélica María.
Pero si la represión a los jóvenes era absolutamente normal, si los adolescentes eran mal vistos por su búsqueda de identidad, pertenencia y su forma de hablar y expresarse, resultaba lógico que la línea bajara hasta los representantes culturales más tradicionales y se rechazara todo lo que no estuviera alineado.
La escritora y crítica literaria Margo Glantz escribiría Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, libro en el que se establecía “la Onda” como concepto y corriente literaria y que colocaba a José Agustín como su principal representante, junto con Gustavo Sainz (Gazapo, 1965). El texto, que tomó fuerza en el país y hasta permeó a los lectores en Estados Unidos, establecía que la literatura de la época se dividía en dos ramas: la respetable y otra que se afincaba en un lenguaje coloquial mezclado con intelectualismos.
“Nos presentaron a esa generación como si fuera un bloque. Creo que sí comparten territorios, pero también tienen diferencias significativas. Parménides García Saldaña, por ejemplo, no tenía la tremenda cultura literaria de José Agustín y, en contraparte, la experimentación de Gustavo Sainz está mucho más vinculada con la literatura experimental, pero no tan abierta a la literatura popular, como la de José Agustín, y sobre todo al pop entendido en el sentido conceptual”, reflexiona Herbert. Para José Agustín, y muchos otros autores, el texto resultaba reduccionista y encasillaba la obra en la categoría de literatura juvenil. Glantz creía que esta corriente retrataba a chicos con ropajes extraños que inventaban lenguajes de iniciados, pero no ahondaba en el subtexto. “Las experiencias de las drogas y la apertura existencial de la Era de Acuario también formaron parte de su repertorio —explica Villoro—, pero resulta reductor considerar que fue exclusivamente un autor de ‘la Onda’. Él mismo se rebeló una y otra vez contra esta denominación puesto que se trataba de una etiqueta que lo limitaba al ámbito de lo juvenil. La obra de José Agustín se desarrolló por muchos caminos: tiene preocupaciones místicas, religiosas, filosóficas, un erotismo latente en muchos momentos, y es un urdidor de tramas absolutamente sensacionales”.
Lo dicho por Villoro es explícito en Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973). La novela tiene como protagonista a Rafael, un lector de tarot hundido en la mediocridad que, con el pretexto de hacer una interpretación de cartas que funcione como enmienda de su alma, viaja a un Acapulco “jipiteca” y encuentra una espiral de conciencia y autoconocimiento a través de sustancias, música y placer.
En un conjunto de casitas de Cuernavaca, José Agustín y un amigo se atizaron un toque. Y lo que son las cosas, en una de las cabañas conjuntas se hospedaban cinco traficantes de droga. La mañana del 14 de diciembre de 1970, Arturo “el Negro” Durazo —policía que encabezaría la desaparecida Dirección General de Policía y Tránsito y a quien se le vinculaba con casos de corrupción, tortura y desaparición— llegó a la cabeza de un grupo de escuadrón que se llevó preso al escritor. Durante siete meses, estuvo encerrado en la crujía H del Palacio de Lecumberri, la cárcel más representativa de la Ciudad de México, en la que se encerraba a cualquier disidente capturado por las “Brigadas Blancas”, ente gubernamental encubierto que reprimía manifestaciones. Ahí, José Agustín compartió pasillos con los estudiantes reprimidos y presos políticos de 1968, incluido José Revueltas, con quien trabajó codo con codo. En las bolsas de papel en las que les entregaban los alimentos, comenzó a escribir la novela Se está haciendo tarde (final en laguna).
Convertirse en un clásico
“José Agustín cuestionó la dinámica anti-rock del país, pero también tiene unos de los pasajes más autocríticos. Por ejemplo, habla de las drogas de poder con muchísima distancia y del uso de los ácidos y la psicodelia en los ochenta, pero menciona que nunca puso en un altar a la psicodelia y por eso esta nunca lo decepcionó”, dice Julián Herbert. Los textos posteriores a los psicodélicos, Se está haciendo tarde (final en laguna) y El rey se acerca a su templo (1975), dieron fe del espectro tan amplio de José Agustín y mostraban a un autor en total madurez.
Sus textos han sido catalogados como conceptos y sus historias se leen en muchísimas capas que también abordaban las inseguridades y la existencia. Roberto Sneider, director de la cinta Me estás matando, Susana, pone un ejemplo. En su adaptación de Ciudades desiertas (1984), protagonizada por Gael García, el cineasta de 61 años quería hablar de la idiosincrasia mexicana encontrada en un país como Estados Unidos, por el recuerdo de haber cursado la preparatoria en el gringo. Pero al revisitar el libro se topó con un recuerdo. De chavo descubrió que el relato de Eligio (Eligio de la Chingada) —un hombre que persigue a su pareja hasta Estados Unidos para encontrar que la residencia literaria de la chica es más bien un escape de él— lo atravesaba de muchas formas. “Todavía no sé bien por qué me identifiqué tanto con este personaje y sus celos desmedidos, si a mis dieciocho años, probablemente, no había vivido mucho. Y, sin embargo, me sumergió en su viaje y sus emociones. Cuando leí el libro pensé que esa sería una muy buena película por hacer y se me quedó la semillita. La vi, la oí, la olí”, recuerda Sneider en charla con Gatopardo.
Otro ejemplo de su madurez es la creación de Cerca del fuego (2007). José Agustín decía que tenía un bloqueo creativo, writer’s block, y se limitaba a escribir relatos sueltos sin saber que estas piezas conformarían la novela. Como no avanzaba, y luego de hacer un ritual místico en su propia cocina para limpiar su máquina de escribir, arrancó con Ciudades desiertas (1984). La metáfora era bellísima: Susana, la esposa que se le escapa a Eligio, no era más que la novela que no se dejaba agarrar. Con eso se limpió la malaria y, años después, Cerca del fuego saldría a la luz como el mejor libro de su carrera, en palabras del mismo autor. En sus páginas se presentaba a un hombre que olvida los últimos seis años de su vida y que debe escarbar en lo más profundo de sí. “Tiene esa cosa maximalista, es un escritor muy prolífico. Ha sido y fue físicamente muy resistente, y eso influye porque, incluso en la época en la que él pensaba que no podía escribir, escribía cosas sueltas. Él decía que no estaba escribiendo nada, pero lo que estaba haciendo era Cerca del fuego, solo que él no lo tenía completamente claro”, dice Herbert.
Mucho más allá de la facilidad que José Agustín tenía para navegar varios géneros literarios dentro de un mismo texto y concluir sus más grandes ambiciones, parecía que la escritura misma de pronto le resultaba insuficiente para explorarse a sí mismo y su entorno. La madurez alcanzó al autor no solo en su obra, sino en su vida personal. Cansado de la frivolidad citadina, buscó el autoexilio en Cuautla. Llegó a la casa que construyó con su padre y en la que plantó el árbol de mango machete que le dio sombra hasta su partida. Consagrado autor, había incendiado con declaraciones todo a lo que se le podía prender fuego, y ahora prefería estar con su familia: Margarita, su esposa; Andrés, Jesús y Agustín, sus hijos; sus perros, sus discos y sus libros. Las secciones de budismo o cualquier otra religión y la latinoamericana, el bloque de lomos negros de Carl Gustav Jung, el altar de la literatura mexicana. “Pepe Revueltas, la revueltiza del cuadrante. Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Vicente Leñero —contaría José Agustín hace nueve años a Canal Once—, Rosario ‘Chayo’ Castellanos; Luis Carrión, viejo cuate…, otro que se murió. Ya nos estamos quedando pocos de la vieja… de la ruquísima guardia”. En esa casa lo alcanzó el destino de convertirse en un clásico.
“Existe esta idea de despreciar todo lo que está en la tradición, y como José Agustín de algún modo ya es un clásico mexicano, ‘hay que ponerlo en el sector de los consagrados y patearlo’. Son parte de los comentarios que he visto”, lamenta Herbert.
Para el 16 de enero de 2024, cuando murió, José Agustín llevaba casi una década de haber soltado la pluma. Se alejó de lo público después de caer al foso del Teatro de la Ciudad de Puebla, desde casi dos metros de altura, durante una firma de libros en 2009. El escritor fue diagnosticado con fracturas en cráneo y costillas y estuvo en terapia intensiva durante veinte días. Después, apenas tuvo un par de apariciones públicas, como la de abril de 2023, cuando presentó la reedición de su obra en la editorial Debolsillo, y solo de vez en cuando se podía saber de él. Pero los años no borraron nada. Quedaron sus mitos, leyendas, sus cuentos, novelas, películas, obras y ensayos que hablaban desde la idiosincrasia.
Volvemos al video de YouTube. La chica tiene unos lentes grandes, como los del escritor adentrado en el Chopo. Es de las últimas en saludarlo o de las primeras en despedirlo, y confiesa ante la cámara: “Lo admiro mucho. Yo escribo y más o menos por ahí van mis tendencias. Lo que le admiro es que es vigente hasta estos días. De pronto agarro un libro y parece que estuviera narrando mi vida”.
Por hablarle a una generación quisieron encasillarlo, pero no contaron con que la rebeldía también desobedece a las épocas. El roquero, el maese, el rey que llegó a su templo. El escritor que rompió con la literatura mexicana de su tiempo y desde ahí formó millones de lectores para la posteridad. Para cuando se secó la tinta, José Agustín había ya escrito en piedra que su rebeldía tiene una causa.
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